Nuestraguerra Nuestro Exilio y Nuestras Patrias
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Nuestra guerra, nuestro exilio y nuestras patrias1
por José Ramón Enríquez
Son múltiples y confusos los mecanismos de la memoria. No sólo los historiadores de un
hecho más o menos remoto, sino sus protagonistas inmediatos suelen perderse en laberintos
a veces sin salida. Muy pronto la duda ocupa el lugar de la certeza y el mito llega a
enseñorearse en las propias vidas. En las comunidades diversas, aunque nadie trate de
mentir ni haya intereses inconfesables que deformen la historia, sus detalles se esconden en
intersticios que magnifican instantes determinados y minimizan otros. Es probable que todo
haya sido a la inversa y lo máximo se haya vuelto mínimo. Ello sin contar con las
subjetividades y con que, aun en la intimidad del propio yo, cualquier movimiento espacio-
temporal modifica todo.
Quiero protegerme con este tipo de preámbulo porque, mexicano, vengo a hablar de
España ante españoles. En el Siglo 21 vengo a hablar de la primera mitad del 20 y sus
secuelas inmediatas ante quienes probablemente ni siquiera habían nacido entonces.
Llamándome a mí mismo poeta y dramaturgo, vengo a hablar desde una obra que nada se
conoce en estas tierras y, para ser sinceros, que en la mía se conoce poco.
1 Texto leído en el Congreso 70 años de Exilio, en Barcelona.
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Siento que sueño, que no debía de ser yo, sino mi padre, quien hablara ante ustedes,
pero soy yo y este sueño es vida, sin dejar de ser sueño, como Calderón, uno de los
mayores guías de mi dramaturgia, me enseñara. Y, también como él vio con toda claridad,
esto es un teatro y tanto ustedes como yo somos personajes de una tragedia que, ésa sí, ha
victimado a todos los presentes y que hace 70 años llegó a un clímax. Esa tragedia es
nuestra guerra. De ustedes y la mía y la de aquéllos.
O no... Una guerra que, tal vez, no es de ninguno entre nosotros. Pero, entonces, ¿de
quién es hoy propiedad la Guerra Civil Española que transcurrió del 36 al 39 y cuyas
consecuencias obligan a fechar su auténtico final hasta la Constitución de 1978? Una
conflagración cainita que muchos tratan de olvidar aquí, en la España moderna y europea,
pero que existe en la memoria colectiva. Y que puedo asegurar, eso sí, continúa
estructurando mi memoria.
Se trata de una guerra que ha sido llamada por sus protagonistas y herederos
“nuestra guerra”. Esto no ocurre con todas. A nadie he oído hablar de la Segunda Guerra
Mundial como “nuestra”, ni la Guerra del 14, ni siquiera de la Revolución Mexicana, de la
que también desciendo. Si no estuviéramos ante un hecho sangriento, hasta podría
encontrarse cierta ternura en esa segunda persona de un plural perfectamente determinado.
Pero no puede haber ternura porque la hace “nuestra” haber sido brutalmente fratricida .
¿Puede alguien como yo, hijo de exiliado y mexicana, nacido en la Ciudad de
México, en el año de 1945, seis años después de aquel parte franquista que partiera de
Burgos y que comenzaba con una frase que aún me duele como si a mí directamente
estuviera dirigida: “Cautivo y desarmado el ejército rojo...”? ¿Puede alguien como yo
llamar nuestra “nuestra” aquella guerra?
No sé si tenga derecho, porque era demasiado pequeño para pedir permiso en
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ninguna sede burocrática que otorgara certificados de propiedad ningunos. Pero ya nací con
dos banderas bajo las cuales me sentía resguardado. Son las que recuerdo, entrelazadas
durante toda la infancia, y profundamente mías. Tricolores las dos: la verde, blanco y roja
mexicana, y la rojo, amarillo y morado española. Entonces ni siquiera suponía que pudiera
existir otra bandera española y, hasta la fecha, me cuesta trabajo reconocerla.
Sin embargo, jamás he pensado esa guerra como “mía”. El plural de referencia es
parte del propio ser de aquella lucha, independientemente de que se me reconozca o no
parte de plural alguno. Todo ocurre en mis sueños y es así en mi memoria. Y es ahí donde
tiene ritmo de romance antiguo, herencia del cantar de gesta mayor de nuestra lengua. Tal
vez porque el primer poema que recité de niño, y que aún recuerdo en fragmentos, fue
precisamente del romancero del Cid en la versión de Flor nueva de romances viejos de
Menéndez Pidal, regalo de mi padre cuando yo apenas comenzaba a leer.
