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NURIA BRAVO EFREM YILDIZ

Lady Bótoxy la maldición de

Hammurabi

BOOK

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Primera edición: marzo de 2017

© Texto: Nuria Bravo Delgado y Efrem Yildiz Sadak© Diseño de cubierta: Sara Yildiz Bravo.Diseño de interiores: Juan Yildiz Bravo.

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Printed in Spain – Impreso en España

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ISBN: 0000000000000000Depósito Legal: S. 0000000-2017

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María José es un nombre como la mayoría de los nombres. A lo largo de la historia, cientos, miles de personas, lo han

sabido llevar con gran dignidad y orgullo. Es, en definitiva, un nombre más. Como tantos otros. Ni más, ni menos.

Sin embargo, una vez existió alguien que lo aborreció desde su más tierna infancia. Alguien que se sintió amarrado, ahogado por ese nombre que lastraba su vida. Alguien que anheló deshacerse de él con todas sus fuerzas. Alguien que tal vez hubiera enloquecido de no haberse librado de semejante pesadilla.

María José desconocía la procedencia de semejante ocurrencia. ¡Menudo nombrecito le había caído en gracia! Creía que todo nombre proporciona a quien lo porta un halo mágico y misterioso que, en gran medida, determina su destino. No acertaba a comprender cómo había caído sobre ella ese nombre tan vulgar y que tan poco honor hacía a su persona.

María José

CAPÍTULO 1

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¿Habría sido idea de su madre? ¿Tal vez de su padre? ¿Provendría de algún ocurrente funcionario que, deseoso de perpetuarse, se tomó excesivas atribuciones al no existir propuesta alguna a la hora de inscribir a la criatura en el registro? Aunque la cuestión se convirtió en una auténtica obsesión al llegar a la adolescencia, nunca preguntó el origen del mismo. Se limitó a odiarlo con todas sus fuerzas. En el orfanato en el que ella creció, ciertos temas no se trataban, y punto.

La única persona que la muchacha conoció en su infancia con semejante nombre fue José el carbonero, al que muchos conocían como Pepe. El pobre hombre acudía asiduamente en invierno al hospicio arrastrando pesadas cargas. El chirrido de su carretilla sacaba de sus casillas a la niña. La primera vez que oyó cómo le llamaban, la invadió el desasosiego. ¡Compartían en mismo nombre! ¿Acaso sería su padre? ¿Por qué sonreía tanto al verla? ¿Con qué derecho se permitía acariciar sus trenzas? ¿Qué tenía que ver ella con un ser tan sucio y sumiso, tal vulgar y anodino? La sola idea le resultaba repulsiva. Ella, ¡hija de un carbonero! No podía ser. Ella debía provenir de alguien de gran alcurnia que, seguramente, la había depositado en aquel lúgubre lugar de forma temporal, empujado por alguna causa de fuerza mayor. No tardarían en venir a rescatarla, pensaba una y otra vez.

Pero los días pasaban y las predicciones de la pequeña no se cumplían. Nadie acudía en su auxilio. Además, incapaz de soportar el sentimiento de abandono, proclamó a los cuatro vientos su alta ascendencia.

— Mi padre es un importante conde que combate en su castillo para la defensa de su feudo, ayudado por sus fieles vasallos. Una vez terminada la contienda, vendrá y me llevará con él —decía en el colegio.

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María José

Al principio los niños de su colegio creyeron sus patrañas y llegaron incluso a envidiarla. Pero los años pasaban y el gran guerrero de sangre azul nunca apareció por aquellos lares.

— Mentirosa, embustera —la insultaban unos.— Tú no eres nadie. No tienes familia. ¿Por qué si no vives

en un orfanato? —se burlaban otros.Por estos y otros motivos odiaba su vida. La realidad, su

realidad, era insoportable. Sumida en la desolación, la lectura le ayudaba a evadirse. Apenas aprendió a leer, se refugió en los cuentos de príncipes y princesas, de hadas y brujas, de complicados encantamientos y feroces batallas. En todas las historias se veía reflejada. Ella era la princesa, el hada, la heroína, la intrépida protagonista de aquellos relatos con final feliz.

Con apenas nueve años ya se supo predestinada a grandes logros, a encumbradas metas. Llegaría un día en el que todo ser humano la admirase y la reverenciase; un día en el que María José sería más que un nombre sin alma ni espíritu; un nombre que se alzaría sobre todo nombre y ante el cual todo ser humano se inclinaría.

