Nueva Historia de Las Ideas Politicas

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“NUEVA HISTORIA DE LAS IDEAS POLÍTICAS” (extractos), AUTOR - COMPILADOR, Pascal Ory, Biblioteca Mondadori, España, 1992 INDICE I. FUNDAMENTOS DEL PENSAMIENTO POLÍTICO MODERNO Pag. ESTADO, Autor, Jean Marie Goulemot 3 De Hobbes a Locke Salir del estado de naturaleza Política de la escritura Nacimiento del liberalismo político LA POLÍTICA DE LA ILUSTRACIÓN, Autor, Michel Delon 10 Felicidad Redescubrimiento del placer Divergencias y contradicciones Política de la felicidad Nación 15 Una nueva configuración semántica Las cristalizaciones Política de la nación La Revolución «moderada» Autor, Marc Régaldo 20 El espíritu de las revoluciones Girondinos e «ideólogos» Los nuevos poderes espirituales El radicalismo revolucionario 1

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“NUEVA HISTORIA DE LAS IDEAS POLÍTICAS” (extractos), AUTOR - COMPILADOR, Pascal Ory, Biblioteca Mondadori, España, 1992

INDICE

I. FUNDAMENTOS DEL PENSAMIENTO POLÍTICO MODERNO

Pag.ESTADO, Autor, Jean Marie Goulemot 3

De Hobbes a LockeSalir del estado de naturalezaPolítica de la escrituraNacimiento del liberalismo político

LA POLÍTICA DE LA ILUSTRACIÓN, Autor, Michel Delon 10

FelicidadRedescubrimiento del placerDivergencias y contradiccionesPolítica de la felicidad

Nación 15Una nueva configuración semánticaLas cristalizacionesPolítica de la nación

La Revolución «moderada» Autor, Marc Régaldo 20

El espíritu de las revolucionesGirondinos e «ideólogos»Los nuevos poderes espiritualesEl radicalismo revolucionarioFundamentos de la doctrina RobespierreEl poder espiritualA la izquierda de la Montaña

La Contrarrevolución ,Autor, Stéphane Rials 36

La crítica del voluntarismo constitucional. Burke

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II. TRES CAMINOS SE ABREN 39

EL Liberalismo, Autor, André Jardín

LibertadUn orden que busca su caminoEl planeta liberalLas fragilidades del sistema

III. SOLUCIONES DEL SIGLO XIX 45

La revolución social, Autor, Daniel Lindenberc

ProletariadoMarx y los otrosEl proletariado entre dos morales¿Eclipse o decadencia?

Marxismo de Marx, marxismo de Engels, Autor, Michaël Löwy 49

Tres fuentes y algunas másModos de producción, modos de explotaciónEl Estado y la revolución

Anarquismo y sindicalismo revolucionario, Autor, Pascal Ory 55

Fundación y fundamentosDiásporas y avataresLa encrucijada soreliana

El Progreso, Autor, Pierre Bouretz 60

Optimismo y voluntarismoLa astucia de la razón¿Ambivalencias o tipología?De Auguste Comte al positivismo republicanoOrden y progresoLa matriz ambigua

Tres reflexiones al margen, Autora, Elisabeth G. Sledziewski 72

ComunidadEl conceptoEl enfrentamiento históricoLa problemática

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II. FUNDAMENTOS DEL PENSAMIENTO POLÍTICO MODERNO

ESTADO Jean Marie Goulemot

De Hobbes a Locke

El sistema político de Hobbes responde a una voluntad de asegurar ante todo y a cualquier precio la calma, la unión y la supervivencia de la sociedad civil. Para lograr estos fines hay que eliminar toda posibilidad de resistencia a la autoridad y por lo tanto hacer que el individuo «se entregue incondicionalmente». Hobbes plantea desde el primer momento que la naturaleza humana es egoísta y que el hombre no se asocia a sus semejantes sino por interés. La sociedad nace así del miedo bien fundado que sienten los hombres entre si y no de su benevolencia mutua, como sostenían los teóricos del derecho natural, pues, para Hobbes, el estado de naturaleza (status naturalis) es un estado de guerra de todos contra todos. Su igualdad natural hace que todos tengan el mismo derecho a todas las cosas, que tengan una tendencia común a hacerse daño y que constituyan una continua amenaza los unos para los otros. La ley natural que entra en juego entonces es la de la conservación de si mismo. Hay que abandonar pues el estado de naturaleza pasando del status naturalis al status civiles.

Salir del estado de naturaleza

Esta unión de los hombres para escapar de la destrucción y la muerte es lo que constituirá el Estado y el derecho. El Estado instaura la propiedad privada, pero también el deber de respetarla. El Estado es una protección y la posibilidad de la paz porque el hombre deja en sus manos el derecho ilimitado inherente al estado de naturaleza. El hombre respeta los contratos por su propio interés bien entendido y para asegurar su conservación personal. No hay un simple acuerdo, hay, subraya Hobbes, unión (unio), los hombres no tienen más que una voluntad y, para conseguirlo, abdican de sus derechos. Todos sus poderes pasan al Estado. Se da una renuncia total a la resistencia y a la retractación de la delegación. Hobbes llega incluso a considerar revolucionaria (seditiosa opinio) la idea de que el súbdito con-serva la capacidad de discernir entre el bien y el mal, pues su obligación es ponerse en manos del soberano: obedecerle es practicar el bien, desobedecerle, cometer el mal.

Así es como la multitud dispersa del estado de naturaleza mediante una fusión completa de los individuos, se convierte en un ser único que es lo que constituye el Estado. Este Estado ejerce una soberanía absoluta (imperium absolutum). El soberano no está sometido a ninguna ley exterior a él, y, por consiguiente, no hay ningún derecho frente al poder. La obediencia a las órdenes del soberano es la ley suprema. La moral es extraña al derecho, y la acción del Estado y del súbdito se coloca al margen de su sanción. El poder es por tanto ilimitado: no está sometido a leyes naturales o eclesiásticas. Es absoluto. El hombre no puede hacer nada por su propia seguridad. Su voluntad propia queda abolida por instinto de

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conservación. El Estado es todo: está constituido por la asociación de individuos que le abandonan todos sus derechos y se entregan en manos de su tutela inflexible, pero no se confunde con ellos. Sólo aquellos individuos que le encarnan y representan son el Estado.

Reconocemos aquí algunas de las proposiciones que fundamentan el absolutismo, pero con ciertos matices esenciales. El poder del monarca absoluto está sometido a las leyes religiosas, no excluye a la moral de la esfera del derecho y de los comportamientos, no postula ese abandono irremediable de los derechos del individuo y considera a la asociación civil como un movimiento natural y no dictado únicamente por el miedo. Es decir, que los fundamentos ideológicos de la doctrina de Hobbes no pueden confundirse con el Absolutismo de Luis XIV, aunque tanto el uno como el otro pretendan conservar la sociedad civil y aparten al hombre de la violencia y de la anarquía.

Pero aunque su perspectiva sea radicalmente diferente y sus consecuencias tampoco sean asimilables, lo cierto es que el sistema de Hobbes, tal como aparece en los Elementos de filosofía (De Cive) y en el Leviatán, desempeñó un papel fundamental en el debate y en las prácticas políticas de la Francia del siglo XVII. El pensamiento de Hobbes fue conocido desde muy pronto en Francia, pues Hobbes era ya un familiar de los círculos de eruditos franceses de los años 1640. Samuel Sorbiére, reticente al principio, quedó entusiasmado cuando conoció a Hobbes en 1645. Obtuvo un ejemplar de De Cive, corregido y adaptado, del que hizo dos ediciones en Holanda (1647 y 1648). En 1649 publicó la traducción con el título de EIéments philosophiques du citoyen, troité politique où les fondements de lo société civile sont découverts, acompañado de un prólogo y de dos cartas admirativas de Gassendi y del padre Mersenne, publicadas sin el permiso de sus autores. Otra traducción fue comenzada por Jean Baptiste Lentin y otra tercera terminada por Francos Boneau, señor Du Verdus, con el título de Eléments de la politique de M. Hobbes que se publicó en 1660. Es decir que la política de Hobbes y su visión social impregnan todo el medio libertino. Las violencias de la Fronda y el anuncio de los acontecimientos de Inglaterra borraron las últimas reservas. El espectáculo de las catástrofes a que puede llevar a la sociedad la debilidad de los monarcas, la sorda presencia del miedo al aniquilamiento de la sociedad civil bajo los golpes de la furia popular, aparecen como otras tantas pruebas de la verdad del análisis de Hobbes y de la adecuación del modelo político que preconiza. Y, sin embargo, si los acontecimientos contemporáneos muestran la actualidad del Leviatán, si la inminencia de los peligros se hace más sensible en la proximidad del remedio, es cierto también que la filosofía de Hobbes se inscribe en la estirpe del maquiavelismo que sirvió para fundamentar la política del cardenal de Richelieu y la práctica de la razón de Estado.

La aprobación no fue sin embargo unánime. Las doctrinas de Hobbes encontraron la oposición de los medios católicos y en especial de los jesuitas. Este Estado nuevo que aparta de sus normas a la religión y a la moral, leyes naturales y leyes eclesiásticas, esta teoría que quiere hacer de la ciudad y de su orden la medida de todas las cosas, no resultan aceptables en los medios «devotos». En éstos se incluye a los maquiavelistas o supuestos tales, y a los teóricos estatalistas en un mismo oprobio. Y aunque el Estado absolutista exija a sus súbditos una obediencia absoluta, no se referirá jamás abiertamente a Hobbes o a Maquiavelo. Sin nombrales, se separa de ellos. Por eso, la huella de Hobbes es, en general, subterránea e imprecisa. Se toma de él tal o cual elemento de su práctica política sin

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referirse nunca al conjunto de su sistema ni a los presupuestos en los que se funda. Con la excepción de sus traductores, Sorbiére y Du Verdus, que alaban abiertamente su pensamiento, hasta el punto que Du Verdus llegó a proponer a Luis XIV que transformara a Francia en otro Leviatán, son escasos los que exaltan abiertamente su sistema.

Y, sin embargo, existe una influencia real de Hobbes en Francia, pero hay que buscarla en sectores a los que nuestra imagen tópica de la historia de la cultura parecería alejar a priori de las tentaciones del sistema de Hobbes. Leyendo las obras políticas publicadas en torno a los años 1650, se ve que Hobbes está muy presente, ya se trate del Aristippe de Guez de Balzac (1658) o del tratado de Loyac, Les Avis d'un fidèle conseiller (1653). Pero en ninguno de ellos se encuentra, como entre los libertinos, el desprecio por un pueblo al que se le considera sólo capaz de destruir, y cuya violencia destructora exige la existencia de un poder absoluto, única garantía de supervivencia de la sociedad civil. Es cierto sin embargo que en el deseo generalizado de un poder fuerte que recubre hasta la memoria consciente de la Fronda, aparece siempre este miedo a un populacho irracional, entregado a sus instintos, que los libertinos temían que pusiera en peligro su existencia y su búsqueda obstinada de la verdad. Los desórdenes callejeros, el vagabundeo lamentable de los campesinos no debían de turbar el silencio del gabinete de los doctos.

Otro sector sometido a la influencia directa de Hobbes, también inesperado para los que contemplan el siglo XVIII a través del liberalismo del siglo XIX, es el de los teóricos protestantes franceses, que no dejaron de defender el poder absoluto del rey a lo largo de todo el siglo, hasta la ruptura que supuso la Revocación del edicto de Nantes. En 1650, Meise Amyraut publicó su Discours sur lo sauveroineté des rois que define la soberanía como absoluta por esencia. Amyraut muestra, a partir de ejemplos sacados de las Escrituras, que la persona de los reyes es sacrosanta y que ejercen una autoridad sin límites que les viene de Dios. No sólo los reyes sino todos los que ejercen el poder. No hay ninguna autoridad que no sea absoluta y el error es creer que el gobierno popular difiere en eso de la monarquía. Esto es lo que afirma, en el momento mismo de la Revocación, el pastor Elie Merlat en su Troité du pouvoir obsolu des souveroins, publicado en 1685, y en el que, en contra de la opinión predominante entre los exiliados del Refugio, se propone de-mostrar que el poder es «ilimitado y absoluto» y por tanto que «nadie debe negar su obediencia a los príncipes ni rebelarse contra ellos...» Toda sociedad se halla amenazada de destrucción porque «la locura de los hombres se acrecienta» y su única protección razonable es el poder absoluto. En su exilio holandés, Pierre Bayle decía lo mismo a sus correligionarios que estaban dispuestos a sublevarse contra Luis XIV.

Política de la escritura

Sería sin embargo un error pretender que existía una familia de pensamiento totalmente homogénea. Los supuestos de que parten los protestantes no son comparables en nada a los de Hobbes, pues son ante todo teológicos. Su política se fundamenta en una visión del hombre pecador, víctima de sus pasiones, y en una concepción del poder que destaca su naturaleza divina. En esta óptica, en contra de lo que pudiera esperarse, se encuentran más cerca de Bossuet su adversario, que de los libertinos. Muchas de las proposiciones de Merlant y de Amyraut podrían encontrarse en la Politique tirée des propres paroles de

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l'Ecriture sointe de Bossuet, publicada después de su muerte en 1709, a pesar de que, como con frecuencia se olvida, los protestantes fueron entonces los más firmes partidarios del antiabsolutismo. Los pastores respetuosos de la autoridad real y el preceptor del Delfín representaban lo que se ha llamado con justicia el «absolutismo teocrático». Y a este respecto la Politique tirée... es una obra magistral, rigurosamente estructurada en diez libros y multitud de proposiciones y artículos. Bossuet parte de Dios para explicar la sociedad, el gobierno, el poder real y el absolutismo. En primer lugar es el amor de Dios el que obliga a los hombres a amarse los unos a los otros. La humanidad es, pues, una gran familia dividida por el mal en familias particulares, que son las naciones y las diferentes sociedades políticas o civiles. El Estado es por tanto «una sociedad de hombres unidos y juntos bajo el mismo gobierno y bajo las mismas leyes». Por el gobierno los hombres se perpetúan y escapan a la destructora malicia de los hombres. Bossuet coloca a Dios en el origen de la evolución humana: al comienzo no existía más que Dios, verdadero rey, a quien sucedió el imperio paternal que fue luego reemplazado por el reino de los reyes, consentido por los pueblos. Lo que no significa, como matizara en su querella con Jurieu, que el pueblo esté en el origen de la soberanía. Los hombres se sometieron a la autoridad porque tenían interés en hacerlo y porque tal era su deber a ojos de Dios. La autoridad aparece así como sagrada, colocada por el mismo Dios en las manos de los soberanos, que son sus ministros. Los hombres les deben por eso una total obediencia. «El respeto, la fidelidad y la obediencia que se debe a los reyes no pueden ser alteradas por ningún pretexto».

Sí este deber de obediencia vale para todos los gobiernos cualquiera que sea su forma, sin embargo la Politique se interesa muy especialmente por la monarquía. Esta, dice, es el gobierno más natural, el más antiguo y el más corriente, se impone así como el mejor de los gobiernos y sobre todo cuando se trata de la monarquía hereditaria y absoluta. Pero hay que entender lo que quiere decir Bossuet con esto. El gobierno absoluto no es el gobierno tiránico o arbitrario que no tiene más fines que el capricho o el interés personal y que sustituye a las leyes por la voluble voluntad del tirano. El tirano no está por encima de las leyes sino sometido a éstas. No estamos aquí en la problemática de un Hobbes o de los libertinos, a quienes el desprecio del pueblo llevaba a la adoración exacerbada de los reyes.

Este paralelo entre Hobbes y Bossuet muestra, si hiciera alguna falta, que bajo el término de absolutismo se agrupan sistemas de pensamiento que, aunque tengan en común una misma afirmación de la necesidad del Estado y del deber absoluto de obediencia, divergen cuando se examinan sus postulados esenciales. Aunque unos y otros participen de «ese duro deseo de permanecer» que representa, en la angustia de los tiempos que se acercan, la única ley de los gobiernos que luchan contra la locura de los hombres, se separan en su definición de la ley y de los límites que imponen o no al poder. Hay que guardarse de confundir un absolutismo empírico, que es el de Richelieu o el de Luis XIV cuando dicta sus lnstructions politíques et morales o sus Réflexions sur le métier de roi, con el absolutismo teocrático de Bossuet o de los protestantes fieles a la corona y más aún de hacerlo con el absolu tismo teórico de un Hobbes. Entre ellos existe la misma diferencia que entre la teoría abstracta, reducida al plano, y la construcción práctica que se acerca o se aleja de lo proyectado al impulso de los sistemas tradicionales de creencias y de los azares de la historia.

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Nacimiento del liberalismo político

El debate político inglés no sólo introdujo en Francia el absolutismo teórico en su forma más extrema, sino también la primera versión consecuente del liberalismo político con los Tratados sobre el gobierno civil de Locke. Recordemos que Locke escribió su primer tratado contra De Potriorcho y, por encima de éste, contra el Leviatán. En el segundo tratado, donde ataca ya más directamente a Hobbes, Locke expone «los verdaderos orígenes, extensión y fines del poder», y define al poder político como «el alma» de la sociedad. «De ella, escribe, es de donde sacan todos los miembros del Estado lo que necesitan para su conservación, para su unión y para su felicidad. De tal modo que cuando el poder legislativo se disuelve, viene inmediatamente después la disolución, la muerte de todo el cuerpo político.» Esta noción de disolución nos permite comprender el razonamiento de Locke, cuando añade que no merma en nada la existencia social («comunidad... que aparta a las personas de la libertad del estado de naturaleza... por el consentimiento que cada persona da para incorporarse y obrar junto con los demás, como si se tratase de un solo y mismo cuerpo, y para formar un Estado distinto y separado»), pero rompe los vínculos de sujeción y dependencia y devuelve al súbdito su voluntad particular. Hay que distinguir por lo tanto entre sociedad y cuerpo político y admitir dos contratos: por uno de ellos, un pacto social, se funda la sociedad, y por el otro, un pacto político, es un gobierno, un poder político el que se constituye y es reconocido. La delegación de la soberanía que corresponde a cada hombre unido por el pacto social queda asegurada por el pacto político.

Por eso puede darse la disolución del poder político mientras perdura la organización social. En este episodio de desaparición del poder político, sin que exista una desintegración social propiamente dicha, aparece la necesaria presencia de un segundo contrato, por el cual el pueblo poseedor de la soberanía decide «establecer un nuevo poder legislativo como le parezca conveniente». Locke, de este modo, no sólo establece la realidad de un contrato de delegación de la soberanía, sino que afirma el poder absoluto y la soberanía del pueblo en todo este proceso. A diferencia de Hobbes, Locke reconoce pues la libertad de elección, pero también, y sobre todo, al disociar el contrato social del contrato de gobierno, el carácter revocable de la delegación de soberanía. En el principio hay pues un estado de naturaleza en que reina la paz, la concordia y la justicia privada, y es esta falta de organización, de sanción, la que acarrea el final del estado de naturaleza al aparecer la moneda, que permite la acumulación de bienes y el atesoramiento, pero acentúa las desigualdades y compromete las condiciones de paz. La sociedad se hace indispensable como organización y su fundación trae consigo la del poder político. Al adherirse al pacto de gobierno, el súbdito renuncia al derecho a reprimir las infracciones a la ley natural. Y el Estado nace de esta renuncia de los hombres que se asocian para componer un cuerpo político.

Pero esta renuncia es provisional. La autoridad no puede ser ni tiránica ni absoluta y sólo puede abarcar lo que al fin es necesario de la sociedad: la conservación de los bienes y de las personas. Una vez aceptado el Estado por el pactus societatis, hay que determinar la

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forma que revestirá la autoridad, lo que constituye el pactus sujectionis, que está constituido por una convención que fija la forma de la autoridad a la que los hombres se comprometen a obedecer. Esto es lo que convierte en nulo cualquier poder usurpado, del mismo modo que el pacto de subordinación se convierte en caduco cuando el poder no responde a las finalidades para las que fue instaurado. No puede existir pues potencia soberana que no cumpla los fines del pacto social, que no se halle limitada por la ley natural y que no conserve la forma definida en el momento del acuerdo político inicial. Si se convierte en otra diferente, se aleja de su finalidad primera, y en este sentido todos los que habían quedado sometidos a ella quedan liberados de su deber de obediencia. Esto es lo que sucede con el poder absoluto o tiránico, frente al que los súbditos tienen que llegar a un nuevo convenio. A continuación Locke se dedica a demostrar, al mismo tiempo que enuncia la legitimidad de la negativa a obedecer, que no es posible que el contrato de subordinación facilite la instauración del poder absoluto, pues esto equivaldría a alienarse más aún que en el estado de naturaleza. El lector habrá reconocido algunas de las nociones fundamentales del liberalismo político. El pacto flexible que éste define está fundado en la libertad y las instituciones deben de mantenerla y hacerla efectiva. Aquí está la base de los regímenes políticos democráticos actuales. Locke preconiza la separación de poderes o al menos su distinción, y que no hay que confundir la determinación de la ley con su aplicación.

Es fácil imaginar, en el contexto de la segunda revolución de Inglaterra y del exilio protestante, el éxito que tuvo la filosofía política de Locke. Pero, se discutía con más frecuencia acerca de sus conclusiones de política práctica (...legitimidad de la negativa a obedecer, finalidad del poder...) que del conjunto del sistema. Lo mismo ocurrió con Montesquieu, que toma la trilogía de Locke poder ejecutivo, federativo (política exterior) y legislativo para transformarla, sin pasar por el contrato de subordinación ni discutir siquiera el conjunto de supuestos previos del tratado. Que Bossuet responde a Locke como al intérprete de los protestantes del Refugio en la Politique tirée... o en Le Cinquiéme Avertissement oux protestons sur les lettres du ministre jurieu contre l'Histoire des voriotions, no ofrece la menor duda. Que los hombres del Refugio la asimilaran a los monarcómacos del siglo XVI es una evidencia. No comprendieron la novedad radical de su pensamiento y no quisieron retener más que lo que les servía para oponerse a Luis XIV y para apoyar a Guillermo de Orange: el derecho legitimo a oponerse, en algunas circunstancias, a la autoridad. De aquí su tendencia a convertir el Tratado de Locke en una obra de circunstancias que, sin duda, se aplicaba a los acontecimientos ingleses de la Gloriosa Revolución, pero iba también más allá. El análisis del impacto de la revolución de 1688 sobre el movimiento de las ideas políticas en Francia puede seguirse en los escritos de Piene Jurieu, Coulan o Basnage de Bauval, percibiéndose, incierta y sin embargo real, la huella de Locke en los escritos de estos defensores del llamado «liberalismo aristocrático».

Miremos ahora hacia el Essoi philosophique sur le gouvernement civil de Fénelon. Sabemos que fue escrito por el caballero Ramsay, exiliado jacobita en Francia, a raíz de sus conversaciones con Fénelon y publicado en 1719. Probablemente fue a partir de las reflexiones que le inspiró el Tratado de Locke como Fénelon inició su diálogo con Jacobo III, pretendiente a la corona de Inglaterra, durante la estancia del joven príncipe en Cambray durante los años 1709 y 1710, diálogo que, según Ramsay, fue el origen del Essai.

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Al contrario de lo que podría hacernos creer el conflicto entre Fénelon y Bossuet, si tratamos de no confundir teoría y práctica política, el Essai, por muchos aspectos, se encuentra muy cerca de la Politique tirée... Tanto para el uno como para el otro no existe un verdadero estado de naturaleza, porque el hombre, desde su origen, pertenece a la familia humana que se extiende por toda la tierra. El hombre es sociable por naturaleza. Antes de la Falta no había más que una sola sociedad. Ambos reconocen sin embargo que cuando la familia humana desapareció a raíz de la multiplicación de la especie y de la Falta, los hombres se hacen «errantes y vagabundos sobre la tierra, sin orden, sin unión, sin regla» y el reino de la ley representa entonces una necesidad de la naturaleza y es la forma que toma el auxilio mutuo. La formación de la sociedad civil responde así a una necesidad de la naturaleza, que el hombre corrompido es incapaz de satisfacer. La humanidad no puede resolver su contradicción fundamental sino aceptando una autoridad coercitiva que la defienda de sus pasiones y le permita vivir según la naturaleza, bajo la mirada de Dios. Estamos muy lejos de Locke cuando leemos en el Essai sur le gouvernement civil de Fénelon: «Por consiguiente nada es más falso que esta idea de los aficionados a la independencia, de que toda autoridad reside originariamente en el pueblo, y que viene de la cesión que cada uno hace, a uno o varios magistrados, del derecho inherente de gobernarse a si mismo.» Niega aquí tanto el contrato de delegación como la posibilidad de rescindirle, y el origen popular de la soberanía. Los poderes instalados, tanto para él como para Bossuet, deben ser respetados de modo absoluto. Para uno y otro el Estado popular, por el hecho de no respetar la superioridad natural que existe en el orden espiritual, es nefasto. El Essai participa pues plenamente del miedo hacia el tiempo destructor y hacia la anarquía popular. Fénelon rechaza el legitimo derecho a la rebelión del súbdito que se halla sometido a una autoridad tiránica porque esta actitud abriría la puerta al más completo desorden. Para él, vale más una tiranía que el desorden, y el orden impuro es al menos una especie de orden. Si se admitiera el contrato y la posibilidad de rescindirlo, correríamos el riesgo de un final de la historia.

Pero no puede reducirse la política de Fénelon a esta exposición teórica, bastante cercana en definitiva a las legitimaciones de los defensores de la monarquía absoluta, sino que es necesario pensarla a partir también de sus posiciones políticas. Estas se hallan expresadas en las Aventures de Télémaque, las Tablas de Chaulnes, el Examen de conscience sur les devoirs de lo royauté y la Lettre anonyme o Louis XIV Se expresa en ellas una crítica severa de los abusos de la monarquía que, por sus excesos coactivos, termina por provocar lo que hubiera debido evitar la sublevación y la anarquía. Fénelon reclama en sus escritos un control del rey por la nobleza «con rango en el estado... que apoya al trono permaneciendo al mismo tiempo independiente del rey» y de las reuniones regulares de los estados. Pide que se respeten las leyes fundamentales del reino.

La práctica política modifica ampliamente la rigidez teórica, colocando a Fénelon en el campo de los que consideran que la felicidad de los pueblos y su tranquilidad son el verdadero objetivo del gobierno. Aunque aprueba a los que sostienen la naturaleza absoluta del poder y la ausencia del contrato de delegación de la soberanía del pueblo, define, en su práctica, los verdaderos límites del poder real, los medios de controlarle y funda así el liberalismo aristocrático. Los discípulos de Fénelon que rodeaban al duque de Borgoña, apegados en el fondo a los modos de pensar de la monarquía absoluta, a su temor por una

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historia destructora, al miedo hacia el reino de las pasiones, comprometidos en una lucha en defensa de sus privilegios políticos hicieron un gran servicio gracias a su crítica práctica del absolutismo, a la causa de la libertad, que convirtieron entonces en una idea nueva en Francia.

LA POLÍTICA DE LA ILUSTRACIÓN

FELICIDAD Michel Delon

El pensamiento de la Ilustración puede definirse por la laicización de los valores y por la promoción del individuo. Tanto por su racionalismo como por su pragmatismo, sitúa en primer plano los poderes del ser humano, que recupera su autonomía por la fuerza de su razón o por la riqueza de su experiencia. El fundamento de la vida moral fue religioso durante muchos siglos: toda la existencia terrena quedaba orientada hacia una salvación situada en el más allá, toda realidad terrestre quedaba desvalorizada en beneficio de la verdad eterna. Paralelamente, la finalidad de la vida colectiva residía en el interés superior y en la gloria del príncipe: el súbdito carecía de sentido salvo con relación a su rey.

La laicización hace descender los valores del cielo a la tierra; el individualismo descompone el interés del príncipe en una multitud de intereses particulares. La singularidad y verticalidad de la luz (verdad divina o autoridad del Rey Sol) son sustituidas por la pluralidad y la horizontalidad de las luces (red de relaciones entre los seres, acumulación enciclopédica de los conocimientos). La idea de felicidad ratifica esta mutación decisiva, oponiendo a la salvación religiosa una plenitud de existencia aquí abajo y a la gloria del príncipe la búsqueda de un desarrollo personal. Así es como se amplia, a lo largo del siglo XVIII, el principio del derecho a la felicidad. Es en este sentido, como durante la Revolución, Saint Just pudo hablar de la felicidad, idea nueva en Europa: idea que se confunde a veces con el pensamiento de la Ilustración y más tarde con la reivindicación revolucionaria. La Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano de 1793 empieza así: «El fin de la sociedad es la felicidad común.»

Redescubrimiento del placer

La idea de felicidad supone fundamentalmente una rehabilitación de la naturaleza humana. La salvación espiritual todopoderosa compensaba la debilidad de un ser marcado por el pecado original y la caída. Incapaz de autonomía moral y política, el hombre tenía que ponerse en manos de la religión y del poder que recibía su garantía de aquella. Su rehabilitación la inicia el racionalismo cartesiano, que reconoce a cualquier persona un «buen sentido» que le permite distinguir lo verdadero de lo falso, que independiza al individuo de la tradición y de las autoridades y le cree capaz de determinar lo que constituye su felicidad.

Pasa luego por el sensualismo de Locke y de Condillac que coloca la experiencia sensorial en el origen de nuestros conocimientos: la actividad humana, el ejercicio de las pasiones, el rechazo del dolor y la búsqueda del placer no son obstáculos para llegar a la verdad y por el

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contrario constituyen su motor. El ideal de la sabiduría como repliegue, del retiro cuyo fin es escapar de la anarquía de las pasiones y la locura del mundo, deja progresivamente paso al ideal del compromiso y la participación en un mundo que hay que mejorar. El hombre tenía que anularse como hombre para llegar a la sabiduría, a partir de ahora tendrá que realizarse plenamente para llegar a ella. La idea de felicidad lleva consigo la del placer. Los moralistas que tratan de definirlas dicen que la felicidad es un placer continuado o un estado de satisfacción que adquiere conciencia de si mismo gracias a placeres más vivos y por lo tanto más limitados. La moral de la salvación espiritual imponía una mortificación de los sentidos y una condena del placer físico. La moral de la felicidad restituye al placer su dignidad y su utilidad.

No se trata sólo de frases teóricas sino de modificaciones concretas de los comportamientos. Los ejemplos más convincentes de todo esto son las actitudes frente a la vida y a la muerte. La muerte era considerada, desde el punto de vista del moribundo, como un lugar de paso decisivo hacia la eternidad, desde el punto de vista de los supervivientes, como un recordatorio de nuestra condición y, desde el punto de vista de todos, como un momento terrorífico y solemne. La muerte era un espectáculo del que se hacían cargo los ritos públicos. Las pompas fúnebres de los grandes magnificaban y canalizaban el horror. La evolución de las mentalidades tiende luego a desdramatizar y privatizar el acontecimiento que pierde así su aspecto trágico y metafísico en beneficio de un aspecto sentimental y familiar. La muerte es, a partir de este momento, vista menos en relación con el más allá que con el aquí abajo: la memoria de la vida y hechos del difunto, la permanencia de su acción y de su recuerdo entre los suyos adquieren una importancia mayor que el juicio escatológico. A esta domesticación o familiarización de la muerte corresponden una exaltación de la sexualidad y un control cada vez mayor de los nacimien-tos.

