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Editorial OrienteEditorial Oriente

ANGUSOLA Y LOS CUCHILLOSANGUSOLA Y LOS CUCHILLOS

Lino Novás CalvoLino Novás Calvo

Santiago de Cuba, 2003Santiago de Cuba, 2003

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ANGUSOLA Y LOS CUCHILLOSANGUSOLA Y LOS CUCHILLOSANGUSOLA Y LOS CUCHILLOSANGUSOLA Y LOS CUCHILLOSANGUSOLA Y LOS CUCHILLOS

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ANGUSOLAANGUSOLAANGUSOLAANGUSOLAANGUSOLAY LOS CUCHILLOSY LOS CUCHILLOSY LOS CUCHILLOSY LOS CUCHILLOSY LOS CUCHILLOS

LINO NOVÁS CALVO

Compilación y Prólogo

Cira Romero

Editorial Oriente, Santiago de Cuba, 2003

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EDICIÓN: Zeila Robert LoraDISEÑO DE CUBIERTA: Luis Antonio Casanellas CuéDISEÑO INTERIOR: Orlando Hechavarría AyllónCOMPOSICIÓN: Abel Sánchez MedinaILUSTRACIÓN DE CUBIERTA: Tuberculosis, de Fidelio Ponce de León

Todos los derechos reservados© Sobre la presente edición:

Editorial Oriente, 2003

ISBN 959-11-0387-5INSTITUTO CUBANO DEL LIBROEDITORIAL ORIENTEJ. Castillo Duany, No. 356Santiago de CubaE-mail: [email protected]

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Prólogo

A diecisiete cuentos de Lino Novás Calvo quequizás su autor nunca hubiera recopilado

A cien años del nacimiento de Lino Novás Calvo,1 a seten-ta de haber aparecido su única novela, Pedro Blanco, elnegrero (Madrid, 1933) y a veinte de su falleci-miento,2 intentamos rendir homenaje a quien constituyeuna de las figuras claves de la narrativa cubana del si-glo XX. Y subrayamos con toda intención la frase antescitada porque no estamos absolutamente seguros de queLino se sentiría honrado de ver reunidos en un volumencuentos que, quizás por razones diversas, quedaron se-pultados en las hoy polvorientas páginas de periódicos yrevistas. Si nos dejamos guiar por sus preocupacionescasi enfermizas para tratar de conseguir cuentos y nove-las que lo satisficieran a plenitud,3 posiblemente de este

1 A partir de la afirmación realizada por el propio Novás Calvo acerca de queel año de su nacimiento había sido 1905, ese fue el aceptado. Sin embar-go, la investigadora norteamericana Lorraine Elena Roses, autora del libroVoices of the storyteller, Cuba’s Lino Novás Calvo (1986), tuvo acceso a lapartida de bautismo del autor, en la cual se hace constar que nació el 24de septiembre de 1903. Para mayor información al respecto puedeconsultarse su trabajo “La doble identidad de Lino Novás Calvo”, publica-do en el número 3 de Linden Lane Magazine correspondiente a julio-sep-tiembre de 1986, pp.3-4.

2 Murió en la ciudad de Nueva York el 24 de marzo de 1983.3 Novás Calvo sólo publicó, en el género de novela, la que tituló Pedro Blan-

co, el negrero. Biografía novelada. En Cuadernos Americanos aparecieron,en 1947 y 1948, dos capítulos de la titulada “Los Oquendo”, en la quetrabajó durante muchos años, pero que, al parecer, no concluyó. En tan-to, Un experimento en el barrio chino (Madrid, 1936), No sé quién soy (Méxi-co, 1945) y En los traspatios (La Habana, 1946) aunque publicados demanera independiente, son cuentos largos. El lector podrá tener una am-plia visión de los avatares creativos de este autor si consulta el volumenCuestiones privadas. Correspondencia a José Antonio Portuondo (EditorialOriente, 2002), en el que aparece un número considerable de cartas suyasdirigidas al destacado crítico y ensayista.

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volumen hubiera eliminado varias piezas, sobre todo laspublicadas entre finales de la década del 20 y los años 30,pero nos ha parecido valioso realizar esta labor de res-catarlas todas, porque algunas son dignas de parango-narse con sus antológicos “La noche de Ramón Yendía”o “Long Island”, para sólo citar dos de sus cuentos mássobresalientes.

El carácter artísticamente desigual de estos cuentos noimpide señalar que con ellos su autor se reafirma en ununiverso literario único, personal y posiblemente irrepeti-ble de la literatura cubana, aunque quizás la relevanciaque le concedemos a su quehacer no haya sido aún vali-dada a plenitud por la crítica, que, no obstante, ya co-mienza a revalorizar su obra bajo una mirada inteligentey recuperadora, en particular esa novela inquietante eimprescindible que es Pedro Blanco, el negrero.

Cuando Lino Novás Calvo se inició en el espacio litera-rio cubano a finales de la década del veinte del pasadosiglo, el ambiente cultural en Cuba estaba viviendo unode sus momentos más singulares. Los intelectuales deizquierda, cuya unidad se hizo más fuerte después deocurrida la Protesta de los Trece,4 se nuclearon a partirde este hecho histórico en el Grupo Minorista,5 que, sintener ni presidente ni secretario, ni levantar actas, sino,

4 Uno de los fraudes más notorios cometido por el gobierno de Alfrezo Zayas(1921-1925) fue la adquisición del convento de Santa Clara a un precioescandaloso para la época. Ello provocó que un grupo de jóvenes, lidereadospor Rubén Martínez Villena, se presentara en un acto público que se cele-braba en los salones de la Academia de Ciencias, en mayo de 1923, parahomenajear a la escritora uruguaya Paulina Luisi, y protestara ante elSecretario de Justicia, Erasmo Regüeiferos, allí presente, por su complici-dad en la adquisición del citado inmueble. Entre los participantes en esteacto de acción cívica estuvieron presentes Juan Marinello, Jorge Mañach,José Antonio Fernández de Castro y José Zacarías Tallet, entre otros inte-lectuales que comenzaban a ganar prestigio en la vida cultural del país.

5 Para obtener una excelente información acerca de este grupo, así comotambién de la Protesta de los Trece, puede consultarse el volumen tituladoEl Grupo Minorista y su tiempo (1976), de la doctora Ana Cairo Ballester.

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todo lo contrario, de una manera espontánea, pero cons-tante, realizó una necesaria labor de depuración y de re-forma, tanto literaria y artística como política y social,que alcanzó repercusiones continentales y dejó sentirsu influencia y acción en España. Asimismo la apariciónde 1928. Revista de Avance (1928-1930),6 que reunió amuchos minoristas y dio paso en sus páginas a la van-guardia plástica y literaria insular, fue otro sello indiscu-tible de esos años, caracterizados, además, por la luchaantimachadista. A este fuerte movimiento de intransigen-cia ante el absolutismo y la opresión —al que se adhirióla mayoría de los escritores y artistas, quienes defendie-ron también el incuestionable criterio de que Cuba no eraefectivamente independiente7 y que coincidió con la in-serción de la Isla dentro de las grandes corrientes litera-rias y artísticas del momento—, se vinculó Lino NovásCalvo, que, sin pertenecer al minorismo fue, tanto por susnexos con los más altos representantes de esta genera-ción “de cólera y de justa violencia”, como por el carácterde su entonces incipiente obra literaria, un minorista más.8

La obra de Lino Novás Calvo, junto con la de AlejoCarpentier también en la narrativa, la de Nicolás Guillénen la poesía, la de Alejandro García Caturla y AmadeoRoldán en la música y la de Carlos Enríquez y VíctorManuel en la pintura, se inscribe dentro de lo más

6 El año de la publicación, que formaba parte de su título, iba cambiandoanualmente.

7 No tengo elementos para dar constancia de que Novás Calvo se hubie-ra vinculado a la lucha contra Gerardo Machado. Su regreso a Españaen 1931 buscando nuevos horizontes, sobre todo económicos, y cuandoprecisamente comenzaba la más fuerte etapa de lucha contra el régimen,son determinantes para considerar que no tuvo participación, al menosdirecta en hechos políticos. No obstante, en sus cartas desde España aamigos como José Antonio Fernández de Castro y Manuel Navarro Lunamuestra profunda preocupación por la situación cubana.

8 Creo que el manifiesto del Grupo Minorista (1928), en sus planteamientosartísticos, es plenamente coincidente con los propósitos que ya por enton-ces se trazaba Novás en su recién iniciada obra literaria.

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novedoso y artísticamente más sólido del momento, aun-que es un reconocimiento que le llega demasiado tarde,pues en su etapa de mayor producción como escritor, cuan-do publicó al menos dos libros de cuentos imprescindi-bles en nuestra historia literaria —La luna nona y otroscuentos (1942) y Cayo Canas (1946)—, la crítica, excep-to la realizada por José Antonio Portuondo y SalvadorBueno, entre otros pocos, apenas reconoció la trascen-dencia de su obra. En una personalidad tan compleja comola de Novás9 ser ignorado o preterido era una manera deaplastarlo, de sembrarlo en una especie de limbo en elque nunca quiso estar y en el que, sin embargo, buscórefugio en no pocas ocasiones, aunque la pasividad noformó parte de su conciencia en tanto hombre y en tantoartista. Novás no persiguió la gloria intelectual, sino elplacer del reconocimiento de sus contemporáneos, a lavez que defendió la necesidad de que el escritor fueraestimado como un ser capaz de, por su obra, alcanzarmerecimientos a escala social y a escala de sus propioscompañeros de oficio. Pero apenas había comenzado aexperimentar el cumplimiento de, al menos, algunos deesos deseos tras el triunfo de la Revolución —fue nom-brado jurado de cuento del Premio Casa de las Américasen su primera convocatoria, lo cual era expresión de quela estima por su obra comenzaba a reconocerse—, deci-dió dar un salto casi al vacío: irse de Cuba en calidad deexiliado político para tratar de vivir una nueva vida quepensaba le sería más grata que la vivida hasta entonces.Pero lamentablemente no sucedió así. Tuvo que trabajarde manera ardua como traductor del inglés al español, la-bor que había desarrollado desde comienzos de la décadadel treinta, cuando retornó a su España natal, donde resi-dió hasta 1939, y que prosiguió desempeñando hasta

9 Remitimos al lector al libro Cuestiones privados…, citado en la nota 3, paraque obtenga, a través de las cartas de este autor dirigidas a Portuondo, unavisión amplia de su complejo carácter.

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mediados de la década del 50 en la revista Bohemia, dela que llegó a ser jefe de información. Del 17 de agostodel año 1963 data una carta de Novás remitida desdeNueva York a su gran amigo José María Chacón y Calvoen la cual se lee:

Para mí la vida no ha sido más que una agonía, y lamuerte no vendrá tan callada que no la sienta ve-nir. Ha sido siempre mi destino que las mareas mellevaran siempre al centro de las borrascas. Ustedbien lo sabe: yo no las busqué; ellas siempre a míme buscaron. Este es mi cuarto exilio y Dios sabe siaún faltan otros […]. ¡De mí que más contarle! Elexilio nunca es bueno, sobre todo en la vejez, notanto por el exilio mismo, como por los exiliados.¡Qué pequeños lucen aquí algunos que allá se ha-cían pasar por grandes! ¡Cuántas cosas más podríadecirle! Pero termino aquí con este lamento, porqueno quiero agravar con los míos sus propios pesares[…]. Mi única distracción es recorrer a pie, cada se-mana, un pedazo de esta ciudad, que es un mundo,con todo lo bueno y todo lo malo.10

Fungió también como profesor de Literatura Latinoame-ricana en la Universidad de Syracuse, en el estado deNueva York, donde sirvió dicha cátedra a partir de 1967 yhasta que la enfermedad lo obligó al retiro en 1973, añoen el cual se organizó en su honor un simposium en el quese leyeron varios trabajos donde se valoró y estudió conbastante acierto su obra narrativa.11Diez años después,en 1983, fallecía en un hospital de la Babel de Hierro.Frecuentes hemorragias cerebrales fueron deteriorandosu mente y su cuerpo hasta aniquilarlo completamente

10 Fondo “José María Chacón y Calvo”, Archivo Literario del Instituto de Lite-ratura y Lingüística

11 La revista Symposium, órgano de dicha universidad, dedicó dos de susnúmeros, correspondientes al verano y al otoño de 1975, a publicar lostrabajos leídos en esa ocasión.

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y convertirlo, según testimonio de Guillermo Cabrera In-fante que lo visitó en una ocasión, en un vegetal. Susrestos yacen en el cementerio de la ciudad de Syracuse.Su tumba apenas es visitada por los vivos. La rondanespíritus tan fuertes como los de Sofonsiva, Caunaba,Louro, Agileo, Rouco, o Amiana, pero, sobre todo, el dePedro Angusola, que lo invita a dar una ronda por lasafueras de La Habana mientras ejecuta la danza de loscuchillos.

En el lapso que corrió aproximadamente entre 1923y 1930, el cuento en Cuba tuvo como rasgo caracterizadorla búsqueda de elementos formales novedosos en el marcodel breve momento vanguardista insular que, como sesabe, fue bastante débil en el plano literario. No obstan-te, ocurrieron cambios que permiten afirmar, sin dudas,la presencia de una nueva sensibilidad y de una nuevarelación entre el escritor y su entorno, cuyo resultado fueun acercamiento plural enriquecedor a nuestra historia,a nuestra cultura y a nuestra propia sociedad. Tampocopuede pasarse por alto que las transformaciones esboza-das ocurrieron en una circunstancia recogida por nuestrahistoria literaria bajo la denominación de “década crítica”—1923-1933—, aportada por Juan Marinello, y que obe-dece a la diversidad de problemáticas que en ella se ori-ginaron, tales como, entre otras, el afán por dilucidar loselementos integradores de nuestra identidad y por tratarde restablecer una comunicación entre la cultura cubanay la universal; pero sin olvidar que fue también una eta-pa de fuertes convulsiones políticas internas y externas,que de un modo u otro contribuyeron a acentuar los ras-gos de la renovación que se reclamaba. Fue, en resumen,un período angustiado, lleno de inconformidades y anun-ciador de cambios.

Atrás habían quedado los cuentistas cubanos que, comoJesús Castellanos (1879-1912), llevaban a sus relatos“mozos fornidos, notables del vecindario que se reúnen

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para conversar y viejas beatas que pasan camino de lasalve”,12 en copia casi al carbón de los narradores espa-ñoles finiseculares; o como, en otro sentido, estaba ha-ciendo Luis Felipe Rodríguez (1884-1947), a quien nopuede omitírsele el mérito de haber sido el fundador delcuento nacional, pero cuya obra narrativa estuvo lastradapor un sociologismo que fecundó pobre, pero ampliamen-te, en otros autores. Se producía en los momentos inicia-les novasianos una fuerte toma de conciencia nacional,así como, en el plano literario, la asimilación creadora denuevas lecturas, preferentemente de escritores norteame-ricanos, y de novedosas técnicas narrativas que prove-nían del cine. Sin dudas un dinamismo revitalizante nutrey enriquece al cuento cubano, aunque aún sean —comien-zos de la década del 30— tanteos y hallazgos que noevidencian todavía una consolidación del género. Nom-bres como los de Carlos Montenegro (1900-1981), Enri-que Serpa (1900-1968) y Pablo de la Torriente Brau(1901-1936), entre los más sobresalientes, vigorizan consus libros —El renuevo y otros cuentos (1929), Felisa yyo (1937) y Batey (1930), escrito en colaboración conGonzalo Mazas Garbayo (1904-1978), respectivamente—el estado casi parasitario de un género que hasta enton-ces sólo había bebido de fuentes ibéricas para ofrecer unresultado literario estéril y carente de vigor. Pero no seríahasta la década del cuarenta que la cuentística cubanaalcanzaría su verdadera madurez, lapso, por demás, quepuede catalogarse como de oro para el género en la Isla,y en el cual Lino Novás Calvo, junto a autores de la tallade Alejo Carpentier (1904-1980),13 Enrique Labrador Ruiz(1902-1991), Félix Pita Rodríguez (1909-1990), VirgilioPiñera (1912-1979) y Onelio Jorge Cardoso (1914-1986),

12 Ambrosio Fornet. En blanco y negro. Editorial Arte y Literatura, La Haba-na, 1967, p.26.

13 De la década del 40 datan algunos de sus relatos que con posterioridadrecogerá en el volumen Guerra del tiempo (1958).

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entre los más relevantes, dieron a conocer muchos desus mejores cuentos. En el caso de Novás, la crítica másautorizada ha inscrito sus piezas narrativas de esos añosdentro de la tendencia llamada universalista, aunque suimpronta escritural está presente también en la denomi-nada línea urbana.14

Cuando uno escribe es como la araña. El hilo le salede adentro, pero cómo se forma no lo sabemos.

LINO NOVÁS CALVO

Creo que la “araña escritural” de Lino Novás Calvo co-menzó a tejerse desde que a finales de la década de losaños veinte comprendió que en la letra impresa estaba,sin dudas, su único y definitivo destino. Cuando hoy, amás de setenta años de escritos, volvemos a dos creacio-nes suyas totalmente iniciáticas: el cuento “La furnia”,incluido en este volumen, y el poema titulado “Miedo”,15

podemos afirmar que su universo literario ya estaba casipor completo delineado. Si en el primero leemos, en elpárrafo que abre la breve pieza:

Antoñoco Pérez, el insignificante, también había detirar su piedra. Entre los humanos, un noventa por

14 La crítica literaria cubana ha coincidido en la opinión de que entre 1923y 1958 concurren en el género que nos ocupa cuatro tendencias esencia-les: el cuento rural, en cuya evolución se pueden apreciar a lo largo delperíodo altas y bajas en cuanto a realizaciones estéticas, en concordanciacon el propio conocimiento de ese mundo y con el dominio de los recursostécnicos para aprehender el ambiente campesino; el cuento urbano, don-de se exploran problemáticas inherentes al ámbito citadino, con especialdetenimiento en el universo obrero, en el medio familiar de la pequeñaburguesía, la esfera sociocultural de los marginados y las experiencias entorno a la revolución del treinta; el cuento negrista, que se adentra en lascostumbres y en la cultura negras, pero no desde el ángulo folclorista,sino desde una óptica que permitió la integración de lo africano a lo cuba-no con un propósito de denuncia; y la vertiente universalista, en la cualconfluyen el cosmopolitismo, sobre todo en los ambientes, la búsqueda delser humano esencial en la poetización del entorno y el punto de vistaontológico (Garrandés, 1993, inédito).

