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Novísimo Bueno (Novísimo es el título con que siempre designo a mi última lección) Como mis clases anteriores, ésta quiero que vaya precedida de un preámbulo. Pero esta vez tendrá un contenido muy diferente al que ya conocéis. Preámbulo. Recordaréis que yo decía: llamo preámbulo a una declaración explícita que como profesor tengo la obligación de hacer y que mis alumnos y oyentes o lectores tienen el derecho de exigir para que ellos y yo sepamos con certeza cómo incide mi posición de profesor en la clase que imparto. Y me explicaba: yo doy clases sobre Marx - Engels o lo fuera. Mis alumnos no vienen a mis clases para aprender acerca de mi, yo no soy el objeto de mi lección sino sólo su dador. Y seguía diciendo: yo no hablo de mí, hablo de Marx (o del anarquismo de Bakunin o de lo que fuera). Pero mis alumnos tienen el derecho de saber, y yo tengo la obligación de explicar, de qué forma incido yo en aquello que explico. Todo: mis decisiones metodológicas, mis posicionamientos ideológicos, cualquier cosa que pueda influir debe ser manifestada, discutida. Quienquiera que dé clase y quienquiera que la reciba debería ser consciente de esto. Y sigo pensando así. Lo que ocurre es que hoy yo soy el objeto de mi clase Y también su dador. Lo cual no me exime de ofrecer un preámbulo. Pero será muy diferente. El tema de esta clase es mi autobiografía intelectual. Y hablaré de mi mismo. Por supuesto, hablaré también de Gustavo Bueno, pero el tema, insisto es mi biografía, no la de él. Sí aclararé cual fué mi relación con él y cual es mi postura ante él. Tenéis, pienso, todo el derecho a saberlo, y yo tengo la obligación de aclararlo. Comenzaré con esta cuestión más delicada y trataré de hacerlo con toda la sinceridad posible. Gustavo y yo nos conocimos en 1963. Él era ya catedrático recién nombrado de la Universidad de Oviedo y yo Profesor titular de geografía e historia en el Instituto laboral de Tapia de Casariego. Nuestra relación personal fue desde el principio excelente. Él se empeñó en sacarme de Tapia y llevarme a Oviedo, a la Universidad, cosa que logró. Pero los detalles de nuestra relación podéis consultarlos en mi web personal donde tenéis una detallada biografía mía que a mi me parece muy completa y en mi opinión nada tendenciosa. Consultadla y los conoceréis todos. En cuanto a la biografía de Gustavo Bueno, que por supuesto de mí no dice nada la incluyo en este Recordaréis que decía que el preámbulo incluiría siempre un documento de autoridad; éste lo mismo. Será un libro de Gustavo Bueno que se titula “Etnología y utopía” [hay una edición deJúcar Universidad de 1987 que no es la que yo resumo en este documento pero coincide con ella salvo en un ‘Epílogo’ que añade que ocupa de la pág. 161 a la 234, y que sólo comentaré ocasionalmente]. Mi resumen y mecanografíado enseguida empezarán. Tengo un gran número de documentos de apoyo. En mi web podeis consultar muchos ellos, pero yo no los citaré en mi lección salvo para recomendar la lectura de alguno en caso de que me 1

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Novísimo Bueno (Novísimo es el título con que siempre designo a mi última lección)

Como mis clases anteriores, ésta quiero que vaya precedida de un preámbulo. Pero esta vez tendrá un contenido muy diferente al que ya conocéis. Preámbulo. Recordaréis que yo decía: llamo preámbulo a una declaración explícita que como profesor tengo la obligación de hacer y que mis alumnos y oyentes o lectores tienen el derecho de exigir para que ellos y yo sepamos con certeza cómo incide mi posición de profesor en la clase que imparto. Y me explicaba: yo doy clases sobre Marx - Engels o lo fuera. Mis alumnos no vienen a mis clases para aprender acerca de mi, yo no soy el objeto de mi lección sino sólo su dador. Y seguía diciendo: yo no hablo de mí, hablo de Marx (o del anarquismo de Bakunin o de lo que fuera). Pero mis alumnos tienen el derecho de saber, y yo tengo la obligación de explicar, de qué forma incido yo en aquello que explico. Todo: mis decisiones metodológicas, mis posicionamientos ideológicos, cualquier cosa que pueda influir debe ser manifestada, discutida. Quienquiera que dé clase y quienquiera que la reciba debería ser consciente de esto. Y sigo pensando así. Lo que ocurre es que hoy yo soy el objeto de mi clase Y también su dador. Lo cual no me exime de ofrecer un preámbulo. Pero será muy diferente.  El tema de esta clase es mi autobiografía intelectual. Y hablaré de mi mismo. Por supuesto, hablaré también de Gustavo Bueno, pero el tema, insisto es mi biografía, no la de él. Sí aclararé cual fué mi relación con él y cual es mi postura ante él. Tenéis, pienso, todo el derecho a saberlo, y yo tengo la obligación de aclararlo. Comenzaré con esta cuestión más delicada y trataré de hacerlo con toda la sinceridad posible. Gustavo y yo nos conocimos en 1963. Él era ya catedrático recién nombrado de la Universidad de Oviedo y yo Profesor titular de geografía e historia en el Instituto laboral de Tapia de Casariego. Nuestra relación personal fue desde el principio excelente. Él se empeñó en sacarme de Tapia y llevarme a Oviedo, a la Universidad, cosa que logró. Pero los detalles de nuestra relación podéis consultarlos en mi web personal donde tenéis una detallada biografía mía que a mi me parece muy completa y en mi opinión nada tendenciosa. Consultadla y los conoceréis todos. En cuanto a la biografía de Gustavo Bueno, que por supuesto de mí no dice nada la incluyo en este  Recordaréis que decía que el preámbulo incluiría siempre un documento de autoridad; éste lo mismo. Será un libro de Gustavo Bueno que se titula “Etnología y utopía” [hay una edición deJúcar Universidad de 1987 que no es la que yo resumo en este documento pero coincide con ella salvo en un ‘Epílogo’ que añade que ocupa de la pág. 161 a la 234, y que sólo comentaré ocasionalmente]. Mi resumen y mecanografíado enseguida empezarán. Tengo un gran número de documentos de apoyo. En mi web podeis consultar muchos ellos, pero yo no los citaré en mi lección salvo para recomendar la lectura de alguno en caso de que me parezca conveniente. Unas consideraciones acerca de lo que llamo insertos. Los incluyo para hacer comentarios o aclaraciones o críticas al texto principal y los reconoceréis por que

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usaré letra cursiva para distinguirlos. El documento de autoridad es éste Primer momento. Etnología y Utopía. Respuesta a la pregunta: ¿Qué es la Etnología?, Gustavo Bueno Martínez.  Ìndice. Introducción. 1. Meta––Etnología y Filosofía. 2. Ejemplos de definiciones de Etnología.  3. La “ilusión etnológica”. 4. Crítica a la “ilusión etnológica”. 5. El concepto de “etnocentrismo” y sus límites como concepto crítico. 6. Discusión de una definición categorial de Etnología. 7. La idea de “Cultura bárbara” como Universo de la Etnología. 8. Construcción de la idea de “Cultura bárbara”. 9. Sobre las diferencias entre Etnología e Historia. 10. El “cierre categorial” de la Etnología. 11. Las “escuelas etnológicas” y su significado gnoseólogico. 12. Crítica de la “Teoría de la Cultura” y de la “Antropología cultural” como ciencias. Conclusión. Introducción. Mecanografía, comentarios y críticas: Ramón Valdés. Versión abreviada. La primera persona que se usa en la copia no es del mecanógrafo, es del autor del libro, es decir de Gustavo Bueno. Los

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comentarios y las críticas del mecanógrafo aparecerán en tercera persona y siempre en negrita introducida por RV. He optado por no decirlo todo para exponer una tesis polémica y urgente esperando las críticas para desarrollar contestándolas mi propia posición. En nuestro país y en otros se está produciendo un fenómeno alarmante: la rápida extensión del punto de vista etnológico no como una perspectiva científico-positiva, en cuyo caso ninguna alarma habría que hacer sonar, sino como una alternativa a la filosofía. Porque el punto de vista etnológico es ahora una filosofía que no quiere presentarse como tal, sino que se disfraza de ciencia positiva y, por ello se resuelve propiamente en ideología . De ciencia auxiliar y marginal quiere pasar a presentarse como ciencia fundamental, reductora de las demás ciencias humanas, como etnologismo, que ya no es una actitud científica, y por ello ha interesado al gran público de la “sociedad de consumo”. La popularidad alcanzada en los años sesenta por C. Lévi-Strauss ha sido muchas veces explicada en estos términos: no es el detalle científico y paciente de la vida nambikwara descrita en Tristes Trópicos sino la apología de la vida en una pequeña comunidad. Pero debe existir alguna razón profunda para que la Etnología pueda haber llegado a presentarse de hecho como una alternativa a la filosofía, incluso como su verdugo (“muerte etnológica de la filosofía”) (RV: Leyendo con atención todo lo que resalto con negrita el más lerdo (y Gustavo no lo es en absoluto) advertirá que ningún etnólogo ha pretendido jamás tan peregrina cosa como presentarse como alternativa a la filosofía, ES GUSTAVO EL QUE CON TODA LA MALA FE DE QUE ES CAPAZ, Y QUE ES MUCHA, DECIDE QUE EL POBRE LÉVI STRAUSS, QUE ESTABA TAN RICAMENTE CON LOS DETALLES CIENTÍFICOS Y PACIENTES DE SUS NAMBIKWARA, EN REALIDAD ESTABA PRESENTÁNDOSE COMO ALTERNATIVA A LA FILOSOFÍA. ¡¡¡PERVERSO LÉVI STRAUSS!!!  Hay que cancelar, pues (concluye Gustavo), el bandidaje y la piratería, pero también la inocencia (RV. ¿Todo eso es Levy-Strauss? Bandido, pirata e inocente?) El problema de fondo es el problema de las relaciones entre la Barbarie y la Civilización para el que ofrezco un planteamiento típicamente dialéctico: 1º doy por descontado que la Civilización sólo puede entenderse a partir de la Barbarie. Desde una axiomática materialista, la transformación de la Barbarie en Civilización tiene que ser pensada en términos de transformación de la cantidad (tasa de producción, incremento demográfico, etc) en cualidad ( RV. ¿¿Y esto que significa??). 2º La civilización instaura un orden nuevo con respecto a la barbarie. No es la misma barbarie retocada o transformada, ni el pensamiento salvaje es el mismo pensamiento racional, científico, aplicado a otra materia (Lévi-Strauss). Menos aún la civilización resulta de alguna diferencia específica positiva simplemente añadida,(exógenamente por tanto) a la Barbarie y combinada “confortablemente” con ella. La civilización es la negación de la barbarie. Pero una negación dialéctica en virtud de la cual la Barbarie, a la vez que queda negada, resulta incorporada a la Civilización. 

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Mi planteamiento es típicamente dialéctico y deliberadamente he acentuado la terminología hegeliana. Pero no se precipite el lector que crea haberme “catalogado” irrevocablemente. Una cosa son los plantemientos y otra cosa son los métodos de solución. Apelar al concepto de Aufhebung, como apelar al concepto de transformación de la cantidad en cualidad capaz de sacar lo externo de lo interno, es reexponer la cuestión puesto que son precisamente estos conceptos los que no se entienden. ¿Cómo podemos entender que lo que es negado sea a la vez incorporado? ¿Cómo entender que la cantidad al crecer o disminuir genere una nueva cualidad?¿Cómo la civilización debe ser a la vez un proceso nuevo respecto de la Barbarie, pero resultante de la Barbarie sin recurrir a ninguna instancia exógena?RV. Aquí concluye el resumen de la Introducción y deja paso acto seguido a la Conclusión. Conclusión. ¿A través de qué mecanismos la Etnología puede llegar a presentarse como una alternativa de la Filosofía? ¿Cómo puede comprenderse que una ciencia pueda llenar el vacío que deje no otra ciencia, sino la filosofía? Respondo: de ninguna manera, salvo de un modo sofístico, erigiéndose la Etnología misma en una apariencia de filosofía, al mismo tiempo que ella se desfigura como ciencia, convirtiéndose en ideología que quiere hacerse pasar como ciencia. RV. Parece un trabalenguas.  La Etnología, como ciencia positiva es por si misma categorial, neutral. Constata la institución de la covada en algunas zonas sudamericanas, v.g., o las formas de parentesco kariera y trata de establecer las conexiones entre ellas y otras que pueden encontrarse en Galicia o en Bretaña. Pero ¿qué tiene que ver este tipo de conocimientos positivos con la filosofía? Mejor dicho: ¿qué tienen que ver este tipo de conocimientos positivos con la filosofia más de lo que tengan que ver con ella los conocimientos zoológicos o los termodinámicos? Y sin embargo ni la zoología ni la termodinámica parecen entretejerse con la Filosofía. El sofisma etnológico podría analizarse así: la etnología opera con contenidos positivos categoriales que aunque científicamente sean manejados con neutralidad están entretejidos con las Ideas generales filosóficas, teológicas, o metafísicas que así resultan aparentemente derivadas de los propios datos “etnológicos”. La evidente articulación de estos datos con aquellas ideas hace pensar en virtud del “sofisma de afirmación del consecuente” que tales Ideas generales filosóficas, teológicas o metafísicas están apoyadas por los datos etnológicos, cuando lo que en verdad pasa es que son las Ideas filosóficas, teológicas o metafísicas van en busca de los datos etnológicos para apoyarse en ellos.

RV. Inserto. Si se releen cuidadosamente los dos útimos párrafos, resultará evidente que entonces el problema es de los filósofos y llamarlo sofisma etnológico es una maldad más: en realidad es el sofisma de los filósofos. Pienso que dos lecturas deberían bastar, y también que podríais leer sólo el último párrafo. La manera más conocida de utilización de la Etnología (RV. La expresión es del autor, pero ¡qué glorioso desliz!) para defender concepciones metafísicas es esa Hermenéutica etnológica que ya conocieron los griegos y que hoy es abundantemente

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empleada por los cristianos. Sobreentendidas ciertas ideas: que el hombre ha sido creado por Dios y que recibió una revelación, que el pecado original oscureció la revelación primordial y hasta que el Hijo de Dios trajo a los hombres (RV: bueno, exactamente a los hebreos) el evangelio, estos principios pueden funcionar como un algoritmo aplicable al material etnológico, y la etnología se convierten en sustitutiva de la filosofía. Sería interesante cómo la etnología atea de hoy quiere presentarse como sustitutiva de la filosofía y el proceso por el cual el “tradicionalismo” cristiano -de Roger Bacon a Lammeneais- quería presentarse como la verdadera alternativa a la “Teología filosofica”. Este estudio mostraría curiosos paralelismos estructurales: Sartre-Santo Tomas, versus Lévi-Strauss- San Buenaventura. Todo es ingenioso, culto, pero sería fácil demostrar que susceptible de desmontar con la misma crítica que le he hecho al tratamiento engañoso del sofisma etnológico.   

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Segundo Momento. Franco y Azaña Este será muy breve, pero necesario y aclaratorio, creo. 

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 FRANCISCO FRANCO "No hay grandeza donde no hay verdad" (Gotthold E. Lessing)

Esta página se presenta como un documento abierto al pasado para así mostrar la enorme influencia que el fluir constante de propaganda política tuvo sobre una audiencia seducida por el discurso del nacional-catolicismo, esto es, el franquismo. Muchos son los libros escritos sobre el general Franco y la guerra civil española. Pocos de ellos se han escrito sin algun turbio interés "político". Parece ser que esa posicion intransigente se ha implantado también en el mundo de Internet. Un aluvión de paginas web pululan por la red, cuya ideología fascista no hace mas que remitirse a las tesis defendidas por los vencedores de la guerra. Asi pueden leerse en algunos sitios cosas muy parecidas a estas: "El Alzamiento Nacional resultaba inevitable, y surgió como razón suprema de un pueblo en riesgo de aniquilamiento, anticipándose a la dictadura comunista que le amenazaba de manera inminente". Pocas veces se ha defendido una tesis menos cierta con tanto ahinco por parte de muchos, incluidos evidentemente los ganadores de la contienda. Esta era la unica doctrina oficial de un régimen que se calificaba a si mismo como "democracia orgánica". Cuando "por muchos ropajes que aquella sublevación adoptase no dejaría de ser otra cosa que la alianza tradicional entre curas y militares que luego acabarían creando un Estado al que llamarian Reino, que se empecinó siempre en tenerse por un "Estado de Derecho", cristiano y tradicional, no siendo mas que una dictadura que negó siempre todos los derechos fundamentales". (Manuel Azaña, que había sido Presidente de la República) Cuando FRANCISCO FRANCO emitió el último parte de la guerra civil el 1 de abril de 1939, era manifiestamente el gobernante español que mas poder tenía en sus manos en la Historia de España, hasta esos momentos. En el panorama de 1939 y 1940 el clima de euforia franquista era mayoritario en el discurso ideológico dominante en España. Se trataba de perseguir a los enemigos del régimen, a los "antiespañoles" antes de que pudiesen escapar. Esa euforia era fruto, en gran parte, de la situación de impunidad de los vencedores de esa "guerra incivil" como diría Unamuno y del poder omnímodo del que gozaba el Estado franquista. La politica aplicable a los perdedores de la guerra era bien conocida, en palabras de su maximo ejecutor: (Último parte de guerra; discurso de Franco)  "La guerra de España no es una cosa artificial: es la coronación de un proceso historico, es la Patria contra la antipatria, la unidad contra la secesión, la moral contra el crimen,

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el espíritu contra el materialismo, y no tenia otra solución que el triunfo de los principios puros y eternos sobre los bastardos y antiespañoles" Queda clara la intención del bando vencedor, no había paz, sólo había llegado la victoria... Sin embargo, durante la guerra un puñado de españoles lucharon y soñaron algo mejor, pero la traición de una Europa ultraconservadora (Francia e Inglaterra) y la intervencion de los aliados de Francia -Alemania e Italia- acabaron con muchas esperanzas de buena parte de los españoles de la epoca, entre otros de Manuel Azaña, que en un discurso el 18 de julio de 1938 decía: Otra vez le cedo la palabra a Azaña “No es aceptable una política cuyo propósito sea el exterminio del adversario, exterminio ilícito y además imposible, y que si el odio y el miedo han tomado tanta parte en la incubación de este desastre, habría que disipar el miedo y habria que sobresanar el odio, porque por mucho que se maten los españoles unos a otros, todavía quedarían bastantes que tendrían necesidad de resignarse -si este es el vocablo- a seguir viviendo juntos, si ha de continuar viviendo la nación. Y entonces, cuando los españoles puedan emplear en cosa mejor ese extraordinario caudal de energías que estaba como amortiguado y que se ha desparramado con motivo de la guerra; cuando puedan emplear en esa obra sus energías juveniles que por lo visto son inextinguibles, con la gloria duradera de la paz sustituirán la gloria siniestra y dolorosa de la guerra. Y se comprobará una vez mas lo que nunca debió ser desconocido por los que lo desconocieron: que todos somos hijos del mismo sol y tributarios del mismo arroyo"

Creo que aquel año de 1939 empezó todo el acontecer que trato de entender y de que entendáis. Gustavo y su generación tenían 15 años, yo y los de la mía, 9. Vosotros... A los que estábamos vivos, a todos nos pilló.  

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Tercer momento:Nómina y recuerdo de los que estábamos y de algunos que no, y vinieron luego.  Autores del grupo de posguerra para el Novísimo Bueno. 2. Gustavo Bueno.  El papel de la Filosofía en el conjunto del saber. Madrid: Ciencia Nueva, 1970. Etnología y utopía. Respuesta a la pregunta, ¿Qué es la etnología? Palma de Mallorca: Papeles de Son Armadans. Ensayos sobre las categorías de la economía política, 1972. Ensayos materialistas, 1972. El animal divino: ensayo de una filosofía materialista de la religión. Oviedo: Pentalfa, 1985. Cuestiones quodlibetales sobre Dios y la religión. Madrid: Mondadori, 1989. Teoría del cierre categorial. Oviedo: Pentalfa, varios volúmenes, 1992. El mito de la cultura. Barcelona: Prensa Ibérica, 1996. España frente a Europa. Barcelona: Alba, 1999.   4. Agustín García Calvo  Lecturas presocráticas. Madrid: Lucina, 1981. ¿Quién dice no? En torno a la anarquía. Madrid: Fundación de Estudios Libertarios, 1999.   7. Emilio Lledó.  Filosofía y lenguaje. Esplugues de Llobregat: Ariel, 1970. La memoria del logos: estudios sobre el diálogo platónico. Madrid: Taurus, 1984. El surco del tiempo: meditación sobre el mito platónico de la escritura y la memoria. Barcelona: Crítica,1992. 10. Carlos París.  Física y Filosofía: el problema de la relación entre Ciencia física y filosofía de la naturaleza. Madrid: 1952. Unamuno, estructura de su mundo intelectual. Barcelona: Península, 1968. 11. Sergio Rábade Romeo.  12. Manuel Sacristán  Introducción a la lógica y al análisis formal. Barcelona: Ariel, 1964. “La interpretación de Marx por Gramsci”, Realidad, núm. 14 (1967).

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La tarea de Engels en el Anti-Dühring (prólogo a la traducción española de la obra de Engels). Méjico,1968. Sobre el lugar de la filosofía en los estudios superiores. Barcelona: Nova Terra, 1968. “Entrevista a Manuel Sacristán”, Cuadernos para el Diálogo, agosto-septiembre (1969). “Lenin y el filosofar”, Conferencia en La Universidad Autónoma de Barcelona, 23-04-1970. Realidad, núm. 19 (1970). El grupo de Jóvenes Filósofos  3. Victoria Camps.  Los teólogos de la muerte de Dios. Barcelona: Nova Terra, 1968. Pragmática del lenguaje y filosofía analítica. Barcelona: Península, 1976. La imaginación ética. Barcelona: Seix Barral, 1983. Etica, retórica y política. Madrid: Alianza Editorial, 1988.   4. Adela Cortina  Ética mínima: introducción a la filosofía práctica. Madrid: Tecnos, 1986. Ética sin moral. Madrid: Tecnos, 1990. La moral del camaleón: ética política para nuestro fin de siglo. Madrid: Espasa Calpe, 1991. Ética aplicada y democracia radical. Madrid: Tecnos, 1993. La ética de la sociedad civil. Madrid: Anaya, 1994.   5. Alfredo Deaño.  Lógica simbólica y lógica del lenguaje ordinario. Madrid: Facultad de Filosofía y Letras, 1972. Introducción a la lógica formal. Madrid: Alianza Editorial, 1974. Las concepciones de la lógica. Madrid: Taurus, 1980. El resto no es silencio: escritos filosóficos. Madrid: Taurus, 1984.   9. Antonio Escohotado  Marcuse: utopía y razón. Madrid: Alianza Editorial, 1969. “La conciencia infeliz: ensayos sobre la filosofía de la religión de Hegel”, Revista de Occidente, Madrid, 1992. De physis a polis: la evolución del pensamiento filosófico. Barcelona: Anagrama, 1975. Historias de familia: cuatro mitos sobre sexo y deber. Barcelona: Anagrama, 1978. Majestades, crímenes y víctimas. Barcelona: Anagrama, 1987.  

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10. Víctor Gómez Pin.  De “usia” a “manía” (vino y éxtasis). Barcelona: Anagrama, 1972. Conocer Descartes y su obra. Barcelona: Dopesa, 1979. El reino de las leyes: orden freudiano. Madrid: Siglo XXI, 1981.   15. Reyes Mate.  El ateísmo un problema político: el fenómeno del ateísmo en el contexto teológico político del Concilio Vaticano I. Salamanca: Sígueme, 1973. El desafío socialista. Salamanca: Sígueme, 1975. Cristianos por el socialismo: Documentación. Estella: Verbo Divino, 1975. ¿Pueden ser rojos los cristianos? Madrid: Mañana, 1976. El precio de la libertad. Madrid: Ediciones Paulinas, 1977.

  18. Javier Muguerza  La concepción analítica de la filosofía. Introducción y selección. Madrid: Alianza editorial, 2 vols., 1974. La razón sin esperanza. Madrid: Taurus, 1977. Desde la perplejidad. Madrid: FCE, 1990. Ethik aus Unbehagen: 25 Jahre ethische Diskussion in Spanien. Freiburg; Munich: K. Alber (ed.), 1991. Ética día tras día: homenaje al profesor Aranguren en su ochenta cumpleaños. Madrid: Trotta (ed.), 1991.   19. Jacobo Muñoz  Lecturas de Filosofía contemporánea. Barcelona: Ed. Materiales, 1978. Wittgenstein. Madrid: Cincel, 1985. La impaciencia de la libertad: Michel Foucault y lo político. Madrid: Biblioteca Nueva (Editor con P. López Álvarez), 2000. 25. Miguel Ángel Quintanilla  “Introducción a la Epistemología de Karl R. Popper”, en Idealismo y Filosofía de la Ciencia. Madrid: Tecnos, 1972. Apuntes y ejercicios de lógica formal. Salamanca: Universidad de Salamanca, 1974. “Notas para una teoría postanalítica de la ciencia”. Dirigido con A. Deaño. Revista

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de Occidente, núm. 138 (1974). Breve diccionario filosófico. Estella: Verbo Divino, 1991.   26. Xavier Rubert de Ventós  El laberinto de la Hispanidad. Barcelona: Planeta, 1987. Nacionalismos: el laberinto de la identidad. Madrid: Espasa Calpe, 1994. Nacionalismos. Madrid: Espasa Calpe, 1999.   27. Javier Sádaba  Lenguaje religioso y filosofía analítica. Barcelona: Fundación Juan March, 1977. ¿Qué es un sistema de creencias? Madrid: Mañana, 1978. Lecciones de filosofía de la religión. Madrid: Mondadori, 1989. Euskadi: nacionalismo e izquierdas. Madrid: Talasa, 1998.   29. Fernando Savater  Escritos politeístas. Madrid: Editora Nacional, 1975. Panfleto contra el todo. Barcelona: Dopesa, 1978. Contra las patrias. Barcelona: Tusquets, 1984. 32. Eugenio Trías  La filosofía y su sombra. Barcelona: Seix Barral, 1969. Filosofía y carnaval. Barcelona: Anagrama, 1970. Teoría de las ideologías. Barcelona: Península, 1970. Metodología del pensamiento mágico. Barcelona: Edhasa, 1970.     

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Cuarto momento:Manuel Sacristán, “Sobre el lugar de la filosofía en los estudios superiores” Grup de Filosofia i Història de la Ciència i de la Tècnica del Casal del Mestre de Santa Coloma de GramenetManuel Sacristán Luzón Aforismes  ÍNDEX 1. Concepció del món 2. Filosofia 3. Crisi 4. Racionalitat 5. Savi 6. Intel·lectual 7. Què fer? 8. Modèstia 9. Mercat 10. Catedràtics reaccionaris 11. Racional 12. Lleis 13. Politliterats parisencs 14. Pacifisme 15. Científics i filòsofs 16. Coneixement pur 17. Racionalitat i lògica 18. Sobre el teorema d'incompletud de Gödel 19. Idees morals 20. Igualtat 21. Déu 22. Mentalitat revolucionària 23. Marxisme, salut i longevitat 24. La filosofia com a especialitat Concepció del món.Cal aprendre a viure intel·lectualment i moralment sense una imatge o "concepció" rodona i completa del "món" o de l'"ésser", o de l'"Ésser". Manuel Sacristán Luzón (Madrid 1925 - Barcelona 1985) Sobre el lloc de la filosofia en els estudis superiors (1968)   Filosofia.