Los hombres toman posesión de su vida y de su muerte. Lo que antes era aceptado como una fatalidad, se convierte en el objeto de una acción voluntaria Diderot escribe para la Enciclopedia el artículo «goce» que es un canto al placer sexual, un elogio de la naturaleza humana, del cuerpo y del amor. El desarrollo de los individuos pasa por el reconocimiento del placer y el dominio sobre la fecundidad.

Tales mutaciones de las teorías y de las practicas vienen determinadas por la evolución de las condiciones de vida. La Francia del siglo XVIII había visto desaparecer las grandes hambrunas y las peores epidemias que la habían herido durante las épocas anteriores. Las probabilidades de supervivencia de los recién nacidos, la esperanza de vida de los adultos habían aumentado. El hombre no era ya un ser destinado a la muerte, sino a vivir toda una vida rodeado de los suyos. La idea de felicidad informa esta permanencia nueva de seres destinados a vivir juntos y el modelo de la familia nuclear. El desarrollo de la burguesía y la administración del patrimonio imponen la imagen de una familia donde la limitación del número de hijos permite dar a cada uno de ellos un afecto mayor.

La seguridad económica completa la rehabilitación filosófica del hombre. La felicidad puede convertirse así en una reivindicación y un derecho. El goce de cada uno, aseguran los fisiócratas, unidos a los enciclopedistas, es el motor de la actividad económica general. La

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búsqueda del placer, que constituía la base de la teoría del conocimiento sensualista, es de modo similar la del pensamiento fisiocrático. Lemercier de la Riviére, en especial, en L'Ordre natureí et essentiel des sociétés politiques (1767), deduce de aquélla una defensa de la propiedad individual, de la aceleración de los intercambios y del aumento del consumo. Inglaterra, por su adelanto económico, es puesta con frecuencia como ejemplo de nación feliz.

Así la sabia naturalezaNos conduce, en nuestros deseos, A su fin por los placeres

se canta en El Casamiento de Fígaro. Un equilibrio se establece así entre la razón y el placer, entre el goce individual y el bien colectivo.

Divergencias y contradicciones

Pero la fractura es siempre posible. El consenso filosófico no excluye que haya divergencias y contradicciones en la interpretación de la felicidad de cada uno y del bien de todos. Como herederos del cartesianismo, los hombres de la Ilustración confían en la razón: sus desgracias no pueden tener otro origen que los prejuicios, las conductas absurdas. El progreso consistirá en una racionalización progresiva de la vida de los individuos y de las colectivades. La felicidad se identifica así con el saber y toda política se reduce a una pedagogía: bastará iluminar al pueblo y difundir las luces para que las injusticias retrocedan, para que llegue a imperar la felicidad. La obra de Voltaire y de los enciclopedistas es como una antología de los errores y de los disparates de la humanidad, destinada a suscitar la autoconciencia que les hará disiparse.

Rousseau, por el contrario, considera una falsedad esa reducción de la felicidad al saber, es decir, del hombre a su razón. Mientras los volterianos buscan una solidaridad entre los hombres en su adhesión a la razón, los discípulos de ginebrinos tratan de encontrarla en la necesidad emotiva que tienen unos de otros. El prejuicio no es siempre una simple sinrazón, a veces puede justificarse por su utilidad. La política tiene que completarse entonces con una pedagogía, una gestión de la ilusión.

Una tensión similar enfrenta en el interior del campo ilustrado a aquellos que, como los fisiócratas, ven la felicidad en el desarrollo económico y los que siguen siendo partidarios de una felicidad «regresiva». Los primeros asimilan expansión económica, progreso de la racionalidad, de la moralidad y de la felicidad. Semejante optimismo desemboca a veces en una apología del lujo y de los vértigos del consumismo. Voltaire canta en 1736, en Le Mondain:

Amo el lujo e incluso la molicieTodos lo placeres, todas las artes,La limpieza, el buen gusto y los adornos.

El poeta filósofo concluye diciendo: «El paraíso terrestre está donde yo estoy.» La vida

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mundana de las «élites», que funden alta nobleza y gran burguesía de finanza y de negocio, estimula la actividad económica y la creación intelectual; allí encuentra su justificación un cierto libertinaje. El torbellino de las fiestas galantes, el consumo de los bienes y los cuerpos son considerados conformes con el progreso. Pero tomando el relevo de los teólogos que condenaban este derroche en nombre de una normativa ascética, algunos filósofos ilustrados la vituperan en nombre del bien público. Rousseau denuncia la confusión entre el progreso económico, que proporciona un suplemento de felicidad a unos pocos, y el progreso social que debiera asegurar el de todos. Diderot se alarma ante el egoísmo de los que sólo piensan en sus goces y exacerban las desigualdades. El progreso no es tanto la búsqueda desenfrenada del ascenso individual como una mayor participación en la vida pública.

Este antagonismo nos lleva a la contradicción central de la filosofía de la Ilustración que piensa al hombre ante todo como individuo. Su autonomía racional y la génesis de su espíritu a partir de sus sensaciones lo constituyen como realidad primera; la sociedad debe definirse a continuación como un conjunto de individuos reunidos. La adecuación entre los intereses particulares y el interés colectivo está garantizada, bien por el razonamiento (pues el interés bien entendido de cada uno está en la solidaridad entre todos), o bien por la sociabilidad natural del hombre: cada individuo estará movido a la vez por el sentido de la conservación o amor propio, y por una piedad que le impulsa hacia su prójimo, un movimiento de benevolencia. Los ilustrados adoptan la palabra «beneficencia», inventada por el abate de Saint-Pierre, para dar nombre a esa benevolencia activa y distinguirla de la caridad cristiana tradicional. Así responden a las acusaciones de sus adversarios que les culpan de arruinar el orden social por negarse a fundarlo sobre la religión.

La idea de naturaleza les sirve de garantía en lugar de la idea de Dios. La natura leza es para ellos una especie de predestinación laica, a la que basta obedecer para lograr la felicidad. Al problema del origen del mal, los enciclopedistas responden con su teoría de la conjura de los sacerdotes y los tiranos: impostores que engañaron a los pueblos para poder dominarlos mejor, basta desengañarlos para hacerlos volver al orden natural. Los conflictos entre los hombres no son más que intereses mal comprendidos, malentendidos. Sin embargo, surgen a veces dudas que minan tan exagerado optimismo. El espectáculo de una historia pasada que no es más que estrépito y furor y la experiencia de una historia presente que acumula decepciones, los llevan a realizar un corte entre la historia del espíritu humano, sometida a un continuo progreso, y la historia de los hombres, amenazada por caídas y retrocesos. Más radical, Sade opone a la armonía preestablecida entre los hombres y la Naturaleza y entre los hombres mismos, unas relaciones trágicas y conflictivas: la Naturaleza no hace sino destruir a las especies, cuya ley es devorarse entre sí. No hay más equilibrio que el del terror la obediencia aterrada de las víctimas y la solícita caridad cínica de los verdugos.

La obra de Sade es un compuesto monstruoso de una parte de la filosofía de la Ilustración (rechazo de toda trascendencia) y de la inversión de otra parte (confianza en el hombre). La promesa enciclopedista de la felicidad se transforma así en una maldición que vuelve a ocupar el terreno del pesimismo religioso. Pero el sadismo designa la aporía de una filosofía que parte de una génesis individual del hombre para fundar inmediatamente una moral altruista. Designa el entronque entre la ideología burguesa y la Ilustración.

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Política de la felicidad

Más allá de estas tensiones, el siglo XVIII propone una política de la felicidad. Dos preguntas permiten definirla: ¿por quién? ¿para quién? El anticlericalismo y la valorización de la razón designan al filósofo mismo como maestro de las naciones y consejero del príncipe. Así se realiza lo que se ha llamado «la consagración del escritor», transferencia de la autoridad moral del sacerdote hacia el literato o el filósofo. El siglo XVIII toma conciencia de sí mismo en la empresa de los enciclopedistas y en su reivindicación a la gestión de la vida pública. La política debe convertirse en una «ciencia del hombre» que forma parte del saber del filósofo. La violencia de los enfrentamientos entre filósofos y antifilósofos es propia de luchas por conquistar el aparato del Estado. Los unos tratan de prohibir la Enciclopedia y los otros consideran la expulsión de los jesuitas como una victoria decisiva. Los Ideólogos, herederos de la gran generación enciclopedista, sistemati-zan este compromiso: serán ellos los que proporcionen a las diferentes Asambleas revolucionarias su personal técnico. Ellos también los que colocaron la primera piedra de las instituciones escolares y culturales de la Francia moderna y, más ampliamente, sus marcos administrativos: igualdad jurídica entre los ciudadanos, uniformización del derecho, nueva delimitación de las circunscripciones administrativas... Esta racionalización de la vida colectiva tiene como fin la felicidad de todos. Mientras que la monarquía feudal o absolutista se presenta como institución al servicio de unos privilegios, la política que invoca a la naturaleza y a la razón quiere ser la misma para todos. El ideal pedagógico pretende igualar las oportunidades a largo plazo, e incluso establecer una igualdad social. Pero a corto plazo, la realidad de la ignorancia de las masas y la lentitud de los progresos obligan al filósofo a hablar en nombre de la colectividad. Los debates políticos de la Ilustración giran siempre en torno a la determinación de esta legitimidad: ¿quién debe definir la felicidad de cada uno y de todos? A los razonamientos abstractos y a las planificaciones utópicas que tratan de definir teóricamente lo que debe ser el bien público, se oponen los esfuerzos para tener en cuenta la opinión de cada uno.

Condorcet creyó encontrar en la matemática social la solución de este tipo de problemas. Sus trabajos sobre el cálculo de probabilidades le parecen capaces de proteger la vida de los hombres de los azares y la arbitrariedad, sometiéndoles a una organización racional. Una consigna resume, más allá de sus variantes, la política de felicidad preconizada por los ilustrados. Confiando en la razón y en los métodos de las ciencias exactas, conciben la felicidad como un cálculo, una suma. «Habiéndose reunido una multitud de hombres» dice Maupertuis en el Eloge de Montesquieu, en 1755, lo ideal es «procurar la mayor suma de felicidad posible». Las traducciones del filósofo inglés Francis Hutcheson, al que responde como un eco su compatriota Bentham, ayudan a los franceses a mejorar la fórmula. El académico Duclos asegura: «El mejor gobierno no es el que hace más felices a los hombres, sino el que hace feliz al mayor número posible de hombres.» En la misma línea está el artículo «Gobierno», de la Enciclopedia, debido al caballero de Jaucourt. O un tratado que tuvo su hora de gloria y al que Voltaire consideraba un nuevo Esprit des lois: de la Félicité publique, del marqués de Castellux (1772). Este distingue cuidadosamente la prosperidad general, que no es sino la de los imperios, de la felicidad pública, que es propia de los

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individuos.

El pasado no ofrece más que ejemplos de prosperidad general y de sumisión al interés superior; el futuro que promete la filosofía garantizará «la mayor felicidad al mayor número de individuos». Según se insista sobre la primera o sobre la segunda parte de la fórmula, la Ilustración se presenta como una filosofía de la libertad o como una filosofía de la igualdad y desemboca en la Revolución de 1789 o en la de 1793.

NACIÓN

Las palabras «nación» y «patria» no eran aún objeto, en los comienzos del siglo XVIII, de fuertes inversiones ideológicas. Los historiadores discuten aún los orígenes del sentimiento nacional y algunos lo sitúan en la Edad Media, pero el sentido de dichas palabras no es el mismo que hoy le damos. La nación es una comunidad definida por un territorio y un poder político. Esta palabra se aplica, decían en el siglo XVII los diccionarios de Furetiere y de Trevoux, a «un gran pueblo que habita una misma extensión de tierra encerrada en ciertos límites o incluso bajo una misma dominación». La patria es el lugar de participación en la vida pública, el lugar de ejercicio de una libertad. La Bruyére explica en este sentido: «No hay patria bajo el despotismo, donde la suplen otras cosas: el interés, la gloria, el servicio del príncipe.» Ninguna de las dos palabras recubre exactamente el lazo afectivo con un pai-saje geográfico, el arraigo en un país.

Una nueva configuración semántica

Cuando a mediados del siglo XVIII un antiguo campesino de Yonne que excepcionalmente había llegado a ser bibliotecario e historiador de María Teresa, Valentín Mamerey-Duval, redactaba sus Memorias, evocaba los vínculos sentimentales que mantenía con los paisajes de su infancia. Dejar su aldea le hizo llorar. «No sé, decía, si ese sentimiento tiene un fundamento en la naturaleza o si sería fácil darle un nombre. Mucho tiempo después, me pareció que debiera de llamarse amor tópico o local...» Sin embargo es un amor que no se extiende más allá del paisaje familiar: “Con la misma franqueza confieso que no fui sensible en absoluto a las impresiones de ese sentimiento oscuro y confuso que se llama amor a la patria. La mía no me había ofrecido más que una miseria y pobreza extremas, y me parecía que tales cosas eran más propias para inspirar un principio legitimo de indiferencia y de alienación que un justo principio de gratitud.» La verdadera patria de este excampesino que estuvo a punto de morirse de hambre no era Francia, sino el país del príncipe que le permitió estudiar y elevarse hasta cargos inesperados. Su apego por el lugar donde había nacido y el agradecimiento por el poder que lo había hecho feliz estaba muy por delante, para él, del sentimiento de pertenecer a una comunidad nacional. En el otro extremo de la escala social, los grandes tejían entre sí lazos familiares que pasaban por encima de las fronteras. Los intereses de la estirpe y la gloria del apellido eran mucho más fuertes que cualquier clase de solidaridad con el pueblo humilde de la misma nación.

Pero también existían en el siglo XVIII otras colectividades más amplias. Mientras el modelo del Imperio Romano marcó durante muchos siglos el pensamiento de las «elites» políticas, la Cristiandad seguía uniendo moralmente entre sí a millones de europeos. Las

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guerras de religión habían roto esta comunidad. Las persecuciones antiprotestantes y la revocación del edicto de Nantes (1685) obligaron a muchos hugonotes a dejar su país y reforzaron, pese a las fronteras estatales, el sentimiento de una colectividad fundada sobre el principio religioso. Rechazando la división entre protestantes y católicos, Pierre Bayle defendió la idea de una República de las Letras: todos los hombres de letras y de pensamiento pertenecían, según él, a una comunidad profesional y moral, regida por leyes de tipo republicano: igualdad de los espíritus, rechazo de los prejuicios, respeto por la verdad, discusión sin principio de autoridad. Entre la mentalidad pueblerina y los provincialismos, por un lado, y esas colectividades religiosas o intelectuales del otro, el espacio de la nación y de la patria parecía sumamente estrecho.

Pero esta configuración semántica fue evolucionando durante el siglo XVIII, en relación con la filosofía de la Ilustración y con el pensamiento de Rousseau. Voltaire miraba aún con desconfianza la idea de patria. En su Dictionnaire philosophique (1764) le consagró un artículo que consideraba lo suficiente importante como para ampliarlo en las Questions sur l'Encyclopédie (1771 y 1772). La crítica que le hace es doble: la de acarrear un egoísmo nacional y la de que generalmente se halla basada sobre una ilusión. Enfrenta a los pueblos unos contra otros: «Es triste que generalmente, para ser un buen patriota, haya que ser enemigo del resto de los hombres...Está claro que ningún país puede ganar si otro no pierde, y que no puede vencer sin hacer desgraciados.» A este sentimiento exclusivo, Voltaire opone el cosmopolitismo del que se tiene por «ciudadano del universo». La patria es, además, ilusoria cuando es incapaz de garantizar protección a los ciudadanos. Este es el caso de los judíos que, según Voltaire, no son ciudadanos con todos los derechos, y también es el caso de los súbditos de un déspota o de un mal rey («Se tiene una patria cuando se vive bajo el gobierno de un buen rey, pero no se tiene de ningún modo cuando se es súbdito de un malvado»); los pobres se encuentran excluidos del reparto de las riquezas («...en una patria un poco extensa hay a veces varios millones de hombres que no tienen patria»). Para disipar esta ilusión, Voltaire recuerda cuáles son los derechos del individuo («La patria se halla allí donde uno se encuentra bien») y esta conciliación de los intereses individuales que representan para él los intercambios económicos e intelectuales. En Voltaire, el ideal de la Ilustración, heredero de la República de las letras de Bayle, se confunde con el modelo burgués del comercio como superación de los conflictos, tanto personales como nacionales. Montesquieu caracteriza, por su parte, al filósofo por su sentido de lo general y por su capacidad de superar los intereses particulares en beneficio de un interés de orden superior «Prefiero mi familia a mi mismo, mi patria a mi familia y el género humano a mi patria.» El artículo «Cosmopolita» de la Enciclopedia cita esta fórmula.

Pero la ideología de la Ilustración fue capaz también de renovar las ideas de nación y patria. El ejemplo vino de Inglaterra. En 1730, lord Bolingbroke publicó The King Patriot, retrato de un rey que se ocupa del bienestar de sus súbditos. La patria designa el lugar simbólico donde se encuentran los intereses del príncipe y los del pueblo. Una traducción francesa salió con el título de Lettres sur l'esprit de patriotisme, sur I'idée d'un patriote... El abate Le Blanc escribió, siguiendo estas ideas, Le Patriote anglais (1756). En sus Dissertations sur le vieux mot de patrie et sur la nature du peuple (1755), el abate Coyer se quejaba del descrédito en que había caído la idea patriótica y de la exclusión sufrida por el pueblo. Ambas disertaciones están unidas y deploran la pérdida de un sentimiento de comunidad y de

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solidaridad. Los ejemplos antiguos (Grecia y Roma) y presentes (Inglaterra, Países Bajos, Suiza) constituyen una crítica implícita de la Francia del Antiguo Régimen. Fréron, por ejemplo, el periodista antifilósofo del Année littéraire, reprocha a Coyer sus nostalgias republicanas: «¿Es razonable exigir de nosotros, que vivimos en una monarquía, que pronun-ciemos la palabra patria con tanta frecuencia como los republicanos?» La controversia puso en todo caso la palabra de moda y el adjetivo «patriótico» entró en el diccionario de la Academia francesa en 1757. En 1766, la Différence du Patriotísme national chez les Francais et les Anglais del abogado Basset de la Marelle, trata de nacionalizar el patriotismo que sigue siendo un principio político: el título no tiene nada aún de pleonasmo.

Las cristalizaciones

Rousseau, por su parte, critica el cosmopolitismo y la disolución de las especificidades nacionales, y se proclama ciudadano de Ginebra, es decir, apegado a la vez a un régimen democrático y a una comarca. Contra el universalismo de la Ilustración, defiende las características particulares de cada situación concreta. «... Esos que se pretenden cosmopolitas y justifican su amor por la patria por su amor por el género humano, se vanaglorian de amar a todo el mundo, para sentirse con el derecho de no amar a nadie.» El proyecto político de Rousseau pasa por la reconstitución de unidades nacionales: «¿Queremos que los pueblos sean virtuosos? Empecemos por hacerles amar a su patria, ¿pero cómo van a amarla si la patria no es para ellos más que para los extranjeros, y que aquélla no les concede más que lo que no puede negar a nadie?» (articulo «Economía política», Enciclopedia, 1755). Esta preocupación por los caracteres nacionales es lo que hizo escribir a Rousseau sus Considérations sur le gouvernement de Pologne y un Projet de constitution paur la Corse. Mientras Le Contrat social expone una situación abstracta, las Considérations y el Projet la fundamentan en condiciones concretas: un pasado, una posición geográfica. Las Considérations pretenden frenar la uniformización de los países europeos: «Ya no hay, actualmente, franceses, alemanes, españoles, ni por mucho que extrañe, in-gleses, no hay más que europeos. Todos tienen los mismos gustos, las mismas pasiones, las mismas costumbres, porque ninguno ha recibido una formación nacional particular.» El Projet insiste en la creación de una unidad orgánica: «La primera norma que tenemos que seguir es el carácter nacional, y, cuando éste falte, habría que empezar por dárselo. »En Rousseau no es separable la exigencia nacional de la exigencia política de participación: la patria es un lugar formado de memoria colectiva y de costumbres, es también el marco de una participación de todos en la cosa pública.

Diderot, en la Histoire des deux Indes de Raynal, define el espíritu nacional como la especificidad tanto geográfica como histórica de un pueblo, pero también como «el espíritu que le conviene», es decir, aquél que puede asegurarle un libre y feliz desarrollo de sus recursos. Los artículos «Nación» y «Patria» de la Enciclopedía (1765) hacen un esfuerzo para conciliar los puntos de vista divergentes y asentar una teoría común de la Ilustración: muestran también la distancia existente entre la familia lexical ya politizada de patria y la de nación, aún relativamente neutra. El articulo «Patria», debido a Jaucourt, repite esencialmente la disertación de Coyer, lo mismo que el artículo «Pueblo». La patria supone la libertad y la felicidad de sus miembros. «No existe patria alguna bajo el yugo del despotismo.» Encontramos también en ellos ecos de Montesquieu y de Rousseau, en el

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vínculo establecido entre moral pública y sentimiento de pertenecer a una patria. La polarización política es aún más sensible en los artículos consagrados a las otras palabras de la familia: «Patriota» y «Patriotismo». El patriota no es, como temía Voltaire y según una terminología existente aún en estas fechas, un nacionalista, es el hombre de su país porque su país es el de la libertad: «Es aquél que, en su gobierno libre, ama por encima de todo a su patria y para quien felicidad y gloria consisten en socorrerla celosamente, según sus medios y facultades.» El patriotismo es un compromiso por una causa. Semejante definición política permite superar los antagonismos nacionales en un mismo ideal filosófico y responder así a los volterianos: «El patriotismo más perfecto es aquél que se tiene cuando se está empapado de los derechos del género humano y se los respeta en las relaciones con todos los pueblos del mundo.»

La patria es lo que debe ser y la nación es lo que es. La primera representa la afirmación de los valores, la segunda señala un hecho; es «una cantidad considerable de pueblo que habita una determinada extensión de país, encerrado en ciertos límites, que obedece al mismo gobierno». La expresión «cantidad considerable» se opone al ideal roussoniano de la ciudad lo bastante reducida como para permitir una democracia cierta. El artículo de la Enciclopedia continúa con una exposición de los caracteres nacionales. No se encuentra el articulo «Nacional». Pero, diez años más tarde, el artículo «Celtas» del suplemento de la Enciclopedia, erige a la nación en fuente de la legitimidad, en el mismo marco de participación en la vida pública que la palabra «Patria»; para el galo su felicidad estaba unida a su independencia y a un «fanatismo republicano». «Los jefes dotados de un poder limitado no tenían derecho a infligir penas a los culpables; este derecho pertenecía a la nación representada por sus magistrados.» Esta acepción nueva luchaba en el interior del artículo con la significación antigua: «El resto de la nación olvidada y desconsiderada tenía una condición que apenas difería de la de los esclavos.»

Política de la nación

En los últimos años del Antiguo Régimen el adjetivo «patriótico» está tan de moda como lo estuvo el adjetivo «filosófico» unas décadas antes. Todas las propuestas de reforma se adjetivan patrióticas, es decir, preocupadas por el bienestar público. A partir de 1770 empieza a publicarse un Dictionnaire social et patriotique, ou Précis raisonné de connaissances relatives a l'économie morale, civique et politique. Las luchas de los parlamentos contra el poder central y el gobierno Maupeou dieron nacimiento a una colección de textos titulada Les Efforts de la liberté et du patriotisme contre le despotisme. Los cuadernos de quejas, redactados en 1789 durante el periodo preparatorio de los Estados Generales, hablan mucho de patriotismo pero no de patria. Es la palabra nación la que en aquellos momentos se halla realzada por un potencial afectivo colectivo. Lacretelle define en aquellas fechas a la nación como el conjunto de los «ciudadanos que habitan un territorio, poseen una propiedad o realizan trabajos esenciales para los que cultivan la tierra, obedecen las leyes, pagan impuestos y sirven a su país». Se trata de los que se llamarán más adelante los ciudadanos activos, una «élite» social que reivindica la legitimidad política. Pero poco a poco es toda la población la que se convierte en la nación y exige un derecho de control sobre el modo como se gestionan los asuntos públicos. La nación se va sustituyendo paulatinamente al rey, como encarnación de la unidad del país. La divisa de 1789; «La

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Nación, la Ley el Rey», indica, en ese orden, lo que está primero (la nación), lo que de aquélla emana (la ley) y la autoridad encargada de la aplicación de las leyes (el rey). La carga afectiva de la idea de nación se expresa en símbolos como la bandera nacional (tricolor, en vez de la bandera blanca del rey), la fiesta nacional (el 14 de julio, celebrado a partir de 1790, en vez del día de San Luis, santo del rey) o el himno nacional (la Marsellesa, creada en 1792 y convertida en himno nacional en 1795).

La retórica de la Ilustración, hecha del recuerdo de las ciudades griegas y de Roma, y de los precedentes de las revoluciones holandesa y norteamericana, cuyos combatientes eran patriotas, preparó la fortuna revolucionaria de las palabras «patria» y «patriotismo». Una vez liberada del despotismo, Francia se convierte en una patria, digna del patriotismo de todos, y patriota se hace sinónimo de revolucionano. Brissot publica Le Patriote francais y explica que la patria empieza con la libertad. Como la libertad es un valor que desborda a la nación francesa, «un patriota francés debe ser un patriota universal». La palabra nación tiende a solaparse con la palabra patria para designar al pueblo en lucha, a una colectividad que reclama sus derechos naturales. La soberanía, dice la Declaración de los Derechos del Hombre, reside en la nación.

La organización administrativa del país y el desencadenamiento de la guerra dan un cierto cambio a los significados de «patria» y de «nación». Las tropas revolucionarias obedecen la consigna de «Guerra a los castillos, paz a las cabañas», o también «Guerra a los reyes, paz a las naciones». Pero se plantean a la vez los problemas de la definición del poder (federal o centralizado) y de los límites del territorio. El ideal mesiánico de una Francia encargada de dar la libertad a toda Europa y al mundo, permite confundir un combate político y un combate nacional. La urgencia de la «patria en peligro», la centralización de una República «una e indivisible», la anexión de Aviñón, Alsacia y, posteriormente, de Saboya, la justificación de nuevas anexiones por la teoría de las fronteras naturales, arraigan progresivamente la nación y a patria en un territorio y transforman la adhesión voluntaria en un ideal político, en un destino unido a un territorio.

El deslizamiento semántico que advertimos ya en algunos textos de Rousseau, se hace patente en muchos de sus lectores. Rétif de la Bretonne, el «Rousseau del arroyo», mezcla la lección del ginebrino, de la patria limitada a una ciudad, y el espíritu del provinciano apegado a una comarca. Campesino borgoñón emigrado a París, sustituye el criterio político por un arraigo territorial: «El medio de disminuir el patriotismo es extender los Estados... Nacemos y morimos en el territorio de la patria, de la ciudad, del burgo o de la aldea donde vinimos al mundo, si queremos ser felices y virtuosos. El cosmopolita es un monstruo; el hombre que cambia de reino se desnaturaliza; el que cambia de provincia también, pero en menor grado, y menos aún el que sólo cambia de ciudad o de pueblo; pero hasta el que sólo se aleja, para insta1ar su hogar, a una legua de su tierra natal, pierde ya algo.» Esta forma de ver las cosas es la que transforma al país de la libertad en «gran nación» cuyos ejércitos victoriosos imponen su ley a toda Europa, reclamándose del derecho de conquista.

La guerra revolucionaria se convierte así en guerra nacional. En 1798, según se cree, aparece la palabra «nacionalismo» en un escrito del abate Barruel, cuyo objetivo es atacar a la Ilustración y a la Revolución. Según él, la Ilustración se caracterizaría por una moral

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individualista del interés y por el olvido de la moral del Evangelio, y la Revolución por un patriotismo y un nacionalismo asimilados el uno al otro: «el nacionalismo sustituyó al amor general... Entonces se permitió despreciar a los extranjeros, engañarles, ofenderles. Esta virtud fue denominada patriotismo. Además es una virtud a la que pueden darse unos límites más estrechos. Del patriotismo vimos nacer el localismo, el espíritu de familia y por último el egoísmo» (Mémoires paur servir a l'histoire du jacobinisme).

Las guerras de la Revolución y del Imperio hicieron surgir en toda Europa un movimiento de autoconciencia nacional. La influencia francesa fue a la vez positiva y negativa: positiva por el ejemplo de la unificación administrativa y negativa por el odio que hicieron nacer unos ejércitos extranjeros. Países que hasta entonces habían estado divididos territorialmente, como Alemania e Italia, empezaron a verse como naciones como eco de las tentaciones napoleónicas y rechazo de la hegemonía francesa. Hubo pensadores que trataron de dar un cuerpo teórico a tales impulsos. Los del grupo de Coppet se hallan en la confluencia de varias tradiciones nacionales y religiosas. Mme. de Stael, hija del suizo Necker y casada con un sueco, se sentía francesa y tenía muchos amigos alemanes. En su novela Corinne ou l'ltalie (1807) y en un tratado como De l’Allemogne (1810), intentó definir el concepto de nación, por una parte en relación con un lugar y un clima, y por otra, con una historia, una religión y una cultura. El término «nacionalidad» se crea en los primeros años del siglo XIX para designar en primer lugar la conciencia de unidad que tiene una comunidad, y luego como la voluntad de formar un Estado. La palabra domina toda la historia y todo el pensamiento del siglo XIX. Las luchas revolucionarias toman en esta época el doble aspecto de un combate por la libertad y de una lucha por el reconocimiento nacional.

La Revolución Francesa dio forma a un modelo de unidad. La defensa, la educación se convirtieron entonces en «nacionales» en Francia. Pero sobre las mismas bases puede desarrollarse también un nacionalismo expansionista y agresivo. La lengua moderna denomina patriotismo al apego a la unidad nacional y a su exageración nacionalismo o chovinismo (de Chauvin, tipo del soldado napoleónico). Algunos malentendidos entre historiadores franceses y norteamericanos en la interpretación de esos movimientos, se deben a las diferencias de léxico que existen entre el francés y el inglés. El paso del XVIII al XIX transformó profundamente el tipo de comunidades a las que los individuos tienen conciencia de pertenecer. La idea de nación oscila entre el hecho y el valor, el reconocimiento de los factores objetivos y la adhesión a un ideal. La Revolución se iniciaba en 1789 con el panfleto de Sieyés, titulado polémicamente Qu'est-ce que le Tiers Etat? Los conflictos del siglo XIX inspiraron a Renan su ensayo filosófico Qu'est-ce qu'une nation? El debate se ha prolongado en nuestro siglo en forma de luchas de descolonización y antiimperialistas.

