Off ( Armando Arjona )

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Armando Arjona Off

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Armando Arjona

Off

Un puñetazo de sol entra por la ventana y el Hombre vuelve a la

realidad. Se levanta y siente el frío del suelo en las plantas de los pies. Un

ligero escalofrío recorre su espalda. Entra en el baño, mea, se rasca la cabeza,

se lava la cara, bosteza una vez más y finalmente lanza un violento estornudo

contra el espejo. Todo son diminutas gotitas que deforman su imagen creando

una versión borrosa de sí mismo. El Hombre piensa en Lewis Carroll, toca el

espejo con la punta del dedo y después se siente un poco estúpido.

Dos estornudos más.

El Hombre piensa en llamar al trabajo exagerando los síntomas y así

tomarse el día libre para ir al cine o leer un buen libro, pero entonces recuerda

que esa misma mañana tiene una reunión muy importante en la que debe

hacer una exposición y, sinceramente, prefiere un paquete de pañuelos antes

que una mala cara de su jefe.

El Hombre no es una persona muy extrovertida, prefiere pasar

desapercibido, no llamar demasiado la atención de los demás, sin embargo

aquella mañana en el trayecto en autobús hacía la oficina, se gana el Oscar al

Mejor Protagonista.

Estornudos y más estornudos seguidos de una tos ronca. Pañuelos y

más pañuelos empapados una y otra vez. Las miradas de los pasajeros se

centran en ese extraño pasajero que da la sensación de estar poseído más que

de tener un simple resfriado. Las madres apartan a sus hijos del “señor

enfermo” mientras las señoras más mayores comentan entre ellas cuál es el

mejor remedio casero para esa tos tan seca. “Miel con limón” va ganando.

El autobús llega a la parada, el Hombre baja apresuradamente no sin

antes dejar un estornudo de recuerdo, y corre hacia el enorme edificio negro

que aglutina innumerables empresas entre las cuales se encuentra su oficina.

Atraviesa la puerta de cristal ignorando el saludo del portero. Entra en los

lavabos y se encierra en uno de los compartimentos para sonarse la nariz con

todas sus fuerzas. Finalmente, tose varias veces hasta escupir en el váter una

masa informe que prefiere no mirar, y se mete un caramelo mentolado en la

boca con un largo suspiro. Respira durante unos segundos saboreando el

oxígeno. Sale del urinario e intenta recomponer su imagen frente al enorme

espejo horizontal que recorre la pared. Parece recién escupido de un huracán.

Despeinado, ojos hinchados, camisa por fuera, frente empapada en sudor,

corbata torcida, pielecitas alrededor de las fosas nasales. Nadie convence a

nadie con pielecitas en la nariz aunque su exposición tenga fuegos artificiales,

piensa el Hombre. Sin embargo, lo que más le llama la atención es el estado de

sus manos, excesivamente secas y agrietadas con unas pequeñas manchas

rosadas.

A los quince minutos, el Hombre no lo soporta más.

El presidente ya ha hecho su típico discurso motivador y ahora está hablando

el responsable del departamento de contabilidad. Sin embargo, el Hombre no

ha entendido una sola palabra de lo que se ha dicho ya que, las manchas

rosadas que se habían originado en sus manos, se han ido extendiendo a lo

largo de los brazos produciéndole un escozor insoportable. Se rasca

violentamente debajo de la mesa intentando disimular ante las miradas

extrañadas de algunos compañeros, mientras estornuda a cada minuto

interrumpiendo la exposición que está teniendo lugar. Deberían inventar el

papel higiénico impermeable, piensa el Hombre secándose otra vez la nariz

con un trozo de papel húmedo. De pronto, nota cómo las manchas alcanzan el

pecho, las piernas y el cuello. Con cierta naturalidad, se desabrocha el botón

de la camisa y se rasca la piel, ya cuarteada y enrojecida, como si hubiese

dormido en un colchón plagado de pulgas. Una gota de sudor caliente y

viscoso baja por su frente como señal del fuego que se ha iniciado en el

bosque seco de su pecho. El responsable del departamento de contabilidad

mira al Hombre con desprecio. El Hombre le sonríe y vuelve a estornudar. El

virus, sea el que sea, ha escogido el mejor día para hacer su puñetera entrada

triunfal. De pronto, el Hombre comienza a levantarse de su asiento, quizás el

esfuerzo físico más grande que ha hecho en su vida, y se hace el silencio en la

sala. Intenta decir que se marcha, pero entonces descubre que el interior de su

boca está repleto de llagas que le impiden expresar el más mínimo mensaje. El

escozor sigue aumentando haciendo hervir cada poro de su piel. La excesiva

temperatura está a punto de dejar al Hombre en un estado de aturdimiento tan

grande que el tiempo y el espacio se han empezado a enredar formando una

espiral que tambalea el equilibrio de su cuerpo y nubla su vista por completo.