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Existeix i ha existit sempre una reflexió sobre els fonaments, els mètodes i les perspectives de la saviesa teòrica, de la preteòrica, i de la pràctica i la poiesi, reflexió que, discretament, pot ser anomenada filosòfica (recollint un dels sentits tradicionals del terme) per la seva naturalesa metateòrica en cada cas. Dit d'altra manera (infidel paràfrasi d'un motto de Kant) no hi ha filosofia, però hi ha filosofar. Aquesta activitat efectiva i valuosa justifica la conservació del terme "filosofia" i dels seus derivats. Manuel Sacristán Luzón (Madrid 1925 - Barcelona 1985) Sobre el lloc de la filosofia en els estudis superiors (1968)   Crisi.Pel que fa a la crisi del marxisme; tot pensament decent ha de trobar-se sempre en crisi. De manera que, per mi, que duri. Manuel Sacristán Luzón (Madrid 1925 - Barcelona 1985)  Racionalitat.El criteri de la cientificitat d'una proposició no és la seva "demostrabilitat" en sentit absolut: el criteri és més bé una certa racionalitat crítica, intersubjectiva i interna a la teoria, [...] raó per la qual la racionalitat de cada proposició es manifesta en la eficàcia global de la teoria (que las conté a totes) sobre la realitat. Manuel Sacristán Luzón (Madrid 1925 - Barcelona 1985) Un problema per a tesina en filosofia (1967)   Savi.Una tradició venerable distingeix entre el savi i el que sap moltes coses. El savi afegeix al coneixement de les coses un saber de si mateix i dels altres homes, i d'allò que interessa a l'home. El sabedor de coses compleix amb comunicar els seus coneixements. El savi, en canvi, està obligat a més: si compleix la seva obligació assenyala finalitats. [...] Quan el savi ensenya així les finalitats de l'home, més que ensenyar coses allò que ensenya és a ser home. Ensenya a protagonitzar bé el drama que és la vida... Manuel Sacristán Luzón (Madrid 1925 - Barcelona 1985). Homenatge a Ortega (1953)   Intel·lectual.L'única manera de ser de debò un intel·lectual i un home d'allò que Goethe anomenà l'harmonia de l'existència humana, és una manera militant; consisteix a lluitar sempre, pràcticament, realment, contra l'actual irracionalitat de la divisió del treball, i després, aquell que encara estigui viu, contra el nou punt feble que presenti llavors aquesta vella mutilació dels homes. I així successivament, al llarg d'una de les moltes asímtotes que semblen ser la descripció més adient de la vida humana.La resta és utopia, quan no és interès. Això, en canvi, ès un Studium generale i fins i tot un viure general per a tots els dies de la setmana. Manuel Sacristán Luzón (Madrid 1925 - Barcelona 1985). Studium generale per a tots els dies de la setmana (1963)  

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 Què fer?La línia de conducta més racional per al moviment revolucionari consisteix a reconèixer que és massa arriscat proposar-se, a la manera de la dialèctica idealista, una deducció immediata de la solució ecologicosocial. En comptes d'aquesta postura, cal la simultaneïtat de dos tipus de pràctica revolucionària, la naturalesa de comunisme científic dels quals consistirà no en la possessió d'un model deductiu de societat emancipada sinó en la pràctica sistemàtica de la investigació per assaig i error, guiada per la finalitat comunista.Ambdues pràctiques complementàries han de ser revolucionàries, no reformistes, i es refereixen respectivament al poder polític estatal i a la vida quotidiana. És una convicció comuna a tots els intents marxistes d'assimilar la problemàtica ecologicosocial que el moviment s'ha d'esforçar per viure una nova quotidianitat, sense deixar la revolució de la vida quotidiana per "despré de la Revolució", i sense perdre la seva tradicional visió realista del problema del poder polític, en particular de l'estatal.En aquest punt, també és contraproduent l'abandó reformista de determinats elements de tradició marxista. Per exemple, la crisi ecològica augmenta la validesa i la importància del principi de la planificació global i de l'internacionalisme, principis que els partits obrers tendeixen a abandonar sota una influència ideològica burguesa realment anacrònica perquè, mentrestant, el capital s'internacionalitza fins i tot políticament i projecta, a escala planetària, el desastre de la humanitat, pensant que n'assegura el "Progrés". Manuel Sacristán Luzón (Madrid 1925 - Barcelona 1985). Comunicació a les Jornades d'Ecologia i política (1979)   Modèstia.La diferència fonamental de la cultura del moviment obrer respecte de la cultura dels intel·lectuals ès el principi de la modèstia. El militant obrer, el representant obrer culte és modest perquè reconeix que existeix la mort, com ho reconeix el poble. en la cultura obrera està la modèstia perquè està el reconeixement de la mort. Cada generació mor i després segueix una altra. Els herois obrers són en general herois anònims, mentre que els herois intel·lectuals tenen divuit cognoms, quaranta avantpassats, influències d'escola i altres foteses. Manuel Sacristán Luzón (Madrid 1925 - Barcelona 1985). Entrevista per al "Viejo topo" (1976)   Mercat.Però mentre que els elements del sistema són potencialment d'una gran racionalitat, el seu regulador, el mercat, presenta trets essencials d'irracionalitat. No només en la seva fase heroica, en el segle XIX: en aquella època la seva irracionalitat resideix sobretot en la seva imprevisibilitat fins i tot a breu termini. El mercat dels temps heroics del capitalisme es comporta amb la aracionalitat de la naturalesa: només funciona a força d'hecatombes. El mercat del bizantí capitalisme contemporani monopolista revela la seva irracionalitat en allò que podria anomenar-se el "voluntarisme del mercat", o més correntment "publicitat". Poders capritxosos governen aquest mercat i per mitjà d'ell, el cervell dels homes influïts fins i tot en la seva manera de sentir i percebre per allò que es decideix en les oficines publicitàries de les grans potències del mercat, sense atendre a més racionalitat que la maximització del benefici privat.

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Manuel Sacristán Luzón (Madrid 1925 - Barcelona 1985) Studium generale per a tots els dies de la setmana (1963)   Catedràtics reaccionaris.(Altres pensem, sigui dit de passada, que els catedràtics reaccionaris són levites d'una hierocràcia parasitària de lletratinents.) [En resposta al sociòleg Helmut Schelsky que havia afirmat que Ulrike Meinhof era una "sacerdotessa de la violència".] Manuel Sacristán Luzón (Madrid 1925 - Barcelona 1985) Nota a la "Petita antologia" d'Ulrike Meinhof (1976)   Racional.No tot allò real és racional; més aviat gairebé res. Manuel Sacristán Luzón (Madrid 1925 - Barcelona 1985) Quin Marx es llegirà en el segle XXI? (1983)   Lleis.La xarxa de relacions intramundanes que la ciència s'esforça per anar descobrint i construint per entendre la realitat. Manuel Sacristán Luzón (Madrid 1925 - Barcelona 1985). Pròleg a l'"Anti-Düring" (1964)   Politliterats parisencs.Gent de peculiar escorça cerebral, capaç de passar en pocs anys de l'estúpida proposició: "El marxisme és l'única ciència social", o "Le Savoir", a la proposició estúpida de que el marxisme és la monstruosa font de tots els mals. Manuel Sacristán Luzón (Madrid 1925 - Barcelona 1985). Trompetes i tambors (1982)   Pacifisme.Mai no es repetirà prou un altre tòpic pertinent: que el pacifisme no consisteix en no voler morir, sinó en no voler matar. Manuel Sacristán Luzón (Madrid 1925 - Barcelona 1985). El fonamentalisme i els moviments per la pau (1985)  Científics i filòsofs.El científic sempre ha de separar clarament i terminantment les coses -fins i tot quan no ho estan en la realitat- per poder estudiar-les amb precisió, amb exactitud. El filòsof, per la seva banda, ha de recordar que la claredat així aconseguida per la ciència és en tot cas artificial, i que sempre queda la tasca de recomposar la comprensió de la realitat a partir del seu necessàri desmembrament per la ciència. Manuel Sacristán Luzón (Madrid 1925 - Barcelona 1985). Lògica elemental (1996)  

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Coneixement pur.(A part això, la història cultural d'Europa, que és la història de l'herència grega, prova fins a la sacietat que fins i tot per a finalitats pràctiques és més aconsellable fer marrada per la mediació del "coneixement pur" i "desinteressat" que l'ansiosa i directa atenció a les finalitats de la vida i de la salvació espiritual). Manuel Sacristán Luzón (Madrid 1925 - Barcelona 1985). Lògica elemental (1996)   Racionalitat i lògica.La racionalitat d'un discurs és una cosa molt més complexa, rica i important que la seva logicitat formal. Perquè un discurs sigui correcte logicoformalment, n'hi ha prou amb que no tingui inconsistències. Perquè sigui racional, se l'exigeix a més a més l'aspiració crítica a la veritat. I aquesta aspiració imposa alhora la capacitat autocrítica i la submissió a uns criteris que ultrapassen la mera consistència (d'altra banda necessària): són els criteris que serveixen per composar fragments de discurs amb la realitat. Inclouen des de l'observació fins a l'examen de les conseqüències pràctiques d'una conducta regida per aquell discurs. Manuel Sacristán Luzón (Madrid 1925 - Barcelona 1985). Lògica elemental (1996)   Sobre el teorema d'incompletud de Gödel.Fracàs del pensament és més aviat la situació en la qual el pensament no sap quin és l'abast de la seva activitat, com acostuma ocórrer, sigui dit de passada, a molts filòsofs. Manuel Sacristán Luzón (Madrid 1925 - Barcelona 1985). Lògica elemental (1996)   Idees morals.Les idees morals només tenen vertaderament sentit si contenen una crítica racionalment justificable de la realitat amb la qual s'afronten, si el seu contingut significa futura realitat previsible, si s'insereixen en el marc d'una concepció del món que sobre una base científica, sigui capaç d'explicar primer i d'organitzar després la realització d'aquells continguts. Manuel Sacristán Luzón (Madrid 1925 - Barcelona 1985). Pròleg a l'"Anti-Düring" (1964)   Igualtat.Igualtat no és per al marxisme un postulat abstracte independent de la realitat, sinó la postulació de quelcom amb positiva viabilitat històrica i amb un contingut determinat per ella, a saber, la supressió de les classes socials. Manuel Sacristán Luzón (Madrid 1925 - Barcelona 1985). Pròleg a l'"Anti-Düring" (1964)   Déu.La ciència no pot demostrar ni provar res referent a l'univers com un tot, sinó tan sols enunciats referents a sectors de l'univers, aïllats i abstractes d'una manera o altra.[...]D'altra banda, la frase vulgar de la "demostració de la inexistència de Déu" és una ingènua malaptesa que carrega el materialisme amb l'absurda tasca de demostrar o

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provar una inexistència. I les inexistències no es proven; es proven les existències. La càrrega de la prova competeix a aquell que afirma existència, no a qui no l'afirma. Manuel Sacristán Luzón (Madrid 1925 - Barcelona 1985). Pròleg a l'"Anti-Düring" (1964)   Mentalitat revolucionària.Una mentalitat revolucionària sana i en part nova no pot obtenir la seva potència afectiva de dogmes pseudocientífics, sinó d'un cultiu adient de la sensibilitat i el sentiment (no de Marta Harnecker, sinó dels poetes revolucionàris). Manuel Sacristán Luzón (Madrid 1925 - Barcelona 1985). Papers de la discussió prèvia al naixement de mientras tanto (1979). Citat a mientras tanto núm. 40, primavera 1990, pàg. 169  Marxisme, salut i longevitat.Con tothom sap el socialisme no ho gaureix tot, com assíduamentensenyen els doctors establerts. I el mateix Engels ha recordat alguna vegada, per a sorpresa de filòsofs sistemàtics, que la doctrina marxista no indica res sobre la salut o la longevitat. Manuel Sacristán Luzón (Madrid 1925 - Barcelona 1985). El Orden y el Tiempo. (Madrid: Trotta, 1998)  Filosofia com a especialitat.En la cultura grecoeuropea la filosofia no va començar com a especialitat, sinó com a visió global del món contraposada a la tradició mitològica. L'Edat mitjana no ha conegut tampoc a l'especialista en filosofia: ha tingut facultats d'Arts, de Teologia, de Medicina i de Lleis, però no de filosofia. Els grans científics iniciadors de la cultura moderna -Galileu, Kepler, Gilbert, Newton- s'han considerat a ells mateixos filòsofs, provant d'aquesta manera que aquell apel·latiu no estava reservat a especialistes. A la inversa, els principals personatges que els manuals d'història de la filosofia donen avui com a fundadors de la filosofia moderna -Descartes, Leibniz, etc.- poden aparèixer perfectament en manuals d'història de la ciència. El segle XVIII, per últim, que tan emfàtic ús ha fet del terme filosofi, l'ha entès en el sentit criticocientífic suara apuntat per als segles XVI i XVII. Manuel Sacristán Luzón (Madrid 1925 - Barcelona 1985) Sobre el lloc de la filosofia en els estudis superiors (1968)   El lloc de la filosofia en l'ensenyament mitjà.L'opció que es despreèn de les anteriors consideracions crítiques ês: suprimir les seccions de filosofia de les facultats de lletres -és a dir, suprimir la llicenciatura en filosofia-, i eliminar, consegüentment, l'assignatura de filosofia de l'ensenyament mitjà. Com deu ser obvi en aquestes altures, aixòno significa pas la supressió de la lògica elemental ni de la psicologia en l'ensenyament mitjà ja fa bastant temps que ambdues són ciències positives. (I, encara que aquí no considerem l'ensenyament mitjà és obligat d'afegir que la supressió de l'assignatura de filosofia en aquest grau de l'ensenyament hauria d'anar acompanyada per l'orientació, dirigida als professors d'història, de ciències i de lletres, de donar coneixements historicofilosòfics al fil dels seus propis temaris; en començar a explicar geometria analítica, per exemple, el professor de matemàtiques hauria de recordar, una estona, qui fou Descartes, i la funció del platonisme en la glòria

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del regle i el comàs; etc. A part això, com queda indicat implícitament, caldria instituir almenys una assignatura de l ògica en sentit ampli, que comprengués elements de teoria de la ciència.) Manuel Sacristán Luzón (Madrid 1925 - Barcelona 1985) Sobre el lloc de la filosofia en els estudis superiors (1968)  Selecció Pere de la Fuente i Salvador López Arnal     

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Quinto momento:‘La idea de España en Ortega’ es un buen trabajo de Gustavo Bueno Martínez. Leerlo justo después de haber leido los Aforismos de Manuel Sacristán Luzón ayudará a confrontar dos opciones de concebir la filosofía, aunque las temáticas no tienen absolutamente nada que ver.  El Basilisco (Oviedo), nº 32, 2002, págs 11-22.  Revista de filosofía, ciencias humanas,teoría de la ciencia y de la cultura La Idea de España en Ortega, por Gustavo Bueno.  

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Este texto recoge la intervención del autor en los VI Encuentros de Filosofía en Gijón, el sábado 14 de julio de 2001.El objetivo de esta exposición no es doxográfico. No me propongo trazar desde la propia perspectiva del sistema del raciovitalismo (es decir, desde una perspectiva emic) las líneas maestras de la Idea de España que pudo envolver a Ortega a lo largo de su vasta obra, y que constan, no solamente en los ensayos consagrados al efecto (principalmente España invertebrada, de 1921, con el Prólogo a la cuarta edición, de 1934) sino también en muchos otros lugares, desde el comentario al cuadro de Zuloaga, "La estética del enano Gregorio el Botero", de 1911, hasta los discursos parlamentarios de 1931, o las lecciones sobre Toynbee en el curso 1948-49.  Obviamente, la doxografía y los recursos al método filológico de los que se pueda disponer (y no es el menos importante el recurso a las concordancias, tal como nos las han presentado ayer en estos Encuentros, Fresnillo y Pérez Herranz, directores de la realización de las Concordancias de la obra de Ortega, en la Universidad de Alicante) serán presupuestos inexcusables para la crítica.  2. Pero el objetivo de esta exposición es crítico-doctrinal. Su propósito es la confrontación o, si se quiere, un "ajuste de cuentas" entre la Idea de España que atribuimos a Ortega (apoyados en el método filológico, desde la suposición de que esta idea constituye un "fragmento" de su sistema filosófico) y la Idea de España que reivindicamos como parte integrante del "sistema del materialismo filosófico".  La perspectiva de nuestra crítica no tiene, por lo tanto, un sentido polémico inmediato, como si pretendiese algo así ser una "refutación" o, eventualmente, una "salvación" o apología; tiene estrictamente el sentido de una crítica, entendida como clasificación o diagnóstico de dos ideas de España en relación con dos sistemas filosóficos, el sistema del raciovitalismo y el sistema del materialismo filosófico. (Existen algunos intentos de interpretar el raciovitalismo de Ortega como un materialismo; principalmente el libro de Bayón, publicado por la Revista de Occidente, en 1971; sólo que el materialismo que en este libro se reivindica es un materialismo vitalista y poético más próximo -aunque Bayón no quiera advertirlo- al materialismo que otros intérpretes atribuyen al Bergson de La evolución creadora, compatible con la idea teológica, que al materialismo filosófico.)  Nuestra perspectiva crítica no sólo no tiene, directamente al menos, una intención polémica (apologética o refutatoria) sino que tampoco tiene intenciones de confrontación en el terreno científico-positivo (como pudiera serlo, pongamos por caso, la discusión de las opiniones de Ortega sobre la condición germánica del Cid, a la que se refiere en el tomo III, pág. 51 de las O.C., en cuanto pudieran ser contrapuestas a otras opiniones que, como las de Camón Aznar, sostienen que el Cid fue un personaje mozárabe). Tampoco nuestra exposición tiene la menor intención de desarrollarse como una confrontación en el terreno sociológico, recurso al que se apela con frecuencia, como ocurre cuando se encarece la "vigencia" de las ideas de Ortega y, en particular, de su idea de España, en nuestros días ("vigencia" referida, por ejemplo, a las sesiones parlamentarias en las que se debatió el artículo 2 de la Constitución de 1978, o bien en las negociaciones del Gobierno de España en relación con el Tratado de Maastrich). "Vigencia" es un concepto ambiguo, que si bien tiene una esfera de aplicación más o menos precisa en el terreno jurídico, o en el sociológico ("vigencia de una ley", de una costumbre, de una moda, de una ideología), experimenta un oscurecimiento y aún una insidiosidad notable cuando se

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pretende aplicar en el terreno de la confrontación [12] filosófica. La "vigencia social", o política, de una ideología, o de una norma de significado filosófico, no puede confundirse con una valoración filosófica, positiva o negativa, de tal ideología, o como una justificación para reconocer o frenar, en su caso, el estudio de esa ideología o la asimilación de esa norma. Por ejemplo, se dice con frecuencia que Misión de la Universidad, de Ortega, está vigente en nuestros días. Pero, ¿qué quiere decirse con esto? ¿Que algunos profesores, periodistas o políticos citan a Ortega? Pero si se mira al curso real de la Universidad y a la evolución de su organización, puede decirse todo menos que las ideas de Ortega al respecto están vigentes; más aún, si estas ideas hubieran estado vigentes no podríamos entender cómo la Universidad ha seguido existiendo. La vigencia literaria de una obra, sin duda, puede medirse por el número de ediciones o bien de artículos, citas o libros que sobre esa obra se publican; pero esta vigencia no tiene por sí misma ningún sentido filosófico: su significado es sociológico, lo que, por otra parte, tiene el mayor interés para la "hermenéutica filosófica". La vigencia que en Europa tiene hoy la "ideología abolicionista" de la ejecución capital (contrapuesta a la vigencia de la ideología ejecucionista de los Estados Unidos de América) no puede confundirse con una prueba, en pro o en contra, desde el punto de vista del debate filosófico, de esa institución. La vigencia de Ortega en diversos sectores sociales (no en todos: en muchos sectores se rechaza terminantemente la filosofía de Ortega, desde su raíz: baste recordar los textos de Villaseñor, de Alfonso Sastre o incluso los de Gregorio Morán, que se encuentra hoy entre nosotros), tiene un alcance más ideológico que filosófico; y, por su naturaleza, esa vigencia es muchas veces, acaso más nominal que real (como ocurrió en los debates de la Constitución de 1978, por ejemplo). Una vigencia sociológica o política no puede confundirse con una valoración filosófica, y esto dicho aun dudando de la posibilidad de que una confrontación filosófica pueda tener lugar al margen de las valoraciones políticas o sociológicas.  La confrontación que nos proponemos llevar a cabo quiere mantenerse en el terreno estrictamente "académico", al menos de un modo inmediato. La polémica que, sin duda, es indisociable de cualquier confrontación académica, estará implícita en esta confrontación; pero no explícitamente buscada como esta ocasión. Sería preciso "tomar partido" por alguno de los sistemas confrontados; pero mi perspectiva del momento, aún consciente de la dificultad, por no decir imposibilidad del intento, procura hacer abstracción de mi "partidismo materialista". Me propongo tan solo confrontar, en torno a la Idea de España y del modo más estricto que me sea posible, el sistema de la razón vital y el sistema del materialismo filosófico.  3. El "programa" de confrontación crítica que estamos intentando presupone, desde luego, que la Idea de España de Ortega es una idea filosófica y, por tanto, una Idea que no sólo puede formar, sino que forma parte de hecho, de algún sistema filosófico.  Que una idea deba formar parte de un sistema no es nada que alguien pueda considerar extraño al pensamiento de Ortega. En alguna sesión anterior de estos Encuentros he tenido ocasión de recordar la referencia que Ortega hacía a las estatuas de Demetrio, en su Respuesta a Maeztu.  Pero, ¿cómo España puede considerarse como una Idea susceptible de ser concatenada en un sistema de Ideas? Ortega no ha planteado explícitamente esta cuestión, pero ha procedido de tal modo que podemos tratar de representar, a

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nuestra manera, los pensamientos que suponemos él mismo habría ejercitado. Nos sería suficiente, a este respecto, introducir una distinción que consideramos fundamental (y que no es otra cosa sino una ampliación a las Ideas de la distinción que tradicionalmente se establecía entre los conceptos universales y los singulares), entre dos clases de Ideas o, si se prefiere, entre dos modulaciones de las mismas Ideas: la clase (o modulación) de las Ideas que podrían ser llamadas "abstractas" (y que también podrían designarse unas veces como universal-distributivas, otras veces como nomotéticas) -tales como "Ser", "Sustancia", "Existencia", "Potencia", "Causa" (en el sistema de Santo Tomás)- y la clase o modulación de las Ideas que suelen llamarse "concretas" (o también atributivas, unitarias, singulares o idiográficas, al menos intencionalmente) -tales como "Acto Puro" o "Dios", el "Sol" o la "Tierra", en el sistema de Aristóteles, o bien "Sustancia" en el sistema de Espinosa-. La Tierra, en efecto, en el sistema de Aristóteles, es algo más que un concepto, es una Idea, aunque singular o idiográfica, porque la Tierra encarna la Idea de un "centro del Mundo" y por ello tiene una referencia única, incluso sensible: es a la vez una realidad visible y un centro único invisible del Universo, un centro en torno al cual giran los Planetas divinos y el Primer Cielo. La condición de la Tierra como Idea filosófica, idiográfica, se conserva en la Teología cristiana, porque aquí la Tierra mantiene su condición de "centro teológico" del Universo físico y espiritual, el lugar en donde la Segunda Persona de la Trinidad se hizo carne; y todavía la Tierra sigue siendo una Idea en el sistema de Hegel, porque ahora la Tierra, en cuanto sede del Espíritu (identificado con el Espíritu humano) sigue siendo el "centro metafísico" (como el propio Hegel dice) del Mundo. En los sistemas materialistas, la Tierra pierde su condición de Idea metafísica y recupera su naturaleza de concepto astronómico. En cambio,  "Europa", por ejemplo, de ser un mero concepto geográfico, o acaso político, hasta el siglo XVIII, alcanza la condición de Idea en el sistema de Hegel, y la mantiene incólume en el sistema de Husserl, y, desde luego, en el de Ortega. "Europa" es, en resolución, en el contexto de los sistemas de Hegel, Husserl o de Ortega, una Idea filosófica, sin perjuicio de su condición singular, idiográfica (para Ortega, "Roma", de ser, en sus primeros escritos, un concepto, pasó a ser una Idea fundamental de su filosofía: tal es la traducción que arriesgo ahora a hacer del agudo análisis que Patricio Peñalver nos ha ofrecido en su ponencia inaugural de estos Encuentros).  España, por tanto, si nuestra interpretación es correcta, es también una idea filosófica en el sistema de Ortega. Y lo es precisamente a través de Europa, en cuanto parte de Europa, y no sólo en cuanto parte geográfica (en cuyo caso nos mantendríamos en el terreno del concepto), sino en cuanto es parte vital y espiritual.  4. Ahora bien: una idea filosófica plantea "problemas filosóficos". Y los problemas filosóficos (suponemos) tienen una estructura muy distinta a la que es propia de los problemas científicos o técnicos, porque tales problemas se mantienen en el círculo de las categorías. Los problemas científicos, si tienen solución (Hilbert decía que, en matemáticas al menos, no cabe el Ignorabimus) la tienen en el ámbito de su categoría, aunque haya que "ampliar" el campo categorial en el cual [13] el problema fue planteado (la ecuación "raíz cuadrada de dos igual a x", obligará a ampliar el campo de los números racionales, incluyéndolo en el campo de los números reales; la ecuación "raíz cuadrado de menos uno igual a y" obligará a ampliar el campo de los números reales, incluyéndolo en el campo de los números complejos).

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 Pero los problemas filosóficos desbordan los recintos categoriales. Su planteamiento requiere perspectivas intercategoriales (o trascendentales). Y, por ello, las respuestas a tales problemas no alcanza nunca la resolución "unívoca" (aunque sea parcial) que suele acompañar a las soluciones auténticas dadas a los problemas científicos.  Sin embargo, la condición "trascendental" de las Ideas y de los problemas filosóficos correspondientes no significa que estos problemas no sean, ante todo, problemas prácticos. Y tanto más prácticos cuanto nos refiramos a problemas correspondientes a determinadas ideas singulares, idiográficas, concretas o compactas, como lo es, sin duda, la Idea de España. Las ideas idiográficas, en general, y la Idea de España, en particular, comenzarán acaso a ser entendidas (vividas, diría un orteguiano) como conceptos políticos o tecnológicos; pero conceptos a los cuales, precisamente por su peculiar estructura, corresponden ideas y problemas prácticos que se hace urgente plantear, ante todo, plantear.  Ortega, que en las líneas de presentación de su España invertebrada (1921) llegó a decir que se aproximaba a su tema con ánimo de "mansa contemplación", rectificó, acaso sin tener plena advertencia de que rectificaba, en el Prólogo a la cuarta edición (1934), afirmando rotundamente que la intención de su libro es pragmática. Lo que él busca -dice- es orientarse acerca del destino del pueblo al que se siente adscrito.  Y adscrito, además, de un modo constitutivo: Ortega comienza declarando que se siente español, e identifica a España con "su pueblo", que recorre físicamente una y otra vez. Pero ya en las Meditaciones del Quijote, en 1914 (a la contra de Unamuno -que había publicado su Vida de Don Quijote y Sancho en 1905-) dice querer ocuparse antes de Cervantes que de Don Quijote, que a fin de cuentas es sólo una secreción o parte de la vida del propio Cervantes. Ortega llega a decir que sus Meditaciones están movidas por un amor intellectualis, que buscan la salvación de los hechos, con el objeto de elevarlos a la plenitud de su significado. Pero estos "hechos" que buscan ser "salvados" (no por ello siempre defendidos), y que son los temas de sus meditaciones, "directa o indirectamente, acaban por referirse a las circunstancias españolas". El cultivo de sus ensayos, añade, obedece a un afán que busca dar salida a un mismo afecto, "el más vivo que encuentro en mi corazón". Esta actividad, inspirada por el amor intelectual (a España), "es la única de la que soy capaz" (tomo I, pág. 311). Más aún: a propósito de su España invertebrada declara que ha rechazado ofertas que ha tenido para traducir su obra al inglés, al francés y al alemán, "porque los asuntos que en él se tratan son internos, y no tienen por qué ser expuestos al público extranjero" (tomo III, pág. 45). Ortega nos manifiesta así, por de pronto, su patriotismo, aunque esta manifestación pudiera ser interpretada como movida por el impulso de compensar el "complejo de culpabilidad" que Ortega habría segregado como autor de un diagnóstico que, aún sin ánimo pesimista, caminaba de hecho por el mismo camino que la Leyenda negra. En el Prólogo para alemanes dice: "La circunstancia es una perspectiva y, como tal, tiene siempre un primer término...; el primer término de mi circunstancia era y es España." Y es este el encarecimiento más intenso de la Idea de España que Ortega podía hacer desde su propio sistema (que contiene como ideas básicas las de perspectiva, circunstancia). Pues no dice que "el primer término de mi perspectiva o circunstancia" sea Madrid, Ontígola o Castilla, o Andalucía o el País Vasco; tampoco

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dice que el "primer término" sea Europa. Lo que dice es que el primer término de su perspectiva es España. En otro lugar ("La pedagogía social como programa político", tomo I, pág. 507) remata su pensamiento: "El español que pretende huir de las preocupaciones nacionales será hecho prisionero de ellas diez veces al día, y acabará por comprender que para un hombre nacido entre el Bidasoa y Gibraltar, es España el problema primero, plenario y perentorio."  No damos excesiva importancia al hecho de que Ortega no se haya preocupado de analizar la naturaleza filosófica del problema de España, tal como él mismo lo ha planteado; nos basta suponer que la naturaleza filosófica de su planteamiento está presente, como veremos, en toda su obra. Comenzando por su famosa imprecación: "¡Dios mío, qué es España!" Pues nos atreveríamos a decir que esta imprecación no sería otra cosa sino una fórmula retórica, en todo caso desproporcionada, si hubiéramos de referirla a una realidad idiográfica que no "encarnase" una Idea. Si en lugar de España, nos refiríesemos al Benelux, ¿quien no apreciaría la ridiculez de una exclamación semejante a ésta: "¡Dios mío, qué es el Benelux!"?  5. Pero los problemas de España, y el problema de España ("España es el problema") son tratados por Ortega desde una perspectiva filosófica. Y esto, desde nuestras coordenadas, sólo es posible si España es una Idea, y no mero concepto geográfico o político. Una idea cuyo rango filosófico parece que está vinculado al rango filosófico de la Idea de Europa, por cuanto Ortega parece sobreentender que España es una parte esencial de Europa, y que la Idea de Europa requiere un tratamiento filosófico, dado que ella remueve los componentes más profundos a partir de los cuales se construye la Idea filosófica de "vida espiritual" (por ejemplo, la contraposición entre la Cultura y la Naturaleza, y, sobre todo, la idea misma de una Historia universal).  Según esto, el primer problema, el que obliga a ver a España como problema (filosófico), el "problema radical" (raíz de los demás problemas, podríamos decir, utilizando una expresión orteguiana) tendría que ver con la misma cuestión de la conexión entre España y Europa. Porque si España se considerase fuera de Europa, dejaría de ser, en el sistema de Ortega, un problema filosófico, y se convertiría, a lo sumo, en un problema económico o técnico o administrativo. "España es el problema; Europa es la solución." Con esta fórmula, expuesta ya en sus primeros escritos ("Regeneración es el dese, europeización es el medio de satisfacerlo", "verdaderamente se vio claro desde un principio que España era el problema y Europa la solución", tomo I, pág. 521). Ortega no está moviéndose únicamente en referencia al terreno técnico político en el que se mueven quienes se esfuerzan, por motivos económicos o políticos, por integrar a España en la Unión Europea, como se esforzaron, viviendo aún Ortega, los Gobiernos de Franco, y, después de Franco, los gobiernos de la "transición", y los gobiernos socialista y popular. El plano económico técnico político (categorial) no queda, por ello, [14] excluido: ha de ser tenido en cuenta constantemente. Pero desde una perspectiva que envuelve a las diversas categorías (geográficas, políticas, económicas) aunque la Idea se lleve adelante a través de ella. Tampoco los gestores principales de la Idea europea, como los gestores de la integración de España en Europa, parecen haber necesitado echar mano de formulaciones ideológicas que giran en torno a lo que hemos llamada la "Europa sublime" para recubrir los intereses económicos y políticos más perentorios.  Y, recíprocamente, dado que el "problema radical" de España se hace consistir, por Ortega, en su apartamiento de Europa (de la que forma parte como la hoja forma

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parte del árbol) también para Europa, para el organismo total, el apartamiento de España representará un problema grave; también "Europa" podría decir que "España es el problema".  Parece como si la característica a través de la cual la idea orteguiana de España adquiere su condición de Idea (filosófica) y, por tanto, de problema filosófico ("España es el problema"), fuese su pertenencia a Europa: por ello sólo a través de Europa podrá resolverse el problema de España ("Europa es la solución"). Traduciríamos así el pensamiento de Ortega: sólo a través de la Idea de Europa el problema de España puede empezar a plantearse como un problema filosófico.  6. Llegados a este punto podemos trazar ya muy claramente las distancias entre el planteamiento de los problemas que giran en torno a la Idea de España, tal como se formulan en el sistema del raciovitalismo y el planteamiento de los problemas filosóficos que giran en torno a la Idea de España tal como se formulan en el sistema del materialismo filosófico (desde el cual intenta ser reexpuesta la idea de España de Ortega).  Ambos sistemas tienen sin embargo en común, además de su "patriotismo", la visión de España como algo más de lo que podría ser recogido en un concepto geográfico o administrativo, como una realidad histórica a la que ha de corresponder una idea filosófica. Visión explícita y representada en el materialismo filosófico; visión implícita, pero ampliamente ejercitada, como veremos, en el raciovitalismo.  Pero mientras en el raciovitalismo -contraria sunt circa eadem- la Idea de España sólo se concibe como tal en el seno de Europa, en el materialismo filosófico la Idea de España sólo se concibe realizada precisamente disociada de Europa (sin que ello quiera decir: separada de Europa). En un caso, la conexión de España con la historia universal sólo se concibe a través de Europa; en el otro caso, la conexión de España con la historia universal se concibe al margen de esa mediación de Europa. La "conexión" de España con la "historia universal" tendría lugar a través de la definición de España como un imperio católico, contradistinto del Sacro Imperio Romano Germánico, núcleo de Europa.  Acaso en el planteamiento de Ortega tuvo mucho que ver (a partir de sus experiencias germánicas y las tradiciones krausistas que sin duda influyeron en él) la "aversión" que Ortega manifestó siempre por el catolicismo. "Yo señores -llega a decir- no soy católico, y desde mi mocedad he procurado que hasta los más humildes detalles oficiales de mi vida privada queden formalizados acatólicamente." (tomo 11, pág. 409.) Sin duda, entre otras cosas. se refería Ortega a un documento que suscribió "exculpándose" de haber contraido matrimonio canónico por la Iglesia romana, en atención a su esposa; lo que querría decir entonces la "formalización acatólica" de la que Ortega habla habría que ponerla en referencia, en este caso, no a la ceremonia (como podía haberse esperado), sino a un documento semisecreto reservado como coartada o para "tranquilizar su conciencia".  7. Pero nuestra tarea hoy consiste en exponer la Idea de España de Ortega, si bien esta exposición está proyectada desde el sistema del materialismo filosófico. Dicho de otro modo: nuestra tarea consiste en reconstruir emic, aunque desde el sistema del materialismo filosófico, la idea de España de Ortega en cuanto Idea filosófica.

