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1 NUEVAS TENDENCIAS TEÓRICAS RELATIVAS AL CONCEPTO DE JUSTICIA GLOBAL: REFORMULANDO LA JUSTICIA AMBIENTAL Mario Ruiz Sanz, Ángeles Galiana Saura, Víctor Merino Sancho Octubre 2015 Ministerio de Economía Competitividad Proyecto de investigación: Del desarrollo sostenible a la justicia ambiental: Hacia una matriz conceptual para la gobernanza global (DER2013-44009-P)

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NUEVASTENDENCIASTEÓRICASRELATIVAS

ALCONCEPTODEJUSTICIAGLOBAL:

REFORMULANDOLAJUSTICIAAMBIENTAL

MarioRuizSanz,ÁngelesGalianaSaura,VíctorMerinoSancho

Octubre2015

MinisteriodeEconomíaCompetitividadProyectodeinvestigación:Deldesarrollososteniblealajusticiaambiental:Haciaunamatrizconceptual

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NUEVAS TENDENCIAS TEÓRICAS RELATIVAS

AL CONCEPTO DE JUSTICIA GLOBAL:

REFORMULANDO LA JUSTICIA AMBIENTAL

1.- INTRODUCCIÓN (Mario Ruiz Sanz)

“Justicia ambiental” es un binomio léxico complejo formado por un sustantivo (justicia)

y un adjetivo (ambiental) que no significa ni supone la prioridad o consecuente

sumisión semántica necesaria de un término al otro, sino al contrario: la interacción e

interdependencia de componentes lingüísticos de la expresión utilizada refleja una

predisposición de estado de ánimo e incluso una intención favorable u optimista hacia

su aceptación incondicionada, sin tener en cuenta la conveniencia de hurgar, matizar e

incidir y a veces hasta meditar sobre su contenido equívoco. Por ello, en aras de una

correcta precisión terminológica de carácter analítico, han de ser desglosados sus dos

componentes nominales explícitos para después tratar de mostrar cuáles son los

principales sentidos y dimensiones para los que es utilizada la expresión, y así poderla

diferenciar o distinguir de nociones pretendidamente más o menos afines, según sean

los contextos y las situaciones en las cuales se suele recurrir a esta noción compleja∗.

Comencemos por el sustantivo. La palabra “justicia” no sólo es una de las más usadas,

sino hasta de las más confusas y discutidas, ambiguas y vagas, y por tanto magnificadas,

a las que acude el lenguaje común y no sólo el jurídico. Además, contiene una carga de

emotividad favorable que la hace susceptible de ser utilizada en contextos bien

diferentes y con una escasa e incluso imposible precisión, lo que puede ser tanto un

defecto como una virtud consustancial. Así visto, siempre se recurre a ella con la

intención de expresar algo positivo, y en sentido contrario algo negativo cuando se trata

de denunciar una vulneración constatable o agresión moral que, traducida de forma

subjetiva, es tildada de conducta “injusta” o sin justificación más o menos precisa. O

sea, es algo común que a veces pasa con las ideas o conceptos que conforman una

∗ Esta parte introductoria del informe es una versión, alterada y ampliada, del artículo que aparecerá bajo el título: “La indefinición semántica de la justicia ambiental y sus comprensibles circunstancias estratégicas”, en la revista (on line y en abierto) Cuadernos Electrónicos de Filosofía del Derecho, núm. 34, diciembre de 2016.

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voluntad de lucha o tensión contra una autoridad pretendida, sea legítima o no, que

intenta imponer aspectos o rasgos definitorios con lo que se está en desacuerdo.

Así, por ejemplo, si se busca en los diccionarios académicos al uso el término “justicia”,

se observa que contiene, en cualquier lengua del mundo, acepciones diferenciadas y

expresiones estereotipadas. De entre todas ellas, podría establecerse en casi en todos los

lugares y épocas, un criterio clasificatorio que, aun siendo algo forzado, agruparía estas

definiciones posibles en dos bloques básicos: un primer grupo que haría referencia a su

primigenio sentido moral, no estrictamente jurídico, con incursiones variopintas en

torno a una de las cuatro “virtudes cardinales”, que inclina a dar a cada uno lo que le

corresponde o pertenece, en perfecto recuerdo clásico con tonos decimonónicos, u otras

si cabe más metafísicas e inveteradas que apelan a un atributo de Dios por el cual es

Éste quien ordena todas las cosas en número, peso o medida; o sea, la divina

disposición con la cual se castiga o premia, según merece cada uno; es decir, el

conjunto de todas las virtudes por las que es bueno (sic.) quien las tiene. Y un segundo

grupo de acepciones que contienen alusiones jurídicas expresas, en concreto al derecho,

razón, equidad o al poder judicial, administración o sala de justicia. Ahora bien, y sin

una pretensión de ser esencialista en cuestiones del lenguaje, incluso sin intentar

convertirse en un nominalista recalcitrante o impenitente, llama la atención que el

mínimo común denominador del primer grupo de acepciones o significados del término

sea la idea general de que la “justicia” es una “virtud” que se inclina a “dar a cada uno

lo que le corresponde”, esto es, referida a una manera virtuosa de actuar con respecto a

los demás. Este sentido es quizás es el más evidente de todos los posibles, pues proviene

directamente de la tradición judeocristiana del occidente europeo y tiene sus orígenes en

el pensamiento griego, en concreto en la concepción platónica y aristotélica, entre otras.

La primera descripción de la justicia, desde al menos la teoría de Platón, se retrotrae a

“dar a cada cual lo suyo”; naturalmente, queda en el aire quién es el que tiene que “dar”

y cuánto es “lo suyo”, de cada uno en particular, lo que siempre será una fuente de

conflictos. Esta misma idea fue recogida por el jurista romano Ulpiano a través del más

citado y conocido, hasta manido, bocardo al uso, una líneas antes recordado en su

esencia, cuando estableció que la justicia era una “voluntad constante y perpetua de dar

a cada cual lo que le pertenece, su derecho (constans et perpetua voluntas ius suum

cuique tribuere –o tribuendi-)”.

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Ya para Aristóteles la justicia era una virtud perfecta, el punto intermedio entre dos

extremos; distinguía entre una “justicia conmutativa” que equivale a la igualdad de trato

entre iguales y desigualdad de trato entre desiguales, concepto aplicable a las relaciones

entre personas y que implica la necesidad de que tales relaciones estén presididas por la

idea de correspondencia en el intercambio de bienes y servicios; es el fundamento de

principios jurídicos tan arraigados como “es preciso respetar los pactos”, “no es lícito

enriquecerse injustamente a costa del otro”, o “el que causa un daño injusto está

obligado a repararlo”. Y por otro lado, una “justicia distributiva” o rectificadora, que

por el contrario, regula las relaciones entre los individuos y la sociedad y que implica

asumir obligaciones o deberes sociales junto a la distribución tanto del reparto de bienes

como del mantenimiento de las cargas de cada comunidad para así poder restaurar una

situación a su estado inicial. La justicia aristotélica, por lo tanto, tiene un doble sentido,

en principio tanto aritmético o de equivalencia -la conmutativa-, como geométrico o –la

distributiva-. Esta última, además, ha sido enmarcada en ocasiones dentro del concepto

más amplio de “justicia social”, para la cual los miembros de cada sociedad no son

considerados de forma aislada, sino como partes pertenecientes a un “todo” más o

menos común. Son planteamientos que se podrían justificar tanto desde tesis de carácter

contractual y democráticas, hasta por algunos de los totalitarismos o fascismos

contemporáneos, por poner ejemplos significativos, para los cuales el enfoque sobre lo

que debe entenderse por “justicia social” tan sólo tiene un carácter formal y retórico,

incluso vacío de contenido, lo que permitiría defender cualquier concepción de la

justicia, paradójicamente, por muy injusta que ésta pudiera parecer (Ruiz Sanz: 2011: 2-

3).

Desde los griegos, la justicia se ha mantenido en el medio punto de todo tipo de

discusiones éticas, jurídicas y políticas que se proyectan hasta nuestros días. Como

afirmaba C.S. Nino: “pocas ideas despiertan tantas pasiones, consumen tantas

energías, provocan tantas controversias, y tienen tanto impacto en todo lo que los seres

humanos valoran como la idea de justicia. Sócrates a través de Platón -en el libro

primero de La República- sostenía que la justicia es una cosa más preciosa que el oro,

y Aristóteles, citando a Eurípides -en el libro cuarto su Etica Nicomaquea- afirmaba

que ni la estrella vespertina ni la matutina son tan maravillosas como la justicia...”

(Nino: 1996, 467 ss.). De forma mucho más drástica y rotunda, H. Kelsen ha dicho que

“ninguna otra cuestión se ha debatido tan apasionadamente, ninguna otra cuestión ha

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hecho derramar tanta sangre y tantas lágrimas, ninguna otra cuestión ha sido objeto de

tanta reflexión para los pensadores más ilustres, de Platón a Kant. Y, sin embargo, la

pregunta sigue sin respuesta. Parece ser una de esas cuestiones que la sabiduría se ha

resignado a no poder contestar de modo definitivo y que sólo pueden ser replanteadas.”

Pero incluso la opinión sobre la justicia en abstracto puede ser mucho más radical, tal y

como ha sostenido A. Ross al proclamar que “invocar la justicia es como dar un golpe

sobre la mesa: una expresión emocional que hace de la propia exigencia un postulado

absoluto (…) La ideología de la justicia conduce a la intolerancia y al conflicto (…) es

una actitud militante de tipo biológico-emocional a la cual uno mismo se incita para la

defensa ciega e implacable de ciertos intereses.” Otros autores actuales, más o menos

conocidos, también la colocan como punto de referencia central e inexcusable de sus

planteamientos éticos, políticos y jurídicos; por poner un ejemplo bastante significativo

y por lo tanto importante, cabría citar el conocido libro de J. Rawls -quien será

comentado en estas páginas, entre otras obras suyas- Teoría de la justicia, que ha

provocado un gran revuelo y hasta ha sido y sigue siendo foco de una amplia discusión

dentro de la filosofía política y jurídica contemporánea, porque incide en algunos

aspectos límite harto discutibles como son los derivados de la legitimidad del Estado

actual, o asuntos de extremada delicadeza tales como la imparcialidad en la toma de

decisiones, el paternalismo estatal, el igualitarismo o la distribución de bienes más la

asignación de derechos y obligaciones; a esto último haremos alguna referencia en este

preciso lugar. Entre otras muchas cosas y afirmaciones, este último autor se refiere a

que la justicia es “la primera virtud de las instituciones sociales, como la verdad lo es

de los sistemas de pensamiento…” (Nino: 1996, 477 ss.). Por ello, cualquier

planteamiento en el que se incida sobre la justicia, se haga desde donde se haga y por

quien se haga, acabará siendo problemático, discutible y a fin de cuentas siempre con

carácter discursivo, dialéctico y confrontable, pues ello deriva de su propia idiosincrasia

básica: tener un carácter contrastable, poliédrico e irreductible (Ruiz Sanz: 2005, 3 ss.).

Pero no va a ser este sentido básicamente ético -más amplio y difuso, si cabe- de la

justicia el que aquí va a ser tratado con mayor profusión, sino el otro -algo más

específico, si se puede considerar así con cierta impropiedad- al que se hizo también

referencia o alusión; esto es, el más restringido o propiamente jurídico, que aunque sin

dejar de mostrar importantes y necesarias conexiones inseparables con el primero, tiene

un perfil algo más delimitado. En resumen, por “justicia”, en una concepción más

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estricta o restringida, puede entenderse al menos tres cosas distinguibles entre sí: a) en

primer lugar, un valor jurídico que preside y está presente en cualquier ordenamiento

jurídico; b) en segundo lugar, una organización institucional con unos elementos

desarrollados y c) en tercer lugar, una actitud de los juristas en general, que crean,

interpretan y aplican el derecho de acuerdo a ciertos parámetros. En el primer

significado al que se ha hecho alusión en las líneas anteriores, la expresión suele

aparecer recogida actualmente en los textos académicos más relevantes de las

sociedades occidentales. Ahora bien, la justicia no es simplemente un valor del

ordenamiento, sino que constituye el fin básico -o último, según se conciba- que debe

respetar cualquier derecho que se considere; no es tanto un instrumento en cuanto

supone una finalidad última en la que debe converger un conjunto de valores jurídicos

básicos y fundamentales. En el segundo sentido apuntado, suele haber una convención,

bastante aceptada por los juristas, para distinguir entre el término “justicia” con

minúscula y con mayúscula, reservando la minúscula inicial para hacer referencia al

valor o finalidad de las normas jurídicas, y la mayúscula para hacer alusión a la

estructura y organización del poder judicial en juzgados y tribunales. Ahora bien,

también resulta convencional que la justicia con minúscula signifique su explícita

aceptación desde un punto de vista interno, es decir, que el derecho no pueda ser neutral

sobre el tema de la justicia porque representa una determinada opción moral y política

de organización de la sociedad; y por el contrario, que sea indicada con mayúscula

conllevaría situarse en un punto de vista externo, lo que supone la evaluación crítica de

unos contenidos (de “justicia”) que van dirigidos al derecho. Dejando de lado estas

precisiones más bien formales y gramaticales aunque con importantes consecuencias

semánticas y pragmáticas, sobre las que volveremos algo más adelante, interesa sobre

todo, en este preciso lugar, el tercer sentido señalado pero de ninguna manera

independiente ni separado de los otros dos: el que entiende la “justicia” como una

actividad y actitud de los juristas en general, siempre en continuo movimiento y

considerada en abstracto, sin poder concretarse en algo más preciso, por el momento.

Esta previsión teórica algo temprana, simplista y limitada de la idea de una “justicia

global” que obviamente ha sufrido enormes interpretaciones, transformaciones,

alteraciones y modificaciones a lo largo de la historia, sería algo burdamente

pretencioso plantearlo en este preciso lugar. Tan sólo habría que advertir de un

problema léxico y conceptual que aquí bien podría afectar a su relación con el estudio

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del medioambiente, también globalmente considerado. Por el momento, sólo cabe

indicar que en el estado actual del mundo, no sólo se puede hablar de una distinción

entre dos polos opuestos en significado, esto es, una justicia conmutativa y otra

distributiva separadas ni siquiera a efectos expositivos o pedagógicos básicos, sino que

pueden ser identificados varios tipos de justicia diferentes pero no alejados entre sí, que

a veces tienden a confundirse y en otras ocasiones a no separarse en algunos aspectos no

siempre coincidentes. En cualquier caso, no cabe duda de que la tradicionalmente

conocida por “justicia distributiva” sigue siendo el término fundamental por excelencia

para referirse a loa conflictos medioambientales, ya que tiene que ver con la adecuada

(es decir, proporcional) distribución de los bienes y cargas sociales disponibles entre los

miembros de la sociedad puesto que todo tratamiento diferenciado requiere de su

justificación, es decir, que toda distribución desigual importará un traspaso de la carga

de la prueba al presunto discriminador.

Pero también habría que distinguir, de forma más o menos clara, por lo menos a nivel

teórico, entre usos diferentes y diferenciados de expresiones bastante socorridas y por

tanto al uso. Por ejemplo, esto sucede a menudo entre una “justicia retributiva” y otra

“restaurativa” sólo teniendo en cuenta su momento aplicativo ex ante o ex post, o

también los hay entre los que prefieren el uso de la expresión “justicia procedimental”

frente a una supuesta “justicia sustantiva” o “sustancial”; otros que hablan de “justicia

premial” o “positiva” frente a la tradicionalmente sancionatoria o compulsiva (por evitar

la palabra “castigadora”); u hoy en día abunda el uso estentóreo de una “justicia

transicional” sobre todo usada en un sentido político y reivindicativo en el ámbito de los

conflictos internacionales, etc., u otros tantos ejemplos significativos al efecto. Hasta

nos detendremos en nuestro ámbito concreto, en lo que se denomina, cada vez con más

habitualidad, “justicia ecológica” para referirse a las afrontas continuas al medio

ambiente. No vamos a insistir en que en los usos lingüísticos hay para todos los gustos y

opiniones, pero las opciones elegidas no se quedan en un mero estilismo, sino que el

recurso a ciertas palabras conlleva ciertas consecuencias; es por esta razón básica por la

que irán apareciendo tales expresiones en su preciso lugar y en su justa medida en

relación al cúmulo de asuntos relacionados con el medio ambiente que serán tratados a

continuación.

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Sigamos por el adjetivo. También plantea cuestiones de imposible definición o

concreción el calificativo de la doble expresión utilizada -“justicia ambiental”- en

cuanto a que hace referencia a lo “ambiental” como algo etéreo por no decir

incontrolable, a pesar de que el “medioambiente” se muestre casi siempre compuesto

por elementos tangibles o identificables y en gran medida observables y por tanto

susceptibles de ser analizados e interpretados desde una perspectiva u óptica material o

cuantitativa. Una de las tensiones inevitables y más complicadas de establecer es la

relación entre los aspectos cuantitativos y cualitativos que afectan al valor “justicia”

respecto a indicar o establecer criterios idóneos u oportunos para tratar de superar los

problemas y conflictos ambientales en sus aspectos generales o particulares, según sea

la intención que se persiga. Por ello, se discute y valora ampliamente, quizás en exceso,

sobre la inequívoca dependencia de lo normativo de lo experimental, sin ocultar el

factor de imprevisibilidad y variabilidad de los fenómenos evaluados. Así, por ejemplo,

sobre todo lo que rodea a lo jurídico, se puede afirmar, sin lugar a dudas, que el objeto

de protección del derecho (medio)ambiental es el “medio ambiente”, expresión un tanto

redundante ya que el “ambiente” es el “medio” en el que los seres -humanos o no-

desarrollamos nuestra vida. El problema básico, tal y como señala entre otros M. Prieur,

es que el “medioambiente” se utiliza como una “noción camaleón”, ya que según el

contexto en el que es usada puede ser entendida de maneras muy diferentes; entre otras,

puede ser o referirse a una “cuestión de moda”, un “lujo de los países ricos”, un mito,

un tema de contestación nacido de las ideas hippies, un “retorno a la luz”, un “nuevo

terror del año mil” relacionado con la imprevisibilidad de las catástrofes ecológicas, la

referencia a “flores y pajaritos”, un grito de alarma de los economistas y de los

filósofos sobre los límites de la ciencia, la advertencia del agotamiento de los recursos

naturales, una nueva protesta contra la contaminación, una “utopía contradictoria”, etc.

(Prieur: 1984, 1 ss. ; citado por Ruiz Sanz: 2012:135; 2014: 5 –ver la nota 12-).

Ahora bien, el problema básico y elemental se encuentra en intentar concretar con

suficiencia y habilidad esta noción para que sea operativa en el ámbito jurídico. Por ello,

si se observa con cierto detenimiento la utilización cotidiana de la expresión

“medioambiente” por parte de la doctrina o la jurisprudencia, en su caso, se pueden

obtener hasta tres o cuatro acepciones con una extensión bien diferente del término al

uso; a partir de estos mismos recursos léxicos y semánticos, es posible diferenciar entre

una concepción estricta (incluso estrictísima), otra amplia y una tercera (o cuarta)

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amplísima sobre los aspectos que son permeables a la protección jurídica en función del

número de elementos que se incluyan o excluyan del propio concepto. Más en concreto,

mediante una posición estricta, primigenia y quizás primeriza, se reduciría el

“ambiente” al elemento físico y así se cubriría sólo el ámbito de los agentes naturales

“de titularidad común y de características dinámicas” como son los cinco componentes

elementales de la naturaleza: el agua, el aire, el suelo, la flora y la fauna (Martín Mateo,

1991: 71 ss.). Con este criterio mínimo –mejor minimizado- y por tanto limitado puede

que en exceso, se incluyen aquellos elementos básicos y esenciales para la existencia y

mantenimiento de las constantes vitales del ser humano (agua, aire y suelo) más las

formas de vida no humanas que se dan en nuestro planeta (flora y fauna). A partir de ese

mínimo común denominador de perfil sintético, la noción se puede ir ampliando hasta la

pretenciosa saciedad desorbitada con la contemplación absoluta y holística de

“ecosistemas globales”; tal y como escribe este último autor citado: “Se ha dicho que

son cuatro las acepciones más comúnmente aplicadas: la primera restringe su ámbito

al entorno natural: aire, agua, ruido y vegetación, la segunda incluye otros elementos

físicos y biológicos, monumentos históricos, suelo, fauna, una tercera adición

infraestructuras, tipo vivienda, transporte, equipo sanitario y la más amplia finalmente

integra factores culturales como bienestar, calidad de vida, educación, desarrollo, etc.,

nuestra comprensión se aproxima a la primera, pero es más reducida (…) Desde un

enfoque puramente metodológico, no dogmático, su justifica que el ambiente se

reconduzca básicamente al agua y al aire en cuanto factores básicos de la existencia en

el microcosmos terráqueo.” (Martín Mateo, 1991: 86-88).