15 Fue publicado en el número 32 de la Revista de Avance, correspondiente amarzo de 1929, p.78.

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ciento vive para tirar piedras, mientras que el resto seocupa en esquivarlas. Antoñoco era de los primeros.De niño no había tenido manos más que para tirar dela de aquella cieguecita, medio anquilosada, en cuyasórbitas se apretaba el polvo y la cal de las calles,como velando al pudor público el ejemplo repugnantede un placentero descuido.

en “Miedo”, del cual extraemos un fragmento, expresa,acariciando el vanguardismo en sus palabras:

Primeroel temblor inseguro de la tierra pisadabajo el dolorde los primeros pasosy la flagelación en luz de la mirada …Miedo:los descensos sonámbulos,rotas las fuerzas másculas de las gravitacionesen un delirio de espacios.La mano paternal pronunciándose en índicehacia la senda fácil de las desviaciones;y encima:la gramática de los astros.[…]¡Miedo!Miedo en todos los sorbos de nuestras alegrías:y al finalel misteriola puerta infranqueable de promesas eternas.Nada.Todo camina a nuestra espalda.

Algunas palabras claves en ambas composiciones sonmuestras de que su poética, aunque en ciernes, estabaen un proceso de rápida cristalización que pronto ten-dría resultados mucho más alentadores. En primer térmi-no los sustantivos —furnia y miedo— que dan título a cada

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una de ellas, ya resultan elementos semánticos que,con posterioridad, alcanzarán, con espectros de mayorsignificado, un relieve muy particular en su mundocreativo; en segundo lugar, la atmósfera de asfixia inte-rior, de cierta brumosa sensación de desasosiego, de tor-tura íntima, ya comienza a apuntar como rasgo que luegoserá delineador esencial de su universo narrativo, así comotambién los escenarios, casi siempre el de los bajos fon-dos citadinos. En una fecha muy cercana a la publicacióndel cuento antes citado —1929—, Novás Calvo expresabaque “la liebre de este género es animal de patas muyligeras y olfato exquisito, a la cual es muy difícil encaño-nar, hasta por los mismos cazadores de emociones”.16

Muchos años después diría, en esencia, lo mismo, cuan-do manifestó que es una composición

que se resiste tercamente a los experimentos másaudaces. Tiene uno que contar brevemente y confirmeza una historia. Redondearla. De lo contrarioya no sería cuento […] Cada cuento es una maneradiferente de narrar. Me ha tocado surgir en una en-crucijada literaria, y en todo el tiempo que llevo es-cribiendo no he hecho más que tantear, enprocuración de un estilo que se ajustara a lo que yoquería expresar.17

Pero, sin dudas, volviendo a su definición inicial, Novássupo afilar bien su puntería para, casi siempre de un solodisparo, lograr atrapar la liebre que distingue a este tipode escritura.

Lino Novás Calvo tuvo la virtud de saber aprovecharlos aportes más válidos e imperecederos del criollismo

16 A propósito de un comentario sobre el volumen de cuentos titulado Chin-chilla (1929), de Ramón Martín, aparecido en el número 38 de la Revistade Avance correspondiente a diciembre de 1929, p.280.

17 Víçtor Batista Falla. “¿A dónde va nuestra narrativa?”. Entrevista conce-dida por el autor en Exilio. Revista de Humanidades. Nueva York, otoño,1972, p.22.

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—realismo, paisaje, el hombre mismo, el lenguaje popu-lar—, y del expresionismo en su propósito de desnudar,en el personaje local, la más honda e individual esenciahumana y, a la vez, universalizarla, para brindarnos cuen-tos que son, ante todo, auténticamente cubanos por lafidelidad a la propia circunstancia, y universales por sufeliz ahondamiento en la común entraña humana. Suspersonajes son hombres, mujeres y niños de Cuba queemplean el español salpicado de regionalismos, pero loque de ellos se impone al lector no es lo regional ni lo típiconi lo pintoresco, sino lo humano, con no poca presencia delo autobiográfico. Es por ello que Novás no olvidó en suscuentos la aldea española de su infancia, o el emigrantepobre que llegaba a la Isla en busca de fortuna y sufríalas dolorosas circunstancias por las que él se vio obliga-do a atravesar cuando llegó a Cuba de su remota tierragallega. Peripecias apasionantes, la imaginación siem-pre presente, muy alejado, tanto de meras descripcionesde tono paisajístico o folclorista, como del encendido pan-fleto político en mezcla espúrea con el arte.18 Novás dasiempre participación en sus obras a lo permanente y en-riquecedor del coloquio popular, sin dejarse extraviar porlo momentáneamente expresivo de ciertas modas lingüís-ticas. En sus cuentos puede apreciarse un hábil manejodel enfoque, de los aspectos más significativos del esce-nario y de la propia anécdota —a veces en aparienciaintrascendente— que recrea con elementos tomados de

18 En una carta de marzo de 1933 remitida por Novás desde Madrid a suamigo Regino Pedroso le decía, a propósito de la reciente aparición delpoemario de este último titulado Nosotros: “…no quiero hablarte ahora dellibro. Mi opinión vale poco. Pero sí quiero expresártela acerca de un puntomuy interesante. Y es para discrepar de la tuya en cuanto al arte comopolítica ‘explícita’. Para mí, el arte-política no es política ni es arte […] Paramí el sentido verdaderamente humano y artístico acaba donde comienza lateología y Gorki acaba donde comienza Stalin. La política es ciencia y eslucha ‘externa’, el arte es conciencia y amor —u odio —que vale lo mismo—internos”. Carta del Fondo Regino Pedroso del Archivo Literario del Institutode Literatura y Lingüística.

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la realidad cotidiana, en un proceso cargado de vitalidady en el cual los personajes se debaten entre la fatalidado la muerte. La visión que del hombre ofrece en sus cuen-tos es, por lo general, la del ser humano cercado, acecha-do por la angustia y por un destino que, casi siempre,termina por imponerse llegando a eliminarlo físicamente(“La noche de Ramón Yendía”, “La visión de Tamaría”).Ese hombre perseguido, acosado,19 estructura muchos desus cuentos, hostigamiento que se torna eterno e impla-cable, sea real o soñado. En este sentido sus personajesse elevan a la categoría de trágicos paradigmas de la exis-tencia humana, y vivir se convierte para ellos en una per-manente huida, una forma casi natural de afrontar la vida.Se mueven en una especie de combate, por lo generalinútil, contra la fatalidad y la angustia que los acompañay que, no pocas veces, los conduce a la muerte como úni-co e inevitable camino, en una pelea desesperada pero, ala vez, imposible de dejar a un lado. Muestra de lo expre-sado son los siete cuentos que conforman su volumenCayo Canas, que constituyen, en su conjunto, variacio-nes acerca del tema del hombre en circunstancias abru-madoras, atado siempre a lo inevitable. Pero soncoyunturas que no busca, sino que las lleva como enhe-bradas a su propia entraña.

Si en Horacio Quiroga la selva, el río, el medio natural—valores espaciales— constituyen el verdadero centrode sus cuentos, magistrales en más de un sentido, enNovás Calvo el hombre es el que ocupa el primer plano,pero visto siempre como individuo aislado, solo en mediode una multitud que no puede ayudarlo, sino que, por elcontrario, contribuye a agravar su conflicto interior, y sien-te como único espacio problémico el implacable y agónico

19 Creo, como muchos otros estudiosos, tanto de la obra novasiana como dela de Alejo Carpentier, que la noveleta El acoso (1956), de este último, ledebe mucho a “La noche de Ramón Yendía”, escrito en 1933 y, al parecer,no publicado hasta 1942 en el volumen La luna nona y otros cuentos.

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del tiempo. Por otra parte, el ámbito de conflicto de lacuentística novasiana está ocupado, generalmente, porhombres y mujeres provenientes de los bajos fondos, demedios sórdidos de una pequeña burguesía desposeída,de campesinos esquilmados y de obreros, excepto en cuen-tos como “La visión de Tamaría”, que se desenvuelve enun balneario elegante, y No sé quién soy —cuento largo onoveleta—, en el que aparecen personajes burgueses quese mueven en la zona marginal de los conflictos amoro-sos ilícitos. Esos hombres comunes que protagonizan suscuentos —choferes, contrabandistas, desplazados labo-rales, vendedores sin clientes, carboneros— no constitu-yen entes sociales en lucha contra el medio que los oprime,sino que son, simplemente, con todo el dolor que esa sim-pleza determina, hombres en acecho, en espera de lo ine-vitable, con un sentido muy determinado del fatalismoque los conduce, fatum predecible siempre, a un final dederrota y de fracaso, y donde lo peor que pueda ocurrires, posiblemente, bienvenido. Esa materia dolorosa queNovás elabora con su literatura está moldeada a travésde una técnica que le debe bastante al cine, y puedeadvertirse en el modo en que el autor nos describe emo-ciones y sentimientos, pues justamente lo que hace Nováses no describir, sino revelar gestos, objetos, detalles aveces nimios, lo cual podría suponer una asimilación delbehaviorismo o conductismo como modelo de análisispsicológico de sus personajes. También es notable en susnarraciones el hábil manejo de las sensaciones del hom-bre, que permite que el lector sea trasladado a una situa-ción anímica, a un estado emocional donde se crea unaatmósfera por momentos agónica e irrespirable, alcanza-da muy pocas veces a través de un lenguaje culto o inte-lectual, sino, por el contrario, con un lenguaje popular peromanejado artísticamente.

No puede obviarse en modo alguno la influencia quese dejó sentir en Novás de escritores norteamericanos e

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ingleses como William Faulkner, Ernest Hemingway,Aldous Huxley, David H. Lawrence, Sherwood Anderson,John Dos Passos y otros, a varios de los cuales dio aconocer por vez primera en español a través de sus tra-ducciones, como sucede con Faulkner y su novela San-tuario, publicada por la editorial española Espasa-Calpeen 1933. Al autor de El viejo y el mar20 lo unió una bue-na amistad, quizás una de las pocas que en el mundointelectual cubano tuvo el célebre norteamericano, y a sumuerte escribió:

Lo que le llamaba la atención [a Hemingway] eraque ni mi tono conjugaba con lo que sabía de mí:que —como él— había sido corresponsal de guerra,que —como él— había escrito cuentos de lucha ymuerte, que —como él— había estado en el lugar delos hechos. Eso no rimaba con la persona que teníadelante. No podía haber mayor contraste: él era gran-de y fuerte; yo, pequeño y endeble; su voz era reciay dura; la mía, débil y blanda; él era brusco y alta-nero; yo, cauteloso y humilde. Otra paradoja:Hemingway se parecía a su obra; yo no me parecíaa la mía.21

Pero lo más significativo en Novás es que fue el prime-ro que supo adaptar las técnicas narrativas de losanglosajones a una escritura que era netamente cubana y,más que cubana, algo mucho más local: habanera. Con ra-zón ha dicho Guillermo Cabrera Infante que “en sus cuen-tos se oye hablar a La Habana por primera vez en alta

20 Novás tradujo en 1953, para la revista Bohemia, esta novela del escritornorteamericano, que apareció en el número correspondiente al 15 de mar-zo. Fue la única traducción a nuestro idioma autorizada por su autor, quetuvo la oportunidad de mantenerse al tanto del proceso y precisar conNovás algunos detalles de la misma.

21 “Adiós a Hemingway”, en Bohemia Libre. Miami, número 41, julio 16, 1961,p.50. (Subrayado de C.R.)

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fidelidad”.22 A propósito de las citadas influenciasanglonorteamericanas en la obra novasiana, a las que ha-bría que agregar las de Máximo Gorki y Pío Baroja, entreotros, él había expresado en 1972 que sólo duraron

un momento. Pronto me di cuenta de que no puedeuno hacer buena literatura con elementos presta-dos. Entonces ahuyenté las lecturas y me puse asumergirme en la mente de mis personajes, que, esossí, eran realmente míos, pues aunque transfigura-dos provenían de mis experiencias. Les cedí la pa-labra. Son realmente ellos los que hablan.23

Pero, a pesar de lo expresado por el propio autor, nopuede desestimarse no sólo la huella que en él dejaronlos escritores mencionados, sino —lo más importante—la asimilación creativa de las técnicas y el hecho, por de-más muy significativo para la historia literaria cubana,de haber abierto un cauce nuevo en la narrativa insularen las maneras de contar, que a partir de la publicaciónde sus libros se tornaron más renovadoras, más fuertese interesantes, más complejas en el sentido del entreteji-do que supo armar —como pocos autores que le fueroncontemporáneos— entre personajes, temas y atmósferas.Quizás por ello su influencia en narradores posterioresque, por demás, se dejó sentir temporalmente hasta losescritores cubanos surgidos hacia finales de la décadade los sesenta, haya sido tan fuerte. Con posterioridad aesos años el silencio en que cayó su importante obracuentística impidió que generaciones venideras pudieranacercarse a su quehacer, y no fue hasta 1987 que Emilio

22 Guillermo Cabrera Infante. “La luna nona de Lino Novás Calvo”, en MeaCuba. Plaza Janés, Barcelona, pp. 993 y 359.

23 “¿A dónde va nuestra narrativa”? Entrevista concedida a Víctor BatistaFalla, publicada en Exilio. Revista de Humanidades, Nueva York, otoño,1972, p. 22.

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García Montiel, al publicar el trabajo titulado “La noche deLino Novás”,24 colocó de nuevo a este autor en el universocultural cubano.25

En un trabajo titulado “Lino Novás Calvo”, el narradory ensayista Alberto Garrandés afirma:

Novás Calvo fue, en mi opinión (y me expreso ahoracon cierta reserva, pues no soy lo que se denominaun experto en los detalles del proceso narrativo enel Nuevo Mundo), el punto de giro en la prosa hispa-noamericana contemporánea, y, en cualquier caso,lo fue para las que han sido sus poéticas de mayorimpacto y riqueza de nuestro siglo [XX], especialmentea partir del segundo lustro de la década del cuaren-ta: lo real maravilloso y el realismo mágico.26

¿Podría afirmarse que Lino Novás Calvo desenvolviósu poética narrativa bajo los presupuestos estéticos delrealismo mágico? Veamos, ante todo, sus propios crite-rios al respecto. En la entrevista realizada por Víctor Ba-tista Falla, citada antes, Novás, a una pregunta en esesentido del entrevistador, le responde que el realismomágico “es una manera, algo primitiva, de transformar la

24 El Caimán Barbudo, La Habana, número 241, diciembre, pp.24-25.25 No puedo pasar por alto que en su imprescindible obra En blanco y negro

(1967), Ambrosio Fornet, en acto de plena justicia, le dedicó breves peroimportantes comentarios, y Leonardo Padura lo hizo en 1988, a través dela revista Letras Cubanas, así como también, aunque pulsando la manomás hacia su actuación política que literaria, el crítico Imeldo Álvarez ensu libro Panorama de la novela cubana del siglo XX (1980). La inteligentedecisión de publicar en 1990, bajo el título de Obra narrativa, los cuentoscontenidos en sus libros La luna nona y otros cuentos y Cayo Canas y subiografía novelada Pedro Blanco, el negrero —aparecida de manera inde-pendiente en 1997— provocó la aparición de varios trabajos debidos, entreotros, al propio Fornet (1990), a José M. Fernández Pequeño (1995),Alberto Garrandés (1996, 1997) y a la propia autora de este prólogo (1999,2000, 2001). En 1995 Fernández Pequeño reunió en 8 narraciones policialessus cuentos de este corte publicados en la revista Bohemia a finales de ladécada del 40 y comienzos de la del 50.

26 Encuentro de la cultura cubana, Madrid, número 3, invierno, 1996-1997, p. 86.

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realidad mediante la emoción. Creo que tiene algo deexpresionismo”.27 La respuesta, aunque concisa, ofrece, sinembargo, la posibilidad de realizar algunos comentariosque en alguna medida pudieran contribuir a responder lainterrogante antes apuntada. Como se sabe, el términorealismo mágico —creado por Franz Rohz e incluido ensu libro Nash-Expressionismus (Magischer Realismus)(1925), título que al ser traducido dos años después porla Revista de Occidente pasó a ser El realismo mágico.Postexpresionismo— se aplicó a la realización vanguar-dista pictórica alemana de postguerra para describir elprocedimiento poético mediante el cual se ejecutaba larealización plástica de una realidad-otra, generada des-de dentro (del artista) hacia fuera, validando así toda lasubjetividad del creador como forjador de nuevas reali-dades.28 En su libro, Rohz afirmaba: “El rasgo privativode esta pintura es que restablece importancia a los obje-tos, confiriéndoles un significado más hondo que roza elmisterio”.29 El concepto del término, desechado con bas-tante rapidez debido a la propia decadencia de las van-guardias a finales de la década del 30, alcanzó ciertaaceptación en medios críticos norteamericanos, en tantoque el narrador venezolano Arturo Uslar Pietri, segúnapunta Padura en su citado libro, se debió haber familia-rizado con el mismo, y en el estudio introductorio a suantología Letras y hombres de Venezuela (1948) lo apli-có a los cuentistas de su país en el sentido del modoque tenían de expresar cierta descalificación hacia losgastados cánones realistas. Así, precisaba:

Lo que vino a predominar en el cuento y a marcarsu huella de una manera perdurable fue su consi-

27 Entrevista citada, p. 23.28 Cf. Leonardo Padura. Un camino de medio siglo: Carpentier y lo real mara-

villoso. Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1994, p.159.29 Ídem, p. 159.