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 De acuerdo con lo que llevamos dicho, nadie se sorprenderá (supongo) si divido esta exposición de nuestra reconstrucción emic de la Idea de España de Ortega en función de la división del "círculo" de ideas que Ortega presupone dado entre España y Europa, en cuanto ideas filosóficas, en los dos "semicírculos" de los que consta: I. España es el problema; y II. Europa es la solución.  El análisis crítico de cada uno de estos dos "semicírculos" constituirá el asunto de las sucesivas partes de mi exposición. En un final, y desde una perspectiva de análisis no tanto emic cuanto etic, esbozaré un análisis relativo a la estructura y la génesis ("extrasistemáticas"), de la propia construcción orteguiana.  I España es el problema. 1. La fórmula de Ortega, "España es el problema", está pensada, sin duda alguna, en el contexto de los "problemas de España", que son los problemas habituales de toda sociedad política: problemas de abastecimiento, de salud, de educación, de vías de comunicación, &c. Y, en este contexto, lo único que puede significar la fórmula "España es el problema" -fórmula expresada en la "circunstancia del 98"- no es otra cosa sino que por debajo o por detrás de todos esos problemas concretos, por urgentes y perentorios que ellos sean, es la propia España la que constituye el problema, el "problema radical", raíz de todos los demás podríamos decir (utilizando expresiones del propio Ortega).  Si España es una Idea, que no se reduce a sus particularidades geográficas o administrativas, a las cuales sin embargo engloba, y una Idea ideográfica, el "problema de España" ha de poder compararse con los problemas relativos a las cuestiones que suscitan otras Ideas ideográficas, como puedan serlo, la Idea de Dios de la ontoteología. Los escolásticos descomponían el "problema de Dios" ("Dios es el problema") en dos cuestiones: quid sit Deus? y an sit Deus? Es decir: "¿Qué es Dios?" (Ortega dirá: "¡Dios mío!, ¿qué es España?"), y, antes aún, aunque presuponiendo de algún modo una respuesta provisional al quid sit (para saber a qué referimos la cuestión de la existencia): "¿Existe España?"  Por supuesto, la pregunta an sit? la sobreentendemos referida no ya al terreno meramente geográfico, sino al terreno "vital, anímico y espiritual". Más aún, desde el materialismo filosófico, no podemos admitir siquiera la cuestión an sit como si pudiera ir referida a la existencia de una esencia megárica [15] (aunque esta esencia sea definida ad hoc, preparando un "argumento ontológico", como si se tratase de una esencia que, por naturaleza, exige su existencia). Existencia significa siempre, para nosotros, co-existencia; lo que requiere que, en cada caso, se determine el contexto de realidades en función de las cuales tiene sentido preguntar por la existencia de algo. La pregunta an sit Deus? puede contestarse afirmativamente en el contexto de un sistema que contenga en su vocabulario, además de Dios, los términos Mundo y Hombre; no sería fácil contestar a la pregunta en el contexto de un sistema de Ideas referidas inicialmente al cogito, a la mente (Leibniz exigía, por ello, demostrar ante todo, que tenemos la Idea de Dios en nuestra mente antes de poner en marcha el argumento ontológico). La pregunta: "¿Existe España?", interpretada de este modo, tiene una respuesta afirmativa sencilla: "Existe en el contexto geográfico de Eurasia." Pero el contexto al que referimos la cuestión "¿Existe España?", como correspondiente a la fórmula: "España

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(es decir, su propia realidad) es el problema", no es el contexto geográfico, sino un contexto propio de otro tipo de realidades "vitales" (anímicas, espirituales, culturales, históricas). Muchas realidades de este orden, y que tienen también un carácter político problemático, en la época de Ortega y en la nuestra (por ejemplo: ¿España es una nación?, o bien, ¿cual es el sujeto de la soberanía de España en cuanto sociedad política?) pueden ser consideradas también, sin perjuicio de su presencia en los debates cotidianos de los politólogos, a la luz del problema filosófico más fundamental (y, sin duda, el problema filosófico de España resulta de la confluencia de los múltiples problemas particulares): el problema de España. España como problema.  2. Así planteada, la cuestión an sit, el "problema de España", como cuestión de su coexistencia con otras realidades definidas en la vida espiritual humana (si se prefiere: como cuestión de la koinonia o sociedad en la que la Idea de España está entretejida con otras Ideas que -se supone- constituyen la constelación de la vida espiritual humana) podríamos afirmar que Ortega responde de un modo terminante y positivo (dogmático) en el terreno antropológico (vital y anímico), pero responde de un modo crítico (problemático) en el terreno histórico (espiritual). La distinción orteguiana entre lo vital, lo anímico y lo espiritual ha sido analizada admirablemente en la comunicación presentada a estos Encuentros por Atilana Guerrero y a este análisis me atengo. Tendré también en cuenta que el terreno antropológico, aunque ya es humano, para Ortega, constituye, en la línea de la tradición hegeliana, un estrato en cierto modo intermedio entre la Naturaleza y el Espíritu. Blumembach, considerado muchas veces como el fundador de la Antropología, había asignado a esta nueva disciplina principalmente el análisis de las razas (De genero humano varietate nativa, 1806). Hegel mantiene esta tradición, y Ortega, acaso sin advertirlo, al menos expresamente, se ve también envuelto en ella.  3. Desde este planteamiento podemos salvar muchos textos de Ortega que, confrontados entre sí, sin más, podrían producir la impresión de ambigüedad, de titubeo o incluso de contradicción. Y sin que esta salvación tenga que apelar a la distinción de las fechas ("en su primera época, el vitalismo de Ortega se mantiene con un signo marcadamente biologista, en general, y racista en particular; en su segunda época, tras el descubrimiento de Dilthey, el vitalismo de Ortega evoluciona hacia un espiritualismo historicista"). A nuestro entender, las líneas maestras del sistema de Ortega se mantienen firmes a lo largo de toda su obra; lo que cambian son los desarrollos de estas líneas maestras. Pero el vocabulario racista no sólo se constata en obras tempranas (como el comentario al cuadro de Zuloaga, de 1911) sino también en las obras más maduras (en las Lecciones sobre Toynbee, 1947). Digamos, de modo sumario, que a la pregunta "¿Existe España?" Ortega responde afirmativamente y de modo rotundo. Y no ya refiriéndose a algún concepto geográfico, sin mayores compromisos doctrinales, sino refiriéndose a contextos que contienen todo aquello que podríamos recubrir con el rótulo de "realidades antropológicas" y, más concretamente, "raciales". Se diría que Ortega se ha "esmerado" en la defensa de la tesis de una "España es diferente", y además, con un alcance positivo, cuando nos mantenemos en el terreno vital de la antropología, en el sentido dicho. Ortega, en efecto, se revuelve enérgicamente contra la beatería humanística de "esas gentes" (entre ellas Toynbee), que no quieren reconocer la realidad histórica de las razas humanas. Ortega comparte con Toynbee la tesis de que la raza negra es la única que no creó ninguna civilización (no deja de sorprender que Ortega, o Toynbee, no polemicen aquí con Frobenius); sin embargo, reprocha a Toynbee que deduzca de ahí que, puesto que las demás civilizaciones fueron

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creadas por la cooperación de varias razas, la raza no influye en la cultura ("es -dice Ortega- como si alguien dijera que en un cocktail no influye el alcohol"). Toynbee pretende explicar el racismo contemporáneo, el de los boers, por ejemplo, como resultado de una combinación de la Biblia y el colonialismo, y apela al comportamiento de las razas o pueblos hispanos (españoles y portugueses) con los pueblos americanos: "En efecto, en vez de exterminarlos, como hicieron primero los ingleses, o después distanciarlos humanamente, lo que hicieron fue unirse a ellos y crear razas mixtas" (Curso sobre Toynbee, pág. 229). No fue entonces el catolicismo (dice Ortega, contra Toynbee, cuando atribuye a los pueblos católicos una lectura mínima del Antiguo Testamento) lo que determinó la conducta de los pueblos hispánicos con los pueblos indígenas. Lo que lleva a Ortega, "y sin remedio", a tener que definir la "cualidad a mi parecer más básica y más patente en el hombre español, que es su peculiarísima actitud ante la vida como tal, distinta por completo de la de todos los demás pueblos occidentales" (ibid.). Y en un texto póstumo, que el editor de Una interpretación de la historia universal (Paulino Garagorri) titula "El hombre español", y ofrece en un apéndice (págs. 307-310), y dice formar parte del manuscrito original, Ortega desarrolla más ampliamente su pensamiento. ¿Por qué lo eliminó Ortega del Curso? ¿Experimentó algún tipo de pudor en ofrecer ese fragmento escrito en el estilo de esa antropología o psicología de los pueblos, cultivada desde Kant y Comte hasta nuestros días -"el español es orgulloso, el italiano es inconstante..."- pero cuyas generalizaciones no se ofrecen nunca como resultados de un método empírico, que se aproxime a una demostración adecuada?  Ortega, sin mostrar sus fundamentos, aunque insinuando que los posee, atribuye tres características generales que él ve como esenciales a los españoles (puntualizamos por nuestra cuenta: en el terreno antropológico-vital) y por este orden: "1ª un efectivo e incuestionable sentimiento elemental de humanidad... abierto a los otros hombres en esta dosis... exclusiva del español... hasta el punto de que comparados con él los otros tipos de hombre parecen siempre estar normalmente cerrados, prevenidos y como a la defensiva." Añade Ortega: "aquella capacidad... de estar siempre abierto a los demás se origina en lo que es, a mi juicio, la virtud más estupenda y la [16] fuerza histórica más básica del ser español... a saber: la de no tener miedo a la vida o, si se quisiera expresarlo en positivo, la de ser valiente ante la vida" (pág. 310). El español no pone originariamente condición alguna a la vida [por nuestra parte puntualizaríamos: no hay que confundir heroísmo, es decir, estar dispuesto a ser muerto en el combate, que autoinmolación, musulmana o budista; es decir, estar dispuesto al sacrificio de la propia vida como único medio para obtener algún fin], está dispuesto a vivir sin condiciones, ve la vida como una infinita desnudez, como una ausencia de todo y, sin embargo [aquí Ortega parece dirigirse contra Heidegger] esto no le permite ni angustia especial, ni desánimo, ni pavor... De aquí, la famosa falta de necesidades del español que ya señalaba Aníbal... De tal modo que el español no necesita de nada para vivir, que ni siquiera necesita vivir... y esto precisamente le coloca en plena libertad ante la vida, esto le permite señorear sobre la vida." Observemos, por nuestra parte, que el testimonio de Aníbal que Ortega recoge, corrobora plenamente nuestro "diagnóstico" sobre la naturaleza antropológica de las consideraciones orteguianas sobre el hombre español, ellas están formuladas desde una perspectiva antropológica, es decir, están referidas a un estrato (vital, anímico) constitutivo sin duda de España, pero anterior o previo a su constitución como entidad histórica "espiritual". Y esto hay que aceptarlo si no queremos hacer caer a Ortega en contradicción con su tesis central (véase por ejemplo España invertebrada, tomo III, pág. 110) según la cual España sólo comenzó a constituirse como entidad histórica

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diferenciada una vez que los visigodos (es decir, ocho siglos después de Aníbal) hubieran terminado con los restos que en Hispania quedaban del Imperio romano.  Pero el testimonio de Aníbal, aducido por Ortega, se refiere a los habitantes de España, a los "españoles", anteriormente a su inserción en la república romana. Ergo...  3. Si puede decirse que Ortega reconoce abierta y aún alborozadamente, en el terreno antropológico, la existencia de España como territorio que alberga a los españoles, en cuanto constituyen un pueblo bien diferenciado vitalmente en el conjunto de los pueblos, en cambio no puede decirse lo mismo de la existencia de España, es decir, no puede decirse que Ortega reconozca la existencia de España en el terreno de la vida espiritual, histórico-universal. La existencia de España es, en este terreno, precaria y problemática. Y es aquí donde se plantea propiamente el problema de España. Pero, ¿por qué España es el problema y cuál es la naturaleza de ese problema? Desde luego, es un problema que afecta a su propia realidad o existencia, es decir, a la coexistencia de España con la corriente central de la vida del Espíritu, de la Cultura. Y por eso España es, en su realidad histórica misma, un problema.  ¿Y no habría alguna conexión entre el "problema radical" de España, en el terreno de la vida espiritual (o cultural) y la condición nada problemática de los españoles, tal como Ortega la ha descrito, en el terreno de la vida humana, considerada "a escala antropológica"? Ortega no ha planteado explícitamente esta cuestión, que tiene ya, por sí misma, una estructura filosófica, en tanto ella suscita la cuestión general de los "mecanismos" en virtud de los cuales la Naturaleza (y la Antropología, en la tradición de referencia, está más cerca, como hemos dicho, de la Naturaleza que del Espíritu) se transforma en Espíritu. Cabría rastrear los indicios de la posible presencia en Ortega de una tesis, más o menos explícita (de una Idea al menos ejercitada, si no ya representada), que hiciese de algún modo responsable a la Naturaleza de la precariedad de una existencia en el "Reino del Espíritu". He aquí tres ejemplos de los "indicios" a los que me refiero:  1) El primero, sacado del mismo debate con Toynbee, quien (a decir de Ortega) ha tomado a los españoles y a los portugueses (por su buena disposición a mezclarse con los indígenas americanos) "como unos zorros para sacudir el polvo a sus compatriotas" [los ingleses]. ¿No está insinuando con esto Ortega que si los ingleses lograron crear un imperio auténtico (que hoy consideramos parte de la "musculatura" de la vida espiritual de la humanidad) fue precisamente por haber exterminado, unas veces, o por haber mantenido a distancia, otras, a las razas a quienes sometían? Parece por tanto, a contrario, que algo tendrá que ver la disposición de los españoles a mezclarse con los indios con su incapacidad para crear un Imperio auténtico (pues tan solo, según Ortega, crearon una apariencia de Imperio).  2) En una obra anterior (España invertebrada) Ortega recurre a los visigodos para explicar la "base estructural" del problema de España. España, como entidad espiritual, pertenece a una "especie de vivientes" -junto con Francia, Alemania, Italia- que surgió en la "evolución" a raíz de la fecundación que la "Madre Roma" recibió de los pueblos germánicos. Y aunque ahora nos encontramos ya en época histórica, si atendemos a la descripción que Ortega nos ofrece de uno de esos

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pueblos bárbaros que fecundaron a Roma, precisamente el que dio lugar a España, el pueblo visigodo, observamos como Ortega utiliza una abundancia sorprendente de rasgos "biológicos" negativos para describirlo: los visigodos era un pueblo degenerado, débil, &c. España, hija de Roma y de los visigodos, habría sido débil y degenerada desde su nacimiento.  3) Como tercer indicio señalamos el comentario al cuadro de Zuloaga, al que nos referiremos, por motivos sistemáticos, un poco más tarde.  Tampoco queremos llevar las cosas al extremo. Sólo queremos "denunciar" la influencia de ciertas ideas, que tienen que ver con un "racismo latente", en la construcción de Ortega. Una construcción que, sin embargo, apela explícitamente a mecanismos que actúan ya a escala histórica (la misma debilidad de los visigodos, en cuanto "alcoholizados" de Roma).  4. Tenga o no sus raíces en la Antropología, lo que sí parece cierto es que Ortega entiende el problema de España como la cuestión misma de su realidad, de su existencia problemática.  ¿Y por qué es problemática esa existencia en el terreno espiritual? Porque España no ha desarrollado su existencia espiritual como debiera, es decir, normalmente, en cuanto "organismo" o rama derivada, junto con Francia, Alemania o Italia, de la misma matriz romana, fecundada por los pueblos germánicos. Una existencia que debiera haberse desplegado en coexistencia con los demás organismos o ramas de su especie. Este apartamiento o desgajamiento de su mundo espiritual viviente es el que habría determinado su existencia precaria, problemática o, para decirlo en vocabulario biológico, "enferma".  Tal sería, traducido al vocabulario biológico, el diagnóstico que Ortega hace de la enfermedad de España: que ha vivido [17] desgajada de Europa, y por ello ha vivido siempre "enferma del espíritu". España no ha sido lo que pudo ser. De este modo podríamos formular el problema de España, tal como Ortega lo plantea.  En realidad, Ortega utilizó en sus análisis filosóficos de la Idea de España, y esto no deja de causar cierta sorpresa, el mismo esquema que utiliza al analizar filosóficamente la Idea de hombre: también el hombre comienza por una enfermedad constitutiva.  Es cierto que Ortega quiere en seguida concretar: como diría un popperiano, quiere ofrecer de inmediato sus ideas comprometidas con alguna hipótesis positiva falsable. Y sugiere al paludismo en un caso, y a los visigodos en otro. Pero quien considera, no sólo falsables sino falsadas, tanto las hipótesis del paludismo como la de los visigodos, tendrá que concluir que las teorías de Ortega sobre España son totalmente gratuitas.  El problema de España, tal como Ortega lo plantea, se nos muestra envuelto en la dialéctica de la potencialidad (el problema del aplazamiento constante de lo que España hubiera podido ser si no hubiera estado enferma, y no de un modo accidental o adventicio, sino congénito, como enfermedad de nacimiento). Desde

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nuestras coordenadas, en cambio, el "problema de España" lo planteamos como un caso de la dialéctica de la actualidad. Es el problema de una realidad cuya esencia real parece incompatible con la coexistencia con otras realidades de su género; una realidad, por tanto, que no puede ser lo que es (y no que no ha llegado a ser lo que pudo haber sido).  No por ello Ortega admite la acusación de pesimismo. Pesimista, dice Ortega, será todo aquel que partiendo de una España robusta, desde el principio, cree que comienza a decaer a causa de una enfermedad incurable; pero no es pesimista quien niega esa plenitud y, aun afirmando que toda la vida es una perpetua decadencia, cree que ella tiene remedio, una vez que hemos diagnosticado correctamente la enfermedad: vivir de espaldas a Europa. O, lo que es equivalente, la enfermedad consistiría en vivir en la vecindad de Africa, en decir que "Africa empieza en los Pirineos". Y Africa, recordamos por nuestra parte, es el terreno de la "Nigricia", y los negros son, según Ortega, la única raza que no ha creado una civilización. Otra vez se nos muestra la relación entre la Naturaleza y el Espíritu, y no es fácil olvidarse, en este punto, de la controversia permanente que Ortega mantuvo con Unamuno.  5. El diagnóstico que Ortega hace del problema "de la enfermedad" de España parece terminante. Según hemos dicho podría afirmarse que Ortega plantea el problema de España como un caso particular del problema de la vida espiritual del hombre, en el momento de su surgimiento de la vida natural, orgánica. El problema de España estriba en su constitutivo apartamiento del mundo, de la vida espiritual, que fluye en el conjunto de las naciones europeas, en el seno de Europa. Ahora bien, ¿cual es la etiología de esta enfermedad? ¿cual es su tratamiento terapéutico? y ¿cual es su pronóstico?  Dejaremos estas dos últimas preguntas para la segunda sección de nuestra exposición ("Europa es la solución"), y nos aplicaremos, en lo que queda en esta sección primera, a contestar, por boca de Ortega, a la pregunta etiológica.  6. La respuesta de Ortega a la pregunta por las causas del problema de España, o por la etiología de su enfermedad constitutiva, no ha sido siempre uniforme, y ha oscilado desde el tipo de respuestas de índole más bien antropológica (o "naturalística") hasta el tipo de respuestas de índole histórico cultural. Es cierto que las respuestas del primer tipo se encuentran sobre todo, explícitamente al menos, en sus escritos de juventud; mientras que las respuestas del segundo tipo, son las propias de los escritos de madurez.  7. Como respuesta más contundente del primer tipo (el antropológico o "naturalista") citaremos el comentario de Ortega al cuadro de Zuloaga, en "La estética del enano Gregorio Botero". Conviene tener presente la importancia que Ignacio Zuloaga, como pintor, había alcanzado en la España de principios del siglo XX, una vez que su "reconocimiento" en el extranjero levantó la indiferencia que su obra merecía a sus primeros críticos peninsulares. Porque Zuloaga no se limitaba a pintar cuadros de contenido "neutro" desde el punto de vista histórico, político o filosófico. Sus cuadros querían expresar una visión general de la realidad, y por ello suscitaron controversias apasionadas (en las cuales, por cierto, intervino Unamuno). En el comentario de Ortega al cuadro de Zuloaga, cuyo título (el del comentario) salvo que se interprete "de entrada" en un sentido simbólico, no da cuenta de su

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verdadero contenido, encontramos expuesta, si no me equivoco, una tesis "biológica", antropológica, realmente sorprendente por su intención provocativa o desafiante, sobre la etiología de la enfermedad de España. La sorpresa desaparece en el momento en que creemos advertir que Ortega toma al enano Gregorio el Botero nada menos que como símbolo de España (también en este punto podemos constatar su oposición diametral a Unamuno, que, sin perjuicio de la defensa de Zuloaga, pocos años antes, los que van de 1905 a 1911, había tomado como símbolo de España a Don Quijote). Dice Ortega, después de analizar la estética del pintor, y de constatar, desde Italia, donde se encuentra Ortega, su gran éxito en la "tierra de la pintura": "Sabido es que Zuloaga se ha declarado enemigo de la doctrina europeizante que en forma y tonos diferentes defendemos algunos. Por tanto -dice Ortega- es Zuloaga nuestro enemigo." Y dirigiendo a continuación una prosopopeya al enano del cuadro le dice: "...tú, duende familiar, espíritu de la raza, les llevas tus odres [a los hombres de tus tierras] henchidos de sangre de nuestro suelo, la cual es un fuego que enciende las pasiones, pone los odios crespos y consume los nacientes pensamientos" (tomo I, pág. 345). España está enferma, viene a decir Ortega, a consecuencia de esa sangre que enciende pasiones y pone los odios crespos: por eso parece haberse mantenido separada de Europa, por un impulso vital, anímico, "por la voluntad propia de un alma bárbara, entregada a las fuerzas de la Naturaleza, a la espontaneidad, que ha aborrecido la Cultura, movida por una voluntad de Incultura." Pero la Cultura es Europa.  Lo que Ortega viene entonces a decir es esto: Europa es el Espíritu; España, separada de Europa, aproximada a Africa, es la barbarie, la Naturaleza.  8. El problema de España es el problema derivado de su precaria co-existencia con los pueblos europeos en los que sopla, al parecer, el Espíritu. ¿Y por qué España se ha separado desde el principio de los demás pueblos europeos? La respuesta a esta pregunta, que encontrará Ortega más tarde, y la expondrá en su España invertebrada, es una respuesta que en su aspecto primario, al menos, es una respuesta histórica, de pretensiones histórico-positivas; y es la que se ha identificado con el [18] pensamiento de Ortega. Es una respuesta muy original, lo que no quiere decir que no sea enteramente gratuita, como propia más de una Historia ficción (aunque su voluntad sea científica y positiva, en un sentido popperiano avant la lettre) que de una Historia verdadera.  Ortega apunta a los visigodos, como causa propia de la enfermedad constitutiva de España. La hipótesis no tiene más consistencia que la hipótesis del paludismo, a la que recurrió para explicar la supuesta enfermedad constitutiva de la Humanidad. Parece como si Ortega experimentase "ramalazos" de positivismo y quisiera ofrecer hipótesis concretas susceptibles de ser discutidas y aún falsadas. Lo que ocurre es que estas hipótesis son gratuitas. Y en el terreno científico puede decirse lo que se dice también en el terreno artístico: que no pinta el que quiere, sino el que puede.  La enfermedad histórica de España es constitutiva, porque fueron los visigodos, dice Ortega, quienes engendraron España como figura nueva aparecida en la historia; pero la engendraron débil y enferma, porque débiles y enfermos eran ya los visigodos, sus progenitores.  9. Ahora bien, esta etiología, de intención "positiva" y "puntual", aparentemente circunscrita a un campo histórico categorial, encarna en realidad -tal es nuestra

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interpretación- las ideas más características de las que se compone el sistema filosófico de Ortega. Y de forma tal que, al margen del sistema, tratada la "respuesta etiológica" de Ortega como si fuese una respuesta positiva (que pediría una discusión también positiva) pierde todo su sentido. Ni siquiera podría considerarse como una respuesta susceptible de ser discutida en un terreno "empírico", porque implica demasiados supuestos. De hecho, los historiadores no la han tenido en cuenta, salvo como referencia hipotética o como contraejemplo de lo que puede ser una respuesta científica. Y ello sin perjuicio de que las ideas de Ortega sobre España, derivadas de esta hipótesis, pero en tanto pueden emanciparse de ella, son tratadas una y otra vez con respeto por parte de muchos historiadores eminentes.  La respuesta de Ortega implica, en efecto, su doctrina sobre el origen del Estado (implica también, como ya hemos dicho, un esquema general sobre los mecanismos de transformación de la Naturaleza en Cultura). Una doctrina antidarwinista, que Ortega presentó en su ensayo El origen deportivo del Estado. Y hay que tener en cuenta, en todo caso, que los Estados, o las Naciones como Ortega dice algunas veces (aunque su terminología no es firme: hablando de los orígenes de Roma, como sociedad constituida por sinoikismo de varios pueblos, utiliza la expresión "Nación"; oscilaciones terminológicas cuyos efectos todavía podemos advertir en la Constitución de 1978), constituyen ya no sólo floraciones características de la vida espiritual, de la cultura humana, sino también ámbitos propios para que las demás formaciones espirituales puedan germinar o florecer.  El Estado, en efecto -dice Ortega, en la línea de Hegel- no es un producto de la Naturaleza, como pueda serlo la familia. El Estado no se forma por crecimiento vegetativo de familias, puesto que más bien son éstas las que presuponen el Estado (tomo III, pág. 53, nota 1). El Estado es una de las creaciones casi ex nihilo de la vida espiritual, de la cultura (El tema de nuestro tiempo, III:189), y, como el deporte, es vitalidad pura (ibid. pág. 195). El Estado se constituye por una composición de pueblos previamente dados que se incorporan (por sinoikismo, en terminología de Polibio, Aristóteles o Platón) a la unidad común. Esta incorporación requiere la vertebración de la nueva sociedad. Pero "vertebración" no es término que Ortega entienda en el sentido propio de "articulación" de unas partes con otras, sino en el sentido, que es "técnico" en su sistema, de la vertebración de las minorías y las masas. No hay posibilidad de hablar de una "sociedad vertebrada" si en ella las masas no conforman sus propias minorías dirigentes, y si estas, a su vez, no dirigen a las masas. Ahora bien: Roma, el imperio romano, fue una sociedad nacida de la conquista de un pueblo por un ejército que no se fundió con los autóctonos vencidos. Para organizar el pueblo, lo primero que hace el espíritu romano es fundar un Estado (tomo III, pág. 113), pero el romano no es propiamente el "señor" de su gleba; en cierto modo es su siervo: es agricultor, y sus títulos de propiedad se fundan en el trabajo.  El inmenso organismo que llegó a ser el Imperio romano fue descuartizado por los bárbaros germánicos. Los germanos "vertebraron" los trozos del Imperio de un modo distinto. Fue un pueblo que conquistó a otro pueblo. No se mezcló con los pueblos sometidos, y solamente muy tarde los germanos se hicieron agricultores. De ahí el carácter "vertical" de las estructuras nacionales europeas "que mientras se van formando las mantenían articuladas en dos pisos distintos o estructuras, el rasgo típico de su biología histórica" (tomo III, pág. 112). Por eso los germanos no fundan sus títulos de propiedad en el callo, como el agricultor romano, sino en la herida del combatiente.