Inflamación, asfixia, irritación, fuego, vértigo.

Entonces, el jefe, con fingida preocupación, le pregunta si se encuentra

bien y, antes de que el Hombre pueda negar con la cabeza, cae sobre la mesa.

Pérdida de conocimiento.

Nunca he respirado un aire más puro. La zona es extensa y tranquila.

Grandes superficies teñidas de verde salpicadas de rojos, azules y amarillos

que dotan de vivacidad al paisaje. La luz que pasa a través de los inmensos

árboles es agradable. Calienta pero no quema. Escucho los típicos sonidos de

la naturaleza: pájaros, chicharras, abejas, algún río fluyendo ladera abajo. Sin

embargo, me llama la atención el canto de un tipo de ave que no he

escuchado nunca.

Un bolígrafo se desliza sobre el papel cuando el Hombre recobra la

consciencia. Una luz fría y azulada penetra en sus ojos como cuchillos y de

pronto se activa un terrible dolor en la ceja izquierda. Un buen golpe contra la

mesa, recuerda súbitamente.

Se incorpora lentamente sobre la camilla dando un pequeño tirón al

gotero y entonces comprende sin mucho esfuerzo que se encuentra en una

consulta médica.

-¿Cómo se encuentra?

Pregunta el médico que hay tras la mesa.

-¿Qué ha pasado?

-Ha perdido el conocimiento. Sus compañeros de oficina le han traído.

-Estoy mareado.

Dice el Hombre frotándose los ojos.

El médico se levanta y comienza a explicar las posibles causas de un

desvanecimiento mientras el Hombre mira asombrado la piel de sus manos.

Su piel ha vuelto a la normalidad, ya no está cuarteada e inflamada como antes

del desmayo. Rápidamente, examina sus brazos también y descubre con

entusiasmo que los eccemas y picores han desaparecido. Ni siquiera tiene la

nariz taponada o la boca llena de llagas. Es extraño y milagroso a la vez, pero

los continuos estornudos, el moqueo interminable, el calor insoportable y la piel

en ebullición se han extinguido sin dejar huella.

-¿Qué le ocurre?

Pregunta el médico extrañado.

- Me he curado, ya no estoy enfermo…

-¿De qué se ha curado?

El Hombre comienza a relatar las circunstancias que ha sufrido esa

misma mañana con todo detalle y, mientras el médico escucha con sumo

interés, busca en el cuerpo del paciente alguna evidencia de lo que le está

contando sin hallar marca alguna. Finalmente, el médico confiesa al Hombre

que se siente algo desconcertado por su historia, ya que al entrar en la

consulta no presentaba ninguno de los tipos de reacción alérgica que acababa

de describir, incluso le habían tomado la temperatura en dos ocasiones

descartando definitivamente la posibilidad de fiebre.

-¿Me han dado algún medicamento?

Dice el Hombre rascándose un pequeño sarpullido que se le acababa de

formar en la nuca.

-No le hemos administrado ningún medicamento dado que no había motivo

para hacerlo. Usted ha entrado aquí inconsciente, todavía no sé por qué, sin

más síntomas que ese hasta que de pronto ha despertado.

Ante esta explicación, la mirada desconcertada del Hombre se pierde en

un punto fijo donde espera con ansiedad un atisbo de lógica. Sin embargo, un

ardiente picor comienza a cubrir su cuello y parte de la cara sacándole de su

ensimismamiento, a la vez que un corrosivo quemazón invade sus piernas,

brazos y espalda. Pronto se inicia en toda la extensión de la epidermis un

rápido asedio protagonizado por llagas y pústulas hasta culminar en tres

atronadores estornudos empapados de sanguinolenta mucosidad. Rostro

desencajado y lágrimas de dolor. El médico le mira horrorizado mientras los

gritos del Hombre penetran en su cabeza enredándose con la espeluznante

imagen que está presenciando: un paciente casi en carne viva avanzando

hacia él, pidiendo ayuda cubierto de heridas, sangre y saliva que, de repente,

cae al suelo como un trapo.

Tierra húmeda entre los dedos de los pies. No sé por qué, pero estoy

descalzo, tampoco me importa. El canto del extraño pájaro parece haber

encontrado una melodía que me resulta conocida o al menos mis oídos no la

sienten extraña. La suave brisa que se filtra a través de los infinitos pasillos que

crean los troncos, lleva el trino de un lado a otro hasta que finalmente descubro

que el animal cantor se encuentra en lo alto del árbol que tengo detrás.