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deración del hombre como un misterio en medio delos datos realistas. Una adivinación poética o unanegación poética de la realidad. Lo que a falta deotra palabra podría llamarse realismo mágico.30

Posteriormente, ya hacia 1955, el concepto de realismomágico fue de nuevo traído a la crítica literaria por ÁngelFlores en su conferencia “Magical realism in SpanishAmerican fiction”,31 y en ella aludía al término para abor-dar a autores como Jorge Luis Borges y Eduardo Mallea.Pero en sus consideraciones Flores remontaba el origendel término a los textos escritos por los cronistas de laConquista y lo extendió a todo lo exótico creado muchodespués por los escritores adscriptos al modernismo. Ensu tesis, donde confundía la estética de lo fantástico conla del realismo mágico, validaba la presencia de este úl-timo en los narradores latinoamericanos de las décadasdel 30 y el 40 y señalaba

el nacimiento definitivo de la tendencia en el año1935, fecha de publicación de Historia universal,de Borges, máximo modelo de este nuevo realismosin fronteras en el que Flores inscribe no sólo aMallea y Bioy Casares, sino también a autores tandisímiles como Arreola, Onetti, Labrador Ruiz, NovásCalvo y el Rulfo de El llano en llamas. 32

Los presupuestos de Flores estaban referidos todo eltiempo a un tipo de narrativa que, definitivamente, ha-bía roto con el realismo decimonónico para apropiarse delo fantástico y, por lo tanto, asoció a ella los nombres deBioy Casares, Mallea y otros más que observaron unavisión de la realidad semejante a la definida por Rohz en

30 Ídem, p.159.31 Fue publicada en el número 2 de la revista norteamericana Hispania co-

rrespondiente a mayo de 1955, pp. 187-192.32 Leonardo Padura. Ob.cit. p.161.

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su libro citado, pero que en modo alguno podía contarcon nombres como los de Onetti, Novás Calvo y Rulfo consu Llano en llamas. Bien ha señalado Padura que Floresno tomó en consideración elementos extraliterarios, talescomo las realidades, tanto objetivas como subjetivas, delartista, y se limitó a una solución estética de lo fantásti-co. Sin embargo, aunque el término de realismo mágicono haya tenido suficiente éxito para ayudar a definir losnuevos rumbos de la narrativa latinoamericana, no fueóbice para que prevaleciera, aunque

muy pronto sufriría una notable resemantizacióncuando se convierta en una teoría poética ajustadapara expresar otros procesos ya típicos de la litera-tura del continente: la presencia de lo mágico en elámbito de la realidad y su tratamiento en la narra-tiva.33

Creo que es en el breve fragmento subrayado donde lacuentística de Lino Novás Calvo logra su desenvolvimientomás pleno. Su capacidad creadora, su dimensión cognitivapara aprehender las esencias del mundo circundante y,posteriormente, su respuesta artística a los misterios dela realidad, es el procedimiento que utilizó, a través delcual trató de revelar los más inadvertidos y recónditosmatices. Cuando Novás recurrió a una atmósferafantasmagórica, a personajes y a objetos inanimados,como en sus cuentos antológicos “Aquella noche salieronlos muertos”, “En las afueras” o “La selenita”, incluidoeste último en el presente volumen, el embrujo que ema-na de ellos evidencia, más que un juego con los elemen-tos propios del realismo mágico, un asimiento peculiar aun fenómeno que ha cobrado magnitud no sólo en el ám-bito literario, sino en otras (o en todas) esferas donde elhombre actúa, y que no es otro que el de la identidad,entendida en su caso como un conocimiento trascendente

33 Padura, p. 161. (Subrayado de C.R.)

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sobre el lugar del hombre en el universo, las constantes yvariantes de su expansión en el medio social y sus rela-ciones en ámbitos como la historia, el pensamiento y lanaturaleza, temas que, de un modo u otro, fueron trabaja-dos por relevantes autores cubanos que de manera algu-na puede afirmarse que se adscriben al realismo mágico,como Alejo Carpentier, Félix Pita Rodríguez, José LezamaLima (1910-1976) o Eliseo Diego (1920-1994). En suscuentos, Novás pone a prueba dilemas definidores de lapropia identidad a partir de que el ser humano seesencializa, sin que ello signifique una pérdida de susraíces. Por otra parte, el hecho de que su lenguaje estéligado al soplo emocional de la poesía, unido a un senti-do implacable de la fatalidad, del dolor y de la muerte,pudiera parecer que deja el espacio necesario para quelas fuerzas imparables, mágicas, que abruman al hom-bre y desencadenan una especie de serena crueldad,ocupen un lugar precisamente mágico. Sin embargo, nosucede así. Y no ocurre porque Novás Calvo implementasabiamente el poder natural que envuelve a las raíces enque está —magia suprema olvidada— temblando la vida.Lo consiguió gracias a la utilización de la lengua viva delpueblo asumida tras un proceso de decantación en el quesupo mostrarnos el embrujo de las cosas que pasan, quepalpitan, desde un inocultable empeño de liberarse delas cosas fugitivas para no dejarse arrastrar por ellas yasí poder anotar, con una eficacia mayor, el transcurrirsin reposo del tiempo, que, sin dudas, es el “personaje”principal de sus cuentos, el cual se desliza con delecta-ción, mientras los actos se derriten en la imaginación,devorados por la noche angustiosa y sin fondo de la vidamisma. Quizás sea este “personaje” protagónico de suscuentos —el que, en su fluir indetenible, llega hasta amarcar la vitalización de los objetos— el elemento quemás haya ayudado a inscribir su obra, o al menos partede ella, bajo los cánones del realismo mágico.

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Al contestar a una investigadora norteamericana acer-ca de si su obra podría inscribirse en la corriente espiri-tualista, Novás dio una respuesta que, a nuestro juicio,entronca de manera directa con lo que venimos abor-dando:

Yo no sé, pero yo pienso igual que Conrad que lascosas tienen alma, y a eso algunos le llaman ani-mismo. Los que hemos vivido entre gente primitivasomos un poco animistas. Vea lo que dice LydiaCabrera de que el afrocubano se pone a decir unamentira, la dice cuatro, cinco veces, es verdad y locree absolutamente. A veces yo pienso que los ani-males se comunican con nosotros y los árboles. Fí-jese en un cuento que se llama “Aquella nochesalieron los muertos” donde las palmas hablan ycaminan. Las palmas no hacen eso, pero llega unmomento en que la alucinación en torno a la hogue-ra del carbón, en esa tierra cenagosa, húmeda, esosmosquitos constantes, que uno se alucina y enton-ces es verdad que puede ver caminar las palmas[…] No es que las palmas hablen, para nosotros,pero para el que está en ese estado, sí. ¡Quién sabelas posibilidades que tiene el ser humano de ver,desde lo más normal, lo más bajo, lo más chato, a lomás fantástico!34

Creo que Novás comprendió que el lenguaje convencio-nal no servía para manifestar una visión, un estado deánimo. Debía ser una “llamarada”, como lo calificara enmás de una ocasión, y, por tanto, el escritor estaba apre-miado a crear imágenes, metáforas, símiles, a suprimiry a asimilar, pues entendía que la expresión estaba li-gada al soplo emocional del verbo. Para él eso era la poe-sía, eso era la magia.

34 Lorraine Elena Roses. “Conversación con Lino Novás Calvo”, en LindenLane Magazine. New Jersey, número 2, abril-junio, 1993, p.3. La entrevis-ta fue realizada el 1º. de noviembre de 1973. (Subrayado de C.R.)

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Cuando hace más de cinco años centramos nuestra aten-ción en la figura de Lino Novás Calvo, el primer acerca-miento realizado a su quehacer lo encaminamos haciauna zona nada estudiada de su obra literaria: su laborcomo crítico y ensayista, que quedó sumida en las pági-nas de numerosas publicaciones literarias cubanas yextranjeras, estas últimas fundamentalmente españolasy norteamericanas.35 Las búsquedas realizadas con esepropósito nos condujeron, sin apenas advertirlo, a locali-zar diecisiete cuentos suyos no recogidos en libros, en lamayoría de los cuales encontramos un alto valor artísti-co, además de que en ellos se confirman las característi-cas de su prosa narrativa antes abordadas. De estamanera, hemos accedido, por ejemplo, a lo que,presumiblemente, es su primer cuento publicado, “La fur-nia”, que estaba en una oscura revista literaria deGuanabacoa, Z, de filiación vanguardista, así como tam-bién al titulado “Angusola y los cuchillos”, que GuillermoCabrera Infante considera una obra maestra. El lectorpodrá leer en esta recopilación cuentos de primera líneaescritas en Cuba, además de “Angusola….”, como sonlos titulados “El bejuco”, “La selenita”, “Ojos de oro” y“El cuarto de morir”. En los restantes, aunque se mantie-ne la fuerza de su narrativa, bien porque obedecen a loque podríamos llamar su obra temprana aún no afianza-da técnicamente —con la excepción de “El bejuco”— opor el tratamiento artístico de los temas, como sucede en“El primer almirante”, se siente menos la mano del maes-tro del cuento que sin dudas fue Lino Novás Calvo. Noobstante, haber podido rescatar estos diecisiete cuentosaparecidos en diversas revistas y periódicos, que en un

35 De las investigaciones realizadas se desprendieron varios trabajos: “LinoNovás Calvo ensayista”, que obtuvo el premio José María Chacón y Calvoen 1999; “Lino Novás Calvo y la crítica literaria” y “Lino Novás Calvo ensa-yista: ‘Novela por hacer’ ”, que apareció en La Gaceta de Cuba correspon-diente a mayo-junio del 2000, pp.38-40.

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tiempo no muy lejano ya no podrán ser consultados dadosu progresivo estado de deterioro, ha sido una labor pro-vechosa, tanto para enriquecer la figura de Lino NovásCalvo, como la historia literaria de Cuba, que a partir deahora contará con un grupo de narraciones prácticamen-te desconocidas de este importante narrador cubano.

La obra de los grandes es siempre un permanente reto a laindiferencia y Lino Novás Calvo es uno de esos grandes dela literatura cubana cuya obra marcó y seguirá marcandoun compás imprescindible en nuestra Isla letrada. Sus he-rramientas literarias, explosivas a veces, servirán para queel lector ejercite y excite su inteligencia y reciba ahora, tantocualitativa como cuantitativamente, un gratificante conjun-to de cuentos que servirán para seguir privilegiando aeste “gigante de las letras cubanas”.

CIRA ROMERO

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La furnia

Antoñoco Pérez, el insignificante, también había de ti-rar su piedra. Entre los humanos, un noventa por cien-to vive sólo para tirar piedras, mientras que el resto seocupa en esquivarlas. Antoñoco era de los primeros. Deniño no había tenido manos más que para tirar de la deaquella cieguecita, medio anquilosada, en cuyas órbi-tas se apretaba el polvo y la cal de las calles, como ve-lando al pudor público el ejemplo repugnante de unplacentero descuido. Desde los siete años hasta los tre-ce había ido tirando de aquel artefacto en donde habíasalido, alante un brazo en exploración o en ruego, acti-tud que lo semejaba a esas estatuas labradas en granito,generalmente de oradores, que pugnan por desembara-zarse de su prisión. Ni aun en las noches le era posibleaislar el apéndice. Descartada toda esperanza de verpor otros ojos que no fueran los de aquel desmadradohijo, aguerrida en cuerpo y alma al único asidero queen el resbaladizo camino de su vida le quedaba, la cie-ga lo ceñía por el tronco con sus brazos, haciéndoleencaje en los dobleces del cuerpo, y manteniéndolo so-bre el vientre durante la noche. Sobre el piso terreno yhúmedo del cascarón que un propietario les había im-provisado a espaldas de una de sus casas del arrabal,en atención, según se supone, a antiguos entendimien-tos con la afectada, madre e hijo descansaban de superegrinación diurna por la aridez de un terreno quese había hecho proverbial en sus cuitas: La caridadque Dios recomienda a los humanos por boca de susministros en las Obras de Misericordia, se había hecho

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una palabra política, en la que nadie sentía nada. Lasmodernas instituciones piadosas han liberado al pue-blo de un penoso deber de religiosa confraternidad,aleccionándolo en la palabrita mágica, cuya sola pro-nunciación nos permite seguir nuestro camino tranqui-lamente. Esa palabra no siempre la pronunciaban losimpíos transeúntes; pero la ciega la sentía en su estó-mago como un cuerpo espeso e indigerible. La veía, lapalpaba con la sombra de sus ojos cavernosos, parecíaleque se agrandaba, que cobraba formas fantásticas ydiabólicas hasta animarse en figura de ángel malo quela arrastraba a un hoyo hondo en la tierra. El hospicioera la terrible pesadilla que la suspendía en el vacío,dejándola en vilo hasta hacerle experimentar la sensa-ción de que su cuerpo se tornaba de revés. Pensar ental reclusión significaba renunciar a todo lo que en lavida le había sido amable, y que sentía en el éter y res-piraba en el aire, incluso al hijo amado, pedazo de sí enla continuación animal que quiere nuestro egoísmo. To-das aquellas cosas ligeras y frívolas de la vida fácil ca-pitalina en la libertad nocturna, que habían llegado aformar su esencia más definida, se le ofrecían “ahora”en relieve de distancia como una suave complacencia,una triste compensación a la esperanza del lecho y lacarroña que la iba envolviendo en capas sucesivas.Sentíase vivir al través de su imaginación de ciega endías que le habían sido íntimos, y hasta muchas vecescreía sentir pasos conocidos, voces familiares, frasesacariciadas y chocantes. Todo un globo de revivenciasconfusas, es cierto, pero en el que indudablemente es-taba el polvo de su vida gastada en las muelas de lasorgías. Sin embargo, ¿dónde estaban sus viejas “cono-cencias”? Sus amigos, sus amigas, aquellos asiduos vi-sitantes... ¿qué sería de ellos? ¿Ya no la recordarían? Sí,acaso pasarían a su lado, o la estarían contemplandodesde la esquina próxima. ¿Qué dirían de ella? Pero lo

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cierto era que ninguno le hablaba. Se sentía sola en elmundo con su hijito, única prenda de su vida. Y pensarque aún había entrañas tan perversas que, no confor-mes con pasar de largo, le vociaban: “Al hospicio, vie-ja,” como si aquella moriña al borde de la acera ofendierasu vista o su olfato.

Estas reflexiones se las hacía mentalmente la ciegasegún renqueaba a lo largo de la nueva avenida, afano-sa de alcanzar a su lazarillo, que parecía caminar másde prisa que otras veces.

Anochecía. Los ruidos de la capital iban huyendo asu espalda, atenuándose por momentos, y la brisanocharniega comenzaba a azuzar las cabelleras de losdos seres en retirada. Parecíale a la ciega que el caminose hacía más costoso que otras veces. ¿Sería que fla-queaban sus fuerzas? Acaso. Si no de muchos años,estaba ya bastante cargada de sufrimientos, y su vidano podía ser muy larga. Pero le extrañaba particular-mente que el rumor de los obreros de la fábrica quesiempre sentía a su derecha, salía entonces del ladoopuesto, donde tenía entendido que era yermo. ¿Seríaque había perdido el sentido de las direcciones? De suhijito no podía dudar. Sin embargo, preguntó:

—Hijito, ¿no habrás equivocado el camino?Antoñoco contesto simplemente.—No.Y continuaron. El laconismo de Antoñoco no ofrecía

nada de particular. Era el de siempre. Ah, qué hombresería. Apostaría ella que era hijo de aquel señor mono-lítico, dueño del almacén contiguo, que consiguió al fin,con su constancia habitual, ablandarle la vena. Con eltiempo sería también hombre de negocios, corredor debolsa, político o algo así. Y esto era un gran consuelopara la ciega.

La bajada de esta cuesta imaginativa le ahorró la penade la subida de la otra, la que formaba el caminillo es-

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trecho que conducía a la loma, en cuyo alto se hallabanya. La ciega recordó:

—¿Dónde estamos, hijito? ¿Falta mucho para llegar acasa?

La respuesta de Antoñoco se hizo invariable:—No.Desde entonces, la ciega notó que el camino se hacía

más fácil y que su lazarillo no se apuraba tanto. Aque-llo la tranquilizó, pues algunos metros antes de la en-trada del cubil, el camino se hacía pendiente también.Sí, debían de estar llegando. Esta convicción fue máspatente, aunque sólo por una centésima de segundo,cuando sintió su pie derecho en el vacío que supuso serun bache excavado a pocos pasos de su puerta. Des-pués......................................................................................

Una cuadrilla de muchachos del barrio más cercano,subía pocos minutos después por el otro flanco de laloma. Llenaban el aire con sus chillidos, y algunos seentretenían en arrojar guijarros a la boca de la furnia,que se los tragaba vorazmente. Luego se sentían gol-pear allá abajo, sobre los escombros de cantería queblanqueaban todavía a la agonizante luz crepuscularcomo una dentadura de plata vieja. Uno de ellos, aso-mado al borde, divisó allá abajo una mancha negra,cuya forma no era posible percibir claramente a aquelladistancia. Debía de ser una res extraviada que se habíadespeñado. Antoñoco convino en esto, pero permanecióimpasible, mientras los otros competían en tirar pie-dras al bulto, por ver si aún vivía. No se mueve —dijouno— debió de caerse desde lo alto.