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 De la fecundación de los "cuartos de Roma despedazada" por los pueblos germánicos, nacerán las cuatro naciones que constituyen Europa: Francia, Inglaterra, Italia y España. "España es un organismo social, es, por decirlo así, un animal histórico que pertenece a un tipo de sociedades o "naciones" germinadas en el centro de occidente de Europa, cuando el Imperio romano sucumbe" (tomo III, pág. 111).  ¿De donde deriva, por tanto, la enfermedad constitutiva de España? Podríamos decir, traduciendo la idea de Ortega: de las condiciones del padre visigodo que la engendró del seno de Roma (los árabes no son -en opinión de Ortega- un ingrediente esencial de España). Porque los visigodos, el pueblo más "civilizado" ("alcoholizado de romanismo") es el pueblo germánico más reformado, deformado y anquilosado (tomo III, pág. 112). Llega España "dando tumbos", y esto determina que la institución más característica de los organismos procedentes de Roma, la institución a través de la cual tuvo lugar la vertebración en la nueva sociedad de las masas y las minorías, es decir, el feudalismo, sea en España una institución débil, casi inexistente. Esto explicaría la escasez que en la España medieval se advierte de personas sobresalientes, la "ausencia de los mejores" (Ortega compara a España con Rusia, en la que también él cree poder advertir esta ausencia patológica de los mejores). En cambio en Francia, en Inglaterra, en Italia, observamos todo lo contrario del anonimato. Su historia es una historia hecha por minorías, mientras que en España todo lo ha hecho "la masa".  Ahora bien: la debilidad del feudalismo, en España, lejos de ser un timbre de gloria democrático, como tantos creen, representa para Ortega la raíz principal de su enfermedad congénita. En España las masas no han sabido crear sus [19] minorías selectas. Por ello España es anormal, porque se ha desviado de la norma europea (de la norma de Francia, de la norma de Inglaterra o de la norma de Alemania).  10. Esta ausencia de minorías de la que resultará una sociedad invertebrada o amorfa, fue, paradójicamente, la que hizo posible la unidad prematura de sus partes. "Entre 1450 y 1500 sólo un hecho nuevo de importancia acontece: la unificación peninsular" (tomo III, pág. 120). "Tuvo España el honor de ser la primera nacionalidad que logra ser una, que concentra en el puño de un rey todas sus energías y capacidades. Esto basta para hacer comprensible su inmediato engrandecimiento" (mientras el pluralismo feudal mantiene desparramado el poder en Francia, Inglaterra, Italia o Alemania). Pero esta grandeza y unidad sólo dura hasta 1580. La unidad habría obrado, por tanto, como una inyección de artificial plenitud, pero no de vital poderío. "La unidad se hizo tan pronto porque España era débil, porque faltaba un fuerte pluralismo sustentado por grandes personalidades de estilo feudal" (tomo III, pág. 120).  España, en realidad, sólo habría ascendido en la apariencia, dice Ortega; en la realidad, su historia ha sido la historia de una continua decadencia. El proceder de Ortega recuerda aquí, a contrario, el proceder de aquél médico hipocrático, cuyo diagnóstico de la crisis de un enfermo le llevaba a pronunciar un pronóstico favorable. Cuando le dijeron que su enfermo había muerto respondió: "El cadáver miente." Ortega se ve obligado, por la fuerza de su sistema, a mantener la tesis de la continua decadencia de España. Y cuando se le dice que, sin embargo, en el siglo XVI, España se alza a la cumbre del esplendor, Ortega responde: "Ese esplendor

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miente, es aparente."  11. En España todo lo ha hecho "el pueblo", viene a decir Ortega. Y así "mientras que la colonización inglesa fue la acción reflexiva de minorías... en la española es "el pueblo" quien directamente, sin propósitos conscientes, sin directrices, sin táctica deliberada, engendra otros pueblos." (tomo III, pág. 121). No podemos menos, por nuestra parte, que subrayar el carácter enteramente gratuito y apriorístico de estas apreciaciones de Ortega, que ponen entre paréntesis la complejidad de los planes y programas que llevaban adelante políticos y geógrafos, por no decir teólogos, escribanos o arquitectos, en el trazado de las rutas y en el levantamiento de las ciudades, en el ordenamiento del comercio ultramarino, &c.  Añadiremos nuestra sospecha, cotejando lo que Ortega dirá en el curso sobre Toynbee, acerca de la mezcla de los españoles con los indígenas (a diferencia del comportamiento de exterminio y distanciación de los ingleses) sobre si entre los contenidos de esa "acción reflexiva" propia de la colonización inglesa que Ortega encarece tanto, no figuraba, y muy principalmente, el propio proyecto de exterminio de los indios, o el mantenimiento de las distancias con ellos. O, dicho en otros términos: el imperialismo depredador y racista que caminaba en dirección similar, pero en sentido contrario al del imperialismo generador propio de los españoles.  En cualquier caso, me atrevo a decir que Ortega, de hecho, en su teoría sobre España se "tragó" enteramente la Leyenda negra.  El "problema de España" reside en la debilidad congénita de su unidad; debilidad que, al parecer, está profundamente intrincada con la debilidad espiritual (cultural), que Ortega ha diagnosticado también (aun cuando la verdad es que Ortega no ha explicado la naturaleza de esta intrincación). Tampoco ha explicado Ortega qué tiene que ver esa supuesta debilidad congénita en su unidad política con la separación de Europa. En efcto, podríamos pensar en la posibilidad de una reacción de signo opuesto. Ni siquiera discute Ortega, fascinado por su hipótesis, la posibilidad de que la desconexión de España respecto de otras naciones de su entorno europeo estuviese determinada, no precisamente por su debilidad, o por su decisión de encerrarse en sí misma (la "tibetanización" que España habría experimentado con particular intensidad en el siglo XVII -tomo III, pág. 63-) sino simplemente porque sus intereses estaban orientados hacia su imperio ultramarino.  12. En cualquier caso, el problema de España, diagnosticado como una "debilidad congénita de su unidad", como "invertebración", se expresará regularmente, como una enfermedad crónica (podríamos decir, sin ser demasiado infieles a Ortega), en el proceso de su continua tendencia a la desmembración, una vez alcanzada la efímera y aparente unidad del siglo XVI. La desmembración comenzó por los Países Bajos, siguió por Milán, Portugal y Nápoles, y se continuó por América. Y en nuestros días, la enfermedad de España, reducida ya prácticamente a una parte de la Península, se manifiesta como particularismo (tomo III, pág. 68): particularismo de gremios, "particularismo obrerista", particularismo de regiones y, en su límite, separatismo de las provincias. De su enfermedad congénita brotan estas tendencias patológicas que ponen en peligro la misma continuidad del organismo español, que le ponen al borde de su descuartizamiento. 

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II Europa es la solución 1. La Europa de la que habla Ortega es la que, en otra ocasión (España frente a Europa, pág. 391) hemos denominado la "Europa sublime". Europa es, en efecto, una Idea filosófica que va rodando desde Herder y Hegel hasta Husserl; una idea que no se reduce al proyecto geopolítico, dibujado en el terreno de la Unión Europea, tal como lo proyectó Hitler -que, sin embargo, también mantuvo una idea metafísica de Europa - e, inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos a través del Plan Marshall (que vio en la unidad europea, ante todo, un dique capaz de contener el oleaje de la Unión Soviética).  En cualquier caso, la Idea de la "Europa sublime" no la entenderemos como un mero acompañamiento retórico de los proyectos económico políticos coyunturales del capitalismo socialdemócrata o demócrata cristiano que inspiraron los tratados de Maastrich o de Roma. Colorea esos proyectos de un modo peculiar, e imprime unas direcciones que, no por muy generales, son menos significativas o eficaces. La "Idea sublime" de Europa constituye la ideología (la filosofía) de la Unión Europea, integrada en la Alianza Atlántica. Y Ortega es uno de los adelantados en la exposición de esta Idea sublime; una exposición que además estaba acompañada por el esbozo de ciertos proyectos muy generales, aunque precisos, relativos a su realización práctica, económica (el Mercado Común) y política (los Estados Unidos de Europa). Con mucha razón dice Ortega, ya en 1929, en el prólogo de [20] La rebelión de las masas: "Muy probablemente soy hoy, entre los vivientes, el decano de la idea de Europa."  2. Europa es, para Ortega, el Espíritu, la Cultura por antonomasia, que se alza frente a la Naturaleza bárbara, representada por Africa. Europa es fruto del "estro divino" de los pueblos creados por el Imperio romano. De aquí han resultado las cuatro o cinco grandes naciones europeas (Francia, Alemania, Inglaterra, Italia, España) que han seguido el curso de su destino extendiéndose por toda la tierra, pero sin perder nunca su unidad. Una unidad no sólo espiritual ("cultural") sino también política.  Ortega no se para mucho a discutir la naturaleza de esta unidad histórica que, sin duda, ha existido y existe entre las naciones europeas. No tiene en cuenta la posibilidad de que la unidad entre estas naciones fuera la unidad propia, precisamente, de una "comunidad biológica", es decir, la unidad propia de una biocenosis. Pero no es legítimo, a nuestro entender, confundir la "unidad" propia de los organismos que conviven en una "lucha a muerte por la vida", limitándose unos a otros en sus pretensiones hegemónicas, con la unidad espiritual y política que Ortega atribuye a Europa, no ya como un mero proyecto deseable, sino incluso como una realidad que existe ya desde hace siglos. No existirá acaso, piensa Ortega, esa unidad europea en los términos de un formalismo jurídico; pero sí existe en la Historia, porque el Estado europeo, o poder público europeo, no es otra cosa que el "concierto europeo" o el "equilibrio europeo", como se llamó (recuerda Ortega) desde los tiempos de Guillermo de Humboldt hasta la Primera Guerra Mundial (Europa y la idea de nación, Alianza, Madrid 1985, pág. 25).  3. Pero también Europa, viene a decir Ortega, está enferma. Está enferma en su vitalidad, en su deseo. Sus órganos (las naciones que componen su organismo) están disgregados, entregados a guerras fratricidas, y distanciados unos de otros. Especialmente España ha seguido su curso secular separada de su tronco, y ello

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constituye también un problema para Europa (cabría desarrollar la frase de Ortega de este modo: "España es el problema... también para Europa") y diagnostica la enfermedad de Europa de este modo: "Europa ha perdido su capacidad de deseo." Parece como si la enfermedad de Europa fuese una especie de astenia, de caída de su vitalidad.  Diagnóstico sorprendente, no sólo aplicado al pasado histórico (en el que, si utilizásemos el concepto orteguiano de deseo, fue el deseo imperialista o colonizador de España, de Inglaterra, de Francia y de Alemania el que habría determinado los cursos respectivos de la historia de las naciones europeas y la razón de su enfrentamiento mutuo en la unidad de su biocenosis) sino al presente representado por las dos guerras mundiales. Ortega dijo, sin embargo, que el estado de postración que observa en sus días en las naciones europeas no es efecto de la Primera Guerra Mundial sino que es anterior a ella. Y después de la Segunda Guerra Mundial, en su "Europa meditatio quaedam", el Discurso de Berlín de 1949, reproduce ideas parecidas. Sólo podríamos entender la evidencia que Ortega daba a su diagnóstico si esa falta de deseo que aprecia en Europa fuera referida a la debilidad de un único Estado europeo, incluso a la debilidad supuesta de la Nación europea: "sólo la decisión de construir una gran nación con el grupo de los pueblos continentales volvería a entonar la pulsación de Europa..." Y añade: "yo veo en la construcción de Europa como gran Estado nacional, la única empresa que pudiera contraponerse a la victoria del "plan de cinco años"". De este modo Ortega enfrenta con claridad el proyecto de Europa con el proyecto de la Unión Soviética de los planes quinquenales estalinistas (tomo IV, págs. 273-275). Pero entonces, en el diagnóstico de Ortega, ¿no hay que ver la más notoria expresión de una flagrante petición de principio? La ausencia de unidad europea se interpreta como una enfermedad, presuponiendo que la salud sólo puede fundarse en esa su presunta unidad.  El deseo de Europa, del que habla Ortega, podría redefinirse empleando la misma fórmula que Ortega utilizó para definir una "Nación en marcha": "Proyecto sugestivo de vida en común." Fórmula muy celebrada, sin perjuicio de su vacuidad, por políticos e historiadores. Acaso por su cuño psicologista (por no decir idealista, en el sentido del idealismo o voluntarismo subjetivo) y, sobre todo, por su carácter tautológico y, por ello, muy poco comprometedor, desde el punto de vista histórico. Porque un proyecto sólo podría llamarse eficazmente sugestivo de vida en común, y, por tanto, capaz de definir a una nación histórica, cuando efectivamente haya producido esa vida en común; es decir, sólo en un sentido retrospectivo puede un proyecto llamarse eficazmente sugestivo. Un proyecto sugestivo, desde el punto de vista psicológico, pero utópico, sería ineficaz históricamente; por tanto, incapaz de conducir a una definición de una nación histórica. Del mismo modo que un descubrimiento científico sólo adquiere su condición (de descubrimiento), cuando ya ha sido justificado, y no antes, tampoco un "proyecto sugestivo de vida en común" podrá considerarse "sugestivo" eficazmente (en términos históricos y no meramente psicológicos) hasta que la vida en común promovida por él se haya logrado; luego una Nación no podrá explicarse en función del "proyecto sugestivo de sí misma" que supuestamente la prefiguró, puesto que sería la Nación ya constituida políticamente la que permitiría determinar restrospectivamente cuándo su prefiguración fue realmente sugestiva, y de un modo eficaz, y no meramente psicológico o voluntarista.  4. El problema de España que, como problema radical nos es planteado por Ortega a

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partir de su "desmembramiento" respecto del supuesto "organismo espiritual" europeo del que forma una parte esencial integrante (y, por ello, el problema de España es también el problema de Europa) se manifiesta "en su interior", según ya hemos dicho, como el problema o enfermedad del "particularismo". Expresión con la que Ortega designa esa tendencia a una desmembración de las partes integrantes de la nación: el particularismo de las clases sociales (en el sentido marxista, al que Ortega alude a través del concepto de "particularismo obrerista") y el particularismo de las regiones (expresión que cubre principalmente la tendencia al federalismo y al separatismo), y aun el particularismo de los gremios. Y aquí no podemos por menos de observar que la explicación del desfallecimiento de la unidad de España, es decir, la explicación del proceso de su desmembramiento por la "tendencia de cada una de sus partes a la desmembración", es decir, a partir de su particularismo, no va mucho más allá de la explicación de las virtudes somníferas del opio a partir de su virtud dormitiva.  Es fácil ver, desde los supuestos orteguianos, cómo Europa puede ser la solución al problema de España cuando este problema es planteado, en círculo vicioso, como un aspecto del problema de Europa. Pero no es fácil ver, de modo inmediato al menos, cómo Europa pueda ser la solución [21] al problema de España cuando este problema se plantea circunscrito en relación España consigo misma, es decir, en la relación entre sus "particularismos". Así planteado el problema, al modo de Ortega, como el problema algebraico de restituir la ecuación entre España y sus miembros desintegrados, la solución que se pide ha de incluir en la ecuación la adición o el producto de tales miembros desintegrados, lo que se lograría mediante la operación de un "proyecto sugestivo de vida en común" que, al parecer, ha de nutrirse de Europa. Pero el problema consiste precisamente en determinar cómo se intercalan en la "ecuación" no sólo esas partes internas de España, sino también, sobre todo, cómo se intercala Europa, en cuanto agente de la solución del problema.  Podría decirse que Ortega trabajó intensamente, principalmente a raíz de sus responsabilidades en las Cortes Constituyentes de 1931, en el "afinamiento de la ecuación" en todo cuanto se refiere a la organización política, administrativa y territorial de España. Desde la Restauración, la unidad de España quedaba definida como un Reino (el "Reino de España"); también se hablaba, desde las Cortes de Cádiz, de la "Nación española", y aún del "Pueblo español". La Constitución de la Segunda República, evitando las cuestiones delicadas que se planteaban en torno al fundamento de la soberanía, suscitadas por los nacionalismos muchas veces separatistas de Cataluña, País Vasco o Galicia, definía a España (pero no a la Nación española) como una "República democrática cuyos poderes emanan del Pueblo" (no de "los pueblos", que era fórmula utilizada por algunos federalistas). Es importante tener en cuenta, por tanto, que "España", definida como República democrática, está, ya en 1931, bloqueando la expresión "Nación española"; y este papel seguirá desempeñándolo, junto con la expresión "Estado español", en la Constitución de 1978. Conviene constatar, sin embargo, que la fórmula "Estado español", que se utilizó ampliamente por los nacionalistas y federalistas "de izquierda de la transición" como alternativa del nombre "España", fue acuñada en el franquismo de los primeros años (acaso por Serrano Suñer), en su intento de mantenerse al margen de la disyuntiva "República española" o "Reino de España". La Constitución de 1978 apeló al concepto de "comunidades autónomas", como fórmula que servía para cubrir tanto a las "nacionalidades históricas" (Cataluña, País Vasco, Galicia) como a las "regiones" que se determinasen en su momento. Las "nacionalidades", en 1978, son, por tanto, ante todo, "comunidades autónomas", pero cuyos representantes

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"nacionalistas" se consideraban además como naciones, más o menos reconocidas; al menos como "naciones culturales" (en el sentido de Otto Bauer o de Mainecke). Por otro lado, la Constitución de 1978 establece que la "soberanía nacional reside en el pueblo español" (no en "los pueblos"); según su artículo 2, la Constitución se fundamenta en la unidad de España, y no al revés, como pretendieron los federalistas (el "Manifiesto programa" del PCE de 1975 propugnaba la "libre unión de todos los pueblos de España" [a los que se les atribuía el derecho de autodeterminación] en una República federal).  Pero fue Ortega quien acuñó la expresión "comunidades autónomas" (aprovechándose de la carga ideológica que arrastraba el término "comunidad" desde Tonnies), si bien a cien leguas del federalismo y, por tanto, del derecho de autodeterminación de los pueblos, entendidos como sujetos de la soberanía. Ortega se mantuvo en la línea de Donoso Cortés o de Cánovas, y defendió el autonomismo de las comunidades, precisamente como contrafigura del federalismo. "Sostengo ante la cámara que estos dos principios [autonomismo, federalismo] son dos ideas distintas que apenas tienen que ver entre sí, y que como tendencia y en su raíz son más bien antagónicas" (tomo 11, pág. 393). Herrero de Miñón, que intervino como diputado de Alianza Popular en la ponencia constitucional de 1978 y que reivindicó haber resucitado la expresión "nación de naciones" como fórmula para definir la unidad de España, subraya que en estos párrafos Ortega está defendiendo, además de España, la soberanía nacional. Pero Ortega añade: "el autonomismo no habla una sola palabra de soberanía, la da por supuesta... el federalismo en cambio no supone al Estado, sino que, al revés, aspira a crear un nuevo Estado, con otros Estados preexistentes, y lo específico de su idea se reduce a la idea de la soberanía... Hay que raer todos los residuos del Estatuto de Cataluña de equívocos de soberanía y que el poder emana del pueblo. Hay que aceptar por entero y sin cláusulas la tesis de la unidad de destino". Era la tesis de Otto Bauer, recogida después, a través de Ortega, por José Antonio. Con razón había dicho Juan Aparicio, con ocasión de un discurso de José Antonio al que fue invitado, pero al que no asistió: "No me interesa oír a Ortega en mangas de camisa" (según Eugenio Vegas Latapie, Los caminos del desengaño, memorias políticas 1936-1938, Tebas, Madrid 1987, pág. 259).  Remata Ortega: "Un Estado federal es un conjunto de pueblos que caminan hacia su unidad. Un estado unitario que se federaliza es un organismo de pueblos que retrograda y camina hacia su dispersión." ¿Cómo puede decirse, ante estas manifestaciones terminantes de Ortega, que su idea de España está vigente en la "España de las autonomías", perfilada en la Constitución de 1978, tal como la interpretan quienes se habían preocupado por introducir en el artículo 2 el término "nacionalidades", a saber, los nacionalistas catalanes, vascos y gallegos, pero también las corrientes federalistas de la socialdemocracia y, por supuesto, las corrientes que más tarde se integraron en Izquierda Unida?  Se comprende que Ortega, desencantado de la Segunda República, y de la situación de anarquía o de inminente lucha armada de clases que en ella se fraguó, pudiera alguna vez ver en Franco -a pesar de los pesares; en todo caso ¿no fue la Iglesia católica, más que Franco, quien perseguía a Ortega?- el caudillo capaz de detener al menos la desintegración de España (la carta de Ortega a Marañón en 1937 es suficientemente explícita al respecto).  Ortega "puso en ecuación" el problema interno de España (el problema de los

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particularismos, especialmente de las secesiones y federalismos) a través del proyecto de un Estado unitario, pero descentralizado en muchas tareas administrativas, a través de las comunidades autónomas. Pero, ¿cómo podía introducir, para hacer cuadrar esa ecuación, a Europa en cuanto clave del problema de España envuelto por Europa? Ortega no es muy explícito, y no hace sino reiterar una y otra vez sus principios; es decir, no hace sino pedir una y otra vez su principio. "No solicitemos más que esto: clávese sobre España el punto de vista europeo. La sórdida realidad ibérica se ensanchará hasta el infinito... Europa, cansada de Francia, y agotada de Alemania, débil de España...", decía Ortega en 1910 hablando de España como posibilidad. Como España es una parte de Europa, y su enfermedad estriba en su desgajamiento, y como Europa misma se encuentra en [22] un estado de postración, sólo la integración en Europa, animada por este su "proyecto sugestivo de vida en común", podrá arrastrar también en el torbellino de su movimiento a las diversas partes de España. El pueblo español podrá contribuir, decisivamente acaso, con su potencial bárbaro, a avivar la ilusión de ese proyecto.  España devolvería a Europa la vida (Unamuno había hablado de la "españolización de Europa"). Europa ofrecería a España el Espíritu (la cultura, la ciencia, el arte, la disciplina). Ortega no se plantea la cuestión de si también devolvería a España su lenguaje, el inglés, el alemán, o el francés.  Final La idea de España de Ortega, como un organismo vivo, pero semi-salvaje, que necesita vincularse a Europa para recibir de ella la revelación del Espíritu (no se dice si esta revelación se nos hace en alemán, en inglés o en francés), nos parece, en lo sustancial, la idea de la Leyenda negra, sólo que invirtiendo sus pronósticos derrotistas o pesimistas. E invirtiéndolos en nombre de un voluntarismo europeísta que busca su apoyo en la edad media, en la unidad de origen de las naciones europeas. "Pesimismo es suponer que España fuera un tiempo la raza perfecta, pero que luego declinó en perpetua decadencia" (tomo III, pág. 39). Por lo demás, la "visión optimista" de Ortega del furuto de España, a partir de un diagnóstico "negro" de su pretérito, podría concretarse como una generalización de la visión que Rey Pastor tuvo, en relación con las matemáticas españolas (Rey Pastor afirmaba que no puede decirse que haya habido matemática efectiva en España a lo largo de su historia; pero esta penuria no debería ser interpretada en el sentido de que no pudiera haberla en un futuro inmediato al cual él mismo abrió la puerta principal: Discurso de inauguración de curso, Universidad de Oviedo, 1912-1913).  Desde esta perspectiva, habría que considerar o valorar la historia de cada una de las naciones europeas en función de las potencialidades de Europa. Lo que se propone es que Europa no se disperse del todo, que no se derrame, sino que fortifique la solidaridad entre sus miembros. Solidaridad que, no olvidamos por nuestra parte, siempre ha de ir contra terceros. "Terceros" que, en relación con la solidaridad de las naciones europeas, pueden haber sido la Unión Soviética, China y, en otra medida, América del Norte o incluso la América hispánica. En vísperas de la Segunda Guerra Mundial Ortega, como es sabido, prefirió abandonar América para "tomar posición en Europa". Decisión que fue considerada por muchos exiliados españoles como una deserción, incluso como una traición. "Tomar posición en Europa" significaba, en aquéllos años, volver a España, a la España de Franco; y

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"tomar posición" en España, equivalía a integrarse en ella. La frase atribuida a Ortega por compatriotas suyos exilados, sería esta: "Se avecina una guerra entre continentes. Yo voy a tomar posición en Europa." Y se interpreta en el sentido de que, bajo el pretextado viaje a Portugal, Ortega escondía una "meta prevista" y pseudoconfesada, a saber, el Berlín de Hitler, o el Madrid de Franco (tal es el tenor del escrito de Guillermo de Torre: "Sobre una deserción. Carta a Alfonso Reyes").  Y, en efecto, "tomar posición", un español como Ortega, en Europa, equivalía, desde América, a colaborar a que prevalecieran las relaciones de América con Europa sobre las relaciones de América con España, mediante el procedimiento lógico de la "eliminación de la especie en el género". Una reabsorción tal en la que la especie queda como anegada, o hundida en el "fondo genérico". No haría falta romper las relaciones entre América hispana y España: sería suficiente mantenerlas pero siempre que España figurase fundamentalmente como una parte de Europa. Y así, por ejemplo, en lugar de hablar del descubrimiento de América por España, se preferirá hablar, "más profundamente", del descubrimiento de América por Europa. En lugar de subrayar, en la historia de los siglos XVI a XIX los cauces de comunicación que afluyeron sin cesar desde España a América (y recíprocamente) se hablará de los cauces de comunicación entre Europa y América, sin duda a veces a través de España, pero en tanto esta era parte de Europa; y, a partir del siglo XVIII, a pesar de España. Porque todo lo importante habría llegado a América a través de Francia, de Inglaterra o de Italia. Y así lo vio Sarmiento en su Facundo, una novela considerada por muchos como el libro nacional de Argentina, por no decir de América.  2. Ortega dio por resuelto, en virtud de sus principios históricos, el proyecto europeo, el proyecto de una nación europea, que no podía ser otro sino el de una "nación de naciones". Ortega no quiso advertir el carácter contradictorio de este proyecto; no quiso reconocer que sólo podrá surgir una "nación de naciones" cuando todas ellas desaparezcan o se refundan en una determinada. Y Ortega no quiso considerar los peligros que el proceso de creación de una nación de naciones implicaba para la nación española.  3. Peligros que acecharían ya en el supuesto de que España se mantenga como Estado unitario; pero mucho más en el supuesto de que España derive hacia un Estado federal. Porque, como hemos dicho en otras ocasiones, el entusiasmo de los españoles por la Unión Europea tiene motivos muy distintos y contradictorios. Para los nacionalistas, la Unión Europea será vista como el único camino realmente existente para librarse del Estado español, de esa "prisión de naciones" que es (según llegan a decir algunos) España. Nadie contradice la solidaridad entre los miembros que componen España; pero esta solidaridad, en la medida en que se diluye en la Unión Europea, no necesitará ya de España: Cataluña o Euzkadi pueden ser solidarias con Andalucía o con Extremadura (frente a los emigrantes del Magreb, de América o de China) pero del mismo modo a como pueden ser solidarias de Baviera o de Bretaña. En todo caso la solidaridad, y todo lo que ella comporta (intercambios comerciales, culturales, &c.) entre las naciones autonómicas de España, se entenderá establecida a través de Europa. Como ocurre con las relaciones genéricas entre América y Europa, aquí también la especie (España) resultaría anegada por el género (Europa). Y esto es lo que Ortega no parece que quiso ver. Los peligros que corre España, en su integración en Europa, quedaban ocultos por el apriorismo de su sistema de ideas que daba por supuesta la armonía entre las ideas de España y de Europa. Ortega no advirtió que su idea de Europa no

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tenía capacidad propia para atajar el proceso de desmembración de España; acaso tampoco para acelerar ese proceso. Las circunstancias que, en cada momento, inclinen la balanza hacia un lado o hacia el otro, no dependen, por tanto, de la Idea de España y de la Idea de Europa propiamente, sino de otras causas que el sistema de Ortega me temo no permite incorporar.   Sexto momento:

Gustavo Bueno, ‘Los intelectuales, los nuevos impostores’ RV Léase con mucha atención. Es un artículo soberbio, uno de los mejores que ha escrito Gustavo. Pero si se resigue cuidadosamente su argumentación, al final habrá que preguntarse: ¿Pero Gustavo Bueno, no es un intelectual? ¿Y todo esto, no le es aplicable? Si no le es aplicable ¿qué es Gustavo? ¿Un espíritu puro? ¿O simplemente pura soberbia? Gustavo Bueno, LOS INTELECTUALES, LOS NUEVOS IMPOSTORES. ADVERTENCIA INICIAL El adjetivo «impostor» se predica, en este ensayo, de la clase asociativa designada por el plural «los intelectuales». Por ejemplo, de los intelectuales en tanto son capaces de presentarse como «colegiados» o «congregados» en un Congreso Internacional de Intelectuales «que acude al toque o rebato de un ¡Intelectuales de todos los países uníos!»; por tanto, de los individuos de esa clase asociativa o colegio, en cuanto son precisamente elementos definibles por la pertenencia a la clase de referencia.