Otra perspectiva más amplia que la anterior partiría de la inclusión de todos aquellos

elementos, naturales o no naturales, que constituyen el medio sobre el cual se asienta la

civilización y la cultura del ser humano. Estarían presentes, pues, los agentes recogidos

en la propuesta anterior (agua, aire, tierra, flora y fauna), a los cuales habría que añadir

la ordenación del territorio como algo independiente de la existencia del propio suelo y

también aspectos relativos al patrimonio cultural de los pueblos y al mantenimiento del

confort colectivo; así se incluirían las costumbres y tradiciones, fiestas populares,

ocupaciones artesanales, etc., junto a lo que se denomina “patrimonio histórico, artístico

y cultural”: edificaciones rurales y urbanas que hayan de gozar de algún tipo de

protección por sus características históricas, artísticas o culturales que les confieran un

valor añadido no necesariamente económico sino también sentimental, ritual o

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simbólico y que deban ser tenidas en especial consideración (como templos religiosos,

cementerios, estatuas, fuentes, etc.).

Y como punto culminante para los más acerados ambientalistas, una tercera –o incluso

cuarta- opinión teórica sería la de aquéllos que sostienen que el “ambiente” es algo

amplísimo, ya que quedaría integrado por todo lo citado con anterioridad, esto es, los

elementos naturales y culturales más el complemento necesario de cualquier tipo de

manifestación que rodee al ser humano. Junto a los recursos naturales, el ambiente rural

y urbano de construcciones y actividades variopintas se sumaría el propio individuo y su

entorno vital más próximo, o en otras palabras, el “medio ambiente humano” que podría

entenderse como las condiciones de cualquier orden sobre las cuales la persona

desenvuelve toda su vida. Desde esta última perspectiva, el ambiente sería

prácticamente todo lo que pueda ser objeto de conocimiento por parte del ser humano,

en un sentido espacial y temporal, individual y social. Así se llega hasta el extremo de

convertir el “(medio) ambiente” en una indefinida nebulosa difuminada, sin rumbo fijo

y extremadamente variable, es decir, sin un contenido claro ni preciso, al confundirlo y

suplantarlo por la propia estructura psicosomática del ser humano ante el cual cualquier

cosa que le resulte comprensible, o más bien, susceptible de control, dominio y

posesión, se puede convertir de forma automática en algo “ambiental” por propia

definición (Ruiz Sanz: 2012, 136-137; 2014: 6 ss.).

No resulta difícil extraer de os razonamientos y reflexiones anteriores, que la cuestión

de la “justicia ambiental” tiene un claro, pretendido y comprometido cariz ideológico,

sin ánimo en absoluto de menospreciar o limitar la importancia de las ideologías, en

sentido amplio. Pero sí cabe resaltar que depende de factores diversos con un alto grado

de subjetividad casi siempre manifiesta. Por ello, hay que abrirse a la imaginación,

incluso a la esperanza pseudoutópica que permite llegar a la posibilidad del

convencimiento algo ingenuo -por supuesto con pretendida buena fe- de que el ser

humano ya no es dueño y señor absoluto o exclusivo de todo lo que le rodea

(etnocentrismo), sino parte integrante de su entorno natural (biocentrismo), en términos

amplios y generales. Además, el medio ambiente se extiende prácticamente a casi todas

las facetas de la vida, tal y como ha sido advertido con anterioridad.

Lo que en última instancia sucede, a grandes rasgos, es que en los conflictos

ambientales, más o menos manifiestos y complejos, siempre hay dos paradigmas

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básicos, modelos de mundo o formas de vida más o menos exacerbados o radicalizados

que aparecen dialécticamente enfrentados con respecto a la posición que ocupa el ser

humano frente a la naturaleza. Por un lado, se encuentra el llamado “antropocentrismo”

o en ocasiones “etnocentrismo”, que predica una “voluntad de dominio” indiscriminada

del individuo sobre la naturaleza. En su versión más pura o extrema, se trataría de

liberar al ser humano de su presunta dependencia de la naturaleza, al considerar que lo

que importa es el ser humano en sí mismo considerado y que lo demás sólo tiene un

valor instrumental. En su versión débil o moderada, se reconocería la centralidad

indiscutible del ser humano en todas sus manifestaciones físicas y psíquicas de su vida,

sin que ello implique la simple reducción de todo lo demás a convertirse en un puro

instrumento susceptible de ser dominado. Por otra parte, se encuentra el “biocentrismo”

de las diversas tendencias ecologistas y no sólo ambientalistas, que defiende la idea de

“la comunidad global” a la que pertenecemos todos los seres vivos y que en su versión

más pura o radical sostiene la igualación de la especie -humana- a cualquier otra,

negando así la individualidad -humana-, pero que en su versión débil defiende más bien

que ha de preservarse un “orden natural” en el cual el ser humano ha encontrado y

desarrollado por sí mismo una prioridad ontológica frente al resto de seres vivos, sin

que ello dé lugar a una capacidad de control absoluta sobre el resto de especies. El

dilema entre ambas posturas no presenta solución fácil. Ni que decir tiene que es el

punto de arranque de las posibles discusiones o debates sobre la justicia ambiental,

procedan de donde vengan y conduzcan a donde sea y que por tanto son irreductibles

desde cualquier planteamiento que se haga al efecto, con todas sus implicaciones

posibles. Por lo tanto, la cuestión, tanto de forma como de fondo, parece que todavía

queda bastante indefinida; pero lo que resulta claro y evidente es que sólo las posiciones

débiles pueden dialogar entre sí, y aunque no lleguen a entenderse al final, se debe

aspirar a acercar cierta disposición de pareceres. En todo caso, la idea de “justicia

ambiental” sólo se comprende desde una versión débil pues ni siquiera el biocentrismo

radical o fuerte parece que valore a la justicia como una virtud racional pues presenta

aspectos incoherentes e irreconciliables con la vida humana, en el sentido que hemos

apuntado. Mucho menos en los casos en los que se defienda una postura etnocéntrica

recalcitrante, sin discutir si su posible legitimidad vulnera y es un atentado global contra

la vida en general de todas las especies.

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Pero volvamos al tema central objeto de estas páginas iniciales: la indefinición de la

expresión “justicia ambiental” y sus consecuencias. Se puede encontrar en la literatura

ambientalista y ecologista especializada un cúmulo de expresiones significativas

pretendidamente equivalentes o intercambiables, hasta preferidas e incluso idolatradas

con mayor o menor justificación o profusión. Algunas de las mismas, sin ánimo

exhaustivo ni afán sistemático, y sin discutir de forma amplia o profunda si es posible

mantener una identificación o diferenciación como si se tratara de una prioridad

ontológica entre vocablos, son las que hacen referencia, por ejemplo, a “conflictos

distributivos ecológicos”, “comercio ecológicamente desigual”, “ambientalismo

popular”, o a través del uso de términos algo más difusos y amplios como se hace al

referirse a una “equidad intergeneracional”, o quizás a otra conjunción de términos más

atractiva y hasta poética a primera instancia –pero parece que ciertamente engañosa y

hasta tramposa, por no decir algo maniquea y panfletaria- como es el oxímoron

reivindicativo de “ecologismo de los pobres” -me pregunto quién es realidad “el pobre”-

; u otras en cambio son más rimbombantes o altisonantes, que además tratan de

establecer etiquetas, clichés o lemas identificadores superficiales para un colectivo que

opta por buscar y trazar un rumbo de sus vidas adecuado y en común, además de

tratarse claramente de expresiones familiares y cariñosas que no cabe duda incitan a la

contemplación de la bondad natural como es, por ejemplo, “culto a la naturaleza

silvestre”, y que hasta parecen desprender olores y sabores agradables, o sea, efluvios

variados y gustos delicados que incitan a los sentidos no siempre en su justa proporción

metafórica como meros elementos de uso o consumo cotidiano o selecto para ocasiones

contadas. Pero todas estas expresiones derivan de un tronco mínimo común: la

dependencia del concepto más asumido o extendido, y por ello quizás pretendidamente

englobante, pero no por ello ni mucho menos pacífico, de “justicia distributiva” y en su

caso, de “justicia ambiental”.

Esta confusión conceptual hace que, en muchas circunstancias, acabe por convertirse

sólo en una discrepancia terminológica, mucho más acuciante cuando la expresión

también se intercambia con la llamada “justicia ecológica” por cultivadores de un

género literario al uso - ya sea divulgativo, ensayístico, científico u otros-. Es posible

que con tanta incertidumbre a cuestas, hasta los propios defensores del ecologismo más

exacerbado no se den cuenta, de forma inconsciente, de cuándo o en qué ocasiones son

más propensos a hablar de causas (ex ante) o de consecuencias (ex post) del deterioro

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ambiental; de decir, cabe plantearse si habría que optar en algún momento entre

mantener una actitud conservacionista que surgiera desde las estructuras construidas y

con los fundamentos propios del ámbito económico capitalista, o en cambio se trataría

de clamar a favor de un “pensamiento verde” más o menos insurgente que abogara por

un cambio cualitativo de sistema social global (Dobson: 1999, 11-12). No se logra,

entonces, una claridad de pensamiento y de acción directa que permita una aclaración

previa sobre los fundamentos de un mensaje de tinte ecologista que resulte proporcional

o que logre equilibrar una vía clarificadora, salvo si se quiere obtener una única, ruda y

última línea argumental, y por tanto simplista, contraria a la destrucción inequívoca de

la vida en el planeta tierra, eliminado así toda posibilidad de plantear abiertamente unas

garantías mínimas y adecuadas de racionalidad discursiva.

Por los motivos expuestos en los apartados anteriores, resulta si no necesario, sí al

menos conveniente, un acercamiento a la “justicia ambiental” desde la óptica o

exposición sistemática y tipológica de los diferentes significados o sentidos de la

expresión, que en un principio pueden ser reconducidos a tres básicos. De hecho, cabe

diferenciar entre tres dimensiones o tipos de la misma:

a) Justicia ambiental como teoría epistemológica y axiológica o corriente de

pensamiento que estudia los procesos de discriminación en el acceso a los recursos

naturales y en la consiguiente carga de contaminación, más todos aquellos elementos y

circunstancias que provocan daño o deterioro en el medio ambiente.

b) Justicia ambiental como conjunto de procesos y procedimientos de carácter jurídico

que actúan para proteger y garantizar el medio ambiente.

c) Justicia ambiental como movimientos o ideologías sociales que denuncian y elaboran

un discurso práctico, y por tanto que critican una determinada forma de gestionar o

limitar el uso de los recursos naturales y en general del medio ambiente.

No se trata de establecer compartimentos estancos, sino de hablar de relaciones y

tensiones entre dimensiones diferenciables del mismo término utilizado que no son

identificables ni separables entre sí, con el objeto de analizar la realidad existente,

extraer conclusiones y si acaso, soluciones (siempre parciales) al problema general del

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daño o deterioro ambiental, tal y como ha sido comentado. Veamos cada uno de estos

aspectos por separado.

-Como teoría (epistemológica y axiológica, ya que presenta las dos vertientes

intrínsecamente relacionadas), la referencia a la equidad, o por el contrario, a la

“desigual distribución” de recursos naturales, nutre, fomenta e incluso retroalimenta los

perfiles de un concepto pretendidamente global como es el de “justicia ambiental” en

relación a la existencia de comunidades pobres y vulnerables. No obstante, esa misma

noción, entendida desde un parámetro ecuménico tal y como pretende mostrarse,

debería más bien entenderse como “algo” –no se sabe exactamente de qué se habla- que

va más allá de la mera distribución y gestión de recursos naturales desiguales, pues

también debe incluir aspectos vinculados a cuestiones problemáticas más abiertas que

deben ser tratadas desde esos mismos planteamientos o parámetros discursivos, como

son el reconocimiento individual, la inclusión del otro y las capacidades de los

individuos y colectivos o comunidades (Schlosberg: 2007: 34). Cualquier análisis de la

justicia requiere que se discutan las estructuras, las prácticas, las reglas, las normas, el

lenguaje y los símbolos que actúan como mediadores de las relaciones sociales, si

tenemos en cuenta una interpretación si cabe más amplia de la idea de justicia en

general (Schlosberg: 2010: 27).

Por este mismo motivo, el tratamiento de las teorías de la justicia de autores en concreto

como pueden ser J. Rawls, M. Nussbaum o A.K. Sen, por ejemplo, objeto de

tratamiento en estas páginas, aunque no cabe duda de que sean sólo algunos de los más

importantes sobre el tema en general de la distribución de recursos en relación a la

justicia distributiva y que sienten las bases de una teoría de la justicia de perfil actual,

se muestran ya un tanto decimonónicas y quizás algo limitadas por su época, y por tanto

ya quizá necesitadas de un complemento necesario para que puedan ser entendidas en su

justa medida. Esa adicción formativa con el recurso a teorías al respecto aparecidas

durante estas últimas décadas, puede ser proporcionada por otros autores

contemporáneos sobre todo con una producción académica más perfilada, reciente u

orientada a problemas más específicos que no sólo marginales, para así tratar con mayor

conveniencia el caso problemático planteado más en concreto, si se puede hablar de

“especificidades” en un tema tan amplio y debatido como éste. Es el caso de los muy

interesantes planteamientos teóricos de I.M. Young, N. Fraser o A. Honneth, entre

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otros, quienes han argumentado que además de esos temas distributivos -básicos,

inequívocos y necesarios-, hay algo más notorio que debe ser tratado en aquellos

procesos que se sitúan en referencia a una mala distribución, mucho más ceñidos al

tratamiento de cuestiones medioambientales, y no sólo desde un punto de vista

economicista, sino desde el libre desarrollo de la personalidad y los derechos humanos

en general, en toda su amplitud contextual.

Ya hace algún tiempo que Charles Taylor había incidido en que la cuestión del

reconocimiento era un fenómeno psicológico complejo, una necesidad humana básica,

algo que fortalece la autoestima pero que abarca una realidad mucho más confusa y por

lo tanto más complicada. Por ejemplo, sin la comprensión global de este fenómeno

humano, no pueden entenderse las aportaciones más precisas a la teoría de las

capacidades formuladas por parte de autores como Marta Nussbaum o Amartya K. Sen,

o si se quiere llegar a algo más próximo a ese planteamiento general, de Agnes Heller.

Al respecto, un punto de vista contrario, que no por ello contradictorio, lo mantiene

Nancy Fraser, quien habla de la dominación cultural y de la idea del menosprecio

institucionalizado como patrón del “no reconocimiento” en relación a los temas de

racismo y de género, también harto importantes, es más, hoy en día básicos y

necesarios, y cuya influencia sobre el concepto de “justicia ambiental” ha sido

históricamente determinante y lo será sin lugar a dudas, como tendremos ocasión de

exponer a continuación. Así, por ejemplo, autores citados como Marta Nussbaum o

Amartya K. Sen, por su parte, explican desde puntos de vista algo diferentes la manera

en la que deberíamos juzgar los acuerdos considerados “justos” desde nuestras

capacidades no sólo en términos distributivos, sino en la forma y el contenido en el que

la distribución de bienes incide específicamente el nuestro bienestar y en nuestro

proyecto de vida o desde cómo desenvolvernos los seres humanos, individualmente o de

forma comunitaria, lo que afecta muy de cerca al medio ambiente (Nussbaum, 1999: 74;

2000: 71). Sen, por su parte, desde parámetros diferentes y otros presupuestos teóricos,

insiste más en otros aspectos comunitarios pero no desvinculados de los anteriores; tal

es el caso del uso de razón pública, por ejemplo, como tendremos ocasión de comentar

y comprobar. Por ello, la incidencia sobre estos autores y probablemente otros, es un

requisito indispensable si se quieren obtener resultados satisfactorios en un análisis

actual de la “justicia ambiental”.

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-Como conjunto de procesos y procedimientos más o menos institucionales, la noción

de “justicia ambiental” coincide con la de “justicia procedimental” en determinados

supuestos y conflictos ambientales. No obstante, y con carácter general, implica que las

cosas son “justas” si los procedimientos utilizados son correctos; es más, desde el punto

de vista subjetivo de las partes en tensión institucionalizada, los resultados serán

acertados o desacertados para los que están implicados, directa o indirectamente, en las

soluciones definitivas. En cierto sentido, los medios utilizados serán más importantes o

significativos que los fines buscados. En este sentido, también la “justicia ambiental” es

mucho más que una mera y simple distribución de recursos en sentido economicista

sino que se extiende hacia un discurso sobre las estructuras de poder y la legitimidad de

las instituciones; incluso se tendría en cuenta y se observaría, desde un plano externo o

exterior, la participación política que legitimaría las instancias procesales a todos los

niveles posibles.

Este sentido de la noción de “justicia ambiental” como “justicia procedimental” es más

directo y comprensible que el primero por varias razones, entre las cuales destaca el

establecimiento de planos diferenciados entre una cultura jurídica estandarizada y

exportada a otras formas posibles de entender el fenómeno jurídico, de otras formas de

conocimiento culturales, probablemente más ancestrales y quizás ritualistas, desde un

punto de vista occidentalizado, que comprenden básicamente lo que puede llegar a

significar una invasión a sus propias formas culturales originarias, intrínsecas o

autóctonas, y cuya supuesta intromisión supone un sacrilegio hacia sus propias

convicciones individuales o grupales, eso sí, siempre aprendidas y compartidas en un

entorno más o menos cercano, por regla general. La justicia ambiental se convierte en

un medio a través del cual se puede lograr el fin último, que suele ser plural y

compartido. Frente a esto, el carácter instrumental del derecho se exacerba con algo de

paradoja cuando es utilizado como excusa a través unos mecanismos jurídicos

establecidos desde el ámbito externo a la propia realidad cultural. Se trata de

importaciones forzadas que imponen unas “naciones unidas” a otras en principio “no

unidas”, utilizando unas categorías metafóricas o simbólicas, y por tanto ficcionales,

pero que reflejan en la mayoría de las ocasiones la cruel realidad de un mundo

globalizado a fuerza de golpes casi siempre destructivos. Pero siempre encontraremos

un argumento ingenuo a favor de la defensa de la legalidad, sin plantearnos la

desobediencia justificada (sic.); incluso puede haber aquél que se encuentre cómodo

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bajo ese halo de rebeldía romántica que antes o ahora podía ser sólo y simplemente una

“revuelta” –incluso algunos atrevidos hablaban y hablan de “revolución”- hacia las

estructuras del poder político y jurídico hegemónico, casi siempre sin importarles o sin

detenerse a valorar de forma meditada las consecuencias que podían y pueden llegar a

tener sus -en principio- legítimas reivindicaciones sobre el deterioro del medio

ambiente, causa que por regla general vertebra un discurso opositor al poder político y

económico que discrimina y explota categóricamente por doquier. En síntesis, mediante

la utilización estentórea y fuera de lugar de esta acepción del término “justicia

ambiental”, suele confundirse lo sustantivo con lo adjetivo.

En un plano meramente lingüístico, a través de las dos utilizaciones del término

señaladas, se reproduce la explicación pedagógica que suele hacerse a los estudiantes de

ciencias jurídicas entre un “Derecho” con mayúscula inicial y otro “derecho” con

minúscula inicial, pero esta vez aplicado a la “justicia”, que suele limitarse a un valor

(con minúscula, en el sentido primero señalado de la letra a), o equivalente a una

organización jurisdiccional o tribunal (en el sentido señalado de la letra b). Por ello, las

conexiones y diferencias en el uso de la expresión quedan indicados con bastante

claridad. Al menos en las formas de hacer y proceder de facto; no tanto respecto a las

intenciones de su uso estratégico o conveniencias personales mostradas casi siempre

como colectivas, donde cabría hacer muchas más observaciones críticas.

-Como conjunto o grupo, un tanto disperso pero presentado bajo cierta homogeneidad,

de movimientos o ideologías sociales críticas que denuncian y elaboran un discurso

práctico más o menos trazado y fundamentado sobre unos aspectos claves y básicos en

común, el término “justicia ambiental” tiene una especial trascendencia y relevancia,

sobre todo cuando parte inicialmente de colectivos no claramente definidos que

consideran una vulneración de derechos especialmente relevantes para la vida y el

desarrollo humano. El factor iniciático es siempre coincidente: hay una conciencia en la

necesidad de denunciar una mala distribución de los recursos naturales que enturbia las

condiciones de vida básicas; esta idea unívoca puede ser analizada y por tanto

interpretada desde diversos ámbitos o puntos de vista y enfoques, entre los que destaca

la incidencia sobre el factor económico, discriminatorio y/o racial, que en cierta forma

suele coincidir en los casos más flagrantes, al menos. No es una novedad ni tiene

ninguna originalidad decir que las comunidades pobres, las de gente “de color”, o las

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comunidades “indígenas”, “nativas” o autóctonas”, padecen más y mayores “males”

ambientales que las comunidades “desarrolladas” y “blancas”, sin necesidad de entrar a

valorar otros aspectos con mayores detalles -por otra parte, no hace falta- u otras

consideraciones etnocéntricas y/o peyorativas al respecto. En estos casos, la simpleza

argumental es un elemento positivo. Más en concreto y sobre la cuestión de los residuos

tóxicos, por ejemplo, la raza parece ser el factor más importante para localizar sitios o

lugares incluso recónditos con desechos tóxicos abandonados situados más o menos

estratégicamente en los EE.UU. de Norteamérica; tres de cada cinco afroamericanos

viven en comunidades con lugares compuestos por desechos tóxicos; casi la mitad de

los ciudadanos estadounidenses de origen asiático, de las islas del Pacífico y los nativos

americanos de los EE.UU., viven en comunidades con sitios no controlados llenos de

desechos tóxicos; otro tanto sucede con los estudios sobre contaminación del aire,

comercialización de restos y residuos peligrosos, viviendas nocivas, etc. Por ello, esta

interpretación distributiva de la justicia fue un elemento esencial y movilizador en los

inicios del discurso común del movimiento (Schlosberg, 2011: 29 ss.).