La Revolución «moderada» Marc Régaldo

Aunque muy diferentes en cuanto a sus causas y su objeto, la guerra de la Independencia de los Estados Unidos y la Revolución Francesa tienen cierta relación, y es que desde ambas orillas del Océano se acudía a las mismas fuentes ideológicas. El mito de la Antigüedad incluso que, en aquellos tiempos de neoclasicismo ejerció en Francia una influencia nada desdeñable, tampoco fue desconocido por los norteamericanos. Para convencerse, basta que pensemos en las palabras «Senado» y «Capitolio» o aquella orden de Cincinatus que fundó

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Washington para honrar a sus más gloriosos compañeros de armas. Tampoco es casual que, no contentos con haberse dado una Constitución, ambos países la hicieron preceder de una especie de justificación ante la razón universal; ambas Declaraciones de Derechos, la norte-americana y la francesa, ofrecen muchas similitudes. El parentesco de las ideas tuvo por efecto un acercamiento entre los hombres. Tanto o quizá más que a la Corte, Franklin a quien luego se unió Jefferson vino a pedir apoyo y ayuda a la opinión «ilustrada». Son muy significativos el número y la diversidad de extranjeros que aportaron a los colonos sublevados su concurso: La Fayette y sus voluntarios, el polaco Kosciusko, el venezolano Francisco de Miranda, el inglés Thomas Paine. A estos dos últimos les encontraremos unos años más tarde en Francia, uno como general y el otro como diputado de la Convención.

El espíritu de las revoluciones

La simpatía entre norteamericanos y franceses no fue sin embargo tan general como pudiera parecer a primera vista. Las disensiones internas en ambos países, hicieron aparecer muy pronto sus límites. Poco después de la independencia se constituyeron dos partidos en los Estados Unidos, el de los federales y el de los republicanos. El primero se apoyaba en los estados del Norte, industriales, comerciantes y de cultura predominantemente inglesa; su modelo era el sistema de gobierno británico, y su objetivo era el fortalecimiento del poder federal, y de aquí el nombre que adoptó. Sus dirigentes eran Alexander Hamilton y sobre todo John Adams, sucesor inmediato de Washington. Frente a él, el partido republicano, que estaba implantado sobre todo en el sur, agrícola y con influencias latinas, optaba por una amplia autonomía de los estados. A su cabeza se encontraba Jefferson. La Revolución Francesa sorprendió desagradablemente a Adams, en buena parte porque el partido contrario tenía más relaciones que el suyo en Francia. Durante su presidencia, el nuevo país se acercó a su antigua metrópoli y, en vísperas del 18 de brumario, estuvo a punto de estallar un conflicto armado entre los aliados de antaño. El mismo Jefferson tomó una actitud más matizada. Los medios en que se había desenvuelto durante su estancia en Francia con Franklin, eran los círculos filosóficos, sobre todo los salones de Mme. de Condorcet y de Mme. Helvetius. Había visto los comienzos de la Revolución y había quedado atemorizado por la violencia y la ignorancia de la muchedumbre parisiense. Antes de volver a Estados Unidos, a fines de 1789, aconsejó moderación y prudencia. Además, en cuanto a ideas y afectos se encontraba más cerca de los girondinos y sobre todo de los «ideológicos».

Si por muchas e importantes razones se sitúa en 1789 el comienzo de la Revolución, no hay que olvidar los acontecimientos de la primavera y verano de 1788, en especial los que se desarrollaron en el Delfinado, en Borgoña y en Bretaña, que pueden considerarse, en cierto modo, como un fenómeno de transición, continuación por un lado de la tradición de la Fronda y preludio, por otro, de algo completamente inédito. Parecían en aquel momento cumplirse al pie de la letra las advertencias de Montesquieu: ¿no había sostenido que el único remedio a la corrupción de los gobiernos es el retomo a la constitución original, y no era precisamente aquel retorno lo que pedía la coalición de nobles y parlamentarios que se alzaban contra las «usurpaciones» del rey? El movimiento, sobre todo en Bretaña, fue apo-yado por los que ya entonces se autodenominaban «patriotas» y los sediciosos tuvieron la satisfacción de ver que los espíritus «ilustrados» se ponían de su parte. Grave error de

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apreciación.

Estas ilusiones de los primeros tiempos no tardaron en desvanecerse, pues en cuanto se decidió la convocatoria de los Estados Generales, los «patriotas» pidieron que se duplicara la representación del Tercer Estado, lo que no tenía sentido alguno más que si se votaba individualmente, cosa que, en efecto, reclamaron en una segunda fase. El folleto de Sieyés, Qu'est-ce que le Tiers Etat? hizo saber a los nobles y a los parlamentarios que ya no se contaba con ellos. Ya no se trataba de restablecer unas instituciones de dudosos fundamentos históricos, sino de proporcionar a Francia una constitución conforme con los verdaderos principios de la sociedad. Los elegidos no habían recibido el mandato de cambiar el régimen en absoluto. A pesar de los modelos más o menos elaborados en las sociedades de pensamiento y que circulaban sobre todo en el Palias Royal, los cuadernos de quejas eran, en conjunto, bastante moderados: reclamaban reformas, pero nada que se pareciese a una revolución. Algunos empezaron sin embargo a pensar en aprovechar la oportunidad para introducir por fin la Razón en la política como habían hecho los norteamericanos. Y los nobles que habían combatido al lado de los insurrectos del otro lado del Atlántico, los La Fayette, Lameth, Montmorency, Noailles, empezaron a hacer causa común con el Tercer Estado.

Los grandes temas comunes de la filosofía de la Ilustración -rechazo de un absolutismo que se llamaba despotismo, abolición de los privilegios, laicización del Estado- fueron los ejes del trabajo de la Constituyente. Aparte de la inútil resistencia de la mayoría del clero y de la nobleza, todo el mundo estuvo de acuerdo, sin grandes dificultades, sobre los dos primeros puntos. En cuanto a la cuestión religiosa, la opinión de los filósofos puede quedar resumida en la fórmula de Raynal: «El Estado no está hecho para la religión. sino la religión para el Estado.» Tampoco había en esto nada que pudiese chocar a la tradición galicana. Por eso los redactores de la Constitución civil del clero no eran impíos, sino jansenistas como el abate Grégoire, Armand-Gaston Camus y J. Denis de Lanjuinais.

El segundo punto, sin embargo, llevaba a transformar completamente las estructuras profundas de la nación. Pues hay que tener en cuenta el verdadero significado que entonces tenía la palabra «privilegios», los que no se reducían a ciertas ventajas económicas que beneficiaban a los dos primeros órdenes. En el Antiguo Régimen todo era privilegio: los estatutos especiales de las ciudades, de las provincias, de las corporaciones, de las órdenes religiosas, etc. Y si es verdad, como demostró Tocqueville, que los legisladores de la Revolución no hicieron apenas más que continuar la tarea que habían iniciado los legistas de la monarquía, es cierto que aceleraron su ritmo. En su labor de unificación e igualación, tendieron a uniformizar y a reducir todo a una especie de unidades matemáticas, distintas pero idénticas por definición. Uno de los mejores ejemplos es el de los departamentos, me-ras divisiones territoriales, en vez de, como eran las antiguas provincias, personas morales. Pues la unidad básica, la única a la que se reconocía una existencia real, era el hombre, pero el hombre como ente jurídico y no como persona concreta.

Por eso la Asamblea no admitía sino las peticiones individuales y, en contra de los deseos de obreros y artesanos, prohibió por la ley Le Chapelier, cualquier clase de coalición entre gentes de la misma profesión que quisieran defender así sus intereses comunes.

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¿No se corría el riesgo de reducir de esta manera al hombre a un individuo desnudo y desarmado ante un poder público impersonal, así como frente a competidores mejor dotados? En efecto, el primer artículo de la Declaración de Derechos era gravemente ambiguo ¿De que los hombres sean libres e iguales por naturaleza, es decir, en virtud de una definición abstracta, se deduce que nacen efectivamente iguales? Hay que reconocer que los constituyentes se dieron cuenta, al menos parcialmente, de esta dificultad. Talleyrand basaba las obligaciones del Estado en cuanto a la enseñanza pública sobre el deber que éste tenía de tratar de conseguir una igualdad entre los ciudadanos; también hubo quienes denunciaron los peligros que acarrearía una desigualdad demasiado grande de bienes, y el título primero de la Constitución de 1791 preconizaba la organización de un sistema público de asistencia a los pobres. Pero a pesar estas intenciones generosas o prudentes, lo cierto es que una concepción totalmente abstracta del derecho natural llevó a la mayoría de la Constituyente a proclamar una igualdad casi exclusivamente formal. Sin embargo, en vez de plantear, como era lógico, el principio de «un hombre, un voto», se adoptó un sistema censitario en dos grados que no daba la plenitud de los derechos de ciudadanía más que a 4.300.0000 de ciudadanos llamados «activos» y se les negaba a unos 3.000.000 que denominaba «pasivos». La justificación de esta discriminación se basaba en la doctrina utilitarista: el que nada posee no tiene ningún interés en defender la sociedad y el orden, pues cualquier subversión de éstos no puede poner en peligro sus intereses e incluso puede beneficiarle. La Antigüedad ofrece más de un ejemplo de ambiciosos que llegaron a la tiranía gracias al apoyo de las clases más pobres de la población.

Naturalmente, el punto crucial era la organización de la maquinaria gubernamental. No se hablaba entonces para nada de república. Incluso después de Varennes, la Constituyente, gracias a la ficción del secuestro del rey, trató de salvaguardar el principio monárquico. Filosóficamente hablando, esta actitud se justificaba por la tesis de Montesquieu, entonces comúnmente admitida, que sostenía que había una relación necesaria entre la extensión de un país y la forma de su gobierno: la república sólo convenía a naciones pequeñas; su superficie obligaba a Francia a ser una monarquía. Sacado también del Esprit des lois, el principio de la separación de poderes fue aprobado por una mayoría muy amplia. Quedaba la espinosa cuestión de la composición y los límites del legislativo y el ejecutivo. El bicameralismo fue rechazado ya el 10 de septiembre de 1789, porque se pensó que admitir una Alta Cámara equivalía a reconstruir una aristocracia. La discusión fue muy dura y trajo consigo una primera escisión que se tradujo en la fundación del Club Monárquico. Montesquieu había dicho también: «Donde no hay monarca no hay nobleza, y donde no hay nobleza, no hay monarca.»

En este problema del ejecutivo se enfrentaban dos tesis. Unos pensaban que no había que debilitar demasiado el poder porque se corría peligro de desequilibrar la máquina; era por ejemplo la opinión de Mirabeau, independientemente de sus tratos con la corte. También reclamaban para el rey el derecho de veto absoluto, así como la prerrogativa de paz y de guerra. Los defensores de esta doctrina, que eran minoritarios en la Asamblea, constituyeron más adelante el partido de los «feuillants», lo que supuso una segunda escisión. La mayoría optó, con bastantes reticencias, por el veto suspensivo. Preocupada por el temor al despotismo y convencida de la idea de soberanía del pueblo, se resistía ante

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la idea de un equilibrio de poderes. Lo mismo que la decisión va por delante de la ejecución, también el poder legislativo, órgano de la voluntad general, tenía que tener la preeminencia y, estando él mismo sujeto a la ley, el monarca no podía ser más que el primer magistrado de la nación. Estas fueron las bases de la Constitución de 1791.

Girondinos e «ideólogos»

Entre los girondinos y los «ideólogos» no existe una verdadera frontera, aunque la costumbre haya establecido una distinción cronológica: los primeros corresponden a los períodos legislativo y constituyente, mientras que los «ideólogos» pertenecen al Directorio y al Consulado. Pero no es raro que los mismos hombres, como por ejemplo Daunau y la Révelliere-Lépeaux, reciban uno u otro apelativo según el momento de su carrera que se considere. Sin embargo, y aunque no permita oponerles, cabe discernir entre los dos grupos una diferencia más fundamental. «Ideólogo» se deriva de ideología, nombre que se dio a una doctrina filosófica cuyos representantes más conocidos son Cabanis y Destutt de Tracy. Combinando las influencias de Condillac y de Helvetius, esta escuela dio al sensualismo de la Ilustración una orientación cientificista. Podríamos decir quizá que el «ideólogo» ve en la política una ciencia fundada sobre el análisis del espíritu humano y en especial sobre el estudio de la génesis de las ideas y de los sentimientos. Girondinos e ideólogos tienen, esencialmente, la misma concepción del hombre y de la sociedad, pero los segundos tienden a sistematizar lo que, en los primeros, suelen ser postulados implícitos.

Tanto los girondinos como los «ideólogos» tenían fe en la Ilustración y estaban convencidos de la perfectibilidad del espíritu humano que Condorcet ilustró y defendió en su Esquisse. Los primeros tímidamente y los segundos con mayor atrevimiento, se oponían a las tesis de Rousseau. A pesar de las concesiones más o menos retóricas al tema de la «regeneración», no veían tanto en la Revolución la conquista de un bien perdido como un avance decisivo hacia una felicidad futura. Para ellos el progreso era el de la humanidad entera. Beneficiándose de los esfuerzos de todos, individuos o países, en su propio interés, tenían que manifestar activamente su solidaridad con los demás. Sustituyeron el viejo sueño de la República de las letras por el de una especie de Internacional ilustrada. Este ideal fue el que presidió la fundación de la Logia de las Nueve Hermanas e hizo que los insurrectos norteamericanos recibieran la ayuda de voluntarios de todos los países.

También fue el que inspiró el decreto del 26 de agosto de 1792, por el que la Legislativa concedió a 19 extranjeros notables el título de ciudadano francés. Eran luchadores por la li-bertad de sus pueblos como Washington y Kosciuszko, defensores de los negros como Thomas Clarkson y William Wilberforce, publicistas como Giuseppe Gorani y Jeremy Bentham, pedagogos como Pestalozzi y Campe; estos hombres, pertenecientes a siete países y dos continentes, daban de este modo a la Revolución Francesa el aval de todas las fuerzas progresistas activas en el mundo.

Si la idea de progreso hacia buenas migas con el internacionalismo, no concordaba, por el contrario, con el culto a la Antigüedad. Un hombre de ciencia como Condorcet podía tenerse por absolutamente moderno, pero la mayoría de los girondinos, empapados de cultura clásica, lo era bastante menos. Parece sin embargo que de forma al menos confusa,

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hallaron un compromiso análogos al que proponía, en literatura, André Chénier en su poema L'Invention. Distinguiendo en parte entre la letra y el espíritu, podían, según las circunstancias, hacer suyo o rechazar el ejemplo de los antiguos.

Los «ideólogos», a la manera de Volney en sus Lecons d'histoire en la Escuela Normal, adoptaron en conjunto el punto de vista de Condorcert. Sustituyeron los mitos antiguos por mitos modernos, e invocaban más a Franklin que a Solón y Licurgo, prefiriendo los modelos inglés, holandés y suizo, a los de Roma, Atenas y sobre todo Esparta. Defendiendo en la Décade philosophique, órgano de los «ideólogos», el «lujo de comodidad» frente al «lujo de ostentación», Jean-Baptiste Say propuso un día a los franceses que tomaran de los británicos la palabra y la idea de «confort».

Como veremos, los problemas económicos se hallaban en el centro de este debate; tanto los girondinos como los «ideólogos», veían en el desarrollo económico a la vez una de las pruebas más claras y uno de los principales agentes del progreso. Discípulos de Adam Smith habían superado las estrechas concepciones de los fisiócratas y daban una gran importancia a las artes, oficios y manufacturas. El abate Grégoire y Jean-Baptiste Say estudiaron el maquinismo, contemplándolo con optimismo. Para ellos, la máquina era esencialmente beneficiosa porque permitía un gran aumento de la producción y por lo tanto una disminución de los precios, al mismo tiempo que evitaba o disminuía el cansancio de los trabajadores. Aunque en un primer tiempo acarrease el paro, esto no sería más que un inconveniente pasajero, ya que, enseguida, crearía nuevos sectores de actividad. Esta forma de ver las cosas, aún más clara en el caso de los «ideólogos», anunciaba las ideas de Saint-Simon sobre la clase de los «productores».

Aunque el progreso era patrimonio de todo el género humano, se originaba en la libre actividad de cada hombre y en especial de los poseedores de “talentos”. Esta era también otra idea-fuerza tanto de los girondinos como de los «ideólogos». El individuo está en el centro de su sistema de pensamiento; un individuo concebido a la manera de Helvetius, es decir, movido esencialmente por el interés. Aunque por escrúpulos morales dieran a esta palabra un sentido más amplio y noble, no cambiaba el fondo del asunto. Si el ciudadano podía ser obligado a sacrificar su vida a la sociedad, el deber y el interés de la colectividad estaba en favorecer o al menos en no entorpecer, más que en caso de absoluta necesidad, el libre desarrollo de las facultades individuales y la búsqueda del interés personal de cada ciudadano.

La extensión natural de estos principios es lo que hizo que los girondinos, exasperados además por las pretensiones de la Comuna parisiense, se opusieran al gobierno revolucionario impuesto por los «montañeses». No tuvieron nada de «federalistas» en el sentido que se dio a esta palabra en Francia, como se los acusó entonces, sino más bien «antifederalistas», como los hubieran llamado en los Estados Unidos, como su amigo Jefferson, partidario de limitar estrictamente el poder central. En cuanto a los «ideólogos», Napoleón les echó un día en cara que siempre habían desconfiado del poder, incluso cuando lo habían ejercido. Según la distinción establecida por Joseph Priestley en su Essai sur les premiers principes du gouvernement (1768), a estos hombres no les bastaba la libertad política o el derecho a participar en los asuntos públicos; querían también, y quizá

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antes que otra cosa, disfrutar de la libertad civil, es decir, que cada cual sea dueño de sus propios actos.

¿Tanta insistencia en la libertad no amenazaba con relegar a un segundo plano, o incluso a borrar por completo, el segundo de los grandes principios revolucionarios, el de la igualdad? En esto se funda esencialmente la acusación de «espíritu burgués» que se ha hecho a los girondinos. Pero ellos la hubiesen rechazado indignados, con el Esquisse d'un tableau historique des progrés de l'esprit humain en la mano. En efecto, el tema de la igualdad domina la «Décima Época», donde Condorcet dibuja un cuadro del futuro abierto por la Revolución: igualdad entre todas las naciones y en el seno de cada nación, progreso de la igualdad entre los individuos, tanto la instrucción como en la fortuna y la seguridad, gracias a un sistema de seguros sociales. Si los girondinos se opusieron al impuesto progresivo es porque lo creyeron perjudicial para el desarrollo económico, pero los «ideólogos», apoyándose en los análisis de Adam Smith y Bentham, fueron tan partidarios de él como Robespierre. Hubo un punto en que Condorcet (pero sólo él) se colocó muy por delante de su tiempo: convencido por las opiniones de Helvetius, de que la diferencia moral entre los sexos es casi exclusivamente debida a las diferencias educativas, se pronunció por la igualdad. Quería que las mujeres tuvieran acceso a todos los grados de instrucción y, en un artículo del 3 de julio de 1790, defendía incluso que se les reconocieran los derechos cívicos. Sin embargo, con la natural excepción del campo estrictamente político, girondinos e «ideólogos» opinaban que el Estado no tiene por qué establecer la igualdad, sino sólo crear las condiciones favorables a la mayor igualdad posible. No defendían por lo tanto el «laisser-faire», sino una acción protectora, incitadora y, sobre todo, educativa.

Los nuevos poderes espirituales

Siempre se acaba por desembocar en la palabra clave: la Ilustración, verdadera panacea para los girondinos y los ideólogos. El monumento más representativo de este espíritu es sin duda el Rapport sur l'instrucción publique presentado por Condorcet a la Asamblea legislativa. En realidad, este trabajo tenía muchas semejanzas con el que Talleyrand había presentado en otro momento a la Constituyente. El principal autor de éste fue el gran vicario Desrenaudes, que más tarde ocupará uno de los escaños del Tribunado asignado a los «ideólogos».

Ambos proyectos proponían un vasto edificio piramidal que, partiendo de una enseñanza primaria común a todos y ampliamente enciclopédica, iba elevándose gradualmente hasta una Sociedad nacional o Instituto donde se reunirían los hombres más distinguidos en las artes, las letras y las ciencias, tanto exactas y naturales como morales y políticas. Este are -ópago sería, como llegó a decir Talleyrand, «el papado de la razón».

Una diferencia importante existe, sin embargo, entre ambas concepciones. El ponente de la Constituyente atribuía al gobierno el control del conjunto, pero esto, a ojos de los girondinos, era conceder demasiado al Poder y, por esta razón, Francois Buzot pidió a la Legislativa que dejara su discusión para más tarde. Muy distinta era la organización propuesta por Condorcet. El Estado, en su proyecto, no intervenía sino para formar el primer núcleo del Instituto, tras de lo cual los miembros así designados completaban por

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cooptación dicho organismo. Sólo se les imponía una norma: que en cada sección, el número de miembros residentes en provincias fuese igual al de los parisienses. El Instituto elegía a los profesores de grado superior que, a su vez, formaban el jurado de reclutamiento de los maestros de nivel inmediatamente inferior, y así sucesivamente hasta llegar a la escuela primaria donde también tenían voz en el capítulo los padres de familia. La enseñanza habría constituido, según este proyecto, una especie de Estado en el Estado, pues Condorcet temía menos el peligro de corporativismo que el de la intervención del Poder en la educación. Girondinos e «ideólogos» no estaban inspirados por un sentimiento de clase, pues no relacionaban los talentos con el nacimiento y, por medio de un sistema de becas, pensaban que los niños de extracción más humilde podrían llegar a la cumbre de la pirámide si eran capaces; pero no cabe duda de que su punto de vista era claramente elitista.

Su elevada idea del saber y su afán por la competencia llevaron a los «ideólogos» a caer en lo que nosotros llamamos mandarinato o tecnocracia. Propugnaban una «gradualidad de funciones», que ya había sido propuesta por Mirabeau, y que quizá se inspiraba en el cursus honorum de los romanos. Según ellos, era conveniente que nadie pudiera alcanzar responsabilidades departamentales, por ejemplo, sin haber hecho su aprendizaje y dado muestras de su capacidad en la administración local. En general - y esto es lo que los caracteriza - pretendían hacer de la política una verdadera ciencia. Condorcet había tratado ya de iniciar este camino con su idea de «matemática social», basada en la estadística y el cálculo de probabilidades. Los amigos de Cabanis y de Destutt de Tracy, por su parte, dedujeron su concepto del gobierno de sus postulados filosóficos. Tomando en cierto modo la metáfora al pie de la letra, pensaban que el cuerpo social podía ser analizado siguiendo el mismo método que la escuela de Condillac había utilizado para analizar al hombre. Las apasionadas discusiones sobre los poderes legislativo y ejecutivo y sus limites respectivos, les parecían demasiado metafísicas. Para ellos, lo que había que distinguir no eran poderes sino facultades. Refiriéndonos al poder legislativo, podría parecer contradictorio que el bicameralismo, rechazado en 1789, hubiera vuelto a ser restablecido por la Constitución del año III. Pero en realidad, la sustitución de un criterio de rango cualquiera por una diferencia de edad es, sin duda, un cambio de perspectiva. Instituir una Cámara alta y una Cámara baja es una opción política, establecer un Consejo de los Ancianos por encima del Consejo de los Quinientos, es una concepción funcional. En el primer caso se trata de ponderar fuer-zas sociales, y en el segundo de distinguir, en cierto modo, entre instituciones de distinta psicología. El análisis era aún más fino en el anteproyecto de Sieyés para la Constitución del año VIII: una institución dedicada a la discusión (el Tribunado), una institución de decisión (el Cuerpo legislativo) y una institución sancionadora (el Senado).

Una última aportación, y no la menos importante, del empirismo sensualista al pensamiento político de los girondinos y los «ideólogos», es la noción de una especie de poder espiritual. Montesquieu había dicho que las costumbres son más poderosas que las leyes, pero Helvetius había demostrado que era la educación la que creaba las costumbres. Por eso no era suficiente inscribir la República en los textos, había que grabarla en las mentes y en los corazones. Sin esperar los efectos, necesariamente lejanos, de la institución pública, había que emprender sin tardanza la tarea de remodelar, podríamos decir, la nación. Para esto cabía inspirarse en el ejemplo de la Antigüedad. Así es como se elaboró una concepción educativa y propagandista del arte, la idea de un «arte republicano» que impregna los

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escritos de la Décade philosophique. Cercanas al arte y recurriendo a sus medios, pero de mayor alcance, ya que se trataba de llegar incluso a los analfabetos, estaban las fiestas y las ceremonias. El 25 de junio de 1792, Jérome Gohier propuso que se erigiera un altar de la patria en cada municipio; pero el primer monumento de esta clase le había elevado, en su propiedad de Francoville-la-Garenne, Antonine Cadet de Vaux, miembro de la Logia de las Nueve Hermanas y futuro colaborador de la Décade.

Hablar de altar es hablar de religión. La actitud de girondinos e «ideólogos» nos puede parecer hoy contradictoria. Racionalistas e incluso ateos, como mucho deístas o neoestoicos, rechazaban las religiones reveladas y sentían una hostilidad sin límites por el catolicismo. La Constitución civil del clero no les parecía bastante: deseaban la separación de la Iglesia y del Estado. De Moy y Ramond de Carbonnieres propusieron ya esta medida en 1792, pero el miedo a verse acusados de querer abolir la religión hizo que sus amigos no los siguieran. Sin embargo, bajo el Directorio, los «ideólogos» no tuvieron tantos reparos y, por ejemplo, para garantizar el triunfo del nuevo calendario, pretendieron que para demostrar su adhesión a la República el clero constitucional trasladara la misa de precepto del domingo al “decadi” o fiesta de la década. Sin embargo estos «impíos» fueron los más ardientes defensores de los cultos cívicos. Antes que Augusto Comte se habían percatado de que sólo se destruye lo que se reemplaza. Naturalmente, en sus proyectos no de-sempeñaba ningún papel una idea cualquiera de trascendencia, sino que se trataba de un cálculo análogo al que había presupuesto Montesquieu en su ensayo sobre La Politique des Romains dans la religion. ¿No era hábil poner al servicio del nuevo orden el poder emotivo de la religión? Mientras el culto fuese «ilustrado» y exaltara aquellos valores en los que creían, poco les importaban el nombre y la forma.

El hecho de que los cultos de la Razón y del Ser Supremo fueran instituidos después de la caída de los girondinos, por sus adversarios hebertistas y robespierristas, no quiere decir que aquellos repugnaran esencialmente a su mentalidad. En muchos departamentos los amigos de los girondinos participaron activamente en ambos, sin establecer entre ellos diferencia alguna. En cuanto a los «ideólogos», se afiliaron en gran número de la teofilantropía en tomo al 18 de fructidor, cuando esta secta, favorecida por La Révelliére-Lépeaux, formaba un frente común con los Círculos Constitucionales, contra el ascenso de la influencia monárquica. Por el contrario, abandonaron el culto decadario cuando, en vísperas de las elecciones del año VI, se vieron sus vínculos con el neojacobinismo. Estas variaciones demuestran bien que sus objetivos eran ante todo el orden político y que, los continuadores de los girondinos entendían por «religión civil» una dirección de las ideas y una manipulación del espíritu público.

El radicalismo revolucionario

Aunque no fuese monolítico en absoluto, el «partido» de la Montaña puede, desde el punto de vista de las ideas, ser identificado con Robespierre y, en segundo lugar, con Saint-Just. Sólo en ellos puede percibirse, efectivamente, un verdadero sistema de pensamiento. Los «cordeleros» o más bien, como decía Camille Desmoulins, los «viejos cordeleros», no fueron desdeñables. Esencialmente parisiense y más popular que el de los jacobinos, su club desempeñó muchas veces un papel determinante en las «jornadas» revolucionarias.

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Pero, hombre de temperamento, hombre de acción, e incluso hombre de Estado, su jefe, Danton, no era un doctrinario. La querella de la Gironda y de la Montaña le parecía tan vana como peligrosa e hizo todo lo que pudo para interponerse. La intransigencia de los girondinos, el desprecio que le manifestaban y más aún su resistencia a tener en cuenta la situación crítica en que estaba, le obligaron a inclinarse por Robespierre. Lo mismo que su amigo Desmoulins, debió lamentar amargamente haberse visto obligado a adoptar aquella opción.

Fundamentos de la doctrina Robespierre

A la palabra girondinos suele asociarse casi siempre la de idealismo, tanto en buen como en mal sentido. ¿Hay que deducir de esto que a Robespierre le correspondería el epíteto «realista», lleno también de ambigüedad? Es cierto que el Incorruptible, inferior a los grandes girondinos como orador, parece haberles superado a todas luces como táctico político. Se puede también pensar que fue, en muchos casos, más lucido que los girondinos: por ejemplo, cuando se opuso a la política exterior belicista o cuando en el momento de los peligros, quiso, en contra de la opinión de aquellos, mantener e incluso reforzar la centralización de los poderes. Pero en este caso, se trataba quizás no tanto de realismo como de cierta convergencia en una doctrina y las necesidades del momento. Una convergencia, dirán algunos, que fue un buen instrumento de la ambición. Pero Robespierre no fue ambicioso más que para sus ideas, a las que confundía con la República. Ni quiso ni tuvo en realidad más autoridad que la autoridad moral.

Dos ideas explican una conducta que puede prestarse a interpretaciones denigratorias. La primera es la del «legislador», tal como venía del mito antiguo y como se la encuentra en Montesquieu y mejor aún en el Contrat Social, es decir, la idea de un personaje casi providencial, cuya misión es fundar o regenerar la ciudad y que es todopoderoso hasta que da fin a su obra. «Nosotros somos la divinidad del pueblo francés», decía Garnier de Saintes, el 3 de abril de 1793. La segunda idea es la de la dictadura, en la acepción romana de la palabra: una magistratura de excepción justificada por la exigencias de la salvación pública y estrictamente limitada a la duración de los peligros. Pero, tanto para Robespierre como para Garnier de Saintes, no era un hombre sino la Convención, purgada solamente de sus elementos impuros, la que debía asumir, como conjunto, la función del legislador y, con sus comités, la dictadura. La única explicación de la parálisis que pareció atacar al Incorruptible en la tarde y la noche del 9 de termidor, cuando aun era posible utilizar la fuerza contra la Asamblea, es la de su legalismo.