El Hombre despierta sobresaltado en una habitación absolutamente

oscura. Únicamente, un débil haz de luz que proviene de una pequeña ventana

situada en la puerta, atraviesa la oscuridad como una daga aunque no es

suficiente para adivinar la longitud del habitáculo. El Hombre se acerca

rápidamente a la luz e inspecciona sus manos y sus brazos siendo testigo de

que nuevamente la enfermedad ha desaparecido y de que se halla

completamente desnudo. En ese momento, dos cabezas aparecen en la

diminuta ventana mostrando un gran interés e inquietud por el cuerpo del

Hombre e inmediatamente el extraño paciente corre a ocultarse en la

oscuridad. De pronto, un chasquido suena en el interior de la fría habitación

accionando los fluorescentes dejando al Hombre totalmente al descubierto.

Después, un zumbido eléctrico da paso a la voz del médico a través de un

altavoz situado en alguna pared.

-No se asuste. Soy el médico que le ha atendido hace unas horas y él es un

compañero del D.E.I., Departamento de Enfermedades Infecciosas, que ha

venido a ayudarme.

-Pero, ¿qué ocurre? ¿Qué hago aquí? ¿Por qué estoy desnudo?

-Sé que ahora se siente confuso, pero era necesario aislarle e iniciar con usted

un protocolo de cuarentena. No sabemos si su afección puede ser contagiosa,

solo sabemos que cuando cae inconsciente los síntomas desaparecen, y por

eso un equipo especializado le ha quitado la ropa, para poder tener una visión

completa de toda su piel en todo momento y poder realizar todas las pruebas

pertinentes. Le aseguro que únicamente nosotros le observaremos durante

todo el proceso.

El Hombre parece haber comprendido las palabras del médico, pues su

silencio así lo demuestra, sin embargo, sus ojos y su respiración dicen otra

cosa. La estancia es más grande de lo que parecía en un principio. Tan grande

como vacía. Solo hay una cama en una esquina con dos mantas a los pies y un

retrete. La luz blanquecina que irradian los tubos del techo agravaba la

sensación de frío y da un aspecto artificial al entorno. El Hombre recuerda su

habitación, y sus zapatillas de estar por casa, y sus abrigos, y su pijama, y sus

calcetines, y su cama, y apuesta todas esas mismas cosas a que no va a

volver a verlas jamás. Apuesta que moriría desnudo y escamado en ese

congelador. De pronto, la rabia y la humillación se apoderan de él y se lanza

contra la puerta como una fiera contra la alambrada exigiendo su libertad.

Manotazos, insultos y saliva verde explotando contra el cristal hacen retroceder

a los médicos. La cara del Hombre, cubierta ya de una costra rojiza, alberga los

ojos más asustados que han visto en su vida y que al final acaban estallando

en lágrimas de súplica y desesperación. Los picores aparecen de nuevo y la

temperatura comienza a subir imparable mientras el extraño paciente llora de

forma inconsolable. En ese momento, el experto en enfermedades infecciosas,

una persona enjuta y huesuda de voz grave, le pide que relate lo que está

empezando a ver, pero el Hombre se encuentra prácticamente en shock.

-¡De momento, la única cura solo se encuentra en aquello que experimenta

cuando está en coma, ya que, por alguna razón, en ese momento desaparece

la enfermedad! ¡Rápido! ¡Díganos lo que está viendo!

Espeta el médico del D.E.I.

-¡Estoy en medio de un páramo!

Dice por fin el Hombre retorciéndose de dolor.

-¿¡Un páramo!? ¿¡Dónde!?

-¡No lo sé!

-¡Descríbalo! ¡Necesitamos toda la información posible!

Sin embargo, el cuerpo del Hombre cubierto de bambollas, se desploma ante

los ojos asombrados de los médicos antes de que pueda explicar su extraño

sueño.

Llegar a la primera rama ha sido difícil. Creo que me he hecho una

herida en la frente al rozar contra la corteza mientras subía. Estoy cansado,

pero ha merecido la pena porque desde aquí las vistas son increíbles. El prado

se extiende mucho más de lo que me había parecido desde abajo debido a la

frondosidad que me rodea, sin embargo ahora sé que existe una llanura verde

que parece no tener fin y que invita a correr y rebozarse por la hierba. El trino

vuelve a aparecer. Me levanto haciendo equilibrio sobre la rama y continúo

subiendo. Me pregunto cómo volveré a bajar cuando llegue arriba del todo,

aunque quizá no pueda volver a bajar nunca.

La enfermedad es metódica: comienza con algunos estornudos que

multiplican la cantidad de mucosas. Un ligero picor se inicia en cuello, brazos y

piernas extendiéndose a todo el cuerpo hasta convertirse en eccemas

descamados que inflaman y cuartean el cien por cien de la piel. Finalmente,

una fiebre repentina y excesiva bloquea la mente del paciente hasta que entra

en estado comatoso. Diez minutos. Es en este punto cuando todos los

síntomas comienzan a desaparecer lentamente hasta que el cuerpo vuelve a la

normalidad y el enfermo despierta para volver a sufrir nuevamente todo el

proceso de la extraña alergia.