Una ligera prospección, intromisión o acercamiento a unos orígenes laxos e incluso

esporádicos de la “justicia ambiental” entendida, aparte de nomenclaturas y

designaciones variadas al uso, como un movimiento social en proceso de formación

inacabado hasta la actualidad pero que acontece en un continuo desarrollo a lo largo del

siglo XX, puede hacerse desde la aproximación terminológica, semántica e histórica, tal

y como se ha advertido y se intenta mostrar. Así, se han establecido hasta tres corrientes

amplias dentro de este mismo planteamiento de cara al exterior, con sus diferencias

lógicas indiscutibles, en función de unos hechos históricos narrados a partir, casi

siempre, de desastres o catástrofes medioambientales que han incitado a las masas a

protestar como consecuencia de una situación general latente de injusticia social y en

concreto medioambiental, que son: 1) “el culto a lo silvestre”; 2) “el evangelio de la

ecoeficiencia” y 3) “la justicia ambiental y el ecologismo de los pobres” (Martínez

Alier: 2004). Veamos cada uno de los componentes de esta propuesta clasificatoria

brevemente y por separado. El “culto a lo silvestre” surge a finales del siglo XIX, si se

quiere poner una fecha significativa, con la fundación del Sierra Club en los EE.UU.

por John Muir. Era una fundación privada que se dedicaba a difundir y defender el

mensaje de que hay una posible “naturaleza virgen”, como decían, sin intervención ni

manipulación humana; su propuesta básica era el mantenimiento de las reservas

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naturales y la sacralización de la idea de “naturaleza” como origen del mundo. Por su

parte, el llamado “evangelio de la ecoeficiencia” tuvo lugar hacia la mitad del siglo XX

y a través de esta idea se trataba de mantener una relación en tensión entre la ecología y

el crecimiento económico bajo unos presupuestos de “economía ambiental” con el

objetivo de que las externalidades pudieran ser internalizadas con el menor coste

posible, es decir, a través de la optimización de recursos; por tanto, para esta corriente

de pensamiento, el “desarrollo sostenible” formaba y forma parte de su credo

ideológico. Por otro lado, y como punto culminante de estas tendencias reivindicativas

de pautas marcadas por la defensa medioambiental a ultranza, una tercera concepción,

también planteada como evolutiva y progresiva, aunaría en perfecto equilibrio y

compromiso armónico el “ecologismo de los pobres” y el “movimiento por la justicia

ambiental” como dos manifestaciones paralelas, pues a pesar de que sus orígenes sean

diferentes, ambos movimientos convergerían hoy en día, según Martínez Alier, y

presentarían muchas similitudes o coincidencias entre sí al tratar de dar respuesta al

mismo problema de partida: una situación de injusticia distributiva o de falta de equidad

en el acceso a los recursos naturales y en la carga de la contaminación que actúa en

perjuicio de las poblaciones más vulnerables (Martínez Alier: 2004, 30 ss.).

Si tenemos en cuenta la gestación a corto plazo de este movimiento general de “justicia

ambiental”, podemos observar esos mismos rasgos característicos que delimitan su

proceso evolutivo. Su consolidación, a fuerza de golpes reivindicativos, se encuentra en

los tumultuosos años sesenta del siglo pasado en los E.E.UU. de Norteamérica en el

contexto de la lucha por los derechos civiles de la población afroamericana, a la que se

le puede unir la de origen hispano más los norteamericanos nativos, conocidos

vulgarmente por “indios”, entre otras colectividades marginadas o discriminadas. Cierta

progresión en el bienestar a lo largo de la segunda mitad del siglo XX en, cómo no, el

“país de las oportunidades” por antonomasia, supuso la irrupción de un movimiento un

tanto confuso y hecho a golpes de coyunturas cuyo punto de unión y argumentos

puestos en común era el daño y el deterioro ambiental que se mostraba a través de

hechos o evidencias, por ello contrastables, con el telón de fondo de una población

desfavorecida por cuestiones de pobreza y raza; ambos aspectos estrechamente

relacionados y adecuados para hacer de motor de propulsión a una causa en principio

“justa” que se materializaba en manifestarse en protesta contra las políticas

discriminatorias del Estado. Este es el motivo por el cual hay autores que han llegado a

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hablar de “racismo ambiental”, “equidad ambiental” y “justicia ambiental” o de tres ejes

que van en paralelo como si se tratara de tres conceptos separados; pero en ningún caso

hay que entender que se trata de nociones con planteamientos diferentes; todo lo

contrario: son tendencias circundantes construidas sobre la misma base justificativa

pero con un sentido distinto, y no sólo en relación a su uso terminológico más o menos

preciso. La primera acepción (racismo ambiental) se aplica a la toma de decisiones, de

forma deliberada, para situar a ciertos grupos raciales en lugares cuyo uso y utilización

conlleva deterioros y daños ambientales; la segunda (equidad ambiental) consiste en

mantener y asegurar a nivel legislativo, es decir, formal, que las personas reciben una

protección ambiental adecuada; y la tercera (justicia ambiental, propiamente dicha),

supone una concreción tanto a nivel social como práctico en cuanto a que todos tengan

acceso a vecindarios seguros y limpios, a trabajos adecuados, a escuelas de buena

calidad, a comunidades sustentables, y a un largo etcétera de bienes y servicios (Bryan,

1990: 70; Hervé, 2010, 9 ss.).

En este mismo sentido, tal y como advierte Joan Martínez Alier, la “justicia ambiental”,

en concreto, es un movimiento gestionado desde minorías étnicas proveniente

directamente, tras una sucesión de coyunturas y problemas sociales, del llamado

“racismo ambiental”, que desde finales de la década de los años sesenta del siglo pasado

denunció ocasionalmente el vertido de residuos y el aumento de la contaminación

atmosférica en territorios ocupados mayoritariamente, pero no sólo, por individuos de

raza negra. No es un término tomado de la filosofía moral o política, ni de

disquisiciones varias sobre desigualdad entre etnias, sino de la sociología ambiental y de

las relaciones raciales que se derivan directamente del vertido indiscriminado al suelo

de residuos tóxicos y de sus efectos contaminantes hacia poblaciones con residentes de

descendencia principalmente afroamericana, hispana o norteamericana nativa.

Acontecimientos o hechos como el caso de la instalación del gobernador Hump de un

vertedero de residuos PCB en Warren Country (Carolina del Norte), localidad con

16.000 habitantes en 1980, en la que el 60% eran afroamericanos y muchos de ellos con

ingresos por debajo del nivel de la pobreza, fueron significativos. Aunque se convirtió

en un acontecimiento sonado, no se detuvo la actividad del vertedero, pero sí que se

logró llamar la atención sobre la potencialidad que tenía el uso del término “justicia

ambiental” como etiqueta identificadora de un movimiento urbano en principio algo

disperso y difuminado que iba cobrando tintes de organización pública (Bullard, 1990,

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1993; Bryant y Mohai, 1992, 1995; Dorsey, 1997; Taylor, 2000). Otros episodios y

acciones colectivas, a los que se sumaron manifiestos, estudios, proclamas o

declaraciones, más allá incluso de los límites territoriales de los EE.UU. de

Norteamérica, dieron fundamento y motivación para que el movimiento se extendiera a

nivel mundial. Pero como punto de partida específico, y si hubiera que establecer una

fecha exacta, no cabe duda, como escribe A. Dobson, que “si a uno le preguntan cuál

fue el momento de inicio del movimiento de justicia ambiental de los Estados Unidos,

afirmaría que fue el 2 de agosto de 1978. Ese fue el día en que la CBS y la ABC

difundieron noticias sobre los efectos de los residuos tóxicos sobre la gente de Love

Canal“. (Dobson, 1998: 18; Gibbs, 1981, 1995).

Quizás no sea tan importante establecer una fecha exacta o precisa, sino hacer notar que

a partir de la segunda mitad del siglo XX hasta la actualidad, se ha producido una

intensificación de actividades, con sus respectivos efectos y consecuencias, en torno a

movimientos que están a favor de algo, no del todo cohesionado, que se conoce por

“justicia ambiental” que dentro de su indefinición congénita, ha dado pie a realidades

mundanas y ha sido plasmado a través de textos más o menos normativos y/o políticos,

incluso eruditos, científicos y divulgativos, que han tenido una influencia creciente

alrededor del mundo.

Por lo tanto, cabe incidir en la tercera acepción del término “justicia ambiental” como

movimiento social de masas, más o menos extendido en cantidad y delimitado en

cualidad; es decir, en aspectos tanto cuantitativos como cualitativos que nos conduzcan

a comprender mejor el fenómeno global en cuestión con respecto a su evolución

histórica contemporánea. Con el objeto de buscar una ordenación y sistematización

adecuada en el proceso de implantación del movimiento de “justicia ambiental” durante

la segunda mitad del siglo XX y los primeros años del siglo XXI, y todo ello con

independencia del debate y discusión en torno a si ese proceso en alza tiene un sentido

conjunto, plural y comunitario o si cabe considerar que la incorporación reciente de la

noción de “justicia social” al concepto más o menos global le concede una autonomía

significativa a la expresión, pues hasta hay autores que se refieren y consideran que se

trata de un “paradigma” de justicia ambiental con “enormes implicaciones en la esfera

pública” en una visión dual que supera su consideración como mero movimiento

político (Arriaga y Pardo, 2011: 627 ss.). Dentro de las posibles clasificaciones de

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carácter cronológico y temático, cabe agrupar y señalar las siguientes fechas y

acontecimientos significativos, al menos por destacar y a tener en cuenta:

1) Escándalo del Love Canal en Buffalo (Nueva York; agosto de 1978). Antes de este

hecho y durante los años cuarenta del siglo XX, la industria química Hooker utilizó un

canal de navegación casi abandonado para hacer en él vertidos tóxicos; en 1952 el canal

fue cubierto por completo y un año después el terreno fue vendido al Niagara Falls

Board of Education que edificó una escuela y un vecindario alrededor de ella.

Transcurridos unos veinte años y como consecuencia de unas fuertes lluvias, los

residuos tóxicos allí enterrados comenzaron a salir al exterior. El crecimiento de la

insalubridad y la aparición de enfermedades sobre todo entre los niños de la escuela,

generó una fuerte reacción de protestas entre los padres y vecinos. Sirvió de espléndido

reclamo publicitario el ejemplo de una madre negra que escribía y contaba las

desgraciadas peripecias de su hija enferma a consecuencia de los vertidos tóxicos allí

extendidos (Gibbs, 1981). En 1980, después de dos años de quejas continuas y

manifestaciones y declaraciones a los medios de comunicación, la administración

pública estadounidense, encabezada entonces por el presidente Jimmy Carter, declaró la

zona “desastre nacional”; el gobierno federal compró todas las casas de los terrenos

afectados y reubicó a los residentes en otros barrios más seguros. Es entonces cuando

empezaron a extenderse por todo el país muchos movimientos locales contrarios a la

construcción de instalaciones de tratamiento de residuos peligrosos. Tal y como afirma

V. Bellver: “a partir de ese momento, irrumpiría una nueva forma de ecologismo, que

con el tiempo se perfilaría con unos rasgos muy distintos a los anteriores: más

populista, liderada por mujeres o representantes de minorías, y cuyo primer objetivo

era preservar la salud de las personas frente a los residuos tóxicos” (Bellver: 1996,

330).

2) Conflicto en Warren Country (Carolina del Norte; 1982). El proyecto consistía en

construir un vertedero de PCB (policlobifenilos), unos residuos químicos industriales

que eran vertidos sobre suelo habitable. Con actos locales de resistencia pacífica por

parte de los opositores a esta iniciativa local apoyada por las autoridades, y sobre todo

con la presencia destacada de mujeres y niños, unas quinientas personas fueron

detenidas en los disturbios que se produjeron a lo largo y ancho del condado. Entre los

arrestados, se encontraban algunos protagonistas pertenecientes al movimiento en favor

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de la justicia ambiental, que aprovechando la circunstancia y sus características, lo

tildaron expresamente como un acto de “racismo ambiental” (Bullard: 1993, 323 ss.);

según explica V. Bellver, fue “la primera demostración del emergente movimiento por

la justicia ambiental” (Bellver: 1996, 331).

Puede decirse que hasta principios de los años ochenta del siglo pasado, el movimiento

medioambiental en general ha estado formado preferentemente por grupos de personas

de alto o medio nivel adquisitivo, esto es, pertenecientes a un estatus socioeconómico

medio-alto, de raza blanca y encabezadas por líderes que tenían un destacado nivel de

estudios. De hecho, las minorías étnicas han sido prácticamente inexistentes dentro de

las principales organizaciones medioambientales dedicadas a cuestiones en torno a la

raza, la etnia, las diferencias de clase social o la pobreza, además de mostrar una falta de

conciencia y resistencia a considerar de forma explícitamente negativa los efectos

desiguales que se derivaban y producían los presupuestos y políticas ambientales

(Bullard; Whight: 1993).

3) Publicación del estudio o “Informe Nacional sobre las características raciales y

socioeconómicas de las comunidades próximas a instalaciones de residuos peligrosos”

(Toxic Waste and Race in the United States. A National Report on the Racial and

Socioeconomical Characteristics of Comunnities with Harzadous Waste Sites),

realizado por la United Church of Christ (UCC) y la Comission for Racial Justice (CRJ)

en 1987. Su difusión fue importante para legitimar pública y políticamente y así dar

fuerza y posibilidades de convicción al cúmulo de protestas anteriores. De hecho, el

promotor de dicho trabajo fue el reverendo afroamericano Benjamin F. Chavis, quien

acuñó el término “racismo ambiental” unos años más tarde, y que además fue una de las

personas arrestadas en los sucesos del condado de Warren; por entonces también era el

director ejecutivo de la Comisión de Justicia Racial (CRJ) de la United Church of

Christ (UCC) mencionada. Este activista, junto a sus compañeros de cruzada y con un

discurso bastante incendiario, fue todo un estímulo para crear amplias alianzas de

carácter nacional frente al perfil local que hasta ese preciso momento había tenido el

movimiento. Este informe citado ha sido muy criticado desde diferentes puntos de vista,

pero sobre todo por su acusado énfasis racialista (Bowen, W., 2002). En palabras de

Bellver, “el estudio indicaba que la población de color sufría un riesgo

desproporcionado porque tanto las instalaciones de tratamiento de residuos como los

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vertederos incontrolados se ubicaban en territorios habitados por minorías raciales:

afroamericanos, latinos, asiáticos y nativos americanos”. Y citando de paso a G. Di

Chiro: “aunque la gente que vivía junto a las instalaciones de residuos conocía desde

hace muchos años los perjuicios de las mismas para su salud y para el medio ambiente,

sólo después de la aparición de este informe se tomó conciencia en el ámbito político

del racismo ambiental que ello suponía”. (Bellver: 1996, 331-332).

Tres o cuatro hitos destacados más, se pueden considerar básicos o fundamentales en la

evolución de este movimiento disperso, pues acaban de perfilar el sentido de todo una

corriente de pensamiento heterogénea pero consistente pues presenta unos fundamentos

elementales comunes siempre hecha a golpes de acontecimientos o coyunturas

adecuadas en defensa y reclamo de una pretendida “justicia ambiental” como término o

slogan usado a modo de etiqueta convencional al uso. Las tensiones y relaciones en

ocasiones conflictivas entre el (los) movimiento(s) ecologista(s) y el (los) de justicia

ambiental, que se hizo más evidente cuando en enero de 1990, The Gulf Coast Tenant

Leadership Development Project envió una carta al llamado “Grupo de los 10 (formado

por los principales grupos ecologistas de los EEUU que trabajaban de forma conjunta

para enfrentar las políticas impulsadas por la administración Reagan (desarrolladas entre

1981 y 1989). La carta mencionada denunciaba que los principales grupos ecologistas

del país ignoraban o mantenían una postura ambivalente e incluso cómplice en los

peores casos, en la explotación ambiental así como en otros temas cercanos en torno a la

discriminación racial. Esta carta fue inmediatamente seguida por una segunda carta

similar, emitida por el Southwest Organizing Project y apoyada por otros 103 activistas,

dirigida a los mismos actores. Estas cartas tuvieron un impacto considerable en las

organizaciones receptoras y fueron un choque significativo para los grupos

tradicionales. Desde una perspectiva temporal, se puede observar que dichas

correspondencias les llevaron a iniciar un proceso de reflexión que en determinados

momentos los transformó de forma significativa y les permitió abrirse hacia áreas de

trabajo específicas dentro de un marco general de justicia ambiental, estableciendo a su

vez sistemas de selección de personal que favorecían la entrada de personas

pertenecientes a grupos de minorías étnicas para lograr establecer nuevas estrategias de

trabajo conjuntas (Sandler, Piezzullo, P., 2007; Ortega Cerdá, 2011: 4-5).

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Siguiendo el hilo argumental, más o menos cronológico, a través del que venimos

procediendo, son acontecimientos o sucesos coyunturales a tener en cuenta:

4) La aparición del libro Dumping in Dixie: Race, Class and the Environmental Quality,

escrito y publicado por R. Bullard, en 1990, que contribuyó de forma significativa a

difundir y asentar el movimiento; quizás a éste le faltaba una base teórica algo férrea y

sólida. La publicación del libro citado supuso cierta abertura hacia la claridad

conceptual de una “justicia ambiental” que era necesaria para rellenar el vacío

académico que estaba produciéndose bajo la propensión hacia las proclamas de tono

político en ocasiones un tanto exacerbadas como las que pronunciaba el citado

reverendo B.F. Chavis de la Comisión de Justicia Racial (CRJ) de la United Church of

Christ (UCC). Sus libros pueden ser considerados como una erudición dentro de esta

pléyade de autores absorbidos por ese encanto extraño entre el enturbio y el terror que

transmitía la idea de una “justicia ambiental” para acabar con una amenaza presente. Y

sobre todo con sus efectos nocivos. El asentamiento intelectual de una corriente de

pensamiento surgida desde la experiencia vivida desde una sucesión de catástrofes

ambientales vistas hasta entonces como ocasionales por la mayor parte de la población

pero creadas por y desde el sistema económico y social del capitalismo obtuso, que por

cierto era presentado como el “mal de los males”, dio rienda suelta a la imaginación de

teóricos y académicos comprometidos con la causa ambiental.

5) La primera reunión, anual y nacional, de los diversos grupos de justicia ambiental

que habían funcionado hasta el momento de forma separada, aunque no aislada. En

1991 tuvo lugar el primer encuentro nacional -llamada también Primera cumbre de

líderes- de movimientos ambientales de la gente de color de los EE.UU. de

Norteamérica (First National People of Color Environmental Leadership Summit),

celebrado en Washington DC entre el 24 y el 27 de octubre de 1991, con la asistencia de

alrededor de 600 activistas de todos los estados del país y con presencia de algunos

líderes de movimientos extranjeros, especialmente provenientes de estados

latinoamericanos. Los resultados de las discusiones se plasmaron en una Declaración

que recogía unos Principios de Justicia Ambiental que han servido para establecer y en

parte definir los elementos básicos del supuesto movimiento, que se pretende más o

menos unificado. Aparte de incidir en el sentido que tenía una relación de

“interdependencia” entre las personas y las comunidades con la naturaleza, esta

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Declaración, que contiene diecisiete principios, ya establece unos fundamentos básicos

de lo que se dio a conocer y entender por “justicia ambiental” bajo los auspicios de una

participación política más activa y comprometida para así demostrar que era posible una

intervención múltiple respecto a temas y etnias diferentes frente a algunas ideas y

conceptos básicos que anteriormente no se habían puesto en duda (Bullard, R., 1998:

20).