Para exponer la doctrina robespierrista, podríamos tomar la contrafigura exacta de la de los girondinos y de los «ideólogos», pues, incluso cuando nos parece hallar una semejanza en sus ideas, la inspiración es en ambos casos radicalmente distinta. Sin duda, para los dos partidos, la felicidad es el objetivo que debe de perseguir la Revolución. «El fin de la sociedad es la felicidad común», proclama el artículo primero de la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano de 1793, y todo el mundo conoce la frase de Saint-Just: «La felicidad es una idea nueva en Europa.» Pero la semejanza se limita a la palabra, pues los seguidores de Robespierre, al contrario que los amigos de Condorcet, tenían un concepto de aquélla que llamaríamos inmovilista. El progreso era para ellos tan sospechoso

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como para Rousseau, y las pretendidas Luces les parecían destinadas a eclipsar las claridades naturales y dar origen a necesidades ficticias. Para ser feliz hay que «cir-cunscribirse», como decía Rousseau, y no proyectarse sin cesar fuera de sus límites, pues la felicidad no estriba en el deseo sino en el disfrute de uno mismo. En boca de los «montañeses», la palabra «regeneración» no tenía sólo un valor metafórico; para ellos significaba la acción de arrancar al hombre de la corrupción y restablecer el verdadero orden social. En esta perspectiva es donde el mito de la Antigüedad adquiría toda su fuerza. Y a él se referían, en especial a la Esparta de Licurgo, a la Tebas de Epaminondas y a la Roma de los primeros tiempos de la República.

Cuatro palabras sacadas de los análisis de Montesquieu y de Rousseau bastan para resumir el ideal político de la Montaña: «libertad», «igualdad», «frugalidad», «virtud». La más importante es seguramente «igualdad» que, en la Declaración de Derechos de 1793, va por delante de «libertad», que encabezaba la Declaración de 1789. La libertad es el derecho que tiene todo ciudadano de contribuir a la formación de la voluntad general. Como ésta no puede equivocarse, según demostró Rousseau, a aquél no le queda sino someterse a dicha voluntad, o mejor aún adherirse a ella. Pues sólo puede haber divergencias antes de que la voluntad general se manifieste; después, sólo debe existir el consentimiento unánime. Toda minoría persistente es una facción, como manda la virtud del civismo. En esta forma de ver las cosas, el Estado se convierte en una especie de entidad superior, revestida de una autoridad absoluta, pero que no puede llamarse despótica porque cada cual es miembro del soberano. «Conseguid la unidad del hombre, había dicho Rousseau, dejadlo entero a sí mismo o dadlo todo entero al Estado» Saint-Just parece hacerle eco en sus Fragments d'institutions républicaines: «Los niños pertenecen a su madre hasta los cinco años, si ésta les ha criado; a continuación pertenecen a la República hasta su muerte.» De estas máximas se deduce una idea muy simple del gobierno, que puede pasarse de las especulaciones sobre la separación y el equilibrio de los poderes, porque sólo existe un poder verdadero: la voluntad general, cuyo órgano es la Asamblea. El poder ejecutivo no es otra cosa que un agente superior y las autorizaciones locales agentes subalternos.

Además de ser conforme a la justicia, la igualdad - y hay que entender que se trata de una igualdad real y no solamente jurídica - es una condición esencial de la libertad y de la virtud. Donde reina la desigualdad no puede haber una libertad verdadera, pues ser libre significa que no se está sometido más que a la voluntad general, y el pobre siempre será dependiente del rico, en cierto modo. Allí donde reina la desigualdad tampoco habrá verdadera virtud, porque la desigualdad engendra la envidia y el egoísmo. Aunque fuese posible generalizar la riqueza esto no sería más que generalizar el egoísmo y correr el peligro de que el cuerpo social se disolviera. Lo mismo que limitar los deseos a la satisfacción de las necesidades naturales es la llave de una vida feliz, la frugalidad común es el más firme fundamento de la República. Como en Montesquieu, pero de forma mucho más clara, se pasa así del plano político al plano moral y de la virtud cívica a la virtud en sentido estricto.

En cuanto a los caminos y medios para instaurar y mantener la frugalidad y la igualdad, fuese porque no tenían una idea muy clara de ello, o porque vacilaran antes de llevarla a la práctica, Robespierre y sus seguidores fueron poco o nada explícitos. En ningún caso pasó

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por su mente la idea de discutir el derecho de propiedad, y aunque ya no se le califica de «sagrado» e «inalienable», como en 1789, la Declaración de 1793 lo reconoce explícitamente en su articulo 16. La ideología de la Montaña no tendía a la supresión de la propiedad sino a su generalización. «Hay que dar algunas tierras a todo el mundo», escribió Saint-Just en sus Institutions.

Fijémonos en el empleo, en esta frase, de la palabra “tierras”. Mientras que los girondinos y los «ideólogos», creyentes en el progreso, miraban preferentemente a la industria naciente, los «montañeses», en su inmovilismo, seguían apegados a la idea de una civilización exclusivamente basada en la agricultura. De cualquier modo, se ve que el problema de los medios queda sin resolver. El reparto en condiciones de igualdad que la Constituyente había decidido para todos los hermanos, no podía, por si solo, alcanzar dicho objetivo. ¿Sería necesaria una redistribución? En varias ocasiones rechazó Robespierre la idea de una ley agraria que, según él, no era sino un espantajo que agitaba la Contrarrevolución para que la clase de los propietarios se alejase del nuevo régimen. Solamente lamentó la forma masiva en que Cambon, para poder subvenir a los gastos públicos, procedía a vender los bienes nacionales. Hubiese preferido que se ofrecieran en pequeños lotes, o incluso que se distribuyeran gratuitamente a los patriotas pobres o, a la manera romana, a los soldados de la República. Pero no fueron más que buenos deseos.

Tampoco estuvo entre sus intenciones estatizar la economía. Es cierto que los «montañeses» promulgaron la ley del máximo: pero les fue impuesta por los tumultos repetidos y para ellos no fue sino una ley de circunstancias y una concesión a los sufrimientos del pueblo. Muy pronto, además, su afán de luchar contra la inflación los llevó también a congelar los salarios; tampoco olvidemos que, en el marco de la ley del máximo general, de acuerdo con una propuesta de Barére, los segadores fueron requisados y toda coalición tendiente a lograr una remuneración superior a las tarifas fijadas fue prohibida como crimen contrarrevolucionario. Robespierre y los suyos confiaban más en medios morales que legales para realizar su proyecto de sociedad igualitaria y frugal.

El poder espiritual

Así pues, pese a la diferencia de inspiración, la distancia entre ambos adversarios no era muy grande en el aspecto económico; si lo era sin embargo en otro terreno: los «montañeses» rechazaban con la mayor energía el elitismo de los girondinos. Chabot reprochaba a la «horda brissotina» el haber pretendido instaurar la «aristocracia de los filósofos», mientras que sus amigos y él querían implantar «la democracia de los “sans-culottes”». La única «élite» verdadera era para ellos la de la virtud, y ésta no era fácil de encontrar entre aquellos a quienes la vanidad de la fortuna, de las distinciones y de un saber tan pretencioso como inútil, había alterado profundamente la bondad original. Naturalmente, esta divergencia se manifestaba sobre todo en los respectivos modos de contemplar la instrucción pública. Al proyecto de Condorcet se oponía diametralmente el de Michel Le Peletier de Saint-Fargeau, que Robespierre adoptó después del asesinato de su autor por un monárquico. Este plan, de inspiración espartana, se ocupaba de modo casi exclusivo de la enseñanza primaria obligatoria para todos los niños, y a los grados superiores les dedicaba solamente algunos términos de estudiada vaguedad. Los niños

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dejarían su familia a los cinco años y serían educados en común, ambos sexos separados. La escolaridad duraría siete años para los chicos y seis para las chicas, pero “todos recibirán los mismos alimentos, los mismos vestidos, la misma instrucción y los mismos cuidados". En realidad, en esas escuelas - cuartel o conventos laicos, todo estaba dirigido a fomentar más la educación que la instrucción, y aquélla tenía que ser ante todo republicana. Leer, escribir, contar, más algunas nociones de agrimensura y de economía doméstica, era todo el alimento intelectual previsto. Los alumnos aprenderían también la Constitución, himnos patrióticos, ejemplos de virtud y de heroísmo, y además los muchachos serían entrenados en el manejo de las armas. Daba una importancia de primer orden este plan a las actividades manuales propias de cada sexo. Los niños acababan siendo verdaderos trabajadores, empleados en tareas de utilidad pública o incluso trabajando por piezas para las manufacturas. Las nueve décimas partes de sus ingresos servirían para el mantenimiento de la escuela y el resto quedaba para sus pequeños gastos. La alimentación sería «sana, pero frugal», los vestidos «cómodos, pero groseros». No habría criados y los mismos escolares se encargarían de todo lo necesario para el servicio del establecimiento. Reinaría una estricta disciplina bajo la tutela e inspección de un consejo de padres de familia.

Como sus adversarios, los «montañeses» se preocupaban tanto por la educación de los adultos como de la de los niños. La acción del gobierno que se traducía en leyes, era de carácter exterior, la de las «instituciones» (y de aquí viene la palabra «instituteur» con la que se designa en Francia a los maestros), al actuar sobre las costumbres, era interior. En Robespierre y sus amigos, la confusión entre virtud cívica y virtudes morales daba a la idea de poder espiritual algo de clerical: controlar las acciones no bastaba, era necesario saber lo que cada hombre tenía en el fondo de su corazón. La casa del ciudadano tenía que ser de vidrio y su alma transparente. De todas las «instituciones» posibles, la que más sedujo a los «montañeses» fue la de la censura, en el sentido que tuvo en la Antigüedad, Saint-Just la imaginaba ejercida en el templo por ancianos «que hubieran vivido sin merecer el menor reproche». Ante semejante areópago, todos rendirían cuentas anualmente, no sólo de su fortuna sino de quiénes eran sus amigos y, si habían roto con alguno de ellos después de su última comparecencia, explicarían los motivos. Es sabido que la censura de los teatros no se limitó a la proscripción de las obras incívicas, mostrando mucho más rigor que la del Antiguo Régimen.

Si hay una fuerza capaz de incidir en la más honda intimidad del hombre, es, la religión. Bajo las apariencias de una identidad de puntos de vista, también existe aquí una profunda división entre las opiniones de girondinos y «montañeses». Al revés que los utilitaristas, los discípulos de Rousseau veían en la religión mucho más que un instrumento. Esencialistas y refiriéndose constantemente a valores trascendentes, eran auténticos creyentes. Para ellos, sólo el culto, es decir, la forma, concernía a las instituciones y debía ser regulado por el gobierno; pero la religión, en sustancia, se imponía tanto al Estado como al individuo. Así es como debe entenderse la fórmula: «El pueblo francés reconoce al Ser supremo y la inmortalidad del alma», común a Robespierre y a Saint-Just. Los ricos y sus comparsas, los que se pretendían filósofos, podían presumir de irreligiosos; el pueblo, con sana esponta-neidad adora a un Dios creador, premiador y vengador. «El ateísmo es aristocrático», fulminaba Robespierre en su gran discurso del 18 de floreal año II (7 de mayo de 1794) que anunciaba la organización del culto al Ser Supremo. De este modo quedaban unidas la

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causa de la religión y la de la República y la impiedad se convertía en crimen antirrevolucionario.

Puede parecer inconsecuente tratar de fundar una religión nacional en dos dogmas que, según sus propios propagadores, se imponían a todos los hombres de buena fe. También es un rasgo peculiar de los «montañeses», profesar el nacionalismo al mismo tiempo que proclamaban valores y derechos que consideraban universales. Lejos de pensar en una humanidad sin fronteras, Saint-Just no veía más que generosa ilusión en las especulaciones pacifistas del abate de Saint-Pierre. Sin que la excluyera del todo, su postura era más que reservada en cuanto a la sencilla instauración de las «relaciones de sociedad entre los pueblos». «Este sueño, terminaba, si es posible, lo será en un futuro que no nos pertenece.» Según el modelo tomado de la Antigüedad y de Rousseau, la concepción «montañesa» es la de la «ciudad cerrada», de la nación fiera y celosamente atrincherada en su singularidad, hoy diríamos «en su diferencia». Los girondinos habían abierto los brazos a los hermanos de otras naciones y les habían aceptado en el ejército e incluso en la Asamblea; los «montañeses» vencedores los expulsaron. En octubre-noviembre de 1793 se inició el caso de la llamada «conspiración del extranjero». Poco después, teniendo por nulo el decreto de 1792 que los había hecho ciudadanos franceses, Robespierre hizo excluir como extranjeros a uno de los jacobinos y al otro de la Convención, a Anacharsis Cloots y a Thomas Paine. El 9 de termidor salvo a éste, pero el primero fue ejecutado con los hebertistas. La Montaña rechazó también toda idea de «legión extranjera» y dio un carácter estrictamente nacional a una guerra que los girondinos habían querido hacer ideológica.

A la izquierda de la Montaña

Robespierre y sus partidarios son los elementos más avanzados de lo que podríamos llamar «la Revolución clásica». A la izquierda de la Montaña, sin embargo, vemos una agitación confusa, propia de un movimiento todavía informe. Ideología ambigua, corriente compleja donde se mezclan las tradicionales referencias al mundo antiguo, pero parecen adivinarse nuevas fuentes. Esta extrema izquierda fue durante mucho tiempo solidaria con los «montañeses», apoyándolos activamente en su lucha contra los girondinos o, más exactamente, yendo por delante de ellos en esta lucha. Mediocremente representada en la Convención, por el contrario, dominó la Comuna hasta las grandes «purgas» robespierristas.

Esencialmente parisiense, reclutaba sus tropas entre los obreros y artesanos patriotas de la capital. Su desacuerdo con la Montaña estribaba esencialmente en el problema de la igualdad. La teoría le parecía satisfactoria, pero encontraba la práctica demasiado tímida. Para ella, no bastaba ofrecer a los pobres esperanzas lejanas, había que darles satisfacciones inmediatas y concretas a sus necesidades y a sus legítimas aspiraciones.

El que se manifestó en primer lugar, durante la primavera y el verano de 1793, fue el grupo llamado de los «furiosos» («Enragés»), con Varlet, Leclerc y su compañera Rose Lacombe, el aristócrata español Guzmán, y sobre todo Jacques Roux, el «cura rojo», importante personalidad de la Comuna que se autodenominaba «el predicador de los “sansculottes”». Pero el movimiento, provocado por la crisis de subsistencias y la subida de los precios, no

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dio más de sí que el saqueo de algunas tiendas y reivindicaciones de circunstancias: requisa del grano, pena capital contra los acaparadores, limitación de los precios de ciertos artículos. ayudas a los pobres e impuesto sobre la fortuna. El discurso era violento, pero la doctrina era corta, por no decir inexistente. Por último, los cabecillas fueron detenidos en otoño, y Jacques Roux, condenado a muerte, se apuñaló.

Mucha mayor importancia tuvieron los hebertistas, también llamados «exaltados» o «nuevos cordeleros», porque habían llegado a dominar el viejo club desde la semi-retirada de Danton. Eran algo más que un grupo, una verdadera potencia que controlaba la Comuna, el ministerio de Guerra y, al menos parcialmente, el Comité de Seguridad General. Gracias a su órgano, el famoso Pére Duchesne, de estilo deliberadamente vulgar, los hebertistas tenían también una amplia influencia popular. Aunque habían sido los adversarios por excelencia de los girondinos, tenían ciertas afinidades con ellos, aunque es cierto que bajo formas más brutales. Contaban en sus filas con el prusiano Anacharsis Cloots que se autodenominaba «el orador del género humano», se inclinaban hacia el cosmopolitismo y se declararon en favor de la propaganda armada. Violentamente antirreligiosos, aunque Hébert se reclamara en ciertos casos del «sans-culotte» Jesús, fueron los promotores de la campaña de descristianización y los iniciadores del culto a la Razón, atrayéndose con ello las iras del Incorruptible.

Sus opiniones sobre el problema constitucional no eran nada claras. Volcadas en la acción diaria, dedicaron sus energías a hostigar a la Convención y a los comités, acusados por ellos de caer en el «modernismo» bajo la influencia del «Adormecedor», Robespierre. Parece que querían una democracia más directa y que su sueño fue crear la Europa de las comunas, a imitación y bajo el patrocinio de la Comuna de París. Los «comunalistas» de 1871, en cualquier caso, los consideraron sus antecesores, y uno de ellos, Eugéne Vermersch, resucitó incluso el viejo título de Pére Duchesne.

En materia social es también muy difícil discernir una doctrina entre proposiciones estrechamente ligadas a las circunstancias y acompañadas de proclamas tan vagas como vehementes. Una cosa es segura: los hebertistas, que lograron imponer la ley del máximo, por medio de la agitación callejera, rechazaban de plano las tesis liberales. Para ellos, la libertad económica no llegaría más que a sustituir la aristocracia por la plutocracia, mientras que el pueblo seguiría esclavizado y en la miseria. Hébert no se pronunció nunca en contra del derecho de propiedad; se limitó a considerarlo subordinado al derecho que todos tienen de existir. Su pensamiento puede resumirse en esta fórmula: «La primera propiedad es la existencia.» El escándalo no era que haya ricos, sino que haya pobres, que algunos tengan todo lo superfluo y que otros carezcan de lo más necesario. La sociedad tiene la obligación de proporcionar a todos sus miembros los medios de subsistencia; una vez satisfecha esta exigencia, el derecho de propiedad está a salvo. Hébert pidió al gobierno, por ejemplo, que requisase todas las cosechas de la República, pero compensando a los propietarios, y las repartiera luego entre los departamentos proporcionalmente a su población. Si había comunismo en estas ideas, como vemos, se limitaba a la distribución.

Con Babeuf se da un paso importante. A diferencia de «enragés» y hebertistas, su movimiento no puede tenerse por una mera expresión de la fiebre revolucionaria de los

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años 1793-1794, ni tampoco como uno de sus tardíos sobresaltos. Babeuf no participó en los últimos disturbios provocados por los «montañeses», e incluso parece que simpatizó con los termidorianos al publicar, después de la caída de los «decenviros», una obra bien vista en aquellas circunstancias: Du Systéme de dépopulotion ou La Vie et les crimes de Carrier. Fue en un periodo de estabilización política y, si no de recuperación económica, al menos de desmovilización de las fuerzas reivindicativas, cuando se manifestó el «babouvismo». Circunstancias que, por sí solas, implican un nuevo estilo de pensamiento y de acción: no se trata ya de improvisaciones dictadas por los acontecimientos, sino de una doctrina elaborada, por así decirlo, en frío.

Para el mismo Babeuf, la distancia es grande entre el punto de partida y el de llegada. En 1790, marcado sin duda por sus antiguas funciones de comisario de agricultura, en su Cadastre perpétuel sostenía la idea de una redistribución de la tierra. Es lo que simboliza también el nombre que adoptó: Caius Graccus. Mucho más ambicioso y radical es el programa trazado en el Manifeste des Egaux cuya redacción fue confiada a Sylvain Maréchal, conocido además como ateo militante. Todos los hombres, se dice allí, por principio tienen iguales derechos al disfrute de todos los bienes, y la sociedad tiene por objeto la salvaguardia de este derecho. No se trata pues solamente del derecho a los medios de existencia; aunque la miseria no existiera, el rico sería también un usurpador. No sólo se proscribe allí la fortuna, sino cualquier privilegio o distinción, que nada puede justificar, ni la virtud ni el talento.

Concretamente, la propiedad privada de la tierra quedará abolida y el pueblo será declarado, indivisiblemente, propietario del territorio. El trabajo se convierte así en una especie de servicio nacional impuesto a todos en cantidad igual; las tareas más desagradables serán efectuadas por rotación. Todo el mundo recibirá una parte igual de los productos recogidos en almacenes nacionales, pero no como remuneración, ya que se condena incluso la idea de salario. Común y, naturalmente gratuita, la instrucción estará limitada a los conocimientos estrictamente útiles, con exclusión de todo lo que puede inspirar el gusto por lo superfluo. Finalmente, para perfeccionar la regeneración, las grandes aglomeraciones, crisoles del lujo y de la desigualdad, serán progresivamente abandonadas. No cabe duda de que tanto en su conjunto como en los detalles, este edificio nos resulta conocido. Si su fundamento filosófico parece sacado del Code de la nature de Morelly, encontramos semejanzas con utopías más o menos conocidas, empezando por La República platónica. Sin embargo, aquí no se trata de una utopía, sino de un programa que está dispuesto a encontrar los medios para ser llevado a la práctica.

Como varios historiadores han señalado, lo verdaderamente nuevo en este movimiento era su plan de acción. La propaganda constituía su primera parte, la única visible. A través del club del Panteón, que habían fundado; de sus diarios Le Tribun du peuple y L'Egalitaire; de la publicación del Manifeste, e incluso por medio de carteles, los adeptos se dedicaron en primer lugar a difundir sus ideas. Pero el cierre de su club por el Directorio les hizo pasar a una segunda fase, en este caso completamente clandestina. Provocar una «jornada» no resultaba tan fácil como antaño y no bastaba para sus fines. Entonces adoptaron la estrategia de toma del poder por una minoría de activistas. Urdieron así una vasta red con un centro, un «Comité insurrector» de seis miembros, luego los iniciados, después los

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simpatizantes y, finalmente, en la periferia, una masa de descontentos de todo orden dis-puesta a traducir en actos sus insatisfacciones o sus rencores. Un conjurado por distrito tenía a su cargo el reclutamiento, la agitación y la propaganda oral. El ayudante - general Grisel, traidor o agente «infiltrado» del poder, hizo fracasar la conspiración. Un hecho demuestra la importancia de ésta: cuatro meses después de la detención de sus jefes, un grupo de sus amigos intentó sublevar a las tropas acuarteladas en el campamento de Grenelle.

Así vemos esbozarse, por encima del hundimiento del Antiguo Régimen, lo que Víctor Hugo llamaría, cuarenta años después, «la gran sustitución de los problemas políticos por los sociales».

La Contrarrevolución Stéphane Rials

El pensamiento contrarrevolucionario es el negativo del pensamiento revolucionario, aunque en ocasiones lleve la marca del espíritu de su tiempo (es en lo que consiste la ambigüedad del «iluminismo» contrarrevolucionario). A pesar de su nombre, no nace en 1789, pues se trata de un pensamiento que lucha contra las tendencias más radicales de la Ilustración desde algunas décadas antes (Fréron padre, el Journal de Trévoux, Jacob Nicolas Moreau, etc.). Pero naturalmente el desencadenamiento y el rápido desarrollo de la Revolución lo impulsan de forma decisiva.

La Contrarrevolución - lo mismo que la Revolución, y más aún - no es sólo un movimiento político. Es, por encima de los matices que diferencian a sus principales representantes, una concepción global del mundo, saturada de teología y de ontología, dotada de una antropología, de una epistemología y a veces de una filosofía del lenguaje; es también un complejo de sensibilidades que enlaza los espíritus de los siglos XVIII y XIX.

La crítica del voluntarismo constitucional. Burke

Sin embargo, desde el punto de vista más inmediatamente político - pero, como veremos, por cualquier punta que se desenrede el ovillo, todo viene junto -, el adversario de la Contrarrevolución es, en primer lugar, el voluntarismo constitucional de los revolucionarios. Este reposa sobre una teoría del Estado y de la sociedad que depende a su vez muy estrechamente de una concepción del hombre como individuo dotado de ciertos caracteres permanentes. El constitucionalismo revolucionario es el producto lógico, aunque amplificado, de las premisas ideológicas de la escuela moderna del derecho natural (individualismo, voluntarismo, racionalismo) y de una ilusión «mecanicista» (fe en el progreso, racionalista y «constructivista»; posibilidad de realizar una «constitución-máquina» que tenga la eficacia de un mecanismo de relojería), que aunque superada por Rousseau estaba aún muy presente en la Constituyente (no hay más que ver el gusto de Sieyés por las metáforas mecánicas). Las obras más importantes de Burke, Bonald y Maistre, aunque se separen en varios aspectos, coinciden en su empeño por destruir tal razonamiento hasta sus mismos cimientos.

El británico Edmund Burke - aunque era de origen «whig» (partidario de las prerrogativas

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parlamentarias frente a la corona) y defensor de la revolución inglesa de 1688 (limitada y restauradora, según él, y no total y obsesionada por hacer tabla rasa como la de 1789), defensor de los colonos norteamericanos, etc., - fue el primero en llevar a cabo, con sus Reflexiones sobre lo Revolución en Francia, una crítica profunda y de conjunto del voluntarismo revolucionario. Se encontraba, ante todo, preocupado por los peligros de contaminación de su país por las «ideas francesas», pero su éxito fue inmenso en toda Europa. Éxito tanto menos efímero que Burke predijo ya desde el principio lo que él llamaba el «descarrilamiento» de una Revolución a la que concebía como un todo.

Burke no desecha la idea de que la autoridad estuviera originariamente en el pueblo (aunque fuese por delegación divina) ni siquiera la eventualidad excepcional de que el pueblo se manifieste de nuevo, en último extremo (aunque tenga, naturalmente, una noción restrictiva, orgánica y jerárquica del «pueblo»). Sin embargo, según él, no es esto lo más importante y lo que en cierto momento da legitimidad a la constitución vigente no es tanto una convención inicial (que él contempla de forma original) como la prescripción, es decir, la consolidación de una delegación de poder a los gobernantes debida al paso del tiempo, al arraigo de las sabias costumbre que han terminado por instaurarse para la mayor ventaja de todos. Estamos pues en los antípodas de la soberanía imprescriptible de Rousseau. «La sólida roca de la prescripción, como a él le gusta decir, en la que no son instituciones arbitrarias las que juzgan sino el orden eterno de las cosas» - la «prescripción» atestigua (o al menos deja «suponer», otra noción burkiana), que el régimen, en un país determinado, es bueno, está adaptado a sus condiciones particulares y recibe el asentimiento de los interesados en la larga duración, que es lo que importa -.

Este último punto merece señalarse: Burke insiste, en efecto, sobre el hecho de que la idea moderna de soberanía del pueblo conduce a la negación de los rasgos de eternidad que el Estado no puede dejar de poseer como institución divina, así como a la hipertrofia de la «conveniencia presente» de la población, en perjuicio del legado recibido de los antepasados, al olvido de la posteridad y a la posibilidad de desconocer la ley natural tal como se ha manifestado en la historia (entendiendo a esta no como una especie de maestra universal - o como poseedora forzosamente de un sentido - sino como lo que, por el contrario, da cumplida cuenta de la singularidad de cada situación).

Al margen de la «prescripción», no hay otro camino que el abierto al «espíritu especulativo», el más peligroso para la política, y al voluntarismo más orgulloso y más desbocado. Hablando de los revolucionarios franceses, Burke - que no es enemigo de todas las reformas, pero que es adepto de la -prudencia- aristotélica y que está seguro de que en política es más útil la razón práctica que la razón especulativa - escribe que “tratan a los hombres en sus experiencias, ni más ni menos como lo harían con unos ratones encerrados en una máquina neumática, o en un recipiente lleno de gas mefítico”. Como ellos invoca a la naturaleza, pero en un sentido completamente distinto: para aquellos, sólo es conforme a la naturaleza, anterior al estado social pero fundadora de éste, que el régimen es construido deliberadamente, mediante un acto consciente de la voluntad, a partir de la naturaleza del hombre y haciendo tabla rasa del pasado; para él, en cambio, el régimen natural es el que la naturaleza - y la Providencia - ha engendrado lentamente «a lo largo de un lapso de tiempo muy grande y a través de una gran diversidad de accidentes», un régimen inevitablemente

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singular debido precisamente a éstos (naturalmente Burke piensa en la Constitución inglesa a la que se encuentra profundamente apegado).

En una palabra, Burke, en cierto modo hijo del siglo XVIII y en buena parte alumno de Locke (quizás también precursor de Hegel por su reconocimiento de una racionalidad de la historia...) instruye el proceso del espíritu de su siglo tal como, según él, despliega sus peores virtualidades en la Francia revolucionaria. Condena el individualismo en su versión absoluta, el voluntarismo (la voluntad, dice, no es «la medida del bien y del mal»), el racionalismo - lo que llama a veces con justicia una “filosofía mecánica” - y, de modo general, el abuso de los principios abstractos del espíritu de sistema. En este último aspecto, este partidario convencido del derecho natural (al contrario de lo que algunos erróneamente han dicho) se presenta como adversario de la Declaración de Derechos del Hombre, por una forma de reviviscencia del derecho natural clásico frente al moderno.

En la práctica, opone a la «metafísica» de los derechos del hombre los «verdaderos derechos del hombre» (cuya configuración muy concreta define de forma sumaria: derecho a la justicia que hay que entender como derecho a tener un juez, derecho a los productos de su industria y a la posibilidad de hacerlos fructificar, derecho a enseñar y perfeccionar a sus hijos...) y las «libertades del pueblo inglés», heredadas, concretas, relativas, pero efectivas y garantizadas por procedimientos legales. Son estas «antiguas e indiscutibles libertades» las que quiso «restaurar» la Gloriosa Revolución de 1688-1689. En resumen, Burke rechaza con todas sus implicaciones la idea de «constitución - máquina» y denuncia implacablemente el vasto desconocimiento de lo político que encierra en sí la voluntad revolucionaria de plegar la vida de la ciudad a una metafísica del hombre.

Para terminar, señalaremos el parentesco existente entre Burke - ferviente liberal también en economía - y el pensador liberal contemporáneo Hayek (que reconoce este parentesco): en lo más hondo del pensamiento de ambos encontramos la misma denuncia de la ubris constructivista, la idea de que los órdenes sociales autoengendrados son demasiado complejos, por ser el resultado de innumerables acciones, reacciones y fenómenos diversos -«una masa enorme de pasiones e intereses humanos, llena de complejidad», dice Burke-, para poder ser fácilmente dominados por una constituyente o un planificador, es decir, ser susceptibles de modificarse de forma decisiva. Existe entre ambos una diferencia: mientras Burke discierne detrás de los órdenes autogenerados, la naturaleza y la Providencia, Hayek no...

Burke, Bonald y Maistre no fueron los únicos autores contrarrevolucionarios de su tiempo, pero fueron sin duda los más importantes (si dejamos a un lado el romanticismo político alemán que se desarrolla a partir de los últimos años del siglo XVIII). Su descendencia es numerosa, pero sólo algunos nombres merecen recordarse (el joven Lamentáis, Donoso Cortés, Blanc de Saint-Bonnet...). La corriente monárquica fiel a la rama legitimista, estuvo muy influida por sus tesis después de 1830 (con la participación personal de Bonald, que sobrevivió diez años a la revolución de julio). En el aspecto religioso, la influencia de los dos franceses fue considerable, sobre todo la de Maistre, autor de Du Pope. Continuada por numerosos clérigos y laicos (entre éstos recordemos al panfletario Louis Veuillot), culminará con el Syllabus de Pío IX, que denuncia los “principales temores de nuestro

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tiempo”, 1864), y con el primer concilio Vaticano, que ratificará las tesis ultramontanas y en especial el dogma de la infalibilidad pontificia (1869-1870).