Su participación en un festival escolar de teatro fue el desencadenante catalizador de sus exacerbadas ansias de grandeza. Su profesora, consciente de las insalvables carencias afectivas que la niña manifestaba, le asignó el papel de Cenicienta en la obra de fin de curso. Protagonizar la función serviría de estímulo positivo y reforzaría la autoestima de María José, pensó.

Sin embargo, aquello no arrojó el resultado esperado: los niños que asistían como público, hartos de los constantes desplantes e insultos con que la niña les había obsequiado durante el curso, no paraban de gritar, rozando el abucheo, siempre que la pequeña actriz tomaba la palabra.

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— ¡Fregona, fregona!— ¡Muerta de hambre!— ¡Creída! ¡Chula! ¡Cara sucia!A pesar de los esfuerzos del profesorado por mantener

el orden, se vieron obligados a suspender la función y María José sufrió la primera de las agudas crisis nerviosas que la acompañarían a lo largo de su vida.

Ocurrió que, por aquel entonces, llegó al orfanato una nueva cocinera, una viuda humilde de mediana edad, llamada Antonia. Desde el primer momento sintió una especial debilidad y cariño hacia la pobre enferma y se ocupó de ella como si de su hija se tratara. Tal vez le recordara su propia infancia, en casas de acogida y centros de beneficencia.

Con gran paciencia y entrega consiguió que la niña saliera del ensimismamiento y estado próximo al autismo en que le sumió su desequilibrio neurológico. Finalmente, María José reanudó las clases, pero nunca dio la más mínima muestra de agradecimiento a quien tantos desvelos había causado su enfermedad. Quizás porque sus heridas eran tan profundas que le impedían ver más allá de su dolor, su equilibrio mental quedó tocado y no abandonó sus pretensiones nobiliarias. Relacionarse con sirvientes poco bueno le aportaría a alguien de sangre azul, razonaba absorta en sus fabulaciones.

Pocos años después, en las aulas del colegio, su primer acercamiento a la Historia agudizó sus obsesiones. Pasaba horas y horas hojeando libros tras la pista de mujeres célebres a las que imitar. Tomaba como modelo a aquellas que aparecían en los retratos con los vestidos más suntuosos y las joyas más deslumbrantes. A partir de dichas imágenes, en sus sueños, construía un mundo de fantasía que ella protagonizaba. Un mundo volátil y etéreo que creía real.

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María José

Con el paso del tiempo, ante el transcurso previsible y monótono de su existencia, sus ímpetus de grandeza se apagaron hasta casi extinguirse. Tal vez nunca se hubiera reavivado la llama de ese mínimo rescoldo si, a pocas semanas de finalizar el curso y cumplir dieciséis años, su profesor de lengua no hubiera propuesto la lectura de La ilustre fregona.

En un principio, el título de la obra no la animó en absoluto y abordó la tarea sin gran entusiasmo. ¡Fregona! era uno de los insultos que profirieron contra ella la fatídica tarde de teatro que dio al traste con su precaria salud mental. La sola mención de la palabra le provocaba escalofríos.

Abordó la tarea sin entusiasmo alguno. Los primeros capítulos le resultaron tediosos, desagradables y carentes del más mínimo interés. ¿Qué podría aprender de una triste fregona, huérfana como ella y sin futuro?

¡Menudo escritor! ¡Qué absurdo! No contento con eso, Cervantes había planteado una situación ridícula e inverosímil: unos jóvenes nobles cambiaban su cómoda vida por la de unos pícaros. ¡Inconcebible!, pensaba. De mala gana desgranaba las páginas del relato hasta que ocurrió algo imprevisto: la sirvienta era de alta alcurnia. ¡Eso sí que tenía sentido! Tal vez el autor no estaba tan equivocado como imaginó al comenzar la obra. Es más, aquello gozaba de una lógica aplastante.

Al concluir el relato sufrió un frenético arrebato de éxtasis. Se identificó de tal modo con la protagonista que, nuevamente, su cordura peligró. Recitaba constantemente frases de la novela. Pasaba las horas limpiando los cubiertos como si fueran de plata mientras canturreaba canciones populares que alternaba con sonoros sollozos al recordar a su queridísima madre. La ausencia total de noticia alguna sobre su progenitora, más que impedir, propició fabular al respecto una vida de ficción propia de las grandes heroínas de la historia que tanto le habían fascinado.