Desde su Preámbulo, en dicha Declaración se aboga por un movimiento que se define y

caracteriza de forma etérea e incluso mística por una “independencia espiritual, unida a

la santidad de nuestra madre tierra”, para a continuación llamar la atención, denunciar

y así “asegurar nuestra libertad política, económica y cultural, que nos ha sido negada

por más de 500 años de colonización y opresión, resultando en el envenenamiento de

nuestras comunidades y tierras y en el genocidio de nuestra gente”. Resulta algo

curioso, por cierto, pero no tanto significativo hoy en día sino que sólo obedece a una

razón histórica evidente aunque no extensible más allá de esa perspectiva limitada y por

tanto superada, que el Preámbulo de esta Declaración comience con una proclamación

reductiva y retórica en alusión a “nosotros, la gente de color…” y, de forma

subsiguiente, en manifiesta opinión en contra hacia la “destrucción de nuestras tierras y

comunidades”, una referencia un tanto simbólica y ritualista a la “independencia

espiritual con lo sagrado de nuestra Madre Tierra” u otras afirmaciones de este cariz, y

sobre todo para incidir sobre la “liberación política, económica y cultural” negada

durante “más de quinientos años de opresión, resultando en el envenenamiento de

nuestras comunidades y tierras y el genocidio de nuestro pueblo”, como si se tratara de

una identidad parcial más o menos uniforme y algo excluyente de otras situaciones

posibles también discriminatorias y abusivas no contempladas de forma específica. Pero

tan sólo es una proclama política con visos solemnes, una denuncia manifiesta de una

situación con pretensiones de universalidad en su forma y en su fondo. De hecho, en el

posterior articulado de la Declaración, se proclaman formalmente los “principios de la

justicia ambiental” contenidos en la misma, entre los que se cita como hito fundamental

a significar el “carácter sagrado” de la Tierra, la “interdependencia” de todas las

especies sin mayor especificación o la obviedad de afirmar un “derecho de no sufrir la

destrucción ecológica” (art. 1), así como otros tópicos o presuntos derechos al uso, fruto

de la proclama ecologista, tan manidos como el “respeto y la justicia para todos los

pueblos, libre de cualquier forma de discriminación o prejuicio” (art. 2), el “uso étnico,

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equilibrado y responsable de la tierra y los recursos renovables” (art. 3), la protección

frente a “pruebas nucleares y la extracción, producción y depósito de deshechos tóxicos

y venenos peligrosos que amenazan el derecho fundamental (sic.) al aire, tierra, tierra,

agua y alimentos limpios” (art. 4), o incluso por medio el derecho fundamental, más

notorio, sin duda, a la “autodeterminación política, económica, cultual y ambiental de

todas la personas” (art. 5), así como el “derecho a participar como socios equitativos

en todos los niveles del proceso de toma de decisiones” (art. 7) o la protección a un

“ambiente saludable y seguro” de los trabajadores (art. 8), la compensación y

reparación de daños y cuidados médicos hacia las víctimas (art. 9), el deseo y la

necesidad de nuevas políticas urbanas y rurales con limpieza y reconstrucción de

entornos (art. 12), u otros añadidos no ordenados ni sistematizados en el articulado

hacia el respeto a la ejecución estricta del principio del consentimiento informado, el

inmediato abandono de pruebas en procedimientos reproductivos médicos y en las

vacunas para la “gente de color” (art. 13), o frente a la actividad ilícita de corporaciones

multinacionales (art. 14), las ocupaciones militares (art. 15) o el llamamiento a la

“educación de generaciones presentes y futuras” (art. 16), la reivindicación del

consumo y los residuos mínimos (art. 17), así como una última apelación programática

a tomar decisiones personales para “reorganizar nuestras prioridades de nuestro estilo

de vida para asegurar la salud del mundo natural para las generaciones presentes y

futuras” (art. 17). Este cúmulo de buenas intenciones, presentado a modo de denuncia

más o menos testimonial y a veces con una intención compulsiva directa a través de la

proclamación de derechos y deberes más o menos formalizados y concretados, es una

forma común de articulación de disposiciones reivindicativas no acabadas de

(re)formular en toda su plasmación jurídica. No obstante, no se le puede negar su

indudable valor social, político, incluso jurídico, aunque sea de forma incipiente, sin

duda a desarrollar con posterioridad para así intentar que se pueda conformar un

concepto de “justicia ambiental” mucho más elaborado y siempre en progresión.

6) La creciente actividad por parte de un lobby político, en activo durante las dos

últimas décadas del siglo XX, que logró incorporar a las políticas públicas el discurso

teórico sobre la justicia ambiental e hizo posible el desarrollo y la evolución de

organismos oficiales encargados de políticas ambientales. La conferencia “Race and the

Incidence of Environmental Hazard”, liderada por teóricos activistas como los citados

Bunyan Bryant y Paul Mohai (Universidad de Michigan), marcaron las líneas generales

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de la EPA (Environmental Protection Agency; Agencia de Protección Ambiental) que

afrontaba esta problemática en continua progresión y aceleración. La EPA había creado

en julio de 1991 un “Grupo de trabajo sobre equidad ambiental” encargado de evaluar

las evidencias e identificar los factores conflictivos y así establecer las guías de

actuación de la propia Agencia, es decir, el objetivo primordial era estudiar la

aceptación de que tanto las minorías raciales como la población de bajos ingresos

soportan mayores riesgos ambientales que la población en general; tras esto, en junio de

1992 se publicó el informe “Environmental Equality: Reducing Risk for all

Communities” que confirmó el supuesto y estableció diez recomendaciones para

afrontar el tema: una de ellas fue la creación de una oficina gubernamental para llevar a

cabo planes y políticas en esta materia; así pues y como resultado de este estudio, en el

mes de noviembre de ese mismo año, la EPA anunció la creación de la que pasó a

llamarse más tarde Oficina de Justicia Ambiental encargada de gestionar y coordinar las

acciones a proponer. Al año siguiente, en concreto en noviembre de 1993, se anunció la

creación del Consejo Nacional Asesor de Justicia Ambiental, organismo creado con la

intención de asesorar y recomendar acciones para resolver o solucionar problemas

medioambientales. Esta planificación estructural y organizativa en la sucesión continua

de creación de organismos públicos, fomentó la institucionalización de un movimiento

cada vez más consolidado. El movimiento había dejado de existir como tal para pasar a

ser un ente reconocido y tomado en consideración por todos.

7) El 11 de febrero de 1994, el presidente de los EE.UU. de Norteamérica Bill Clinton,

firmó la Orden 12898: “Acciones federales para lograr la justicia ambiental en las

poblaciones minoritarias y de baja renta”, que trataba de eliminar toda situación injusta

tanto en las leyes o normas menores o sectoriales como en los reglamentos u otras

disposiciones federales; así acababa por incorporarse, por primera vez y de forma

oficial, la “justicia ambiental” a una administración pública en los EE.UU. de

Norteamérica. Esta Orden supuso un gran avance para la administración estadounidense

en el tema ambiental en general, en ese proceso tan arduo, complicado y difícil, se diría

que hasta inacabable e interminable por propia definición que por otra parte exige una

continua reflexión de sus postulados y fundamentos teóricos desde una análisis político,

económico y jurídico al menos, pero que siempre debe ser sometido a un tratamiento

metodológico más o menos adecuado previo a su estudio más concienzudo,

pormenorizado y posterior debate analítico y por supuesto crítico. Dicha Orden

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estableció estrategias con el objetivo de lograr una “justicia ambiental” a través de la

aplicación de unas acciones concretas específicamente dirigidas a grupos minoritarios y

poblaciones con bajos ingresos económicos, entre las que se encontraban: 1º) identificar

los efectos negativos y desproporcionados en cuestiones que afectan al medio ambiente

en sus programas, políticas públicas y actividades variadas; 2º) promocionar la

aplicación de normas, estatutos y estándares ambientales; 3º) asegurar una mayor

participación pública; 4º) mejorar la investigación y la información pública; 5º)

identificar modelos diferenciados de consumo de recursos naturales. Así se trató de

aplicar la norma a los grupos vulnerables, con independencia de su origen racial, lo que

supuso sin duda un paso adelante en la consideración del problema medioambiental en

general.

En este sentido, una de los principales debates planteados respecto al avance que supuso

la citada Orden fue respecto a su nivel de compromiso medioambiental en relación a la

reducción global de la contaminación atmosférica, ya que ésta permite holgadamente

que la industria continúe generando el mismo nivel de residuos tóxicos, siempre y

cuando esta contaminación se encuentre distribuida de forma equitativa entre los

diversos sectores de la sociedad, reasignando así los impactos medioambientales

negativos en lugar de eliminarlos por completo: la Orden Ejecutiva 12898, ratificada

por el Presidente Clinton, permite la producción de residuos tóxicos, eso sí, siempre y

cuando no se haga de forma desproporcionada, lo que no soluciona la situación de

fondo ni siquiera promueve la prevención y la reducción de la contaminación industrial

(Holifield, 2001: 78 ss.; Arriaga; Pardo: 2011, 640).

Por esta razón, entre otras, se puede afirmar, sin lugar a dudas, que a partir de una toma

de conciencia así como del establecimiento de posiciones concretas y extensión de las

políticas proteccionistas medioambientales sobre todo a través del reconocimiento de

derechos en los últimos años del pasado siglo y durante la primera década de nuestro

siglo XXI, se continuó con éxito la ampliación del movimiento de justicia ambiental,

tanto en los propios EE.UU. de Norteamérica como en su prolongación hacia el ámbito

internacional. Numerosas entidades y grupos ecologistas de todo el mundo han

adoptado los principios de justicia ambiental que son el punto fundamental de sus

políticas, discursos y acciones, y se van incorporando poco a poco a leyes y

administraciones de varios países o territorios: Unión Europea, Sudáfrica, prácticamente

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toda América Latina, etc., más muchos otros espacios, habitados o no, con problemas

flagrantes e inmediatos de todo el mundo, que se van incorporando a un debate en alza

sin definir todavía cuáles son sus objetivos, comunes y específicos, en torno a la

protección del medio ambiente, en general y en particular, en relación a cuestiones

como son el aprovechamiento de espacios naturales o la rendición de cuentas por la

utilización de los recursos o la justificación de la explotación continua de los beneficios

obtenidos tras esa degradación medioambiental, sobre todo respecto a aquéllos aspectos

menos cuantificables.

Por ejemplo, en el ámbito europeo, el discurso y el debate abierto sobre la “justicia

ambiental” no llegó hasta los últimos años del siglo XX. De hecho, y en consecuencia,

en Europa en general, quizás con la excepción y el calado que ha tenido en el mundo

anglosajón, no ha habido una incorporación temprana ni precisa del concepto, ni

siquiera proyectado sobre temas concretos, con independencia del perfil más o menos

amplio del que se le haya querido dotar. Las desigualdades debidas a causas y cambios

medioambientales eran en un principio un tema algo exótico, extraño y a todas luces

excepcional fuera del entorno norteamericano, ya que ha habido una escasez notoria

evidente de estudios y trabajos al respecto. El debate en Europa se ha orientado e

incluso se ha centrado sobre los aspectos contenidos en el Convenio de Aarhus sobre el

acceso a la información, la participación del público en la toma de decisiones y el

acceso a la justicia del medio ambiente, suscrito en junio de 1998; todos esos aspectos

tocan de forma básica el ámbito de la justicia procedimental y no tanto el de la justicia

distributiva; es decir, en principio más la forma que el fondo o contenido del problema.

Pero se actúa en progresión. Principalmente en el Reino Unido, junto a Alemania y

Francia y algún que otro país del este europeo, han ido proliferando investigaciones

sobre todo empíricas que han tratado el tema de los riesgos ambientales en toda su

extensión y han advertido de los elementos en conflicto que se han de analizar de

manera cada vez más rigurosa, contribuyendo así a la transformación del discurso actual

sobre la justicia ambiental sobre todo respecto a cuestiones de salud y calidad de vida, o

sea, incorporando otros aspectos de justicia social colindantes, hoy completamente

asumidos, pero con anterioridad situados al margen o al límite de tales estudios.

Por lo tanto y hasta el momento, los cambios introducidos son bastante limitados y no

han conseguido alterar los elementos centrales y básicos de los sistemas sociales y

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económicos institucionales imperantes. “Justicia ambiental” es hoy todavía un concepto

político no establecido ni perfilado por completo -es posible que no pueda hacerse- ni

admitido plenamente de manera uniforme. Quizás como consecuencia de esos

advertidos problemas básicos y del breve análisis histórico realizado en torno a su

conceptualización, así como por otros detalles no siempre insignificantes aunque bien lo

parezcan -algunos de ellos también han sido comentados en este preciso lugar-, no

acaba de plasmarse en la práctica con toda su intensidad su evidente carácter

reivindicativo y crítico, pues siguen manejándose otras categorías, conceptos,

expresiones y términos afines no siempre identificables con esa “justicia ambiental” tan

proclamada por muchos como difusa en su contenido y determinación.

Para no especular en demasía sobre la fecha de inicio o comienzo del “movimiento de

justicia ambiental” ni extenderse sobre sus las posibles etapas o coyunturas sucedidas en

su desarrollo, o insistir en la poca claridad terminológica y conceptual de la expresión,

resulta mucho más interesante señalar y destacar que sin duda se trata de una demanda

atemporal, como su propio nombre indica, ciertamente “inconmensurable” en cuanto a

que, como tal postura reivindicativa, no es susceptible de cuantificación posible

(Martínez Alier, 2011; 2015) y por tanto resulta potencialmente recurrente por parte de

los colectivos afectados por el consabido deterioro y daño medioambiental en toda su

extensión. En cambio, su reconocimiento a escala mundial no es óbice para que sean

señaladas ciertos interrogantes, dudas y críticas hacia este movimiento, entre las cuales

cabe destacar un planteamiento congénito y algo maniqueo de la cuestión

medioambiental que acaba por establecer una división casi sistemática entre los que son

víctimas y aquéllos otros culpables medioambientales, o sea, entre los causantes y los

sufridores del deterioro ambiental per se, sin término medio o mediación posible entre

los mismos. Así se produce la instrumentalización que suele agravar una tendencia

divisoria forzada entre los que son “buenos” y “malos” hacia el medio ambiente, que ni

mucho menos ofrece razones para llegar a un acercamiento tras un debate en el que se

muestren razones más o menos convincentes para poder aclarar la cuestión básica a

discutir. Los errores metodológicos agravan el esclarecimiento de argumentos

aclaratorios. Por ejemplo, C. Boerner y T. Lambert, en un trabajo de 1995, han

identificado como grandes errores metodológicos: 1º) la definición o concreción del

término “grupo”, tanto mayoritario como minoritario, sobre todo en el ámbito étnico, en

este tipo de estudios, fijándose sólo en aspectos cuantitativos; o en esa misma línea y al

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contrario, 2º) no considerar el factor cuántico relativo a la densidad de población

directamente afectada por los problemas de contaminación atmosférica; o incluso 3º) el

olvido, o más bien descuido, de no acometer los riesgos reales que existen en las

proximidades de instalaciones contaminantes y por tanto peligrosas sin dar una

información fiable al respecto (Agyeman, 2007: 172; Arriaga, Pardo: 641-642).

El movimiento ambiental contemporáneo ha concebido un programa y una agenda

general basada en gran parte en el interés personal manifestado a través del sentido

colectivo y con un afán solidario, marcado por cuestiones ecológicas un tanto obvias y

esencialmente simbólicas, sin dotarse de mayor arraigo, instrumentos y argumentos para

persuadir y convencer al incrédulo o simplemente al dubitativo, por no decir al

desconfiado. La justificación de un movimiento con este sentido de proclama

reivindicativa, cobra vida e importancia en cada momento más o menos idóneo,

explosivo, proclive a mostrar las desgracias ambientales en toda su intensidad, y así

suele estar encaminado a mostrar o describir el compromiso adquirido con su denuncia

explícita que tiene el apoyo incondicionado de alertar sobre lo que puede suceder sin

necesidad de recurrir a la memoria inminente, esto es, sin determinar una fecha exacta

que sirva de motivo de expiación de culpas para algunos, o en cambio, de ocasión

redentora y hasta purificadora para otros posiblemente tan “bienintencionados” como

sus semejantes anteriores, aunque sobre ellos puedan recaer las culpas por no actuar a

tiempo, o tan siquiera ni intentarlo, cuando incluso la “celebración” de una “onomástica

maldita” supone casi siempre el recuerdo de alguna que otra lamentable catástrofe

ambiental para así acabar por consagrar el convencimiento momentáneo de que se tiene

la razón absoluta, mostrada a través del recurso a unos argumentos más o menos

sesudos, o por contra más o menos emocionales, según sea el estado de ánimo o los

intereses personales de cada cual.

2.- APROXIMACIÓN A LAS PRINCIPALES APORTACIONES DE LA

TEORÍA DE LA JUSTICIA DE J. RAWLS: UN PUNTO DE PARTIDA PARA

LA REFORMULACIÓN DE LA TEORÍA DE LA JUSTICIA GLOBAL Y LA

JUSTICIA AMBIENTAL (Mario Ruiz, Ángeles Galiana, Víctor Merino)

Para poder efectuar una adecuada reflexión sobre las alternativas al modelo de justicia

en un contexto de delimitación del concepto de justicia global es necesario partir de una

de las obras más representativas sobre la teoría de la justicia, la de J. Rawls (1971), pues

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constituye el pilar básico de la teoría liberal de la justicia, y a partir de aquí y de su

crítica la formulación que de la misma se efectúa, entre otros, por M. Nussbaum y A.

Sen; así como de la relación entre derechos humanos y medio ambiente, para sentar las

bases que articulen la noción de justicia ambiental en un contexto de gobernanza global,

determinando una expansión de los derechos más allá de los derechos individuales y

acentuando la importancia de la movilización política y social (De Sousa Santos).

Resulta muy complicado exponer el contenido de la propuesta y reformulación de la

teoría de la justicia de J. Rawls, en unas pocas páginas, pero resulta necesario para

poder desarrollar la reformulación de la misma que se quiere desarrollar en este

informe. De este modo la finalidad es limitarse a exponer de forma simplificada en

primer lugar el núcleo más básico de la teoría de la justicia del liberalismo político del

autor como base para el análisis de las aportaciones de M. Nussbaum y de A. Sen.

En su A Theory of Justice, J. Rawls (1971) considera que el objeto primario de la

justicia es la estructura básica de la sociedad, y para ello comienza describiendo el papel

que tiene la misma en la cooperación social, para a continuación presentar la idea

principal de la justicia como imparcialidad, una teoría de la justicia que como el mismo

Rawls afirma “generaliza y lleva a un nivel más alto de abstracción que la concepción

tradicional del contrato social” (Rawls 1979: 19), donde el pacto de la sociedad es

reemplazado por una situación inicial que incorpora ciertas restricciones de

procedimiento basadas en razonamientos diseñados para conducir a un acuerdo original

acerca de los principios de la justicia. Rawls señala que, en la sociedad, considerada

como una asociación de personas que reconocen ciertas reglas de conducta como

obligatorias en sus relaciones, y que en su mayoría actúan de acuerdo con ellas, estas

reglas especifican un sistema de cooperación diseñado para promover el bien de

aquéllos que toman parte en él, ya que la sociedad se caracteriza tanto por la identidad

de intereses como por el conflicto de intereses de sus miembros. Los conflictos de

intereses se dan porque las personas no son indiferentes respecto a cómo han de

distribuirse los mayores beneficios producidos por su colaboración o cooperación en la

sociedad. Se requiere entonces, según Rawls, un conjunto de principios para escoger la

distribución de ventajas y las participaciones distributivas correctas. Estos principios

son los principios de la justicia social, que proporcionan un modo para asignar derechos

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y deberes en las instituciones básicas de la sociedad y definen la distribución apropiada

de los beneficios y las cargas de la cooperación social (Rawls 1979: 20-21).

La concepción de la justicia de Rawls lleva, como el propio autor indica, aun nivel más

elevado de abstracción que la teoría del contrato social de Locke, Rousseau y Kant, pues

no piensa en el contrato original como aquel que es necesario para ingresar en una

sociedad particular o para establecer una forma particular de gobierno, sino que los

principios de la justicia para la estructura básica de la sociedad son el objeto del acuerdo

original. Son los principios que las personas libres y racionales interesadas en promover

sus propios intereses aceptarían en una posición inicial de igualdad como definitorios de

los términos fundamentales de su asociación y que han de regular todos los acuerdos

posteriores. Es a lo que el autor denomina “justicia como imparcialidad” (Rawls 1979:

28).

En este sentido, Rawls argumenta en torno a un modelo de una situación de elección

justa de estos principios de justicia social partiendo de una “posición original” con su

“velo de ignorancia”, en la cual las partes hipotéticamente escogerían principios de

justicia mutuamente aceptables, bajo ciertas restricciones. Este “velo” tiene por función

ignorar o cegar a las personas sobre todos los hechos sobre sí mismos que pudieran

enturbiar o nublar la noción de justicia que se desarrolle, pues nadie conoce su lugar en

la sociedad, su clase o estatus social, su inteligencia, etc. En este sentido, los principios

de justicia se eligen detrás de este velo de ignorancia, lo cual determina que se

maximice la posición de los menos afortunados socialmente, pues se trata, como se ha

señalado anteriormente, de los principios que personas racionales y libres aceptarían en

una posición original de igualdad de modo que defina los fundamentos de los términos

de su asociación. La posición original determina, pues, la posibilidad de establecer un

procedimiento equitativo (justicia como equidad) mediante el cual se pueden elegir de

forma unánime los principios de justicia, que se escogen en la más plena ignorancia,

para asegurar a nadie posiciones de ventaja o desventajas producto de la fortuna natural

o por las circunstancias sociales que rodean al sujeto. Este procedimiento determina y

garantiza que los acuerdos alcanzados para la elección de los principios de justicia sean

imparciales, y permite que todos los sujetos tengan los mismos derechos de elegir

principios, pues “nadie sabe cuál es su lugar en la sociedad, su posición, clase o status

social; nadie conoce tampoco cuál es su suerte con respecto a la distribución de ventajas

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y capacidades naturales, su inteligencia, su fortaleza, etc. Supondré, incluso, que los

propios miembros del grupo no conocen sus concepciones acerca del bien, ni sus

tendencias psicológicas especiales. Los principios de justicia se escogen tras un velo de

ignorancia… si un hombre sabe que él es rico, puede encontrar racional el proponer que

diversos impuestos sobre medios de bienestar sean declarados injustos; si supiera que

era pobre, es muy probable que propusiera lo contrario. Para presentar las restricciones

deseadas uno se imagina una situación en la que todos estés desprovistos de esta clase

de información” (Rawls 1979: 29-36).