—Es que no le hemos acertado. A ver quién le da pri-mero. Hay que escuchar, porque en el sonido se sabe.Tú (a Antoñoco) también, toma.

Y le alargó un aristado guijarro.Antoñoco lo tomó recelosamente. Aguardó a que ti-

raran los otros. Nada: las piedras chocaban contra la

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dentadura. Luego se asomó él; movió el brazo a guisade honda y disparó.

Ploff...La bala había topado algo muelle y correoso; pero la

res no se movía: estaba muerta.Una apoteosis de gritos victoriosos cerró el acierto.

La cuadrilla avanzó militarmente, al frente de la cualiba el capitán vencedor y ocasional. Allá abajo, lejos, laciudad inconsciente vertía sus lloros de luz.

La Habana, febrero 20 de 1929

Z. Guanabacoa, Ciudad de La Habana, año 1, número 23; 15 demarzo, 1929, pp. 8-9.

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Un hombre arruinado

Una ese gigantesca, un trazado rudimentario sobre eléxito del telón de fondo. Una plana arcaica contra laque se proyecta eternamente la sombra de un hombre.Y, de vez en vez, la cabeza vacilante rebota contra elamén de un rosario de sueños que se encienden al cho-que de un bocinazo. El culatazo de un recuerdo, la chispavaga de una esperanza que sale disparada por el arca-buz entumecido de la boca, con un bostezo colonial.Don Ramón gira sobre el eje de su silla y se queda defrente. Abre los párpados, aquellos medios puntos sinpestañas, siempre en acecho de alguna cosa nueva queguillotinar. Don Ramón tiene la pereza grande de losdioses paganos de las decadencias, que esperan la ofren-da de una vestal en quien vengar la ofensa del tiempo.Tiene algo de Buda y algo de dragón, del aliento amari-llo y del ombligo eunuco de las horas monótonas de sutienda de cuellos. Como la escala de apoyo de una na-vaja de Albacete, el eje de su silla tiene estallidos quemarcan los grados de su revolución diurna, sucesiva. Alas siete don Ramón mira a la calle, aquella calle derancia ejecutoria que respira su ranciedad por los me-chinales de los almacenes de víveres. A esa hora pasa elremendón de sacos, don Rafael; el curita Marchena, queva a decir misa; y aquel santo sin nombre que lo sigue adiario por una promesa matrimonial. Don Ramón salu-da a los tres personajes con una reverente inclinaciónde cabeza. Luego, da vuelta. Ojea el primer estante yrelee el membrete: cuellos GORITZA, Austria. Cuellos in-domables, de la anteguerra, rígidos. Cuellos kaiserianos.

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El ojo de don Ramón se agranda lentamente, hasta des-orbitarse como los de un hipnotista, y perfora el vacíode la caja. ¡Nada! El último, se lo llevó el curita Marchenacuando abrieron los cabarets. ¡Dichoso él, con una motade algodón teñido en la tonsura! Pero … era precisotupir a los acreedores. En el comercio —como en la lite-ratura— la primera impresión es la que vale. La caja decartón vacía y el cheque sin fondos son los elementos aque se aplica la justificación de ir tirando. Hasta el fi-nal, hasta que reviente la soga —o el vientre de Buda—y haya un parto de cajas rotas por el zapato de los sol-dados de la Ley.

Y don Ramón hace dar el segundo estallido al eje desu silla. Segundo estante: está borroso. La brisa mari-nera no ha barrido el polvo sino hasta la mitad. De allípara adentro todo es místico. Y torna hacia el lado opues-to. Por otra parte, ¿es que lee realmente don Ramón?¿Lee o reza —mira hacia adentro o hacia fuera? ¿Ve lacifra que representa la envoltura —cero— o piensa for-mal y conscientemente en el valor de su vaciedad? ¡Muydifícil! ¿Es que se puede dar crédito a la calificación queha hecho de él la Sociedad de Créditos, tal como la hadivulgado entre sus asociados? ¡Maruga! ¡Maruga unhombre que abre sus puertas al mundo con la liberali-dad del pobre! ¿Tiene él la culpa de que no encuentrennunca lo que buscan? Culpa de los tiempos y de estasociedad de neuróticos que espera poder andar en pa-ños menores. ¡Mejor! Cuanto más se acelere la chispamás pronto vendrá el mesías destructor, y encenderá encada espíritu propicio la revolución del pasado, y los es-pectadores perpetuos verán el espectáculo no visto, aquelque sobrepasa la óptica cinematográfica con el avancede lo interior, de lo intrafísico, en la aspiración total.

Don Ramón lo sabe y lo espera con consuelo. Así es-pera él el pronunciamiento judicial, el embargo de losenvases polvorientos que abra la válvula de escape a

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las congestiones del crédito. (La línea aporte y roja quelleve el saldo de números del haber a la columna deldebe, el trastrueque formal que abra una compuertade números por la cual escurrirse.) El señor Luteinsky—don Ramón— ha dado por terminada su labor medi-tativa con olvido de sus antiguos vencimientos de le-tras. Ha dado su vuelta en redondo diez veces y losmuslos y las posaderas se resienten de la fláccida posi-ción uniforme. El vendedor ficticio ha llegado con la cajade muestras hipotéticas y comienza el paseo tardino ygimnástico del gran magnate desde el fondo de la sole-ra. La pareja —amo y vendedor— acuerdan sus pasosde dentro a fuera y viceversa al compás de las cabalísti-cas palabras tácitas y apriorísticamente concertadas:P.(Padre) M. (Hijo) y M. (Espíritu Santo). En tanto quepadre e hijo —amo y vendedor— ven caer lentamente lacortina de la tarde.

La hora del cierre arroja una literaria tranquilidad enel alma del girado. Con ella ocurre la del juicio suspendi-do, el continuará del folletín y el mañana del románticoanochecido. También, con ella, esa solución crucigra-mática de los pasatiempos infantiles: la caja de seguri-dad. Los dedos de don Ramón acarician con habilidadde souteneur el pezón sensible y transmisor que ha decomunicar el misterioso conjuro al teológico mecanis-mo interior. Y, con él, esa fiebre semidivina del tactoceloso del amante arruinado que recuerda a la amada—tácitamente— los opíparos atracos de las nochesdistributivas. Don Ramón despliega ante la oxidada cor-tesana el equivalente de fichas que luego pasará al arcade las reminiscencias, a la caja de un metálico figura-do. Don Ramón se siente dichoso de que esta continúeinaccesible por otro camino que no sea el directo y miste-rioso del dedo experto o el falso y convencional del níquelen la ranura. Todo como las básculas de pesar o las ex-tintas maquinitas traganíqueles. Don Ramón se sabe

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poseedor único de aquella combinación que todavíaobedece al mando tradicional de su tacto, a pesar de lasequía interior. Y el momento del arqueo, siempre for-mal, era para él el corcho espiritual que lo mantenía aflote sobre los oleajes del tiempo. La convicción de suhabilidad cabalística para el toque certero era su iro-nía. Al fin y al cabo ¿qué peor podía sobrevenirle ya?¿Qué pérdida puede haber en el arrastre de una estan-tería de cajas vacías y un vendedor adjetivo y un cartelempolvado de cuellos austríacos? Pero, preguntemosaún. ¿No significa nada para la humanidad —encarna-da en el poeta, en el fenicio, en el sr. Luteinsky o en mí—la posesión de una combinación única que se desarro-lla con el tacto sobre el pezón único?

Para don Ramón, la espera fatal es la espera del jui-cio. No teme a la sanción sino al trompeteo. Cuando losejecutores se acerquen don Ramón abrirá la caja con eldeleite del que roba por última vez y dirá: ahí tienen…Yel reumático trasto abrirá su boca desdentada y vacíacon la sonrisa sarcástica de una cortesana vieja y dirá:cóbrele a ese. Y ese don Ramón —viejo souteneur— se-ñalará a la boca bostezante y dirá de algún modo: ellase lo ha comido. Pero…

… en tanto esto no ocurre ¿a qué pensar en ello, aqué girar con fecha adelantada sobre el talonario sinfondos?

Revista de Avance. La Habana, tomo 4, año 3, número 40, noviem-bre 15; 1929; pp. 335-336 y 348.

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Vida y muerte de Pablo triste

Infancia

Vedlo ya por allí, por aquel caminillo que sale del zarzaly serpea hacia el bohío huraño que se acuesta al po-niente. El bohío del abuelo, que legó a la hija, que here-dará Pablito, quizás, junto con las tierras aledañas queproducen cansancio. Avanza algunos pasos recelo-samente. Vacila. Indudablemente, el sitio está cerca, ycomienza a sentir frío. Aquella cosa larga y viscosa queviera en otras ocasiones, cuando bajaba con mamá alarroyito, no podía ser el ramal del potro del tío, ni tam-poco el cinturón charolado de mamá. Tenía de las doscosas en la forma y en el color; pero además se parecíaa la Musa en la punta. Tenía ojos que no se movían,como los de la gata, salvo que eran negros y alzaba lacabeza sacando la lengua colorada. Así... como tía Petra,burlándose. Era muy mala tía Petra. Mamá se habíaquedado allá abajo hablando con el isleño del corte decarbón, y lo había mandado solo. ¿Por qué siempre sedetenía a hablar con el isleño? ¿Por qué lo mandaba air solo? Si ella supiera... Pero no: es que ella no sabía loque él, Pablito, había visto. Él no se lo había dicho.Verdad que cuando se recordaba se le trababa la len-gua y ya no podía hacer otra cosa que romper a llorar.Y, sin embargo, ¿por qué le daba miedo aquella cosaque nunca le había hecho daño alguno? Asomaba alcaminillo, lo miraba de aquel modo y se escondía en elmonte. Entonces Pablito echaba a correr hasta la casa.Ahora se le ocurre otro temor: la cosa le envidiaría labata colorada que mamá le había hecho y puesto aqueldía por primera vez. ¿Qué ocurriría entonces? Y volvió a

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representarse a sí mismo en aquel remanso donde seviera tan lindo con ella, ya muy grande, como el santode la estampa que mamá había puesto muy alta paraque él no le alcanzara. Entonces sintió lástima de símismo, previéndose despojado del bello indumento ycorriendo desnudo a casa, el Pablo chiquitín otra vez.No: valía más no aventurarse. Desandaría el camino yvolvería con mamá. Ella estaría todavía hablando con elisleño. Fluía, sin embargo, como una fuerza impulsoraen la dirección del bohío. Aire, no era. La tarde estabasilenciosa y las palmas se habían cuajado en el aire,plasmando en adiós efímero y solemne al sol poniente.¿Qué era lo que le detenía en bajar de nuevo al arroyo?De ida le era muy fácil. Y entonces pensó de nuevo en elhombre que hablaba con mamá. Aquel hombre de mi-rada torva, todo tiznado y roto, le infundía desconfian-za. ¿Quién era? Sólo sabía que le llamaban el isleño.Tía Petra le había dicho una vez —ahora lo recuerda—,que era su papá. Su papá. ¿Y qué era eso? No podíapensar en tal cosa. Lo mejor, después de todo, quizásería aventurarse a pasar de nuevo y esperar a mamáen la solera de la puerta. Era más tarde que los otrosdías y la cosa quizá se habría retirado a su casita, auna casita que él imaginaba a semejanza del bohío, perochiquitina, allá en el monte, donde tendría sus peque-ños Pablitos también y los acariciaría mucho. Tía Petrahabía ido al pueblo y no tardaría. Y acaso le traeríabombones. Ya no vaciló más: desde entonces ya no pensósino en la golosina que traería tía Petra. Y echó a andarpor aquel vericueto orillado de arbustos, por donde loslabriegos de la loma lo veían como bichito curioso y re-tozón, gracias a su bata roja. La noche fue creciendo deoriente a occidente y, a pocos momentos, ya no sentíamás que el arrorró de tía Petra durmiendo a Pablito auna luz de aceite como un cocuyo, y el aullido grave ytriste de los perros de la loma.

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Los veinticinco

Han pasado como una brisa del trópico: insensibles enapariencia pero en el fondo, en el pulmón de la vida,¡cuánto cambio! El bohío ya no existe, ni tampoco lamamá, que tía Petra aguardó en vano aquella noche.Esta, sí, existe, vive todavía, en un solar de Luyanó.Ahora es Pablo al que vemos. No usa bata roja, sinopantalón de dril y chamarreta a cuadros, de toostenemos.Ladea el canotier de ½ paja sobre la oreja y cuida conesmero del mechón rizoso que culebrea por la frente.Su mayor preocupación cuando tiene que cargar lascanastas. Trabaja en el pescado, en la Plaza, lo que lerepele fuertemente. El dueño del puesto lo advierte ysólo por consideración no lo despide. En cambio, Pablose ve forzado a atrincherarse en un fuerte de insensibi-lidad artificial contra la procaz adjetivación de sus co-laboradores. Este orden de cosas, sin embargo, seprolonga en el tiempo y está a punto de petrificarse latrinchera, de hacerse cemento en torno a su alma. Pablo,inconscientemente, siente que aquella vida va criandoraíces en su carne, se siente por días más abrumadopor la atmósfera, y el piso terreno del edificio, un gra-do más hondo. Aquello se hunde —dice. De allí no esposible salir a tomar el sol, ni a nada. El mundo lo igno-ra a uno, hasta el punto de que al través de nuestrocuerpo pasa la luz. Nadie nos ve ni nos oye. Y si habla-mos, la gente cree que aquella voz emana de algún ra-dio en tercer piso y se pone a cantar a lo alto. Hay muchosetcéteras. Pablo es el único de los de allí acorraladosque percibe el hedor del sagrado sustento, es él soloque forcejea por hurtarse a aquel ambiente y, por tanto,el más propenso a permanecer en él. Pero en medio detodo, allá en el hondón del espíritu, todavía arde unalucecita. Una luz como aquella a cuyo resplandor loadormía tía Petra. ¿No sería la misma? Evidentemente.

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Para él era una insinuación, un índice frente al maña-na, mago portador de tesoros burgueses, y de una bur-guesita. Una burguesa cualquiera. Bastábale con quetuviese ojos de gacela, una mariposa roja en los labios,y andar evocador. Todo ese despertar de promesas quesólo para una parte de los hombres llega a su plenarealización. Él temía no estar incluido en esa parte; perovivía, y no le era posible renunciar a la esperanza, mien-tras oía su propia voz y la reconocía como suya. Pero,¿y el medio? Se preguntaba cien veces. Y en respuestase esforzaba por urdir un crucigrama de vías condu-centes todas a un punto cuyo envolvente era el vacío.Se condicionaba, por ejemplo: si hiciera una novela... siaprendiera a cantar como aquel Benito, del pueblo, quelo contrató una compañía de ópera; si se hiciera pelotero,o aviador... Y, en último caso, si pudiera boxear... Peroentonces despertaba. El vecino de al lado tocaba a supuerta con los nudillos que sonaban como dedales dehierro, y allá iba Pablo triste, estregándose los ojosdormilones, tranqueando al par de su compañero, cami-no del mercado. Algún día hubo de decirle este: —Oye,chico, esta vida me tiene hasta el gaznate, o tal. ¿Quieresque hagamos una cosa?

Pablo adivinó una monstruosidad tras aquel preludiointensamente breve, y se anticipó a disuadir a Pepe detales tentaciones, señalándole el peligro, la vergüenza yel deshonor de tales prácticas. Cuando hubo termina-do, Pepe desprendió una risa franca y amistosa, y con-tinuó su proposición: él tenía algunos pesos; su propósitoera invertirlos en algo lucrativo que le permitiera vivirmás decentemente. Un turco amigo suyo, empleado enun taller de ropa le había pintado las excelencias deaquel negocio, comprometiéndose a regirlo seguramen-te hacia un éxito sin vacilaciones... ¿Por qué no em-prender algo? Así continuó: —Y con algo que tú tienesguardao...

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La crisis

Pablo está en la trastienda de aquel cuchitril donde añosantes había montado el taller de ropa proletaria en com-pañía de Pepe y el turco. Más tarde tuvieron disidenciasy estos se separaron. Una cosa es de notar: sentadaante la máquina única está una mujer, algo marchitaya, y a su pies gatea un chiquillo con bata roja, co-chambroso y gruñón. La puerta, abierta, da a una repi-sa. En esta están sentados: el negro Patapalo, con sujarro al cinto, su pierna única sembrada de algodoneshidrófilos, y tocado de boina; y el vago de barbasalomónica. Ambos hablan de política, y justicia, decaridad... Pero se ignoran mutuamente. Para cada uno,el otro es simplemente un atlante de piedra que sostieneel caserón, en su insostenible senectud. La mujer tara-rea un canto rumbero, que acompaña con un movimientomecánico impulsando el pedal. Mira contantemente auna barbería donde sólo acude un cliente, siempre elmismo. En ese momento no se ve más que la calva pla-teada del barbero, que lee algún chiste. En tanto, Pablohojea, suma, rompe, vuelve a sumar... Las cuentas an-dan mal. De un tiempo a esa parte, un intenso hervoranímico se ha apoderado de él; y las noches beben susueño, mientra su mujer, ¡la pobre!, después de llevarlos líos de ropa al taller, vuelve y descansa como unabendita. El crío es también de buena piel, no la del pa-dre, por supuesto. El único que parece vivir en aquellacasa durante la noche es Pablo, que recita por lo bajolas sumas del haber del mes. También aquí hay mu-chos etcéteras. Pero el último, aquel que hace un es-drújulo en el destino de la vida, y fustiga la actualidadperiodística como un chasquido de látigo, aún estabaincubándose. Comenzaba a modelarse en la mente dePablo y le hincaba. De días lo había concebido, siendoasombrosa la rapidez con que crecía y se agrandaba

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tomando la forma de un liberatorio y monstruoso mitoreligioso. ¿Cómo se efectuaría el alumbramiento? Esteera el dilema, el largo persistente dilema que le escocíacomo una úlcera. Una noche, por fin, creyó llegado elmomento, y se dispuso a salir.