Además, las imposturas de las que en este ensayo va a hablarse son sólo aquellas imposturas que puedan ser derivadas precisamente de lo que, si no nos equivocamos, constituye la raíz del paradójico formato lógico de este concepto clase, a saber, la condición «colegiada» de los intelectuales en sentido estricto, cuando ella tenga lugar, como es el caso de un Congreso Internacional de Intelectuales y Artistas. Ya desde esta perspectiva es interesante constatar la transformación operada en las denominaciones de los dos Congresos Internacionales de Intelectuales celebrados en España, el Congreso de Valencia de 1937, en plena Guerra Civil, y el Congreso de 1987, también en Valencia, en plena paz socialista capitalista: los «escritores antifascistas» de 1937 se han convertido en 1987 precisamente en «intelectuales» (en conjunción copulativa con los «artistas», que pueden no ser escritores). Esta transformación no es gratuita y refleja alguno de los cambios que han tenido lugar en estos cincuenta años. El fascismo ha desaparecido de Europa como sistema político; pero también han desaparecido los escritores, al menos como clase monopolística de las funciones que se sobreentienden desempeñadas por los «intelectuales», al consolidarse los nuevos medios sociales de expresión, principalmente la Radio y la T.V. y, por tanto, al reconstruirse una figura paralela a la de los oratores de la Edad Media. Una figura

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--situada entre los laboratores y los bellatores-- propia de una sociedad analfabeta, anterior al descubrimiento de la imprenta, pero que se reconstruye a partir del descubrimiento de los «medios de masas». Sin embargo el predicado que queremos atribuir a esta nueva clase de los intelectuales no lo hubiéramos podido atribuir a la clase o colegio de los escritores, porque ahora los escritores (aun cuando no se determinen como antifascistas) aparecen definidos por una característica (positiva) que permite dar pleno significado a su enclasamiento asociativo, a su afiliación, por ejemplo, en un sindicato o mutualidad que tienda a defender los derechos de autor. Otro tanto podría decirse, desde luego, de quienes utilizan la voz o la imagen, es decir, de los oratores (incluyendo aquí a los cantantes) que son características positivas susceptibles de ser computadas. Y esta susceptibilidad es precisamente la que, a nuestro juicio, se desvanece cuando escritores y oradores (de radio o televi-sión) se refunden bajo el concepto de «intelectuales», concepto que al parecer los arroja a una curiosa vecindad con los artistas. PRELIMINARES CRITICOS 1. Definir una clase, en su más neutro significado lógico, exige la determinación de unas notas que no solamente manifiestan el orden interno de sus características estructurales o meramente fenoménicas, sino que también actúan como marcas diferenciales que permitan la demarcación de otras clases que se suponen dadas en aquello que Platon Poretsky llamó el «universo lógico del discurso». La función demarcadora, respecto de las otras clases, prevalece en la definición de una clase (cuando se trata de un concepto clasificatorio), incluso sobre las funciones de suturación interna. Los «intelectuales» siempre se darán en relación con otras reali-dades, que pueden permanecer muy oscuras. En cualquier caso, la delimitación o demarcación del concepto de una clase presupone siempre un conjunto de decisiones, explícitas o implícitas, acerca del universo o tablero lógico en el cual operamos y recíprocamente, una definición de esta índole predetermina de algún modo la estructura del universo lógico del discurso que, como una atmósfera, permite respirar al concepto de la clase definida. 2. La mayor parte de las definiciones con «curso legal» de los intelectuales como clase se mueve en un género de coordenadas que, por diferentes motivos, consideramos inadecuados:--Unas veces, porque las coordenadas nos ponen ante un espacio nebuloso poblado de entidades metafísicas --metafísica valentiniana o metafísica hegeliana--, un espacio en cuyo seno cualquier demarcación de una clase de tales entidades sólo puede alcanzar significado para quien flote entre ellas.--Otras veces porque el tablero lógico de referencia, aunque nos remita a un terreno más positivo, viene a ser, por su materia (psicológica, etnológica e incluso sociológica o política) poco apto para permitir una demarcación eficaz en su seno. Al primer grupo pertenecen todas aquellas definiciones que se basan, de un modo u otro, en la delimitación, en el conjunto de los seres humanos (laboratores, bellatores...) de determinadas fronteras de una clase o recinto consabido precisamente como el lugar en donde brilla la conciencia de la Humanidad, como el «punto de aplicación» del Entendimiento Agente, incluso como el Espíritu Absoluto en su sustancia real. No por ello les sería siempre permitido a los «intelectuales» aislarse en su cátara soledad. Se subrayará su responsabilidad «para con la sociedad» --así, en globo, como

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si ellos estuvieran sobrevolándola-- y, por tanto, se los concebirá íntegramente orientados a la ilustración del pueblo, a su iluminación (puesto que ellos son la luz). Ocurre como si quisieran compensar el temor y el pudor de la autocomplacencia de su estirpe divina, con la voluntad de servicio. Pero esta voluntad de servicio todavía hace más llamativa su conciencia de élite, de autoconciencia de la Humanidad. No importará que la luz se haga proceder de lo alto, de una revelación cuyo depósito conserva y divulga un cuerpo o colegio de mediadores, de sacerdotes. La luz podrá proceder también de abajo, del mismo «pueblo» --sólo que parece que ese pueblo sólo pudiera transformarse en luz a través de la clase de los intelectuales, de la intelligentsia. Por consiguiente, y sin perjuicio de la democratización de su génesis teórica, cabría afirmar que la clase de los intelectuales sigue recordando muchas veces, al menos en cuanto a estructura, las funciones que la sociedad helenística atribuía a los sacerdotes gnósticos, o la sociedad medieval a los sacerdotes cristianos. Independientemente de que, por su extensión, el concepto de la clase de los intelectuales pueda considerarse como un concepto no vacío, supondremos que a través de esta suerte de definiciones, el concepto sigue siendo puramente metafísico, meramente ideológico. Sin embargo, la gravitación de tal concepto metafísico de intelectual sigue siendo muy potente en nuestros días, como trataremos de demostrar más adelante. 

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Al segundo grupo de definiciones pertenecen todas aquellas que, buscando suprimir la connotación elitista de las definiciones metafísicas, proceden, más que regresando, aunque sea críticamente, más atrás de los componentes hegelianos del concepto (conciencia, representación), extendiendo y transformando el concepto mismo, al conferirle un radio tal que su esfera de aplicación pueda cubrir también a los científicos, a los profesores, a los maestros, a los ingenieros e incluso a los sacerdotes, y esto según el propio Gramsci. «Cada grupo social, naciendo en el terreno propio de una función esencial en el mundo de la producción económica, crea con él orgánicamente una o varias capas de intelectuales que le dan su homogeneidad y la conciencia de su propia función, no solamente en el terreno económico, sino igualmente en el terreno social y político». Este concepto de «intelectual orgánico» de Gramsci, constituye hoy sin duda una categoría de la mayor importancia (una vez reconstruidos sus componentes idealistas) y, de hecho, nosotros lo damos aquí por presupuesto, pero siempre que se aplique a la esfera que le es propia. El intelectual orgánico permite pensar en algo que ya no es meramente superestructural --sin perjuicio de lo cual Gramsci llamó a los intelectuales «funcionarios de la superestructura»- sino un instrumento del propio grupo o clase social en tanto se relaciona precisamente con otros grupos o clases sociales. Sin embargo, el concepto de intelectual orgánico se mueve en un «tablero lógico» cuya escala es distinta de la que nosotros necesitamos para llevar adelante el análisis de los «intelectuales» en el sentido de nuestro Congreso, que alude desde luego, a intelectuales «inorgánicos». Por otra parte el concepto de «intelectual orgánico» incluye el postulado ad hoc de ciertas unidades sociales («orgánicas») dotadas de un teleologismo (o un funcionalismo), no siempre probado, o, a lo sumo, probado sólo ex post facto, como es el caso de los «bloques históricos», a los cuales los intelectuales orgánicos suelen servir. El concepto de intelectual orgánico de Gramsci conserva, sin embargo, como esencial la conexión entre el intelectual y los estratos o grupos sociales precisamente en tanto que mutuamente diferenciados y aun opuestos. Pero esta conexión de los inte-lectuales con los «grupos diferenciados», llegará incluso a perderse cuando el concepto se extienda de modo universal y cuasi psicológico, y esto según el propio Gramsci (su tesis de «todo el mundo es filósofo»). Intelectuales serán ahora, en principio, «los trabajadores intelectuales» --como se les denomina en la terminología leninista--, es decir, virtualmente, intelectuales serán todos los hombres, si es verdad que entre los objetivos de la Revolución socialista se encuentra la supresión de las diferencias entre «trabajo intelectual» y el «trabajo manual». Ahora bien, las determinaciones del concepto dadas en un tablero psicológico o psicosocial (intelec-tual será todo individuo que desarrolle determinadas conductas llamadas «intelectuales» y comunes, por tanto, a todos los «animales racionales», incluyendo a aquellos que Lévy-Bruhl estudiaba bajo el nombre de «mentalidad prelógica») son ineficaces para delimitar la clase de los intelectuales a la que dice referencia por ejemplo un Congreso internacional de intelectuales. ¿Acaso un Congreso semejante podría abarcar no ya los cientos de millones de hombres de quienes puede afirmarse que desempeñan tareas intelectuales, en un sentido psicológico, sino también los millones, o al menos delegaciones suyas, de esos trabajadores intelectuales de la sociedad pre-comunista --ingenieros, sacerdotes, matemáticos, maestros, economistas, futurólogos, etc., etc.--? 3. Podría pensarse, ante la debilidad de las significaciones cristalizadas en torno al término «intelectual» para dibujar un concepto clasificatorio positivo, que la mejor resolución sería considerar inviable el proyecto de un concepto clasificatorio de esta

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índole, como inviable sería el proyecto de delimitar la clase de los decaedros regulares. Pero esta resolución sería precipitada hasta que no se ensaye la posibilidad de otra vida diferente, que aún queda abierta. Pues aún cuando sea inadmisible, para la definición de la clase de referencia, la apelación al adjetivo «in-telectual», esto no implica que en extensión, esta clase sea la clase vacía (es decir, la misma clase que la de los decaedros regulares). Acaso tiene ella una realidad precisa y, en esta hipótesis, lo que se necesitará es redefinir la denotación de esa desafortunada y malnacida expresión, «los intelectuales». Por así decirlo, los intelec-tuales (los intelectuales inorgánicos) existen, pero no son intelectuales, es decir, no es la intelectualidad lo que los define. Será preciso determinar entonces el universo lógico del discurso en el cual esta clase mal definida, pero a la que atribuimos una denotación efectiva, pueda ser redefinida de modo adecuado. 4. Posiblemente lo que ocurre es que el concepto de los «intelectuales», en cuanto concepto clase, se desarrolla en direcciones muy distintas (aquí vamos a considerar las tres que nos parecen más importantes) pero que, sin perjuicio de ello, no pueden considerarse como meras «acepciones» independientes, asociadas por un nombre equívoco («intelectual») puesto que cada una de estas acepciones no solamente se determina emic por la negación de alguna otra (por ampliación o por limitación) sino que al propio tiempo la presupone para constituirse como tal. Y esto ocurre porque cada una de estas acepciones que vamos a considerar está dada dentro de un «formato lógico» característico, por relación al «hombre», tomado como «parámetro material». Lo que equivale a decir que el concepto de «intelectual», como clase lógica, se diversifica según tres formatos diferentes de características extraordinariamente precisas: (1) Si consideramos las características del Formato-1, la clase de los «intelectuales» desempeñaría la función (en el plano etic, tanto más que en el plano emic) de una parte atributiva del «todo social» frente a otra parte de su mismo rango lógico. Cabría decir que estamos ahora ante una clase n-dimensional, es decir, ante una clase que no se resuelve simplemente en la colección de individuos que satisfacen algunas notas distributivas, porque de los individuos de la clase se definen inmediatamente como tales en cuanto, a su vez, forman parte de subconjuntos que se oponen a otros subconjuntos de la misma clase (como ocurre, por ejemplo, cuando se habla, en Biología, de clases sexuadas). La clase de los intelectuales, según este formato -1, se divide inmediatamente, por ejemplo, en «intelectuales de izquierda» e «intelectuales de derecha» (acaso también en «intelectuales de centro»). El formato lógico de esta clase nos invita considerar etic a cada uno de sus individuos n ya como alguien que inicialmente pueda ser llamado «intelectual» para ser especificado ulteriormente como de izquierda, de derecha o de centro, sino como alguien que inicialmente se considera englobado en una corriente de izquierdas (porque «representa» los intereses o proyectos de una tendencia social izquierdista --otra cuestión será qué pueda significar esta tendencia en cada caso dentro de la cual desempeña una actividad «intelectual» frente a otros intelectuales de derecha. La clase de los intelectuales formato-1 se nos da inmediatamente como una clase cuyos subconjuntos de elementos se oponen a otros (por así decir, los intelectuales se oponen ahora a los intelectuales). Sin duda este es el sentido fuerte o estricto del concepto de intelectual como sustantivo, si se atiende a su origen histórico; porque aunque inicialmente el nombre de «intelectual» fue utilizado emic como sobreentendiendo a los «intelectuales de izquierda» en Francia, fue inmediatamente reivindicado por los intelectuales de derecha, y precisamente ape-

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lando a la acepción que nosotros daremos en el formato-3 (que era, por cierto, la acepción emic que había inspirado en sinécdoque el nombre de «intelectuales» a los escritores de izquierda). (2) En segundo lugar y según su Formato-2, la clase de los intelectuales llega a alcanzar la estructura de una parte atributiva del «todo social»; sólo que ahora esa parte no se determina frente a otra parte de su mismo rango, sino precisamente frente a la parte considerada no-intelectual del todo social. Gracias a este formato, la clase de los intelectuales podrá englobar ahora a dos grupos muy distintos de actividades que no es nada fácil delimitar (pues no es muy satisfactorio decir que uno de los grupos pertenece a la base y el otro a la superestructura del modo de producción de referencia) y que, fuera del formato-2, suelen mantenerse separadas y aún opuestas entre sí (con la oposición que pudo mediar entre el «mago» y el «sacerdote» en las sociedades preestatales): el grupo de los tecnólogos (ingenieros, médicos, etc.) y el grupo de los ideólogos (escritores, políticos, artistas, etc.). Sin duda la acepción de «intelectual» según el formato-2 sólo podrá cristalizar en aquellas situaciones en las que alcance un sentido operatorio la distinción en dos partes, coordinables a las citadas, del «todo social», como será el caso de la situación propia de una sociedad uniforme totalitaria, en la cual se pueda establecer una diferencia funcional entre una clase atributiva de «trabajadores intelectuales» (que englobará a científicos, tecnólogos, artistas, «trabajadores de la cultura», ideólogos, etc., en su calidad de funcionarios o burócratas del Estado) y todo lo de-más. La clase de los «trabajadores intelectuales» recibirá una cierta unidad estamental en función de ciertas capacidades (lingüísticas, científicas, administrativas, comportamentales) que les ayudará a constituir el aspecto de un estrato o estamento social similar al que designan, según las circunstancias históricas, los escribas de las sociedades «del modo de producción asiático», la clerecía de la Edad Media latina, la «clase universal» (en el sentido hegeliano) o la intelligentsia (por ejemplo, la «nueva intelligentsia soviética» a partir de 1934, que Molotov cifraba, para 1939 y sobre una sociedad próxima a los 200 millones de ciudadanos, en casi 10 millones de individuos, de los cuales un millón setecientos cincuenta mil eran directivos, cuadros de empresas, fábricas, soljoses o koljoses; un millón sesenta mil eran técnicos, ingenieros, etc.). Nos parece esencial tener en cuenta que esta acepción-2 de los intelectuales se forja emic como concepto («intelligentsia», «clase universal») en función de la misma acepción-3 referida a continuación, a través de la cual se constituye de algún modo y, por ello, está siempre en conflicto con ella. Un conflicto que unas veces se intenta resolver mediante la ficción ideológica (metafísica) de que los intelectuales son los «mediadores» de la conciencia, son, en acto, el «cerebro» de la sociedad, la clase universal, la «luz» del todo social o incluso de la Humanidad; y, otras veces, mediante la fórmula de compromiso del «estado de transición», definido como aquel estado en el cual todavía subsiste la oposición entre el «trabajo intelectual» y «trabajo manual». También esta fórmula se nutre de la acepción-3 y es esta fuente la que inclina a interpretar ese ideal en términos higiénico-fisiológicos, los términos en los que algunas veces se ha entendido el concepto de «hombre total», poli-técnico, a la vez trabajador manual e intelectual (una versión del ideal de la mens sana in corpore sano). Semejante interpretación de la fórmula sólo sirve para ocultar el verdadero alcance del postulado de la «superación de la división del trabajo en manual e intelectual», a saber, la superación del Estado totalitario a través del des-potismo ilustrado, por decirlo así, de una burocracia de tecnólogos e ideólogos

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funcionarios que dicen representar la conciencia social del todo. (3) Y estamos con ello en el Formato-3, los intelectuales como clase constituida por todos los individuos de la especie que Linneo definió precisamente a partir de una nota «intelectualista», a saber, la especie homo sapiens (en nuestros días, homo sapiens sapiens, para diferenciarla de otras especies de primates acaso menos «intelectuales», como pueden serlo los austrolopitecos o los pitecantropos). Ahora, todo individuo de esta especie podrá ser llamado distributivamente «intelectual» (según Gramsci, incluso «filósofo»). Lo que ocurre ahora es que debido a su radio, coextensivo con la especie homo sapiens sapiens, la clase de intelectuales formato-3 ya no será propiamente una clase en el sentido histórico o social, porque ya no será una «parte» del organismo social, ni tampoco designará a este organismo como un todo atributivo puesto que la totalización implicada en esta acepción es de tipo distributivo («intelectual» tiene aquí ahora un alcance antropológico o psicológico). Para rescatar la función de parte que a esta clase tercera pueda corresponder habrá que enfrentarla a otras especies biológicas (al pitecantropo o al austrolopiteco, y, por supuesto, a las diversas especies de póngidos). Por lo que, a su vez, podremos concluir que cuando estamos usando el concepto de intelectual en su acepción-1 o en su acepción-2, no estamos ateniéndonos en rigor a ciertas características antropológicas o psicológicas, sino a ciertos rasgos o estructuras culturales relativamente recientes (escritura, libros, prensa, televisión), pero no tan enteramente desconectados (o simplemente sobreañadidos, como partes agregadas o postizas) de las características antropológicas o psicológicas que no den algún motivo para erigirlas en representantes o formas purificadas de esas mismas características de la especie entera. ENSAYO DE UNA REDEFINICION POSITIVA DEL INTELECTUAL. 1. El tablero lógico en el que debemos movernos es un tablero lógico tal que haga posible una delimitación que, sin apelar a criterios metafísicos, pueda ofrecer un concepto capaz de ajustarse a una clase extensional de intelectuales lo más aproximada posible a las referencias más estrictas (formato-1) de este concepto. Con frecuencia, las definiciones, incluso con intención funcionalista, que suelen proponerse, son inútiles, al no ser operatorias. Una de las más vulgares es la que apela a la «misión crítica» de los intelectuales. «Los intelectuales deben ser fieles a la función crítica que la sociedad y la cultura en que viven demandan». Definición fa-tua, si no se determina en qué consiste esta función crítica. Porque juzgar es criticar, discernir, clasificar (según los intereses del crítico); por lo que quien juzga es siempre un crítico y todo individuo, en su uso de razón, tiene que juzgar según sus criterios, sin perjuicio de la sentencia de Séneca: Unusquisque mavult credere, quam judicare. Por tanto, decir que el intelectual debe ser crítico es algo así como decir que el círculo debe ser redondo. El inquisidor, o el obispo bizantino o romano, era el mejor crítico concebible de los herejes, trataba de juzgar, con la mayor finura intelectual posible, al sospechoso de desviaciones dogmáticas (¿era pelagiano, era monofisita, era afzartodocetista? ¿o era albigense, estalingo o joaquinita?). Pero el inquisidor no es el intelectual en el sentido de nuestra referencia formato-1 (aunque pueda ser considerado por los historiadores como un «intelectual orgánico» formato-2). 

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El postulado implícito en el cual nos apoyamos es el de la efectividad de una función específica (dada en su contexto adecuado), de una estructura o esencia conceptual, que, dotada de una «geometría» propia, alienta el concepto, más bien fenoménico, que acostumbramos a utilizar. Sin duda, es posible construir diferentes conceptos y estipulativamente denominarlos «intelectuales». Pero no creemos que esta posi-bilidad autorice a hablar, en todo caso, de las definiciones, en general, como siendo puramente estipulativas, nominales o convencionales. Un concepto no se constituye de un modo meramente arbitrario, si ha de ser un concepto operatorio dotado, no solamente de consistencia interna, sino de composibilidad con otros terceros. La estipulación está a lo sumo en el nombre que se le impone, y esta estipulación, cuando el nombre esta ya en circulación, tiene unos límites muy restringidos que sólo al comienzo de Cratylo podía desconocer Hermógenes. Nuestra definición quiere ser, pues, esencial, estructural, no convencional, y dada en un tablero no me-tafísico, sino histórico. Y la denominación de esta clase con el nombre de «intelec-tuales» tampoco quiere ser arbitraria, sino apoyada en las connotaciones que originariamente estuvieron ligadas al término en cuanto nombre sustantivado de una clase, los «intelectuales». 2. La sustantivación del adjetivo «intelectuales», tradicionalmente aplicada a cualquier actividad o producto que tuviera que ver con el entendimiento (humano, angélico o divino), como es sabido, es un proceso reciente que cristalizó (formato-1) hace aproximadamente un siglo en el «Manifiesto de los intelectuales» inspirado por Zola a raíz del asunto Dreyfus. Así, pues, de adjetivo que designaba tra-dicionalmente a los actos de la persona que tuvieran que ver con el entendimiento (y aun con la voluntad, en cuanto subordinada al entendimiento: amor intellectualis de Espinosa) el nuevo uso le confirió el estatuto de un sustantivo, «los intelectuales», un sustantivo que habrá de entrar en competencia continua con el adjetivo tradicional. Una competencia que dará origen a interesantes episodios que, en esta ocasión, tenemos que dejar de lado. Nada de lo que se contiene en este proceso fundacional de la sustantivación debiera considerarse como meramente anecdótico. Mejor sería reexponer el «complejo anecdótico» como si fuera un fenómeno, es decir, una manifestación empírica determinada por las circunstancias del momento, de la nueva estructura conceptual que suponemos internamente asociada a la sustantivación. Por lo demás es evidente que el análisis del significado esencial de estos detalles o anécdotas fenoménicas sólo desde el concepto ya constituido puede llevarse a efecto, dado que los detalles son múltiples y es preciso un criterio de selección. Pero la circunstancia de que, recí-procamente, determinados componentes considerados esenciales del nuevo concepto puedan ser presentados como contenidos del anecdotario fenoménico, constituye la mejor garantía acerca de la validez del nombre «intelectuales» aplicado a este concepto. Tres rasgos se nos manifiestan como relevantes anécdotas «fenoménicas»: a) El primer rasgo no es otro sino la misma forma plural según la cual se presenta la sustantivación del tradicional adjetivo. Se habla de «los intelectuales» y no, por ejemplo, de «la intelectualidad» o de «el grupo intelectual». Pero la forma plural sugiere que estamos ante el nombre de un conjunto o clase distributiva, puesto que la forma singular queda disponible para designar a cada uno de los individuos de esa clase como un intelectual. Aquí se nos muestra ya la paradójica naturaleza lógica del

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nuevo concepto. Su forma plural nos pone inmediatamente delante de una clase (en sentido lógico) lo que sugiere que el concepto es, ante todo, un concepto clase y que, por tanto, sólo en cuanto miembro de la clase un individuo podría recibir la condición de intelectual; pero, por otra parte, la clase es distributiva, lo que nos indujo, pese a su formato-1, a admitir la posibilidad de que un individuo tienda a ser reconocido como un intelectual independientemente de su agrupamiento (fraternal o polémico) con otros intelectuales. De otro modo, la clase de los intelectuales, no excluye su determinación de clase unitaria, de clase de un sólo elemento, situación a la que nos aproximaríamos en algunas situaciones históricas más o menos coyunturales. (El único intelectual, que, según el nuevo concepto, retros-pectivamente utilizado, podemos acaso encontrar en España durante la primera mitad del siglo XVIII, se avecindó en Oviedo y se llamó «el padre Feijóo»). b) El segundo rasgo, muy vinculado con el precedente, se refiere a la circunstancia de que los intelectuales, en el primer uso sustantivado del término, aparecieron firmando un escrito de protesta. Si firmaban, con sus nombres propios, en un periódico, era porque los lectores, el público, en general los conocía. Los «intelectua-les» del «manifiesto de los intelectuales» eran nombres conocidos, autores notables, escritores famosos. No eran firmas de gentes desconocidas, «anónimas», sin perjuicio de su firma. Y con esto se relaciona una importante determinación: La clase de los intelectuales, aunque plural, ha de ser poco numerosa y desde luego no será la clase en su formato-3. No será una clase unitaria, pero su cardinal no subirá más allá de la docena, si es que este es el número de nombres que pueden ser retenidos, como máximo, por el gran público. Ha sido mucho más tarde, cuando el concepto de «intelectual», perdiendo este rigor- originario, se ha diluido a fuerza de laxitud, contaminándose con el sentido adjetivo que cobra en el contexto «trabajador intelectual» (más próximo al formato-2), cuando las firmas de los documentos de protesta suscritos por intelectuales en la época del franquismo, en España, comenzaban a llevar debajo el número del «documento de identidad» precisamente porque el nombre o los apellidos a secas, ya no servían para identificar a esos «nom-bres anónimos», valga la paradoja, que masivamente empezaban a figurar en los escritos de protesta. Pero ni siquiera esta evolución de la ceremonia de los escritos de protesta desvirtúa nuestra observación antecedente, antes al contrario, la confirma. Muchos de los firmantes anónimos de los escritos de protesta durante el franquismo, o durante el período de transición, adquirieron la condición de intelectuales, precisamente por haber figurado al pie de esos escritos de protesta, originariamente reservados a los notables. Por así decir, recibían, por contagio, la condición de intelectuales, lo que demuestra que la connotación originaria subsiste de algún modo. Y esta connotación es acaso la mejor aproximación a una definición fenomenológica: «intelectual es todo aquel que firma un manifiesto de protesta publicado en los periódicos». Porque se supone que cuando alguien firma, lo hace en virtud de su notoriedad, de que compromete su prestigio en esa firma, y, en consecuencia, por un mecanismo de mera reciprocidad probabilística, recibe notoriedad de intelectual por el hecho mismo de haber firmado. (Por lo demás, la notoriedad de que hablamos ha de entenderse como una magnitud objetiva, y no como un juicio de valor intrínseco; desde un punto de vista histórico, cabría incluso establecer en muchos casos una relación inversa: los nombres más notorios en una sociedad determinada posiblemente caerán en el más absoluto anonimato a los pocos años, dada la vacuidad de la obra). Y aunque aumenta la nómina de los que firman, ésta tampoco podría rebasar una página--lo que muestra que si el intelectual se utilizase en formato-2 las firmas debieran contarse por millones, para poder tener alguna fuerza...