La Contrarrevolución contó también con algunos grandes talentos literarios empezando por el de Chateaubriand. La dominante organicista de Bonald y la providencionalista de Maistre se encuentran también, en proporciones variables, en muchos grandes escritores posteriores (Balzac, Barbey d'Aurevilly, Villiers de l'lsle Adam, Léon Bloy, e incluso Baudelaire). La concepción organicista de la sociedad ha marcado también, a través de Auguste Comte, gran admirador de Bonald y Maistre, el desarrollo de la escuela francesa de sociología.

II. TRES CAMINOS SE ABREN

EL LIBERALISMO André Jardín

Libertad

En su libro Sobre la Libertad (1859), John Stuart Mill destaca el aspecto nuevo adquirido en el siglo XIX por «la libertad social o civil, es decir, la naturaleza y los límites del poder que puede ser legítimamente ejercido por la sociedad sobre el individuo... cuestión que probablemente será pronto tenida como la más vital para el futuro. Este es un problema que no tiene nada de nuevo... y en cierto sentido ha dividido a la humanidad desde los tiempos más remotos. Pero se presenta bajo formas nuevas en la era del progreso en que los grupos más civilizados de la especie humana han entrado ya». Ya antes de Mill, Guillermo de Humboldt en El Estado y sus límites (publicado en 1851 pero escrito en 1792), y Benjamin Constant distinguieron la libertad moderna de la libertad antigua.

A ojos de Mill, el poder procedía antiguamente de la conquista o de la herencia; podía proteger al pueblo e incluso otorgarle ciertas inmunidades, pero le protegía de los grandes como el ave de presa más fuerte se impone a las demás. Entre las excepciones que Mill admitía, sólo citaba algunas ciudades griegas, olvidando a Suiza, reliquia de democracia medieval que ha atravesado los siglos, y también ciertas tradiciones británicas. Pero tiene razón al oponer al absolutismo los regímenes representativos: al poder que decide sin consultar a la sociedad sucede un poder que es un órgano de ésta, gracias a un consenso libremente expresado.

Un orden que busca su camino

Las condiciones para un cambio tan radical tenían raíces anteriores al siglo XIX. El desarrollo del capitalismo mercantil en el siglo XVI creó una clase de hombres acostumbrados a gobernar su propio destino y el humanismo, en el seno mismo de la iglesia echó por tierra el argumento de autoridad. Pero la aparición de conductas más autónomas de las personas en cuanto a sus problemas materiales o espirituales no basta para que la libertad se convierta en uno de los cimientos de la sociedad, hace falta otra condición: la tolerancia.

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Y en los siglos clásicos donde las preocupaciones religiosas tienen tanta importancia, hasta el punto de que podemos decir que siguen siendo tan primordiales como en la Edad Media, fue necesario que aquella triunfase en el terreno religioso para poderse imponer en la sociedad política. Aunque la Reforma había desgarrado «la túnica sin costura» no había resuelto este problema. En 1553, Calvino hizo quemar vivo en Ginebra a Miguel Servet y en 1692, en Massachusetts, los puritanos enviaron a la hoguera a los 23 supuestos brujos y brujas de Salem. Aunque la Inquisición católica actuaba sobre todo en España y su Imperio, las jurisdicciones laicas siguieron sus huellas en otros países: en 1776, el parlamento de París envió a la muerte al joven caballero de la Barre, por sólo sospechas de un acto sacrílego. Tales son las anécdotas de un período de guerras civiles, en que se enfrentan fuerzas feudales y fuerzas del mundo nuevo, a las que la ferocidad de los odios de opinión impone una marca significativa. En tales condiciones no hay posibilidad de sociedad libre y se impone la gestión de un poder absoluto que busca su justificación en el derecho divino desde los escritos de Jacobo I Estuardo hasta los de Boussuet, o como Hobbes, en una necesidad que obliga a confiar la espada de la guerra y la espada de la justicia a un árbitro entre hombres que son por naturaleza lobos dispuestos a destrozarse mútuamente. Sólo a fines del siglo XVII, la tolerancia que habían predicado en el siglo precedente humanistas y políticos, empezó a conseguir algunas victorias. El reconocimiento en Francia del estado civil de los protestantes en el reinado de Luis XVI y la emancipación política de los católicos ingleses en 1828, borran los últimos vestigios de importancia de desigualdad religiosa.

En ningún otro país ha habido tanta vinculación entre la libertad y los problemas religiosos como en Inglaterra. Citaremos los episodios más destacados: la lucha de los Cabezas Redondas contra los primeros Estuardo, la emigración de puritanos a América, la asombrosa multitud de sectas que surge en la República de Cromwell. Incluso a comienzos de la restauración, dos mil pastores firman peticiones contra el uso del Common Prayer Book que había impuesto el Acta de Uniformidad. Frente a este Dissent, por otra parte muy desunido, la Iglesia anglicana se encuentra dividida entre tolerantes e intransigentes; el protestantismo inglés sólo se une frente al catolicismo que significa para aquél la tiranía papista y la amenaza extranjera. Un soberano católico sólo podrá reinar por la fuerza y es lo que intenta hacer Jacobo II que tendrá que huir del país en 1688; su tentativa, paradójicamente, hizo dar un gran paso a las instituciones liberales. En efecto, cuando el rey huye, una asamblea de hombres políticos hace elegir una Convención que da fe de que el soberano ha roto su pacto, y antes de admitir como rey de Inglaterra a su yerno Guillermo de Orange le impone las condiciones de la Declaración de Derechos (23 de febrero de 1689): prohibición de cualquier impuesto que no haya sido autorizado previa-mente por el Parlamento (pronto se introducirá la práctica del presupuesto anual), no mantener un ejército en tiempo de paz, aceptar un orden sucesorio que excluya a los católicos. Esta Declaración se completa con otra Declaración de Tolerancia. Locke, en 1690, justificaba en su segundo Tratado sobre el gobierno civil el nuevo orden de cosas en nombre de los derechos naturales del hombre: libertad, propiedad, seguridad. La garantía que este orden ofrece a los individuos es la separación de un poder legislativo, con una Cámara elegida, del ejecutivo confiado al rey, y la independencia del poder judicial.

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Este orden liberal busca su camino, entre la semiindiferencia de los dos primeros Jorges, bajo la dirección de los aristócratas «whigs», grandes terratenientes pragmáticamente corruptores. Cuando en 1763 quiera reaccionar Jorge III y restablecer el poder real, lo único que conseguirá será transformar en partido dominante, aunque mal unido, a la facción gobernante, y cristalizar en un partido radical las tendencias reformistas latentes, hasta entonces extrañas a la vida parlamentaria. A fines del siglo, los ingleses se encuentran protegidos en sus libertades por unos logros tan sólidos que ninguna reacción “tory” conseguirá echarla abajo: el habeas corpus, la libertad de una prensa a veces violenta contra el mismo rey, debates parlamentarios que apasionan a la opinión, ilustrados por la elocuencia de oradores prestigiosos, como William Pitt, Charles Fox o W. Burke. El pensamiento teórico presenta una asombrosa diversidad. Las controversias político-religiosas siguen siendo vivas, aunque más serenas, más marcadas también por el teísmo de la época. Grandes talentos se ocupan de estudiar la organización de los poderes, los principios de la economía política, los derechos y deberes del Estado, desde lord Bolingbroke a David Hume, desde Adam Smith a Joseph Priestley. Pero lo que más impresiona a los extranjeros (como Voltaire que consigna sus impresiones en las Lettres philosophiques en 1733) no son tanto las ideas, que más adelante desempeñarán un papel de primerísima importancia en la consolidación de las doctrinas del liberalismo económico y político de toda Europa, como la práctica política de las Islas.

Sin embargo, una imagen más nueva de la libertad sustituye, o más frecuentemente se superpone, a la de la libertad inglesa en la imaginación de la Europa cultivada de fines del siglo XVIII: la de la joven América, cuya emancipación fue vista como una gran victoria contra la tiranía. Las trece colonias inglesas fundadas a la otra orilla del Atlántico eran diversas tanto por su estatuto como por su origen o vida social. Sin embargo existía en ellas una cierta uniformidad institucional: por encima de los “townships” y de los condados con una vida municipal y local activa, existía una asamblea elegida junto a un gobernador nombrado por el rey y secundado por un consejo. El gobernador tenía un derecho de veto sobre las decisiones de la asamblea que el propio rey de Inglaterra ya no ejercía en la metrópoli, y que era muy impopular. Jorge III quiso llegar más lejos y consolidar los de-rechos de la metrópoli. A partir de 1765 trató de imponer un derecho de timbre que las asambleas coloniales no querían admitir y que suponía un atentado contra los privilegios de fundación de las colonias y contra la práctica tradicional. A partir de aquel momento una serie de conflictos degeneraron en disturbios y la represión de los disturbios en una guerra generalizada en la que los insurrectos consiguieron el apoyo de Francia y de España. Los nobles oficiales del cuerpo expedicionario francés se convirtieron, junto con los emisarios de las colonias sublevadas, en los más ardientes propagandistas de la joven libertad americana, cuando regresaron a su país. Las Mémoires de La Fayette, de Chastellux, de Ségur, son una buena prueba, y el caso de este último, hijo del ministro de Guerra, del círculo de la Reina, que se complace en ridiculizar las costumbres de la vieja corte, es edificante: «¿Cómo pueden asombrarse los gobiernos de las monarquías europeas de que el amor por la libertad inflame los espíritus ardientes de una juventud que se ha educado en todas partes en la admiración por los héroes de Grecia y Roma... y que han aprendido a leer y a pensar traduciendo las obras de los republicanos más célebres de la Antigüedad?»

En los años que siguieron a la guerra de la Independencia norteamericana, toda Europa se

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ve invadida por una literatura que ensalza los hechos e ideas de los insurrectos. Las jóvenes generaciones educadas por los filósofos, se entusiasmaron en toda Europa con la Declaración de Independencia del 4 de julio de 1776, debida a la experta pluma de Jefferson, discípulo del pensamiento filosófico francés y padre del americanismo, que justificaba la rebelión emancipadora en nombre de los derechos inalienables que el hombre había recibido de su Creador «La vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad.» Las Declaraciones que preceden a las constituciones de los diferentes Estados, traducidas al francés por La Rochefoucauld d'Enville fueron muy leídas por los futuros miembros de la Constituyente francesa. La idea de que el hombre tiene unos derechos naturales inalienables y sagrados se hallaba explícita o implícita en toda la filosofía francesa del siglo. Era una vieja idea estoica que coexiste en Santo Tomás con la del pecado original y a la que la filosofía había devuelto su vigor original. Aunque la idea de progreso aparece más bien a finales de siglo, ésta no hace sino reforzar el retorno a la naturaleza y a la lógica, como lo único capaz de asumir la felicidad de los hombres y justificar la desmovilización de la dogmática católica y del despotismo real. El estudio de las desviaciones que conducen al despotismo aparece como la trama que sustenta todo el sabio estudio comparativo de Montesquieu, lo mismo que el amor por la justicia y la tolerancia en los panfletos de Voltaire. Aunque Rousseau en el Contrat Social pretende restaurar una libertad inspirada en la Antigüedad, participación en el poder y parcial alienación de los derechos individuales, no fue esto lo que le dio más fama, sino Lo Nouvelle Héloise y el Emile, con su intento de disolver la opacidad de las relaciones sociales y llevar al hombre a la naturaleza, la libertad y la virtud, condiciones imperativas de la felicidad.

Este espíritu de regeneración es lo que da su verdadera dimensión a la Revolución de 1789, y la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano que las resume siendo la carta fundadora de todas las sociedades liberales. Esta Declaración, elaborada ante la inminencia de una contraofensiva absolutista, tiene la audacia de elevar el debate hasta la dignidad fundamental de la persona humana, sus derechos universales, sus libertades intangibles. En el marco de un país determinado, la unión de esos individuos libres, los ciudadanos, forma la nación que no puede tener más ley que la que ellos han decidido libremente y ningún otro poder que el que aquellos le han confiado.

Así es como hay que entender la fórmula: «La Nación, la Ley, el Rey», en la que el soberano no es sino el primer magistrado de la Nación, el encargado de hacer que se cumpla la Ley.

El planeta liberal

Así se preparó la era de la libertad, tal como se viviría en la primera mitad del siglo XIX, en un espacio limitado, un Occidente que ocupa entonces una reducida porción del planeta. Inglaterra, que ya en el siglo XVIII tiene un sistema representativo, evoluciona hacia el parlamentarismo con la consolidación del Gabinete y la elección forzosa de los ministros de entre la mayoría de la Cámara de los Comunes. La continuidad y la flexibilidad del régimen, a pesar de disturbios que jamás llegan a la subversión, estriba seguramente en la alianza entre «whigs» y radicales contra el conservadurismo «tory». Pero cuando, después de 1837, cese esta alianza, los radicales «cartistas» se verán reducidos a la impotencia. La

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victoria del liberalismo en Francia se verá retrasada por el Terror y luego, en una nación traumatizada por la guerra y los odios que el Terror ha suscitado, por el orden napoleónico. En 1814 el liberalismo francés conseguirá vencer algunas ilusas maniobras reaccionarias y finalmente los liberales llegarán al poder en 1830. Es en España donde un partido político occidental toma por vez primera el nombre de «liberal», en las Cortes de Cádiz de 1811 y a partir de 1834 los liberales españoles tratan de conseguir el poder en guerra con los carlistas y en medio de la amenaza de una dictadura militar.

En Estados Unidos se establece un pragmático equilibrio entre las libertades de los Estados y la necesidad de un gobierno federal, después de que los republicanos triunfaran frente a las tendencias más autoritarias de los federalistas. Aunque las libertades esenciales de los ciudadanos se hallan aseguradas, subsiste la esclavitud de los negros en el Sur.

Sin embargo en la Europa continental del Este y del Centro, el liberalismo es poco más que una ilusión de las clases ilustradas. Hay una Europa de la servidumbre y una Europa donde las castas aristocráticas se encargan de las tareas administrativas. En la Alemania renana o meridional existen instituciones liberales, pero el poder no se encuentra en manos de los liberales, que se refugian en una oposición dividida en siete u ocho grupos, todos ellos divididos en radicales y moderados, meros clubes de discusión formados por unos pocos industriales, intelectuales y profesores. El problema político fundamental parece ser la unidad de la nación alemana y el liberalismo no arraigará hasta que aquella se haya conseguido.

En el Occidente liberal se dan sin embargo ciertos principios comunes que caracterizan a regímenes de diversas apariencias.

1. En primer lugar, la uniformidad de la especie humana. Todos los hombres tienen la misma vocación de libertad, la misma igualdad original sin distinción de raza, religión o clase. Tienen derecho a la seguridad, a expresar sus opiniones en la medida en que no perjudiquen a la expresión de las de sus semejantes, a dedicarse a la actividad que prefieran.

Es fácil la ironía acerca de lo teórico de la igualdad que estas libertades presuponen. Sin embargo, los hombres de aquel tiempo vieron en ella la implicación de deberes nuevos que no se realizarán hasta mediados del siglo: supresión de la esclavitud y de la servidumbre; intento de rehabilitar a los marginalizados las prisiones no deben ser sólo represivas, sino en la medida de lo posible redentoras; la asistencia pública deja de ser un deber de caridad cristiana, para convertirse en una solidaridad social. Hay también otra causa de inferioridad popular que los liberales más conscientes se esfuerzan por destruir, la falta de instrucción. Es este un gran problema para la filantropía anglosajona, y en Francia, hombres tan diversos como Condorcet y Guizot se esforzarán en combatir este mal, este último con éxito.

2. Esta uniformidad estatutaria de los hombres conjugada con la misión restringida del Estado de garantizar ante todo la seguridad de las personas, convierte a cada individuo en

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una fuente de energía social. El liberalismo anglosajón fomenta las asociaciones con fines lucrativos, culturales o políticos, lo que permite multiplicar aquella fuente de energía. La tradición francesa, restrictiva del derecho de asociación, mutila el liberalismo real por su desconfianza hacia los cuerpos y corporaciones del Antiguo Régimen o hacia las sociedades secretas con fines subersivos.

3. Finalmente, el equilibrio de los poderes. Todos los regímenes liberales distinguen un poder legislativo con dos cámaras, una de las cuales al menos es elegida, un poder ejecutivo y un poder judicial. El poder ejecutivo es elegido en Estados Unidos, en los países liberales de la vieja Europa suele estar confiado a una familia real tradicional cuyo carácter representativo es admitido por la mayoría de los ciudadanos. El soberano (constitucional) está rodeado por un ministerio responsable ante el poder legislativo, y el poder judicial es a la vez independiente y árbitro entre los otros dos (en Francia la jurisdicción administrativa especializada sufrió duros ataques por parte de los teóricos del liberalismo). Al lado de la inamovilidad o la elección de los jueces, el pensamiento liberal da un gran valor a la institución del jurado reclutado entre los ciudadanos, por elección o sorteo, cuyo carácter de no profesionales les parece una garantía de imparcialidad.

Las fragilidades del sistema

Pero salvo en Norteamérica donde el derecho a votar, aunque no se halla universalizado sí es muy amplio, las sociedades liberales de principios del siglo XIX no son democráticas. El derecho a elegir a sus representantes o a participar en la vida pública aunque sea localmente, se encuentra reservado a una «elite», a la que se considera única capacitada para estos menesteres. Como, al menos teóricamente, los privilegios del nacimiento no existen, esta «elite» más o menos amplia se distingue del cuerpo social según criterios económicos: pago de cierta contribución o posesión de una propiedad. Todos los hombres cuentan en la vida civil, pero en la vida publica sólo participan los que tienen cierto peso: se distingue la clase media de los proletarios o los notables del pueblo propiamente dicho. Los regímenes liberales que se han formado oponiéndose al absolutismo “tiránico”, siguen teniendo miedo a la “tiranía de la mayoría”, es decir, a las masas populares; por medio del sufragio universal, las masas podrían contagiar a las instituciones sus prejuicios - re-novando, por ejemplo, anualmente los parlamentos o los tribunales - sus pasiones, su inestabilidad, su intolerancia. En Francia, los recuerdos del Terror desempeñaron un importante papel en el arraigo de esta forma de pensar (equivocadamente, pues el Terror fue obra de una minoría de activistas), y hasta los autores liberales más favorables a la democracia comparten este temor a la “tiranía de la mayoría”: los colaboradores del Federalist que prepararon intelectualmente la Constitución de los Estados Unidos, Alexis de Tocqueville y John Stuart Mill.

Por eso la mayoría de los liberales no habla de la soberanía popular. Guizot, por ejemplo, habla de la soberanía de la razón. ¿Pero cómo distinguir en la sociedad la «elite» abierta encargada de expresar a aquélla, sino por criterios totalmente arbitrarios? En la Francia de la monarquía de julio, donde, para ser elector, había que pagar 200 francos de impuestos, el cuerpo electoral difería socialmente de un departamento a otro. Cuando Arthur Wellington decía, antes de la reforma de 1832, que era tal la perfección del sistema tradicional inglés

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(que incluía numerosos «burgos podridos») que ninguna mente podría concebirle, hace un sofisma, y cuando Guizot sostiene que el contribuyente de 200 francos representa también al que sólo paga 100, enuncia otro. Semejante sistema sólo puede resultar estable cuando evoluciona hacia la democracia presionado por la ampliación de la opinión pública, y son los liberales los que al fomentar la instrucción popular, favorecen esta ampliación de la opinión.

Las sociedades liberales presentan otra causa de inestabilidad. Se las ha comparado a veces al sistema de Newton, en el sentido de que la economía de mercado produce una especie de atracción que pone en marcha la energía individual. Pero mientras en el sistema newtoniano, la gravitación mueve una mecánica universal teóricamente eterna, en las sociedades humanas, la energía de los hombres produce nuevas riquezas, transforma la faz de la tierra y modifica así las relaciones sociales. La revolución industrial, sobre todo, transforma de tal modo las condiciones del trabajo humano que estas dejan de ajustarse a la idea del contrato privado, como la economía liberal quisiera. Algunos teóricos lúcidos, como Pellegrino Rossi o Alexis de Tocqueville temían que se formara una nueva clase feudal. Las clases obreras ven obligadas a apelar a cuerpos sociales capaces de defenderlas y en especial a pedir la intervención del Estado. Pesa así sobre las sociedades liberales que se transforman una amenaza de socialismo, en el sentido más amplio de la palabra, que se manifestará a plena luz en 1848.

El mundo occidental en la primera mitad del siglo XIX se hallaba pues encarrilado en un proceso de transición: tenía que evolucionar hacia la democracia y volver a insertar en la vida pública nuevas formas asociativas. Es decir, de algún modo, para tener en cuenta las nuevas realidades, dilatar su horizonte «burgués».

Sin embargo no hay que olvidar que en una época en que se fortalecía el despotismo en el Este del Continente, el liberalismo supo crear instituciones fundadas en la libertad y la dignidad del hombre. Es una herencia que, a través de mucha vicisitudes, sigue viva y se expande ampliamente en el mundo de hoy con su doble carácter: la garantía de las libertades individúales y el régimen representativo.

III. SOLUCIONES DEL SIGLO XIX

La revolución social Daniel Lindenberc

Proletariado

Un espectro obsesiona el pensamiento social y político del siglo XIX: la esclavitud. En su forma clásica, aun no había terminado de decaer en la periferia del mundo occidental, en 1865 en Estados Unidos, en 1889 en Brasil, aún más tarde en las colonias francesas de África. Y fue en nombre del antiesclavismo como justificó, en 1935, el fascismo italiano su invasión de Etiopía. Esta profunda identificación de la esclavitud con la barbarie, explica

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que el preguntarse si en el seno de nuestras sociedades civilizadas había una «esclavitud moderna» (Lammennais), tan cruel como la antigua y mucho más hipócrita, ya que se hallaba encubierta por una igualdad y libertad jurídica ficticias, no tenía nada de académico. Si la respuesta era afirmativa, la Revolución Francesa se vería relegada a la categoría de emancipación ilusoria que, en realidad, abría el camino a nuevas formas de servidumbre, quizás peores que la que presumía haber destruido. Así pues, la emergencia de la idea de proletariado se encuentra unida a la tesis de la moderna esclavitud a la que da un toque humanista y «romano». Pero, sobre todo, hablar de proletariado ofrece el interés de poner en entredicho dos pilares de la ideología jacobina: las nociones de pueblo y de nación.

Marx y los otros

En contra de un prejuicio sólidamente establecido, no fue Marx el inventor del concepto moderno de proletariado, ni siquiera el único en darle un lugar central en su sistema. Desde este punto de vista sufre la competencia, que no es sólo teórica, de Auguste Comte. Las discusiones entre especialistas demuestran que el concepto de proletariado, lo mismo que la idea socialista a la que unirá desde muy pronto su tumultuoso destino, no nació específicamente en la izquierda. Ni fueron hombres de progreso, movidos por una voluntad democrática imperiosa, los que la llevaron a las fuentes bautismales.

Los Sismondi y Villeneuve-Bargemont se encuentran muy cerca del vizconde de Bonald, cuando éste acusa a Adam Smith y a su «biblia material y materialista» y a la Revolución Francesa por haber colocado a la «sociedad en Europa en un estado violento». Sismondi no hará más que confirmarlo: «Casi se podría decir que la sociedad moderna vive a costa del proletario, de la parte que le arrebata de la recompensa de su trabajo» (Etudes déconomie politique, 1837). Es ya prácticamente marxismo. Marx tomará además de Sismondi su concepto de “mejor-valor”, convertido en “plusvalía” por Constantin Pecqueur (1801-1887), teórico francés del colectivismo (Economie sociale, 1837, Théorie nouvelle, 1842), leído muy atentamente por el autor de El Capital.

Incluso encontramos en éste una incertidumbre terminológica, cuando en el mismo artículo de la Nueva Gaceta Renana, habla sucesivamente de los “trabajadores” parisienses (Arbeiter) aplastados en las jornadas de junio y de los “plebeyos” abandonados por todos después de su derrota. Pero al volver a escribir cuatro años más tarde sobre los mismos acontecimientos (New York Daily Tribune, 29 de marzo de 1852), dice: «Los proletarios parisienses fueron derrotados, diezmados y aniquilados de tal manera que aún no se han recuperado de los golpes recibidos.» ¿No llegó el concepto de proletariado a la pluma de Marx como insistencia en una carencia, carencia de medios de trabajo, de poder, falta de victoria que traduciría, casi casi, una vocación ontológica por la derrota? ¿Debería ser cien veces crucificada la clase mesiánica para que se salvara el mundo? Son preguntas que la desconcertante actitud del autor de El Capital respecto a la Comuna de París nos permite formular.

¿Por qué metamorfosis un conjunto de charlatanes de suburbio y de bohemios, con la cabeza llena de tópicos proudhonianos, va a convertirse en unos días en la admirable

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falange que «sube al asalto del cielo», paraíso teórico en todo caso, pues allí podrá contemplar y practicar la «forma por fin hallada» de la dictadura del proletariado? Jean Jaurés tenía su idea sobre este problema, al analizar como filósofo los fundamentos de la teoría de Marx de la «revolución en permanencia», sin los que es imposible llegar a entender el concepto de proletariado. Digamos que Jaurés es precisamente uno de los pocos socialistas franceses que no sienten por todo lo que se refiere a la Comuna la reverencia de rigor.

Pero será en Rusia donde el concepto de proletariado perderá en la tradición marxista toda ligazón con la clase obrera (o las clases obreras, como se decía con más frecuencia en el siglo XIX) realmente existente. Veamos lo que escribía Plejanov, padre del socialismo marxista ruso: «Sabemos que actualmente no hay un solo pueblo que lleve así un nuevo principio histórico universal, pero que ese si que es el caso de una clase determinada, el proletariado, en todos los pueblos civilizados» (Problemas fundamentales del marxismo). La historiografía, copiada de Hegel, sustituye en este caso a la historia. En Lenin, el mito del proletariado, clase salvadora, se opone con toda claridad a la clase obrera abiertamente considerada como víctima indefensa de la «ideología burguesa», si no fuese por el partido, verdadero y necesario partero de la «conciencia de clase». No se debió por lo tanto a circunstancias desdichadas el que la dictadura del proletariado aplicada a la URSS, después de 1917, se convirtiera en realidad en la dictadura de un aparato policiaco e «ideocrático». Todo eso estaba ya en el ¿Que hacer? de Lenin.

Leninismo que, sin disparatar, podríamos vincular con el empleo que hace Auguste Comte de los proletarios en su filosofía positiva. Proponiendo en 1848 la creación de una sociedad positivista para dirigir la República, proclamaba: «La clave activa deberá proporcionar la mayoría, sobre todo entre esos nobles proletarios franceses que están dispuestos a realizar esta misión, por su ánimo y su inteligencia.» Exaltación pues del proletariado a condición de que acepte la todopoderosa teoría... Sin embargo, para comprender el destino de la idea proletaria, hay que tener también en cuenta una tercera voz, ya presente, como hemos dicho, desde los orígenes: el catolicismo social.

El proletariado entre dos morales

Desde Grocio se había hecho corriente la idea de que gracias al cristianismo se había aliviado la suerte de los esclavos y, en definitiva, se había producido la recesión de la esclavitud, como institución, en toda Europa. Esta tesis, hoy rechazada, nos permite comprender el uso estratégico que ciertos pensadores católicos hicieron del polémico concepto de proletariado. Lo que la Iglesia había hecho en el pasado para solucionar los problemas sociales del Mundo Antiguo, la Iglesia (o en algunos autores: la Iglesia y la monarquía) lo haría para solucionar la problemática social contemporánea, sin revoluciones ni violencias. Así, el problema del «pauperismo» volvía a encontrar en un contexto cristiano, en medio de la crisis de las que saldría la modernidad, toda su temible carga de tristeza y compasión.

El historiador alemán Werner Conze señala la emergencia en ese momento de la palabra proletarius para designar al que formaba parte de la masa flotante de mendigos,

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vagabundos, pobres expulsados de la campiña, en una palabra, del producto de lo que unos llamarán «acumulación primitiva capitalista» (Marx) o «gran encierro» (Michel Foucault). El término «populacho» (en alemán Pöbel, en inglés mob, etc.) es sin embargo más frecuente, pero la resurrección de la vieja palabra latina, por cierto desviada de su significado original -en Roma, los proletarii, aunque eran la última clase de la plebe, no eran de ningún modo unos parias- tiene también implícita la idea de «clases peligrosas».

Por ejemplo, encontraremos en la Filosofía del derecho de Hegel, una definición del populacho que, viniendo después de ciertas reflexiones sobre la pobreza y la población, demuestra que el marxismo estaba ya encima: «El hundimiento de una gran masa de hombres por debajo de un cierto nivel de subsistencia, que se ajusta de por sí como la subsistencia necesaria a un miembro de la sociedad, y con eso, la pérdida del sentimiento del derecho, de la honradez y del honor de subsistir por su propia actividad y su propio trabajo, llevan a la producción del populacho, producción que además trae consigo una mayor facilidad para concentrar en pocas manos riquezas desproporcionadas.» Se va así bien hacia el marxismo o bien hacía una visión moral del proletariado, que será tanto la de Proudhon el «anarquista» como la del conservador Frédéric Le Play, inspirador de todos los corporativismos, o del pensamiento de Georges Sorel (Matériaux paur une théorie du prolétariat, 1919).

Abramos el Grand Larousse del siglo XIX, en la palabra «Proletariado». Encontraremos allí citas de Lamartine («El proletariado moderno es una especie de esclavitud aliviada por el salario»), Emile Littré («El proletariado llega de todas partes a competir por el poder»), Proudhon («La historia de los gobiernos es el martirologio del proletariado») y de autores entonces famosos (el ecléctico Emile de Girardin, el republicano Eugéne Pelletan). En esta antología únicamente Proudhon puede considerarse un autor socialista; las citas de los demás nos demuestran que el concepto que nos ocupa era muy banal en la Francia del siglo XIX. Continuando una vieja tradición humanista, reforzada por la Revolución Francesa, este vocablo se emplea en realidad para designar a los excluidos de la sociedad. Proudhon, por ejemplo, opone al conjunto de parias que son en realidad para él los proletarios, vícti-mas tanto del gobierno como del capital, a las castas que forman los estratos de la sociedad burguesa.

¿Eclipse o decadencia?

Con el triunfo intelectual del marxismo, el concepto de proletariado cambia de sentido: ya no designa a las «clases peligrosas», sino a lo que debiera de ser la clase obrera para conformarse con su misión histórica. Es esta idea la que encontramos lo mismo en los Manuscritos de 1844 que en Les Communistes et la paix de Jean-Paul Sartre (1952). El testimonio más perfecto de toda esta metafísica del proletariado es sin duda Historia y conciencia de clase de Lukacs (1923), donde todo contenido sociológico ha sido eliminado y sustituido por un idealismo absoluto que recuerda a Fichte y sus ejercicios dialécticos con el «yo» y el «no-yo». Aunque Lukacs fue condenado por la Internacional Comunista cabe pensar si en su obra no expresa a la perfección la verdad del leninismo, como treinta años más tarde lo hará lo que Merleau-Ponty llama el «ultrabolchevismo» de Sartre.