“Pensativo estaba el Cid viéndose de pocos años para vengar a su padre matando al Conde Lozano...”
De ninguna manera me sentí nunca el Cid joven buscando espadas para vengar a
nadie por la derrota. No. Siempre he sido un Pepito Gafotas metido entre libros y
consciente de mi debilidad física. He sido siempre eso que hoy llaman con el anglicismo
nerd. Pero sí vi convertido en otro joven Cid al Capitán Ximeno del romance de Pedro
Garfias, cuya voz de inmediato resuena también en mi memoria, aguardentosa, dura y de
enorme dulzura al mismo tiempo. Para mí esa voz de Garfias puso nombre a la lucha en los
frentes de guerra:
“Mirada azul de Ximeno en cara de niño bueno mirada de azul acero azul acero tan fiero
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bajo la paz de la frente… Yo te he visto, Capitán, en el frente cordobés, valiente, serio, callado… Tu mirada como el cielo desperezando sus vuelos sobre lentas lejanías....”
Ese poema suyo lo he oído múltiples veces y siempre en su voz, porque primero lo
grabó la Editorial Oasís en aquellos discos gordos de 78 revoluciones por minuto, por los
años 50, y luego de historias y desencuentros que es mejor olvidar, Max Aub consiguió que
también la Universidad Nacional Autónoma lo grabara en su colección Voz Viva de
México.
Confundido el Cid joven con el Ximeno de Garfias, para mí tiene mucho de
soldados niños nuestra guerra. Ahora, gracias a las posibilidades casi mágicas de la red, ya
he podido conocer el nombre, Juan José Bernete Aguayo, y su biografía, nacido en Silillos
y muerto, para mayor intencionalidad poética en una Fuenteobejuna que se escribe con b,
en la Provincia de Córdoba. Y, por si fuera poco, he podido conocer también el rostro
auténtico del Capitán Ximeno. Lo he visto con fervor y con miedo. Con el fervor con que
se acude al símbolo y con el miedo con que se penetra al mito. Y sí, es él, me he dicho, el
caído antes de cumplir siquiera los 25 años. Una de mis imágenes míticas: “valiente, serio,
callado...”
Pero lo que me ha traído ante ustedes es, sobre todo, mi actividad como poeta y
dramaturgo que desciende del exilio. Así, debo compartir y comentar el juego de
influencias literarias que nuestra guerra ha ejercido sobre mi obra.
Coinciden en mis primeros años, los definitivos para la formación, tres de los
símbolos que han permanecido intactos cohesionando la idea misma de los derrotados.
Incluso por los cantautores de fines de los 60, con Serrat a la cabeza en mi memoria, sé que
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los compartimos con las víctimas de la posguerra aquí, en España. Son, desde luego,
Miguel Hernández, Antonio Machado y Federico García Lorca.
Poeta pastor, al que siempre he imaginado como soldado niño, como a un David
encarcelado que se murió de hambre, o de tisis que es lo mismo, porque Goliat lo venció en
nuestra historia trágica: Miguel Hernández. Para mi propia obra fue fundamental su lección
de cercanía con los clásicos inclusive en su teatro. Lo leí desde muy joven en la versión
censurada de Aguilar que podó precisamente Viento del pueblo, los poemas de guerra,. Pero
Quién te ha visto y quién te ve me conmovió profundamente, entre otras cosas porque me
demostraba que se podía y se debía hacer un auto sacramental en nuestros días. Y si llegada
la hora de construir para la escena no los he hecho con la ortodoxia con que Miguel
Hernández construyera el suyo, fue porque Valle Inclán se metió de una vez y para siempre
en mi camino. Pero sí he compartido el aliento religioso del entonces muy joven poeta
pastor que, en su viaje, de Garcilaso a Calderón, leyó muy bien a nuestro Juan de Yepes.
Sin embargo, aunque haya influido tan tempranamente en mi teatro, de Miguel
Hernández lo que permanece con mayor fuerza en la memoria es un límpido soneto de
amor a cuyos endecasílabos han intentado apuntar los míos:
“Te me mueres de casta y de sencilla, estoy convicto amor, estoy confeso, de que raptor intrépido de un beso, yo te libé la flor de la mejilla.”