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Sin embargo, sus fantasiosas suposiciones no fueron capaces de establecer una teoría incontestable que explicase por qué había acabado allí, en aquel infecto antro. La desgraciada se limitó a disculpar a la ilustre señora y a compadecerse de ambas por igual. ¡Qué terrible destino para tan gran dama! ¿Qué le haría tomar la determinación de separarse de su amadísima hija? ¡Cómo debió de sufrir la pobre al verse obligada a dejarla en aquel sitio inmundo…!

Al llegar la noche no dormía: leía y releía compulsivamente la novela, escudriñaba entre sus palabras a la búsqueda de un pequeño detalle que pudiera desencriptar el sentido de alguna frase, buscaba algún matiz que hubiera pasado inadvertido y que la identificara con Constanza, con quien compartía no solo su edad, sino su esencia.

Se negó a retomar sus clases. No podía arriesgarse. No se alejaría un solo paso de allí. En cualquier momento llegarían a rescatarla y la devolverían al lugar que, por derecho, le correspondía. En el fondo de su corazón siempre sintió la nobleza de su origen. Si los avatares de la vida la llevaron al orfanato, pronto se descubriría todo el embrollo y sería libertada de su triste situación.

Los días pasaban y el corregidor, el conde, el duque, el príncipe o el emperador, protagonistas de sus sueños, no aparecían. Nadie acudía al rescate. A punto estuvo de caer en algún desvarío aún mayor que el que sufría.

Ante semejante disparate necesitó cuidados especiales. Antonia se ofreció a atenderla y se ocupaba de la muchacha día y noche con encomiable dedicación y cariño. Tras unos meses, el tratamiento médico y su perseverancia consiguieron una notable mejoría en la salud mental de María José. Poco a poco

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María José

se reincorporó a la rutina diaria y continuó con sus estudios aunque sin el menor interés, como por inercia.

La apatía se había apoderado de su ánimo. Tan solo la esperanza de abandonar el orfanato al alcanzar su inminente mayoría de edad, la animaba. Deseaba perder de vista las paredes que la habían cobijado desde su más tierna infancia y todo lo que evocara aquel maldito lugar: objetos, olores, sabores, sonidos, recuerdos, vivencias y… personas.

De poco o de nada sirvieron las atenciones y los constantes cuidados de Antonia para apreciar algo positivo allí. El cerebro de María José no recordaba las chucherías ofrecidas a escondidas, ni los preciosos vestidos, regalados tras severas privaciones a las que se sometía gustosa la cocinera, ni las noches en que veló durante su delirante enfermedad.

Su frustración se convirtió en odio. Y su odio se focalizó en la pobre Antonia, a quien había visto en sus alucinaciones febriles, despedir a un joven noble que preguntó por ella. Ello la impulsó a acusarla internamente de su lamentable situación y aumentar el rencor que la corroía.

En los momentos de mayor lucidez sabía que nunca nadie había acudido a rescatarla, no había ni joven, ni noble, ni caballero andante, ni galán adinerado. Era consciente de la gran falacia, fruto de su imaginación, y perdonaba a Antonia, incluso despertaba ciertos sentimientos filiales. Sin embargo, la inesperada propuesta que la humilde cocinera le brindó poco antes de alcanzar la mayoría de edad, hizo saltar las alarmas de su castigado cerebro y la reafirmó en su enfermiza y errónea teoría, y acrecentó su repulsa hacia la pobre inocente.

Ininterrumpidamente acudían a su mente las imágenes de Antonia frente al joven imaginario e imaginado. ¿Sería un conde? ¿Un duque? ¿Un príncipe? Ya nunca lo sabría… A partir

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de entonces, su sola presencia le provocaba un rebullir de bilis en su estómago, un preludio de vómito que a duras penas lograba disimular.

— Tengo preparada una maravillosa sorpresa para ti —le anunció Antonia aquella fatídica tarde.

María José imaginó el maravilloso bolso del que estaba encaprichada y con tanta precisión le había descrito. Esperaba recibirlo como regalo de despedida. Su precio era desorbitado, pero ella no merecía menos. Se acicaló en un periquete, segura de encaminarse al encuentro de su preciado obsequio y esperó ante la puerta del orfanato con una sonrisa de oreja a oreja.