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El leninismo depura en efecto al marxismo original de todo elemento «obrerista», para dejar en su lugar la omnipotencia de un partido que habla «en nombre de la clase obrera», como un sujeto que conoce en función de criterios y donde el famoso «origen de clase» no interviene más que a posteriori. De este modo será en las corrientes dominadas, reducidas al silencio, del movimiento obrero, donde se intenta preservar la identidad de carne y de sangre de un «proletariado» ahogado por su elevación a la «dictadura» Es muy significativo que el periódico de los sindicalistas revolucionarios que, después de haber participado en la aventura comunista recobran su autonomía, se llame a partir de 1925, La Révolucion prolétarienne.

Sólo al producirse el eclipse de la utopía revolucionaria en Occidente perderá todo interés el proletariado tanto para la sociología como para la política. De un modo muy simbólico, será uno de los fieles de Sartre el autor de un panfleto titulado Adieux au proletariat (1980). Volviendo a ya viejos análisis de Sombart y de Schumpeter sobre el «profetismo» de Marx, André Corz pone allí todas sus esperanzas en la informatización de la sociedad y la decadencia de la ideología del trabajo, anuncios, según el, de una reconciliación por fin posible de la libertad y de la necesidad. Unos años después, otro antiguo marxista, André Glucksmann, utilizando intuiciones no desarrolladas de Michel Foucault, propondrá un retorno a la categoría de «plebe», mientras que otro escritor de los mismos orígenes, Robert Linhart, no duda en hablar de un «proletariado inencontrable». Seguramente ha sido el hundimiento del mito soviético el que ha arrastrado en su caída a la leyenda del proletariado. Los que siguen con simpatía los esfuerzos de emancipación de los “trabajadores» no pueden más que coincidir con Ralf Dahrendorf o con Alain Touraine en que el carácter nuclear del movimiento obrero en la sociedad industrial (¿o post-industrial?) no tiene ninguna base empíricamente demostrable. Los que necesiten un mesías colectivo tendrán que dirigirse hacia otros horizontes, siendo los del Tercer Mundo los más frecuentados.

Marxismo de Marx, marxismo de Engels

Michaël Löwy

Ni Marx fue un hombre de ciencia como los demás, ni el marxismo es una doctrina política como tantas otras. El marxismo es una visión global del mundo, en la que lo científico y el prejuicio, los juicios de valor y los juicios objetivos, se articulan dialécticamente en una indisociable unidad. Su objetivo no es sólo conocer o interpretar el mundo sino también, y en primer lugar, “transformarlo” (XI Tesis sobre Feuerbach). Ninguna teoría política tuvo jamás una adhesión tan masiva y tan militante, hasta el punto de que sólo podría comparársela a la de las grandes religiones, y tampoco ha habido ninguna otra que haya influido con tanta amplitud en los movimientos sociales de la época moderna. Entre los motivos de su éxito podemos mencionar tres, que son sumamente importantes. 1) El marxismo se presenta a la vez como una crítica y una explicación científica de la injusticia, desigualdad y explotación de la sociedad capitalista/industrial. 2) Fue entendido como un llamamiento universal - por encima de las fronteras culturales, nacionales o religiosas - a la acción contra esta explotación a partir de las formas de resistencia ya existentes de la clase

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obrera. 3) Propone un objetivo emancipador, la sociedad socialista sin clases, a partir de las potencialidades inherentes al modo de producción industrial/capitalista mismo.

Tres fuentes y algunas más

Aunque Karl Marx fue sin duda el principal iniciador de esta nueva concepción del mundo, la contribución de Friedrich Engels no fue despreciable ni mucho menos. Cuando se conocieron en París en 1844, los dos filósofos revolucionarios comprobaron que estaban de acuerdo sobre las principales cuestiones teóricas. Varias de sus obras fueron escritas en común. En este sentido se puede hablar, como se hace corrientemente, del marxismo de Marx y de Engels como de un solo y mismo conjunto coherente de ideas políticas. Pero aparte de esto, es indiscutible que, sobre ciertas cuestiones, hay una diferencia entre ambos pensadores.

La teoría marxista no surgió de la nada, sino que fue elaborándose a partir de una reflexión crítica sobre ciertas fuentes esenciales. Los clásicos del marxismo -Kautsky, Lenin- hablan de las “Tres fuentes» del marxismo, a saber, la filosofía alemana (principalmente Hegel y los neohegelianos), la economía política inglesa (sobre todo Ricardo) y el socialismo francés (Saint-Simon y Fourier). Sin embargo, habría que añadir a esta lista al menos otras dos corrientes cuyo papel en la formación de las ideas de Marx y Engels es generalmente subestimado: el romanticismo, en especial la obra de ciertos críticos sociales (Carlyle), económicos (Sismondi) y literarios (Dickens) del capitalismo, y el movimiento obrero de su época, en especial la Liga de los Comunistas, las sociedades secretas comunistas en París, la sublevación de los tejedores alemanes y el cartismo inglés.

La filosofía social de Marx y Engels es el resultado de una nueva formulación materialista de la dialéctica hegeliana. Designada tradicionalmente por el concepto de «materialismo histórico» - el término «filosofía de la praxis», propuesto por Gramsci, es otra definición posible - que critica/niega/incorpora tanto el materialismo francés (inspirado por la filosofía de la Ilustración) como el idealismo alemán (hegeliano sobre todo), en un movimiento de superación dialéctica (Aufhebung).

Los vulgarizadores del materialismo histórico insisten siempre sobre la importancia primordial del materialismo. Sin embargo, para Marx y Engels, la definición de su método como «histórico» es también esencial. La dialéctica significa precisamente la comprensión de la historicidad de todas las instituciones y estructuras sociales. En 1873, en la nota final que añade Marx a la segunda edición alemana de El Capital, se refiere a su método como una «dialéctica racional» que «es un escándalo y una abominación para las clases dirigentes y sus ideólogos doctrinarios, porque, en la concepción positiva de las cosas existentes, incluye a la vez la inteligencia de su negación fatal, de su destrucción necesaria; porque captando el movimiento mismo, del que cualquier forma realizada no es sino una configuración transitoria, nada podría imponerla; que es esencialmente crítica y revolucionaria». La principal crítica que Marx hace a los economistas burgueses, es su tendencia a «mistificar» las leyes históricas del capitalismo para hacer de ellas leyes «naturales», ocultando de este modo su carácter específico, perecedero, limitado y contradictorio. Por este motivo rechaza lo que el llama «el materialismo científico -

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naturalista (naturwissenschaflichen) abstracto, que excluye al proceso histórico» (Marx, Das Kapital, I, Berlín, Dietz Verlag, 1968, p. 393). No se puede señalar mejor el error de cualquier clase de reducción del marxismo a su componente materialista. El historicismo del método de Marx se manifiesta también en la distinción que establece (en el mismo pasaje de El Capital que acabamos de citar) entre historia y naturaleza: «Como dijo Vico, la historia humana se distingue de la historia natural por esto: que nosotros hemos hecho la una pero no la otra.» En otras palabras: las relaciones sociales no son hechos «naturales» sino que han sido producidos históricamente por los hombres y pueden por tanto ser transformados por ellos, en especial por la praxis revolucionaria.

Modos de producción, modos de explotación

La dialéctica historicista de Marx se distingue de la de Hegel, según la citada nota final de El Capital, porque afirma la primacía del movimiento real respecto al movimiento del pensamiento. Ahora bien, el movimiento real es, en primer lugar, el proceso real de la producción material de la vida. Marx designa la manera específica como se realiza históricamente tal proceso por el concepto de «modo de producción», y ve en el conjunto de las relaciones humanas vinculadas a dicho modo de producción el fundamento de la historia.

El materialismo histórico pretende, pues, analizar la realidad social como una totalidad cuya base material es el modo de producción, pero en la que las diferentes formas de actividad humana -lo que Marx denomina «la producción espiritual» y las formas de conciencia, las «superestructuras» política e ideológica-, desempeñan un papel eficaz e incluso a veces primordial. En una nota de El Capital, Marx responde a un crítico para quién la concepción materialista de la historia -la vida material condiciona en general el desarrollo de la vida social, política e intelectual- es válida para el mundo moderno, pero no para la Edad Media en la que reinaba el catolicismo, ni para Atenas y Roma donde reinaba la política: «Lo que está claro, es que ni el primero podía vivir del catolicismo, ni la segunda de la política. Por el contrario, el modo de ganarse la vida en aquellas sociedades explica por qué en un caso el catolicismo y en el otro la política desempeñaban el papel principal (die Hauptrolle spielte).» (Marx, Das Kapital, I, 96). La producción material -o las condiciones económicas- son pues el elemento condicionante (bedingen) -Marx no habla de «determinación» (bestimmen)- en última instancia, del conjunto de la vida social, pero ésta puede estar dominada por la religión, por la política o por otras «instancias» de la totalidad histórica.

Los principales modos de producción mencionados por Marx son el modo de producción comunitario, el despotismo asiático, el esclavismo, el feudalismo, el capitalismo y en el futuro, el comunismo. No concebía ningún orden de sucesión rígido y universal entre diferentes sistemas productivos. Por el contrario, en una carta a un periódico ruso (Otechestvenniye Zapiski) en 1877, insistía sobre lo limitado que era su esquema, en El Capital, de los orígenes del capitalismo en Europa occidental, explicando que no se trataba en absoluto de un modelo abstracto del progreso universal fatalmente impuesto a todos los pueblos.

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En cada modo de producción, encontramos dos elementos constitutivos: las «fuerzas productivas» -los medios de producción y la fuerza de trabajo- y las «relaciones de producción»,- las relaciones sociales que se establecen entre los hombres a lo largo del proceso productivo. La contradicción entre el desarrollo de las fuerzas productivas capitalistas y las antiguas relaciones de producción feudales es, según Marx, el fundamento material de las grandes revoluciones burguesas de los siglos XVII y XVIII.

La relación de producción más importante es la división de la sociedad en «clases». Para Marx y Engels, «la historia de cualquier sociedad hasta nuestros días es la historia de la lucha de clases» (Manifiesto Comunista). Opresores y oprimidos han mantenido una guerra ininterrumpida, una veces abierta y otras disimulada, que termina en una transformación revolucionaria de la sociedad entera (por ejemplo en 1789) o en la destrucción de las dos clases en lucha (por ejemplo en el Imperio Romano). La clase de los opresores es la que posee y/o controla los medios de producción y la de los oprimidos representa la fuerza de trabajo productora de la riqueza social. La relación decisiva entre ambas clases es la «explotación»: la clase dominante se apropia del excedente producido por el trabajo de la clases dominadas. En el modo de producción esclavista, parece que el dueño se apropia de la totalidad del producto realizado por el esclavo; sin embargo no es así, ya que se ve obligado a restituirle una parte de dicho producto en forma de medios de subsistencia, necesarios para la supervivencia del esclavo. En el modo de producción capitalista reina la ilusión contraria: el trabajador tiene la impresión de que el salario paga el equivalente de su trabajo.

En realidad, una parte del valor del producto (la plusvalía) va a parar (en forma de beneficio, renta o interés) a los capitalistas. Tan sólo en el modo de producción feudal se establece una cierta transparencia: el campesino sabe exactamente cuántos días tiene que trabajar gratuitamente en las tierras del señor. Buena parte de la obra económica de Marx -sobre todo el volumen I de El Capital- trata de disipar lo que constituye a sus ojos la mistificación del intercambio de equivalentes (salario contra fuerza de trabajo), que esconde la realidad de la explotación capitalista.

Es esta realidad material de la explotación, la apropiación injusta de un excedente, lo que explica la lucha de clases, en la medida en que las clases oprimidas se rebelan y tratan de limitar o incluso de abolirla por completo. Según Marx y Engels (Manifiesto Comunista), el capitalismo tiende a simplificar la lucha de clases, pues reduce el conjunto de la sociedad a dos campos enfrentados: los poseedores y los desposeídos, los propietarios del capital y los trabajadores directos, la burguesía y el proletariado. El desarrollo de la industria no sólo incrementa el número de proletarios -sobre todo por la proletarización de las capas medias y del campesinado- sino que los concentra en masas considerables: la fuerza del proletariado aumenta y va adquiriendo conciencia: las luchas locales sé extienden hasta alcanzar la escala nacional y la clase se organiza como partido político (el modelo de este esquema es sin duda el cartismo inglés). Los «comunistas» representan las fracción más decidida de los partidos obreros de todos los países, y se distinguen por dos características: en las diferentes luchas nacionales del proletariado, colocan en primera fila los intereses comunes a los proletarios de todos los países; en las diferentes fases de la lucha entre proletarios y burgueses, representan los intereses del movimiento en su totalidad. Pero no

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son, al contrario de la concepción jacobino-blanquista de la sociedad revolucionaria secreta, una minoría ilustrada encargada de hacer la revolución en lugar del proletariado: «El movimiento proletario es el movimiento autónomo de la inmensa mayoría en interés de la inmensa mayoría.» Marx volverá a recoger esta idea en la consigna que propuso a la Primera Internacional: «La emancipación de los trabajadores será la obra de los trabajadores mismos.»

El Estado y la revolución

Para reprimir, controlar o neutralizar la lucha de los explotados, las clases dominantes disponen de un aparato institucional cuyo papel histórico es el mantenimiento del orden social: el Estado. Según Engels, el poder del Estado, nacido de la sociedad, se coloca sobre ella y se hace cada día más extraño a dicha sociedad. Aunque se presenta como el representante de toda la sociedad, su síntesis en un cuerpo visible, es en realidad el Estado de la clase dominante, la clase que pretende representar al conjunto de la sociedad: los propietarios de esclavos de la Antigüedad, la nobleza feudal en la Edad Media, la burguesía en la época moderna. Es por lo tanto un instrumento, un medio para dominar («oprimir») -en última instancia por la fuerza- a la clase explotada.

Sin embargo, Marx y Engels hacen también análisis más matizados, con una percepción menos «instrumental» del Estado: reconocen que, en ciertos períodos, el poder estatal puede asumir una mayor autonomía respecto a las clases en conflicto y desempeñar un cierto papel de «árbitro» o «mediador»: es el caso de la monarquía absoluta de los siglos XVII y XVIII, del bonapartismo del Primero y Segundo Imperio y del bismarckismo en Alemania. En su estudio sobre el bonapartismo de Luis-Napoleón, Marx insiste en la fuerza del aparato de Estado como institución autónoma, separada y alienada de la sociedad civil: este poder ejecutivo con su inmensa organización burocrática y militar, con su mecanismo estatal artificial y complejo, su ejército de funcionarios de medio millón de hombres y su otro ejército de quinientos mil soldados, espantoso cuerpo parásito que recubre como una membrana todo el cuerpo de la sociedad francesa y tapa todos sus poros, se constituyó en la época de la monarquía absoluta. Repite así, en un marco teórico diferente, las críticas de la alienación estatal y burocrática que había esbozado en sus notas de 1843 sobre la filosofía del Estado de Hegel. Pero en esta ocasión llega a una conclusión revolucionaria más concreta: la necesidad, para el proletariado ayudado por los campesinos, de destruir el aparato del Estado. Todos los gobiernos, desde la monarquía absoluta hasta la república parlamentaria, y todas las revoluciones políticas, no han hecho más que reforzar, perfeccionar y centralizar esta máquina; la tarea de la revolución proletaria debe ser la de romperla.

En sus escritos sobre la Comuna de París, volverá Marx a desarrollar este tema: la gran innovación de los «communards» es que han roto la máquina burocrática y militar, sobre todo al reemplazar el ejército permanente por el pueblo armado. Un nuevo tipo de poder ha surgido así y Marx lo define como «la forma política por fin hallada que permitía realizar la emancipación económica del trabajo». La constitución comunal de 1871 aparece a sus ojos como la verdadera abolición de la alienación política, porque había «restituido al cuerpo social todas las fuerzas hasta entonces absorbidas por el Estado parásito que se nutre de la

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sociedad y paraliza su libre movimiento». En los borradores preparatorios de La Guerra Civil en Francia, se encuentran incluso fórmulas de resonancias anarquistas: «No fue por lo tanto una revolución contra tal o cual forma de Estado, legitimista, constitucional, republicana o imperial. Fue una revolución contra el Estado en sí mismo, ese aborto sobrenatural de la sociedad...» (Marx, Engels, Lenin, Sur lo Commune de París, Moscú, 1971 pp.61-64, 145).

Friedrich Engels (en su prólogo de 1891 a La Guerra Civil en Francia) cita a la Comuna de París como ejemplo paradigmático de la «dictadura del proletariado», insistiendo sobre tres características esenciales de su antiestatalismo: supresión del ejército permanente, elección por sufragio universal (con posibilidad de revocación) de todos los puestos de dirección, y retribución de todos los funcionarios con un salario equivalente al de los demás obreros.

La Comuna de 1871 fue una sorpresa para Marx y Engels: apenas un año antes de los acontecimientos, Marx escribía a sus amigos S. Meyer y A. Vogt que Inglaterra era el único país donde existían las condiciones materiales para una revolución obrera. En varios de sus escritos aparece la idea de que la revolución depende sobre todo del nivel de las fuerzas productivas. Pero, sin embargo, hay otros textos donde se abandona esta visión estrechamente «economicista» por una perspectiva estratégica más flexible: la «revolución permanente». Este concepto aparece en especial en la circular enviada en marzo de 1850 a la Liga de los Comunistas, en la que Marx y Engels piden a los obreros alemanes que organicen su propio partido, sus propios comités y consejos obreros y su propia guardia obrera. Como la burguesía alemana ha sido incapaz de desempeñar su papel histórico -abolir la monarquía y el feudalismo- serán los trabajadores los que habrán de sustituirla, lu-chando para «hacer la revolución permanente hasta que todas las clases más o menos poseedoras hayan sido expulsadas de sus posiciones dominantes y hasta que el proletariado haya conquistado el poder» (Karl Marx devant les jurés de Cologne, París, Costes, 1939, pp. 238-245). La hipótesis según la cual la revolución estallaría en primer lugar en la periferia del sistema capitalista y no en su centro, se encuentra también en otros escritos de Marx, en especial en los que se refieren a Francia (1850), a España (1856) y a Rusia (1881-1882). En su prólogo común a la edición rusa del Manifiesto Comunista (1882), Marx y Engels afirman: «Si la revolución rusa da la señal para una revolución proletaria en Occidente, y ambas se complementan, la actual propiedad comunal de Rusia podrá servir de punto de partida a una evolución comunista.»

La revolución proletaria, al colectivizar los medios de producción y abolir la alienación estatal, abre un proceso de transición hacia el comunismo. Marx y Engels son reticentes en general a hablar del futuro emancipado; uno de los raros textos donde se aborda esta temática es La Crítica del programa de Gotha, donde Marx dice que, en un primer momento, subsistirán ciertas desigualdades sociales, en la medida en que la distribución se regirá por el principio «a cada uno según su trabajo». Sin embargo, en el comunismo -fase superior de esta transición-, cuando haya desaparecido la subordinación de los individuos a la división del trabajo y, con ella, la oposición entre el trabajo manual y el trabajo intelectual, y cuando el desarrollo de las fuerzas productivas haya creado la abundancia, la sociedad podrá escribir en sus banderas: «De cada uno según sus capacidades, a cada uno según sus necesidades.» Esto significa, señala Engels, la «decadencia del Estado»: «La

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sociedad que reorganizará la producción sobre la base de una asociación libre e igualitaria de los productores relegará toda la máquina del Estado a su puesto definitivo: al museo de las antigüedades, junto a la rueca y el hacha del bronce» (Engels, Origen de la familia...).

La visión del futuro comunista en Marx y Engels debe mucho -como reconocía el mismo Engels en el Anti-Dühring- a las obras de los socialistas utópicos (Owen, Saínt-Simon, Fourier, etc.). La diferencia capital se sitúa no tanto en el contenido de la utopía socialista como en el método de realizarla: para Marx y Engels, sólo la lucha revolucionaria del proletariado mundial por su emancipación puede dar por resultado el advenimiento de la sociedad sin clases.

Anarquismo y sindicalismo revolucionario Pascal Ory

Por la ambigüedad terminológica -y también doctrinal- que mantiene a primera vista con la «anarquía», término positivo para Proudhon pero generalmente utilizado con aviesas intenciones por el discurso político y por el vínculo que algunos de sus miembros establecieron, también en este caso en los comienzos, con la «propaganda por el acto» (terrorismo) -cuando existen “terrorismos” de todos los colores ideológicos, tanto de derechas como de izquierdas-, la doctrina anarquista ha sido generalmente asimilada al extremismo y al aislamiento. Esta imagen de un anarquismo activista y grupuscular exige ser matizada cuando consideramos el período durante el que influyó más directamente sobre la vida intelectual y política de Occidente, el medio siglo que se extiende desde el nacimiento de la Primera Internacional (1864) a la muerte o al menos al fracaso, de la Segunda (1914).

Fundación y fundamentos

La doctrina anarquista nace de un mismo movimiento de profundización intelectual y experimentación práctica. En el seno de la Asociación Internacional de Trabajadores (AIT) el debate entre discípulos de Proudhon y seguidores de Marx llevó a los primeros a precisar y radicalizar su crítica del Estado y, más ampliamente, de las instituciones consagradas de la sociedad burguesa. Por otra parte el episodio de la Comuna de París, en la primavera de 1871, donde las diversas sensibilidades proudhonianas eran mayoritarias sin por eso aclararse acerca de sus intenciones, su aplastamiento y la instalación acelerada de esos Estados «modernos» que pretendían ser el Imperio alemán en un lado y la República francesa en otro, obligaron a los antiautoritarios radicales a encontrar una solución a esta cuadratura del círculo: la organización, teórica, de los inorganizadores.

Una fuerte personalidad de «revolucionario permanente», forjada por la más severa represión existente entonces, la del régimen zarista, iba, de un lado y otro de la Comuna, a dar, en menos de diez años, el cuerpo de doctrina esencial al que desde entonces se han ajustado todos los anarquistas. Procedente, como su principal sucesor, Piotr Alexeievitch, príncipe Kropotkin, de la nobleza rusa, Mijail Bakunin extrajo con calor las más radicales conclusiones de las premisas de Proudhon, uniéndolas decididamente a la reivindicación comunista: allí donde Proudhon se detenía en el mutualismo, en la reciprocidad social, Bakunin pretendía figurar en la vanguardia de la revolución social.

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Nutrido, aunque superficialmente, por todo el bagaje científico de su tiempo, Bakunin dio al movimiento antiautoritario todas las apariencias del rigor de la Física ya que, después de todo, si «la anarquía es la tendencia natural del Universo, la federación es el orden mismo de los átomos». «Libertario» en el sentido de no ver ni admitir ningún límite a la libertad humana, el anarquismo se halla todo él animado por un optimismo radical sobre las aspiraciones y capacidades de la humanidad para liberarse de toda autoridad y encontrar en la igualdad la más total resolución de todas las contradicciones futuras. Como en lo cotidiano -que su visión atomística del universo coloca en una luz cruda- el anarquista no deja de chocar y de ser golpeado por una sociedad que, a sus ojos, está hecha al revés; su fórmula original, que constituirá la fuerza y la debilidad de la doctrina y de las organizaciones que se reclaman de ella, consiste en que es a la vez un utópico, que lleva consigo un proyecto de sociedad de una enorme sencillez y que plantea como de acceso inmediato, y un reactivo, siempre dispuesto a participar con todo su ser en una reivindi-cación, una rebelión, sin tener en cuenta para nada los resultados directos: la «belleza del gesto», la pedagogía de la rebelión le bastan.

Publicada en 1872 por Bakunin, “Federalismo, socialismo y antiteología” resume bastante bien, incluso en su título, la doble estructura del pensamiento anarquista: una crítica radical de la Autoridad, que parte de la negación de Dios, «Autor» y autoridad suprema, creación del hombre destinada a esclavizarle, y una aspiración a una federación universal de pequeñas comunidades, lo más pequeñas posible, que no establezcan ninguna jerarquía entre ellas. El socialismo, lejos de ser una fórmula vaga que traduce el igualitarismo del sistema, permite hacer la distinción entre el libertario y el liberal. El anarquismo no se comprende sino por el postulado de la capacidad de las «masas» a tomar su destino entre sus manos, contra todos los aparatos. Incluso si a comienzos del siglo un ala, minoritaria por cierto, del movimiento será «anarquista individualista» (así del francés Libertad), no se trata de ningún modo del culto a la individualidad conquistadora. Nada menos elitista, o más alejado de la exaltación de cualquiera clase de leyes del mercado o de la jungla; la ten-dencia anarquista-individualista se constituye como una crítica a las emboscadas de la organización y una aspiración a la acción inmediata, sin compromiso táctico alguno.

Todo esto no tiene nada que ver con los «principios del 89». Negativamente, el anarquismo rechaza, después de Dios y sus Iglesias, al Estado con sus policías y sus ejércitos, como el día de mañana al partido y a todos los demás aparatos de poder coercitivo. Positivamente, coloca en su lugar el principio federativo, generalizado a partir de la base. A excepción de la competencia técnica (pues Bakunin era un racionalista que reconocía “la autoridad natural del zapatero en cuestión de zapatos”), la sociedad se reconstruirá sobre la base de la asociación voluntaria y siempre revocable de grupos libres (estando comprendida en ella la «unión libre» de la pareja), de las comunas libres, de las regiones libres, hasta llegar a la cúspide de la Humanidad regenerada, liberada del miedo a Dios.

No hay en todo esto el menor rastro de democracia parlamentaria: la única delegación es la imperativa, no hay elecciones, procedimiento engañoso, alienante y que desconoce los derechos de las minorías. Es muy poco decir que el anarquista ha devenido, a lo largo del siglo XIX, tradición revolucionaria simplemente porque desconfía de las instituciones

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elaboradas: es que las rechaza. La mayor originalidad de este pensamiento es su desarrollo de una crítica de la injusticia social, de la explotación económica capitalista que, al contrario de la mayoría de los socialismos, no debe nada a dicha tradición. En cierto modo se trata de pasar de los hombres relativamente «libres e iguales en derecho» a los hombres absolutamente libres e iguales de hecho. Si buscamos antecedentes habría que ir más allá de 1798, hasta encontrar parte del pensamiento utópico preindustrial.

Diásporas y avatares

En el momento de la muerte de Bakunin (1876) el pensamiento anarquista estaba ya en pleno auge a través de todo Occidente. En la misma Rusia se expresaba no tanto en su radicalismo como esbozando síntesis complejas con el blanquismo (los «nihilistas» tiranicidas de los años 1870 y 1880) o con la eslavofilia ruralista (Leon Tolstoi o, más radical, el movimiento de los socialistas revolucionarios o SR, a principios de siglo). Además, a pesar o a causa de una intensa represión intelectual, este país proporcionó a la Causa esas profesiones de fe románticas exaltando la ilegalidad y esos manuales de revolución permanente que se titulan ¿Que hacer? (1863), novela de tesis de Nikolai Tchemichevski cuyo titulo recogió Lenin para uno de sus libros, y El Catecismo del revolucionario (1869), atribuido a Serguei Necaev (Nechaiev) pero que seguramente fue en su mayor parte obra de Bakunin. En el momento mismo de la revolución bolchevique se mantuvo durante algunos años en Ucrania, con Nestor Majno, un poder anarquista paradójico, en torno a un ejército igualitario que después de haber hecho frente a los blancos con éxito fue aplastado por los rojos. No hay que olvidar que los SR, próximos al anarquismo comunista por su doctrina del «reparto negro» de la propiedad campesina, en una perspectiva colectivista, obtuvieron la mayoría de los escaños en las únicas elecciones pluralistas organizadas por los bolcheviques, a principios de 1918.

En las sociedades más liberales, situadas más al Oeste, la palabra anarquista encontró oídos atentos tanto entre artistas e «intelectuales» (palabra que surgió en estos medios hacia 1890) como entre militantes obreros. Cristalizan entonces tres versiones del anarquismo que han seguido coexistiendo hasta nuestros días, con diversa fortuna pero con una tendencia general, salvo excepción, a separarse entre si progresivamente: una versión «estructurada» (pero por definición, dividida, y generalmente atravesada por corrientes contradictorias), una versión «intelectual» y una versión «sindical».

La primera hizo hablar mucho de ella en las dos primeras décadas, en la época de Kropotkin, Elisée Reclus, Jean Grave, Sébastien Faure... Afina su análisis crítico de la sociedad con la lectura de los evolucionistas, refuerza sus vínculos internacionales, Kropotkin y Reclus sobre todo, realizaron actividades científicas como geógrafos pero la debilita su incapacidad para elegir sus métodos con claridad. ¿Hasta dónde podía llevarse la violencia emancipadora? ¿Hasta el atentado «individual»? (¿«individual» en su realización o en su objetivo?). ¿Podría considerarse éste una experiencia técnica, un acto, si podía llegar hasta el bandidaje redistribuidor, o incluso a la «recuperación individualista»? En Francia, las dos épocas de «atentados anarquistas» (hacia 1892-1894) y la banda de Bonnot (hacia 1911-1912), aunque ésta fue repudiada por todos los grupos y se componía de exmilitantes, catalizaron esta clase de discusión, y se saldaron por dos fracasos en cuanto a

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movilización popular.

En la segunda fórmula encontramos a ciertos artistas «fin de siglo» en rebelión contra el orden instaurado, que hallaban en esta lucha un nuevo avatar del conflicto romántico del creador contra el filisteísmo burgués. Pero algunos venían de la oposición antidemocrática de derechas (Octave Mirbeau), y muchos continuaron su evolución hacia el mismo campo (Maurice Barrés) o por el contrario, hacia el socialismo (Léon Blum). En cualquier caso, en estas actitudes más apasionadas que razonadas y más razonadas que teorizadas, no había nada de doctrinario, lo que no excluía una simpatía activa en algunos (Félix Fénéon).

El movimiento relativamente más numeroso es el que lleva al militante anarquista, tan decepcionado por las «sectas» como por los métodos terroristas, a dirigir su esperanza mesiánica hacia la clase obrera, en lugar de hacerlo hacia la humanidad indiferenciada, y su activismo hacia un tipo de organización en auge (en Francia, sobre todo a partir de la ley de 1884): el sindicato. En el Reino Unido, la tradición reformista y las prácticas relativamente elitistas de las Trade Unions marginarán siempre esas tentativas, que encontrarán sin embargo más eco en Estados Unidos (por ejemplo la «Industrial Workers of the World», IWW, 1905-1917), sin que no obstante las grandes organizaciones sindicales sean duraderamente afectadas y menos aún infiltradas. Por motivos doctrinales diametralmente opuestos, los países donde el joven movimiento obrero se organizó desde el primer momento sobre bases marxistas, es decir en casi todos los demás, el desarrollo del sindica-lismo estará orgánica e ideológicamente vinculado al partido socialista local. Tres naciones, que presentan además rasgos culturales comunes («latinas» y «católicas»), dejarán un importante espacio al discurso y a la práctica «anarcosindicalista». España, donde el movimiento anarquista escribirá su última página de importancia en la época de la guerra civil (Federación Anarquista Ibérica, FAI, y Confederación Nacional de Trabajadores, CNT), la Italia de los «fascios» campesinos o de Arturo Labriola. Sin embargo, sólo Francia contará con organizaciones mayoritarias inspirada en dichos valores.