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 c) El tercer rasgo que destacaremos (característico del formato-1) es la airada reacción de la derecha francesa de la época que echó en cara a los abajo firmantes --que automáticamente quedaron polarizados, si no lo estaban ya, como izquierda--la ridícula pretensión de arrogarse el monopolio de la inteligencia. «También nosotros, los hombres de derecha», dijeron, «podremos firmar como inte-lectuales, intelectuales de derecha». Pero lo cierto es que, en su origen, los intelectuales aparecieron en primer lugar como una cierta clase de notables de izquierda, que manifestaban su protesta ante un gobierno o una magistratura judicial de derechas y que vagamente, y a falta de otra denominación, apelaban a un adjetivo metafísico y objetivamente ridículo, cuando se utiliza como definición. Por derivación, la denominación tenía que ser reclamada inmediatamente por la derecha, y, en particular, por los intelectuales cristianos. No es absolutamente preciso, para nuestro propósito, entrar en la determinación del significado de la oposición entre las izquierdas y las derechas. Baste constatar que ya en los mismos días de su aparición, como tal, la clase de los intelectuales se manifestó inmediatamente escindida (formato-1) por lo menos en dos subclases antagónicas, hasta el punto de que llegaban a negar-se el derecho de usar el mismo nombre de intelectual. Unamuno, por ejemplo, preguntaba, con ocasión de una polémica con un diario que era órgano de la derecha integrista: «¿pero no es contradictorio dar a este periódico el título de «El Pensamiento navarro?». Se comprende que un general de la otra banda, llegada la ocasión oportuna, exclamase en presencia de Unamuno: «¡Abajo los intelectuales!». 3. Hemos de intentar ya el regressus desde estos rasgos que hemos destacado en el complejo fenoménico y que, al parecer, son meramente anecdóticos o accidentales, hasta el sistema de constituyentes de un modelo esencial más sólido (si es que éste existe), es decir, hasta una estructura capaz de dar razón de la extraña persistencia de ese síndrome o complejo fenoménico en sociedades relativamente diversas entre sí, dado que tal persistencia no se explica por sí misma. Se trata de «leer» los fenómenos a la luz de la estructura conceptual, que en realidad fue la que los destacó como tales fenómenos significativos. Ante todo, los intelectuales (formato-1) se nos presentan como individuos que teniendo una cierta notoriedad--que pueda llegar hasta lo que se llama tener un nombre famoso--hablan regularmente a un público anónimo e indiferenciado. ¿Respecto de qué criterio? Sin duda, respecto de las profesiones establecidas en la sociedad de referencia. El público al que se dirigen los intelectuales no es un público profesionalmente determinado--el intelectual, en cuanto a tal, no habla a médicos ni a abogados; no habla a metalúrgicos, ni a matemáticos, ni a zapateros. No es que habla a gentes que precisamente no deban ser nada de esto, sino que habla a gentes que puedan tener cualquiera de estos oficios o ninguno. Habla, por decirlo en palabras que hoy suenan muy fuertes, pero que son las palabras de la ilustración, habla al «vulgo», como decía Feijóo. (Y añadía: «Hay vulgo que sabe latín»; porque el ingeniero es vulgo en materia de medicina, y el médico es vulgo en materia de política). O, para decirlo con palabras acordes a nuestra sociedad democrática, habla «a los ciudadanos» en cuanto tales, a cualquier ciudadano que lee el periódico--acaso un «libro de bolsillo»--o que escucha la radio o ve la televisión. Algunos inte-lectuales se dirigen aún más solemnemente, no ya a los «ciudadanos» sino a los «hombres, en general», en cuanto semejantes suyos, formato-3. Pero esta intención puede objetivamente considerarse como meramente retórica, si tenemos en cuenta

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que los intelectuales escriben o hablan en un lenguaje determinado--español, inglés, francés...--y, por tanto, formalmente, sólo hablan a los que entienden ese lenguaje. En este sentido, los músicos, y aun los artistas, se diferencian ya notablemente de los intelectuales. Según lo anterior, el intelectual no procede como un especialista, que desarrolla una lección o un curso en el aula o que publica un tratado o un artículo técnico con la jerga propia de cada oficio o profesión. Los intelectuales escriben o hablan el lenguaje ordinario, en román paladino, y su género literario de elección es el ensayo, no el tratado, el folleto y opúsculo, no el libro (en el sentido tradicional) y, menos aún, el libro de texto. El autor de grandes libros en folio, o incluso en cuarto, considerará, recíprocamente, con frecuencia como superficiales o frívolos a los autores de artículos de periódico o incluso de opúsculos o de libros en octavo, que, sin embargo, se difunden tanto o más cuanto que suelen transportar un mensaje diabólico, según aquellos versos que Arjona atribuía irónicamente a los escolásticos del siglo XVIII defensores del infolio: «libro en octavo / solo con rabo / se puede hacer». El intelectual no escribe libros de texto o manuales, al menos en calidad de intelectual, y esto se relaciona con otra circunstancia del mayor interés: él no tiene, en general, un programa fijo que desarrollar, de modo preceptivo. ¿De qué hablan entonces los intelectuales, puesto que no hablan de materias técnicas especializadas y no tienen un programa preceptivo? ¿cuál es la naturaleza de la obra, del producto, que ofrecen al público, o, lo que es equivalente, la naturaleza del producto que el público les reclama? Podría pensarse que, puesto que las materias especializadas (la física o la astrofísica, la biología o las matemáticas) son aquellas que en nuestro siglo han alcanzado un estado de complejidad tal que las convierte en los verdaderos contenidos del saber, y, por cierto, de un saber semisecreto (un libro de álgebra superior guarda mejor su secreto entre un público indocto que un documento político guardado en siete cajas fuertes), la materia que los intelectuales, al menos en nuestro siglo, tendrían casi como obligación, que explotar, sería la materia de las especialidades, pero expuestas en lenguaje vulgar, es decir, divulgadas. Según esto, podríamos intentar definir a los intelectuales en función del «vulgo» por medio del concepto de «divulgación», y los intelectuales serían los divulgadores de la sociedad industrial. Pero este criterio obligaría a entender al intelectual típico como alguien que, habiendo alcanzado la notoriedad en su oficio (acaso un premio Nobel en Física) se preocupa, por amor al público, o por lo que sea, de divulgar su ciencia y hacerla asequible al común de los mortales. Sin embargo, esta conclusión no puede sostenerse, no es compatible con los fenóme-nos. El «gran divulgador» --sea Gamow, sea Asimov, sea Sagan-- y no digamos nada del segundo divulgador, no es un intelectual, cuando habla como tal divulgador. Sigue siendo un profesor que habla en nombre de su gremio, de su especialidad, pero que ha bajado, por decirlo así, del pedestal de su cátedra universitaria para pisar el suelo del aula de primaria o acaso el de la escuela nocturna para adultos. El «divulgador» hace algo similar a lo que, en algunos lugares, se llama «extensión universitaria». El divulgador, en suma, no es un intelectual, sino un profesor, y ya es bastante. Sin duda, eventualmente, en su trabajo de divulgación, puede encontrarse con materias propias y características del intelectual; pero esto no oscurece la diferencia. Lo principal sigue siendo el hecho de que la inmensa mayoría de los inte-lectuales, en el sentido estricto (formato-l) del que hablamos, no son científicos, ni especialistas en disposición de divulgar su saber, hablando en nombre de él. Esta tesis creemos que puede mantenerse, hoy por hoy, tanto cuando nos referimos a las

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ciencias naturales (o formales, o tecnológicas) como cuando nos referimos a las ciencias humanas. Sería, en efecto, también gratuito acogerse a una fórmula inspirada en aquella distinción que Snow ha propuesto entre las «dos culturas», di-ciendo que los intelectuales se mantienen en el terreno de la primera cultura (más o menos equivalente, al menos en extensión, a las «humanidades» o a las «letras») mientras que los especialistas (o los divulgadores) se ocuparían de la segunda cultura («de las ciencias» y «tecnologías»). Porque las llamadas «humanidades» se han ido convirtiendo en las últimas décadas en especialidades tan obtusas y cerradas como años anteriores pudieran serlo la Química o la Termodinámica. (El propio Snow lo reconocía de algún modo en sus Nuevos enfoques, al mencionar la «tercera cultura»). Pero tampoco los intelectuales hablan, en cuanto a tales, de los tipos de aoristo en la literatura helenística, ni de las formas de cerámica del Neolítico, ni discuten la Ley de Zipf, o las matrices de transformación asociadas al álgebra del parentesco. Si hablan de estas materias, y no como meros divulgadores, es por razones similares a las que impulsan a otros a hablar de la fusión nuclear o de las técnicas de clonación. En conclusión, sugerimos que las materias características de las que se ocupan los intelectuales formato-l no son las materias propias de las especialidades profesionales (sean científicas, paleotécnicas o neotecnológicas, o humanísticas), sino materias comunes, pero materias comunes en una sociedad en la que existen corrientes ideológicas suficientemente configuradas, ya sea porque representan diferentes intereses de parte de esta sociedad, bien sea porque representan sencillamente opciones cuyas raíces son múltiples y que ni siquiera pueden fácil-mente adscribirse a un determinado grupo definido de intereses, a un «organismo» configurado dentro de un marco global político-social. Naturalmente, y cada vez más, toda materia común siempre resulta tocada, oblicua o directamente, por alguna especialidad científica. Diríamos que hoy no quedan ya zonas salvajes que no hayan sido roturadas, algunos dirán «holladas», por algún especialista. Hace pocos años, todavía podía, sin rubor, proponer cualquier intelectual formato-l una etimología ingeniosa de su cosecha, como podía sugerir una hipótesis sobre cualquier reacción psicológica observada por él, o incluso una teoría sobre el origen de los mayas. En nuestros días, esta situación ha desaparecido, pero no sólo en el terreno de las ciencias naturales, sino también en el terreno de las ciencias humanas. Sólo el indocto equipamiento de algunos notorios intelectuales, y de su público correlativo, que no escasea en nuestro país, puede hacer creer otra cosa. El intelectual de nuestros días tiene que tener, sin duda, una preparación lo más extensa que le sea posible, por así decir enciclopédica, en especialidades muy diversas, pero no ya para informar de ellas--sino, casi podría decirse, para conocer los terrenos en los que no debe entrar. Porque las materias en torno a las cuales se ocupan los intelectuales siguen siendo los lugares comunes, los tópicos, en el sentido aristotélico, vigentes en cada circunstancia histórica cambiante. Son los lugares comunes que afectan, por los motivos que sean (una crisis económica, una decisión política, una moda, una situación paradójica en moral) en principio a cualquier ciudadano. Tópicos que forman parte de su horizonte práctico cotidiano, pero de modo tal que implican, a la vez, una amenaza, una alteración, una con-moción, un desequilibrio. Para poder delimitar la naturaleza de esas materias comunes de las que se ocupan los intelectuales es preciso regresar, me parece, por lo menos, a un concepto similar al concepto que, para abreviar, llamaremos metafóricamente la «bóveda ideológica» propia de una sociedad determinada. No queremos hablar de «superestructura», porque la bóveda ideológica es algo más que un sobreañadido o secreción de la infraestructura. En cierto modo forma parte

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de la propia estructura social, puesto que de ella se toman referencias para la ac-ción, incluida la acción tecnológica, a la manera como el navegante toma referencias en la bóveda celeste. Suponemos que la bóveda ideológica forma, por tanto, parte de la estructura de todo grupo social-humano que ha rebasado el nivel de la Alta Prehistoria. Los saberes empíricos, los mitos, las habilidades técnicas, las ciencias, el propio lenguaje, son hilos con los cuales se teje la bóveda ideológica de una sociedad. Ahora bien, hay sociedades en las cuales la trabazón de los materiales de que está compuesta su bóveda ideológica están apoyados en el resto de la es-tructura social de modo tal que pueden, manteniéndose a través de las genera-ciones, cobijar uniformemente a todos los ciudadanos. No es que no haya variaciones; es que éstas o son infinitesimales o, aunque sean abruptas, resultan asimiladas globalmente. En sociedades antiguas, en las cuales los contactos son pequeños o grandes los mecanismos de drenaje de intrusiones de difícil asimilación, la bóveda rígida o plástica, pero de malla prácticamente inmuta-ble, no necesitará de remiendos continuados. No harán falta intelectuales en el sentido estricto, formato-l. Habrá, sí, sus paralelos, sus análogos, como puedan serlo los teólogos, los moralistas, los predicadores, que guardan la pureza doctrinal del Estado. Sin duda, podrán, por analogía (formato-2), ser llamados intelectuales pero sólo por analogía--porque más bien su relación con ellos correspondería a lo que los biólogos llaman homología. Su función es también crítica y debe ser muy afinada muchas veces; son órganos de filtro o censura, de propaganda o de crítica a lo que procede del exterior a la bóveda. Por ello pueden ser funcionarios desconocidos, jueces de un tribunal de inquisición, aunque su poder, en el complejo burocrático, sea muy grande. Porque ellos dictaminarán, juzgarán en nombre de la ortodoxia de la bóveda ideológica, y es su autoridad lo que les confiere el poder. Pero cuando una sociedad ha alcanzado un estado tal del que pueda decirse que se ha cuarteado su bóveda ideológica, que hay corrientes ideológicas diferentes, que lo que viene de afuera no puede ser asimilado inmediata y uniformemente en la bóveda ideológica residual y que esta asimilación tiene lugar de modos antagónicos, entonces el metabolismo de los materiales vivientes que componen la bóveda ideológica de una sociedad se acelerará y las funciones de asimilación y desasimilación, de crítica, tendrán que alcanzar un ritmo de vida incesante, circa-diano, cotidiano, «periodístico». Los intelectuales aparecerán, según esto, en estas sociedades, como órganos especializados intercalados en este proceso cotidiano de metabolismo. Analizada esta función desde la perspectiva de la multiplicidad de culturas, el intelectual podría ser presentado como un extra-vagan te entre las diver-sas culturas que no pertenecen a ninguna de ellas, la «quinta clase», un apátrida, un francotirador, un cosmopolita que vive inter mundia, como los dioses epicúreos (como sugiere Toynnbee). Nos parece sin embargo que este concepto es ideológico y puramente abstracto: Esa razón universal, cosmopolita, representa en realidad los intereses de un público que está estructurado de otro modo, que lee en un idioma determinado. El intelectual, por independiente que sea, ha de adaptarse a la ideología de su público. Por supuesto, la importancia de los intelectuales como correas de transmisión en la recepción de contenidos culturales procedentes de fuera, es indiscutible. Incluso en la circunstancia de que muchos intelectuales de una sociedad sean originariamente extranjeros, metecos o emigrados, personas procedentes de una diáspora --como ocurrió con los sofistas en Atenas, con los ju-díos y cristianos en Alejandría y Roma, con tantos humanistas en el Renacimiento, o con tantas inteligentsias, en gran parte extranjeras, de la época contemporánea.

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Pero, en todo caso, estos intelectuales metecos tendrán siempre que hablar en nombre de alguna de las corrientes internas de opinión de la sociedad en la que viven. Cuando los del interior invocan la superioridad cultural de los de fuera (la cultura francesa, para Federico de Prusia o Catalina la Grande, la cultura «europea» para los intelectuales españoles de hoy) no salimos del horizonte de las maniobras propagandísticas al servicio de los intereses de alguna corriente, clase o estamento definido del interior. Los intelectuales, según esto, son ideólogos, y originariamente, de izquierdas, si es que la izquierda se distingue, en principio, por la crítica a la tendencia a la petrificación de la bóveda ideológica heredada por una sociedad. Pe-ro, como es evidente, también los ideólogos de derechas, en tanto juegan con las mismas armas, reclamarán con justicia el nombre de intelectuales. Por la fuerza del tiempo, los que en un momento fueron intelectuales de izquierda se habrán convertido, ateniéndose a los contenidos, y al proceso de la negación de la nega-ción, en intelectuales de derecha, precisamente porque no se han movido (muchos de los intelectuales de izquierda que asistieron al Congreso de Escritores del 37, o a algunos de sus discípulos de hoy, resultan ser intelectuales de derechas). Podemos aventurar, en resolución, una fórmula que dé cuenta del nexo entre las características que vamos recogiendo, aventurar el primer dibujo del concepto sintético del intelectual que en formato-l venimos buscando. El error de método consiste en presuponer que el intelectual ha de definirse en formato-2, o en formato-3 por relación a la sociedad, globalmente tomada, en la que vive. Este método es el que conduce acaso a la necesidad de apelar a la «conciencia social», a la metáfora de la luz, a la Ilustración. Pero el intelectual formato-l no es un concepto que se recorte ante la sociedad, en general, puesto que surge del diferencial entre unas partes frente a otras de la sociedad, una sociedad en la que existen esas corrientes de las que venimos hablando. Más que un aro, o un ojo, un «iluminador»--porque muchas veces el intelectual debiera ser llamado un oscurecedor, un mistificador, un oscurantista--el intelectual es una suerte de estómago encargado de digerir, en forma de papilla, los materiales ideológicos que los diversos sectores de la sociedad necesitan consumir diariamente para poder mantener más o menos definidos los límites de sus intereses (no sólo políticos o económicos) frente a los otros sectores. El intelectual, en resolución, será elegido como tal, no ya tanto por su función alumbradora (que, a lo sumo, es una justificación emic) sino debido a esa capacidad de predigerir una papilla ideológica gustosa para su público en cuanto enfrentado a otros, es decir, del mismo sabor que tienen las representaciones con las cuales ese público se alimenta cotidianamente. Si se prefiere, es elegido porque se intercala en la misma dirección en la que se mueven los fragmentos de la cuarteada bóveda común, cuando tienden a recomponerse de un modo, mejor que de otro. El intelectual, pues, ha de hablar de acuerdo con los intereses de su público (que no siempre es un público «organizador») y no porque deba limitarse a ser un pleonasmo suyo. El intelectual no puede ser excesivamente trivial (respecto de su público), debe introducir datos nuevos, «picantes», pero asimilados e interpretados a conformidad de su público. Pues no habla en nombre de una autoridad superior, sino en nombre del propio sentir de su público, un sentir que muchas veces se autodenomina «sentido común» o «razón universal». Esto es reconocido por el intelectual, por ejemplo por el «filósofo mundano», con gesto acaso no libre de ironía: «el buen sentido es la cosa del mundo mejor repartida, pues cada uno piensa estar tan bien provisto de él que incluso los que son más difíciles de contentar en

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cualquier otra cosa, no acostumbran desear de él más del que ya tienen» --dice Descartes al comienzo de su Discurso del método, que está dirigido, no ya a los doctos cuanto al público en general. Y el propio Kant dice, en un escrito popular (Qué es la Ilustración, 1784) que, al menos en su siglo, «ya es más fácil que el público se ilustre por sí mismo y hasta, si se le deja en libertad, casi inevitable». El intelectual desempeñaría también, en un principio, funciones parangonables a las funciones del ojeador, del explorador, del mensajero o batidor de una sociedad preestatal, en tanto es un «delegado» del propio grupo social para averiguar lo que ocurre en el «exterior» y dar cuenta, en términos comprensibles por todos, de algo que cualquiera podría ver por sí mismo. La paradoja del intelectual es que el prestigio y la fuerza que se le atribuye se debe, no ya a que pueda apelar a alguna superior autoridad (científica, política, revelada) sino que debe apelar a la misma evidencia tópica poseída por su público con objeto de que el público experimente la sensación, al escucharle, de que el intelectual es «él mismo» hablando en «voz alta». En este sentido, el intelectual es un ideólogo. No representa tanto la conciencia política del pueblo como totalidad social, cuanto los intereses de una parte de la sociedad frente a la otra. Sólo por ello tiene clientela, sólo por ello el intelectual puede tener un nombre en la sociedad en la que vive. Y por ello también una sociedad se mide por sus intelectuales: Pitita Ridruejo o Savater, Umbral o Díaz Plaja. 4. La figura y la función del intelectual, tal y como la venimos dibujando, quedará más limpia si la contrastamos con otras figuras afines, con las cuales intersecta constantemente: --Ante todo, con los «artistas». Especialmente, en nuestros días, con los músicos cantantes pop, por su gran influencia social, que es la que de hecho orienta o canaliza clientelas muy grandes, según directrices morales o políticas (incluyendo el libertarismo) determinadas. Son seguramente los «moralistas» más influyentes en la época de los espectáculos de masas. Son acaso los verdaderos oratores de nuestra época. Pero el mensaje de estos cantantes suele ser demasiado monótono como para poder confundirse con el producto propio de los intelectuales. --Los profesionales que ofrecen productos especializados no son, por sí mismos, intelectuales, aunque eventualmente puedan desempeñar funciones similares. Un meteorólogo, sin perjuicio de la gran preparación científica que necesita, difícilmente puede ser considerado como un intelectual en el momento de predecir el futuro at-mosférico; pero un futurólogo --que también es un especialista y que no se equivoca mucho más, a veces, que el meteorólogo-- sí puede desempeñar funciones intelectuales. Otro tanto diríamos del novelista. Como tal novelista, más que intelectual, es un literato, un artista. Pero, por la naturaleza de sus productos, puede llegar a la opinión pública a la manera a como también llegan los directores de cine, los arquitectos que, muchas veces, son también filósofos mundanos, moralistas, o que hablan incluso de cuestiones abstractas (justicia o libertad). --Los políticos son seguramente aquellos individuos que, por su función, tienen, en la sociedad parlamentaria, más semejanza (formato 1) con los intelectuales (sobre todo, cuando se encuentran en estado de oposición). Porque los políticos tienen que hablar y opinar razonadamente frente a otros, de asuntos comunes, tienen que

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ofrecer argumentaciones e informes a sus partidos. La diferencia sociológica, sin em-bargo, sería clara: el intelectual es elegido como tal, pero no por los votos de sus partidarios, sino por sus lectores o compradores de sus libros, de los discos o de los periódicos en los que publica; el político es elegido por su partido. Y, sobre todo, en cuanto alcanza el poder, deja de ser un intelectual y se convierte en ideólogo, en teólogo, en editorialista, anónimo otra vez, del Gran Diario. --Los filósofos son, en principio, quienes más cerca parecerían estar de los intelectuales. Y aún cabe decir que, al menos en algunas épocas--nos referimos al «siglo de los filósofos», el siglo XVIII--, intelectuales y filósofos se identifican. Pero lo cierto es que hay intelectuales que no son filósofos, porque el intelectual puede mantenerse en zonas muy determinadas de la bóveda ideológica, ejercer agudas tareas de filtro, de crítico, de intérprete, sin utilizar categorías filosóficas (incluso manteniendo una gran aversión por la filosofía académica). Y también hay que citar a filósofos y grandes filósofos (quizá Husserl, acaso el propio Hegel) que, en modo alguno, pueden considerarse como intelectuales, salvo en el sentido laxo (formato 2 ó formato 3) en el cual también son intelectuales Dedekinl o Hilbert. A nuestro juicio, el filósofo es una figura que originariamente se recorta mejor en un tablero histórico, diacrónico, que en un tablero sincrónico. El filósofo se parece en este sentido más a un geómetra, que escribe tratados, que realiza su labor cara a una «Academia invisible» (y que en modo alguno puede considerarse encarnada en una universidad concreta). Porque él tiene que apoyarse en una tradición, tiene, por ejemplo, que polemizar con Kant o con Platón --y de estas polémicas están muy lejos, en general, las argumentaciones coyunturales de los intelectuales--formato 1. Y, si se ocupa de la filosofía práctica, sus servicios no son tampoco los del intelectual, sino más bien acaso los del médico o cura de almas, porque no se dirigen a un público indeterminado, sino a personas concretas, o a familias, entre las cuales desempeñan un papel similar al del director espiritual, preceptor o consejero. Tal era el caso de tantos filósofos de la Roma del siglo II. Los grandes personajes mantenían junto a ellos a un filósofo que era a su vez amigo íntimo, consejero, y guardián de su alma. «Había que tener bella barba y llevar el manto con dignidad. Y así, Rubelio Plauto, tiene cerca de sí a dos doctores en sabiduría, Cerano y Musonio; Aeereo fue para Augusto una especie de confesor, como Séneca para Nerón, o Dion Crisóstomo para Trajano»--dice Renan en el cap. III de su Marco Aurelio y el fin del Mundo Antiguo. Pero lo que acabamos de decir no excluye que los filósofos puedan influir en los in-telectuales y hacerse presentes al público a través de ellos. Y tampoco esto excluye que un filósofo pueda desempeñar, como filósofo mundano, el papel de un intelec-tual sui generis. En nuestro siglo, contamos con los casos eminentes de Russell, Sartre u Ortega. Un papel que no les es, en ningún caso, ajeno, puesto que la pers-pectiva filosófica se cruza ampliamente con las perspectivas de los intelectuales, tocados en su conjunto. Pero tampoco podemos olvidar el virtual conflicto que siempre existe entre el intelectual-filósofo y los demás tipos de intelectuales, conflicto que podría quizá ejemplificarse, para tomar referencias clásicas, en la oposición entre Protágoras y Platón o entre Kant y Herder. 5. Tal como hemos dibujado el concepto de intelectual, es obvio que, como primera realización suya (formato 1), tenemos que presentar a los sofistas del mundo antiguo, de la Atenas cosmopolita del siglo V. Y decimos más: la reinterpretación de los sofistas como intelectuales (formato 1), tal como utilizamos el concepto, puede contribuir acaso a despejar algunos malentendidos que, por lo demás, proceden precisamente de la época de los grandes filósofos, a saber, Platón y Aristóteles. El

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principal malentendido sea acaso el de tratar de presentar al sofista como una apariencia de filósofo, como un pseudofilósofo --cuando, en realidad, los sofistas se presentaban como lo que eran, a saber, como conferenciantes de gran notoriedad que habían conseguido un público fiel, que pagaba grandes sumas por escucharles, que trataban de cuestiones comunes, según intereses particulares, hablaban de viajes, de costumbres extrañas, de literatura, de opiniones, que citaban muy poco a los «presocráticos», pero que se interesaban, en cambio, por cuestiones de métodos de discusión, y de todo aquello que se necesitaba en el debate político o jurídico. No eran maestros o profesores de asuntos especializados--no eran maestros de flauta, como Ortágoras de Tebas, ni de medicina, como Hipócrates de Cos, ni de escultura, como Policleto de Argos o como Fidias de Atenas. Pero tampoco eran filósofos, sino retóricos, como Gorgias, o lingüistas, como Prodikos, o charlatanes enciclopédicos que sabían cantar e incluso danzar sobre sables afilados, como Eutidemo y Dionisodoro. Algunos, es cierto, se mantenían más cerca de la filosofía, como Protágoras. Al menos, cuando a Protágoras le pregunta Sócrates por la naturaleza de su oficio él responde: «enseño a ser hombre» (es decir, apela al formato 3). Que es como decir que no sabe en realidad definir su oficio intelectual (formato 1). Además, lo que en realidad parece que enseñaba Protágoras sería (podría acaso decirse, era) a ser ciudadano, es decir, miembro de una ciudad determinada con sus propias costumbres, que son buenas en sí mismas, aunque no sean compartidas por otras ciudades. Estas son las virtudes herméticas (de Hermes), que Protágoras se comprometería a enseñar. Virtudes que son propias de cada ciudad, y no las vir-tudes prometeicas (virtudes diría Snow de la «segunda cultura»), materia propia de una enseñanza técnica paradójicamente más universal y encomendada a profesores especializados y no a «intelectuales». La Edad Media es la edad de los teólogos y de los filósofos. Por esto, en ella no habría propiamente intelectuales (pese al libro de Le Gorf). Y no había intelectuales formato 1 porque no se necesitaban. Los hubo, sin duda, en el momento de la predicación inicial, de la lucha contra el helenismo, en la época de Tertuliano, de San Agustín. Pero, una vez consolidada la bóveda ideológica de la fe cristiana o musulmana, la «profesión» de los intelectuales en la Edad Media podría aparecer tan extraña como la de los astronautas en la Edad Antigua--aunque siempre sea posible hablar de Icaro y de algún experimentador alejandrino. Hay, sí, paralelos. Son, aparte de los trovadores, los músicos, los poetas, los predicadores, los misioneros que andan reclutando nuevas gentes para combatir al infiel. El Renacimiento y la Edad Moderna vuelve, en cambio, a ser un nuevo clima propicio para la reaparición de una clase funcional similar a la de los intelectuales formato 1, que identificamos como humanistas. Y los motivos, concuerdan plenamente con nuestro concepto. La época moderna es la época de la disolución de la bóveda ideológica sostenida por la Iglesia Romana. El Estado, y aún el Estado-Ciudad, ocupa su lugar. Una sociedad reorganizada en la forma de estados soberanos, que se vigilan mutuamente y se emancipan ideológicamente de la Iglesia Romana, necesita de un nuevo metabolismo cultural, cuyos agentes serán los intelectuales formato 1. Por ello, los intelectuales aparecerán con más probabilidad en Francia (Montaigne) o en los estados italianos, que en España... A medida que avanza el desarrollo de la sociedad moderna, la clase de los intelectuales irá consolidándose como un tejido permanente de las Repúblicas americanas o de los Estados europeos de los siglos XIX y XX. Un tejido que se atrofiará, por ejemplo, en la Unión Soviética, puesto que allí los ideólogos encargados de las funciones consabidas, hablarán ya en nombre de