El hecho

Se acercó al niño, y por un buen rato le auscultó pater-nalmente. Sentía un placer indefinible en percibir aquellatenue respiración que hubiera distingido entre mil. Te-nía necesidad de aquel tormento que le aliviaba de laduda en la que se sentía suspenso. Por fin quiso des-prenderse de él, pero le tentó la idea de despertarlo paraoírlo llorar. Quiso oírlo una vez más y lo sacudió leve-mente. El niño extendió los brazos y comenzó a gruñirclamando por mamá. Tal preferencia hirió el egoísmode Pablo, que se separó bruscamente. El niño siguio agatas la dirección de la puerta, entornada, por donde seveía un cendal de luz. En tanto, la madre dormía tran-quila. Algo más tarde, Pablo dormía tranquilo también.Sólo el niño veló por un momento todavía en la repisa dela puerta, entre los dos atlantes. Por fin, el niño conti-nuador presunto de nuestro héroe, concluyó por dormir-se también, como un arcángel entre dos pobres diablos.

Social. La Habana, volumen 15, número 9; 30 de septiembre, 1930,pp. 51 y 106.

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El flautista

El hermano mayor era alto, y sus piernas cimbreabancomo juncos cada vez que se levantaba del cajón. Habíahecho un asiento de tablas traídas de la bodega, for-mando una especie de pedestal hueco, de madera seca,adonde iba el sonido de su flauta a llorar su queja comoa una gran caja de resonancia. Las notas eran siempretristes y tenían el temeroso sonido de un animal aladodentro de la caja de un tambor. Las alas agitaban undolor oscuro allá adentro, como si sostuvieran un cuer-po sobre el abismo, y el animal que había en la flautaemitía al mismo tiempo unos piídos angustiosos. Lue-go, las alas parecían ya desplumadas y lo que se agita-ba era membrana pura, hueso puro, contra el cuerotenso de un bongó de penas.

El hermano mayor era negro, pero el hermano menorhabía adelantado algo. Con todo, el hermano mayor erael más querido. Tenía veinticinco años, y desde que per-diera su empleo en la fábrica de tabacos, se pasaba eltiempo ante el atril, tratando de canalizar el lloro de suflauta por las líneas del papel. Lo que hacía, sin embar-go, no era sino cantar la música que el hombre llevabaallá adentro, que pasando por la alfombra de su labio,como un galán que fuera recibido por primera vez en lacasa de la dama, iba a enumerar la flauta. Era un he-chizamiento brujo, de caza desnuda, en la selva de lossentimientos. El hermano mayor no lo sabía, pero entodo aquello había algo de abrazo ante el abismo de lamuerte. El blanco de sus ojos era cada día más blanco,y la sábana blanca que iba envolviendo su vida interiorse traslucía al través de su piel. Si la vida pudiera con-tinuar después de la muerte, llegaría un día en que su

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piel sería blanca, por contagio de la muerte blanca. Elhermano mayor estaba enfermo de cuando trabajabaen la fábrica, y su enfermedad no tenía cura.

Un día el hermano mayor salió en hombros por elpatio del solar y la madre se quedó sola en el cuarto conel hermano menor. Por mucho tiempo, este había per-manecido al lado del otro, escuchando su flauta. Lasnotas del hermano mayor habían ido a posarse a él,como mariposas negras, y cuando se quedó solo, fue alestuche del aparador, donde estaba la flauta, y se pusoa tocar. Cuando regresó la madre, oyó el sonido desdela puerta y tuvo la impresión de que su hijo mayor ha-bía vuelto. Al abrir la puerta vio al menor sentado en lacaja de resonancia, con el papel y el atril delante, to-cando la misma música que había tocado su hermano.Aun cuando la puerta gruñó al abrirse, el menor, plenode aquel éxtasis que le producía la música heredada desu hermano, no sintió nada y siguió tocando. Se halla-ba entonces al comienzo de una composición que el otrohabía tocado el mismo día de su muerte, la cual tam-bién había ido a anidarse al interior de la madre, que,de pie detrás de su hijo, tuvo la revelación de que tam-bién este se hallaba enfermo de aquel mal que la flautaecoaba en su caña.

Por la noche, en vez del sueño, fue otro elemento elque vino a posarse en el cuerpo de la madre. Pensó quela flauta era, en el fondo, la que tenía el mal y que elflautista no hacía sino servirle de instrumento para ex-presar su dolor. Pero al mismo tiempo, el flautista seiba contagiando con ella, bebiendo su daño por aquelagujero, hasta que también él se volvía flauta, delgadoy hueco como ella. Aquella composición tocada el mis-mo día de su muerte no podía ser sino la expresión dedos flautas moribundas a la vez.

Y la madre pensó entonces en destruir la flauta. Mien-tras dormía el menor, allá de sobremañana, se levantó

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descalza, y palpando sobre el aparador, su mano tem-blorosa regresó al fin con el instrumento. La luz del pa-tio, mezclada con la de la luna, entraba por encima de lapuerta y se veía bruñir sobre el borde los ojetes. El agujeromayor, donde sus hijos ponían la boca, fue lo primeroque se ofreció a su vista. Estaba allí, como un ojo mági-co, tentador, como una pupila viva a punto de cubrirsede lloro. La madre vaciló un momento. Había pensadotirar la flauta por encima del muro, al otro lado del pa-tio; pero en este instante surgió en ella el deseo de oírletocar, por última vez, aquella composición de muerte.Las notas, anidadas en su fondo, parecieron surgir depronto y, casi inconscientemente, llevó su boca al agu-jero. Sus dedos se repartieron intuitivamente a los lar-go de la caña, y una vez sentada sobre la caja deresonancia donde se sentaban sus hijos, la misma mú-sica de muerte que el mayor había compuesto, comenzóa ecoar en la noche.

La Habana, febrero 13; 1931.

Social. La Habana, volumen 14, número 7, julio 31; 1931, p. 36.

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El bejuco

Fue una de las más terribles experiencias de mi vida.Tenía entonces unos veinte años, y hacía cinco que

recorría la Isla, trabajando aquí, vagando allá, siempredeseoso de dejar una faena para emprender otra, y siem-pre con los bolsillos vacíos. Nunca había tenido grandestropiezos, sin embargo. Mi timidez natural —no puedoafirmar que esté muy curado todavía— me mandaba aapartarme de riesgosas aventuras, y toda mi vida habíasido un continuo moverse lentamente bajo el sol mien-tras que la fantasía me traía regalos inaprehendibles. Aun ser nervioso e impresionable como yo, sólo podíanestarle reservadas pequeñas emociones, escenas corrien-tes con el hombre y con el campo. Y sin embargo...

Era el quinto día que vagábamos de colonia en colo-nia. Durante ese tiempo, el dinero se había ido agotan-do, y la probabilidad de obtener otro era cada vez menossegura. Yo no sé si atribuirlo a que su fama había llega-do a oídos de los mayorales. Creo que así era. Desdeque huyera de mi casa, yo había corrido mucho por elcampo y encontrado siempre donde pegar. Sólo aquellavez —desde que me juntara con aquel desconocido— lasuerte comenzó a irse y a no haber trabajo. Era el co-mienzo de la zafra. Las manadas de haitianos pasaban,trashumantes. Los administradores de colonia les salíanal paso para convencerlos de que en sus campos habíamejor caña y atraerlos. Detrás íbamos nosotros, y nosdejaban pasar, mirándonos desde el canto del ojo.

No quedaba sino esperar. La luna se levantaba sobreel cañaveral y lo doraba a plomo. A distancia se sentíael tambor de un barracón, donde los negros celebraban

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algún rito. Era un batir lúgubre y solemne. Un lamentofúnebre de cueros vivientes que se ahogaba en la calmasofocante de la noche. Durante largo rato estuvimostumbados entre la caña, a poca distancia uno del otro,escuchando con la respiración contenida por el roce delos pasos que nos seguían. Poco a poco me fui arras-trando hacia él. Todavía oímos como un crujir de rue-das en la línea, un batir de herraduras sobre algunaplancha de cinc de las que había lanzado el último ci-clón. Luego, calma. No estábamos, sin embargo, muyseguros de que no nos siguiera la rural, o tal vez, unapartida formada en el batey. Conocíamos muy bien latraición de los pies sobre una tierra húmeda y sin pie-dras. Poco a poco fue renaciendo la confianza en noso-tros. A la luz de un claro que se abría en torno suyo visu rostro desencajado, y sus ojos abiertos, terriblemen-te abiertos, me aterrorizaron. Pensé que algo semejan-te le ocurriría a él respecto de mí. Cuando quise hablar,mi voz se hiló en una especie de suspiro, como si unescape interior me impidiera hacer presión en la gar-ganta. Alargué la mano tímidamente, para cerciorarmede si el hombre que tenía delante era realmente un servivo, o un cadáver de varios días, como el que había-mos hallado cierta vez en el corte. Mi compañero movióligeramente la cabeza y entonces vi que su boca se ras-gaba sobre una fila de dientes de un blancor poco másintenso que el de la piel. Se pasó el anverso de la manopor la frente, ató —así— las rodillas con los brazos, ydijo, en tono triste y resignado:

—Hola, hermano.Habíamos intentado saquear la tienda de una colonia

cercana. Ni aún sé su nombre, y jamás me he vuelto apersonar por allí. Fue una tentación horrible. La nocheanterior dormíamos en un barracón vacío y en la maña-na fuimos a la Administración a pedir trabajo. Mientrashablábamos con el jefe —un hombrecillo curtido de

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mirada muy aguda— tiramos un vistazo a la ventanadel fondo. Era todo lo que deseábamos. Cuando noshubimos separado algunos metros del lugar, sin haberlogrado nada, mi compañero me dio ligeramente con elcodo y me dijo:

—No hay que afligirse. Mañana tendremos cobrado.Y lo que son las cosas. Allí estábamos los dos, en

medio del cañaveral, con los ojos vueltos hacia el cielovacío y lunar de la noche. No habría cobro. No habríanada como no fuera una batida de machete o un balazoen la cabeza. El administrador aquel debió de adivinarnuestros planes o el azar fue quien lo preparó así. Debode advertir que yo no había sido nunca ladrón. El pri-mer intento me embargó de tal modo que antes de quemi compañero pusiese los pies en la tienda ya yo medaba a rastrear con las manos sobre las cajas. Quizá atal imprudencia se debió que se diera la alarma, puestropecé y caí, y el jefe se presentó ante nosotros. Quizá,yo no sé. Ni sé cómo los hombres que aparecieron comopor encanto armados, en torno suyo, no nos troncha-ron allí mismo con sus mochas. Y no, sin embargo. Nosdieron de patadas; con el machete plano, pero apenassi nos sacaron sangre. Estábamos rodeados de ellos y,de pronto, uno se apartó para dejarnos paso. Era unhombre bajito, y lo recuerdo muy bien. Uno piensa enesas almas anónimas que hacen el bien sin ningunaesperanza de recompensa y entonces se siente tentadode amar a la humanidad. Aquel hombre nos salvó lavida, y quién sabe cuánto le habrá costado a él.

Corrimos. Atravesamos líneas, campos de espartillo,saltamos tranqueras... No sé. Corrimos mucho tiempoy a todo meter. Acaso aquellos hombres si nos siguie-ron dos metros. Acaso todo fue alucinación nuestra; peroa cada salto sentíamos que el tropel nos seguía más decerca. Cuando caímos, rendidos, nos pareció que el ga-lope continuaba ante nosotros. Luego todo quedó en

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calma. Sólo se oía el tambor lejano y el canto lúgubre,medio católico, medio africano, de los haitianos.

—Hola, dije al fin, acercándome más a él. ¿Herido?—No. Sólo algunos rasguños.Sus labios se cerraron y una larga inhalación de aire

le hinchó el pecho.—Estamos de malas.Y de nuevo volvió a sonreír, esta vez con una amargura

más patente. Yo me había acuclillado en el suelo, forman-do con él una especie de X que me permitía ver la más leveexpresión de su rostro. Por primera vez, no sé por qué,comencé a presentir en aquel rostro algo que fascinaba.Una máscara de cruel franqueza que descubría la últi-ma expresión de ternura, la ternura de un vencido.

—Estamos de malas, afirmó de nuevo, levantando lavista por encima del inmenso mar de caña que sealomaba en la distancia. Sus ojos chinoides parecíanclavados en el rostro. Acuclillado como estaba, igualque yo, la camisa pegada a la piel, el pelo en desorden,su figura tenía todas las apariencias que debieron ca-racterizar a los primitivos habitantes de Cuba. Era unhombre de mediana edad, pálido, flaco, y de movimien-tos excesivamente rápidos. Cuando hablaba, manoteabacon agilidad asombrosa, dando a cada palabra un trazomágico, como si la música y el dibujo se aunaran en sumedio de expresión. En ese momento, sin embargo, sufigura tenía más bien una pose hierática. Sus largosdedos se entreveraban sobre las canillas y sus pies jun-tos daban la impresión de estar sujetos por unos grillosinvisibles. En ese momento el batir del tambor cesó uninstante, y los dos nos quedamos observando mutua-mente, pendiente cada uno de la resolución del otro.

—Muchacho —dijo al fin mi compañero—, la cosa haterminado.

Calló en seco y volvió a menear la cabeza:—¡La Cosa! ¿Sabes tú lo que es eso? La cosa quiere

decir, por ejemplo, la zafra. Se termina y los macheteros

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emigran. El campo queda desierto y de nuevo retoña.Algunos vuelven, otros no. Hoy estamos aquí, mañanaen Méjico, pasado en la Argentina. Somos seres erran-tes, apedreados en un lado, magullados en otro. El hom-bre debiera ser como el árbol, tener raíces como el árbol.Pero el hombre es como una rueda y una vez impulsadono cesa hasta deshacerse.

Otra vez volvió a detenerse, dándose cuenta de que suconversación tomaba un giro vicioso. Luego alzó la voz:

—Oye. Yo también nací en esta tierra, como tú; y comotú hui de la casa de mis padres para ser libre. Hay mu-cho que decir sobre esa libertad, sin embargo. He reco-rrido América, he tratado a distintos hombres. Todos comoyo. Algunos libres, otros presos. Todos como yo. Cues-tión de palabras. Necesitamos recostarnos unos a otrospara poder vivir. Recorrí América, y no he vuelto a ver,hasta ahora, a aquellos de quienes hui. Un día le pesa auno. Un día vuelve uno al lugar de donde ha salido ydesea encontrar algo suyo allí. Pero la tierra es vengati-va. Solo la juventud puede aprender algo.

El tambor volvió a sonar, más cansado, y en la calma demedianoche la extensión ondeada del cañaveral parecíauna inmensa capa de fuego fatuo. En el horizonte habíadesaparecido la línea divisoria entre el cielo y la tierra,y las estrellas se fundían en aquel espejismo total.

—Voy a relatarte una curiosidad, una parte de mi vida.Tú eres joven y nadie sabe lo que hay detrás de los años.Tú te juntaste a mí porque en aquel barracón deshabi-tado necesitabas tocar carne humana. Uno necesita, aveces, tocar carne humana con las manos. Pero ni si-quiera sabes quién soy. Bueno; nadie sabe nunca quiénes nadie. Tampoco yo sé quién eres tú, ni qué causas tehan impulsado a huir del bohío de tus padres. Ni meimporta, después de todo. Pero siento haberte inducidoa esto. No sé lo que harás en lo futuro. Probablementenada. Pero antes de que eso ocurra, quiero referirte mi

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ejemplo. El ejemplo de un ladrón, de un ex presidia-rio... ¿Eh? ¿No te parece interesante? Pues oye: no es-toy satisfecho de ello. No fui yo el que lo quiso así. Hayalgo dentro de nosotros que manda en la sombra. ¿Vesaquella loma, donde el cañaveral parece más amarillo?Detrás hay un vasto llano, y más allá se levantan lastorres de un ingenio. De ese lugar hui yo hace 30 años.Entonces no había ingenio allí ni nada. Era manigual, yluego comenzaba el potrero de mi padre. Él mandabahatos de ganado y en la vecindad había otros propieta-rios que tenían casas e hijas en ellas, que daban gusto.Todavía recuerdo una vez... Pero, oye —volvió alzar lavoz—, oye. Yo dejé todo aquello y comencé a vagabun-dear. Me hice marinero y por mucho tiempo no supenada de ellos. Me fui al Norte, me enrolé en un barcomercante, desembarqué en cien puertos y no pensé enregresar más a Cuba. Lo hice, sin embargo. ¡Cosa rara!Lo hice y a mi llegada me veo envuelto en otro lío... Fuealgo parecido al otro, sólo que más grave para mí. Pero¿a qué saltar las cosas?