Aquí hay que distinguir entre el anarco-sindicalismo propiamente dicho y el «sindicalismo de acción directa», calificado generalmente a posteriori de sindicalismo revolucionario. El primero está bien representado por el movimiento de las Bolsas del Trabajo y su federador, Fernand Pelloutier, hay en él una doble preocupación de mantener la autonomía de la clase obrera respecto a todas las demás y a las organizaciones políticas, por una parte, y de las organizaciones obreras entre sí por otra, que lleva a la exaltación de dicha forma de organización: la bolsa descentralizada, no corporativa, pues reúne a todos los sindicatos de una misma región, y eminentemente pedagógica, realiza cotidianamente en lo concreto la autoeducación de la clase obrera. Bajo su forma acabada, el sindicalismo revolucionario fue la tendencia dominante de la «Confédération Générale du Travail» (CGT), trabajosamente surgida entre 1895 y 1902 del acercamiento entre bolsas y federaciones sindicales. La moción votada en el Congreso de Amiens de 1906, llamada Carta de Amiens, no es un texto anarcosindicalista como a veces se dice. No rechaza la acción política parlamentaria y no condena tampoco al naciente Partido Socialista (SFI0, 1905), aunque es cierto que se manifiesta igualmente opuesta a los “partidos” y a las «sectas» (anarquistas), pidiendo a los sindicatos que no trasladen sus querellas a una organización que debe, de un modo completamente autónomo, preparar la revolución social.

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En la práctica, el paso de la primera estrategia a la segunda se llevo a cabo insensiblemente, desde los años 1890 a la década de 1900, y en general en los mismos hombres, como el periodista Emile Pouget (el diario Le Pére peinard), que pasó del anarquismo a ser secretario de la CGT. Este deslizamiento se vio favorecido debido a que la central sindical de 1906 no dudaba en movilizar a sus afiliados para acciones duras, con consignas radicales de estilo violento. El antimilitarismo, el antipatriotismo, el «maltusianismo social» (en realidad, lucha por la libertad de abortar y emplear métodos anticonceptivos) ocasionaron gran escándalo y acarrearon una dura represión; hubo huelgas largas y a veces trágicas. Cualquiera que fuera su resultado, eran consideradas como otros tantos ejercicios preparatorios para la “Gran Noche” de la huelga general expropiadora. En el apogeo de este movimiento, en 1908, se publicó la obra que mejor explica las ambiciones doctrinales que encerraba y le movían. Pero estas Réflexions sur la violence llegaron demasiado tarde para inspirarlo: bajo los golpes combinados del gobierno «burgués» y de los sindicalistas reformistas, los sindicalistas revolucionarios abandonan el combate (Victor Griffuelhes secretario de la CGT hasta 1909) o parten hacia otros horizontes, más revolucionarios (Alphonse Merrheim) o cada vez más moderados (Léon Jouhaux). En cuanto al autor de lo que se convierte no en un manifiesto sino en un canto al cisne, Georges Sorel, aunque es un teórico de gran valor, se encuentra muy aislado y, al menos en su país, sin mucha audiencia.

La encrucijada soreliana

La originalidad del pensamiento de Sorel se percibe ya en su propia biografía. Sorel es en efecto uno de los escasos teóricos políticos modernos que no es ni un escritor profesional (literato, periodista, universitario...), ni un tribuno profesional (militante de una organización, cargo electo). En este terreno, como en casi todos los demás, se opone claramente a la figura de Jean Jaurés. Vocación tardía de la doctrina -nacido en 1847, publicó su primer folleto político, significativamente consagrado a L’Avenir socialiste des syndicats, en 1898-, aunque escribió mucho durante los últimos veinticinco años de su vida, sus estudios y su profesión fueron los de un ingeniero, alumno de la Politécnica.

Interesado en primer lugar por los problemas religiosos, Sorel encontró su camino de Damasco cruzando el del movimiento sindical en su fase de mayor autonomismo. Todo el sentido de su trabajo consistirá en dar al proletariado un cuerpo de doctrina propio, distinto sin duda de la ideología liberal-democrática dominante, que intentaba responder a la «cuestión social» con la meritocracia escolar y la laicidad generalizada, pero también del socialismo «oficial», que aceptaba la integración en el sistema capitalista con las reglas de juego de la democracia parlamentaria.

Lector de Proudhon, Sorel no ignoraba ni despreciaba a Marx. Hacia 1895 fue un colaborador, e incluso un animador, de las primeras revistas marxistas francesas, L'Ere nauvelle, Le Devenir social. Pero, como en la misma época un Eduard Bernstein o un Antonio Labriola, su intención era «revisar» la nueva ortodoxia. Le reprochaba un catastrofismo esquemático y no verificado, una concepción «blanquista» de la acción política y, sobre todo, una definición de las clases sociales que no tenía en cuenta los «factores morales»: «El verdadero marxista considera todos los problemas contemporáneos

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en sus relaciones con el desarrollo de la conciencia en el proletariado».

La lectura del historiador italiano Vico, muy atento a la dimensión psicológica del devenir humano, el descubrimiento de los trabajos de su contemporáneo el «psicólogo de las masas» Gustave Le Bon, pero también, sobre todo hacia 1900, sus relaciones asiduas con dirigentes de la CGT, le hicieron concentrar sus esperanzas no sólo en el autonomismo sindical sino en «lo instintivo, lo creativo y lo poético» que actuaba en el seno del proletariado autoorganizado, sin ayuda de los «intelectuales», su bestia negra. A la utopía alienante propuesta por estos, Sorel opone el «mito», que es del dominio de la intuición, de la espontaneidad. La violencia revolucionaria, culminando en la huelga general, deberá por eso convertirse en el método vivo gracias al cual la clase obrera se librará de ser absorbida en la democracia (pequeño) burguesa.

La riqueza y la ambigüedad de la síntesis soreliana se perciben bien en la aparente sinuosidad de sus últimas oscilaciones políticas, que, según espere o desespere de la clase mesiánica, lo aproximan a la extrema derecha (el Círculo Proudhon, creado por la Action Francaise), o de la extrema izquierda (poco antes de morir celebró entusiasmado la revolución «soviética», creyendo que en ella los consejos obreros tenían todos los poderes). También las encontramos en la amplitud de las relaciones intelectuales que mantuvo con todo los nombres importantes de la filosofía política italiana, de Benedetto Croce a Vilfredo Pareto, pasando por Robert Michels, y en la reivindicación explícita que el fascismo haría de Sorel, después de muerto, basándose en una significación estrecha del papel positivo del mito y de la violencia partera de la historia. La posición final de Sorel, aun estando de vuelta de su optimismo obrerista de los mejores momentos de la CGT, está, de todos modos, muy alejada de la combinación de un cierto nacionalismo y un cierto sindicalismo antidemocrático que se halla en el origen de los segundos fascios, obra de Mussolini. En Francia, si es que hubo realmente otros sorelianos que Sorel, el análisis del destino del sindicalismo revolucionario demuestra con toda evidencia que su dirección principal fue hacia la extrema izquierda, o incluso la ultraizquierda, y que sus principales aportaciones teóricas (el tema de la «autogestión», especialmente a partir de los años 1960, por ejemplo en el seno de la CFDT) no han influido más que en esta familia política.

EL PROGRESO Pierre Bouretz

Progreso

No fue el siglo XIX el que inventó la idea de progreso. Sin embargo, entre Esquisse d'un tableau historique des progres de l'esprit humain (Condorcet, 1793) y Les Illusions du progres (Georges Sorel, 1906), este siglo se encuentra empapado de aquella idea, fuente de todas las fascinaciones, de todas las certidumbres o de todas las ansiedades. Condorcet hace en 10 «épocas» una especie de resumen de la filosofía de la Ilustración y desarrolla el ambicioso proyecto de un «cuadro de la especie humana liberada de todas sus cadenas, sustraída al imperio del azar, lo mismo que al de los enemigos de su progreso y marchando, con paso firme y seguro, por el camino de la verdad, de la virtud y de la felicidad». El

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proyecto de Condorcet representa tanto una perfecta síntesis como una transición en la historia de la idea de progreso.

Optimismo y voluntarismo

El texto del Esquisse es un texto sintético en la medida en que expone la función polémica que asignaba a la idea de progreso la filosofía de la Ilustración, describiendo el triunfo progresivo de la razón sobre las creencias, de la verdad sobre la oscuridad, de la ciencia sobre la religión, de la libertad sobre el despotismo. La idea de progreso encierra todo el optimismo del siglo XVIII, encierra tanto un ideal de conocimiento por la ciencia como un ideal de organización de la sociedad por la voluntad: «Se creía en el progreso porque se creía en el poder demiúrgico de la razón, de la ciencia, porque se creía en la bondad del hombre, en la capacidad que tienen los hombres de gobernarse y, en cierto modo, de hacerse a sí mismos» (Raymond Aron, Dimensions de la conscience historique, París, 1961, p. 35).

Es paradójico que para combatir la representación cristiana, pesimista, de la historia, el voluntarismo optimista del siglo XVIII haya tenido que recurrir a la idea, también de origen cristiano, del progreso. Pues la idea de progreso como clave para la comprensión de la historia fue introducida por san Agustín, rompiendo críticamente con la del retorno cíclico de las civilizaciones. Allí donde el pensamiento griego, principalmente, concebía la temporalidad bajo la imagen de retorno de los ciclos del cosmos, el obispo de Hipona construye una historia lineal, con un principio (la Creación) y un final (la resurrección de los elegidos). Pero, además, la historia tiene a partir de entonces un sentido, es decir, una orientación y un significado: así se forma el esquema que gobierna a todas las filosofías modernas de la historia. No es contra esta visión de la historia de la humanidad, como si fuese la vida de un hombre que pasa de la juventud sin ley a la madurez razonable y luego a la gracia, contra la que polemizan los ilustrados, sino contra aquélla que la doctrina de la Iglesia saca del Discours sur l'histoire universelle, de Bossuet. Aunque éste sea el inventor de las épocas históricas, idea que en muchos aspectos resulta fundamental para la idea de progreso, lo que se retiene de su visión es un pesimismo que impide la innovación y un respeto hacia todo lo que anula todo ejercicio de la voluntad.

Condorcet lleva a cabo, pues, la síntesis de las ideas difusas del optimismo racionalista y militante de la Ilustración, contra la ambigüedad de la visión cristiana de la historia como caída, contra el oscurantismo unido inevitablemente a todo poder no consentido, y también contra las sombras de una Revolución que había entrado ya en el Terror. Toma la idea de la perfectibilidad humana de Turgot: «La masa total del género humano, con alternativas de calma y agitación, va siempre, aunque con pasos lentos, hacia una perfección cada vez mayor.» El 11 de diciembre de 1750, en un discurso pronunciado en la Sorbona, Turgot esbozó una especie de marco filosófico de los progresos del espíritu humano, cuadro que prefigura y permitirá el histórico de Condorcet. Invocando a Newton y a Leibniz, describe la sumisión del infinito al cálculo humano y no al insondable designio divino, dejando en-tender que hay unas leyes «inmanentes» que moldean la historia, al margen de cualquier intervención divina directa. Con Leibniz el progreso se convierte en una suma infinita de pequeños movimientos parciales, avances, retrocesos, equilibrios provisionales: a ojos del

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filósofo abstraído de las contingencias inmediatas, la historia del género humano aparece como un todo, como la historia de un individuo con su infancia y las diferentes edades de su evolución.

Con Turgot en Francia, Lessing en Alemania, Price, Priestley e incluso Francis Bacon en Inglaterra, se produce una especie de «nuevo milenarismo», pero esta vez completamente terrestre, humano y racional, del que Condorcet dará la versión definitiva. Se dibuja así una nueva utopía cuyo motor será la ciencia: el saber se alimenta de la historia, tiende hacia el saber futuro en un progreso indefinido de los conocimientos, y el conocimiento produce la felicidad. Pero es a partir de este último punto cuando la obra de Condorcet pasa de ser una síntesis de las ideas de la Ilustración, a convertirse en transición en la historia de la idea de progreso.

El progreso para Condorcet abre al hombre «el camino de la verdad, de la virtud y de la felicidad», aunque no da un contenido a estas nociones. La idea de progreso está así asentada y apunta a las tres direcciones del conocimiento, la moral y la política; a partir de este momento se puede empezar a discutir el sentido de progreso en estos tres dominios. La noción suscitará, en la divisoria de los siglos XVIII y XIX, nuevos problemas: ¿podemos abarcar bajo una sola idea de progreso a la ciencia, a la moral y a la política? ¿En cada uno de estos campos tiene el progrese un sentido asignable y tiene la historia un fin cognoscible que podríamos alcanzar con la voluntad y la razón? Y por último: ¿tiene el progreso en política una forma que podríamos construir, la de la «buena sociedad» y el «buen gobierno»?

La astucia de la razón

El siglo XIX hereda la idea de progreso y también sus ambigüedades. Este siglo será el siglo de la ciencia, de la apuesta por la razón: pero el progreso de los conocimientos, el progreso de la técnica y del dominio de la naturaleza no parecen garantizar un modelo de progreso social. Algunos irán de la idea de un progreso regular del saber a la de un progreso regular de la organización: orden y progreso. Austeras construcciones ideológicas aconsejan a Saint-Simon y a Auguste Comte a confiar el cuidado de la sociedad a los industriales y el poder a los sabios. Así, amparándose en la idea de progreso, el positivismo se convertirá en una doctrina cerrada que inscribe en una historia el deber ser de la sociedad moderna, con su saber, su organización, su política y hasta su religión.

El siglo XIX será el siglo de la historia, pero ¿el progreso como motor de la historia la conduce a su término, a un fin? ¿El progreso es el proceso de realización de un proyecto, por ejemplo, la reconciliación de la sociedad consigo misma por la supresión de los conflictos? La versión más perfecta de este tipo de construcción mental es sin duda la filosofía hegeliana de la historia, que contiene la teoría de «la astucia de la razón». En Hegel encontramos la versión más continuista y racionalista de la historia: los acontecimientos están necesariamente unidos los unos con los otros, ya que por el principio de razón suficiente cualquier cosa tiene su razón de ser, lo real es racional en su totalidad, incluso aquello que aparentemente se opone al desarrollo de la razón coopera verdaderamente a realizarla. «La Razón gobierna el mundo y por consiguiente gobierna

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también a la historia universal y la ha gobernado siempre. A esta Razón universal y sustancial queda subordinado todo lo demás que le sirve de instrumento y de medio.»

Consecuencia de esta idea: «En la historia universal, el resultado de las acciones de los hombres es algo diferente de lo que habían proyectado y han conseguido, de lo que saben y quieren inmediatamente. Ellos realizan sus intereses, pero al mismo tiempo se produce algo diferente que estaba allí escondido, de lo que su conciencia no se había percatado y que no entraba en sus proyectos» (Hegel, “La Razón en la historia”). Esta teoría de la astucia de la Razón explica racionalmente el movimiento de una historia que hasta en el punto mismo donde nos parece irracional y absurda no hace sino realizar la razón, y da también un fin a esta historia: el momento del retomo a la unidad, que significa, por ejemplo, el Estado moderno al ofrecer el lugar de superación de los conflictos de la sociedad civil y encarnar la totalidad y el espíritu. El progreso tiene por lo tanto un sentido, la realización del proyecto de la razón, y una actualidad, la actualización de la razón y de la libertad. Conocemos su proceso, su devenir y su finalización: el Estado como encarnación de la Razón en acto designa «el enigma resuelto» del Saber absoluto.

Cierta lectura de la filosofía marxista de la historia la fundamenta en los mismos principios , cambiando sólo las causas determinantes. «La historia de todas las sociedades hasta nuestros días» tiene un motor que es la lucha de clases; para Marx, este motor es un principio de inteligibilidad tanto del pasado como del presente de las sociedades; pero como este motor actúa al margen e independientemente de la conciencia y de la voluntad de los hombres, la humanidad tiene un devenir que adquiere un sentido a través de sus etapas sucesivas y necesarias; cada etapa es un momento de un progreso que lleva al fin de la historia a la reconciliación de la sociedad consigo misma, a la restauración de su transparencia por la desaparición del conflicto social erradicado en su fuente, la propiedad.

El siglo XIX puede ser también considerado como el de la opción por el derecho ¿Pero depende sólo de la buena voluntad humana la realización del derecho? ¿El progreso considerado como triunfo del derecho, de la realización de la República y de la paz universal entre las naciones, puede basarse enteramente en el altruismo y la buena voluntad? ¿Se puede concebir la idea de progreso como principio de la historia entre el realismo historicista de la astucia de la Razón y la ingenua creencia en la buena voluntad espontánea de los hombres? Este es sin duda el objetivo al que apunta la teoría kantiana de la historia: pensar el progreso como realización del derecho, no a partir de la hipótesis de la buena voluntad sino a partir del conflicto, sin por eso abolir el punto de vista ético y caer en el determinismo. Kant formula a este respecto una paradoja: son la maldad de los hombres, su egoísmo, su propensión al conflicto los que permiten la realización del derecho, y no la benevolencia ni el altruismo. Es pues un mecanismo de la naturaleza y no la voluntad consciente de los hombres la que realiza el derecho: se puede obrar conforme a derecho sin móviles morales, sin una buena voluntad, sólo por temor o por interés.

Así, «el problema no consiste en saber cómo mejorar moralmente a los hombres, sino cómo puede utilizarse con vistas a su progreso el mecanismo de la naturaleza». Pero a diferencia de la teoría hegeliana de la astucia de la Razón, semejante perspectiva no abre una filosofía de la historia como proceso lineal, ni una ciencia de la historia: la historia sigue siendo

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puramente contingente, las especulaciones sobre la historia no pueden ser sino conjeturas, nunca un saber. La idea de un designio de la naturaleza no es una verdad filosófica que nos proporcione una clave universal, sino un simple «hilo conductor» que no excluye otro punto de vista posible, el de la “Visión moral del mundo”. Sin embargo, es cierto que hay una ambigüedad fundamental en el pensamiento kantiano de la historia, entre la idea de un designio de la naturaleza que realiza el progreso a pesar de la mala voluntad de los hombres y la necesidad de desplazarse del terreno político al terreno ético para encontrar una «buena voluntad», que es la única susceptible de permitir dicho progreso.

Tensión entre un punto de vista físico y mecanicista sobre la historia y un punto de vista ético, la dificultad kantiana ilustra bien el problema de los pensamientos del progreso. ¿Realiza la historia el progreso por su propio movimiento, por una dialéctica oculta del espíritu o de la materia? ¿O el progreso sólo puede ser producto de un voluntarismo, de un proyecto humano desde el principio al fin, guiado por la razón, la ciencia o la moral? Los problemas se agudizan cuando abordamos el progreso en política.

Sin duda, el pensamiento político del siglo XIX no pudo escapar a la problemática del progreso: las revoluciones modernas están demasiado empapadas por esta idea para que se la pudiese dejar a un lado. Todo proyecto político se ve obligado en cierto modo a explicar cómo va a realizar el progreso, y «a priori» las posibilidades son limitadas. Aparte de esa actitud difícil de sostener, que es colocar el progreso en el retorno al orden antiguo, o bien se demuestra que el progreso reside en la herencia de la revolución, herencia que habría que hacer fructificar eventualmente, o bien que se sitúa en otra parte, en otros principios o en otra revolución. Pero paradójicamente, aunque las concepciones políticas del siglo XIX no puedan liberarse de la problemática del progreso, la idea en si parece haber perdido su ca-pacidad fundadora.

A fuerza de estar presente en todas partes, de ser solicitada por todos, la idea parece diluirse y dispersarse en diversas direcciones, dirigida a otras finalidades, a otros valores y proyectos que encuentran en parte su sentido en otros ámbitos. Esta es la paradoja de la idea de progreso en el pensamiento político: hecha laica a lo largo del siglo XVIII, halla toda su fuerza en la función polémica que le asigna el combate de la Ilustración contra el despotismo o el arcaísmo y triunfa con la Revolución Francesa; sin embargo, el siglo de su triunfo, en el mismo momento en que se convierte en una de las ideas dominantes de pensamiento occidental, es también el de su dispersión. ¿Habría que concluir que, con raras excepciones (la del sistema de Auguste Comte sobre todo) la idea de progreso pierde su sentido en la atomización de sus contenidos? ¿Que la idea de progreso se atrofia a medida que se hace más común, antes de convertirse en el siglo XX en el blanco de numerosas críticas por sus residuos de determinismo e historicismo? ¿O se podría anticipar una especie de tipología de los sentidos de la noción de progreso según se coloca en el centro de diversas concepciones políticas?

¿Ambivalencias o tipología?

Un historiador de esta noción (Robert Nisbet, History of the Idea of Progress, Nueva York, 1980) propone distinguir, en el período que va de 1750 a 1900, dos direcciones que

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permiten clasificar los sentidos de la idea de progreso en los pensamientos políticos: por un lado, progreso sería equivalente o al menos guardaría una correlación con libertad; por el otro, con poder, la libertad y la legitimidad del poder son en esa época los dos valores que movilizan a los pensadores de lo político. En el bando de los teóricos del progreso-libertad encontraríamos a Turgot y Condorcet, a Adam Smith y a los padres fundadores de los Estados Unidos, a Godwin, Malthus y Spencer, y por fin a Kant y a John Stuart Mill. A éstos podríamos enfrentar los pensadores del progreso como legitimación del poder Rousseau, Hegel y Fichte, Saint-Simon y Comte, Marx y Gobineau. Una clasificación semejante supone deslindar claramente dos temáticas opuestas sobre el progreso político. Por un lado, el progreso acompaña o produce el desarrollo de las libertades individuales, el incremento de la libertad política, en una visión de la sociedad que tiene por finalidad última la paz. Por el otro, el progreso tiene por finalidad el cambio y por medio el conflicto: es la tendencia al conflicto la que produce el progreso, aunque sea al precio de la guerra, en estas últimas doctrinas se encuentra sobre todo la preocupación por los temas del Estado, del nacionalismo, incluso a costa de la utopía o del racismo.

Discutible desde el punto de vista de la elección de las variables o en el detalle de la clasificación de ciertos pensamientos, semejante tipología tiene el mérito de poner a la luz la ambigüedad de la noción de progreso y de lo que con él se relaciona. Ilumina sobre todo la ambivalencia del vinculo del progreso con la razón y las fuentes de un irracionalismo moderno de la edad de las masas y de su manipulación, cuestión esencial para comprender las raíces posibles del fenómeno totalitario. Sugiere además que la idea de progreso no tiene tanto un sentido en si misma como en relación a pensamientos que la articulan con otros conceptos que la polarizan en diferentes direcciones en función de visiones más amplias de sociedad, de su organización, de la regulación de sus conflictos. ¿Qué hay en común entre el programa desarrollado por Auguste Comte de un progreso social y político calcado del progreso científico, el proyecto de una sociedad unitaria contra las consecuencias menos agradables del individualismo sinónimo en Stuart Mill, por ejemplo, de liberación del individuo de las de apertura al pleno desarrollo de su autonomía por la confrontación de las diferencias en la sociedad? ¿Qué hay de común entre la idea de un continuo progreso de las riquezas y de las libertades por la supresión de los obstáculos al mercado económico, Adam Smith y los liberales, y la de un progreso concebido como consecución de la felicidad en solidaristas como Léon Bourgeois? En unos el progreso es resultado de la armonización espontánea de los intereses y nada debe venir a estorbar la acción de la mano invisible que la realiza, en otros no puede producirse más que por la voluntad de llevar a la práctica la idea de solidaridad, por la intervención de que se compromete en un «quasi-contrato» a reparar las injusticias, a los individuos, a producir igualdad. ¿Qué hay de común, en fin, entre la del darwinismo que hizo decir a Maurras que “el progreso es aristócrata”, que lleva a concepciones organicistas de la sociedad y de su orden, e incluso al cientificismo racista, y el progreso tal como lo entiende un Jaurés, como el complemento social de la Revolución, de los derechos del hombre, como la plena realización de los valores humanistas de la democracia y el socialismo?

En el siglo XIX el progreso ya no es una política. Incluso si la idea invade el discurso político, aunque el término sirva más que nunca como estandarte, aunque el progresismo siga siendo el banderín de enganche en forma de mínimo común denominador de los que

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construirán la República, la idea no tiene ya un sentido unívoco en el que pueda basarse un pensamiento de lo político. Progreso-libertad o progreso-poder, progreso-autonomía o progreso-orden, progreso-proceso indefinido de perfeccionamiento o progreso-realización de un fin de la historia, la idea ha dejado de designar una visión del mundo, del hombre y de la sociedad. No queda más remedio que reconocer que la matriz inicial, tal como pudo formularla Condorcet en su día, diverge al tener en cuenta las finalidades del progreso. La idea encuentra entonces sus diferentes sentidos en polarizaciones diferentes, según las representaciones que caben de la política. El progreso como realización de la felicidad puede significar una cosa si se trata de la felicidad del individuo que se libera de lo que entorpece su autonomía, y la contraria si se trata de una felicidad colectiva producida o programada por un partido o por el Estado. El progreso como factor de igualdad puede significar el llevar a la práctica una idea de solidaridad, con la sociedad y el Estado complementándose para repartir las riquezas y corregir las injusticias, o la absorción de la sociedad por el partido o el Estado en nombre de la Historia. La idea de progreso no parece discriminadora por si misma, son sus diferentes versiones las que se convierten en objeto de entusiasmo o de crítica, pero lo que está en juego se sitúa en otro campo, en las filosofías de la historia, las visiones de lo social, las teorías de lo político allí donde intervienen.

Por eso las críticas modernas del progreso, identificado con el determinismo o con el historicismo, dejan sus huellas. Es cierto que Max Weber señala la frontera tenue que separa el uso neutro del término entendido como “progresión”, de su empleo teleológico, como representación de un fin que se pretende alcanzar, y piensa que la referencia al concepto es “extremadamente inoportuna”. Es cierto que Karl Popper (Miseria del Historicismo) identifica el uso de la idea de progreso con la ilusión cientificista de un destino de la humanidad obligada a alcanza un objetivo a través de una serie de etapas necesarias, ilusión que se halla en la base de las concepciones «cerradas», y dicho de otra forma, totalitarias de la sociedad. Pero el mismo Popper en su crítica del historicismo no elimina la idea de progreso y defiende la existencia de un progreso científico, resultado de «la libre competencia del pensamiento»: «El progreso depende en buena medida de factores políticos, de instituciones políticas que salvaguarden la libertad de pensamiento de la democracia.» Más generalmente, visto a la luz de la experiencia totalitaria, las críticas del historicismo apuntan a una idea teleológica del progreso que asignaría a la historia un fin que hay que realizar a toda costa, en nombre del Saber, de la Verdad y por la fuerza de otro uso, limitado, de la idea como denominación de la progresión acumulativa de los conocimientos o incluso del significado dado a la historia.

Con relación al punto de partida, es decir, a la idea de un sentido de la historia comprendido a la vez como orientación a un fin y significación, la idea de progreso no queda condenada junto con los erróneos rumbos del historicismo y, como dice Raymond Aron, es posible disociar el progreso como voluntad de que la historia tenga un sentido del progreso concebido como pretensión de conocer este sentido último: «Querer que la historia tenga un sentido, es invitar al hombre a dominar a su naturaleza y a hacer conforme a la razón el orden de la vida en común. Pretender conocer por anticipado el sentido último y los caminos de la salvación, es sustituir por mitologías históricas el progreso ingrato del saber y de la acción. El hombre aliena su humanidad si renuncia a buscar y si se imagina haber dicho ya la última palabra» (“Dimensions de la conscience historique”).

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De Auguste Comte al positivismo republicano

Las controversias intelectuales recientes han reanimado la idea republicana y han hecho renacer el interés por su edad de oro. Es sin duda una de las paradojas de nuestro tiempo este retomo a una época que había estado tan desacreditada, considerada arcaica y poco fecunda por la historia de las ideas y tenida, desde el punto de vista político, por el campo de los compromisos más comprometedores. Pero tampoco fue menor la paradoja del pensamiento político francés del siglo XIX al inventar una política que instauró definitivamente la democracia en Francia, a partir de uno de los sistemas más cerrados que haya producido la filosofía y que mantenía con aquella una relación bastante ambigua. Extraño fue el destino de Comte: hacía casi veinte años que había muerto cuando se instauró la República, pero sus fundadores buscaban en él su apoyo teórico, o al menos en su doctrina, el positivismo.

Comte había estado perpetuamente preocupado por un problema que fascinó a muchos autores del siglo XIX: la Revolución había inaugurado una nueva era en la política, la del individuo soberano, portador de derechos y fuente última de la legitimidad política; pero, al hacerlo, había destruido los anteriores fundamentos del vinculo social, dejando en su lugar una sociedad amenazada por la inconsistencia, e incluso destinada al desorden institucional y social. En gran medida, la interrogación de Comte se sumaba a la de Benjamin Constant, a la de Tocqueville, o a la, un poco más tardía, de John Stuart Mill: la violencia revolucionaria, la inestabilidad crónica de las instituciones, son sólo los síntomas de un problema recurrente, el del vinculo que une al individuo con el cuerpo social. En otras palabras, Constant al plantear la oposición entre antiguos y modernos en términos de concepción del vínculo social, Tocqueville analizando las lógicas profundas de la sociedad democrática, o Comte tratando de superar las contradicciones de su tiempo con su apela-ción a los principios de la ciencia, tenían a la vista un mismo objetivo: concebir de otra forma las condiciones de la vinculación del hombre moderno, individualista, al cuerpo social; dar una base a la legitimidad de un poder que, a la vez, respete los nuevos principios y garantice la coherencia de la sociedad.

Paradójicamente, la solución comtiana, articulada en un pensamiento que pretende ser científico, es la más normativa y la más brutal de todas, hasta el extremo que abandona prácticamente los requisitos del individualismo moderno en el momento en que restablece la sociabilidad y la solidaridad, al formular una concepción unitaria de la sociedad. Podríamos decir que allí donde los liberales buscan soluciones partiendo del individuo, Comte las imagina en la restauración de una coherencia de la sociedad; allí donde los primeros conciben la diversidad como algo positivo, él busca los medios para reinventar la unidad. Por eso la historia de las relaciones entre Comte y los positivistas republicanos es en buena medida la de una incomprensión: estos encuentran en Comte un ideal de rigor científico, pero se guardan muy bien de tomar al pie de la letra la idea de gobierno de los científicos; del fundador del positivismo conservarán la inquietud frente a la disolución de las solidaridades sociales, pero actuarán de forma pragmática, sin pretender restaurar a cualquier precio la unidad perdida de la sociedad. El positivismo ofrece una extraña

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mediación entre la primera generación desgarrada de los herederos de la Revolución y la de los fundadores de la República. No cabe duda de que los fundamentos del pensamiento de los Littré, Ferry o Gambetta, se encuentran en Comte, pero sólo en aquellos encontraremos una posteridad práctica al pensamiento político de Comte, un pensamiento reelaborado, rearticulado a principios que le son extraños, hasta el punto de quedar casi desnaturalizado. El papel del positivismo en el pensamiento político francés podría leerse así en una trayectoria que va de la matriz ambigua de un comtismo político a la política oportunista de una República positivista.