Y, en el otro extremo, aunque con limpidez semejante en su poesía, estaba para mí el
viejo poeta pensador, Antonio Machado, que murió de tristeza apenas cruzar la frontera
después de la derrota y a la vista de la patria. Pero tanto conservó también de niño que su
último poema, el encontrado en un bolsillo de su gabán, es precisamente de vuelta a la
niñez en el último instante y en pleno invierno: “estos días azules y este sol de la infancia”.
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La veneración por Machado la heredé tanto de mi padre como de uno de sus más
cercanos amigos de esa tertulia tan creativa que fue el Aquelarre. De un tocayo mío, el
aragonés José Ramón Arana, conservo su dedicatoria en un ejemplar de la antología de
Machado que publicara en 1953 con el título de Cartas de Antonio Machado a Miguel de
Unamuno. Entonces, Machado era un poeta mucho menos frecuentado que Juan Ramón,
por ejemplo. Pero en su dedicatoria, me pidió Arana, con auténtico fervor, que “siguiera los
pasos de mi don Antonio...”
El método de Juan de Mairena y de su maestro Abel Martín lo he hecho mío a lo
largo de muchos años de enseñanza a jóvenes que comienzan en el teatro, sin que ello
signifique que haga míos todos sus conceptos o todas sus categóricas definiciones. Sin
embargo, aunque siempre he tratado de ser fiel a esa transparencia del verso machadiano,
que siento en mi raíz como las voces de los Siglos de Oro, no me ha quedado más remedio
que escribir en mi hora y con mi propia voz, aun cayendo alegremente en los abismo que
censuraba el maestro: “De los suprarrealistas hubiera dicho Juan de Mairena: todavía no
han comprendido esas mulas de noria que no hay noria sin agua”.
También en ese libro publicado por José Ramón Arana vi por vez primera el cadáver
del poeta, en Collioure, guarecido por la bandera de la República, en una antigua cama de
latón y rodeado de flores. No tenía más edad el poeta de la que yo tengo ahora y, a pesar de
ello, la guerra lo avejentó hasta entregarnos esa imagen de quien ha cargado sobre sus
hombros el dolor de la patria: una de las dos Españas vino a helarle el corazón.
Pero con el corazón aún ardiendo, Machado pudo cantar a la muerte del símbolo
mayor de nuestra guerra y cuya influencia sí considero definitiva en mi obra. Esta sí en
todos los sentidos: Federico. Escucho la voz de Machado: “El crimen fue en Granada, en
su Granada”. Y me llegan del sueño los rostros de Federico y sus tres acompañantes
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asesinados en los campos de Viznar. Es, para mí, el símbolo culminante de la misma
liturgia trágica de nuestra guerra.
Antes de dar el paso hacia los caminos del Poeta en Nueva York y de su “teatro bajo
la arena”, ya imaginaba yo mucho de nuestra guerra en ese Romance de la Guardia Civil
que muchos odios atrajo al poeta, tanto por su ataque a la Benemérita cuanto por su
apología homosexual, sin máscaras, de la belleza masculina. Esto último apenas lo intuía y
ya lo compartía en mis encuentros con Federico desde la propia timidez de mi infancia:
“Moreno de verde luna va a Sevilla a ver los toros sus empavonados bucles le brillan entre los ojos... Y al pasar por el camino cortó limones redondos y los fue tirando al agua hasta que la puso de oro.”
Hasta el día de hoy, mucho hay de El Público, de Así que pasen cinco años e
inclusive de El maleficio de la mariposa en mi propio teatro. Aun como director de escena
he trabajado a Lorca con estudiantes y con profesionales. No sus dramas rurales que
podrían parecerse más a un paisaje en el cual la guerra ya se veía venir, cuanto su teatro
imposible que, a pesar de correr por los espacios aparentemente ajenos del propio sueño,
abre las venas de la España de entonces y la entiende ya en guerra. Y su Grito hacia Roma
informó mi cristianismo de la misma manera en que su Oda a Walt Whitman me hizo saber
que algo de lo prohibido era posible aunque me llenara de dudas su intolerancia con “los
hombres de mirada verde”.