— ¡Qué pronto te has preparado! —se sorprendió, por lo general María José siempre llegaba tarde — Disculpa la espera.

— No importa. Me apetecía tomar el sol. Además... las sorpresas ¡me encantan!

— Me alegro mucho hija —respondió feliz, enfatizando la última palabra.

La emoción de la joven se desvanecía a medida que se alejaban de la exclusiva zona comercial situada en el casco histórico. Tal vez se encaminaran al centro comercial de las afueras, pensó. Aun siendo de categoría inferior a los establecimientos que habían dejado atrás, se podían adquirir interesantes prendas y complementos. Si ya le extrañaba a ella que esa cocinerucha de mala muerte supiera dónde comprar algo apropiado a su categoría. Recordó con resentimiento que la mayor parte de los obsequios que le había ofrecido procedían de aquella gran superficie comercial.

— ¿Dónde nos dirigimos? —se escamó María José al desviarse de la ruta que había supuesto, mientras se encaminaban hacia un modesto barrio obrero.

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María José

— Ya estamos cerca... —sonrió Antonia.— ¿Cerca de qué? —se exasperó.— Cerca de... ¡la sorpresa más maravillosa del mundo!¿Qué tipo de sorpresa se puede encontrar en un sitio como

aquel? Indudablemente de maravillosa, nada de nada. Allí solo había coches viejos aparcados a ambos lados de la calzada y personas de aspecto vulgar y anodino, carentes de todo gusto.

A medida que avanzaba, la situación no cambiaba y el ánimo de María José decaía. ¿Qué rayos pintaba ella en semejante lugar?, repetía para sus adentros. Su pesadumbre contrastaba con la felicidad que traslucía el rostro de Antonia. La mujer estaba en su ambiente, en su salsa. Intercambiaba saludos con cantidad de personas de aspecto humilde con las que se cruzaba por el camino. Creyó ver que alguna de ellas la observaba atentamente. Incluso alguien osó estrechar su mano. ¿Por quién la tomaban?

A pesar del desagrado que le produjo el contacto de sus dedos con tan desconsiderados seres, aprovechó la ocasión para desprenderse del brazo de Antonia. La pobre inocente se había aferrado al suyo al entrar en sus dominios. Tal vez, supuso la muchacha, para darse un poco de lustre paseando a su lado. Pero, a la vista del cariz que tomaban los acontecimientos, no haría concesión alguna hasta descubrir el desenlace.

A un par de manzanas del término de la ciudad se alzaban unos edificios de ladrillo rojo de nueva construcción de mejor aspecto que los circundantes.

— ¿Te gusta? —señaló Antonia.— ¿Qué es lo que me tiene que gustar?— Ese bloque de viviendas. Ya verás qué bonitos son los pisos.— Me gusta mucho —mintió.

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¡Por fin había desvelado el misterio! ¡Le iba a regalar un pisito! Los últimos meses Antonia hablaba frecuentemente de la compra de un pisito en las afueras, luminoso y amplio y le preguntaba si le gustaría vivir allí.

María José siempre respondía ambiguamente. De haberlo sabido, habría mostrado mayor entusiasmo, incluso podría haber elegido muebles.... ¡No! Los muebles no eran tan importantes, ya que no se mudaría allí bajo ningún concepto, a aquel barrio de tercera.

Al fin y al cabo, el paseo habría merecido la pena. Por descartado no viviría allí, pero lo podía vender por una buena suma y satisfacer muchos de sus caprichos. Esta vez fue ella quien depositó su mano sobre el brazo de Antonia. Tal vez hubiera valido la pena conocerla.

Se detuvieron ante el ascensor en un bonito portal adornado con preciosas plantas. María José lamentó en su fuero interno que aquel bloque no se encontrara en una zona mejor. Su interior tenía poco que objetar. No era suntuoso, pero estaba bien diseñado. Además, podría pasar por algo minimalista. Había oído que esa era una de las tendencias de moda: se vendería bien.

— Yo me ocupo de las plantas —explicó Antonia orgullosa.Subieron en el ascensor y desembarcaron en el tercer piso. — Aquí está la sorpresa. ¿Qué te parece? —preguntó

Antonia girando la llave.— No tenías que haberte molestado. Es demasiado. Estoy

abrumada... —contentó María José teatralmente.— Es lo mínimo, querida. ¡Lo mínimo! Ya sabes que tú, para

mí, eres como una hija —se emocionó.Un paso por delante, Antonia procedió a mostrar la vivienda.