Durante semanas esta es la vida que el Hombre conoce en su habitáculo

de veinte metros cuadrados al que ya se ha acostumbrado. Despertar una y

otra vez de una visión en la que trepa un árbol simplemente por el deseo

incontenible de ver qué hay arriba del todo, comer algo mientras les explica sus

experiencias a los médicos y volver a sumergirse en una turbulenta neblina que

le transporta al mejor lugar en el que ha estado jamás. Últimamente, el Hombre

piensa que, aunque el viaje es doloroso, prefiere pasar el mayor número de

horas que pueda entre las ramas, que en la fría habitación.

Un día, nada más recuperar el conocimiento, el médico de la voz grave

que está esperando tras la puerta, le propone un par de experimentos. El

Hombre se sienta en una esquina y obedece a las indicaciones: cerrar los ojos

y escuchar.

Enseguida percibe sonidos del médico al otro lado. Algunos pasos, una

tos seca, (seguramente fuma) y unos pequeños sonidos electrónicos. Mientras

tanto, allí sentado, con la mirada vuelta hacia sí mismo, comienza a escuchar

su respiración. Lenta, pausada, amplia, viva. Entonces, recuerda un artículo

que leyó hace unos meses en el que explicaban la existencia de unas cabinas

herméticas absolutamente insonorizadas donde se hacían pruebas para ver

cuánto tiempo aguantaba la gente allí dentro. Por lo visto, el cerebro humano

está acostumbrado a recibir sonidos continuamente, así que, en ese lugar

donde todo está totalmente en silencio, erradicado cualquier tipo de sonido, el

cerebro comienza una búsqueda desesperada hasta encontrar el único ruido

posible: uno mismo. El latido del corazón, el crujir de los huesos, el rugido del

estómago, la respiración. De este modo, el cerebro entra en un bucle del que

no puede escapar y al final la persona encerrada en aquella sala se vuelve

loca. ¿Me está ocurriendo a mí lo mismo?, piensa el Hombre. Esta alergia

inclasificable, el sueño del árbol, este habitáculo. ¿Me he quedado encerrado

dentro de mí mismo y todo esto es consecuencia de la locura? En ese

momento, la respiración pasa a un segundo plano y los primeros acordes

realizados por varios violines inundan la habitación. Hacía mucho tiempo que

no escuchaba música e inmediatamente su piel se estremece. El Hombre

pregunta cuál es el nombre de la obra y el médico le dice que se trata de “La

Danza Macabra” de Saint Saëns, pero que ahora debe concentrarse en la

música y dejarse llevar.

Violines, violas, cellos e instrumentos de viento se deslizan y entremezclan.

Percusión de fondo, pero muy presente. De pronto, entran las trompetas y los

trombones dando una personalidad majestuosa al conjunto. Un vals siniestro,

pero precioso, piensa el Hombre. Ojalá hubiese nacido doscientos años atrás

para poder bailar esta pieza con alguna dama en un enorme salón. Eso está

bien, me gusta. El salón principal de un castillo donde cientos de parejas giran

y giran con la música sobre sí mismas alrededor de toda la estancia. Ella me

mira a través de su máscara veneciana. Sí, todos llevamos máscaras y capas y

espadas, y los carruajes nos aguardan en la parte de atrás. Todo es oscuro y

hermoso a la vez, como en aquel relato de Edgar Allan Poe. No recuerdo el

título. Creo que acaba de entrar en el salón Vincent Price. No te distraigas.

Concéntrate en la dama que hay entre tus brazos y solo gira y baila. Gira y

baila. Gira y baila… De pronto, una pequeña exclamación del médico

desconecta al Hombre del palacio, el salón y la dama enmascarada.

- ¿Qué ocurre?

Pregunta el Hombre abriendo los ojos.

- Nada. No se preocupe. Vamos a pasar al segundo experimento. Coja lo que

le he dejado en la bandeja de la comida, por favor.

Dice el médico mientras termina de hacer unas anotaciones en su cuaderno y

apaga la música.

El Hombre abre el compartimento donde suelen dejarle las cuatro

comidas del día y encuentra un libro. Lo coge entre sus manos y siente su

peso, su tacto y su olor mientras se sienta en medio del habitáculo. Parece una

recopilación de relatos de misterio con pinta de haber pasado por muchas

manos, pues sus hojas están amarillentas y tienen algunas marcas. El autor no

le suena de nada, sin embargo, el título, acompañado de una ilustración muy

trabajada en la que se ve a un hombre con múltiples cabezas, es sugerente e

invita a la lectura.

-Por favor, no lo miré.

Ordena el médico.

-Antes, música. Ahora, un libro. ¿Estos son los tipos de antídotos que receta a

sus pacientes?

Dice con ironía el hombre rascándose la cabeza.

-Únicamente es una prueba experimental, ya se lo he dicho antes.

-¿Pero qué espera de este experimento?