Nuestra guerra, para mí, es muchas cosas, pero bien puedo resumirlas en esos
rostros y esas voces. Los de poetas y los de personajes de sus poemas. Ximeno y Pedro
Garfias, en Córdoba y en México. Miguel Hernández consumiéndose en la cárcel mientras
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enviaba Nanas a su hijo. Machado en Collioure que muere de tristeza. Federico, admirando
al Camborio y transubstanciándose en él para que la Guardia Civil le cobrara por ser tantas
cosas prohibidas a un tiempo: arrobado admirador, gitano por elección y enemigo natural
de la autoridad sostenida por tricornios, homosexual, poeta capaz de saltar todas las cercas
y demócrata republicano del no tan ingenuo “partido de los pobres buenos”.
Se dice que Federico no entendió la guerra y por ello no salió al exilio hacia
México, que hubiera sido su salvación. Tal vez a mí la posibilidad de haber conocido a
Federico en mi patria (como sí conocí a sus compañeros en lances teatrales Cipriano de
Rivas Xerif y Alvaro Custodio) me hubiera abierto caminos insospechados, pero no fue así.
Federico corrió precisamente hacia los brazos de la muerte. Yo creo que entendió la guerra
tan bien que vio la liturgia de su sacrificio como algo inevitable.
Muy joven, escribí un poema que debió ser bastante malo, dedicado a Federico y a
Miguel. Lo titulé España líquida. Cuando se me preguntó la razón del adjetivo sólo supe
decir que hablaba de sangre y agua, de río interior. Hoy pienso que también lo hacía del
tiempo en el sueño, de todas esas fusiones que se logran sin que nada pierda del todo su
carácter. Hablaba simple y sencillamente de la memoria. Terminaba ese poema con el único
verso que recuerdo: “Federico y Miguel, los dos España”.
Consciente o inconscientemente, no recuerdo, lo perdí en los primeros años
universitarios, cuando hice mío algo que hasta hoy sostengo: el compromiso político del
escritor es insoslayable, pero debe mantenerse distante de la propia obra. Por eso he
militado siempre en formaciones de izquierda, incluido el Partido Comunista, pero he
tratado de evitar cualquier catecismo partidista en mi obra, así como la filtración de los
análisis coyunturales. Para intervenir en la coyuntura, a lo cual también me siento obligado
como intelectual comprometido, no he dejado de hacer periodismo cultural.
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Y el periodismo cultural ha sido una tradición viva del exilio español que me ha
marcado y que en mucho ha enriquecido a México. Uno de los iniciadores de este género
fue Juan Rejano, poeta andaluz, comunista, también de memoria entrañable. Durante varios
años dirigió el Suplemento Cultural en el periódico del gobierno mexicano, El Nacional.
Era el periódico que, todavía con fuerte reminiscencias ideológicas del cardenismo
enfrentaba a los diarios francamente reaccionarios en un sistema que se hacía cada vez más
a la derecha. No sobra recordar que en esos diarios, hace ahora 70 años, fue atacada
ferozmente la decisión del General Cárdenas de recibir al exilio español, al tiempo que la
burda caricatura de rojos capaces de comerse a los niños crudos llamaba al linchamiento de
quienes arribaron en el “Sinaia”, entre ellos mi padre.
El vapor “Sinaia” mantuvo un Diario de a Bordo cuyo facsímil ha sido publicado
gracias a la colección completa que encontré entre los papeles de mi padre. Ahí, Juan
Rejano inauguró literariamente la labor del exilio en México con el suplemento en el
último número del Diario, que culminó con el ya imprescindible poema de Pedro Garfias
Entre España y México. A uno de sus últimos versos responden hoy congresos como estos a
los que generosamente he sido invitado:
“España que perdimos, no nos pierdas.”
Y precisamente el primer estudio que leí sobre Lorca, fue la publicación de una
conferencia que diera Juan Rejano, en 1944, para conmemorar el octavo aniversario de su
muerte. Fue publicada por el Centro Andaluz de México, llevaba en la portada una hermosa
viñeta de Ramón Gaya y este título: El poeta y su pueblo. Un símbolo andaluz. Federico
García Lorca. En su primera página y con tipo menor, Rejano explicaba que la publicación
“se debe a la Comisión de Solidaridad de dicho Centro, a la cual ha cedido el autor sus
derechos, para que la venta de ejemplares se destine, íntegramente, a la ayuda a los heroicos
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patriotas que luchan dentro de España contra el régimen de Franco”.