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María José

— Aquí el salón comedor. Y la cocina, ¿qué me dices de la cocina? Todos los electrodomésticos son nuevos y la encimera es de granito. Mira qué bien distribuido está el aseo. Esta es la salita... ¿qué piensas de las cortinas? ¿Y tu habitación...? Es la más bonita ¿verdad? La reservé para ti porque era la más luminosa y la de mayor tamaño. Además tiene cuarto de baño incorporado. Entra, entra.... ¡míralo! Hasta tiene mármol en las paredes.

— ¡Qué bonito! —exclamó encantada. Aquello revalorizaba el piso. Ya solo le quedaba por ver la última de las habitaciones.

— Aún hay más. Sígueme. Esta es mi habitación. Es algo más pequeña que la tuya, pero no está mal.

— ¿Tu habitación? —preguntó desconcertada— ¿Qué quieres decir?

— Mi habitación.— ¿Tu habitación? —repitió sin dar crédito a lo que estaba

oyendo.— De ningún modo. No permitiré que esta sea tu habitación. ¡Por encima de mi cadáver! ¡Habrase visto! ¡Cómo has pensado que aceptaría...!

— Será como tú quieras —respondió Antonia entre lágrimas de emoción.

— Está decidido. Es incuestionable. No dormirás ahí.— Como digas. Me acabas de dar la mayor alegría de mi

vida. Siempre supe que, tu apariencia desenfadada ocultaba un corazón grande.

— No se hable más, no se hable más —concluyó María José para dar por zanjado el asunto. Realmente Antonia era tonta de remate: se alegraba de que la echase.

— Sí, sí. Trasladaré mis cosas a la otra habitación. Pensé que preferirías tener el cuarto de baño en la tuya, pero si te incomoda

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que yo ocupe una habitación peor... ¡No se hable más! ¡Será como tú desees!

— ¿Qué...?— Nada, nada... A otra cosa... —atajó Antonia temerosa de

reiniciar la polémica.— Me cambio de habitación y punto. A fin y al cabo solo tengo que trasladar unas cuantas prendas.

El desconcierto privó de habla a María José. La privó incluso de la escasa lucidez que la caracterizaba. Sin saber cómo, se encontró sentada frente a la cara sonriente de Antonia en la acogedora salita firmando unos papeles de adopción como una autómata. ¡No podía estar ocurriendo aquello! Los acontecimientos se sucedían al margen del tiempo y el tic-tac del reloj de pared atestiguaba su paso a un ritmo inusualmente lento.

¡Qué tonta había sido al imaginar que Antonia se conformaría con comprarle cuatro nimiedades! Le repugnaba la sola idea de emparentar con ella. Ella y solo ella lo había tramado todo torticeramente y le había arrebatado su deslumbrante destino. ¡Cómo no lo había imaginado! ¡Qué ingenua! Recordaba con horror la alegría que sintió cuando, horas antes, la cocinera le anunció una gran sorpresa sin precisar cuál sería. A pesar de lo exasperante de la situación, María José decidió sacarle el mayor partido posible.

Aquello solo podía ser un sueño, un mal sueño del que esperaba despertar lo antes posible. Una vez estampada su firma comenzó a recobrar la consciencia. Analizó la realidad que la rodeaba y no le pareció digna de su persona.

La ilusionada madre primeriza hablaba y hablaba entusiasmada del prometedor futuro que compartirían, pero nada de lo que decía lograba penetrar en la mente de la joven. Su indignación la cegaba. ¿Qué se había creído la muy estúpida?

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María José

¿Que iba a entroncar con una simple criada? ¿Cómo pretender semejante aberración? Y, por si fuera poco, vivir juntas.

— En cuando cumplas dieciocho años, podrás venir. Los trámites no habrán concluido, pero ya tendrás capacidad para decidir. ¡Solo falta una semana! ¡Qué ilusión!

— Tengo que volver al orfanato. Recibiré un castigo si me retraso.

— De acuerdo, de acuerdo. ¡Qué tonta soy! ¡La tarde ha pasado en un suspiro!