-Todavía no se lo puedo decir. Pero si esta parte sale bien podré darle un

diagnóstico aproximado.

Al Hombre todo aquello le empieza a parecer una tomadura de pelo. Si

quiere hacer experimentos que se los haga a sí mismo y que a él le deje en paz

con su maldita alergia o lo que quiera que sea. Sin embargo, la curiosidad le

obliga a asentir sumisamente y a poner toda su atención en la grave voz que

surge de los altavoces.

La primera indicación es simplemente sostener el libro entre las manos,

mirar a la pared y esperar. Durante unos minutos, los ojos del médico

examinan con minuciosidad el cuerpo desnudo del Hombre para realizar una

descripción detallada en su cuaderno de la agresiva transformación que está a

punto de iniciarse.

Estornudo. Respingo. Tos ronca. Picor en nuca y brazos. Estornudo.

Manchas rojas en las manos. Frío. Estornudo. Respingo. Estornudo. Picor en

las piernas y escozor en el pecho. Estornudo. Rascar, rascar, rascar. Picor en

hombros y cuello. Rascar. Frío. Piel roja cuarteada. Estornudo. Calor. Latido en

los pies, en la cabeza. Escozor en espalda. Estornudo. Estornudo. Estornudo.

Calor. Más calor. Eccemas. Rascar. Dolor. Calor. Escozor. Respingo.

Estornudo. Mareo. Eccemas. Rascar. Dolor. Calor. Escozor. Respingo.

Estornudo. Confusión. Calor, calor, calor…

-¡Rápido! ¡Lea! ¡LEA!

Grita el médico.

El Hombre, haciendo uso de sus últimas fuerzas, coge el libro y lo abre

por una página cualquiera. Intenta leer, pero con la visión nublada y una fiebre

que le encoge por momentos, es imposible. Las letras se mezclan en su

cabeza unas con otras, los párrafos son enormes bloques de tinta impresa y el

tacto de las hojas en las yemas de los dedos le provoca un dolor insoportable

que le llega hasta la punta de la coronilla.

-¡Haga un esfuerzo! ¡Concéntrese en la lectura! ¡Déjese llevar por la historia!

Vuelve a ordenar el médico.

De repente, unas cuantas palabras cobran sentido y le sugieren una

imagen que se incrusta en su cabeza desdoblándose rápidamente en más

imágenes. Pasa a la siguiente línea y el autor, con las primeras palabras,

consigue que el Hombre abandone la fría estancia llevándole hasta una ciudad

laberíntica y adoquinada donde un intrépido detective persigue a un peligroso

asesino por encima de los tejados grises y deformados. Sonidos de motores

acelerados hostigándole. Disparos de los secuaces rebotando en sus oídos. La

lluvia comienza a caer con fuerza y los tejados se convierten en traicioneras

cascadas. El asesino resbala, pero consigue agarrarse a una tubería. El

detective le alcanza, saca su pistola y le apunta mientras le recuerda todos los

años que va a pasar en la cárcel. De pronto, un disparo de un francotirador

escondido en los tejados de enfrente, alcanza al detective en el hombro y éste

cae al vacío sobre un montón de basura. Una mujer llora en una habitación

verde. Algunas fotos en blanco y negro en la pared recuerdan una vida

tranquila y familiar. El teléfono suena y la mujer contesta apresuradamente. La

voz al otro lado dice: “¡Escúcheme! ¡Deje de leer! ¡El experimento funciona!”.

Inmediatamente, el Hombre vuelve a la habitación un tanto confundido, ya que

la voz que cree estar escuchando a través del teléfono no es otra que la del

médico hablándole por el altavoz con gran entusiasmo.

-¡Funciona! ¡Sabía que era posible!

-¿Qué es lo que funciona?

Pregunta el Hombre desconcertado.

-¡Mírese las manos!

El Hombre observa sus dedos con atención. Después sus brazos, el pecho, las

piernas, los pies. En ninguna de esas partes hay rastro alguno de los síntomas

que hace un momento le estaban devorando. Sin embargo, sigue despierto, no

se ha desmayado ni está soñando, no trepa un enorme árbol. El Hombre mira

al médico desconcertado.

-Acabo de descubrir cómo funciona su extraña enfermedad. –dice el médico-

Cuando usted come, habla con nosotros, mira las paredes de esta habitación,

orina, se muerde las uñas, hace la cama, habla consigo mismo y todas las

cosas que tienen que ver con lo que hay a nuestro alrededor, su cuerpo

reacciona de forma violenta como bien conoce. Sin embargo, cuando cae

inconsciente a causa de esas reacciones, cuando sueña mientras duerme,

cuando escucha música o cuando lee un libro, la enfermedad desaparece.

-¿Y eso qué quiere decir?