Para elaborar esta concepción de la justicia como imparcialidad Rawls define los

principios que deben ser escogidos en la posición original, y que son dos: el primero

exige igualdad en la repartición de derechos y deberes básicos; mientras que el segundo

mantiene que las desigualdades sociales y económicas sólo son justas si producen

beneficios compensadores para todos y, en particular, para los miembros menos

aventajados de la sociedad (Rawls 1979: 31-32). Dos principios de la justicia que

formula en una primera enunciación de la siguiente manera (Rawls 1979: 82):

Primero: Cada persona ha de tener un derecho igual al esquema más extenso de

libertades básicas iguales que sea compatible con un esquema semejante de libertades

para los demás.

Segundo: Las desigualdades sociales y económicas habrán de ser conformadas de modo

tal que a la vez que: a) se espere razonablemente que sean ventajosas para todos, b) se

vinculen a empleos y cargos asequibles para todos.

Ambos principios se aplican a la estructura básica de la sociedad y rigen la asignación

de derechos y deberes regulando la distribución de las ventajas económicas y sociales.

El primero de ellos se refiere a todo tipo de libertades básicas, y el segundo se aplica a

las desigualdades económicas y sociales, como la distribución del ingreso y la riqueza,

etc. El primer principio es conocido como “principio de la libertad”, y el segundo como

el “principio de la diferencia”, debido a que el autor distingue entre los aspectos del

sistema social que definen y aseguran las libertades básicas iguales y los aspectos que

especifican y establecen desigualdades económicas y sociales (Rawls 1979: 82).

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Las libertades básicas se dan a través de su enumeración, entre las más importantes

están la libertad política y la libertad de expresión, la libertad personal, el derecho a la

propiedad personal y la libertad respecto al arresto y detención arbitrarios. Estas

libertades habrán de ser iguales conforme al primer principio. El segundo principio se

aplica a la distribución del ingreso y la riqueza y al diseño de organizaciones que hagan

uso de las diferencias de autoridad y responsabilidad. Así, considera que mientras que la

distribución del ingreso y de las riquezas no necesita ser igual, tiene no obstante que ser

ventajosa para todos, y al mismo tiempo los puestos de autoridad y responsabilidad

tienen que ser accesibles a todos. El segundo principio considera que se aplica haciendo

asequibles los puestos y disponiendo las desigualdades económicas y sociales de modo

tal que todos se beneficien. También indica el autor que se da prioridad al primer

principio sobre el segundo, dado que las violaciones a las libertades básicas iguales

protegidas por el primer principio no pueden ser justificadas ni compensadas mediante

mayores ventajas sociales y económicas (Rawls 1979: 82-83).

Formulados estos principios, Rawls llega a una concepción de la justicia que expresa de

la siguiente manera: “Todos los valores sociales –libertad y oportunidad, ingreso y

riqueza, así como las bases sociales y el respeto a sí mismo- habrán de ser distribuidos

igualitariamente a menos que una distribución desigual de alguno o de todos estos

valores redunde en una ventaja para todos”, consistiendo la injusticia en las

desigualdades que no benefician a todos (Rawls 1979: 84).

De esta manera Rawls, mediante la conjunción de elementos de justicia como

imparcialidad (la posición original, el velo de ignorancia y los principios para asignar

derechos y deberes), más la correcta distribución de ventajas sociales (a través de la

formulación de la justicia como equidad), fortalece las bases del paradigma

distributivo. A través de él, se ocupa de los procedimientos para lograr una asignación

justa de las ventajas y desventajas de los bienes sociales, políticos y económicos. Esta

teoría, como se ha indicado más arriba, y en síntesis, define la igualdad respecto de las

libertades fundamentales como un elemento indispensable de la justicia y resalta la

necesidad de la diferencia, en cuanto justifica la no equidad en la distribución en

beneficio de los menos favorecidos.

Por lo tanto, y a modo de síntesis, para Rawls, la justicia es el estándar sobre el cual los

aspectos distributivos de la estructura básica de la sociedad deben ser evaluados (tal y

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como indican, entre otros, Schlosberg 2007: 12 y Gargarella 1999: 35), pues presupone

que los sujetos se encuentran motivados para obtener cierto tipo particular de bienes

("bienes primarios”), que serían aquellos bienes básicos indispensables para satisfacer

cualquier plan de vida (Gargarella 1999:37). Se trata, pues, de una teoría de la justicia

basada casi absolutamente en el concepto de “equidad” en la distribución de los bienes.

Desde esa posición, Rawls argumenta que los individuos determinarían la existencia de

dos principios básicos de justicia: todos tienen los mismos derechos políticos (libertades

básicas); y la distribución de la inequidad social y económica debe beneficiar o ser

ventajosa para todos, aunque cabe señalar que con posterioridad Rawls agrega a su

teoría otros elementos (como, por ejemplo, el llamado savings principle). El segundo

principio parte de la base de que las mayores ventajas de los más beneficiados por la

lotería natural son justificables sólo si ellas forman parte de un esquema que mejora las

expectativas de los miembros menos aventajados de la sociedad (Gargarella 1999: 39)

Por lo tanto, la noción de Rawls de "justicia" como "equidad" implica entender a la

justicia como las reglas que deben aplicarse a la distribución justa de los bienes sociales,

económicos y políticos (Schlosberg 2007: 13). La importancia de la teoría liberal de la

justicia es que en el concepto de equidad o distribución justa lo relevante son las

"reglas" de la distribución.

Es en este sentido que se puede afirmar que la teoría de Rawls no parece ser adecuada o

suficiente para explicar el elemento distributivo de justicia ambiental, en la medida que

solamente apunta a un aspecto procedimental o formal de distribución, y no al

contenido de la misma. La distribución equitativa de las cargas y beneficios

ambientales, en cambio, parte de la base de que dicha distribución es "buena" para la

sociedad, cuestión que escapa a la teoría de Rawls de justicia. La redistribución de los

bienes sociales y primarios propuestos por Rawls, en función de los desaventajados, es

insuficiente en nuestra sociedad actual si previamente no se rompe con las estructuras

que crean la desigualdad y la pobreza.

Críticas a esta concepción encontramos varias, quizás simplemente indicar aquí que,

como señala Lopera, la sociedad justa y bien ordenada busca mantener su base material,

pero ello no significa que no pueda prescindir del crecimiento económico de la misma

(Lopera 1999: 94). Al no identificar la justicia con la cantidad de bienes disponibles,

sino más bien con la idoneidad del procedimiento distributivo, éste último se convierte

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en el eje de la discusión alrededor de las fórmulas más adecuadas para la justicia como

distribución regida por el valor de la equidad. Según indica I. Young, el paradigma

distributivo “define la justicia social como la distribución moralmente correcta de

beneficios y cargas sociales entre los miembros de la sociedad. Los más importantes de

esos beneficios son la riqueza, el ingreso y otros recursos materiales (…) y bienes

sociales no materiales tales como derechos, oportunidades, poder y autoestima. Su

tendencia es a concebir la justicia social y la distribución como conceptos coextensivos”

(Young 2000: 33-34).

Entre las críticas que se mencionaban a esta concepción prioritariamente distributiva de

la justicia de Rawls, entre otros autores, cabe destacar la posición de Iris Young y por

Nancy Fraser, quienes postulan por la necesidad de examinar el origen de la mala

distribución en la sociedad, lo que no puede realizarse a través de una posición original

imaginaria, sino que debe basarse en la realidad, donde el elemento central debe ser el

“reconocimiento”, pues la principal causa de no equidad en la distribución es la

ausencia de reconocimiento social y político de ciertas personas y comunidades

(Schlosberg 2007: 13-14). Para otra parte de la doctrina es necesario integrar en la teoría

de la justicia la participación, el derecho a la participación y el acceso a la información,

como base para lograr una mejor distribución y un mayor reconocimiento a través de las

estructures institucionales (Schlosberg 2007: 25-28).

Por su parte, y en lo que vamos a continuación a examinar, parte de la doctrina como

por ejemplo M. Nussbaum o A.K. Sen, abogan por una teoría de la justicia que va más

allá del enfoque distributivo y que debe evaluar si una distribución es justa

considerando cómo ésta afecta las "capacidades", el bienestar, la posibilidad de una

persona de realizarse en la sociedad. Por lo tanto, la justicia no es sobre "cuánto" se

tiene, sino que sobre "si" se tiene aquello que es necesario para llevar una vida

conforme a las propias elecciones (Schlosberg 2007: 29-34).

Dentro del sistema político y económico occidental, la justicia se encuentra

directamente asociada con la distribución. Autores que representan este paradigma

como Rawls han entrado en consideración de aspectos adicionales al elemento

distributivo, dándoles la categoría de condición previa o supuesto lógico, pero no de

objeto de estudio de la justicia como tal, esto significa que cuestiones como el

reconocimiento o el respeto se presuponen la distribución. Y de ahí que se plantee la

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necesidad de reformular esta teoría a partir de las aportaciones de autores como M.

Nussbaum o A.K. Sen.

3. MARTHA NUSSBAUM Y LA TEORÍA DE LAS CAPACIDADES

Como se ha indicado anteriormente, las tesis de Rawls, y en concreto su teoría de la

justicia, ha sido revisada por Martha Nussbaum, quien propone junto a Sen la

denominada “teoría de las capacidades” y a la que nos referiremos a continuación.

Nussbaum parte de la teoría de Rawls para construir esta última, aunque matiza algunos

de sus aspectos más relevantes.

Nussbaum presenta su teoría o enfoque de las capacidades, como ella misma la

denomina, en la obra Las mujeres y el desarrollo humano. El enfoque de las

capacidades, que amplía con detalle y en relación con aspectos que considera esenciales

en dicha tesis en una obra posterior Las fronteras de la justicia. Consideraciones sobre

la exclusión.

De modo general, y desde un comienzo, debe advertirse que Nussbaum no se refiere a la

justicia ambiental, ni menciona la sostenibilidad como uno de los aspectos esenciales de

su teoría, aunque sí podemos extraer algunas ideas que permiten valorar el encaje de la

protección de los recursos naturales en él. Es por ello, que se aludirá en todo caso a los

aspectos que podrían ser tenidos en cuenta para evaluar una noción de la justicia

ambiental que tenga en cuenta este enfoque. En concreto, en relación con las

posibilidades de implementar este enfoque en un nivel internacional y las propuestas de

Rawls acerca de una teoría de la justicia global que sería aplicable a las cuestiones

medioambientales en su segunda obra.

Puede comenzarse señalando que su posicionamiento pretende corregir las carencias de

las nociones de desarrollo humano que excluían de hecho buena parte de situaciones o

experiencias de determinados sujetos precisamente porque los indicadores que se incluía

en ellas reducían el ámbito al que se aplicaban. En su primera obra, de hecho, su

enfoque de las capacidades se presenta como un modelo que identifica criterios o

índices que no excluyen a las mujeres, como venía ocurriendo con los modelos de

desarrollo anteriores.

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En relación con los aspectos de las tesis de Rawls que, de algún modo, podían ser

tenidos en cuenta para valorar un posible concepto de justicia ambiental, Nussbaum

alude a sus caracteres y presupuestos, así como la revisión de la propia teoría de la

justicia de Rawls para plantear su teoría. A continuación se detallan las aportaciones de

Nussbaum al respecto, a pesar de no introducir una referencia explícita al medio natural

ni a un concepto plausible y posible de justicia ambiental (Holland 2008).

A grandes rasgos, puede señalarse que la principal diferencia entre ambos autores

estriba en la concepción de Rawls de la naturaleza como bien indivisible y, por lo tanto

no sometido a distribución desigual, por lo que no puede ser pensado en términos

distributivos (Holland 2008). En cambio, el enfoque de las capacidades de Nussbaum

parte de una noción de justicia, según la cual las personas pueden ser y hacer diferentes

cosas; en tanto que la capacidades son poderes para hacer aquello que nos lleve

finalmente a una vida digna. No obstante, es cierto que entre el listado de capacidades

no encontramos ninguna alusión clara al medio ambiente, salvo lo que refiere a la

octava:

En este sentido, las capacidades humanas básicas según Nussbaum son:

1. Vida: Poder llevar una vida digna y de duración normal.

2. Salud física: Poder mantener una buena salud, incluida la salud reproductiva,

alimentaria y alojamiento adecuado.

3. Integridad física: Poder moverse libremente de un lugar a otro y seguridad ante las

agresiones. Oportunidad para la satisfacción sexual y elección reproductivas.

4. Sentidos, imaginación y pensamiento: Poder usar los sentidos, la imaginación, el

pensamiento y el razonamiento, y hacerlo de forma verdaderamente humana, con

información y educación apropiadas. Capacidad y libertad de expresión política,

artística y libertad religiosa.

5. Emociones: Poder mantener relaciones afectivas con personas y objetos distintos de

nosotros mismos. Poder amar, apenarse y experimentar esperanza, gratitud y justa

indignación, sin miedo o ansiedad.

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6. Razón práctica: Poder formar una concepción del bien y reflexionar críticamente

sobre los propios planes de vida.

7. Afiliación:

a) Poder vivir con y para los otros, y participar en diversas formas de interacción

social. Conlleva proteger las formas de afiliación, libertad de expresión y

asociación política.

b) Que se den las bases sociales del autorespeto y la no humillación: ser tratado

como un ser dotado de dignidad e igual valor que los demás. Conlleva

protección contra la discriminación por razón de raza, sexo, orientación sexual,

etnia, casta, religión y origen nacional.

8. Otras especies: Poder vivir una relación próxima y respetuosa con los animales, las

plantas y el mundo natural.

9. Juego: Poder reír, jugar y disfrutar de actividades recreativas.

10. Control sobre el propio entorno:

a) Político: Poder participar de forma efectiva en las elecciones políticas;

participar políticamente y protección de la libertad de expresión y de asociación.

b) Material: Poder disponer de propiedades y ostentar los derechos de propiedad

en un plano de igualdad con los demás; tener derecho a buscar trabajo, no sufrir

persecución y detenciones sin garantías. (Nussbaum 2002: 78 - 80).

Como vemos, el propio listado de capacidades de Nussbaum no incluye referencia

alguna al medio ambiente salvo la capacidad para vivir una relación respetuosa con el

medio natural. No obstante ni en esta primera obra, ni en la segunda (en la que detalla

como los animales no humanos pueden considerarse sujetos en algunos términos), alude

con detalle a la noción del medio ambiente o en concreto a los recursos naturales. Lo

que sí puede interpretarse del mismo es que Nussbaum no entiende el medio ambiente

como un bien primario, como sí hace Rawls (1971: 69-70). Por ello, bienestar y riqueza

no juegan un papel tan relevante, al menos por lo que se refiere a su idea de justicia,

pero en tanto que se trata de un recurso que contribuye a la garantía de las capacidades

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debe ser tenido en cuenta. Especialmente, cuando, como se explica más adelante,

Nussbaum no separa las libertades civiles y políticas de la protección social y

económica que garantizan los derechos sociales.

Por lo que se refiere a la plausibilidad de la concepción de la justicia de Rawls, entre los

problemas que el propio Rawls señala como difícilmente resolubles desde su

concepción, Nussbaum incluye el de “los animales y el resto de la naturaleza”

(Nussbaum 2007: 42). Especialmente, sigue, y de acuerdo con el propio Rawls, cuando

se trata de situaciones en las que su concepción de la justicia como equidad podría no

ser aplicable por no tener respuesta. Y puede que no se tenga respuesta, señala él

mismo, porque se trate de casos para los que efectivamente esta concepción no tenga

respuesta o, y más importante, porque no sea una teoría correcta.

En otras palabras, y como señala Rawls (1971:17 y 514). Ésta podría ser una de las

insuficiencias generales de las teorías contractualistas, porque esta teoría no ofrece

razones suficientes para el trato hacia aquellos seres (en clara alusión a los animales, y

por ende con la naturaleza si llegase a subjetivarse) de los que “carecen de capacidad

para desarrollar un sentido de la justicia” (Nussbaum 2007: 43). Ahora bien, esta crítica

viene referida a un aspecto concreto de la teoría rawlsiana en tanto que los sujetos que

participan del procedimiento de determinación de los principios básicos de justicia

comparten unos rasgos de racionalidad y un sentido de la justicia que, de hecho y a

priori, excluyen otros sujetos. Entre los cuales, Nussbaum señala a los discapacitados y

los animales.

Esta crítica amplía y justifica las razones que la propia Nussbaum utiliza para proponer

su enfoque en su primera obra. La exclusión de las mujeres de la esfera pública y la

persistencia de las situaciones de discriminación por motivos de género contradecía los

discursos de desarrollo humano que por ejemplo atendían a criterios puramente

económicos, o índices de reconocimiento y garantía de los derechos humanos. Además,

y en un sentido más profundo en el que se pretende una teoría de la justicia, y ya no

tanto un discurso, un lenguaje o un discurso, porque promueve una concepción de la

vida buena y digna que respeta las diferencias y tradiciones culturales y sociales, sin que

supongan por ello asumir o mantener desigualdades o beneficios para aquellos que

ostentan el poder. Por ello, afirma Nussbaum, la validez de su enfoque reside en la

posibilidad que cada uno asuma un concepto de vida buena, si se dan una serie de

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condiciones que justamente pasan por las capacidades que ella misma señala (Monereo:

2010).

Ahora bien, cuando este enfoque se utiliza para buscar o consensuar una teoría de la

justicia, asume parte de las tesis de Rawls, por lo que parte de dicha teoría, y la asume

en los dos niveles. Por una parte para entender cómo se podría determinar un sistema

normativo estatal en el que se aplicaría este enfoque, y en un segundo nivel, cuando se

discute su validez en un escenario global en el que cabe tener presentes diferentes

estructuras sociopolítica; por ejemplo, en un plano nacional y en un plano internacional

en el que los estados deban actuar conjuntamente. Bien porque se trate de situaciones en

las que sea insuficiente materialmente que actúe un único Estado, bien porque deban

actuar conjuntamente más de uno. En relación con este segundo caso, Nussbaum piensa

en los conflictos que afectan a recursos naturales, sin embargo, no profundiza en las

peculiaridades de dichos conflictos debidas al carácter natural de los recursos, ni en

otros rasgos a tener en cuenta, sino en el tipo de conflicto que se genera.

En relación con el carácter contractualista de la concepción de la justicia rawlsiana,

cabe señalar que Nussbaum valora el contrato social transnacional - el segundo nivel,

por tanto - que permite determinar los derechos humanos básicos, según unos

determinados principios políticos que serían consensuados por los sujetos que participan

del proceso en la denominada Posición Original de Rawls mediante el velo de la

ignorancia. Según ella, este es un momento en el que cabe someter a valoración o

consideración la plausibilidad de las tesis de Rawls, lo que le servirá a su vez para

proponer su enfoque de las capacidades en un plano internacional. Asimismo, aduce

Nussbaum, sólo así se podrá considerar la efectividad de una teoría que pretende

asegurar unas oportunidades de vida decentes para todos los seres humanos cuando el

contexto actual exige tener en cuenta las intersecciones y relaciones de poder desiguales

que existen en diferentes niveles, por ejemplo en cada país y en las relaciones entre

países.

En resumen, recuerda Nussbaum, los tres puntos que deben señalarse son:

1. El contrato social tiene lugar entre partes que son los más iguales posible en poderes

y recursos en un estado de naturaleza tal que se replica en relación con las relaciones

entre países (Rawls, 1971: 21).

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2. El contrato social se considera un acuerdo que persigue y asegura el beneficio

mutuo, entendido este en términos económicos.

3. Cuando esta idea se traslada al ámbito internacional se entiende que dicho contrato

se firma entre Estados o países y que el acuerdo al que se llega debe obtener una

estructura organizativa e institucional similar al Estado de derecho que se crea en un

plano nacional.

Sin embargo, advierte Nussbaum, Rawls no ha pretendido ni en su Teoría de la Justicia

ni en su Liberalismo Político abordar o tratar cuestiones de justicia global. Por esta

misma razón, cuando se valora su teoría para el análisis de la realidad global o

internacional, debe tenerse en cuenta que su interés ha sido aportar “una concepción

política de la equidad y la justicia que se aplica a los principios, las normas del derecho

y la práctica internacional” (Nussbaum 2007: 232). Incluso cuando Rawls aporta su

teoría para proponer el derecho de gentes, que en resumen pretende justificar un

conjunto de nociones justas para todos, aun cuando sea utópico plantearlo en estos

términos. Y en estos casos, Rawls no aporta una consideración distinta de los recursos

naturales que permita identificar rasgos o contenido de una posible noción de justicia

ambiental.

No puede obviarse el carácter contractualista o el enfoque kantiano que presume que los

principios de justicia que rigen en cada comunidad social son la razón de un

determinado funcionamiento y estructura interna de cada sociedad, que a su vez

determinará los derechos. En este sentido, cuando se traslade a la segunda instancia del

consenso internacional entre estados la Posición Original deben plantearse cuestiones

relativas a los conflictos y los beneficios que pueden surgir en este nivel, presumiendo

igualmente que se desconoce la situación y las circunstancias particulares de cada país,

sin que aquellos en una posición más ventajosa puedan sacar ventaja. Aunque

Nussbaum no señale explícitamente el medio ambiente, ni los recursos naturales, en

estas situaciones es cuando se puede plantear la distinta visión de los mismos que

sostienen Rawls y ella. Es cierto que en dicha posición, ni los sujetos, ni los Estados,

conocen el contexto o espacio en el que van a desarrollar sus proyectos o su camino

hacia la vida buena, pero se trata de un elemento en el que necesariamente se van a

desarrollar las distintas capacidades (Holland: 2010).