Esa imagen de la resistencia contra los nazis, que habría yo de ver en películas
norteamericanas muchos años después de publicado aquel opúsculo, estaba en carne viva y
actuante en España, con toda la emoción y el dolor que ello podía causarme. Para mí la
guerra continuaba, ahora convertidas en guerrilla las fuerzas republicanas. A fin de cuentas,
pasara lo que pasara, no había sido por completo “cautivo y desarmado el ejército rojo”.
Nuestro exilio fue también soñar y tratar de solidarizarnos de muchas formas con la
resistencia, callada, heroica, cuyo sacrificio se conocía sólo a veces, como el de Julián
Grimau, por ejemplo, y en las últimas boqueadas del dictador, el de Puig Antich. Al
encontrar el libro de Rejano en la biblioteca de mi padre entendí, niño aún, que me hablaba
no sólo de Lorca, sino de nuestra solidaridad con esa lucha que cruzaba océanos y décadas,
y que, en nuestro exilio, seguía siendo nuestra guerra. Aun cuando deviniera en ese chiste
cruel de que el refugiado era un tío sentado a la mesa de un café que se había gastado el
dedo por tanto golpetear y vaticinar: “¡Este año cae Franco!”
El texto de la primera página de El poeta y su pueblo continuaba así: “Ha querido
también el autor que las páginas de este libro se abrieran con un poema de Antonio
Machado y se cerraran con otro de Miguel Hernández, escritos ambos a la muerte de
Federico García Lorca. De esta manera se reúnen aquí los nombres de los tres poetas
españoles muertos en medio de la dramática batalla de su pueblo”.
También fueron especialmente importantes para mí los varios párrafos que dedicaba
el libro de Rejano a “la saña con que fueron perseguidos, aniquilados, los profesionales de
la educación” y cómo “toda la obra que la República puso en pie, en materia de instrucción,
la han deshecho.” Yo me sabía hijo de un profesional de esa educación “transterrada” (creo
utilizar con toda justeza la palabra de Gaos) al mapa mexicano. El boletín de la FETE en el
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exilio, que llegaba cada que había dinero para imprimirlo, y los nombres de profesores del
exilio como los Ballesteros, Costa Jou, Virgili, Almendros en La Habana y aun de
Alejandro Casona y Ferrater Mora, habitaban mis sueños.
Vuelvo al recuerdo de Rejano porque, en los tiempos de mi formación, su
Suplemento de El Nacional fue una de mis principales fuentes, como lo han sido hasta hoy
otros suplementos y Revistas Culturales en los cuales, prácticamente en todos, ha habido
exiliados o descendientes del exilio. Lo mismo que, en la Universidad, si ya no tuve a
muchos de los grandes maestros ya legendarios, sí estuve muy cerca de los más jóvenes
algunos de ellos discípulos de mi padre, como Arturo Souto o Luis Rius.
Y estoy obligado a detenerme para hablar de Luis Rius, del poeta de Canciones de
vela y Canciones de ausencia, del prologuista cuando apenas contaba con veinte años de un
libro de mi, de mi maestro admirado de Literatura Medieval y de los Siglos de Oro, en la
Facultad de Filosofía y Letras. No sólo admirado por mí, sino con las aulas llenas para oírlo
hablar y decir esos poemas. De un hermano mayor más, que me acompañó en el velatorio
de mi padre, temblando como yo por quedarnos solos. Hoy la suerte ha puesto a Luis, su
hijo, a trabajar en Mérida, donde vivo, como director de Artes Visuales de la ESAY, donde
trabajo. Es decir, muy cerca de mí continúa el exilio.
Como muy cerca lo ha estado siempre, incluso en mi trabajo en editoriales. En
Grijalbo, por ejemplo, adonde ingresé elegido por Adolfo Sánchez Vázquez como su
ayudante, para empaparme de ese marxismo abierto que él representa hasta hoy en nuestra
lengua. Años después, Juan Grijalbo me permitió vivir en Barcelona el año fundamental de
1977. Incluso en el Partido Comunista Mexicano viví la aventura de una revista de cultura
política, El Machete, dirigida por mi entrañable amigo Roger Bartra, como yo nacido en
México, hijo del inmenso poeta Agustí Bartra y de la traductora, narradora y periodista
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Anna Murià.