Orden y progreso

El pensamiento de Auguste Comte es sistemático y aunque no haya que distinguir en él una teoría de la ciencia de un análisis de la política, explicarlo equivale en buena medida a demostrar la unidad de las dos dimensiones, unidad que tiende a dar un contenido voluntarista a la política. Comte, como la mayor parte de los autores de su época, siente a la vez fascinación y repulsión por el estado social e intelectual de su siglo, y su tentativa puede resumirse en la búsqueda de una forma de asentar en una historia científica una política reorganizadora. El fundamento de este proyecto está sin duda en la convicción de que las ciencias llamadas exactas proporcionan el modelo de un positivismo universal, mientras que la política se halla todavía en una fase precientífica que exige una urgente superación. El pensamiento político se apoya entonces sobre la ciencia por partida doble: en una teorización de la historia, Comte demuestra a la vez los irresueltos problemas del presente y las soluciones, y queriendo «hacer que la política entre en la edad positiva», produce una especie de epistemología que debe fundamentar una práctica. A partir de una homologación entre las etapas del desarrollo del individuo y las de la humanidad, Comte, inspirado por Turgot y Saint-Simon, distingue tres edades que llama respectivamente “teológica”, “metafísica” y “positiva” (descrita detalladamente en Cours de philosophie positive, lecciones 51 a 54).

Esta tipología, aplicada a las doctrinas políticas, permite construir una periodización que define las tareas del científico que pretende colocar las bases de una política para su tiempo. Primera fase del desarrollo de la inteligencia, primera edad de la humanidad, la edad “teológica” es aquella en la que reina lo sobrenatural y, en la política, «la doctrina de los reyes», que basa en el derecho divino las relaciones sociales y el orden político. Esta edad termina con la Revolución Francesa, que ve el triunfo de un pensamiento político abstracto (el de los derechos individuales, del contrato...), característico de la edad «metafísica»: a los principios sobrenaturales los sustituyen entidades abstractas, el derecho y los derechos, que se convierten en el medio para una crítica incesante de las instituciones, en nombre de una idea general del hombre. Pero este estado es solamente «bastardo», es decir intermedio, y ha de ser superado por la última etapa de todo desarrollo, el estado científico.

Aquí ya no hay nada sobrenatural ni tampoco hay entidades metafísicas (el hombre, el contrato, los derechos), sino realidades, una política fundada en la observación científica, que descubre constantes, plantea leyes y describe la organización única y necesaria de la sociedad. Pensar la política en el presente equivale pues, para Comte, a realizar a partir de esta historia una doble tarea: criticar las concepciones comunes, en cuanto expresiones que

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son de un pensamiento metafísico surgido de la Revolución y del siglo XVIII, y colocar las bases del futuro describiendo las condiciones de una política positiva. Así pues, Comte mantiene un doble combate contra las doctrinas de las dos edades precientíficas (doctrina de los reyes y doctrina de los pueblos), pero también contra lo que considera un vulgar intento de compromiso, la doctrina liberal del gobierno representativo. La lección 46 del Cours de phiIosophie positive, que sirve de introducción a todo el volumen de la «física social», plantea perfectamente las articulaciones de la política comtiana en la historia. Una vez reconocido que sólo la filosofía positiva, como física social, puede «presidir realmente hoy la reorganización final de las sociedades modernas», Comte define una exigencia de método en tres proposiciones. Su doctrina política y social tiene que estar en «perfecta coherencia con el conjunto de sus aplicaciones», tiende hacia la unidad bajo la ley de las «necesidades sociales», y realizará por fin la unión del pasado y del presente haciendo «salir a la luz la uniformidad fundamental de la vida colectiva de la humanidad».

Unidad, coherencia, uniformidad, estos parecen ser finalmente los conceptos fundamentales del pensamiento político de Comte, que guían su rechazo tanto de las edades teológica y metafísica de la política, como la reutilización de sus principios, y finalmente una crítica del liberalismo. La revolución metafísica, dice sustancialmente Comte, descansa en dos «dogmas», la igualdad y la libertad, dogmas positivos en cuanto han servido para destruir las bases de la doctrina de los reyes y así realizar un progreso, pero que luego se han hecho negativos, ya que al servir de punto de apoyo a un pensamiento sistemático «crítico», impiden toda reorganización. En esta comparación entre las dos edades pasadas, aparece una doble tensión: entre el orden y el progreso (tensión que encuentra su solución provisional en ese triunfo del progreso que es el derrocamiento de la monarquía), pero también entre la crítica y la organización, pues la primera se hace «destructiva» cuando se convierte en dogma. Quedan pues en pie los dos motores fundamentales de la historia, que jamás han actuado juntos: orden y progreso. Para Comte, al parecer, habiendo sido sucesivamente los factores de la evolución de la sociedad, no lo han hecho nunca cooperando sino combatiendo entre sí; es por lo tanto imprescindible recuperar el principio de orden de la doctrina «orgánica» y el de progreso de la doctrina «progresista», pero depurando ambas nociones de sus escorias, sobrenaturales en un caso y metafísica en el otro. Frente a tal proceso radical, el pensamiento «estacionario» del liberalismo ignora la necesidad de un «poder espiritual» que garantice la unidad de la sociedad, mientras que, por temor a las utopías, pretende congelar la evolución social en un estado que no puede ser sino transitorio. Pero, además, el liberalismo se basa por entero en una concepción de la libertad como dogma, concepción que para Comte no se puede mantener.

Citando un texto de 1822, Comte escribe: «No existe la libertad de conciencia en astronomía, en física, en química, e incluso en fisiología, hasta el punto de que todo el mundo encuentra absurdo no creer en los principios han sido establecidos para estas ciencias por hombres competentes. El que en política no suceda lo mismo, es únicamente debido a que los viejos principios han caído y los nuevos no se han formado aún, y por eso en este intervalo no puede hablarse de principios establecidos.»

Comte destruye así toda doctrina de la libertad basada en la autonomía del individuo, y el antiindividualismo que manifiesta en su crítica de la revolución «metafísica» le lleva a

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ciertas posiciones muy lógicas desde su punto de vista. En primer lugar un anticonstitucionalismo radical, que nos recuerda los de Burke, Maistre y Bonald: las operaciones constituyentes, dice, no han hecho sino “trozar” los viejos poderes al «organizar entre ellos a unos antagonismos ficticios y complicados», sin cambiar lo esencial, «la naturaleza general del antiguo régimen». Cambio que desde luego no podrá conseguirse con el principio de la soberanía del pueblo, que no es más que una expresión vacía, como lo es la palabra derecho. Esta, dice Comte, debiera ser «apartada del verdadero lenguaje político, como la palabra causa del auténtico lenguaje filosófico (Systéme de politique positíve, discurso preliminar). El sistema de Comte es muy coherente: el liberalismo político está basado en un individualismo que hace de la libertad el valor primero y que no consigue encontrar una solución al problema del vínculo social, de la cohesión de la sociedad en un período de crisis. Comte ve en él una doctrina «crítica», sobre la que no se podrá construir nada estable, y, para responder al problema de la cohesión social, desplaza el análisis del individuo a lo social y trata de pensar de nuevo lo político desde el punto de vista de la sociedad y por la sociedad, suprimiendo el de la auto-nomía del hombre. La crítica del liberalismo es implacable: sus bases individualistas están destruidas, las soluciones institucionales que imagina aparecen completamente vanas y hay que reconstruir todo a partir de lo social. La libertad ya no es la libertad-autonomía liberal, la libertad de criticar, de pensar, de experimentar, pues sólo tiene sentido en el «desarrollo gradual de las facultades humanas», en la «sumisión racional a la sola preponderancia, convenientemente comprobada, de las leyes fundamentales de la naturaleza». La política entonces no es sino sumisión a «invariables leyes naturales», debe estar apoyada en una educación positivista, confiada a ese poder esencial para una sociedad moderna que es el «poder espiritual», que por medio de un «sistema universal de educación» debe dar relieve al «ascendiente social».

La matriz ambigua

Un sistema semejante tenía que fascinar y atemorizar a los contemporáneos de Auguste Comte. Tocqueville parece ignorarlo, John Stuart Mill advierte lo distante que se halla de la problemática liberal y reconoce la inquietud que produce a sus ojos tal pensamiento. Fascinado un momento en su juventud por la tesis del «poder espiritual» necesario, Mill escribe al final de su vida, en su Autobiogrophy, acerca del comtismo, que se trata del «sistema más completo de despotismo espiritual y temporal que haya producido la mente humana». Sin embargo, en el universo intelectual francés, todos los pensadores de finales del siglo XIX van a medirse con el pensamiento de Comte: frente a la crisis institucional permanente, frente a las incesantes discusiones sobre la revolución, sus excesos, su carácter inacabado y sus consecuencias, parecía ofrecer como solución pronto a emplearse, un proyecto político seductor que prometía la estabilidad social y política perdida, basándose en una deducción de lo político a partir de la ciencia que parecía cerrar el paso a una vuelta al Antiguo Régimen. La dificultad estaba sin embargo en que al efectuar esta deducción, Comte eliminaba lo que se consideraba el logro esencial de la modernidad, es decir, la idea del hombre heredada de 1789. Todos los esfuerzos de un Littré, por ejemplo, estarán dedicados a reunir conceptualmente dichos principios con los del positivismo. La síntesis era imposible a ojos de Comte y la ruptura entre los dos hombres sin duda inevitable, pero su tentativa es esencial pues su producto fue la matriz de la política republicana. A esta luz

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es como hay que leer los debates de la posteridad del comtisrno.

Apenas desaparecido Comte, sus discípulos se disputan su herencia: dos escuelas pelearán con aspereza por la edición de los textos, o por el cuidado del «Templo», 10 Monsieur-le-Prince, a través de revistas e incluso de procesos. Por un lado, lo que podríamos llamar la escuela de la fidelidad, que trata a toda costa de hacer prevalecer la imagen de unidad de la obra de Comte, una obra que toman al pie de la letra con la intención de convertirla en el «catecismo» de los nuevos tiempos; por naturaleza, esta escuela no puede admitir la crítica, la disidencia, ni la menor falta de respeto al dogma. Es ésta la que mantiene un verdadero culto positivista, el del fundador de la doctrina cuya llama se mantiene escrupulosamente en la calle Monsieur-le-Prince, la de una verdadera Iglesia, que hay que construir y desarrollar por medio de las «sociedades positivistas» y de la Revue occidentale, refugio de la verdadera exégesis y de la buena doctrina. Laffitte, Robinet y Audiffrend encarnan el combate incansable de esta familia irreconciliable. Esta acabará por excomulgar a los miembros de la otra escuela, la de los Littré, Robin, Wyrouboff. Emile Littré es en este caso una figura ejemplar. Su encuentro en 1840 con Auguste Comte es para él una revelación. Al principio, su papel es el del discípulo discreto y protector del frágil maestro, hasta en sus problemas conyugales, pero Littré acabará por romper con Comte después del 2 de diciembre. Poco nos importa saber si finalmente Littré “traicionó” al comtismo o si él es la verdadera expresión del positivismo, lo esencial es que éste halló gracias al primero su me-diación hacia la política.

Pues el comtisrno político es extremadamente ambiguo: Comte planteó con fuerza el problema con el que se enfrenta todo el pensamiento político del siglo XIX; es decir, cómo contrarrestar la disolución del vínculo social producida por el individualismo cuando emergen nuevas capas sociales, pero su solución pasaba por la negación de los principios modernos del humanismo. Toda la operación republicana consistirá en eliminar esta ambigüedad, efectuando la síntesis paradójica del ideal científico del comtismo y del pensamiento del derecho marginado por éste. Littré conservará de Comte una sensibilidad en los límites de la inestabilidad, e incluso de la anarquía, de las «edades intermedias», aquellas en las que un viejo orden ha sido abolido y el nuevo tarda en nacer, que se fundamenta en una articulación clara de una concepción del vínculo social y una teoría de lo político. A partir de este momento, tanto para él como para Comte, debe reintroducirse un principio de orden, pero está claro que el precio de seguir a Comte hasta sus conclusio-nes más extremas es excesivo para él. Pues no hay que olvidar que Littré es también como dirá Renan al rendirle homenaje en la Academia en 1882 un «hijo de la Revolución», y por eso se niega a abandonar los principios liberales de 1789: para él, el gobierno representativo no es algo vano y la libertad individual no es un falso principio. Más aún, en el análisis de su desacuerdo con Comte con el que termina el libro que le consagra (Auguste Comte et lo philosophie positive), señala como su voluntad de salvaguardar estas ideas.

En estos dos pasajes, Littré recoge con la mayor decisión la problemática de Comte, pero dándole otra solución contraria a la de este, que trata de mantener los principios de la democracia liberal. «Los dos intereses que predominan al presente en la dad europea son la libertad y el socialismo; la libertad sin la cual el hombre moderno considera incompleta su existencia y se siente, como decía el romano, deminutus capite; el socialismo como

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aspiración de las clases populares hacia la plenitud de la vida social. Poco importa cómo pueden satisfacerse estos dos intereses tal de que lo sean. Pero ambos implican la libertad de discusión, y la experiencia se encarga de comprobar diariamente que la discusión no es efectiva sino en los gobiernos representativos. Comte pretendía sustituirlos por la dictadura, pero nadie jamás unir la dictadura con la libertad de discusión...». En el fondo, la ruptura con la posición filosófica de Comte no puede ser más completa: Littré rechaza toda voluntad de sistema, toda idea de un voluntarismo dirigido a reconstruir a toda costa una unidad, y prefiere apostar por unas instituciones libres. Abandonando a Comte, vuelve a encontrarse con Condorcet que corría el riesgo de la libertad, esperando que apoyada en una verdadera educación, ésta describiera una especie de circulo virtuoso por el que la política se articularía con los principios de la ciencia.

Esta apuesta es naturalmente la de la República. Nadie conocía mejor el sentimiento de esta palabra que Littré, que daba casi una forma semántica a su apuesta republicana. La República es en primer lugar la «cosa pública» y, desde este punto de vista, cualquier forma de Estado; pero es también otra cosa, y sólo en un «sentido particular» es como «implica la forma de gobierno». La República se convierte entonces en un ideal, incluso quizás en una idea filosófica, en esa «forma que arrastra al fondo», como dijo Gambetta. Littré se convierte así en el punto exacto de la mediación entre un comtismo político ambiguo y la política republicana, que invocaba sin seguirla, lo mismo que invocaba a Rousseau, con tan poco rigor como los padres fundadores de 1789-1793. Al plantear a la vez esos dos principios de la modernidad que él llamaba «libertad» y «socialismo», Littré hacía una síntesis sobre la cual poder fundamentar la «razón republicana»; la de los «derechos-libertades» adosados al principio de publicidad y la de los «derechos de crédito» nacidos de la toma de conciencia del ascenso de nuevas capas sociales. Así podía volver a plantear el ideal de articulación de la política con la ciencia, disipando los fantasmas del voluntarismo comtiano, de la unidad gracias a la fuerza del poder espiritual: la política sería «experimental» para ser guiada por la razón: la República sería «conservadora» para no desgarrar un cuerpo social frágil y en mutación.

Tres reflexiones al margen Elisabeth G. Sledziewski

Comunidad

La comunidad es a la vez lo que han destruido las revoluciones de la época moderna y lo que éstas han puesto a la orden del día. No es exageración decir que esta paradoja obsesiona al pensamiento político occidental desde la Revolución Francesa, y que vuelve sin cesar a reaparecer en todos los grandes debates de nuestro tiempo. Cómo y por qué reemplazar a la comunidad destruida, cómo superarla, o también, cómo regresar a ella: ésta es la inquietud fundamental que atraviesa todo interrogante sobre los fines y los medios de la vida en sociedad. Las opciones políticas, y en especial las distinciones entre conservadurismo y progresismo, o entre derecha e izquierda, giran en tomo a esta cuestión de la comunidad, de su ausencia, de su urgencia. La filosofía clásica había hecho de la idea de comunidad el objeto político por excelencia; las ideologías modernas la han convertido en el objetivo político más urgente.

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El concepto

Las sociedades animales forman comunidades espontáneas y ciegas. Toda humanización es, en este sentido, una disminución de comunidad; pero también un descubrimiento de esta falta y una voluntad de buscarle un remedio. La preocupación de sustituir por una comunidad mediata una comunidad inmediata y los medios utilizados para conseguirlo definen la asociación política, es decir el reagrupamiento y la constitución de un pueblo en la ciudad. El objeto de la política es instaurar por medio de convenios, razones y normas, una comunidad consciente. Pero esta comunidad no tiene, de buenas a primeras, un carácter político. Cabe distinguir varios niveles de realización de la comunidad consciente, es decir, de civilización. La conciencia de deber formar una comunidad, si no es espontánea, es al menos fundamentalmente subjetiva, como sentimiento de la comunidad perdida y aspiración a la comunidad posible. La comunidad es, en primer lugar, -y seguirá siéndolo siempre parcialmente- un deseo de comunidad. Pero como tal, esta aspiración tiende a objetivizarse: a lo que aspira es a convertirse en algo más que en un deseo, y a realizarse en una prescripción. Es decir, a instituirse.

Objetiva en su principio, ya que se impone a los miembros del grupo por la mediación de una norma y de la prohibición, esta institución puede ser de dominante subjetiva o de dominante objetiva en cuanto a su forma. O bien apela explícitamente al sentimiento comunitario y toma la forma de una evidencia interior, adquirida pero sentida directamente, infusa en la vivencia misma del cuerpo social: éste es el caso de las comunidades primitivas, y también de las comunidades agrarias tradicionales, estructuradas por vínculos de parentesco y visibles a si mismas gracias a relatos míticos, ritos y tabúes. Se da efectivamente una objetivación de la aspiración comunitaria, ya que se da una institución de normas. Hay pues, en el pleno sentido de la palabra, civilización. Pero este proceso se desarrolla parcialmente en la esfera subjetiva. La adhesión de los miembros a la comunidad no puede constituir un objeto: no puede ser propuesta al examen crítico de una conciencia que, por ejemplo, disociaría los objetivos de la vida comunitaria y los medios de conseguirlos, para elegir luego entre tales medios. En la comunidad primitiva o tradicional, y en buena parte también en la familia, no se elige el formar parte del grupo. El discurso, oral, es la voz de la comunidad: ésta habla toda entera por la boca -el acento, el dialecto- de cada uno de sus miembros. Toda distanciación es imposible, en el sentido en que la distancia es ya una transgresión.

La comunidad política es, por el contrario, la que multiplica las mediaciones para instituirse. En este caso, la institución objetiva de la comunidad tiene una dominante objetiva. Se hace en el exterior de los miembros del grupo, a sus ojos, a una distancia crítica de su juicio. No apela a ninguna evidencia interior y colectiva de pertenencia a la comunidad. Esta pertenencia se define de forma mediata, fuera del ámbito de la vida subjetiva, en principios formalizados en leyes. La existencia misma de códigos escritos supone que el sentimiento comunitario no constituye por sí solo la realidad del grupo. Por el contrario, se lo considera insuficiente y como hay que reforzarlo con otras instituciones objetivas, resulta claro que podría no existir. A partir del momento en que los textos dicen a

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todos, en todas partes y a cualquier hora, cuáles son las normas y el sentido de la vida comunitaria, los miembros del grupo no están movilizados permanentemente para mantener, con su adhesión unánime y visceral, la eficacia de las instituciones. Entonces, cada cual puede pensar en su vida y descubrir que ésta no se reduce a la de la comunidad.

Es así como la realización política de la aspiración comunitaria, al definir objetivamente los principios de la coexistencia libera a los miembros del grupo de la obligación de reiterarlos. La ley, al escribirse, se hace definitiva, aunque sea revisable: la institución queda garantizada, literalmente, de una vez para siempre; lo que significa que los miembros del grupo, hombres-ciudadanos, deben ser una vez -o en una instancia- ciudadanos, para producirla y prescribirla, y todas las demás veces -o en todas las demás instancias-, hombres, obligados solamente a tenerla en cuenta y reconocerla. La dificultad estriba entonces en que no pueden reconocerla, como hombres, más que a condición de respetarla como ciudadanos. Siempre estarán tentados a olvidar la ley, y será precisamente la función del Estado el recordársela. Ejemplar y fundador resulta a este respecto, el preámbulo de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano del 26 de agosto de 1789: «los representantes del pueblo francés constituidos en Asamblea Nacional, considerando que la ignorancia, el olvido o el desprecio de los derechos del hombre son las únicas causas de las desgracias públicas... han decidido exponer, en una declaración solemne, los derechos naturales..., para que esta declaración, continuamente presente a todos los miembros del cuerpo social, les recuerde sin cesar sus derechos y sus deberes.» Puede decirse pues que la comunidad política es la que inventa la diferencia entre la vida privada y la vida pública. La ciudad es aquella comunidad cuyos miembros no son solamente miembros de una comunidad, sino también, individuos. Su adhesión es libre, expresa, racional: tiene por lo tanto la forma de un contrato, creador de obligaciones específicas y, por eso, limitadas (art. 5 de la Declaración: «Todo lo que no esta prohibido por la ley no puede ser impedido, y nadie podrá verse obligado a hacer algo que la ley no ordene»).

El enfrentamiento histórico

Estos dos modos concretos de la institución comunitaria, uno de dominante subjetiva y física -se es miembro de la comunidad con su sangre, su voz y su cuerpo- y el otro de dominante objetiva y política -en cuanto la pertenencia a la inmunidad es objeto de un enunciado racional-, se enfrentan en la historia. Se suceden. pero sobre todo rivalizan, en la medida en que la sustitución del primero por el segundo sólo se realiza plenamente en el Estado moderno centralizado, donde las relaciones sociales industriales han deshecho las comunidades de tipo agrario y familiar. El enfrentamiento de estos dos esquemas comunitarios se remonta a la invención de la política en la ciudad griega. A este respecto, no encontraremos mejor formulación que la de la Antígona de Sófocles (siglo V a. de C.): en el enfrentamiento entre Antígona y Creón se oponen las dos versiones de la institución comunitaria, expresando su violenta incompatibilidad. Por su parte, la ley tácita, «ley de la sombra» la llama Hegel, la de la sangre y el clan, que no sabe distinguir entre los miembros de la comunidad, porque ignora a los individuos. Antígona encarna esta adhesión muda a la comunidad, cuya realización suprema es la del vientre y la tumba. Por eso se niega a separar el destino de sus dos hermanos y honra al que ha vulnerado las leyes de la ciudad. Une los vínculos de la familia y de la tierra sacrificándoles su propia individualidad. Por

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otra parte, encarnada en Creon, la comunidad política interpela a sus miembros como ciudadanos, les presenta una ley objetiva y les pide su adhesión antes de exigir su obediencia.

La incomprensión que separa a los héroes de estos dos sistemas puede servir sin duda de apólogo a toda la historia occidental, donde la liquidación de la comunidad agraria y familiar (llamada a veces «comunidad silenciable»), y de sus solidaridades subjetivas, ha ocupado desde el período postfeudal hasta los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, un lugar decisivo en la política de los Estados. Sin embargo esta oposición entre dos tipos de comunidades no agota las dificultades del concepto. Mucho más difícil de superar, por resultar realmente contradictorio, es el conflicto que marca la institución de la comunidad política misma, en la forma histórica del Estado burgués.

La política consiste, como hemos visto, en inscribir dentro de un derecho objetivo y una práctica racional las condiciones de la existencia comunitaria. En este proceso, en el que la objetivación se lleva hasta su término, la conciencia del hombre se separa de la del ciudadano. La adhesión a la comunidad se convierte en un gesto especializado, limitado a la práctica cívica. Esta especialización determina ciertas distinciones en el mismo núcleo de las funciones sociales: entre hombres y mujeres, entre hombres libres y no libres, entre ricos-activos y pobres-pasivos, etc.

Aquellos cuyo campo de acción es la política son los que tienen el monopolio de la razón y del discurso, el logos político se opone a los registros profanos. La cohesión de la comunidad política queda garantizada por unas formas cada vez más extrañas a las relaciones civiles. Y así la práctica política da su sentido a la comunidad, en su registro específico, reservado como el de un sacerdote, apartado del comercio ordinario entre los miembros del grupo. «Eso hace, escribe Hobbes, que la multitud así unida en una sola persona sea llamada una república, en latín, civitas. Así es como se engendra ese gran Leviatán, o mejor dicho... ese dios mortal, al que debemos, bajo el Dios inmortal, nuestra gracia y nuestra protección» (Leviatán, II 17). En otras palabras, la comunidad política es aquella en la que no todo el mundo se ocupa de política. La evidencia subjetiva unánime del interés común, vital en la comunidad no política, se borra en beneficio del «cada cual a lo suyo», que supone que haya algunos, en el espacio y lenguaje apropiados, que se ocupan de los asuntos de todos.

La problemática

¿Quiere decir esto que el espíritu de la política, aunque republicano, es anticomunitario? Es lo que piensan, por razones muy diversas, numerosos autores. De Hobbes a Marx, de Rousseau a Lenin, de Nietzsche a Maurras, la idea de la comunidad artificial atraviesa la reflexión política. Las grandes discusiones no se libran en torno a su aceptación o su negociación. Parten de su existencia. La comunidad política está fundada en un artificio que unos consideran necesario (Hobbes), que otro condenan, bien para sustituirlo por un nuevo tipo de comunidad política (Rousseau) o postpolítica (Marx), o un tipo antiguo de comunidad prepolítica (Maurras) A menos que se den cuenta de que la comunidad necesita del Leviatán para realizar su mutación revolucionaria (Lenin), o que las comunidades

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artificiales han liquidado para siempre al espíritu auténtico de comunidad (Nietzsche).

El pensamiento político moderno no se encuentra, pues, habitado por esta contradicción: la comunidad política es un artificio liberador y una liberación artificial; este artificio permite a unas instituciones garantizar objetivamente el consenso, ¿pero qué consenso? Así es como el Estado parlamentario burgués es el liberador de la sociedad civil burguesa, al hacer de la propiedad burguesa un derecho inalienable y sagrado, e incluso una condición de la práctica política (sufragio censitario). Evidentemente, lo comunitario se encuentra aquí falseado, pues la norma de su funcionamiento, de vocación consensual, tiene en realidad un fin privativo y porque el interés particular determina al interés general. Hobbes demuestra con vigor esta eficacia del artificio, que transforma la aspiración comunitaria en poder, y a los súbditos en dominados. ¿Puede confiar la comunidad al legislador la producción unila-teral del sentido comunitario?

La respuesta puede ser exclusivamente política, como la de Rousseau: «Si sucediera... que el Príncipe tuviese una voluntad particular más activa que la del soberano... de modo que hubiera, para decirlo así, dos soberanos, uno de derecho y otro de hecho; en este instante se desvanecería la unión social y se disolvería el cuerpo político» (Du Contrat social, III, 1); es precisamente en la forma misma del gobierno donde residen los medios para evitar esta salida fatal, «según la manera en que está constituido» (Id) ¿Pero si la solución no fuese política? Si las instituciones que asumen la personalidad comunitaria no fuesen sino la expresión, trasladada al plano político, de intereses distintos de los políticos, del mismo modo que éstos son distintos de los comunes?

Entonces el Estado seria una superchería: llena de intereses de clase (Marx); llena de intereses extraños a la nación (Maurras); llena de palabras impotentes, de simulacros, de la furiosa decepción de no poder formar comunidad (Nietzsche). «En cuanto los individuos tratan hoy en día de explicarse y de asociarse para realizar una obra común, la locura de los conceptos generales, el vértigo de las palabras sonoras se apoderan de ellos. Incapaces de comprenderse de verdad, ejecutan en común unas obras que llevan todas la misma marca de esa falta de entendimiento, en el sentido de que ninguna es expresión de las necesidades que las hicieron nacer, pues no corresponden más que a un imperioso y huero verbalismo» (Consideraciones inactuales, IV, § 8). Estado de clase, Estado verbalista, Estado que pretende ser una expresión comunitaria de la que no es, en realidad, más que una brutal y grosera negación: la política burguesa ha llevado el cinismo hasta estructurar a la co-munidad por medio de lo que tiene de menos comunitario (una representación de clase, un discurso vacío sobre el interés común, un poder centralizador), desconociendo, por el contrario, y deshaciéndolas arbitrariamente, las verdaderas comunidades.

Hay pues que recuperarlas. Bien en la «salvación común» decretada por los proletarios en busca de universalismo concreto, por medio de la apropiación colectiva los medios de producción. Bien en la efusión nacional o el vértigo biológico, inventando una «naturaleza» sin clase y sin historia, donde Antígona lograría su desquite y donde la familia-patria consumaría el sacrificio del logos: la regresión antes de un Maurras sirve así de matriz a la doctrina fascista del Estado-corporación, y la «política natural» del jefe de Acción Francesa autoriza la evacuación de la política como concepto racional, objetivado, de la comunidad,

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en beneficio de un subjetivismo irracionalista que afirma la identidad comunitaria por reacción a amenazas simbólicas (el extranjero, el judío).

La búsqueda de la comunidad auténtica puede por último trasladarse hacia lo espiritual. O bien esto es algo exclusivo de toda comunidad práctica, sea política o económica: esta es la tentación nietzscheana de un amor individualista de la humanidad, que se basa en una amistad o una fraternidad regeneradas, que no tomarán nunca la forma de una adhesión material al rebaño. O bien la verdadera comunidad se funda espiritualmente en la filiación divina. La tarea comunitaria es entonces política y religiosa, debe revelar a los hombres una fraternidad que está definida metafísicamente por su naturaleza, pero que ignoran empíricamente. El catolicismo social, tanto en el siglo XIX como en el XX, constituye no tanto una vía intermedia entre liberalismo burgués, tradicionalismo y socialismo, como un discurso curiosamente realista sobre la imposibilidad de una definición inmanente y unívoca de la comunidad. Sólo un orden trascendente -la caridad de Cristo- permite pensar y representarse el interés común de los hombres. Esta referencia al absoluto es ciertamente una razón perentoria para tomarse en serio la idea de comunidad, y sin duda también, para percibir la urgencia terrestre. Sin embargo, tiene la debilidad que le da su misma fuerza: la de tener que pasar por el más allá y comprometer, con esa desviación difícil, cualquier definición concreta de la comunidad.

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