— Sí... en un suspiro. — ¿Estás contenta?— Ni te lo imaginas...— ¿Era o no era una gran sorpresa?— La mayor imaginable —respondió María José, cerrando

tras de sí la puerta de la vivienda sin ni siquiera mirar a Antonia.¡Acababa de recibir la mayor sorpresa de su vida! 

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No las tenía todas consigo lady Bótox al liberar a Eugenio de su férreo control. La sonrisilla que se dibujaba en el rostro

de su marido al despedirse, no le daba buena espina. ¡A saber qué podría largar! ¡Mira que si hablaba de los tiempos de su madre como criada, o de su trabajo, o del pago a plazos de sus intervenciones de cirugía estética…! ¡De esa cabeza de chorlito se podía esperar cualquier cosa… y, pocas buenas!

Intentó apartar esos inquietantes pensamientos y centrarse en su objetivo final: resarcirse con creces del las humillaciones infligidas por la familia Quehua. La hora de la verdad había llegado. Sabía cómo terminar con los causantes de su dolor. Nada ni nadie la detendrían.

Simulando una conversación de móvil se alejó discretamente del lugar de reunión. Esperó a salir del alcance visual de los invitados para cruzar rápidamente la gran avenida de cipreses y, seguidamente, se parapetó tras un tupido seto que discurría paralelo a la hilera de árboles.

La profanación

CAPÍTULO 12

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Avanzaba sigilosamente, agachada, cuando percibió un sonoro rugido desde su izquierda. No más de cien metros la separaban del terreno de sabana que tanto la intrigó horas atrás. Su corazón se desbocó. Confundió su latido con el característico tan-tán de la jungla y, por unos segundos, su cuerpo se paralizó por el pánico, como suspendido entre la vida y la muerte. El vuelo rasante de un cuervo, que a punto estuvo de impactar contra ella, reactivó su sistema locomotor y corrió como alma que lleva el diablo, hasta tropezar con la plataforma pétrea que servía de asiento el enorme edificio, y caer de bruces.

Afortunadamente la caída no había producido grandes males. El pavimento era de un mármol tan liso, limpio y blanco que únicamente enrojecieron levemente las palmas de sus manos al frenar el impacto. Aún tumbada, miró a ras de suelo y calculó el ancho de la explanada en una veintena de metros que la separaban de la entrada principal.

Levantó la vista y descubrió algo estremecedor: dos gigantescas estatuas aladas talladas en piedra dorada, flanqueaban la puerta. Superarían fácilmente los ocho metros de altura. Prácticamente rozaban el arranque del arco de medio punto que enmarcaba la puerta. Desde donde se encontraba no distinguía la extraña combinación de animales que componían ambas piezas. ¿Cómo no las había visto antes? Algo así no pasa desapercibido. Incluso temió que se hubieran materializado de la nada. Dirigió sus ojos a los de una de las ciclópeas esculturas y su expresión la aterrorizó. Sintió un miedo irracional, un miedo frío que caló su espíritu y la obligó a apartar la mirada de aquel tremebundo ser y a respirar hondo.

Sin reponerse del susto y apabullada por la grandiosidad de la inmensa mole de ladrillo que delimitaba la excelsa obra

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La profanación

arquitectónica junto a la que se encontraba, se detuvo a replantear la situación.

Barajó rodear el edificio con la esperanza de encontrar una puerta de servicio en una zona menos expuesta, pero lo descartó inmediatamente. Ante ella se alzaba una fortaleza inexpugnable, lo que excluía la existencia de otras entradas.

Tras una breve reflexión optó por retomar la carrera en línea recta hasta las inmensas puertas, opción preferible a bordear la explanada y acercarse pegada a la fachada principal dadas sus colosales dimensiones del inmueble y el mayor riesgo de ser descubierta que ello aparejaba.

Una vez decidido su proceder, se descalzó y, asiendo fuertemente con la mano derecha los zapatos, atravesó la superficie empedrada en un abrir y cerrar de ojos y se encontró entre las dos aterradoras fieras de piedra, al abrigo de miradas indiscretas. ¿O no? Al avanzar entre esas bestias captó un leve movimiento de ojos que seguían sus movimientos. ¿Se estaría volviendo loca? ¿Qué ocurriría si no podía abrir la puerta? A pesar de haber revisado, mil y una veces antes de salir de casa, el contenido del bolso, lo abrió y constató que allí seguía el maldito reloj. Ese infernal artilugio responsable de sus desdichas. ¡Si nunca hubiera existido el mecánico invento…!