Hacia donde vuelva la mirada, en la memoria, en la formación y en la vida cotidiana
hay exiliados o descendientes suyos.
Sin embargo, el exilio fue una diáspora sin reglas, vivida como se fue pudiendo. No
creo que nadie pueda establecer constantes para entenderlo del todo, incluida su
descendencia. Al menos yo soy incapaz de hablar en nombre de nadie o poner bajo el
microscopio un hecho tan grupal cuanto privado. Los hijos del exilio coincidimos en que
nos marcó, pero en forma distinta a cada uno, y mucho más a nuestras muy diversas obras.
Por ejemplo, siempre me ha llamado la atención que algo tan hondo apenas está presente
entre mis temas, cuando ha definido tanto mis influencias como mucho de la construcción
aun inconsciente de mi estilo. Tal vez haya habido un pudor que llega hasta el momento de
leer estas notas. Por una parte la resistencia a todas la efusiones emotivas que confundan el
hecho poético y por otra la sensación de quien no tiene derecho a hablar de una historia
determinada porque no ha sido realmente suya.
Inclusive, la sola palabra “exilio” me resulta un neologismo. Eramos simplemente
refugiados. Yo era hijo de uno de ellos y me reconozco más fácilmente en esa palabra que
en la mucho más elegante de exiliado. Como me reconozco en la palabra “rojo” “Rojillos”
nos llamaban como insulto los hijos de otra emigración, la económica (casi siempre
franquista, no sé en realidad por qué), a los cuales llamábamos “gachupines”. Mi amigo
más antiguo y entrañable, Fernando Serrano Migallón, y yo, desde muy pequeños
insistíamos en explicar la diferencia entre un “refugiado” y un “gachupín”, aun cuando muy
pocos estuvieran interesados en conocerla. Reivindicábamos tanto “rojo” como “refugiado”
con la simpleza de quien así se sabe definido desde siempre.
Hoy, mi ser refugiado me hermana no sólo con los de origen español, sino con
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tantos, de distintas patrias, que nacen por el mundo sin la suerte de quienes pudimos nacer
en México y ser plenamente mexicanos. También esa lucha contra la xenofobia, los muros
de ignominia y los nuevos racismos, es hoy la mía.
Si nuestra guerra la entiendo en clave de poetas, nuestro exilio lo entiendo de otras
formas. Para mí, un hórreo no es un granero sostenido por columnas, sino un bar en un
extremo de la Alameda Central, punto neurálgico de mi Ciudad de México, adonde me
llevaba mi padre para oír a Pedro Garfias. Sorrento no es la ciudad desde la cual puede
verse el Vesubio, sino el café donde podía ver y oír, y a veces inclusive atreverme a
intervenir en las tertulias con León Felipe. Así como El Nacional no era el periódico del
gobierno mexicano sino aquel cuyo suplemento dirigió siempre Juan Rejano.
Ya he tocado de pasada a un escritor aragonés, José Ramón Arana, cuya obra
siempre me ha resultado extraño y mágica. Su drama Veturián me interesó mucho porque
fuera de él, del teatro de Max Aub y de Bergamín fue poco lo escénico que encontré en el
exilio. Pero muy especialmente su novela El Cura de Almuniaced me entusiasmó.
Contradecía la imagen de comecuras y enemigos de Dios que usaban en contra de nuestro
exilio y me daba la razón, junto con el sacerdote refugiado José María Gallegos Rocafull,
maestro de la UNAM, porque yo era rojo por nuestra guerra y cristiano tanto por parte de
madre, cuanto por la propia y profunda decisión que mantengo hasta hoy, tras haber
militado en el Partido Comunista Mexicano, en parte gracias a Alfons Carles Comín a quien
conocí aquí, en Barcelona.
Al hablar de Arana debo referirme a otros dos grupos en los cuales estuvo mi padre
y que influyeron en mis intereses y en mi formación. El grupo en torno a la revista Las
Españas, que Arana fundó con Manuel Andújar, y el que constituyó el Aquelarre. Para mí,
nuestro exilio fue, en mucho, el Aquelarre. Ya me he referido a ello en Logroño e inclusive
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pedí que se proyectaran los diez minutos que me han quedado filmados de aquellos
bebedizos.