Pues bien, detrás de esa loma, que es de donde veni-mos huyendo, vivía yo. Tenía entonces 16 o 18 años. Norecuerdo bien. La casa de mis padres era de tablas, pin-tada de verde, y yo me pasaba el tiempo allí, leyendofolletines que un tío me mandaba desde La Habana, ysoñando con una vida sin accidentes. Ironías del desti-no. Yo era débil, saltador, y de una susceptibilidad queme impedía el trato con los demás jóvenes del Sitio,generalmente cabalgadores y quimeristas. Yo sabía queno podría nunca alternar con ellos. Mi padre lo sabíatambién, y hasta creo que se avergonzaba de hablar demí. Nunca me obligó a trabajar. Lo que se había dichoera que yo padecía una enfermedad crónica, que no mepermitía recibir agitaciones fuertes. Cierto. Nunca mehabía visto con ningún médico, y mi mal no estaba enla carne, pero era cierto. El pelo me crecía demasiado,

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sin embargo, y entre los vecinos se había dado enrumorar de mí. Se me llamaba poeta. Oh, en aquelentonces hubiera querido serlo, aunque en mi vida hepodido terminar la última sílaba de una décima. Unajoven, hija de un ganadero del Sitio, me mandó una vezun pañuelo para que se lo firmara de puño y letra, y unálbum para que le dedicara en él alguna de mis poesías.En el resto de las hojas había versos firmados por variosde los jóvenes del contorno, aunque, según vine a com-probar más tarde, habían sido copiados de libros. Ya túsabes: Espronceda y tales. Un hombre me envió una vezun desafío. Era el que llevaba el correo y copiaba lasescrituras. Letra magnífica la suya, con rasgos gradua-les y anillos como de cerdas. Aes en cinta, y ces orondas.Este hombre era, además, un gran improvisador, y alcorrerse por allí la fama de que en el Sitio había surgidoun poeta más, se le había despertado el deseo de medirsus fuerzas con él. En la carta, que metió una nochepor debajo de la puerta de nuestra casa, me decía:

Quiero probarle a usted que todavía no hay quien metumbe. Venga esta noche a casa de don Tristán.

Era un hombre bravo, este bardo. Le concedí, tam-bién por carta, que él era el mejor decimero de Cuba, ytodo se quedó así. Los vecinos, sin embargo, no queda-ron conformes. En lo sucesivo recibí una serie de inci-taciones y desafíos de todas partes. Algunos llegaron aprovocarme, otros se me ofrecieron para dar una palizaal retador caso de que triunfara sobre mí. Uno llegó aproponerme que si no aceptaba el desafío saliera aque-lla noche con él al manigual. Era la llamada a un duelo,el primero. Cosas del campo. Yo no acepté una cosa niotra. No por miedo. No… Es decir, no hay palabra paraello. ¡Miedo! ¿Sabes tú lo que es eso? Nadie lo sabe.¿Fue acaso miedo lo que había en nuestros pies mien-tras corríamos, esta noche? Deseo de seguir viviendo.Amor a la vida, eso es. Todos los problemas son así. Yo

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no tenía miedo a mis retadores, ni lo he tenido despuéscada vez que se me ha presentado uno delante. ¿Quéme importa que todos creyeran lo contrario? ¿De queaquella vez que el jefe de la prisión me ordenó que ma-tara a un compañero de celda mientras dormía, lo des-pertara y me abrazara a él llorando como un niño envez de amarrar estos dedos en torno a su garganta?Pero este es otro cuento. No fue miedo aquello del pue-blo, y sin embargo todos lo creyeron.

(Había desenlazado sus manos, dejándolas muertassobre las rodillas. A medida que el relato progresaba,su rostro parecía hundirse gradualmente, y los ojos sele agrandaban sobre los pómulos. Al llegar aquí, su voztenía ya un matiz de locura. En su cuerpo extático ha-bía algo que comenzaba a animarse, como si dentro deaquel cadáver hubiera un animal viviente que lo remo-viera desde adentro. Mascó algo imaginario y continuó:)

—Ni lo del Sitio, ni lo de la prisión fue miedo. Al fin yal cabo, el infeliz compañero de celda dejó su vida entreestos dedos, pero sólo cuando fue preciso salvar la míaa costa de ella. De joven pensaba que sólo en el últimominuto haría uso de las fuerzas secretas que pulsabandentro de mí y en las que nadie cree. Cuando recibí eldesafío de aquel hombre, me dije: si voy allá, será unacuestión definitiva. Y me quedé. Luego llegaron a mí losrumores de las burlas, y supe que en un guateque unjoven se había disfrazado de mí y puesto frente al Co-rreo en forma de parodia. ¡Dios! Esto me subió a la gar-ganta. Mis hermanos me miraban con cierto desdén, ymientras estábamos reunidos a la mesa, mi padre dijo:“Yo seré el que vaya a ver a ese pollo”. Me miraba fijo alos ojos. Pero no lo hizo, ni nada. Sólo habló así parahumillarme. Yo me retiré a mi habitación y durante lanoche pensé en cómo había de ir al día siguiente hastala casa del pollo, el tono y las palabras con que le ha-blaría, cómo lo sacaría al camino real y, al fin, cómo

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terminaría todo aquello. Tenía la certeza de que todosaldría según mis planes, pero cuando se acercaba elmomento comencé a flaquear. A flaquear, no a cogermiedo. Comencé a ver el hombre caminando a mi lado,desenvainando el machete luego y cayendo al fin, tras-pasado por una bala. La burla quedaba vengada, peroel hecho era vulgar. Había cometido el crimen imagina-tivamente y estaba al otro día de su realización. No ha-bría criminales en el mundo si cada uno estuviera dotadode la suficiente fuerza de imaginación para colocarseun día después del acto. Yo estaba allí. Veía el hecho ylas consecuencias. Veía a mi familia, gimoteando entorno, y oía las alabanzas del vecindario. Ellos son así.Así eran las gentes con quienes me topé más tarde, máso menos.

(Por su imaginación pasa un largo silencio, y luego:)—Un crimen es una cosa vulgar. Un crimen se come-

te sin ningún motivo. ¿Sabe nadie por qué? Casi siem-pre por un impulso misterioso, por un mandato fatal.En mi familia se han dado algunos de esos casos. Unhermano mío se está pudriendo, seguramente, en algu-na prisión, y mi padre estuvo a punto de seguirlo. Unganadero de la vecindad dijo una vez que los Montejollevábamos una maldición en las entrañas. Exageracio-nes. Yo he visto que todos llevamos algo ahí, no maldi-ciones, pero algo. Verdad que a mi padre le dabanataques de rabia y que una vez cogió a mi madre por elpelo y la arrastró hasta el brocal del pozo. Nadie se ex-plica por qué. Y verdad también que a mi hermano leocurrió lo mismo cuando clavó la mocha en el cráneo deaquel gallego, y que a mí…

Pero yo resistí aquella vez. Cuando todos los vecinosdieron en hablar en voz alta de mí y a inventar anécdotas,hui del Sitio. No supieron más de mí, según creo, a no serpor los diarios, si acaso. ¿Qué me importa lo que todoshayan pensado? A lo mejor los periódicos les habrán

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dicho más tarde que el fugitivo no era la clase de memoque ellos suponían. Entonces habrán creído que si huifue, no por miedo, sino por ahorrar un disgusto a mifamilia. Y me habrán fichado como uno de esos bandi-dos sentimentales en que abundan las décimas. Todoserrores. Hui porque, en aquel entonces, me sentía mate-rialmente incapaz de hacer frente al vecindario. A misojos no había subido aún el color blanco, el color quemata. No se había dado el motivo. El joven que me desa-fiaba tenía un aspecto repelente. Era rubio y vulgar, co-sas que no invitan al verdadero criminal. Porque tambiénen esto hay cierto arte, cierta inspiración, cierto...

(Me miró fijamente a la garganta y sus dedos, alarga-dos por la sombra, se movieron sobre sus rodillas comosi tocaran un instrumento imaginario. Instintivamenteyo me había echado un poco para atrás y mi figura,débil y paliducha, debió de sugerirle la de un avechu-cho abatido por el calor. Nuestros alientos era lo únicoaudible en aquella calma, sólo rota de vez en vez por lareanudación del tambor lejano y el rumor de los cantosnegros acompañados de acordeón. Sus labios se abrie-ron de nuevo y la fila de dientes me pareció más cruel yterrible que nunca:)

—Te voy a contar cómo fue todo aquello y cómo vine aconocer que realmente yo no era un cobarde. Fue en LaHabana, a los pocos meses de haber salido de estoslugares. El hombre de una agencia me llevó a un hotel,donde quedé empleado para barrer, hacer mandados ydemás. Esas cosas. En aquella casa, rodeado de genteque no sabía nada de mi pasado, ni les interesaba, mesentía aliviado del remordimiento que me producía elpensar en lo ocurrido. La dueña era una española baji-ta y redonda como una manzana. Desde el comienzome trató con bastante consideración, aunque no sé porqué, pues no era ese su comportamiento con los demásempleados. Tal vez porque ellos eran paisanos suyos y

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la mujer veía en mí la baja opinión que tenía de ellos.Cuestiones psicológicas, si tú sabes lo que es eso. Unocambia con el tiempo. Uno llega a no distinguir entrenacionalidades. En el presidio, por ejemplo…

Pues allí iba yo, bastante regular cuando un día… Ladueña del hotel tenía un hijo. Era un joven menudo,algo menor que yo, y de una sonrisa angelical. Teníauna piel fina, unos ojos negros, un pelo castaño y on-deado. Daba gusto. Vestido de mujer, nadie diría quesu nombre era Roberto. Se pasaba el día en la oficina,rasguñando en los libros, y cuando hablaba con algunode los huéspedes lo hacía con gran soltura y anima-ción. Con los empleados, sin embargo, no era así. Aun-que a mí, como su madre, me distinguía, y hasta teníafrases de camarada. A veces, cuando no había otra cosaque hacer de precisión, me llamaba a su lado y me en-señaba a hacer los asientos. Cuestión de pereza, su-pongo. La mitad del tiempo se lo pasaba en un sillóncon las piernas encaramadas sobre el brazo, tirando dela boquilla, o se iba a la habitación de alguna huéspeda.Más lindas que las había en aquella casa… Una sobretodo. Se llamaba Georgette, y salía a la calle con aquelfiñe y nunca supe que tuviera familia. Hoy ya no meextrañaría. ¡Qué iba a extrañarme! Pero, en aquel tiem-po, era yo un guajirito sin malicia y todo imaginación.Contrastes que hay en uno. Pues bien, este hijo de lahotelera, que se llamaba Roberto, comenzó a fascinar-me. No; yo no sé por qué. No me había hecho ningúndaño y no tenía ningún motivo especial para tirar con-tra él. Lo veía salir con la chiquita, entrar de vuelta ensu habitación, azucarar con ella en los pasillos, peronada más. Entonces me metía en mi cuarto y me ponía aimaginar. ¡Las cosas que yo veía! Oía sus palabras, sen-tía sus besos y su piel —la de ella— rozaba la yema demis dedos como una seda cálida. No era envidia, ni riva-lidad, sin embargo, lo que sentía respecto a él. Hubiera

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podido ir, meterme por medio, y quitársela. No seríadifícil para cualquiera. Pero nada de eso hice y hastaexperimentaba cierto placer en saber que el hijo de lahotelera entraba en su habitación y la poseía todas lastardes. Yo sabía la hora exacta, contaba los minutos, ylo veía todo.

No: la fascinación que yo sentía hacia el joven eraotra y no tenía nada que ver con la muchacha. Es difícilde explicar. Hasta creo que por el momento, aquel ins-tinto se manifestó en mí sin pensar en él, ni en nadie enparticular. Fue después de una gran agitación. Recuer-do que a mi padre le había ocurrido lo mismo, pues eldía que intentó ahogar a mi madre acababa de teneruna batida con los cuatreros. Al llegar se sentó a lamesa y, después que se hubo repuesto, se levantó vio-lentamente y la arrastró hacia afuera. No sé si lo de mihermano habrá sido lo mismo, pero sospecho que sí.

Lo mío fue, digo, después de una gran agitación. Erauna tarde en que la dueña había salido a un pueblocercano donde tenía familiares, según creo. Los hués-pedes habían salido también, excepto Georgette y unviejo achacoso que vivía en un cuarto retirado, y a cuyocuidado había casi siempre un camarero. A veces le da-ban ataques y comenzaba a golpear las puertas con unbastón que tenía, y a dirigir insultos a todo el mundo.Era un lunático, o algo así. Fumaba siempre en unamaldita pipa que se le apagaba constantemente. Cuan-do se le acababan los fósforos bajaba por más, y durantela trayectoria se paraba veinte veces a prender la pipa.Esa tarde, yo no sé por qué, el viejo no gritó, ni nada,sino que bajó muy callado y cogió los fósforos del estan-te. Yo estaba en la oficina y lo vi pasar. Roberto estabacon la muchacha, y los pocos empleados que había esta-ban reunidos en la cocina, hablando de no sé qué cosarespecto a un duelo, según declararon luego. Partida degallinas. Temblaban como mimbres delante del juez.

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Yo estaba, pues, en la oficina y de pronto veo bajarun torcallón de humo por la escalera. Luego oigo ungrito en el piso de arriba y los jóvenes aparecieron amedio vestir en lo alto. Parecían dos ángeles asomandoa la boca del infierno. Gritaron hasta desgañitarse, bra-cearon, patearon. Los que estaban en la cocina se ar-maron de escobas mojadas, de frazadas mojadas, cubosde agua, y nos dimos todos a apagar el fuego. La alar-ma era más que el hecho; pero todos teníamos especialinterés en atajar la llama sin hacer alarma. Se sabíaque el viejo era peligroso y se nos tenía encargado quelo vigiláramos. Lo que se había prendido era una corti-na y el marco de la puerta. Aquella tela debía tener unatonelada de aceite, o no sé qué, para echar tanto humo.El corredor era una masa negra, y no se veía hasta don-de llegaba el fuego. Tuvimos la impresión de que la casaentera se hallaba en llamas. Arrojamos agua, tiramospiezas de ropa enchumbada, tiestos de tierra de la te-rraza… La llama no se veía. Así estuvimos descargandocontra el lugar de donde salía el humo hasta que, de-sesperado, el camarero se lanzó al interior de aquel cuar-to y gritó que todo estaba apagado. Habíamos trabajadocerca de media hora y, cuando el peligro hubo desapa-recido, todos nos sentamos a descansar, unos en la sala,otros en las habitaciones vacías. Roberto y su amantese habían vuelto a su retiro y debían estar componién-dose. Yo volví a la oficina. Estaba rendido, y respirabacon gran dificultad. Ni siquiera me había cuidado dearreglarme la ropa ni de lavarme las manos. Por hábito,cogí el lápiz y comencé a hacer signos sobre un libro y amirar en torno mío como si me hallara en un lugar ex-traño. Y así era en efecto. Gradualmente, y a medidaque la agitación se evaporaba, algo extraño, algo nuncasentido, subía por mis nervios y se agolpaba a mis ojos.De pronto, me sentí aliviado de todo cansancio. Unanueva potencia, que acababa de manifestarse en mí,

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me permitía sobreponerme al agotamiento. Pero mis ojosdebieron de abrirse de espanto. No reconocía el lugar.Mis manos se movieron instintivamente para apresaralgo y mi boca se rasgó en una sonrisa terrible, cuandoel hijo de la hotelera entró en la oficina.

(En su voz, cada vez más demudada, hay ahora unacento de verdadera locura. Se detiene como para to-mar aliento. Sus dedos repican ágilmente sobre las ro-dillas y su sonrisa y su mirada se me figuran iguales alas que acaba de describir. Poco a poco me he ido sepa-rando de él y mis piernas en forma de muelle están dis-puestas a saltar. El tambor del barracón ha dejado deoírse y la calma espectral del campo es, si cabe, todavíamás sofocante. De nuevo menea la cabeza y concluye:)

—Sólo ahora me lo explico. Después de entonces meha ocurrido varias veces y, aunque no siempre se harealizado el Hecho, siempre tuve conciencia clara de loque iba a ocurrir. No podía evitarlo, sin embargo. ¿Cómoiba a poder? Sería como decirle al perro hidrófobo queno mordiera. Cuando el joven apareció ante mí, sentí laalegría más intensa de mi vida. Me pareció una revela-ción, largo tiempo esperada. Como si todos los agraviosrecibidos de los demás estuvieran reunidos en él y sugarganta al alcance de mis manos.

(Sus dedos se crispan, y en todo su cuerpo hay unleve ondeo de culebra.)

—De estas manos. Nadie sabe la cantidad de presiónque hay en ellas. El jefe del presidio se quedó asombra-do una vez cuando se enteró que, en un intento de fuga,había doblado los barrotes de la reja. Se convenció atiempo, sin embargo, para ordenarme que ahogara aaquel compañero. Sólo que entonces la ola no se mani-festaba en mí y cuando al fin me vi forzado a hacerlo,mis ojos se llenaron de lágrimas. Sí, de lágrimas. Cosaincreíble. El pobre chapo abrió los ojos espantados yquedó mudo. Luego me miró con una ternura infinita.

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Estaba muerto antes que mis dedos se hubieran enla-zado a su garganta.

(Hay como un suspiro muy leve. Entonces se anima ydice en tono áspero:)

—Aquel hijo de la hotelera no fue así. Pateó, me aga-rró el pelo, se encogió y estiró como un gato. De nada lesirvió. Tenía una piel fina, y una garganta delgada. Mismanos le daban dos vueltas. Me fui acercando a él, pocoa poco. Todavía me gustaba verlo vivo. Hubiera queridodecírselo, explicárselo, tenerlo seguro en algún despo-blado, en algún cañaveral…

Estas últimas palabras las pronunció en un tono cor-tado, arrastrándose hacia mí. A mi vez, yo había reculadomás, y mi espalda daba contra una densura de cañas.Fui buscando con la mano una abertura por donde es-currirme sin volver la espalda. Veía que sus manos sealargaban gradualmente, y su cabeza se levantaba, re-donda como una calavera, sobre el cuerpo estriado. Depronto di un respingo y hui por entre el cañaveral. Poralgunos minutos sentí su roce detrás de mí. Tuve laimpresión de que iba muy cerca y de que el menor tro-piezo me haría caer en sus manos. Por suerte, salí a laguardarraya y entonces emprendí una carrera loca, des-orientada, veloz. Bajé al declive por donde pasaba unarroyo y me metí en el agua. Luego seguí por la lomaopuesta y desde su alto vi que, en el otro lado, algo semovía en la misma dirección. Él era, sin duda. Su pan-talón oscuro era lo único visible en el campo de esparti-llo bajo la amarillez de la luna. Luego desapareció en elcorte del arroyo y yo continué huyendo.