Traspasó el corto espacio abovedado que separaba la fachada de la puerta principal, a cuyos flancos se apostaban los terribles animales pétreos, y se detuvo junto a ella ¿Cómo la abriría? No veía pomo, ni manivela, ni cerradura. Una inmensa superficie vertical de madera se alzaba frente a ella y le cortaba el paso. ¡Era para perder la cordura! No obstante, no había llegado hasta allí para nada. Decidida a encontrar una solución, rozó con los dedos la junta entre ambas hojas y, como por arte de magia, comenzaron a abrirse suavemente.

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Lady Bótox colocó las manos sobre sus cejas y entornó los ojos para no ser deslumbrada por el potente haz de luz multicolor que se recortaba en el suelo y avanzaba hasta perderse en la avenida de cipreses.

Con cierto temor avanzó hasta traspasar el umbral. Miraba a izquierda y derecha cegada por la luz, sin alcanzar a ver dónde se hallaba, segura de haber abandonado el mundo terrenal y adentrarse en otra dimensión. En una fracción de segundo todo cambió, una fuerte ráfaga de viento seguida de un sonoro portazo barrió el potente haz de luz y la dejó sumida en una total oscuridad. Desorientada, tardó unos instantes en reubicarse: la fiesta de cumpleaños, la mansión Quehua…

Poco a poco una luz resplandeciente e incolora penetró en aquel espacio a través de una estrecha apertura situada en lo identificó como un muro situado a escasos ocho pasos de ella, dividiendo el espacio en dos mitades aparentemente exactas y simétricas.

Necesitó unos segundos para que sus pupilas se acomodaran a la nueva iluminación y, así, percibir lo que la rodeaba. Enseguida supo que se encontraba en la antesala de una estancia que se adivinaba tras los poderosos rayos que salían de ella y atravesaban la apertura que tenía ante sus ojos. Ese espacio luminoso la atraía irremediablemente. No miró ni a izquierda ni a derecha, solo la luz importaba, solo llegar a aquel lugar que se ocultaba tras ella, solo... No podía apartar la mirada de esa luz, de esa angosta apertura, de esa misteriosa sala.

Como si fuera una autómata, Lady Bótox dio un primer paso y se detuvo en seco, a punto de perder el equilibrio. Rápidamente retrocedió. Su precioso zapatito, imitación de leopardo, estaba mojado. ¡Afortunadamente no se había caído!

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La profanación

Sería muy complicado y embarazoso explicarse de vuelta a la fiesta si reaparecía empapada de arriba a abajo…

Miró al suelo y vio una brillante superficie de agua que se recortaba en el pavimento, formando un pequeño estanque separado algo menos de metro y medio de los muros perimetrales de la antesala en la que se encontraba. Calculó una profundidad de unos diez centímetros, al menos en el punto donde ella introducido su delicado zapato. Miró a izquierda y derecha antes de reanudar la marcha. Calculó que debería recorrer una distancia nada desdeñable para rodearlo, ya que, a pesar de ser estrecho, se extendía paralelo a la fachada principal, hasta perderse hacia ambos lados ya que la longitud de la fachada era considerable.

Se detuvo a analizar la estrecha franja de pavimento que debería transitar. Bajo sus pies, un precioso mosaico dibujaba un medallón ocupado por el Sol, con la Luna en cuarto creciente. Sobre él se iniciaba una procesión de dragones y leones que se alternaban dirigiéndose a derecha e izquierda hasta acabar frente a la misteriosa apertura frontal, donde se repetía el motivo que tenía a sus pies. Una serie de flores blancas, que recordaban a las margaritas, enmarcaban el conjunto a modo de cenefa de unos treinta centímetros de ancho, situándose contra los muros perimetrales y delimitando el estanque.

Lady Bótox se sobrecogió al mirar a ambos lados y no alcanzar a vislumbrar las paredes que conformaban y limitaban el espacio a izquierda y derecha. Supuso que la sala tendría la misma largura que la fachada principal, por lo que su anchura resultaba desproporcionadamente estrecha. Calculó una profundidad de unos seis metros por una longitud al menos quince veces mayor. Finalmente, dirigió su mirada hacia el techo hasta ver un precioso artesonado a enorme altura.