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Cuando Rawls se plantea este acuerdo de segundo orden, señala que su resultado se

acercará a los principios que de hecho ya forman parte del ordenamiento jurídico

internacional, sin que se haga ninguna mención ni alusión directa a cómo incidirían

estos principios o el resultado en una distribución de los recursos ambientales. De

hecho, menciona que los tratados deben cumplirse; cada país tiene derecho a la

autodeterminación y a la no intervención; los países tienen derecho a la autodefensa y a

las alianzas defensivas; la guerra justa se limita a la guerra de autodefensa; la conducta

en la guerra está gobernada por las normas tradicionales de la ley de la guerra; el

objetivo de la guerra debe ser siempre una paz justa y duradera (Rawls 1971: 346 -

347). Como puede comprobarse, no se consideran los principios propios del derecho

ambiental ni de protección en este elenco de normas internacionales.

Sin embargo, Nussbaum encuentra dos objeciones en la analogía del consenso de los

miembros de la comunidad política y la búsqueda de los principios de justicia en el

nivel internacional que pueden afectar un posible principio de justicia. Incluso uno de

ellos plantea duda sobre los posibles conflictos que surjan sobre el medio ambiente. En

primer lugar, Nussbaum señala que entre los regímenes políticos que estarían presentes

en la denominada Posición Original, podría haber algunos que no representarían

estrictamente los intereses de sus pueblos, sin que ello plantee para Rawls problemas de

legitimidad. En segundo lugar, y con una alusión directa a los conflictos ambientales,

estos estados no siempre pueden presumirse autosuficientes o con estructuras básicas

internas ajenas a cualquier influencia externa, porque de serlo no serían útiles en un

mundo como el nuestro. Por ejemplo, sigue Nussbaum en relación con los casos en los

que inevitablemente intervienen o se afecta dos o más países, como ocurre con los

conflictos medioambientales (Nussbaum 2007: 237). Con todo, tampoco en estas

referencias explícitas alude Nussbaum a conceptos o nociones cercanas a la justicia

ambiental, pero sí presenta el medio natural o al menos los conflictos que pueden surgir

y que lo afectarían como objeto o ámbito de aplicación de la teoría de la justicia. Lo

cual solo es posible si atiende a los recursos naturales o al medio natural como

conectado con las capacidades, aunque sea por tratarse del escenario en el que éstas se

desarrollan.

En relación con la Posición Original en el plano internacional, en la que deberían

incluirse las cuestiones medioambientales como espacio en el que necesariamente se

van a desarrollar las capacidades (Holland 2010) y en la que podrían fijarse principios

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de justicia que de algún modo tendrían relación con la justicia ambiental, debe

advertirse que la realidad muestra objeciones que llevan a Rawls a sostener una posible

igualdad aproximada inter partes, especialmente si se atiende a la situación económica y

de poder fáctico de unos estados sobre otros. No obstante, como bien señala Nussbaum,

incluso así no se consideraría adecuadamente la realidad, en la que las relaciones de

poder y las consecuentes desigualdades conforman una realidad que exige tener en

cuenta estas dimensiones. Sin embargo, no por ello, sugiere Rawls, debe detenerse una

“utopía realista” que nos permita promover relaciones en una estructura internacional

basada en principios de justicia, que de algún modo se replicarían en el nivel nacional.

Y que llevarían a los principios anteriormente mencionados, que por otra parte tampoco

requieren del cambio en las estructuras internas de los países.

Por consiguiente, y tras una detallada valoración de la propuesta de Rawls, indica

Nussbaum algunos de los problemas que encuentra a este contrato de segundo nivel. En

primer lugar, insiste en algunas de las carencias de la analogía del contrato del primer

nivel en el segundo, no sólo por las cuestiones mencionadas antes sino también por

entender que la propia consideración de los estados nación no es suficiente para atender

parte de los conflictos y las realidades socioeconómicas que generan desigualdades, no

sólo de tipo económico por lo que puede pensarse que también medioambientales o de

afectación de los recursos naturales. De ahí, sigue Nussbaum, que con el modelo de

Rawls no se atienda a la posibilidad de modificar las estructuras básicas internas de cada

Estado, ni tampoco se resuelvan mediante este contrato en el segundo nivel las

desigualdades existentes en cada país. Por este motivo, insiste en alentar modelos de

justicia que tomen el individuo como sujeto central en sus tesis y su teoría de la justicia

también en este estadio, no como hace Rawls. Asimismo, el uso del discurso de los

derechos humanos que realiza Rawls no ofrece un modelo más justo, y tal vez por ello

le impida proponer o valorar normas más justas o que alcancen a más sujetos, señala

Nussbaum (Nussbaum 2011).

En este sentido, y como modelo más cercano a su enfoque de las capacidades,

Nussbaum alude a las tesis de Beitz y Pogge, quienes a su vez utilizan un enfoque

contractualista cercano al modelo rawlsiano pero que tiene en consideración el sujeto

como centro de la teoría de la justicia. Lo que se aleja, cabe insistir, de un modelo de

justicia ambiental, salvo que se piense en planteamientos que entiendan el medio

ambiente y los recursos naturales como el escenario en el que desarrollan sus

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capacidades los seres humanos. De hecho, cuando alude al modelo de Beitz, que es

similar al de Pogge en tanto que ambos consideran que un modelo de justicia basado en

la equidad y válido para todos los seres humanos exige que se aplique la Posición

Original a todo el mundo (Nussbaum 2007: 265), sugiere que provocará un cambio en la

percepción de los recursos naturales y se promoverá “un principio de redistribución

global para gestionar los derechos sobre estos activos”. Es por ello por lo que de las

tesis de Nussbaum se deriva un cambio en la percepción de la idea de justicia global

rawlsiana, de forma tal que permite considerar los recursos naturales como el medio en

el que desarrollar las capacidades y también como un espacio sujeto a redistribución de

acuerdo con su enfoque.

Con anterioridad a la revisión de su teoría en Las fronteras de la justicia, Nussbaum

insiste en la idea de considerar la forma y el contenido de un enfoque como el suyo en

un plano internacional o global, teniendo en cuenta que algunos de los presupuestos del

modelo rawlsiano han sido cuestionados antes, al menos por lo que refiere a sus

carencias para ser análogamente utilizados en este plano. Especialmente, insiste

Nussbaum en recordar, porque en parte su enfoque se orienta a buscar la que ella

denomina una justicia social básica que permite que las capacidades sean efectivamente

protegidas, o que puedan reclamarse, en un contexto institucional o jurídico propio de

los países con un determinado ordenamiento jurídico.

Por este mismo motivo, Nussbaum señala que su enfoque se caracteriza por partir de los

derechos, y no ya de los deberes. Y lo entiende así porque considera que este enfoque y

las capacidades que detalla surgen de la dignidad humana y son resultado de un análisis

que tiene en cuenta la realidad en la que nos situamos. Por ello, la realidad es cambiante

y las circunstancias en las que los sujetos puedan desarrollar sus capacidades también lo

son. Por ello, los deberes que pudieran surgir para con el respeto de las capacidades

dependen de dichas circunstancias y los agentes a los que se asignaría pueden ser varios,

sobre todo de dar por válida una teoría de la justicia global que alcanzaría a todos los

sujetos. Asimismo, los modos de proteger y reclamar la satisfacción de las capacidades

dependen en parte también de los derechos, por lo que se hace más conveniente

justificar el uso de estos que de los deberes (Nussbaum 2007: 278).

Esta misma idea se desprende de un enfoque que ella misma califica como orientado al

resultado (Nussbaum 2011), y no tanto consecuencionalista, especialmente a partir de la

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consideración que su enfoque presume en relación con la reivindicación de los

derechos; al menos porque este enfoque presume que dicha reivindicación presume que

existe una persona como ser humano. Es por ello que los derechos sean reconocidos

como prepolíticos y no como construcciones normativas. Esto justificaría que aquellos

ordenamientos en los que no se reconocen o protegen son susceptibles de considerarse

injustos. Según esto mismo, según este enfoque, concibe el derecho como una “tarea

afirmativa”, en tanto que “el mejor modo de concebir la garantía de estos y otros

derechos es establecer si las capacidades relevantes están presentes. En la medida en

que los derechos sirven para definir la justicia social, no deberíamos reconocer que una

sociedad es justa a menos que se hayan alcanzado efectivamente las capacidades

correspondientes” (Nussbaum 2007: 285).

Con todo, este lenguaje de los derechos, y a diferencia de las tesis de Rawls, el enfoque

de las capacidades no diferencia entre los tipos de derecho y otorga igual relevancia a

los derechos civiles y políticos, que Rawls considera los verdaderos derechos, que a los

derechos económicos y sociales que tienden a garantizar la satisfacción de las

necesidades básicas. En este sentido, según Nussbaum, la interdependencia entre unos y

otros lleva a considerar que no pueden entenderse garantizadas las libertades básicas si

existen privaciones económicas o educativas que impiden que un sujeto desarrolle las

capacidades de acuerdo con estas libertades. Y en entre estas privaciones se ha

identificado en ocasiones los daños o las desigualdades en los recursos naturales, por lo

que vuelve a ser posible identificar los recursos naturales como un bien a proteger

también desde su enfoque. De este modo, los derechos sociales se convierten en “títulos

basados en la justicia para una reclamación urgente” (Nussbaum 2007: 288), que deben

ser protegidos, según todo lo anterior por los Estados-nación y también por la

comunidad internacional.

En resumen, como se ha expuesto con anterioridad, el enfoque de las capacidades de

Nussbaum concibe los recursos naturales de forma diferente a como se entiende en la

teoría de la justicia de Rawls, aunque no se aluda específicamente a él, ni se propugne

un cambio de paradigma como sí se propone en relación con los animales. De este

modo, la naturaleza y los recursos naturales se convierten en un medio necesario para el

adecuado desarrollo de las capacidades básicas humanas, por lo que la teoría de la

justicia de Nussbaum exige de la protección de los recursos naturales y de una

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distribución que no se ciñe a términos económicos, sino como un requisito para una

vida digna de los seres humanos.

4. AMARTYA K. SEN: SU TEORÍA DE LA JUSTICIA FRENTE A LAS

TEORÍAS DE NOZICK, RAWLS Y DWORKIN. POSIBLES

DERIVACIONES E INTERROGANTES RESPECTO AL MEDIO

AMBIENTE

El mundialmente afamado premio Nobel de Economía en 1998, del que esta conocida

fundación sueca dijo en concreto que “ha recuperado el componente ético en la

discusión los problemas económicos vitales”, Amartya Kumar Sen (Santiniketan,

Bolpur, Unión India, 1933), ha contribuido, en diversos ámbitos del conocimiento, a

establecer unas pautas férreas para el desarrollo de la ciencia económica y en concreto

sobre la economía del bienestar.

Las palabras finales con las que cerraba su discurso al ser nombrado doctor honoris

causa por la Universitat de València (España) y que estaban dirigidas a comprender el

sentido de sus múltiples análisis sobre la sociedad actual, eran las siguientes: “los

códigos morales son parte integral del funcionamiento economía moderna ha tendido a

abandonar tacada a los recursos sociales de o doctor honoris causa por la Universitat de

València (España): “los códigos morales son parte integral del funcionamiento

económico y pertenecen de manera destacada a los recursos de una comunidad. La

economía moderna ha tendido a abandonar totalmente estos aspectos de los sistemas

económicos. Hay buenas razones para intentar cambiar ese abandono y reintroducir en

la corriente principal de la ciencia económica ese componente crucial de la actividad de

una economía. Efectivamente queda mucho por hacer (…)”. Su importante contribución

teórica a la noción de la justicia distributiva y a todo lo que la rodea, no puede ser objeto

de discusión alguna. No obstante, su ámbito de interés no se cierne sólo al medio

ambiente, ni mucho menos, más allá de las conexiones -necesarias y evidentes- que

puede tener la justicia distributiva con la ambiental, sin recurrir a una errónea

identificación o semejanza, más allá de lo necesario. Sobre todo, interesa en este lugar

que la propuesta en general de A. Sen versa sobre los derechos humanos, en concreto en

relación con su postura utilitarista y las teorías liberales de la justicia, muy en contacto y

en conexión con las teorías de Robert Nozick, John Rawls y Ronald Dworkin, entre

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otros. El ámbito del liberalismo igualitario y la idea de equidad a través de los bienes

primarios son puntos de referencia inexcusables. El enfoque comparativo de su idea de

justicia resulta lo más interesante para nuestros intereses y pretensiones en este preciso

lugar.

Así y de esta manera, A. Sen se pregunta, como cualquier buen utilitarista con serias

dudas, si la “utilidad” puede mensurar el aumento de la felicidad o la disminución del

dolor, según sea el ángulo desde el cual se observe la realidad y el problema

consecuente, y por tanto si puede suceder algo bueno aunque no sea deseado a primera

instancia; una pregunta intemporal y universal que puede dirigirse desde hacia un

esclavo hasta a un amo en relación con su felicidad y hacia todos los sentidos y

significados de las expresiones en discusión. La paradoja aparece cuando se plantea

nuestra capacidad para medir la felicidad, o por el contrario, el dolor soportable en

cualquiera de sus manifestaciones a partir de la sensibilidad mostrada desde unos

parámetros previamente establecidos y diseñados probablemente al efecto, en cuanto no

hayan sido manipulados o incluso alterados en función de unas necesidades u objetivos

concretos.

Más en particular, para A. Sen el razonamiento utilitarista estaría formado por la unión

de tres axiomas (del conocimiento): a) su “consecuencialismo” (a ultranza y sin

discusión posible), b) el “bienestarismo” (siempre presente en sus ideas teóricas

relevantes), y c) la suma total de las “preferencias”, que simplemente consiste en sumar

las “utilidades”, sin tener en cuenta en principio las desigualdades, en general. El

programa utilitarista o las versiones corrientes éticas utilitaristas han sido demasiado

simples, en especial por ignorar todas las consecuencias distintas de las “utilidades”, eso

sí, observables y medibles, con una mínima desviación posible y sin importar cuáles

podrían ser las otras características y repercusiones por alterar cierto estado de cosas,

determinadas o por determinar con cierta impronta, como por ejemplo el desempeño de

ciertos actos aun cuando sean desagradables o incluso supongan la violación de

libertades ajenas, con lo que entramos en un terreno abrupto y moralmente delicado.

El utilitarismo, en general, suele realizar y buscar un camino o guía iniciática para la

toma de decisiones simplificando quizás en exceso la naturaleza humana, pues no dice

todo lo que cada uno busca para la obtención de un supuesto “bien general”, sino que se

refiere casi en exclusiva a las “consecuencias” de encontrar lo que cada uno busca en

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particular, reduciendo así a una sola cuestión, la satisfacción de la utilidad/felicidad

individual o colectiva. Para Sen, el utilitarismo realiza y procede en progresión a través

de un triple mecanismo: reducción, idealización y abstracción. El primero (el de la

reducción) es el recurso que proviene de considerar todos los intereses, ideales,

aspiraciones y deseos a un mismo nivel cuando todos estos son presentados como

preferencias, con diferentes grados de intensidad o fuerza, para ser atendidos como

iguales. Para el segundo (el mecanismo de la idealización), las decisiones no se basarían

tanto en las preferencias reales de las personas como en sus “perfectly prudent

preferences”. Por último (el recurso a la abstracción), estaría en general en el

utilitarismo si resultara que los dos primero mecanismos citados, reducción e

idealización, han sido enfocados hacia la restricción del contenido de la información

para realizar la elección posterior. En la abstracción, por su parte, se hace referencia a la

localización de la información. Es una posición fuerte en la tradición utilitarista la figura

del “observador ideal”, pero es una ficción en la que “dar información” supone algo

trascendental hacia el mundo en cuestión, puesto que no se está o no se encuentra del

todo en el mundo en realidad. Así, la ficción supera con creces la realidad posible en

esta situación de información ideal planteada.

Tras esta descripción mínima del utilitarismo, por otra parte no original pero sí

significativa y por tanto nada superflua, A. Sen opone dos tipos de objeciones a alterar

sólo por la “utilidad”. En primer lugar, habría que dilucidar, en su propia lógica y

metodología interna, si es la utilidad una buena medida para mesurar el aumento de la

felicidad o la disminución del dolor; y en segundo lugar, puede suceder que algo que es

bueno, no sea deseado por distintas razones, y entonces nos encontramos con

situaciones como en las que la libertad, en un régimen muy opresivo, llega a ser no

deseada por muchos por la costumbre y la opresión misma, o el ejemplo de la felicidad

del esclavo que se ha acostumbrado a su situación y ya no reclama la libertad. La base

de la información, diría Sen, ofrece una severa restricción sobre la información

relevante para tomar decisiones. En este sentido, es muy importante para la medición de

la utilidad la percepción personal de ésta, pero nos encontramos -en el utilitarismo- con

situaciones, de nuevo, que no serían deseables, como por ejemplo el pobre que se

contenta con poco o que es feliz con menos, no por elección sino por estar

acostumbrado a una vida más pesarosa en la que una leve mejoría va a ser muy

valorada. Por último, Sen también critica la insensibilidad del utilitarismo respecto a la

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distribución de bienes y su visión en exclusiva hacia la utilidad total, así como una

cierta incapacidad para ser sensible a la distribución de los recursos disponibles, pues al

buscar la suma total de todos ellos, se ha procedido o se ha dado lugar a la actuación de

la regla “coste-beneficio” aplicable en todo ámbito, cuando hay sectores sociales en los

que no puede ni debe ser aplicable por principios morales o personales.

Si bien puede entenderse que esta propuesta moral fuese en sus inicios históricos un

“avance” incluso notorio -en términos de una propuesta de ética social que buscaba algo

más que el cumplimento de unos principios, aunque conllevase el sufrimiento de

personas-, no puede haber convergencia hoy en día entre utilitarismo y derechos

humanos porque son propuestas basadas en concepciones distintas –incluso diferentes-

que van a discutir en lo fundamental, es decir, en la posibilidad de renunciar a los

derechos humanos -sean en concreto, particular o general- en función de una mayor

utilidad. A. Sen, en esta confusa y problemática cuestión, asume la ventaja de la

información que puede aportar una ética consecuencialista, pero distinguiendo estos dos

tipos de perspectivas dentro del consecuencialismo tradicional, esto es, el utilitarismo

del acto y el utilitarismo de la regla; el utilitarismo de acto es el que se pregunta si cada

acción es la que puede producir más utilidad y el utilitarismo de regla más bien está

encaminado a que finalmente la mayor utilidad se produzca como consecuencia de un

conjunto de actos. Pero finalmente, nuestro autor se cuestiona no sólo el tipo de

utilitarismo que adoptamos, sino toda la información relevante que se está excluyendo

para valorar los diferentes estados o situaciones ante los que hemos de tomar decisiones.

Para A. Sen, por lo tanto, es importante no sólo el estado final en el que se encuentra

una sociedad, sino qué es lo que ha pasado antes en esa sociedad; es éste el que

denomina el aspecto de agencia, ya que no importa sólo que el resultado sea la “mejor

situación posible”, sino que es la posición y la “agencia” del evaluador la que determina

no sólo la acción, sino también el resultado (por supuesto, satisfactorio); es a lo que A.

Sen denomina el efecto comprehensivo, en el que no está sólo incluido el estado final

sino también el proceso -inequívoco y necesario- para llegar hasta ese estado

(pretendidamente ideal bajo unos condicionantes explícitos). En este sentido, y aunque

sin nombrar expresamente el ejemplo, también hace referencia indirecta al relato que

propone Bernard Williams sobre el extranjero al que un capitán cruel le propone salvar

la vida de 20 personas a cambio de matar a una durante una visita a un lugar regido por

un dictador. Pero en este caso hay una concurrencia de causas, no necesariamente sólo

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una, y además la decisión del extranjero será más bien una causa accesoria, pues la

principal, en este supuesto extremo y en otros similares que pueden tomarse a modo de

ejemplo, no es la del extranjero con su decisión tomada y más o menos reflexionada, ya

que no es determinante de la consecuencia final (para Williams, la decisión concurre

con la mala voluntad del capitán, etc.). Con este ejemplo clarificador, llegamos a que no

podemos aislar las consecuencias, como Sen indica, respecto a la posición que se ocupa

respecto del agente, ni tampoco del proceso que lleva a un determinado estado social,

pues al final y si procedemos así, estamos realizando una grave restricción de la base de

la información para tomar decisiones sociales de una forma u otra, pero con

pretensiones de corrección.