-Quiere decir que la clave de todo es su imaginación. Su mente no reconoce

como realidad aquello que toca, huele o saborea, ni siquiera el hecho

consciente de sentirse aquí ahora mismo. Para su cerebro, la verdadera

realidad es todo aquello que fabrica su imaginación, por eso cuando está

despierto y no utiliza la fantasía, se produce un error en su sistema y su cuerpo

reacciona de esa forma tan terrible como mecanismo de defensa. Su

imaginación es la cura de su enfermedad.

-¿Me está diciendo que tengo alergia a la realidad?

Pregunta el Hombre después de un estornudo.

-No sabría decirle si eso puede ser posible, pero si tuviese que dar un

diagnóstico, seguramente sería ese.

Luz, oxígeno, agua, tiempo, frío, sonidos, formas, objetos, rojo, sólido,

salado, olores, duro, graves, azul, distancias, calor, áspero, amargo, hambre,

líquido, suave, agudos, ácido, bello, estático, blando, comunicación, sueño,

gas, sexo, verde, respiración, dulce, liso, oscuro, aire, feo, gravedad,

movimiento, silencio, arrugado, sociedad.

Ahora todo a su alrededor le resulta amenazador. Desde la luz

blanquecina que le ciega, hasta el frío que siente en las plantas de sus pies. El

aire que respira mezclado con los olores que provienen de las tuberías, los

sabores de la cena de la noche anterior o cualquier sonido que perciban sus

oídos, incluso el latido de su propio corazón. Se siente como un feto recién

nacido enfrentándose al infinito. Un ser desnudo y frágil frente al monstruo que

todo lo abarca, que todo lo contiene y todo lo ocupa. ¿Cómo vencer a un

enemigo que te rodea continuamente? ¿Cómo te escondes de alguien a quien

necesitas para seguir viviendo?

-¡Ayúdeme, por favor! ¡Sáqueme de aquí!

Grita el Hombre aterrorizado mientras golpea la puerta.

-¡No puedo hacer eso! ¡No sabemos si es contagioso!

-¡No lo soporto más!

-¡Debe aguantar!

-¡No voy a poder! ¡Máteme! ¡Esa es la verdadera cura!

-¡No diga eso! ¡Encontraremos la forma de que pueda hacer una vida normal!

El Hombre se derrumba en un llanto desolador mientras su alergia comienza a

cubrir toda su piel.

-¡Coja el libro y déjese llevar por la historia! ¡Volveré lo antes posible!

El médico echa a correr a través del largo pasillo donde los gritos del paciente

rebotan durante unos instantes hasta que, repentinamente, se apagan.

Sin darme cuenta se ha hecho de noche, pero extrañamente no hace

frío. Me atrevería a decir que las estrellas se están esforzando en calentar este

inesperado lugar, este espacio situado en alguna parte que no alcanzo a

comprender y que cada vez siento más lógico y real. No sé por qué tengo

recuerdos de sitios oscuros y fríos, pero ahora no quiero pensar en eso, solo

quiero dormirme mientras observo La Luna allá arriba, en lo más alto, blanca,

pura, enorme y redonda cubriéndolo todo. Mañana continuaré mi viaje

ascendente cuando el trino vuelva a sonar de nuevo.

A la mañana siguiente, el Hombre despierta bien arropado, con un

pijama nuevo y calcetines de algodón. Qué bien sienta volver a estar en casa

otra vez. Disfrutar del sol entrando suavemente por la ventana, darse una

ducha con geles perfumados, tomar un buen café con un pedazo de bizcocho

de chocolate mientras escuchas las noticias en la radio, lavarse los dientes con

pasta “anti-caries aliento clorofila”, sentir el tacto de un buen traje de marca y

finalmente salir de casa dando comienzo a un buen día de trabajo. Sin

embargo, la realidad es otra ya que el Hombre continua estando en el mismo

habitáculo frío de veinte metros cuadrados con fluorescentes en el techo. No

obstante, algo ha cambiado allí dentro.

Decenas de cuadros de todas las formas y tamaños, corrientes artísticas

y técnicas pictóricas están repartidos por todo el espacio. Un televisor enorme

con un reproductor DVD junto con una colección increíble de películas que

abarca desde joyas del cine mudo hasta las últimas superproducciones

plagadas de efectos especiales. Estanterías llenas de discos de música donde

poder escoger entre una ópera de Mozart o un concierto de The Doors

pasando por grabaciones inéditas de John Coltrane o las primeras partituras de

Danny Elfman. Libros y más libros. Columnas inmensas que surgen del suelo y

casi llegan al techo donde se mezclan las palabras de Shakespeare, Allan Poe,

Bukowski, Verne, Bolaño, Kafka, Conan Doyle, Huxley o Chejov. Después de

vagar tanto tiempo por un desierto áspero y asfixiante, por fin ha encontrado un

lugar donde poder respirar y sentirse seguro ante un mal que no pretende

detenerse jamás. Lo único que debe hacer es pasar el mayor tiempo posible

desconectado de la realidad y aferrarse con todas sus fuerzas a ese lugar

donde habitan las historias que imaginamos. Historias que surgen de la más

diminuta semilla atravesando la tierra en dirección al cielo hasta convertirse en

enormes árboles que, con sus infinitas ramificaciones, son capaces de llegar a

cualquier lugar.