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N. Bravo, E. Yildiz. Lady Botox y la maldición de Hammurabi

Tras reflexionar sobre su situación, dedujo que debía participar del ritual procesional y ponerse en camino de inmediato si quería lograr su objetivo. No obstante, pospuso la decisión de avanzar, hasta observar detenidamente los muros en busca de algún indicio que guiara sus pasos y la ayudara a decidir si dirigirse a uno u otro lado. Sin embargo fue en vano. Nada le ayudaba a optar por uno de los posibles itinerarios.

Los paramentos aparecían divididos en tres niveles. Un zócalo cerámico con motivos geométricos, que superaba la altura de su cintura, daba paso a una franja de bajorrelieves con escenas de caza, similares a las vistas en el pabellón donde le aguardaba Eugenio, que la cautivaron. Se detuvo a contemplar con detalle las más próximas a ella y se sobrecogió ante el realismo de los grandes felinos y de los personajes que participaban en las cacerías.

Tras admirar dichas obras, alzó la vista. En la franja superior de los muros distinguió miles de misteriosos signos que poblaban hasta el último centímetro cuadrado, ascendiendo para terminar en el bello artesonado policromado, en cuyos elementos constructivos creyó ver siluetas de animales. Todo estaba cuajado de extrañas incisiones que combinaban pequeños trazos horizontales y verticales, rematados en pequeños triángulos. Probablemente se tratara de algún tipo de escritura indescifrable. Por un momento, incluso pensó que se tratara de jeroglíficos egipcios, pero la ausencia de imágenes figurativas le hizo desechar la idea. Estaba más que intrigada, inquieta. ¿Serían conjuros? ¿Acaso maleficios?

Finalmente, sin gran convicción, se decidió por el camino de la derecha. Calculó dos minutos a buen ritmo para bordear el estanque y situarse frente a la estrecha apertura de luz que,

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La profanación

suponía, le permitiría acceder a las dependencias nobles del edificio donde consumaría su plan.

Inició la marcha y un resplandor iluminó sus relieves paralelamente a su avance. ¿Quién la observaba? ¿Cómo era posible que aquella luz siguiera sus movimientos?, se inquietó. Apresuró el paso, sin osar alzar la mirada del suelo y sin conseguir que la luz se despegara de ella.

A su oído derecho llegaban, amortiguados, sonidos extraños procedentes del muro esculpido: el chirriar de un carro, unos gritos desgarradores, el planeo de flechas y lanzas, el gruñido de algún animal herido... Más muerta que viva, giró el cuello y su retina captó la imagen de caza que sus oídos habían anticipado. Se detuvo y todo se oscureció. Intentó retroceder y fue imposible.

La luz se desvaneció y quedó sumida en la más absoluta oscuridad. Temblaba de pies a cabeza, sin ni siquiera, atreverse a respirar. Intuyó que algo trascendente ocurriría, algo que cambiaría el rumbo de su historia.

— !Maldito quien ose profanar un lugar sagrado, pues sobre él caerá toda la ira de Shamash y el rigor de las sagradas leyes de Hammurabi! —atronó una potente voz que parecía salir de ultratumba.

La angustia se apoderó de lady Bótox. Su vida corría un grave riesgo. Desconocía por completo quién era el terrible Shamash; sin embargo, el nombre de Hammurabi le causó pavor al recordarlo asociado a antiguas leyes terroríficas que le habían explicado muchos años atrás en clase de Historia. No podía precisar quién era, pero le causó auténtico terror. ¿Qué había hecho ella para merecer esto?

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Índice

María José ................................................................................7Josefina ..................................................................................21Adela ......................................................................................31La Barbie, lady Bótox o la esfinge ..........................................41Propuesta de trabajo ............................................................47Shemiram ..............................................................................55La agenda ...............................................................................63Planes de venganza ................................................................71La denuncia ............................................................................77La entrada triunfal .................................................................85La fiesta de cumpleaños ........................................................95La profanación .....................................................................103Acusaciones .........................................................................111El templo de la justicia .........................................................121La sentencia .........................................................................129El retoque.............................................................................137La maldición .........................................................................145Fin de fiesta ..........................................................................159El cumplimiento de la pena .................................................169La muerte de lady Bótox ......................................................175Corrupción ...........................................................................185El pacto ................................................................................199María José ............................................................................213Epílogo .................................................................................219