Fue una de las experiencias más fuertes de mi vida.Todavía hoy, después de dos años, pienso en el extrañoagregado de aquella noche con temor. No necesito ocul-tarlo: tuve miedo, un miedo distinto a todos los demás,una especie de pánico terrífico, como si algo extraño selevantara dentro de mí. Lentamente, gradualmente, la

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locura había ido envolviendo al hombre en una aureolaespectral. Aquella locura, en la quietud espectral delcampo, era lo que me fascinaba. La sentía invadirme,trepar por mis nervios y cuajarse en mis ojos. Era sualiento de una peste densa, era la calavera de su rostroy los ojos sin pestañas, redondos, los que me apresa-ban. Era como una fuerza hipnótica, no viva, sino ema-nada de la tierra podrida, como si el campo fuera uninmenso cementerio y nosotros los únicos vivos. La cosacomenzó suavecito. La voz del hombre en aquel “Hola,hermano”, tenía la ternura que necesita un hombrecuando la suerte le ha cerrado el paso. Puro hábito. Lavida enseña a decir “hermano”, y la palabra queda. Luegosu voz se fue quebrando, cobrando un metal extraño,como si por su interior corriera una ventisca helada ypestilente. Pero en medio de todo había algo que no erarepulsivo y que mantenía mi atención. Era lo que fasci-naba, el veneno. Aquel hombre estaba lívido, y lo verdede su piel era el veneno. Sólo el terror pudo salvarme.Cuando di el primer salto, fue como si la ligazón que memantenía sujeto a él se partiera con un estallido.

Fue, repito, una experiencia terrible. Cuando hubeganado la colina opuesta, un nuevo declive se ofrecióante mí y luego una serie de fincas labradas y casas detabaco diseminadas por el terreno. Una región conoci-da se ofreció entonces a mi vista. De vez en vez me dete-nía para cerciorarme de si todavía me seguía, y luegocontinuaba huyendo. Probablemente la distancia reco-rrida fue más corta de lo que yo me figuré. Por algúntiempo corrí a galope y luego continué a paso hasta caerrendido a la entrada de un pequeño pueblo familiar.Fue aquel el final de mi aventura. En el pueblo vivíanantiguos compañeros míos y poco más allá comenzabala región de caña más rica de Camagüey. Tres años an-tes pasara allí la zafra. Algunas colonias habían cam-biado de manos y al frente de las administraciones

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encontré rostros extraños. Pero los viejos mayorales eranlos mismos. Uno de estos, antiguo amigo de mi padreallá en Vueltabajo, había ascendido a jefe de campo, yme acogió en su casa de madera recién pintada, junto ala línea del tren. Excuso decir la serie de preguntas queme hicieron él y su familia. Es notable, sin embargo, quetodos conocían, por las señas, al hombre de quien ibahuyendo. Por ellos vine a saber su verdadero nombre: sellamaba Ramiro, y aunque nadie conocía la primera cau-sa, se sabía que, efectivamente, había estado en presi-do. Últimamente se le atribuían algunos casos de asalto,y la voz se había corrido por toda la provincia.

Algo todavía sorprendente vino a cerrar el círculo deaquel caso. A los pocos días de estar empleado comoauxiliar en la tienda de aquella colonia, llegó allí la no-ticia de lo ocurrido en la tienda de la otra, la noche queintentáramos asaltarla. El que dio la noticia —la verdadsólo el jefe del campo y yo la sabíamos— fue un carrete-ro. Era el mismo que nos había abierto paso en el corroy que al otro día fue despedido. Entonces vino al mismolugar donde yo estaba a pedir trabajo. Según su ver-sión, todo el mundo había reconocido a mi compañero,pero nadie sabía quién era el que iba con él… Algúninfeliz, probablemente. Dijo además que la rural no ha-bía podido encontrar rastro de los ladrones.

Esto me intrigó por saber el paradero del hombre.Tenía la intuición de que se habría caído al arroyo y deque estaría allí, varado en alguna rama de árbol. Estanoción permaneció en mí hasta el domingo siguiente,en que pude convencer al jefe y a un hijo suyo a que meacompañaran. Ocupaciones especiales —el estableci-miento de una nueva tienda para cambiar vales en lacolonia— nos impidieron ir por el día; pero al anoche-cer montamos a caballo y partimos en aquella direc-ción. Fuimos un poco al azar, buscando el rumbo porla conformación del terreno, tal como lo recordaba yo,

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vagamente. Por fin, al cabo de una buena caminata,dimos con la parte del arroyo que me era conocida. Lanoche había cerrado y, como aquella del suceso, el cam-po comenzaba a cubrirse de luna. En los barracones cer-canos no había ritos, pero al través de un raso se veíanlas fogatas. Reconocí perfectamente el lugar por dondehabría cruzado, y amarrando los caballos a una cerca,buscamos a lo largo de la corriente. No tuvimos que afa-narnos mucho. La luna daba luz bastante para guiarnuestros pasos. Entonces apareció a nuestra vista lo mássorprendente de todo, aquello que ha causado una im-presión más onda en mi vida. No de temor como la otranoche, sino de una cosa para lo cual no hay palabra enningún idioma. Una impresión igual a la que sentiría unejecutado que volviera a la vida al ver el aparato en quehabía entregado la otra. El Hombre estaba allí, a la mar-gen del arroyo. Su cuerpo, caído, derribado sobre sí mis-mo, era ya una masa informe. La cabeza le colgaba sobreel agua, como si su último deseo fuera mirarse en aquelespejo. Sólo las manos —¡aquellas manos!—, se estira-ban hacia la tierra, enroscándose como serpientes a loque pudo ser mi garganta —a aquello que fue el últimoasidero de su instinto—: el tallo de un bejuco.

Social. La Habana, volumen 16, número 12; 30 de diciembre, 1931.

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El comisario ciego

El comisario llegó solo.—He perdido toda la compañía —dijo—. Toma mi arma,

dijo al del batallón. La pistola estaba pavonada de san-gre. En la culata se marcaban los dedos del comisariode compañía. Este dejó caer los brazos, las mangas dela guerrera ensangrentadas, goteándole los dedos. Eldel batallón miró el arma, luego a los ojos de Horma, ala gorra estrujada sobre su cabeza. El sol se apagaba,rojo, detrás del Ebro.

—Todos han quedado allí —dijo Horma—. Unos vivos,otros muertos. No se movieron, no dieron un paso atrás.

Se puso el sol y, del otro lado, el cañón emitió un rugi-do cansado. Parecía un león que acababa de devorar unapresa en lucha, y se echa a descansar, rugiendo victorio-so. Las máquinas crepitaron aún, como costillas secas.Elo del Bon, alzó los ojos a la cota perdida.

—Nos la han rebajado —dijo el de la compañía—. Yapodréis rectificar el número en la carta. Pero no se mo-vieron —monologó—. El sargento de máquinas murióquemado. Las manos le ardían, colgadas. Estaba de bru-ces, muerto, sobre la máquina.

Se sentó en el suelo, con los pies como en un embudo.Inclinó la cabeza sobre el pecho. El del batallón se alejóunos pasos con la pistola de Horma en la mano. Recapa-citó junto al de la compañía y tiró el arma a su lado.

—Ten. Aún puede servirte.Se fue el del batallón. Nubes de polvo y azufre se con-

densaban en las cañadas, ciñendo las cotas que se dis-paraban, carbonizadas, hacia el cielo. El silencio vino

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con la noche. Rasgaban, en dos partes, la sombra unasllamaradas, como fuegos irreales, que partían de lasfaldas incendiadas. El aire parecía caldo de aquella tem-peratura artificial que dejan las bombas electrón y quese va enfriando como la sangre coagulada, y deja en lagarganta un sabor agrio de cloroformo.

El comisario de compañía sintió alejarse los pasosdel otro sobre la pista. Después se hizo la calma en laslíneas y enseguida cundió por los caminos del valle aquelrumor sordo y difuso. Horma lo sintió como de hojassecas con garras que arrastra un viento bajo. Pasó unsoplo como de bicicleta. Después, un cuerpo que searrastra. Algo lejos galopaban cascos sobre la tierra blan-da, entre las viñas. Una moto sacudió violentamente elaire, y se desvaneció. Muy alto, se produjo un ronquidode oleaje, y a poco fuegos espectrales de bengala ilumi-naron la vaguada.

Horma no se movió. Sus impulsos eran tan débilesque temía chocar con la ropa, las costras de sangre, lanoche misma. Voces sordas de multitud se enredaron ensus oídos. Algunas le parecieron familiares, pero tam-bién se le ocurrió que pudieran ser de enemigos que avan-zaban por la brecha abierta en su frente, por encima desu compañía aniquilada. No obstante, el comisario per-maneció inmóvil, con la pistola arrojada a su lado, elcañón contra el muslo. Pensó que si era el enemigo, allíestaba ya su puesto, que nadie le había enseñado otro.Se creía deshonrado, vencido. Por encima de su compa-ñía podía penetrar el enemigo, abrirse luego a derecha eizquierda y en sus tentáculos las altas montañas alam-bradas, con sus fortines de cemento en las crestas.

Dejó pasar los pasos sordos y las voces apagadas enla noche. Horas después se levantó la luna; parecía unahoz candente de ancha hoja sobre su cabeza. Cuandose hubo alzado bastante para esclarecer el cielo, co-menzaron a pasar aviones. Horma pensó iban en busca

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de las reservas, los acantonamientos, y pronto sintió,lejos, las explosiones. La tierra tembló hasta allí. Hor-ma se puso en pie. Sentía la camisa y el pantalón pega-dos a la carne, fríos y encontrados.

Una hora estuvo pensando, de espalda a la luna. Mi-raba a su sombra y le parecía la de un tronco mochadoy desgarrado por una bomba. También pensó que unSreda podía localizarlo por la sombra, picar y matarlo.Fue cuando oyó la voz:

—Comisario…Se volvió impresionado. De modo que todavía era co-

misario.Se irguió y miró al hombre que tenía delante y le alar-

gaba un sobre. El enlace saludó y se perdió en el bos-que con el mismo sigilo con que había aparecido. Hormase bajó a recoger la pistola, la enfundó y trató de leer…nueva compañía en línea… órdenes capitán …recu-perar posición …la luna no alumbraba bastante.

Sería medianoche. Horma se puso en marcha por lavaguada. Le pareció que la piel se le cuarteaba, comoun frente castigado, a cada movimiento. Pero según ibaentrando en calor, el dolor disminuiría y su atenciónagitada lo llevaba más allá de sí mismo, a la cota reba-jada. Al llegar a la segunda línea se topó con el comisa-rio de batallón.

—A tus órdenes, García —dijo Horma.El otro se llevó el puño a la sien.—Ya tienes otra compañía. No se ha enviado el parte

a la división. Al amanecer necesitamos entrar otra vezen la 666.

—A tus órdenes —dijo Horma.Sus nuevos soldados estaban en la falda, entre los pi-

nos. El aire había despejado los tufos de la trilita, peropor la cañada bajaba un aliento de podredumbre. Másarriba, entre líneas, se pudrían montones de cadáveres,y un hilo de agua arrastraba la materia descompuesta.

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El aire silbó en las hojas de los pinos como obuses delsiete y medio. Horma se echó al suelo, pero pronto reac-cionó, pensando que volvía a ser comisario.

Los soldados descansaban de costado, con los mos-quetones abrazados al pecho. Ninguno pareció recono-cerlo. Horma recorrió la fila, fijándose en todos losrostros, y advirtió que eran veteranos.

—Son los que han defendido ayer la siete setenta yocho —le dijo el capitán—. Están algo cansados.

Horma se volvió impresionado. El que le hablaba erasu mismo capitán, el de la compañía aniquilada.

—Te creí muerto o prisionero —dijo el comisario.—Ya ves. Estoy vivo todavía. Para todo hay tiempo. —Y

añadió—: Tenemos que recuperar la cota antes del ama-necer.

Horma empezó a hablar a los soldados. Lo hizo porgrupos; la voz le salía trabajosamente del pecho. Lossoldados volvían la cabeza, escuchaban y seguían indi-ferentes. Parecían hombres rendidos, a quienes nadaimporta ya nada. Horma dijo simplemente:

—Vamos arriba.Marchó adelante. Los soldados se fueron escalonan-

do, en pequeños grupos, de ocho en fondo. A mitad dela cuesta se abrieron en cuña. Horma se levantó en lapunta de aquella cuña y esperó el parte del escucha. Elenemigo había abierto hoyos profundos en torno a lacima y de allí asomaban los hocicos de las máquinasque batían toda la zona por recorrer. El terreno habíasido deshollado por el fuego y la luna hacía resaltar laspiedras blancas como huesos de un cementerio, y lassombras de los hombres se proyectaban, largas, sobrelas piedras. La primera escuadra se echó a tierra.

Las máquinas enemigas comenzaron a cantar. Co-menzaron como notas breves, como una crepitaciónesporádica y fueron en crescendo. Las balas chocabancon las piedras y estallaban. Horma se adentró en la

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zona batida, con la primera escuadra, y sintió una pi-cada en un hombro. Se palpó con la mano y notó san-gre. Dos hombres cayeron a su lado y uno más emitió, asu espalda, un quejido animal.

La escuadra había avanzado cien metros en la zonaabatida. Los demás demoraban. Abajo se oían voces demando irritadas. Algunas granadas de artillería caíande rastrilleo. Otros dos heridos de la segunda escuadrarodaron por el precipicio. El mulo de las municiones sedesprendió tras ellos, como una roca. Horma volvió so-bre los rezagados, animándolos a subir. Fue de escalónen escalón, hasta el capitán.

—Esto va muy lento —dijo el comisario—. Nos va a co-ger el día. Vamos a dar tiempo a que les lleguen refuerzos.

Corrió de derecha a izquierda, animando a cada ofi-cial, a cada sargento. Los hombres daban unos pasos,agachados, y se dejaban caer vientre a tierra. A cadasalto, caían algunos antes que los otros y ya no se le-vantaban. Los camilleros los arrastraban cuesta abajo.

El comisario se movía entre ellos. Se ponía a la cabe-za de un grupo y lo llevaba algunos metros loma arriba.Luego volvía por otro grupo. Los hombres subían comoenganchados a su palabra y a su ejemplo. Pero cuandolos dejaba, los soldados se volvían a desplomar. Hormaaparecía acarreando cuerpos inanimados hacia la cres-ta, entre las balas.

Un obús estalló en medio del pelotón que le seguía.Quedaron en torno al comisario fragmentos de hom-bres y de roca. Él se sintió hundir en la tierra; se sintióapedreado, abofeteado, cubierto de tierra. En su alre-dedor se oían quejas que parecían venir de lejos. Sepasó la mano por la frente, requirió cada uno de susmiembros y notó que no le faltaba ninguno, pero lospies los tenía aprisionados. Al tocarse la cara notó quele manaba sangre de los oídos y de la nariz.

Abrió los ojos. Luego se tocó los párpados, se los levan-tó con los dedos. De pronto el mundo se había cubierto de

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tinieblas más densas. Tenía los ojos abiertos, pero nin-guna luz penetraba en ellos.

—Estoy ciego —pensó—. He perdido la vista. He termi-nado. Pero en ese mismo instante rectificó. No, todavíano he terminado. Me quedan pies y todavía tengo voz.

Arrancó los pies de entre las ruinas y dio algunospasos. Tropezó con un cráneo y fue a dar, de bruces,entre dos cadáveres. Palpando en derredor reconocióuna pierna, una garganta, un vientre destripado.

—Debo de estar bañado en sangre —se dijo—. Debotener también alguna vena abierta. Tengo que darmeprisa —añadió—. Tengo que llegar arriba antes de quela sangre se me vacíe por completo.

Otra vez de pie marchó a saltos. Silban, como enjam-bres, las balas. Se oían quejas y gritos llamando a loscamilleros. Por todas las faldas estallaban los obuses.La compañía, rota su formación, se había regado sobreuna ancha zona fermentada de fuego. El fuego parecíabrotar de la tierra, del interior, rompiendo la corteza.

Entre aquel fuego se movió, con su voz, el comisario.Algunos hombres se adelantaban aisladamente. De aba-jo venían las voces de mando de los oficiales, rotas porlos estallidos, cada vez más nutridos, de los obuses. Elzumbido de las balas era como una galerna en el apare-jo de un buque.

—¡Venga! —ordenó el comisario—. ¡Arriba, conmigo!No sabía si le oían o no. La sangre se le había coagu-

lado en los oídos y los sonidos penetraban en ellos comoa través de un grueso muro. No oía ya, ni veía. Pero suspies le llevaban hacia la cresta. La meta se abría anteél. Ninguna barrera de balas podía cerrarle el paso mien-tras le quedara vida. Un grupo de soldados lo reconocióal pasar junto a ellos. El sargento se incorporó paraseguirlo. Veinte hombres hicieron lo mismo, marchan-do tras el comisario sin echarse al suelo. Horma ibadelante, erguido, tieso, como un poste. Había llegado adoscientos metros de las líneas. Los que le siguieron

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iban cayendo y ya nadie podía llegarse a recogerlos. Susquejas se oyeron durante todo el día, sobre la zona que-mada, y sus cuerpos se despeñaban retorciéndose.

Era el amanecer. Todavía el comisario gritaba. ¡Ven-ga! Horma se levantaba en la cresta, cubierto de san-gre, con los ojos abiertos. El sol le dio en ellos. Pero suvoz se fue apagando como una luz de aceite. Su cuerpoestaba allí, rígido, el sol entre la cresta, entre enemigos.