Amanecer, día, atardecer y noche, son conceptos que el Hombre ya no

comprende. Su concepción del tiempo comienza a deformarse hasta llegar a

concluir en su mente que un día puede pasar en un chasquear de dedos o, por

el contrario, que el chasquido puede durar veinticuatro horas.

Pronto se acostumbra a su nueva condición de consumidor compulsivo de

cultura. A los pocos días ya es capaz de solapar la lectura de “Hamlet” con la

visión de “Brazil”, o la contemplación de “El Grito” de Munch durante horas

hasta despedir el día escuchando “Una Noche en el Monte Pelado” de

Mussorgsky. Solo de esta forma es posible mantener dormida a la bestia que

habita bajo su piel. Se puede decir que el experto del D.E.I. ha encontrado una

cura definitiva, sin embargo la consecuencia inmediata al remedio es el derribo

total del muro que hay entre realidad y ficción dificultando cada vez más la

comunicación entre el paciente del módulo 17 y el médico.

Después de aquella noche no volví a escuchar el trino nunca más.

Dorian Grey dice que seguramente haya emigrado o haya anidado en otro

árbol de este lugar. Buenos días, ¿cómo se encuentra? Sin embargo, en los

últimos días he continuado ascendiendo, rama a rama, hasta llegar a lo más

alto de la copa. Está más delgado. Debe intentar volver aquí de vez en cuando

para comer en condiciones, si no podría caer enfermo. Berenice me dijo

anoche que hoy seguro que amanecería un día precioso y razón no le ha

faltado. ¿Se encuentra bien? Colinas bañadas por el sol surgen como pliegues

de un manto verde mientras el río corre plateado hacia el horizonte. ¿Está

escuchando lo que le estoy diciendo? Las diferentes especies animales

cumplen con sus habituales instintos y eso hace que me sienta más cercano a

ellos, más libre. Intente conectar con esta parte. Intente conectar conmigo. No

cambiaría este lugar por nada del mundo. Watson hablando con Don Quijote

como de costumbre, Tyler Durden intentando seducir a la Señora Dalloway, el

Capitán Nemo inmerso en sus experimentos, Charlot haciendo equilibrios entre

las ramas, Norman Bates compartiendo experiencias con Ricardo III…

¡Escúcheme!

Esta es la situación en casi todas las sesiones que el médico lleva a

cabo con el Hombre, excepto en un par de ocasiones en que consigue

arrancarle alguna respuesta con sentido, y que apunta rápidamente en su

cuaderno para estudiarlo más tarde en su despacho. Por lo visto, el Hombre se

ha instalado en lo alto del árbol desde donde observa el horizonte cada día

durante horas. Según él, allá arriba no le hace falta comer ni dormir, sin

embargo lo más sorprendente es que parece que no está solo. A veces, se le

puede ver hablando en voz alta refiriéndose a un tal Caulfield, Renton o

Samsa, entre otros. El primer médico enseguida lo cataloga de esquizofrénico,

sin embargo el experto del D.E.I. sabe que nada tiene que ver con esa

enfermedad. En un caso tan extraño como el del paciente del módulo 17, nada

puede ser tan común y evidente. No obstante, los dos compañeros saben que

el Hombre ahora vive en la frágil línea que separa la realidad de la ficción y, en

cierta forma, ha dejado de existir. Existencialmente muerto, pensó alguna vez

el segundo médico. Cierto es que sigue respirando, que sigue “volviendo” a la

habitación para comer algo, sin embargo, el diagnóstico definitivo es que el

Hombre ya no pertenece a este mundo. El sentimiento de perder a un paciente

es lo más parecido a perder un hijo, y el médico sabe que su paciente se

esfuma irremediablemente poco a poco. Solo es cuestión de tiempo que la

mirada del Hombre comience a apagarse hasta que su esencia se pierda en

algún lugar desconocido.

Las visiones han desaparecido y me siento más ligero que de

costumbre. Es agradable, pero siento una extraña tristeza. Cada día aquí es

mejor que el anterior. Huckleberry Finn y Tom Sawyer han ido hoy a bañarse al

río con el Doctor Jeckyll, que me ha asegurado que les echaría un ojo mientras

recogía algunas plantas especiales para su laboratorio. Henri Chinaski ha

vuelto a decir que ha visto a gente en otros árboles y la verdad es que, si no

fuese todo el día con una cerveza en la mano, la gente no dudaría tanto de su

palabra. De todas formas, Henri puede que sea muchas cosas, pero no es un

mentiroso.