Por supuesto que A. Sen se ha formado y ha ejercido su carrera académica con los

grandes pensadores liberales de nuestro tiempo, pues sin ellos no tendrían sentido sus

afirmaciones, y con ellos ha debatido en gran medida y es a partir de y con quienes ha

forjado su idea de la justicia y derechos humanos. Es curioso, sin embargo, que su

enfoque y desarrollo en estos temas, se oriente de forma clara hacia unos principios que

más bien le han alejado de otras posturas más abiertas al mercado como regulador de

una gran parte de la vida social. Sen se muestra, en ocasiones, algo escéptico o

dubitativo al menos respecto a las tesis de la mayoría de autores liberales (entre ellos,

como destacado, podemos citar a R. Dworkin) en dos sentidos. En primer lugar, como

propuesta fundamentalmente institucionalista y trascendental; y en segundo lugar, es

escéptico sobre que el mercado por sí mismo pueda ser un potente generador de la

justicia en términos de capacidades, cuestionando por tanto, esta perspectiva que

plantean y presentan los autores liberales más significativos de los últimos años. En este

sentido, en la introducción del libro: La idea de la Justicia, A. Sen opone dos enfoques

para abordar la teoría de la justicia, el del institucionalismo trascendental en el que sitúa

a Thomas Hobbes, y que continúan Rosseau, Locke y Kant, método al que Sen se opone

y contra el que propone un enfoque comparativo. Con respecto al primer enfoque,

critica primero la búsqueda de la justicia perfecta, y en segundo lugar, la búsqueda de

instituciones justas que olvidan las realizaciones sociales y a las personas concretas.

Desde el enfoque trascendental, el peso estará puesto en encontrar las instituciones que

conformarán a posteriori la sociedad y no directamente en las personas, de manera que

no será necesario preocuparse por éstas. Sin embargo, Sen se inserta en una tradición

que quiere ir buscando criterios para ir optando por opciones “menos injustas” que

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otras. Para Sen resulta que otros teóricos de la Ilustración, como Adam Smith, el

marqués de Condorcet, Jeremy Bentham, Mary Wollstonecraft, Karl Marx o John Stuart

Mill, adoptaron este enfoque comparativo en diferentes versiones. Para nuestro autor,

tal distinción es crucial, pues de la primera deriva el pensamiento dominante hoy en la

filosofía política y en la teoría de la justicia, de la cual, la teoría de la justicia de John

Rawls es el mayor representante en nuestro tiempo. En contraste con toda esta línea de

pensamiento e investigación, Sen busca investigar comparaciones basadas en

realizaciones que se orientan al avance o retroceso de la justicia en primer lugar, y en

concentrarse en las realizaciones reales de las sociedades estudiadas más que en las

instituciones o en las reglas propuestas (Sen, 2010: 33-58).

En este preciso lugar no se trata, de forma estricta, de recoger la discusión de Amartya

Sen con tres de estos autores liberales por representar a diversas corrientes del mismo

pensamiento liberal contemporáneo, porque de hecho también difieren bastante entre

ellos con sus diferentes propuestas al respecto. Se puede seleccionar para el debate la

tensión académica mantenida con Robert Nozick, en concreto sobre sus diferentes

enfoques de las capacidades -humanas, por supuesto- como representante -este último-

de una corriente liberal más extrema con su defensa del Estado “ultramínimo”. A. Sen

se refiere, más bien y frente a éste, a un cierto “integrismo” o “fanatismo” institucional.

Por otra parte, el pensador y buque insignia del liberalismo igualitario, John Rawls,

elabora una consistente teoría de la justicia que Sen se propone superar a través de una

visión aproximativa y no trascendental de esa justicia, de una imparcialidad abierta

frente a la imparcialidad cerrada que marca y diseña J. Rawls y de su enfoque de las

capacidades frente al de los recursos a los bienes primarios

En último lugar, analizaremos, de forma breve, la discusión de A. Sen con Ronald

Dworkin, con el que también entra en debate entre el enfoque de la capacidad con un

complejo mecanismo de seguros de conversión de recursos en capacidades, regulado

finalmente por el mercado como alternativa al propio enfoque de una capacidad

intrínseca a su condición.

Como telón de fondo, apreciamos, por lo tanto, un distanciamiento de un enfoque

liberal de la justicia tradicional, esto es, basado en los recursos y en el mercado como

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únicos intérpretes de los enfoques sobre la justicia por su menor capacidad para evaluar

y dar respuestas a las situaciones que se dan en la realidad.

A.K. Sen colaboró con Nozick y con Rawls en unos cursos sobre teorías de la justicia

en Harvard y valoró sus aportaciones y su capacidad como filósofo del derecho.

Anarquía, Estado y Utopía, de R. Nozick, es la obra fundamental donde este último

desarrolla su teoría de los derechos (entitlements) más otras nociones adyacentes, en

cierto sentido. Nozick postula y considera justificada únicamente la existencia de un

Estado “ultramínimo”. Para Nozick, el estado “ultramínimo” es aquel que sólo tiene

como función la supervisión para que se cumplan las reglas básicas y que nadie obligue

a nadie a hacer lo que no quiere, sobre todo a través del monopolio legítimo del uso de

la violencia. Para Nozick, resulta injustificable cualquier otro modelo de Estado que

vaya más allá de estas funciones básicas y por tanto que no sea un “Estado minúsculo”,

pues no hay razón alguna que pueda justificar la expropiación de derechos, por ejemplo,

especialmente si se habla de todas aquellas facetas o asuntos que tienen una función

redistributiva en la sociedad. De este mismo modo, resulta indispensable este tipo de

Estado básico para garantizar el orden social y así salir del sugerido “estado de

naturaleza” en el que se vence el caos y el consecuente uso privado de la violencia, que

no protege finalmente a los derechos individuales como él cree que es debido.

Por todo ello y por algo más, a lo largo de su obra, A. Sen presenta un cúmulo de

cuestiones discutibles hacia las afirmaciones sostenidas por Nozick y sobre su

concepción de los derechos en concreto; por ejemplo, en Bienestar, justicia y mercado

critica que una concepción moral sustantiva que concede una prioridad absoluta a

ciertos derechos como la que realiza Nozick en Anarquía, Estado y Utopía, presenta

algunos inconvenientes para su realización. Para Sen, es posible violar ciertos derechos

si tenemos buenas razones para hacerlo, y sobre todo si con ello se evitan peores

consecuencias, por ejemplo, la violación más grave de los derechos de otras personas;

es el caso de la violación de los derechos de propiedad de algunos individuos que puede

evitar una hambruna y una mortandad crecientes; por lo tanto, para A. Sen es difícil

defender, como en cambio sí lo hace R. Nozick, una propuesta de derechos absolutos e

independientes de sus consecuencias. De esta manera, A. Sen critica que la naturaleza

de los derechos -en versión de Nozick- se presente y se muestre de forma clara, a través

de dos tipos de dificultades: a) en primer lugar, desde su “fuerza irresistible”; y b) en

segundo lugar, al centrarse en el control, concretamente, desde la perspectiva negativa a

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través de la imposición de limitaciones a los demás sobre lo que les está permitido hacer

(Sen, 1998, 102-108).

Una teoría de la justicia que se basa en el buen funcionamiento y en la garantía de los

derechos en el mercado, es una propuesta de muy corto alcance para la justicia

distributiva. A. Sen recuerda situaciones de respeto a estas reglas y a los derechos

consecuentes con las mismas, o, por ejemplo, hace referencia a derechos que han

producido catástrofes humanitarias aún sin pretenderlo directamente, como por ejemplo

en el caso de hambrunas en la India en las que no había carencia de alimentos y en las

que previamente se respetaban teóricamente los derechos pero aun así, una gran

cantidad de personas murieron de hambre (Sen, 2010: 114-116). Para Sen, la propuesta

de Nozick estaría demasiado centrada en los procedimientos formales, pero sería

totalmente ajena a los resultados reales de bienestar de las personas. Ante la crítica de

A. Sen, R. Nozick llega a proponer que estos derechos podrían en casos excepcionales

de horrores humanitarios, ser intervenidos de alguna manera. Para Sen, finalmente es

una propuesta que tiene una base de información muy limitada para la elección social en

cualquier caso, pues estas situaciones excepcionales de “horrores humanitarios” no son

suficientes para garantizar una propuesta consistente de la justicia (Sen, 2000, 89-90;

del mismo autor, 1998: 134). Finalmente y de esta manera, la aceptabilidad ética de la

reivindicación de los derechos liberales, con independencia de los resultados que se

puedan producir, queda -seriamente- dañada, puesta en cuestión o en duda sobre sus

efectos reales.

Por otro lado, la comparación con la teoría, más abstracta, de J. Rawls resulta casi

obligatoria o de obligado recuerdo. En síntesis, podemos considerar la obra de J. Rawls

como el punto de partida del trabajo sobre la teoría de la justicia de A. Sen. De hecho,

su libro sobre la justicia está dedicado a la memoria del iusfilósofo de Harvard, John

Rawls. Su complejo, discutido y debatido estudio sobre la justicia, por lo tanto, se

realiza a partir del trabajo previo de J. Rawls, y por supuesto de otros autores, aunque

hace críticas fundamentales y profundas a la postura rawlsiana que pretende el

abandono de una vía tan abierta al plantear esa cuestión. En este sentido, para A. Sen

son al menos las siguientes aportaciones básicas las que realiza J. Rawls a las teorías

sobre la justicia: la primera y fundamental es la idea de que la “equidad”, entendida

como “imparcialidad”, es un concepto central e insustituible para la justicia, aunque la

idea de imparcialidad que surge de la “posición original” no es del todo adecuada para

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A. Sen de cara a obtener su propósito, lo cual no obsta para tratar de buscar un

paradigma como elemento fundamental que aportaría sobre la teoría de Rawls para el

desarrollo de una teoría de la justicia más en consonancia con su posición. En segundo

lugar, una concepción de la “objetividad” que debe establecer un marco intelectual y

público suficiente para que se pueda aplicar el concepto de “juicio” y alcanzar

conclusiones con base en razones y pruebas, y tras la debida discusión y reflexión

pública del problema de fondo. En tercer lugar, señala A. Sen la idea rawlsiana de los

“poderes morales” de la gente, por su capacidad para mantener un sentido -fuerte- de la

justicia y para una concepción del bien común, muy alejada, por ejemplo de la

concepción estrecha del egoísmo definicional propio de la teoría de la elección racional

de los utilitaristas clásicos. En cuarto lugar, y en cuanto a la prioridad con la que se

concibe la idea de libertad, se trataría en el fondo de una preocupación por mantener los

aspectos más privados y al mismo tiempo una necesidad básica respecto a la práctica de

la razón pública, crucial para una evaluación social del problema; sobre ello, J. Rawls

distingue entre la libertad y otras ventajas útiles que, en opinión de A. Sen, merece la

pena seguir o continuar. En quinto lugar, y sobre la “equidad procedimental”,

enriqueciendo el estudio de la desigualdad en las ciencias sociales y resaltando las

desigualdades en los procesos, y no sólo en el estatus social o los ingresos económicos,

se refiere A. Sen a la cuestión en un tono de problema importante por resolver. En sexto

lugar, discute el “principio de diferencia”; éste indicaría la equidad en los esquemas

sociales de manera que se preste particular atención a la difícil situación de los más

desaventajados, y ello ha dado lugar al análisis de políticas públicas para la eliminación

de la pobreza. En séptimo y último lugar, este autor reconoce, aunque sólo

indirectamente a través de la atención a los bienes primarios, la importancia de la

libertad en el aspecto de oportunidad real y no sólo formal (Sen, 2010; 91-94).

Por lo tanto, para A. Sen, las aportaciones de J. Rawls a las teorías sobre la justicia han

abierto un nuevo periodo de reflexión que ha posibilitado, además de avanzar en los

aspectos de la racionalidad y razonabilidad, la objetividad y la equidad social con un

reconocimiento especial de las libertades. Sin embargo, A. Sen, a su vez, se encuentra

con dificultades y diferencias en la teoría de la justicia de Rawls, incluso en sus

versiones posteriores formuladas por él mismo en posteriores obras, que le hacen poner

en marcha la búsqueda de una ruta diferente en la consecución de una teoría de la

justicia más eficaz. Para Sen, en este sentido, han sido determinantes los siguientes

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elementos para desechar la vía -por otro lado inacabada- de J. Rawls: en primer lugar, lo

que Sen denomina “la ineludible relevancia del comportamiento real”, puesto que ha de

ser relevante no sólo que las decisiones y las instituciones sean justas, sino que los

estados sociales que resulten de dichas instituciones y decisiones también lo sean en el

marco de lo que Sen denomina el “efecto comprehensivo”, que incluye ambos

momentos. Para Sen, no está claro cómo se encaja el comportamiento de las personas en

este diseño institucional formal. No es un planteamiento propiamente consecuencialista

el que mantiene Sen, pero sí pretende ser sensible a las consecuencias del mismo, el

efecto comprehensivo es aquel que tiene en cuenta todos los momentos de la decisión,

también los que previsiblemente puedan derivar de la misma opción tomada, aunque no

la determinen. En segundo lugar, Sen busca alternativas al enfoque contractualista. Para

Sen el enfoque rawlsiano contractualista es limitado y no ofrece la capacidad para poder

tomar decisiones con una base de información más amplia, como por ejemplo realizar

comparaciones entre diversas situaciones sociales o estados; un enfoque más amplio

puede tomar nota de las realizaciones sociales, hacer aportaciones para la solución de

problemas de justicia social a través de la evaluación social incompleta, y reconocer

voces más allá de la pertenencia al grupo contractual. Por último, se encuentra la

relevancia de las perspectivas globales. A pesar de los esfuerzos de J. Rawls en sus

posteriores obras, por situar su teoría de la justicia a escala global, ésta ofrece, en

opinión de A. Sen, una grave limitación por su propio diseño para poder afrontar los

temas de la justicia en esta precisa dimensión, ya que están necesitados de un gigantesco

contrato social global.

Sen, ya en el capítulo introductorio de La idea de la justicia, quiere dejar bastante claro

que su concepción de la justicia inicia su recorrido desde un lugar diferente al de Rawls.

Rawls sería heredero de una concepción contractualista continuadora de Hobbes, Locke,

Rosseau y Kant entre otros mientras que Sen se ubica en una tradición que tiene entre

sus precursores a Adam Smith, Condorcet, Marx, Mill. Son en ambos casos autores con

diferentes propuestas políticas y éticas pero que comparten, en opinión del propio Sen,

los primeros autores, una “tradición” unida al contrato social como punto de partida

para la búsqueda de la justicia, y los segundos, un “proceso de búsqueda de la justicia” a

través de otro camino diferente, pero no desconectado, en la indagación de la toma de

decisión en torno a diversos escenarios posibles.

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Fruto de esta primera elección señalada, surge otra que marca más la diferencia entre las

dos concepciones de la justicia -y por ende de los derechos humanos- ya que de ella

derivarán proyectos distintos. Para A. Sen, la concepción de J. Rawls es una concepción

abstracta de la justicia, pues se basa sólo en la necesidad imperiosa de identificar una

fórmula “perfecta” de la justicia, ya que, una vez determinada ésta, sólo nos quedaría el

diseño del tipo de instituciones que van a lograr poner el rumbo y en órbita a la sociedad

hacia ese estado ideal. Sin embargo, para Sen, este primer ejercicio de búsqueda de la

concepción abstracta perfecta de la justicia es un ejercicio ineficaz por varios motivos.

El primero de ellos, porque entiende que puede existir más de una concepción abstracta

de la justicia que sea razonable y que por tanto no es posible, ni siquiera es en absoluto

evidente, que puedan ponerse de acuerdo sobre los principios de la justicia, aún en el

hipotético experimento del “velo de la ignorancia”, tal y como lo describe Rawls:

“In justice as fairness the original position of equality corresponds to the state of nature

in the traditional theory of the social contract. This original position is not, of course,

thought of as an actual historical state of affairs, much less as a primitive condition of

culture. It is understood as a purely hypothetical situation characterized so as to lead to a

certain conception of justice. Among the essential features of this situation is that no

one knows his place in society, his class position or social status, nor does anyone know

his fortune in the distribution of natural assets and abilities, his intelligence, strength,

and the like. I shall even assume that the parties do not know their conceptions of the

good or their special psychological propensities. The principles of justice are chosen

behind a veil of ignorance (…) I have said that the original position is the appropriate

initial status quo which insures that the fundamental agreements reached in it are fair.

This fact yields the name “justice as fairness.” It is clear, then, that I want to say that

one conception of justice is more reasonable than another, or justifiable with respect to

it, if rational persons in the initial situation would choose its principles over those of the

other for the role of justice. Conceptions of justice are to be ranked by their

acceptability to persons so circumstanced. Understood in this way the question of

justification is settled by working out a problem of deliberation: we have to ascertain

which principles it would be rational to adopt given the contractual situation. This

connects the theory of justice with the theory of rational choice”. (Rawls, J., 1999, p.

11; 15-19).

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Además, aunque se pudiera llegar a un acuerdo, también discrepa A. Sen porque una

concepción ideal de la justicia puede servir para dilucidar entre varios supuestos cuál es

el más justo; saber así, por ejemplo, cuánto mide la montaña más alta no nos ayuda a

saber si la montaña B es más alta que la montaña C, o el que esté considerado como

mejor cuadro del mundo la Gioconda, tampoco nos ayuda para saber cuál es mejor entre

otros dos otros cuadros distintos. Para la mejor comprensión de la diferencia entre estas

dos concepciones de la justicia recurre Sen a una distinción de la filosofía jurídica india

en la que se usan dos conceptos diferentes para referirse a diferentes aspectos de la

justicia, en primer lugar, el ntiti como concepción formal y referente a las instituciones

de la justicia, y en segundo lugar, el nyaya como una concepción aproximativa de la

justicia que se fija en los estados reales de la sociedad y de las personas. Para Sen, una

justicia que sólo se preocupa por las instituciones sin mirar a las personas puede dar

lugar a la “justicia del mundo de los peces”, donde el pez grande se come al chico -

matsyanyaya- (Sen, 2010: 52).

La solución que plantea el igualitarismo liberal de Rawls, se realiza a través de la

igualdad en el acceso a los primeros bienes, que él denomina bienes primarios, ya que

todos deben tener el mismo acceso a este determinado tipo de bienes fundamentales

(educación, alimentación, etc.). Con ellos, Rawls trata de responder a la versatilidad de

la solución de los bienes primarios frente al enfoque de las capacidades difundida por el

liberalismo político a usanza (Rawls: 1996, 215-220), reconociendo la importancia de

tener en cuenta finalmente la capacidad de las personas, pero que al ser algo demasiado

complejo de articular, se lograría tal “igualdad de capacidad” a través del recurso al

consumo de los bienes primarios, para que las necesidades sean lo suficientemente

atendidas.

Para J. Rawls, la “imparcialidad” es una de las claves de bóveda de toda su teoría de la

justicia, pero en su formulación, en el experimento del “velo de la ignorancia” sólo

pueden participar los miembros de una misma comunidad. Para A. Sen, sin embargo, la

formulación de la imparcialidad en Rawls somete a grandes riesgos, incluso

innecesarios, la idea de la justicia ya que puede estar decidiendo sobre cuestiones

externas o internacionales o, en cambio, puede estar cayendo en un localismo o

provincianismo de valores. Para A. Sen, es necesaria una formulación de la

“imparcialidad” más abierta para lo que recurre al “espectador imparcial” de Adam

Smith. Este espectador imparcial es capaz de objetivar más nuestro comportamiento,

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hasta de lo que somos capaces nosotros mismos dando pistas sobre algunos que sean

deleznables (ej. infanticidio en antigua Grecia). Esto abre un horizonte superior al de

Rawls, más universal y comprehensivo, más abierto e intercultural y la vez más

comprometido con la justicia global.

En conclusión, para A. Sen hay varias exclusiones importantes en la teoría de la justicia

de Rawls. La primera provocación sería ignorar la vía de la búsqueda de la justicia a

través de cuestiones comparativas (elección entre A y B), ignorando a su vez y en

segundo lugar, la perspectiva de las realizaciones sociales (si es mejor el resultado de la

elección A o de la elección de B como parte del proceso de elección, desde un enfoque

sensible a las consecuencias). También excluiría los efectos adversos sobre las personas

más allá de las fronteras de un país, pues en el enfoque rawlsiano, los efectos de las

decisiones pueden acabar afectando a personas no incluidas en esa comunidad de

decisión. Se produce, en opinión de Sen, un fracaso en el sistema de corrección de

valores locales, ya que no hay mecanismos que permitan ampliar la mirada para poder

superar determinadas dificultades que se produzcan en él. Tampoco permite la

posibilidad de diferentes principios desde la posición original (pluralidad de normas y

valores políticos); es posible y razonable que haya diferentes principios de justicia

incluso en el supuesto del “velo de la ignorancia”. Y por último, no admite que algunas

personas no puedan comportarse siempre razonablemente, lo cual supone una dificultad

en la práctica y en el funcionamiento de las “instituciones formalmente justas” (Sen,

2010: 120-121).