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un principio superior. Y la atrofia de este tejido o su transformación en un formato 2, será percibida por los intelectuales formato 1 de Occidente como signo inequívoco de un eclipse de libertad en el socialismo real. En cambio, desde la perspectiva del «socialismo real», la pululación de intelectuales formato 1 que ejercitan su «libertad de pensamiento» en los países capitalistas, podrá ser percibida como síntoma de descomposición y como labor de mixtificación. III LOS INTELECTUALES COMO IMPOSTORES 1. Un impostor, según el significado ordinario del término, es aquel individuo que actúa ante un grupo social arrogándose la posesión de determinados títulos (a veces, los personales de otro individuo concreto, y entonces es un suplantador) de los cuales en realidad carece, pero cuya posesión putativa es la condición de su po-sibilidad de acción pública. El impostor es así, de algún modo un burlador, un actor, un hipócrita--sin que esto implique que el actor o el hipócrita hayan de ser siempre impostores, al menos si se mantienen en el contexto de un escenario teatral sometido a la llamada «regla de Diderot». Ahora bien, nos parece excesivo exigir al impostor comportarse de acuerdo con una regla de Diderot propia del actor. El impostor se comportará ordinariamente (psicológicamente) como un actor que finge, pero esto es irrelevante. Porque aunque llegase a identificarse con su papel, seguiría siendo un impostor. Un impostor que podríamos llamar «ingenuo» o «de buena fe». Mahoma, si es verdad que dijo haber recibido la revelación del arcángel San Gabriel, fue un impostor, pero ¿ingenuo o hipócrita (un actor)? Tanto peor lo primero que lo segundo. En todo caso, es ésta una cuestión que consideramos relativamente secundaria. Puesto que la impostura la entendemos como una transformación dada en un espacio social y, de este modo tan «responsable» de la impostura es el impostor como su público que acepta títulos sin contrastarlos debidamente, y ello, acaso, porque en el fondo desea atribuirlos. Por lo demás, un individuo que co-mienza como impostor-actor, puede acabar como imposto r-ingenuo, a la manera como el verdadero actor puede llegar a transformarse en un actor falso, cuando traspasa la paradoja de Diderot y se identifica con su papel hasta el punto de fundirlo con su vida, como dicen que le pasó a San Ginés, actor convertido en mártir ante el césar Galerio. Una distinción verdaderamente significativa, capaz de desarrollar un concepto de impostura de un modo objetivo, debe tomar no ya tanto criterios psicológicos cuanto sociológicos. En este sentido, nos permitimos llamar la atención sobre la diferencia entre aquellas formas de impostura que se llevan ade-lante de modo individual, personal, a título de suplantación (sea porque alguien tiene un anillo de Giges, sea porque tiene parecido natural o arrojo suficiente, como Gaumatas o coyuntura adecuada, como Gregorio Otrapieff) y que puede llegar a alcanzar los grados de genialidad que alcanzó el gran impostor Cagliostro, y otras formas de impostura o bien en la forma serial de una tradición (de tribus impostori-bus, de Tomás de Escoto) o bien en la forma colegiada, en la forma de una impostura, por así decir, institucionalizada. Esta es la forma más interesante de impostura, al menos desde una perspectiva histórica. Porque esta impostura es algo más que una aventura individual. Es una forma característica de cristalización de la falsa conciencia como lo fue la impostura de los Reyes franceses imponiendo las manos para curar la escrófula. Sin embargo, la mejor referencia de esta clase de impostura institucionalizada que podríamos ofrecer es aquel pasaje de Las Ruinas de Palmira en el cual Volney, aunque utilizando la denominación de «mediadores»,

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dibuja una escena en la cual los «privilegiados eclesiásticos», que forman, por cierto, un grupo pequeñísimo ante el pueblo reunido, tienen que acudir, para mantener su estatus, al recurso de aprovecharse de la superstición del pueblo, espantándole con el nombre de Dios y de la religión. Pero el pueblo ha perdido la fe ciega en esos atributos que los eclesiásticos se arrogan: El Pueblo--Mostradnos vuestros poderes celestiales.Los Sacerdotes--Es menester tener fe; la razón descamina.El Pueblo--¡Gobernáis sin raciocinar!Los Sacerdotes--Dios quiere la paz; la religión prescribe la obediencia.El Pueblo--La paz supone la justicia; la obediencia quiere la convicción de nuestras obliga-ciones.Los Sacerdotes--No estamos en este miserable mundo sino para sufrir.El Pueblo--Pues dadnos el ejemplo.Los Sacerdotes--¿Viviréis sin Dios y sin Reyes?El Pueblo--Queremos vivir sin tiranos.Los Sacerdotes--Necesitáis de mediadores.El Pueblo--Mediadores, cerca de Dios y de los Reyes, cortesanos y sacerdotes, gracias: vues-tros servicios son demasiado dispendiosos y nosotros trataremos directamente de nuestros negocios. Entonces el grupo pequeñísimo dijo: «Todo está perdido, la multitud se halla ilustrada.» 2. El primer motivo que cabría aducir para considerar a los intelectuales, en tanto se les reúne en una clase, como impostores, en el sentido institucional, tiene que ver, desde luego, con la misma denominación cuya crítica ya hemos llevado a efecto en los párrafos anteriores. Evidentemente, la esfera de aplicación de esta crítica se extiende, no ya a los primeros pasos de la institucionalización del nombre, sino a todos aquellos lugares en los cuales el nombre se mantiene, como es el caso de un «Congreso de Intelectuales de todos los países». Un «grupo pequeñísimo» que se constituye como tal arrogándose la posesión especial de la inteligencia (formato 1) y hablando en nombre de ella (formato 3) para dirigirse al pueblo, aunque sea para ilustrarlo, es un grupo de impostores, de mediadores, tanto más inadmisible cuanto que dentro de ese pueblo viven individuos cuya «inteligencia» está a veces mucho

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más ejercitada (como inteligencia científica o tecnológica o práctica) que el intelecto de algunos de los individuos de esta ilustre clase de intelectuales formato 1, muchos de los cuales, a juzgar por sus argumentaciones, acaso no rebasarían los 60 puntos del viejo test de Termann.Naturalmente, esta causa de impostura podría atenuarse y aún borrarse si se pudiese probar que es posible mantener la situación en los términos de una quaestio nominis. Concedamos que pretender mantener, para una clase o grupo pequeñísimo, el nombre de intelectuales es, sin duda, una impostura, si es que se mantiene a su vez el significado que a este término quisieron darle sus fundadores y que de hecho le siguen dando muchos miembros de la clase y, desde luego, los diccionarios. Pero ¿acaso no podría mantenerse el nombre mudando su contenido conceptual, como, de hecho, habría sido mudado por el transcurso mismo de los acontecimientos? Así, cuando usamos el nombre de intelectuales--diríamos--no tendríamos que referirnos al entendimiento en cuanto es participado de un modo eminente. ¿Quién se acuerda de los ratones diminutos cuando se dispone a hacer gimnasia para fortalecer sus músculos? Sin embargo, la situación no es equiparable. «Músculo» es el nombre de un concepto anatómico, estructural, que está realmente desconectado de su génesis etimológica; es una metáfora fósil y sólo algún raro partidario de Alfred Korzisbzky se atrevería a condenar la gimnasia apoyándose en la etimología de «músculo». Pero, «intelectual» es el nombre de un concepto en cuya estructura conceptual e ideológica actúa de un modo potente la sustantivación generadora. Los nomina numina que actúan en nuestro aparato linguístico y contra los cuales apenas tenemos poder de resistencia, están aquí presentes. No es nada fácil convertir por decreto en metáfora fósil la transformación viva del adjetivo en sustantivo; habría que escribir intelectual entre comillas y aquí las comillas significarían la misma revisión del concepto, su cambio de formato, su metamorfosis. Además, las comillas no pueden usarse en lenguaje hablado, salvo recurrir a esa ridícula mímica que remeda icónicamente las comillas con un movimiento de las manos. Lo mejor sería, sin duda, encontrar otro nombre, pero esto no es nada fácil. «Escritor», «columnista», «comunicólogo», por ejemplo, compiten mal con «intelectual». Son sinécdoques, metáforas o metonimias suyas que revelan que el concepto no está bien formado, que no es una unidad viviente en nuestro sistema conceptual. Ocurre como ocurre con el término «cultura», que utilizamos para designar no sabemos muy bien qué, aunque a veces lo utilicemos como término denotativo de realidades tan sólidas como pueda ser el edificio llamado «Casa de la Cultura» (aunque no sabemos muy bien si «la cultura» es el continente o el contenido, o ambas cosas a la vez). 3. Pero supongamos, y ya es suponer, que hubiésemos logrado conjurar los nomina numina de esta sustantivación nacida con pecado original, «los intelectuales», sea porque hemos logrado fosilizarlo, sea porque hemos encontrado un sinónimo perfectamente adecuado. ¿Quedaría con ello revocada la impostura, cuanto a la cosa? No, la impostura se mantendría, incluso se reforzaría por efecto del nuevo nombre supuestamente adecuado. Y ello debido a que la impostura no es sólo nominal, sino conceptual, real. Conceptual: porque la impostura, si no me equivoco, deriva del formato lógico mismo del nuevo concepto, a saber, el formato de clase asociativa que pretendiendo asimismo disimular su formato 1 nos ofrece a los intelectuales como conjunto de individuos capaces de constituir, de algún modo, un colegio, una comunidad, o, si se quiere, una cofradía. Manteniendo en principio la

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perspectiva estrictamente lógica, podríamos definir la situación diciendo que la impostura brota de la arrogación realizada por individuos pertenecientes a una clase cuyo formato es de tipo 1 del formato tipo 2 de una clase asociativa. Porque la arrogación de un formato lógico opuesto al que propiamente conviene a un material dado, equivale a una transformación del significado de ese material, a una mixtificación, o, si se prefiere, es esa mixtificación la que impulsa al cambio del formato lógico. Si esto es así, será legítimo sospechar, al menos, que el motivo inicial, el contenido semántico de la sustantivación por la cual el concepto de intelectual se aproxima a la impostura, no es accidental, es decir, no estará desvinculado del motivo final. Sencillamente ocurriría que entre ambas causas de la impostura habría que reco-nocer una suerte de correlación, de realimentación. El contenido semántico empuja hacia ese formato lógico; pero una clase compuesta con los materiales consabidos, como clase asociativa, difícilmente puede encontrar un contenido global que no se aproxime, a su vez, al concepto de intelectual tal como se formó de hecho (formato 1). En general, cabe decir que es error neo-platónico presuponer el principio de que «la unidad une». También la unidad separa. Los elementos de una clase que soporta relaciones de equivalencia, se agrupan en clases de equivalencia, pero éstas acaso son disyuntas entre sí. Todas las rectas del plano son paralelas a otras, pero esta semejanza es justamente la que las une en haces separados, como si fueran clases disyuntas; sin un solo elemento común. Tratar de agrupar a todos estos elementos en una clase asociativa sería contradictorio, porque el material distributivo se resiste muchas veces a un formato atributivo. No estamos, por lo demás (cuando hablamos de esa resistencia de un material distributivo, a remodelarse según el formato asociativo o atributivo) ante una situación única, descrita ad hoc para llevar adelante nuestra crítica al concepto de intelectual. Hay muchos campos en donde encon-tramos multiplicidades cuyas unidades pueden figurar, desde luego, como elementos o individuos de una clase distributiva pura (es decir, no asociativa); tam-bién hay multiplicidades enclasadas, cuyos elementos pueden contraer relaciones asociativas. La multiplicidad de los «triángulos rectángulos diametrales» inscritos en las infinitas circunferencias cuyos centros son puntos diferentes del plano, constituye una clase distributiva pura (no asociativa); la multiplicidad infinita de los «triángulos rectángu-los diametrales inscritos en la misma circunferencia» constituye una clase asociativa, de índole atributiva. Los elementos químicos, en general, pueden considerarse como elementos de clases asociativas, en tanto tienden a combinarse entre sí en cuanto tales elementos, constituyendo diversos compuestos o combinaciones: pero los elementos de la última columna de la tabla periódica fueron llamados «gases nobles», constituyendo, desde luego, elementos de una clase (columna de la tabla) de elementos considerados como inertes a la combinación química, es decir, no asociables entre sí (aunque, de hecho, en 1962, se demostró que, al menos el Xenón, se combina con el Flúor). Los trabajadores pertenecientes a los diferentes Estados europeos en los años de la Primera Guerra Mundial, consti-tuían una clase social bien definida, y una clase que, en principio era definida como virtualmente asociativa (al menos, de ahí tomaba sentido la consigna: «¡Proletarios de todos los países, uníos!»). Pero el curso de la Primera Guerra Mundial y a pesar del «¡Abajo la guerra!» de Liebknecnt, demostró que tal clase no era asociativa; al menos no de un modo suficientemente enérgico como para neutralizar las tendencias divisivas de la distributividad, dado que los proletarios franceses estaban

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más lejos de los alemanes, a efectos de su asociación, que de los capitalistas de su propia nación. Y lo mismo habría que decir de los generales en jefe y de los oficiales de los Estados Mayores de los diversos países contendientes. Como tales generales en jefe u oficiales, constituyeron, sin duda, una clase distributiva pura, pero hubiera sido imposible formar un colegio o comunidad de oficiales y jefes de los Estados Mayores de los ejércitos contendientes. Una situación análoga la encontramos, en fin, cuando nos referimos a las clases disyuntas constituidas por los fieles de diferentes religiones proselitistas que se extienden hoy por el planeta. Estas religiones, en principio, se excluyen mutuamente y parecería absurda una consigna irenista que sonase así: «¡Sacerdotes de todos los países uníos!» (consigna que, sin embargo, parece proclamarse últimamente en varias ocasiones y con diverso alcance, desde la «Comunidad Abrahámica» hasta la «Conferencia de dirigentes de todas las religiones de la tierra»). Pero parece que los resultados prueban más bien que la cuadratura del círculo no puede lograrse, por muy buena voluntad que se ponga en intentarla. La contraprueba procedería del siguiente modo: no negando apriorísticamente la posibilidad factual de esta asociación, sino mostrando que si ella llega a terminar será a costa de modificar o destruir los elementos mismos asociados. Los hombres que huían de las grandes metrópolis mediterráneas del siglo IV en busca de una vida solitaria, entregada a la oración (¡solo con el Solo!) cons-tituyen una clase de la mayor significación para la historia social del final del mundo antiguo; pero los elementos de esta clase, por definición, no podían, manteniéndose fieles a su esencia, asociarse en congregaciones o colegios. Eran monachoi, monjes solitarios. Pero formaron «conjuntos de monasterios», la contradicción de los «conventos de monjes». Esta contradicción determinó la transformación de los monjes en frailes, en cofrades, es decir, en aquellos (comparativamente)«grupos pequeñísimos» de los que más tarde habló el Conde de Volney. Una situación similar, si no nos equivocamos, conviene a los intelectuales formato 1. Situación analógica que quedaría reforzada por la homología que, históricamente, cabe atribuir a la sociedad moderna y contemporánea, con sus intelectuales, y a la sociedad antigua y medieval, con sus «grupos pequeñísimos» de mediadores. A nuestro juicio, los intelectuales, al menos tal y como los hemos definido constituyen una clase distributiva pura, una clase de individuos que han de concebirse, según su norma, «solo con el Solo», que ahora ya no es Dios, sino el pueblo democrático, encarnado en sus clientelas respectivas --pero que no pueden asociarse en cuanto tales intelectuales. Aun cuando fueran intelectuales orgánicos de hecho, no podrían invocar el «organismo» (a ningún «bloque histórico») al que representan, del cual viven, y por tanto, no pueden asociarse como «la sección de propaganda o de conci-cientización» de tal bloque histórico. Porque ello ¡va en contra de su norma constitutiva, de la misma manera que iba contra la norma constitutiva del grupo pequeñísimo de sacerdotes el reconocer que actuaban en nombre propio o de clases dominantes (no en nombre del mismo Dios). Podrán asociarse en cuanto sean escritores de lengua catalana o acaso de lengua retorumana; o bien en cuanto son antifascistas o anticomunistas. Pero, en estos casos, lo que los asociará no será tanto su condición de intelectuales cuanto su condición de catalonógrafos (acaso frente a los castellanógrafos) a su condición de retorumanógrafos (frente a los francógrafos) o, por último, su condición, ya explícita, de antifascistas. Ahora bien, en cuanto intelectuales estrictos, su asociación es imposible y su congreso tan solo tendría, en el mejor caso, un carácter transitorio y polémico, como el del Colloquium hepta-lomere imaginado por Jean Bodin, un coloquio de diálogos cruzados en el que cada cual termina reafirmándose en sus posiciones (un congreso de mónadas de Leibniz), puesto que cada cual vive de la diferencia de estas posiciones. La

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asociación, el congreso tendrá lugar sólo en el plano de la apariencia, de los fenómenos. En lugar de asociación o congreso, asistiremos a múltiples monólogos yuxtapuestos, simultánea o sucesivamente, y el congreso será tan solo una plataforma desde la cual cada intelectual sigue, en realidad, enviando mensajes a su clientela. En este sentido, la mejor imagen de lo que puede llegar a ser una concentración de intelectuales nos la da Platón al describirnos la casa de Calias. Allí va Sócrates (que no es un intelectual, él no sabe nada) con sus amigos, pero encuentra la puerta cerrada. Porque no todo el mundo puede entrar en el lugar donde se reúne el grupo pequeñísimo si no ha sido previamente invitado. Excep-cionalmente, Sócrates logra que el portero, un eunuco, abra la puerta. He aquí lo que vio: «Una vez que entramos, encontramos a Protágoras paseando en el pórtico. A su vera le acompañaban en el paseo, a un lado, Calias, hijo de Hipónico, y su hermano de madre, Paralo, hijo de Pericles y Cármides, hijo de Glaucon. Al otro lado, el otro hijo de Pericles, Jantipo, y Filípides, hijo de Filomeno y Antímero de Mende, el cual es considerado como el mejor discípulo de Protágoras y está ejercitando el arte para ser sofista. De los que detrás le daban séquito escuchando la conversación la mayoría parecían extranjeros, de los que Protágoras recluta en las ciudades por las que pasa, atrayéndolos con su voz, como Orfeo; y ellos, atraídos por su voz, le si-guen. También había algunos de aquí, en el coro. Sentí un gran placer al contemplar este coro y ver con qué primor procuraban no cortar jamás el paso a Protágoras, sino que tan pronto éste daba media vuelta junto con sus más inmediatos seguidores, al punto los oyentes de detrás se dividían en perfecto orden y, desplazándose a derecha e izquierda en círculo, se colocaban siempre detrás con toda destreza;--«después de él reconocí», con palabras de Homero, a Hipias de Elis, sentado en un sillón al otro lado del pórtico. A su alrededor estaban sentados en bancos Ericxímaco, hijo de Acumanas, y Fedro, el de Kirinusia, y Andrón, hijo de Androtión, y extranjeros y algunos otros. Me pareció que estaban haciendo a Hipias algunas preguntas sobre Astronomía, relativas a la naturaleza y a los meteoros, y que éste sentado en su silla las analizaba una por una y trataba minuciosamente las preguntas» (Platón, Protágoras, 314 e, 315 c). No quiero concluir negando a priori la posibilidad factual, existencial de una asociación de intelectuales formato 1 --de hecho comprobamos que estos vienen congregándose bajo el formato lógico de una clase asociativa, de la cual los Congresos de intelectuales, son una expresión natural. Lo que quiero decir es que esta congregación, por tanto, la apelación al concepto clase «intelectual» en el sentido dicho, constituye una impostura que, sin duda, puede desviar a los asociados hacia otros rumbos que, aunque alcanzan algún objetivo pragmático, desvirtuarán necesariamente la naturaleza misma de su oficio. Porque la arrogación de una forma lógica que no les corresponde, que es contra natura, no se reduce sólo a un error lógico; es también síntoma y efecto de una desviación real, de una fal-sificación institucional, que es lo que venimos llamando impostura. En efecto, si la arrogación de este formato de clase asociativa tiene algunas consecuencias en el terreno de los fenómenos éstas sólo podrían darse en la dirección tendente a constituir algo así como un collegium o comunidad (como cuando se habla, y muchas veces también en sentido ideológico, de las «comunidades de científicos», en el sentido de Kuhn), en cuyo seno, o desde cuya bóveda, el intelectual pudiera sentirse cobijado cuando habla. Pero ocurre, suponemos, que esta bóveda no existe. Y entonces el intelectual traicionaría su papel real. Porque él, según lo hemos dibu-

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jado, no habla a su clientela en nombre de ninguna instancia distinta de ella misma, no habla en nombre de una ciencia, o de un oficio, o de una disciplina, sino en nombre mismo de la clientela, a veces llamada por él «el pueblo», que lo lee o le escucha. En el momento en que se siente integrado a una comunidad o colegio apostólico, desde cuya plataforma habla a sus clientes, a su pueblo o público, se convierte en un mediador, en un impostor, y se expone a que ese público, cuando advierta que la supuesta autoridad moral o intelectual del intelectual no está respaldada por nada más que por el mismo, diga: «Mediadores cerca del Espíritu Absoluto (o de la Cultura, o de la Razón, o del Sentido Común), gracias; vuestros servicios son demasiado dispendiosos y nosotros trataremos directamente de nuestros asuntos». Y entonces, el grupo pequeñísimo de intelectuales, reunido en un Congreso extraordinario, tendría que decir: «Todo está perdido; la multitud se halla ilustrada».  

Séptimo momento: Gustavo sobre Ortega y Gasset y su retórica del saber. Para mí es en términos absolutos el mejor artículo de Gustavo Bueno que conozco. 

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Ortega y Gasset y su retórica del saber José Ortega y Gasset, La idea de principio en Leibniz y la evolución de la teoría deductiva, Biblioteca de la Revista de Occidente, Emecé Editores, Buenos Aires 1958. (Revista de Filosofía (Instituto Luis Vives, CSIC) Madrid, enero-marzo 1959 año XVIII, número 68 p.103-112) Este libro inédito de Ortega reúne, dentro de la bibliografía orteguiana, características singulares. Es, con mucho, el libro más extenso de Ortega (casi 450 páginas), pese a estar incompleto –le faltan los capítulos II y III, precisamente aquellos destinados a exponer el tema titular de la obra–. Es también un libro «técnico» tanto por su tema como por su ejecución. En él asoman abundantes citas de escolásticos (Escoto, Aquasparta, Suárez, Arriaga...) y de matemáticos (Euclides, Hilbert). Julián Marías sintió la tentación de decir que este libro era el más importante de Ortega, de todo cuanto escribió en su vida y, más aún, que era el libro más importante publicado en lo que iba de siglo. La segunda tentación es, sin duda, hiperbólica, pero la primera está plenamente justificada.  Estas páginas críticas expresan algo del esfuerzo que un hombre perteneciente a las generaciones de los que ya no recibieron directamente el magisterio de Ortega, hace por comprender el significado de este magisterio, a propósito de su obra más importante.  Este libro de Ortega, en efecto, redunda todas las peculiaridades de su estilo. La palabra de Ortega, pese al tecnicismo del libro, aparece, como siempre, rezumando modos felices, brillantes y eficaces de decir («el existencialismo saca de sus jaulas todas las palabras de presa»; «cien Voltaires comprimidos en una pastilla no bastan para ocasionar la menor dubitación a un hombre de verdad creyente»; &c.). Ortega, en este libro, se nos aparece en primer plano con su poderosa presencia. Las autorreferencias son frecuentes y alcanzan un gran interés autobiográfico. También se echa de ver en este libro un reiterativo anhelo de señalar nuevos temas vírgenes, levantar caza sin cesar, como si Ortega hubiese asumido y aceptado esta tarea de «ojeador» que, desde el principio de su vida literaria, le señaló la crítica. [104] También en este libro aparece, más abundante que ninguno, la voluptuosidad que Ortega sentía como descubridor, el entusiasmo de creerse el primero en ver, con ojos frescos, paisajes no vistos y acaso tan obvios que «es una vergüenza que otros no hayan caído en la cuenta» (páginas 166, 169, 176, 212, 227, 238, 244, 237...). Claro está que nunca o casi nunca resulta Ortega haber sido el primero en caer en la cuenta. ¿Acaso escolástica no es un término repetidas veces utilizado como categoría superior al concreto significado que, por antonomasia, recibe de la Edad Media occidental? Basta recordar los nombres de Masson-Oursel, Scheler. ¿Acaso el

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optimismo de Leibniz no está desarrollado sobre un fondo pesimista, si pesimismo es la ciencia de que todas las cosas concretas son imperfectas y no por accidente, sino por esencia? Y, sin embargo, oigamos a Ortega (página 424): «Leibniz no dice,como los demás, que el ser es bueno. Parece no contentarse con ello. Necesita decir que es el mejor y que es el óptimo. Esto nos hace caer en la cuenta de que habla en comparativo, y ahora sí que nos sorprendemos. Porque resulta que Leibniz, con todo su famoso optimismo, no afirma que el mundo es bueno simpliciter, sino sólo que es el mejor de los posibles, lo cual significa que los demás son menos buenos, por tanto, que incluyen mayor mal, por tanto, que son peores. Y he aquí cómo, al afirmar que nuestro mundo es el mejor posible, en rigor reconoce sólo que es el mejor de los no buenos, por tanto, de los malos. Esto nos hace colegir lo que menos podíamos sospechar: que el mundo no sólo no es bueno, sino que un mundo simpliciter bueno, por tanto, sin maldad, es imposible». Esta consecuencia «insospechada» que saca Ortega, la había sacado ya el propio Leibniz. En su explícita concepción, la fuente del mal es la imperfección inherente a todo mundo posible de seres finitos, limitados: el mal metafísico consiste precisamente en la limitación del ser finito; por tanto, el mundo de Leibniz es simpliciter malo, precisamente por ser finito. El pesimismo es el bajo continuo del optimismo melódico leibniziano. El bien metafísico, que lo abraza todo, es causa del mal, como enseñó ya Crisipo, y los dualistas «se engañan al pretender que el bien del todo esté exento del mal de las partes» (Teodicea, 199 y sigs.). En estos términos se planteó la polémica con Bayle. Es posible que, alguna vez, la fuerza de la melodía optimista se haya sobrepuesto un tanto al bajo continuo pesimista; pero éste seguía sonando y muchas veces ha sido escuchado. Es, por ejemplo, el caso de Pope. He aquí como lo explica Paul Hazard, con giros idénticos a los que empleará Ortega: «De Leibniz, Pope no tomaba todo; con Leibniz no coincidía enteramente». «Todo está lo menos mal posible» &c. (traducción española de Julián Marías, de El Pensamiento Europeo en el siglo XVIII, 1946, pág. 305).  Ortega ejercita deliberadamente en este libro «La razón histórica». Se propone llegar a comprender hasta el fondo el significado del principialismo de Leibniz: es decir, de la costumbre leibniziana de formular principios y más principios generales. Ortega va encendiendo las más variadas luces de la Historia: Platón, Aristóteles, los estoicos, Euclides... ¿Qué eran los principios para estos hombres? ¿Acaso ha de juzgarse que la sabiduría antigua se deriva de unos pocos principios? ¿Acaso, desde Aristóteles hasta Escoto, no se admiten decenas y decenas de principios? Pues los géneros son incomunicables; los principios de la Aritmética son distintos [105] de los de la Geometría. En rigor, cada definición que se introduce es un nuevo principio.  Esto hace que el libro de Ortega resulte ser, principalmente, un

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conjunto de análisis de las más variadas epistemologías, casi una miscelánea de meditaciones históricas. Ortega nos descubre una auténtica erudición, un conocimiento familiar de los textos, un esforzado afán por comprenderlos en su significación histórica.  Un interés tan universal por las cuestiones histórico-lógicas y filológicas está muy expuesto, por lo pronto, a vaguedades. Fundamentalmente, a mi juicio, el libro de Ortega es un libro de vulgarización.El nervio de la obra orteguiana es el concepto de principio, según Leibniz; la exigencia de una prueba de los principios; lo que representan los principios en la teoría de la ciencia antigua y moderna, &c. Un conjunto, en suma, de cuestiones cuyo tratamiento riguroso se encuentra en obras y artículos de sobra conocidos por los especialistas. Ortega, por cierto, no llega a afrontar el tema titular a fondo –por ejemplo, no toca la cuestión decisiva de la conexión entre los principios leibnizianos, especialmente el de razón suficiente, y la mentalidad técnica del «homo Faber» (que fue el tema de la conferencia de 25 de mayo de 1956 y del semestre de invierno 55-56, en Friburgo, bajo el título Der Satz vom Grund, de Heidegger), aunque es muy probable que reservara estas cuestiones a los párrafos de los capítulos II y III anunciados–. Otro tanto puede decirse de la información concreta sobre la presencia de Leibniz en nuestros días. Hubiéramos agradecido citas concretas que testimoniasen la actualidad de Leibniz (por ejemplo, las obras de A. March, Natur und Erkenntnis; Wolff, Theorethische Chemie). La amplitud y variedad de los temas tocados por Ortega en este libro suyo es ocasión de incurrir en errores importantes, en valoraciones discutibles, mal entendidos o desenfoques. Este libro de Ortega se resiente de graves omisiones, silencios que, si bien son plenamente legítimos en otras circunstancias, no lo son en el nivel en que nos hallamos situados, precisamente gracias a Ortega mismo. Por ejemplo, en el párrafo 17, echo de menos una referencia a la teoría de la división de Plotino, cuando en la nota de la página 155 se habla de Platón, y en el párrafo 31 (pág. 370) se agradecería también una cita del neoplatonismo, cuya es, en verdad, «esa idea magnífica e insigne ejemplo de cómo es posible entreverar la dialéctica y el mito». En el párrafo 1,pág. 14, parece obligada una referencia a la famosa cuestión de los principia-media de Bacon y Mill. En el párrafo 7, página 68, se abreviaría mucho si Ortega utilizase la terminología habitual en lógica de relaciones (relaciones conexas, simétricas, orden, &c.). En el párrafo 11, hacia la pág. 84, gastaOrtega mucha tinta en exponer distinciones tan vulgares como la que media entre la pertenencia y la inclusión. En el párrafo 14, pág. 126, debiera haberse citado explícitamente a las teoríasoperacionalistas (ad modum Bridgman). El «practicismo teórico» de los creadores de ciencia (nota de la pág. 126) no es ningún descubrimiento: es una observación que se remonta ya al círculo socrático, hasta el punto de que el «conócete a ti mismo», según muchos historiadores, iría dirigido a esos prácticos científicos; y se mantiene hasta el Husserl de la «Filosofía como