Es la segunda noche que Berenice se queda conmigo mirando la luna

mientras nos contamos historias de fantasmas. Ella me contó una historia

terrorífica sobre el espíritu de una mujer que aparece y desaparece y yo le

expliqué la extraña sensación que había tenido esa misma tarde durante el

ocaso. A veces pienso en decirle muchas cosas, pero creo que primero las

escribiré en un papel y, cuando tenga el valor suficiente, me aprenderé de

memoria lo que haya escrito y se lo diré.

El médico corre por el largo pasillo que conecta la zona de cuarentena

con la cabina de seguridad y le grita a la enfermera que dónde está el paciente

del módulo 17. Esa señora de pelo corto y ojos diminutos se limita a lanzar un

sonido de interrogación. Entonces, el médico da la orden al agente de

seguridad de conectar la alarma de infectados y buscar inmediatamente al

paciente por todo el edificio. ¿Dónde puede estar?, se pregunta una y otra vez

mientras recuerda el momento en el que ha mirado por la pequeña ventana de

la puerta sin hallar rastro alguno del Hombre.

La enfermera abre las tres cerraduras y el médico entra

apresuradamente esperando encontrar a su paciente acurrucado en un rincón,

pero no es así. El habitáculo es un caótico amasijo de libros, películas y discos

dispersados por todas partes en el que falta la pieza esencial: el paciente.

La pobre enfermera se lleva una nueva bronca de la que el médico no consigue

sonsacar ninguna información útil. El agente de seguridad llega justo cuando la

enfermera abandona la habitación con lágrimas en los ojos para comunicar que

no ha encontrado al paciente ni dentro ni en los alrededores del hospital.

Entonces, el médico le ruega que cierre la puerta y que le deje unos minutos a

solas.

En el módulo 17 todo es silencio y confusión.

El Hombre no puede haber salido tranquilamente por la puerta hasta llegar a la

calle. No habría podido andar ni cincuenta metros, se habría desplomado

mucho antes. Tampoco puede haber salido por el respiradero, es demasiado

estrecho. Entonces, ¿qué ha ocurrido?, suplica de rodillas la mente del médico.

Es el mejor caso clínico que ha desarrollado en toda su carrera y ahora ha

llegado a su fin sin haber encontrado una causa concreta a la extraña infección.

Si hubiese tenido más tiempo, habría podido profundizar más en la mente de

su paciente, habría podido desentrañar la incógnita de su mente, habría

podido, quizás, subir con él a la copa del árbol. Sin embargo, todo lo que le

quedaba era una investigación talada de forma prematura y una habitación

desastrosa. Esta ha sido la salvación de un hombre, piensa mientras coge un

libro del suelo. El arte como salvación, como única esperanza para un mundo

enfermo lleno de heridas, dice en voz alta. Abre el libro por la mitad y entonces

descubre asombrado que las páginas están en blanco. Pasa a las siguientes

páginas y confirma que todas están igual. No hay palabras. No hay historias.

De pronto, una idea irracional cruza por su cabeza y comprueba rápidamente

libros, películas, discos y cuadros. Los discos y las películas han desaparecido,

solo quedan sus cajas vacías. Algunos cuadros están difuminados y a otros

directamente les faltan figuras que formaban parte de la pintura. Termina de

revisar los últimos libros y finalmente comienza a comprender. Su mente

científica no se lo perdonará jamás, pero ahora cree firmemente en la hipótesis

de que el Hombre no ha escapado inexplicablemente, sino que su cuerpo y su

mente por fin se han diluido en el tiempo y en el aire llevándose consigo todos

los relatos, cuentos e historias que se hallaban en el habitáculo. El médico no

puede evitar esbozar una sonrisa que se congela inmediatamente cuando

descubre un dibujo hecho en la parte de atrás de la puerta. Él había intentado

hacerlo en su cuaderno de notas un millón de veces, pero sin duda el que

ahora contempla es el más bonito que jamás ha imaginado. Un árbol enorme

de tronco robusto e infinitas ramas en las que habitan cada uno de los

personajes de las historias que el Hombre ha leído, visto en películas, o incluso

imaginado mientras escuchaba alguna sinfonía. Un árbol que se alimenta de

imaginación y que sostiene en lo alto a un hombre libre.

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Esa misma noche, el médico sueña que se encuentra con su paciente en

un páramo enorme, verde radiante y eterno como un reloj parado. Hablan de

todo lo que ha ocurrido, de que el Hombre se ha esfumado de pronto y del

dibujo de la puerta. El Hombre le enseña su árbol y le presenta a Oliver Twist y

al Doctor Caligari, pero, de pronto, comienza a escuchar unos extraños gritos

que dicen su nombre. Súbitamente, el médico despierta y encuentra a su mujer

absolutamente desolada hablando por teléfono con el hospital. Dice que ha

sido de repente, que no sabe qué hacer, que su marido ha perdido el

conocimiento.