Desde otro ángulo u óptica diferente, la teoría de la justicia de R. Dworkin es más una

teoría complementaria a la de Rawls que una teoría completa diferente. Dworkin dice

que La institución de los derechos es, por consiguiente, crucial, porque representa la

promesa que la mayoría hace a las minorías de que la dignidad y la igualdad de estas

serán respetadas. (…) Si el gobierno no se toma los derechos en serio, entonces

tampoco se está tomando con seriedad el derecho (Dworkin: 1984, 303). Siguiendo a

Gargarella, para Dworkin una concepción igualitaria liberal descansa sobre cuatro ideas

básicas. En primer lugar, debe distinguir entre la personalidad y las circunstancias de la

persona que rodean a cada uno. En segundo lugar, debe rechazar como medida de la

igualdad el bienestar o la satisfacción y propone la noción de recursos, frente a métricas

subjetivistas propone un parámetro más objetivo. La tercera idea, es que estos recursos

deben ser iguales para todos Y por último, un Estado igualitario debe ser neutral en

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materia ética sin discriminar concepciones éticas en función de su superioridad o

inferioridad respecto de otras. Para Dworkin la teoría de Rawls sería demasiado

insensible a las dotaciones propias de cada persona y no suficientemente sensible a las

ambiciones de cada una (Gargarella: 1999, 70-78).

Para Sen, Dworkin elabora una compleja y sólida teoría de la justicia basada en los

seguros de conversión de la discapacidad. Se puede observar cómo supone una

dificultad del enfoque basado en necesidades y en bienes primarios de Rawls, la

conversión de recursos en logros y capacidades, pues determinadas personas, por

ejemplo con alguna enfermedad o discapacidad, pueden necesitar una mayor cantidad

de recursos para la obtención de un mismo logro o capacidad. Es en este sentido en el

que A. Sen considera insuficiente la propuesta del liberalismo igualitario a través de los

bienes primarios, ya que a pesar de mostrar un avance y una buena aportación, se queda

limitada o en el umbral de satisfacción esta perspectiva de la igualdad en cuanto a la

disposición de bienes primarios. Por ello, Sen realiza una propuesta de igualdad de

capacidades y no de recursos (Sen: 1998, 151-153). Busca, de forma significativa, R.

Dworkin, desde esta otra perspectiva, un reducto adecuado o camino diferente al

enfoque de las capacidades expuesto por A. Sen, pues si es posible hacer este otro

recorrido, ya no hay más que finalmente un enfoque de la justicia basado de nuevo en

recursos.

Dos dudas se plantea además Sen al respecto. En primer lugar, que para hacer esto no

había que dar tantas vueltas y que se podría haber asumido directamente el enfoque de

la capacidad; pues si es verdaderamente lo que se busca, sería mejor optar directamente

por ella que tratar de encontrar mecanismos que intenten convertir recursos en

capacidades, para el caso en que sea necesario. Una segunda duda surge si finalmente

volviéramos a una situación en la cual es el mercado el que tiene que resolver, a través

de los seguros privados, los problemas de falta de capacidad y no es del todo cierto que

el mercado tenga esta capacidad ya que puede ser que no sólo con recursos podamos

solventar la falta de capacidades de algunas personas que tengan una mayor dificultad

para convertir la renta en logros y capacidades para alcanzar la vida que desean y que

valoran. Por tanto, parece más conveniente asumir la perspectiva de la capacidad sin

intermediarios que pretendan finalmente reconvertir la propuesta de A. Sen en un

mecanismo a merced del mercado.

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Así pues, el utilitarismo ha sido una fuente de inspiración para el pensamiento de

Amartya Sen, pero a su vez, como este mismo critica severamente, la doctrina ética de

la utilidad y de la felicidad como bienestar, por ser una propuesta ética en la que su base

de información para la elección social queda finalmente muy limitada por su propia

fuente principal, que es la utilidad, para Sen estamos dejando fuera de la elección social

algunos elementos fundamentales, esto es, los relativos a la “agencia de las personas” y

además formula también dificultades a la hora de objetivar la interpretación y la métrica

de la utilidad, el bienestar o la felicidad utilitarista, tal y como se decía al principio.

Al confrontar la postura de A. Sen, esto es, su teoría de la justicia, con la teoría liberal

de la justicia paradigmática y con sus principales autores, ya citados, este autor se sitúa

en una nueva vía para pensar la justicia y los derechos humanos, pues los presupuestos

de las doctrinas contractualistas y liberales de la justicia le parecen insuficientes para

lograr un marco suficiente y adecuado para formular una teoría de la justicia con

suficientes fundamentos. La elección social, frente a la concepción abstracta de la

justicia, opta por un enfoque en el que se va buscando en los contextos y en las

situaciones sociales, las opciones que maximizan las oportunidades reales (libertades)

de las personas y minimizan las injusticias. Es un enfoque sensible a los estados reales,

que tiene en cuenta los efectos sobre las oportunidades de las personas. La concepción

de Sen, no tan abstracta de la noción de justicia tanto como la de Rawls, combate las

dificultades que generan otras teorías algo menos abstractas como es la de Nozick en las

que es perfectamente compatible el mantenimiento de los derechos con las hambrunas,

por ejemplo.

Por último, es un enfoque de la justicia no basado en último término en el mercado,

como es la de Dworkin, sino centrado en la vida real que las personas desean y pueden

vivir.

El conocimiento e interés por las teorías liberales de la justicia (fundamentalmente por

la de John Rawls u otras de autores contemporáneos como Robert Nozick y Ronald

Dworkin), son de conveniente consulta. A raíz de la profundización en el trabajo sobre

la idea de la justicia, en relación con su enfoque de la capacidad y las necesidades, es

con lo que y en donde se va construyendo un aparato crítico desde donde se toma

distancia, optando por una opción a la que se une un enfoque comparativo de la justicia

desde la teoría de la elección social. Para Amartya Sen, este conjunto de teorías liberales

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de la justicia, particularmente la de John Rawls, merecen el reconocimiento de haber

puesto en el debate público de nuevo el tema de la justicia y de la importancia de la

objetividad o imparcialidad para la consecución de la misma, pero se quedan en

concepciones que no dan respuesta a los retos actuales que la justicia tendría hoy en un

lugar privilegiado, como pueden ser la globalización, la diversidad o los derechos

humanos, en general y sin entrar en mayores consideraciones teóricas.

5. CONCLUSIONES

Como se señala en la introducción de este informe, la “justicia ambiental” es un

binomio lingüístico complejo, tanto por lo que se refiere a la concreción del significado

del sustantivo de dicho binomio, como a la de su adjetivo. Si bien es cierto que para

analizar su complejidad se requiere prestar atención a las diversas dimensiones y

problemas que plantea, en este texto se han descrito las principales aportaciones de tres

de los pensadores más influyentes en la tradición iusfilosófica liberal, como son Rawls,

Nussbaum y Sen, para someter a consideración el paradigma de justicia distributiva que

subyace a la forma en la que se ha entendido hasta ahora la justicia ambiental.

Partiendo de los presupuestos básicos de la concepción de la justicia propuesta por

Rawls, se recurre a las revisiones de la misma que sugieren Nussbaum y Sen para

entender y centrar la discusión o debate sobre las nuevas tendencias teóricas relativas al

concepto de justicia ambiental. Especialmente, porque ambos han aportado un enfoque

desde el que es posible valorar los acuerdos considerados “justos” de acuerdo con las

capacidades, siendo este paradigma una de sus propuestas de mayor relevancia. Es

decir, no sólo en términos distributivos, sino también atendiendo a la forma y el

contenido en el que la distribución de los bienes incide específicamente en nuestro

bienestar y en nuestro proyecto de vida individualmente o de forma comunitaria, lo que

afecta muy de cerca el medio ambiente. También porque ambos sugieren una teoría de

la justicia que contextualiza el enfoque distributivo, entendiendo que este proceso de

contextualización deviene un criterio de justicia desde el que valorar la distribución de

bienes y recursos. Esto es, si la distribución afecta, y en su caso cómo lo hace, a las

"capacidades", el bienestar o la posibilidad de una persona de realizarse en sociedad.

Sin olvidar que, como también se ha indicado, interesantes planteamientos que no han

sido abordados en este documento de trabajo con exhaustividad, como son los de

Young, Fraser o Honneth, entre otros, quienes han argumentado que además de esos

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temas distributivos hay algo más notorio que debe ser tratado, aspectos mucho más

ceñidos al tratamiento de cuestiones medioambientales, y no sólo desde un punto de

vista economicista, sino desde el libre desarrollo de la personalidad y los derechos

humanos en general.

La reflexión pues llevada a cabo en estas páginas gira en torno a la teoría de la justicia

de Rawls, que constituye el pilar básico de la teoría liberal de la justicia. Rawls sostiene

que la justicia es la estructura básica de la sociedad y desarrolla su idea de justicia como

imparcialidad, de la que se desprenden las reglas de conducta que en su mayoría son

seguidas por los miembros de la sociedad. Para la concreción de estas reglas, según

Rawls, cabe acordar un conjunto de principios mediante los cuales se decide la

distribución de ventajas y las participaciones distributivas correctas. Estos presupuestos

son los que fortalecen las bases del denominado paradigma distributivo, que se concreta

mediante la conjunción de elementos de justicia como imparcialidad (la posición

original, el velo de ignorancia y los principios para asignar derechos y deberes), más la

correcta distribución de ventajas sociales (a través de la formulación de la justicia como

equidad).

En relación con el elemento distributivo de justicia ambiental, sostenemos que la teoría

de Rawls parece no ser suficiente para explicarlo, en la medida que solamente apunta a

un aspecto procedimental o formal de distribución, y no al contenido de la misma. No

obstante, dentro del sistema político y económico occidental, la justicia se encuentra

directamente asociada con la distribución. Autores que representan este paradigma, no

sólo Rawls, han considerado aspectos adicionales al elemento distributivo, dándoles la

categoría de condición previa o supuesto lógico pero no de objeto de estudio de la

justicia como tal. Esto significa que cuestiones como el reconocimiento o el respeto se

presuponen la distribución, y esto nos lleva a plantear la conveniencia de reformular

esta teoría a partir de las aportaciones de autores como Nussbaum o Sen.

Por lo que se refiere a las propuestas de Nussbaum, debe advertirse que tampoco ella se

refiere a la noción de justicia ambiental, aunque si se pueden extraer de su obra algunas

ideas que permiten valorar el encaje de la protección de los recursos naturales, que es el

aspecto más cercano a la idea de medio ambiente al que se alude. A grandes rasgos,

puede señalarse que la principal diferencia entre ambos autores estriba en la concepción

de Rawls de la naturaleza como bien indivisible y, por lo tanto no sometido a

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distribución desigual, porque no puede ser pensado en términos distributivos, a

diferencia de Nussbaum. Ella parte de los caracteres y presupuestos de la noción de

justicia que aporta Rawls para construir su teoría sobre las capacidades humanas

básicas, y entre estas incluye la capacidad octava que define como la capacidad para

vivir una relación próxima y respetuosa con los animales, las plantas y el mundo

natural. A diferencia de Rawls, Nussbaum no entiende el medio ambiente como un bien

primario, por lo que lo concibe como un recurso que contribuye a la garantía de las

capacidades y sí puede ser objeto de distribución. En otras palabras, de su tesis se deriva

un cambio en la percepción de la idea de justicia rawlsiana, de forma tal que permite

considerar los recursos naturales como el medio en el que desarrollar las capacidades y

también como espacio/objeto sujeto a redistribución de acuerdo con su enfoque.

Nussbaum mantiene de nuevo esta noción de la naturaleza cuando aborda la justicia

global. Para ella el análisis de la realidad internacional debe partir de una concepción

política de la equidad y la justicia que se inspire en principios, normas y la práctica

social. Por esta misma razón, las tesis de Nussbaum son más cercanas a las de Sen al

tener en cuenta el contexto social en el que deben regir las estructuras básicas de la

sociedad y los principios de justicia. Asimismo, para explicar su enfoque de las

capacidades alude a las tesis de Beitz y Pogge, para valorar al enfoque contractualista

sostenido por Rawls e insistir en el sujeto como centro de la teoría de la justicia, lo que

se aleja de un modelo de justicia ambiental en el que el medio ambiente y los recursos

naturales sean algo más que el escenario donde los seres humanos desarrollen sus

capacidades y no esté sujeto a redistribución.

Finalmente, se ha recurrido al enfoque comparativo de la idea de justicia de Sen para

explicar su revisión de la teoría de la justicia rawlsiana a través de una visión

aproximativa y no trascendental de la misma, lo que le hace sostener una imparcialidad

abierta y presentar su propuesta de las capacidades frente al enfoque de los recursos a

los bienes primarios. De este modo para Sen la concepción de Rawls es una concepción

abstracta de la justicia, pues se basa sólo en la necesidad imperiosa de identificar una

fórmula “perfecta” de la justicia, lo que simplemente exigiría el diseño de las

instituciones que llevaran a la sociedad a ese estado ideal. No obstante, para él este

ejercicio es ineficaz principalmente por dos motivos. Primero, porque entiende que

puede haber más de una concepción de la justicia que pueda ser razonable, por lo que no

es tan evidente que pueda alcanzarse un acuerdo sobre los principios de justicia ni con

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el hipotético experimento del “velo de la ignorancia”. Segundo, porque una concepción

de la justicia no ayudaría a saber qué es más justo si comparamos dos dimensiones o

aspectos distintos o no susceptibles de comparación.

En cuanto a la solución del igualitarismo liberal de Rawls, sobre la igualdad en el

acceso a los bienes primarios, Sen plantea algunos riesgos en los que puede caer la

imparcialidad defendida por el primero, promoviendo formulaciones que permiten un

horizonte más comprehensivo que el de Rawls, que a su vez sea más comprometido con

la justicia global, como también sugiere Nussbaum. Asimismo, Sen confronta sus

propuestas con las de otros autores como Nozick y Dworkin, y considera insuficientes

las tesis del liberalismo igualitario, así como del utilitarismo (siendo ambas fuente de

inspiración para él), incorporando a su pensamiento elementos fundamentales que según

él deben estar presentes en la elección social. Entre ellas, la “agencia de las personas” y

las dificultades para objetivar la utilidad, el bienestar o la felicidad utilitarista. De ahí

que su teoría de la elección social opta por atender los contextos y las situaciones

sociales que determinan las opciones que maximizan las oportunidades reales de las

personas y minimizan las injusticias. Por este motivo se afirma que el suyo es un

enfoque centrado en las aspiraciones que desean y pueden vivir las personas. En

definitiva, para Sen las teorías liberales de la justicia que somete a consideración

merecen ser reconocidas por haber puesto en el debate público la idea de justicia, pero

no dan respuesta a los retos a los que debería en el contexto actual, como son la

globalización, la diversidad o los derechos humanos en general.

Como se ha explicado a lo largo del trabajo, dentro de la concepción de la justicia de

Rawls, y siguiendo a Gargarella (1999), la autonomía del individuo para escoger fines y

propósitos particulares es un valor absoluto. El individuo consigue un estatus de

superioridad y de independencia, que lo mantiene separado de otros como él y de su

comunidad. El Estado es neutral y su principal función es la defensa prioritaria y

privilegiada de los derechos, bajo el entendido de que considerar las preferencias

individuales contribuye con el bien común. Dado que los individuos preexisten a

cualquier forma de organización social, ellos de manera particular son más importantes,

que los grupos a los que pudieran pertenecer, puesto que son seres independientes y

separados entre sí, que deben ser protegidos frente a cualquier imposición. Debido a que

el ámbito de la moral privada es de incumbencia exclusiva de los individuos, el Estado

no está llamado a intervenir en ella. En este marco, lo justo hace referencia a la atención

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que se debe prestar a los individuos más desaventajados, como una cuestión asistencial,

pero que en ningún modo involucra la moral o la justicia como un deber o

responsabilidad.

Sobre este modelo de justicia se ha criticado, como hace entre otros Cortes Rodas

(2010), la imposibilidad llegar a una distribución equitativa de los bienes sociales

esenciales que asegure el desarrollo de las capacidades básicas en el marco de la

garantía de los derechos humanos, sin la realización de cambios estructurales en el

sistema de relaciones de poder del sistema económico imperante en la sociedad

occidental actual; y se advierte que, de continuar en las mismas condiciones, sólo se

lograrían minúsculos avances en el bienestar social de algunos individuos, pero la no

equidad y la pobreza continuarían reproduciéndose en escala global de manera

vertiginosa. De acuerdo con este autor, mantener el sistema económico actual sin

cambios en su estructura implica seguir fortaleciendo la idea de que las desigualdades

económicas, no solo entre individuos sino también entre países pobres y ricos, no son en

sí mismas una injusticia, sino que simplemente constituyen una llamada de atención a

los países ricos para que desplieguen una respuesta de carácter humanitario frente a esta

situación, pero sin necesidad de que admitan que se requiere de una reestructuración del

modelo político y productivo a nivel internacional. Por ejemplo, prácticas de comercio

ecológicamente desigual aumentan la pobreza estructural de los países más pobres

porque deterioran sus territorios y disminuyen sus fuentes de recursos no renovables,

bajo supuestos beneficios económicos dados en su calidad de exportadores.

En tales circunstancias, la justicia se limitaría a restablecer el equilibrio de las

condiciones socioeconómicas de los más pobres, para que no tengan que soportar de

manera desproporcionada la desigualdad socioeconómica del sistema de producción

imperante. En términos ambientales, bajo este enfoque, la justicia consiste por un lado,

en la distribución equitativa tanto de la contaminación ambiental, como del deterioro de

los bienes ambientales y por otro, en el acceso ponderado a los bienes y servicios

ambientales, que quedan después del consumo desmesurado de quienes tienen el poder

de la acumulación. Se estaría ante una visión de la justicia ambiental dentro de la cual,

la justicia es la igualdad referente a la distribución mejor de algún bien o mal

determinado sin más consideraciones. Tal concepción de justicia ambiental, también

permitiría que se incluyeran como parte de su desarrollos, todas aquellas prácticas

tendientes a distribuir equitativamente entre toda la humanidad, las contaminaciones y

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erosiones producidas en diversas partes del mundo, y que fuera plenamente válido, que

a todos les correspondiera una porción de aquello, más allá de si se tuvo o no, algún tipo

de responsabilidad en su producción. Todo con base en una especie de solidaridad, que

como se observa en casos como el de los acuerdos realizados en el Protocolo de Kioto,

permite compartir la responsabilidad por la contaminación y el deterioro de los bienes

naturales, a través de mecanismos comerciales que aparentan una transacción equitativa

y justa, entre quienes contaminan y quienes, por estar relegados en la carrera por el

desarrollo, no tienen más opción que negociar con sus bienes naturales.

Desde este panorama podría enmarcarse en el ámbito de la justicia ambiental, todo

aquello que busque el restablecimiento de equilibrios relacionados con la distribución

de los bienes, servicios, cargas y riesgos ambientales, en un tiempo y espacio específico,

dentro del cual se desarrolle la vida de una determinada población, visión que por

supuesto, no se identifica exactamente con las necesidades reales, frente a las que el

concepto bajo estudio pretende presentarse como respuesta.

La teoría liberal de la justicia, en su perspectiva económica, enfrenta críticas que

señalan que cualquier intento por resolver la crisis de la justicia amenaza con agravar la

crisis de la naturaleza y cualquier intento por aliviar la crisis de la naturaleza amenaza

agravar la crisis de la justicia social, en el marco del concepto tradicional de desarrollo.

Fenómenos como el de reducción de emisiones de dióxido de carbono, ocurrido como

consecuencia de la crisis económica en países industrializados a la que se refiere

Martínez Alier (2008), no serían un avance suficiente frente a la lucha contra la

contaminación del aire y el calentamiento climático global, si se tiene en cuenta que a

cambio, miles de personas han perdido la posibilidad de satisfacer sus necesidades

básicas. Desde ese enfoque la teoría liberal de la justicia entendida en su forma

convencional, es insuficiente a los fines y a las necesidades ambientales.

No obstante, las soluciones frente a la crisis de la justicia social y la crisis de la

naturaleza, pueden darse al interior del paradigma liberal previa modificación del

modelo de desarrollo. De este modo se ha considerado necesario por parte de la doctrina

encontrar un modelo alternativo más allá del desarrollo sostenible. Para Sachs y

Santarius (2007: 166) el principio de la diferencia sustentado por la teoría liberal de la

justicia, cuyo objetivo es evitar tratar a los desiguales como iguales, constituye una

herramienta de doble filo en cuanto se refiere a la distribución de recursos, ya que es

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“una condena de la distribución de recursos existente en la actualidad, pues difícilmente

se puede afirmar que la drástica desigualdad que caracteriza el espacio ambiental mejore

la situación de los menos favorecidos”. De acuerdo con estos autores, la aplicación del

principio de diferencia a favor de la solución a los problemas de pobreza de la

humanidad actualmente no es una prioridad, en ningún tipo de negociación global.

Siguiendo a Nussbaum y Sen, una teoría de la justicia contemporánea debe integrar las

nuevas necesidades y las nuevas soluciones que exigen las actuales circunstancias, sin

abandonar la lucha contra los tradicionales polos de injusticia en donde se pretenden

reivindicaciones de género, económicas, políticas y por el territorio. Debe ampliar el

ámbito de su aplicación no solo en términos temporales y territoriales, sino también en

términos de la eliminación de la consideración de la naturaleza como un objeto, para

transformarla en un nuevo sujeto de justicia.

Por tanto el nuevo objeto de la justicia, debe pasar de ser el sujeto humano individual en

el marco de una dimensión espacio-temporal limitada a su generación y a su lugar de

origen, para llegar a ser, el sujeto que vive como parte de una cadena en la que el

respeto y el reconocimiento por su función vital, sin límites generacionales o fronterizos

va más allá de su pertenencia a la especie humana.

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