Para tratarse de un grupo de amigos, es impresionante el número de volúmenes que
publicaron en su pequeña editorial, la Colección Aquelarre, domiciliada en la casa de
Otaola, uno de sus principales impulsores. Tres libros de él, Unos hombres, La librería de
Arana, y Los tordos en el pirul; los dos de Arana a los que me he referido; Las tres celdas
de Sor Juana, una reivindicación de nuestra poeta barroca mexicana, de mi padre; así como
títulos de Francisco Pina, Alvaro de Albornoz, Mariano Granados, Luis Carretero e
inclusive Mosén Millán de Ramón J. Sender que sería reeditado como Réquiem por un
campesino español, entre otros títulos que yo veía salir de la imprenta y acariciaba
entusiasmado aun antes de tener edad para leerlos.
Una crónica tan tierna como amarga de los refugiados es la novela de Otaola El
cortejo, publicada por Joaquín Mortiz en 1963. Es su propia visión de humorista ágil, muy
discutida por cierto en su momento,cuya voluntad desmitificadora queda muy clara en la
dedicatoria que puso al ejemplar que me obsequió y que me permito transcribir porque
habla también de las contradicciones que enfrentamos en nuestro exilio: .... Inclusive,
muchos años después, ha sido reinterpretada en otro tono en la extraña película Otaola o la
república del exilio, de Raúl Bustero.
En el mundo del teatro, desde los primeros momentos me encontré con el exilio. La
compañía en que actúe mi primera obra profesional estaba encabezada por Ofelia Guilmáin
y varios refugiados en su elenco fueron mis verdaderos maestros. No puedo olvidar el bien
decir de Augusto Benedico. Sin embargo, en la dramaturgia, a la cual me he dedicado
preferentemente, apenas sonaban voces como las de León Felipe con su Juglarón. Mucho
después conocí el teatro de Max Aub o de María Luisa Algarra. Pero de los refugiados más
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jóvenes, de la generación de los que llegaron niños y se hicieron en México, la voz de
Maruxa Vilalta estaba presente en los primeros años de mi formación teatral.
Como lo estuvieron en mi formación poética las de Tomás Segovia, Juan Espinasa o
Angelina Muñiz-Huberman.
Pero el fenómeno del transtierro supuso precisamente la posibilidad de una nueva
siembra. Yo pertenezco a esa generación de mexicanos generados por el exilio español.
Somos mexicanos por nacimiento pero hace sólo unos cuantos años se nos ha venido a
reconocer también el derecho a ser españoles, no sólo por ser hijos de quienes nacieron en
estas tierras sino por haber sido también víctimas inocentes de esa guerra y de ese exilio.
Así como utilicé el singular en los dos primeros sustantivos que titulan estas notas,
con toda intención he utilizado le plural para el tercero. Si bien siento esa guerra como mía
y he vivido el exilio, soy fundamentalmente mexicano de la misma forma en que mi padre
fue fundamentalmente español.
Es verdad que México no concedía hasta hace pocos años derechos plenos a los
hijos de extranjeros. Yo no podía ser, por ejemplo, presidente de la República, lo cual nunca
me quitó el sueño, ni se me permitía la doble nacionalidad, lo cual sí me afectó hasta hace
muy poco. Sin embargo, nunca he dudado de mi ser mexicano. Como tal he luchado por
todos nuestros derechos hasta obtenerlos finalmente.
Mi padre, aunque casi la mitad de su vida la pasó en México y solía decir “España
es la tierra de mis mayores, pero México es la tierra de mis menores”, se sentía refugiado y
se vivía como un profesor manchego. Su Torre de Juan Abad, señorío de Quevedo, fue
siempre el lugar de sus sueños.
Pero no creo que en el Siglo 21 los orígenes y los fundamentos deban o siquiera
puedan ser excluyentes. Creo que le mestizaje ha enriquecido a todos las culturas,
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enriquece y seguirá enriqueciendo por más que la xenofobia con las diferentes
manifestaciones de un racismo más o menos disfrazado traten de negar o detener tanto la
historia cuanto la memoria.
Mestizo, soy uno más con ustedes y entre ustedes, con mis propias opciones y los
laberintos de mi propia obra. Eso he venido a traerles y eso he venido a llevarme porque a
ustedes y a mií nos pertenece. Espero no haberlos cansado demasiado en este encuentro.
Mérida, Yucatán, a 21 de noviembre de 2009.