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ciencia rigurosa». En el párrafo 17, página 155, simplificaría mucho la distinción, ya usada por Kant, entre «Canon» y «Regla». En [106] el párrafo 18, pág. 177, se dice que en la exposición de Santo Tomás el entendimiento vendría a ser una misma cosa con la imaginación. En el párrafo 12 hay una confusión gravísima entre las partes integrantes (los ángulos del triángulo) y las genéricas, con todas las consecuencias que esta confusión arrastra. La exposición de la deducción, según Aristóteles, corresponde más bien a la exposición de la construcción de conceptos de Kant. En el párrafo 19, págs. 195 y ss., hay un tratamiento excesivamente elemental y trivial del tema de la inducción, y en la página 195, al hablar, de la definición, resultado de una inducción, no se tiene en cuenta la distinción fundamental entre las dos clases de la inducción en Aristóteles (la expone, por ejemplo, Brunschwig: Las etapas de la filosofía matemática). El anhelo irresistible en Ortega por ser el primero en descubrir las cosas, esa conciencia, que Ortega parecía tener de que «comprender algo es comprender el primero» le lleva constantemente a desfigurar los hechos, a inventar, a ser víctima de ilusiones o errores. Para que no queden estas afirmaciones en el aire, me atendré al análisis crítico de una muestra concreta. No pretendo, en modo alguno, señalar errores concretos de Ortega, cuanto llegar a comprender el mecanismo de su producción. Las observaciones que acabo de hacer no tienen el sentido de un censo pedantesco de errores, sino sólo el sentido de una «prueba de existencia» de que estos errores se encuentran efectivamente en el libro de Ortega.  Como espècimen del modo de proceder de Ortega, nos valdrá el párrafo 25 sobre la fantasía cataléptica de los estoicos. Aquí vemos a Ortega en su más íntimo taller, en la plenitud de su artesanía. En medio de una fresca erudición, se nos aparece su clara visión iluminando, de un modo nuevo, tema tan antiguo. Porque nadie –viene a decir Ortega– ha comprendido lo que la fantasía cataléptica significa para los estoicos. No es una suerte de evidencia, inducida por los sentidos, que despóticamente dominasen el alma entera del hombre. Es algo más profundo; algo que sólo gracias al concepto de creencia –en cuanto contrapuesto a idea– puede sondearse adecuadamente. La evidencia cataléptica no mana de los sentidos, sino de la creencia en los sentidos. Y esta creencia, que es la fuente de la evidencia, como lo es de los demás sentidos, incluso el de contradicción, o de los principios de la fe, deriva de «la gente», del «se dice» –por tanto, de su carácter tópico, en el sentido aristotélico–. Es la gente el manantial de la catalepsia estoica. Por ello es la evidencia estoica un efecto de naturaleza sugestiva, asunción ciega por sugestión colectiva (pág. 293). En ella somos cautivados, como hipnotizados, casi a la manera como la raya de tiza en la mesa del billar, hipnotiza al gallo. Es que esos principios, que fraguan en nosotros de un modo mecánico y físico, configurando nuestra mente en plena pasividad, nos sumen verdaderamente en un «estado

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cataléptico», que es el estado de pensar ciego y mecánico generado por sugestión e hipnosis colectiva (pág. 294). Y nada de esto –sobreentiende Ortega en este capítulo– importa al verdadero filósofo, y quien quiere como Leibniz, incluso probar los principios evitando lo que les ocurrió a los estoicos, ser hipnotizado por ellos.  La exposición de Ortega –resumida muy libremente en las líneas que anteceden– es sumamente brillante, fascinante. Ortega era, sin duda, un [107] gran sugestionador que se dirigía «a la fantasía cataléptica» de sus discípulos. Conozco algunos de estos que parecen, cuando hablan de Ortega, hipnotizados, más que racionalmente persuadidos. Incluso los que no hemos tenido la ocasión de sentir la fascinación directa del maestro y sólo lo conocemos prácticamente por sus escritos (yo sólo una vez he escuchado a Ortega) tenemos que dejar pasar un rato esperando a que se encalme la vibración de la palabra orteguiana, para darnos cuenta de que, en rigor, sus nuevas visiones sobre el estoicismo, no son visiones sino invenciones, y lo que es más curioso, no son ni siquiera nuevas. Lo único que ha ocurrido es que Ortega, arrastrado por la fuerza de palabras tales como «catalepsia» o «creencia» ha desarrollado ante nosotros un brillante quaternio terminorum, usando catalepsia en el sentido de la Psiquiatría actual, y trasfiriendo esta acepción al pensamiento estoico; o ha ensayado una terminología nueva para conceptos conocidísimos. Nos ha encantado, nos ha divertido. Pero si tomamos al pie de la letra sus enseñanzas (como parece tomarlas el mismo Ortega, embriagado por sus propias artes) diríamos que nos había embaucado, que había falsificado la significación del estoicismo y desfigurado el alcance de su propia labor. Ortega, en ese capítulo, nos muestra como descubrimientos suyos particularmente importantes en el conocimiento del estoicismo, los siguientes:1º, la caracterización de la fantasía cataléptica como un estado de aceptación acrítica de ciertos principios de naturaleza sugestiva y cuasi hipnótica; 2º, el descubrimiento de que la energía cataleptizante no se circunscribe a los órganos sensoriales, sino que alcanza a la inteligencia, y se funda en la opinión impersonal y fascinante del común sentir. La energía cataléptica es la energía de las creencias, que fundan sus raíces en la gente; 3º, el haber puesto en relación, gracias a este concepto de creencia, el tema de la fantasía cataléptica, con la problemática teológica acerca de la naturaleza de la fe.  Acerca del primer punto debo decir que es un error intolerable transferir la significación actual delvocablo «catalepsia» al estoicismo, interpretando la fantasía cataléptica como una función pasiva delsujeto. Por cierto, tampoco Ortega nos descubre aquí nada nuevo, algo «no entendido ni explicado jamás» (pág. 233); hace muchos años que ha sido sostenida la concepción de que, según los estoicos, somos nosotros los aprehendidos por los objetos y no los objetos por nosotros (véase el libro de Barth sobre los Estoicos –cuya traducción se publicó precisamente en la Revista de Occidente– Sección 3ª,

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capítulo 2º, nota 362). En su acepción actual, catalepsia designa ciertamente –e impropiamente, como indica Bleuler en su Tratado de psiquiatría (traducción española, pág. 113) –aquella aptitud del sujeto tan sumamente pasiva que llega a la «flexibilidad cérea». Pero en el estoicismo el tecnicismo Katalepsis tenía otro matiz completamente diferente precisamente en virtud del famoso símil de la mano, debido al propio Zenón [108]. La mano abierta, simboliza a la fantasía; cuando se cierran ligeramente los dedos, teníamos el símbolo, del asentimiento, que es como una disposición a la evidencia, y por cierto, una disposición voluntaria y libre, sin ser todavía la evidencia misma. Cuando la mano se cerraba voluntariamente a modo de puño, agarrando la cosa firmemente, entonces sobrevenía la comprensión, la evidencia. La fantasía cataléptica es, en los estoicos, una operación activa, como muy bien vio Zeller o Uberweg. Ortega, en una nota (página 296) no puede menos de conceder este sentido activo, yuxtaponiéndolo al pasivo (yuxtaposición que fue ejecutada ya por Heinze); pero en el texto no hace uso de esta intención activa, que queda atrofiada y como paralítica, no elaborada. La fantasía cataléptica de los estoicos, tal como nos la presenta Ortega, es una pura desfiguración, una falsificación, obtenida por una gratuita aproximación a ciertos estados psíquicos –el sueño hipnótico– que nada tienen que ver con ella. Para justificar esta aproximación de la fantasía cataléptica al sueño hipnótico en los estoicos, Ortega debiera, al menos, haberse enfrentado con las concepciones que los estoicos tenían, por cierto, sobre estos estados.Concepciones que se fundan precisamente en contraponer al estado de actividad del hegemonikon otros estados más pasivos, estados de relajación, como el sueño y, en último extremo, la muerte.  Por lo que se refiere al segundo punto de los tres que he señalado como censo de las innovacionesorteguianas en la interpretación de los estoicos, me permito advertir que es comúnmente sabido que, para los estoicos, la fantasía cataléptica no era sólo una impresión de los sentidos, sino también la comprensión de una verdad concluida de premisas ciertas, o simplemente una verdad inmediata. Al cogito cartesiano, los estoicos le hubieran llamado una evidencia cataléptica, es decir, una impresión íntegramente, redondamente captada. El estado cataléptico lo consignaban los estoicos, no a los sentidos, sino a la fantasía, y para los estoicos la fantasía es un concepto que trasciende la distinción entre sentidos e inteligencia. Los estoicos no han distinguido el conocimiento sensorial del racional, al modo de Platón o del franciscanismo. Pero esto no autoriza a decir que, según los estoicos, no hay en el hombre inteligencia (pág. 291). Esta interpretación es falsísima: para ellos la inteligencia es todo. Hasta el punto de que, como es sabido, los estoicos tuvieron la intuición –muy de actualidad entre psicólogos contemporáneos (nihil est in sensu quod prius non fuerit in intellectu, de Pradines, o de Merleau-Ponty)– de la naturaleza racional de los sentidos, que no es lo mismo que la naturaleza sensorial del entendimiento, como ha

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sostenido el empirismo desde Estraton a Condillac. Por eso, más que decir que, según los estoicos, no hay en el hombre inteligencia, habría que decir que no hay en el hombre sentidos. Galeno enseña claramente que es la misma parte principal del alma, el hegemonikon, la que oye y la que ve. Los sentidos, dice Aecio, son como una emanación del alma,como los tentáculos del pulpo. Por cierto que esta concepción de los sentidos, es la que condujo a Gómez Pereyra y aun a Descartes, a negar el alma a los brutos, por un modus tollens explícito: claramente dice Pereyra que si se les concede sensación a las bestias, habría que [109] concederles también razón y, por tanto, alma espiritual. A esta luz resulta totalmente desenfocado lo que dice Ortega, pág. 297, acerca de que la catalepsia no es función o facultad inteligente. Las críticas de Arcesilao son de pura escolástica académica (la distinción de sentidos y entendimiento) y nada prueban en favor ni en contra de la interpretación de Ortega. Pero, sobre todo, es totalmente gratuito decir que los estoicos fundaron la fuerza de la evidencia cataléptica en el consensus omnium, en el «sufragio universal». Este era para ellos signo de gran probabilidad de que lo comúnmente admitido es natural; por ser natural se manifiesta a cada uno de los hombres y, por eso, lo natural es universal, como Aristóteles mismo había enseñado, y no recíprocamente como Ortega pretende, víctima de un sofisma de afirmación del consecuente. No es el que lo digan todos, la gente, la razón de aceptar los principios comunes. Es porque estos son evidentes por lo que son aceptados por todos. Y cuando, en concreto, un principio es aceptado por todos, hay que presumir que deriva de la misma fisiología humana; que es por naturaleza y no por accidente: (dirían los aristotélicos), por lo que es aceptado. Lo acepta nuestra naturaleza, que ve con evidencia esta necesidad del Cosmos. Pero este fatalismo es una doctrina metafísica de los estoicos que no debe confundirse con la doctrina epistemológica estoica como Ortega sobreentiende (pág. 296). La naturaleza es la razón de que el hombre, parte suya, tenga evidencias: Constriñe al hombre a la evidencia, pero le constriñe por medio de la evidencia y no por la aceptación ciega de algo que no comprende. En modo alguno puede asignarse a la gente la función de naturaleza que obliga al asenso ciego. La naturaleza obra, en este caso, según los estoicos, a través del individuo. Es un mecanismo análogo al de la libertad, como obligación que nos impone la naturaleza, según el famoso símil del cilindro que rueda cuesta abajo de Crisipo. Ortega ha instituido, con todo, una suerte de psicoanálisis de los estoicos, acusándoles de que esta su valoración de la opinión común es indicio de un respeto esclavizado del estoico a la gente. Pero aun supuesto, y es mucho suponer, que este diagnóstico fuese certero, no habría que confundirlo con la doctrina estoica, con su doctrina consciente profesada. Esto sería tanto como si un freudiano informase que San Juan de la Cruz enseñó la necesidad del acto sexual. En una desfiguración igualmente intolerable incurre Ortega, pues de su exposición sacará el lector no especialista la impresión de que los estoicos eran hombres acríticos, sobrecogidos por las opiniones del

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vulgo –de la gente– conservadores, gregarios... y esta imagen es calumniosa y totalmente equivocada –yo la he sentido personalmente como una ofensa–. Acuden aquellas famosas palabras de Séneca:«Unus quisque mavult credere quam judicare» (De vita beata, I, 4). Y las que siguen: «Pereceremos por el ejemplo de los demás; nos salvaremos si nos apartamos del vulgo» (de la gente). Y aquellas otras noticias que nos trae Cicerón y Sexto Empírico y que nos ofrecen una imagen del sabio estoico, muy próxima, en su metódica circunspección crítica, nada menos que a Descartes. El sabio estoico no podría decir nunca lo que una vez dijo Lyell: «Lo creo porque lo habéis visto; pero si lo hubiese visto yo, no lo creería». El consentimiento universal podrá ser un signo, un criterio de verdad. Pero a condición de que su evidencia sea verificada en el fuero interno del que medita. Tal y como prescribía Descartes, cuya moral [110] sabemos que está fuertemente impregnada de estoicismo. El sabio estoico no se precipitara nunca en dar el asentimiento y considerará las cuestiones minuciosamente, tanto que correrá el peligro de hacer bostezar a su interlocutor. Todo esto es muy cartesiano. Pero todavía algo más: El sabio estoico sólo dará su asentimiento a una impresión cataléptica, a una fantasía cataléptica, que es aquélla tan clara y tan completa que sólo admite una teoría lógicamente posible en cuanto a su origen (véase el fragmento 59 del vol. I de von Arnim). ¿No estamos en una posición muy próxima al plan cartesiano de no aceptar como evidentes más que aquellas proposiciones cuyas contrarias resulten imposible, que no admitan otras opciones lógicas? Los estoicos también exigían este requisito y precisamente porque hay muchas impresiones que dejan lugar a alternativas, no le es permitido al sabio concederles su asentimiento, sino seguir lo probable. En ésta utilizaban la misma que los académicos. Se diferenciaban de éstos en que todas las representaciones daban lugar a alternativas. Recuérdese aquel test que Ptolomeo de Alejandría hizo a Sfero, discípulo de Zenón y Cleantes. En un banquete le ofreció una granada de cera. El filósofo intentó comerla y el rey le preguntó con ironía cómo había dado su asentimiento a una impresión falsa. A lo que Sfero respondió: «Sólo he dado mi asentimiento a la probabilidad de que el fruto ofrecido por el rey Ptolomeo fuese auténtico» (Laercio VII, 177).  Por último, y respecto al tercer punto de los señalados –la conexión con la problemática de la Fe–, me limitaré a advertir que las ideas preconcebidas de Ortega desfiguran también la doctrina estoica y pecan de imprecisión. Se le podría objetar también a Ortega, en este punto, falta de información;parece –aquí y en otras ocasiones– como si Ortega no conociese los textos en su totalidad, como si solamente hubiese leído los que le interesaban. Lo cual es sumamente improbable. Lo más verosímiles sospechar que Ortega mismo quedaba fascinado por sus propias hipótesis, sufriendo, en su virtud,un auténtico «proceso cataléptico», en el sentido que él atribuye a los estoicos y que le impedía considerar otras opciones.

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Este mecanismo mental explica también los lugares en que Ortega se escandaliza de que nadie haya visto, hasta él, determinada hipótesis o relación. Ese nadie acaso fuera el último libro que Ortega había leído sobre el tema; y la fuerza verdaderamente ejemplar, por otra parte, de su propia reacción, la viveza de la propia idea que se le ocurría (estimulada, las más de las veces, por la presión subterránea de alguna idea ajena, profundamente asimilada), le fascinaba de tal suerte que, estrechándole la franja de consciencia, le hacía olvidar a los otros que anteriormente habían tomado presencia en su espíritu. En nuestro caso: ¿cómo podía Ortega no haber leído la multitud de pasajes en que los estoicos, o sus expositores, sin utilizar los tecnicismos orteguianos, ponen en relación íntima la problemática de la Fe con sus conceptos epistemológicos? Tertuliano, por ejemplo, aplica el concepto estoico de sensación al conocimiento de Cristo, que se nos revela precisamente por los sentidos (De Anima, 17). Y no es preciso hablar de Clemente de Alejandría o de Marsilio Ficino en sus fundamentaciones de la Fe, ad modum estoico, por el consenso universal.  Las inexactitudes, errores, vaguedades y presunciones contenidas en el libro de Ortega son tanabundantes, que apenas puede quedar una de sus [111] páginas con el margen en blanco; las de mi ejemplar están completamente emborronadas y en esta reseña he escogido unas cuantas, casi al azar, y frenado por el temor de hacer una nota excesivamente amplia.  Y, sin embargo, el libro de Ortega es un libro magnífico, verdaderamente una obra maestra. El libro de Ortega es un conjunto de lecciones magistrales. Con esta frase quiero formular, con toda seriedad,una opinión sincera.  ¿Cómo es posible –me preguntarán– mantener esta opinión tan positiva sobre el magisterio de unhombre que yerra en cada frase que pronuncia? Es posible, y no por una ambivalencia puramentepsicológica y no elaborada. Me acogeré, para explicar brevemente tal posibilidad, a la célebre paradoja de Poincaré: «La Geometría es el arte de razonar bien sobre figuras mal hechas». Ortega, asimismo, en esta obra técnica y magistral, dibuja mal, esboza, desfigura... Pero, a pesar de todo, «razona bien», habla como maestro. Y esto, en dos sentidos: Primero, porque en cada página, al lado de los mil errores, encontramos mil enseñanzas, mil sugestiones, frases felices e iluminadoras. Segundo, porque escuchamos una continuada lección acerca de la conducta que conviene adoptar, ante la ciencia y la experiencia, al hombre que filosofa.  Por lo que hace a lo primero, los aciertos de Ortega son tan numerosos como sus errores, y señalarlos sería reproducir aquí gran parte de su obra. Por ejemplo, la exposición del sensualismo de

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Aristóteles (párrafo 17) es magnífica, así como el análisis de esa «deducción trascendental» de los principios por Aristóteles (págs. 216-219); o la conferencia sobre el optimismo leibniziano y lasconsideraciones etimológicas acerca del empirismo (pág. 190 y sigs). Ortega es, en este primersentido, un auténtico «maestro». Esta es la categoría que encuentro más ajustada a la real y efectivasignificación de Ortega. Ortega es, por supuesto, un egregio profesor de Filosofía que sabe informar de las últimas novedades con una claridad asombrosa y, aunque no las domine a fondo (como según probabilidades muy fundadas, le ocurría con las ideas relativistas, o con las cuestiones centradas en torno al teorema de Gödel), lo cual no hay por qué exigírselo a nadie, en nuestro siglo, tiene el exquisito tacto de asumirlas con dignidad, barruntando su significación filosófica e histórica y brindándolas a sus discípulos. Es un magnífico profesor de Filosofía que sabe buscar los ejemplos más atractivos, los apoyos y citas más brillantes, las asociaciones más ricas, propias de un espíritu intensamente cultivado. Ortega es, sobre todo, un gran pedagogo de la Filosofía actual. Yo no veo, no puedo ver en Ortega, a un creador o a un sistematizador de gran estilo del pensamiento filosófico. Las ideas orteguianas se incorporan fácilmente al curso del pensamiento europeo actual y, a escala europea, no representan realmente ninguna fase especial (como la representó Bergson, Husserl o Heidegger). Pero veo a Ortega como a un maestro, un gran pedagogo cuya significación hay que analizarla más que con conceptos técnico-filosóficos, con categorías sociológicas, políticas e históricas. Y acaso, históricamente, la significación de un maestro puede ser humanamente más profunda, en un caso concreto, que la significación de un creador o de un sistematizador, en el sentido dicho. En la Historia de España, la significación de Ortega como maestro es incalculable: praeceptor Hispaniae es un [112] sobrenombre que acaso no le iría desajustado. La labor de Ortega es, ante todo, más que creadora, magistral, expositora, divulgadora, en el más noble sentido de esta expresión y retirado todo juicio de valor. Ortega ha sido durante treinta años el centinela del pensamiento europeo y la Revista de Occidente fue para España una auténtica «Escuela de Traductores de Toledo». En este libro de Ortega que aquí se comenta, estas virtudes de «expositor», de vulgarizador magistral, se redundan, porque Ortega reexpone sus propias obras anteriores. Cabría trazar un paralelo entre La idea de principio en Leibniz, respecto de la restante producción orteguiana, y el Kant und das problem der Metaphysik de Heidegger, respecto de la suya. Ortega se acogió a Leibniz acaso, sospecho, porque Leibniz fue para Ortega el modelo histórico que le sirvió para comprenderse a sí mismo en su significación cultural: como un «ciudadano de la república de las letras europeas...» Por cierto, la valoración de la imaginación, como fuente o tronco común de la sensibilidad y el entendimiento (pág. 354 y otras) así como la exposición que hace del ser y del ente (págs. 171, 266, 336...), aproximan el libro de Ortega aún más al libro de Heidegger arriba mencionado.

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 En segundo lugar, Ortega es un gran maestro –en este libro más que en ningún otro– en el sentido más profundo de la palabra: no solamente por su eficacia «informativa» como profesor, sino por su eficacia estimuladora y configuradora de la actitud filosófica. Ortega es, en este sentido, una especie de predicador. La arrogancia y el énfasis de Ortega resultan, en esta perspectiva, agradables ysignificativos, pues dejan traslucir mucho de esa actitud olímpica, magnífica, «jovial» que Ortega ha predicado siempre como propia del filósofo. Por ello y en lo que a este aspecto se refiere, casi es lo de menos que esta arrogancia se ejercite sobre visiones erróneas o desenfocadas: lo importante es la actitud misma. Ortega, en cuanto predicador, nos infunde unos desiderata más que realidades positivas: nos comunica en sus obras el esquema de un desideratum filosófico, a saber, el del pensamiento auténtico y original, a la par que fluyente de la historia. Ortega nos transmite, más en concreto, el esquema adecuado de conducta del filósofo ante los demás: asumiendo textos, interpretándolos desde el juicio solitario y propio y no simplista, sino resultante de la lucha y pulimentación en la mente de las ideas eruditas entre sí. Lo que muchos clasifican en Ortega como mera literatura debe consignarse, más adecuadamente, a esta actitud, no sólo pedagógica, sino parenética del maestro. Una «frase brillante», una «cita curiosa», un «ejemplo» no son solamente virtudes expositivas. Un ejemplo es, a veces, más importante que la doctrina recibida. Pues significa que el hablante ha recreado lo que expone, lo ha calentado con su sangre, lo ha matizado y encarnado en un mundo propio y, sobre todo, real, efectivo, viviente. A fin de cuenta, la Sabiduría no existe en los libros, sino en la mente de los filósofos que la cultivan.   Octavo y último. ‘La Vanguardia’. No puedo saber qué me repugna más en estas páginas, pero creo que su indecente derechismo. La Vanguardia, Sábado, 16 de julio de 1999 FILÓSOFO GUSTAVO BUENO: «Yo mataría al etarra Barrios con mis manos».  Gustavo Bueno. Tengo 75 años. Nací en Santo Domingo de la Calzada y hace 40 años que vivo en Oviedo. Soy catedrático emérito de Filosofía. Estoy casado desde hace 46 años y tengo cinco hijos y cuatro nietos.  Gustavo Bueno. Sería mejor no repartir la soberanía entre autonomías. Soy marxista y platónico. Soy un católico ateo. Preparo un libro titulado «España frente a Europa».

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 Víctor-M. Amela.—¿Cuándo empezó a filosofar?  Gustavo Bueno.—A los 16 años. Antes, yo quería ser biólogo: mi padre, médico, me llevaba a autopsias, me enseñaba cerebros...  Víctor-M. Amela.—¿Y qué le pasó a usted a los 16 años?  Gustavo Bueno.—Que en clase un profesor dijo esta frase: «La excepción confirma la regla.» Empecé a darle vueltas... ¿Qué es regla? ¿Qué es excepción? ¿Hay regla, o todo es excepción? Alguien me dijo: «Si te interesan estas cosas, estudia filosofía.»  Víctor-M. Amela.—Y aquí está.  Gustavo Bueno.—Sí. Aquella frase fue la base de mi vida. ¡Las palabras no son inocentes! Suele decirse: «Esto es una cuestión semántica» como sinónimo de «es banal». ¡Todo lo contrario! Todo es semántica. Yo he dedicado mi vida a escrutar el sentido de las palabras.  Víctor-M. Amela.—¿Qué palabras, por ejemplo?  Gustavo Bueno.—Ética y moral, para empezar. España está plagada de profesoras de Ética, casi todas discípulas de Aranguren, que creen que la ética consiste en pagar impuestos y en ser bueno.  Víctor-M. Amela.—Señor Bueno..., ¿qué es la ética?  Gustavo Bueno.—La ética (de «ethos», carácter) son las normas para salvaguardar la existencia corpórea de uno mismo y de los otros. La moral (de «mos-moris», costumbre) son las normas para salvaguardar la existencia del grupo, sea familia, club, clase social...  Víctor-M. Amela.—¿Qué está por encima, la moral o la ética?  Gustavo Bueno.—Hoy gana la ética: impera un individualismo luteranista, un subjetivismo. El grupo se ha subordinado a los derechos del individuo.  Víctor-M. Amela.—Bien, eso es un progreso, ¿no?  Gustavo Bueno.—El concepto de progreso es discutible. No sé si es un

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avance o un retroceso. Es una línea. Una tradición. Hay otras. Víctor-M. Amela.—Mire lo que pasó en la URSS por poner al grupo por encima del individuo...  Gustavo Bueno.—La URSS quiso tutelar los ritos de paso (nacimiento, boda, muerte...), tener una religión civil..., que es lo que tiene la Iglesia católica. Yo admiré a la URSS por lo mismo por lo que hoy admiro a la Iglesia católica.  Víctor-M. Amela.—Yo creía que usted, como marxista, rechazaba a la Iglesia católica...  Gustavo Bueno.—La odié mucho durante el franquismo, sí, pero hoy admiro su arte, sus teólogos, sus filósofos... Un día vino un testigo de Jehová a pedirme consejo para estudiar filosofía y le dije: «Primero abandone esa religión.»  Víctor-M. Amela.—¿Por qué?  Gustavo Bueno.—¿Qué han producido los testigos de Jehová? ¡La cultura católica ha producido un filósofo como santo Tomás de Aquino! O una «Misa» de Palestrina, o una pléyade de teólogos y moralistas sutilísimos: ¡un respeto!  Víctor-M. Amela.—Pero, ¿no era usted ateo?  Gustavo Bueno.—Y lo soy, claro. Pero hoy me defino como un ateo católico: la Iglesia es la heredera del Imperio Romano. Es filosofía griega más derecho romano. Es una organización internacional única en la historia. Es admirable.  Víctor-M. Amela.—¿Y marxista? ¿Sigue siendo marxista?  Gustavo Bueno.—El materialismo histórico de Marx es tan importante, que no asimilarlo es como ser precopernicano. Pero ser de izquierda exige ser racionalista, y muchos «marxistas» convirtieron a Marx en dogma, en una mística..., y así dejaron de ser de izquierda.  Víctor-M. Amela.—¿Cuáles son hoy las nuevas místicas?  Gustavo Bueno.—Los nacionalismos, por ejemplo. Desde un estricto racionalismo, a los españoles les conviene más mantenerse unidos ante Europa y no fraccionar la soberanía, pero...

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 Víctor-M. Amela.—La gente busca su identidad...  Gustavo Bueno.—Ya, pero me sublevan la mentira y la invención de la historia: Bilbao o Vitoria son fundación de Castilla, por ejemplo. ¡Y los vascos se incorporan a la historia a través de España! Antes eran pura antropología.  Víctor-M. Amela.—¿Nunca se arrepiente de lo que dice?  Gustavo Bueno.—Un hombre libre no se arrepiente: asimila e integra sus errores a su proyecto vital. Y si algún error es tan espantoso que no puede ser integrado en ese proyecto, se suicida.  Víctor-M. Amela.—Vaya... ¿No es la vida humana el valor supremo?  Gustavo Bueno.—¡No! Esa idea proviene del individualismo. Más valiosa que la vida es la generosidad: hacer algo por otro sin esperar premios.  Víctor-M. Amela.—Si la vida no es lo más importante, ¿es justificable matar?  Gustavo Bueno.—Lo es matar en defensa de la familia, en defensa del grupo, de la sociedad...  Víctor-M. Amela.—Eso justificaría la pena de muerte.  Gustavo Bueno.—Sí, pero yo la llamaría «eutanasia procesal». «Pena de muerte» es una expresión absurda: si destruyes al sujeto, ¡la pena no es para él, sino para los que se quedan!  Víctor-M. Amela.—Perdón, ¿defiende la pena de muerte?  Gustavo Bueno.—Sí, sí, claro. Debería hacerse un referéndum sobre la pena de muerte. La gente no se atreve a decir esto, pero yo sí. Por ejemplo, al etarra Barrios, el que asesinó al matrimonio de Sevilla, habría que matarle.  Víctor-M. Amela.—¿No cree que una sociedad demuestra verdadera fortaleza cuando no necesita recurrir a la ejecución ni del más execrable asesino?  

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Gustavo Bueno.—No: si la sociedad asume un crimen horrible como el de Sevilla, borra la frontera entre lo admisible y lo inadmisible y se pone en peligro a sí misma.  Víctor-M. Amela.—¿Se atrevería usted a matar con sus propias manos al etarra Barrios?  Gustavo Bueno.—Sí. En este caso, sí. Si él se hubiese arrepentido de veras, debería suicidarse. Pero si, encima, está orgulloso de lo que hizo... no es un hombre, es un imbécil social, un ser peligrosísimo, un chimpancé, una persona cero. Matarle no es matar a una persona.  Víctor-M. Amela.—¿Tiene usted pistola?  Gustavo Bueno.—Tuve una pistola del 9 largo al terminar la guerra, a los 23 años. La vendí enseguida por veinte pesetas, porque sabía que, si me la quedaba, acabaría usándola.  Víctor-M. Amela.—Aplaudo su prudencia. Hizo bien.  Gustavo Bueno.—La verdad es que durante estos años la hubiese usado en tres o cuatro ocasiones.