Noticias de Hoy. La Habana, año 2, número 108, mayo 7; 1939, p. 2

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No pasa nada

I

Nadie sabía quién era el nuevo “mayor”. Llegó una tar-de a caballo, desmontó frente a la casa de vivienda ypreguntó por el señor Molina. Traía una carta que eladministrador leyó despacio, temblándole entre los de-dos. El administrador mandó a Harold que se cuidaradel caballo y condujo al recién llegado hasta su oficina,en la casa roja, sobre la colina. Hasta avanzada la no-che echó luz por las dos ventanas la casa del adminis-trador. El sargento Pogolotti se dio una vuelta por elbatey y preguntó al jefe de campo:

—¿Quién es ese señor?—Nadie sabe. Un recomendado tal vez. El jefe estaba

esperando un “mayor”.El sargento Pogolotti se marchó pensativo. Claramen-

te se veía que el forastero, con su aire desenvuelto y subigotito no le simpatizaba. Se parecía a un galán delcine. Era alto, joven, tenía buen metal de voz, y sonreíadespectivamente, con gesto de superioridad. Esto noagradaba al sargento Pogolotti.

En su casa, el sargento encontró la mesa puesta. Lanegra Rosario le miró algo asustada.

—¿Todavía no ha venido esa? —preguntó él bruscamente.—No, señor. Como usted la autorizó, subió al cerro

con la alemana.—Se va a acabar eso. Salga a buscarla inmediata-

mente. Tengo que saber qué se trae con esa bruja.Todavía Rosario murmuró temblorosa:—Esa mujer nos va a dar la mala, señor. Ya yo lo dije.

Anda metida en brujerías y no sabe lo que se trae entremanos. Con esas cosas no se debe jugar.

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—Salga y tráigame pronto a Marina, le digo. No hagacomentarios.

Salió Rosario. Cruzó por delante de las casas de loschinos. En la última, al final de la calle, vivía la alema-na. La puerta estaba cerrada, y Rosario siguió andandopor el camino de herradura, en demanda del cerro. Lasventanas del administrador despedían luz.

II

Marina y Alma Karlin estaban sentadas en lo más altodel cerro, al pie de un antiguo santuario derruido. Laalemana era una mujer de rostro joven y cabello blan-co. Sus ojos verdes lastimaban al mirar. Hacía cerca deun año que había venido a este sitio. Trabó amistad conel administrador del central Violeta y poco a poco se fuefamiliarizando con todo el mundo, incluso con el sar-gento Pogolotti.

Estaba allí en viaje de estudio. Era una especialistaen cuestiones africanas, y había elegido las colonias dela comarca para estudiar, en tiempo de zafra, los ritos,supersticiones y costumbres de los haitianos. Su casaera un laboratorio sagrado. Marina, que le servía de guía,era la única persona de la localidad que había penetra-do en ella.

Las dos se sobresaltaron a la vista de Rosario.—El sargento está bravo —dijo Rosario—, corre a casa

enseguida. Recuerda lo que te tiene dicho.La muchacha emitió un grito de sorpresa, como si des-

pertara de un sueño. Saltó sobre sus pies y se lanzó comouna flecha camino abajo. Alma quedó de pie ante Rosario.

—¿Qué le pasa al sargento? Conmigo sabe que lamuchacha está segura.

—Yo no sé —dijo Rosario—. Pero el sargento está hoyde mal humor y le tiene dicho a la muchacha que no sequede fuera después de la puesta de sol.

Bajaron, una al lado de la otra, hablando.

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—El sargento tiene a esa muchacha como una escla-va —dijo la alemana.

—La conoce de chiquita, de antes de morirse su pa-dre, en aquel desgraciado incidente. La muchacha que-dó huérfana y el sargento la hizo suya. Usted no debemeterse en esas cosas.

—No me meto. Lo comento con usted. Marina y yoestuvimos hablando. Le contaba la historia de unamuchacha panameña que conocí hace dos años en lazona del Canal. Se parecía tanto a ella…

—Usted no debe hacerle historias a la muchacha. Secree cuanto le dicen y ya una vez intentó irse detrás deun vendedor que pasó por aquí. Gracias a mí no se en-teró el sargento.

—Marina es muy curiosa, eso es todo. Es un ángel deingenuidad. Nunca ha salido de este pueblo, y le encan-ta que le hable de otros mundos.

—Sí. Y apostaría que le pregunta cómo son los hom-bres, y si hay magias para cazarlos. Por eso se arrima austed. Cree que usted, con lo que sabe, lo puede conse-guir todo con brujería. ¡Apártela de usted y no le metamisterios en la cabeza! Ella es muy alocada y le va acausar un disgusto. Usted no conoce al sargento. Laquiere con delirio, pero sería capaz de cualquier cosa sise le resbalara.

III

Alma Karlin se metió en su choza y se cerró por den-tro. Era una casa de madera. Todas las que seguían acontinuación eran de madera y estaban habitadas porchinos. Alma encendió la luz brillante y se sentó a leer.Todos los adornos de las paredes eran idolillos, amu-letos, instrumentos de música primitivos, plumas deaves extrañas, estampas negras y objetos rituales afri-canos. Al final de la calle empezaba el batey. A la es-palda comenzaban los cañaverales. Un rato después

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comenzó a sonar un tambor, y a poco se oyó al final dela calle un rasgueo de tres y una décima tendida. Almalevantó los ojos, escuchó un rato y se puso a anotar lasnotas en un cuaderno de música.

Después rasgó la envoltura sucia de un paquete yextrajo lo que parecía un revoltijo repugnante de obje-tos y materiales imposibles. Había una cabeza de totí,un cuero de rana seco, varias plumas, un pequeño coá-gulo disecado que había sido corazón de un animal pe-queño, un pedazo de seda cortado en forma de senos,una aguja de coser sacos, una cajita del polvos, un pe-dazo de cristal. Todo aquello semejaba un amasijo debasura sacado al azar de cualquier latón.

Alma desplegó con cuidado los objetos sobre la mesa.Los combinó como en un tablero de ajedrez, y se quedópensativa, con los ojos perdidos en el vacío. Después loguardó todo en una penca de guano, amoldada en for-ma de cuerno, y lo guardó en una especie de buzónadherido a las tablas del fondo. Se echó un mosquiteroo velo rojo sobre la cabeza y salió al campo.

Al llegar junto a la casa del sargento, Alma se detuvoa escuchar. Dentro se oía la voz dura y colérica dePogolotti: “¡A mí con esos cuentos! ¡A mí…! ¿Tú no vesque yo conozco a mi gente?”. Luego se oyó como unlloriqueo de Marina seguido de palabras acariciadoras:“¡Mi viejo! No me regañes más, mi padre. ¡No lo harémás! ¡Tú sabes que yo te quiero!”.

Alma abrió los ojos hacia la luna que asomaba, rota yfantasmal, por encima del cerro. En el barracón lejano,la voz de los tambores se había multiplicado y sonabavaria, misteriosa y perdida como una leyenda. La ale-mana dio algunos pasos hacia la vera del cañaveral,plano y amarillo. Escuchó algunos momentos comoarrobada, con la frente hacia el cielo. Luego se hundióen la sombra por la guardarraya.

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IV

Nadie supo por de pronto de dónde venía Bebo Bermúdez,el nuevo “mayor”. Al día siguiente apareció en la casa devivienda con guayabera. El administrador le hizo entregade los libros y mandó que prepararan el bayo.

—Este señor viene aquí recomendado de un amigo. Des-de hoy es el “mayor” de la colonia —hizo la presentación aljefe de campo—. Yo tengo que ir a La Habana. Volveré afin de semana. Mañana pueden empezar a cortar.

Comenzó el corte. El administrador escribió que per-manecería algunas semanas más en la capital. El joven“mayor”, o contable, se hizo simpático a la gente del batey,a los mayorales y jefes de campo. El sargento Pogolotti sedejó caer por allí, y como si no lo quisiera, se hizo pre-sentar a él. Le apretó fuertemente la mano para hacerlesentir su autoridad. Por indirectas le hizo sentir tam-bién su desprecio por los niños lindos como él nacidossin duda en cama blanda y educados entre papeles.

Pero Bermúdez no era lo que parecía. Debajo de sufragilidad y palidez se escondía una gran experiencia ysin duda una vida de azar y de lucha. Nadie supo nadade sus antecedentes, por de pronto. Él sabía tratar a lagente y evitar choques. Así fingió admirar la hombríadel sargento y nunca trató de competir con él en fuerza,jactancia, tiro de revólver ni destreza en montar a caba-llo. Se dejaba derrotar y parecía orgulloso de que fuerael sargento quien lo venciera. Hasta en la riña de gallospresentó un animalito mostrenco para que el gallo dePogolotti lo deshilachara.

De este modo Pogolotti no tuvo inconveniente en admi-tir a Bermúdez como uno de sus “protegidos”, y hasta sesentía honrado con sus visitas. Tocando la guitarra, im-provisando, Bermúdez no tenía rival, y el sargento admi-raba su voz y sus décimas, y le cedía terreno en estecampo. Bermúdez no tenía nunca frases insinuantes paralas mujeres. Para él las pocas muchachas del pueblo

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eran simplemente seres neutros. Trataba a todo el mun-do con franqueza, soltura y cordialidad, siempre en lamedida justa, ni demasiado cerca ni demasiado lejos.Evidentemente, no quería chocar.

La misma alemana, tan extraña para todo el mundo,no pareció llamarle demasiado la atención. No fue a sucasa ni se interesó por sus investigaciones folklóricas.Sólo una vez o dos cruzó con ella un breve diálogo sintrascendencia. La mayor parte del tiempo lo dedicaba ala oficina, a visitar el corte y los barracones. De nochejugaba una partida de dominó con el jefe de campo y seacostaba temprano.

El mismo día de su ingreso en la oficina, Marina, apro-vechando la ausencia de Pogolotti, se dio una vuelta porla casa y miró hacia dentro. Luego volvió a pasar pordelante de la ventana, y sus ojos se encontraron con losdel “mayor”. Más tarde, al anochecer, cuando Bermúdezvolvía de recorrer la zona de corte, se topó con ella sa-cando agua del pozo, al final del caserío. A Marina se lecayó el cubo al fondo y Bebo se apeó a sacárselo.

V

A pesar de la reprimenda del sargento, Marina volvió aver a la alemana. La historia había quedado truncada.La alemana, que a nadie hablaba de sus experiencias,no podía menos de comunicarse con Marina. La mu-chacha escuchaba con los ojos muy abiertos, llenos decuriosidad, candor y asombro.

Dos noches después de la llegada del “mayor”, el sar-gento tuvo que ir a Morón. Rosario receló una celada,pero la muchacha no pudo resistir la tentación de ir aver a la alemana.

La “mágica” estaba en casa, con la puerta y la venta-na abiertas, leyendo.

—Sígueme contando aquello del marino y de la mu-chacha panameña…Quedamos en que él no la quería,

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porque tenía sangre india, pero tú le rociaste a ella lasropas de un perfume y …

—Dejemos eso, Marina. Eres muy joven. Apenas tie-nes veinte años. Esas cosas pueden hacer daño cuandono se tiene bastante experiencia y cultura.

—Pero tú puedes hacer que una persona quiera a otra,que un hombre quiera a una mujer. ¿No es cierto? Y yo nosoy tan niña. Hace más de tres años que vivo con Pogolotti.

—Eso no quiere decir nada. La magia y la brujeríason ciencias muy profundas. Yo llevo más de diez añosestudiándolas.

—Y puedes también causar la muerte a una personaen ausencia. Me lo dijiste un día.

—¡No te he dicho nada de eso! Fue una broma. ¿Cómose te ocurre…?

—Por curiosidad. Yo sé que tú eres una persona quesabe más que todas las demás y que consigues lo quequieres. Yo apenas sé leer, es cierto. Pero me doy cuen-ta de muchas cosas. Llevo más de tres años con Pogolottiy él me ha llevado al cine algunas veces, a Morón y aVioleta. Me gusta mucho ir al cine. Quisiera verlo todoslos días. Quisiera irme a vivir a La Habana, pero Pogolottime tiene amarrada.

En el hueco de la puerta apareció, cuadrado, el sar-gento Pogolotti. Marina hizo un ademán instintivo deesconderse detrás de la alemana, pero luego se fue su-plicante hacia su hombre. El sargento la apartó con unmanotazo; la cogió por un brazo y la empujó hacia lacalle. Marina huyó a casa. Pogolotti blandió la fusta so-bre la cabeza de la alemana.

—Me parece que usted va a tener que salir de aquí acuerazo limpio. ¿Cuántas veces le voy a decir que noquiero que me enrede a la muchacha? Si usted estáloca, basta con que lo esté usted.

La alemana retrocedió asustada. El sargento contuvola ira y advirtió con más moderación:

—Bueno, que sea la última vez. Si la vuelvo a ver conusted, se va a acabar caña aquí.

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La “bruja” no contestó. Trató de balbucear algunaspalabras y se relegó a sí misma. Aquella noche no salióa comunicarse con los haitianos. Cerró la puerta y seinclinó sobre la mesa, gimoteando.

La voz y el gesto del sargento le habían impresionadomás que ningún misterio. Era una realidad demasiadoclara, y sin embargo más misteriosa que todos los arca-nos. Se sentía sola, pequeña, desamparada, arrojadano se sabe por qué a un país remoto, humillada por unhombre que parecía tener allí más poder que todos losdemás. Y aquel era un poder que emanaba de él mismo,más que de su fusta, su revólver y su uniforme.

Podía matarla, pensó. Podía expulsarla ignominiosa-mente. Podía pegarle. Todavía por la mañana tenía AlmaKarlin los ojos llorosos.

VI

Inquietó un poco en la colonia la tardanza del adminis-trador. Rara vez permanecía ausente por tanto tiempo.El jefe superior de campo lo sustituía en todo menos enla mecánica de la oficina. El nuevo “mayor” no interfe-ría sus funciones. Fuera de la oficina, auxiliaba, perono imponía normas. Y demostraba ser capaz en mu-chas cosas. Los sábados salía a pagar a las cuadrillas.Todavía no se había agotado el dinero, no era precisopagar en vales; de modo que por el momento todo mar-chaba sin tropiezos ni rozamientos.

El primer sábado después de haber hecho los pagos,Bermúdez se fue a pie por entre los barracones, y asis-tió a los primeros cantos y danzas de los haitianos. Es-tos sacrificaron algunos gallos, llevaron aguardiente dela tienda y templaron sus tambores. Frente al principalbarracón, en un cuadrilátero de tierra apisonada, seorganizó la fiesta.

Coincidieron aquí, como espectadores, la alemana y elsargento. Alma se había sentado detrás de la orquesta,en el suelo. La orquesta la formaban acordeón, tambor,

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cornetín, maracas, güiro, claves y guitarra. A cada ladocantaban dos haitianos viejos, vestidos de negro, conlibros de misa en latín abiertos sobre las rodillas, y acom-pañaban las notas con movimientos de brazos. La ale-mana hacía una figura extraña, con su pelo blancosuelto, a la luna y al resplandor de la hoguera.

Los haitianos sacaron tres o cuatro mujeres al rito-dan-za. La alemana permaneció impasible, sin advertir al pa-recer la presencia del sargento y del “mayor” que asistíana la fiesta con curiosidad y desprecio al mismo tiempo.

—¿Verdad que esa mujer debe estar tocada del coco?—sonrió Bermúdez.

—Sí —replicó el sargento—. Pero es inofensiva. Recibedinero de fuera y el administrador dice que la dejen consu chifladura. Tiene la casa llena de porquerías, santos ydiablitos. Cree que está descubriendo misterios de la bru-jería, y escribe constantemente. El caso es que los hai-tianos la respetan. Quizás porque les hace regalitos.

Los bailadores habían acometido una especie de bembé.Bermúdez y el sargento salieron despacio, ya cansados,camino del batey. Pero a medio camino se oyeron dis-paros al final de la zona de caña. El sargento dijo:

—Ya tenemos bronca. Voy a ver qué es lo que pasaallá. Hoy es sábado y se les ha subido el aguardiente ala cabeza. Ya están a tiros…¿De dónde les habrán veni-do las armas? Voy a ver…

Pogolotti salió disparado en dirección al lugar de lapelea. Bebo continuó como distraído, por un atajo, ha-cia la casa del administrador, donde habitaba.

Marina surgió como de la nada, a la vuelta del potrero.

VII

La muchacha se había hecho ya la encontradiza dos otres veces antes, pero nunca de noche. Bebo advirtióque, a pesar de su descuido en el vestir, y de sus moda-les bruscos, era linda y agradable. Ahora se aparecíaexcepcionalmente arreglada. Bebo la examinó con la lin-terna de mano.

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—Haces mal en venir aquí. El sargento puede volverde un momento a otro.

La muchacha le saltó al cuello, colgándose de él. Bebose dejó atraer al suelo.

—No vendrá —dijo Marina—. Y si viene, Rosario sabepor dónde y me avisará a tiempo. Pero no vendrá. Hoyes sábado, y cuando cobran siempre hay bronca en losbarracones.

Se apretó contra él, hundió la cara en su pecho y sepuso a gimotear.

—Si tú me quisieras mucho, yo me iría contigo.—No seas loca. ¿No ves que el sargento puede ente-

rarse de esto? ¿No te das cuenta que…?—El sargento. Siempre el sargento. ¿Es que Pogolotti

es el rey de todos los hombres?—No, pero…—Sí, ya sé. Tú le tienes miedo.Bebo reaccionó rápidamente.—¡No!—¿Entonces?—Lo hago por ti. No hay que ser imprudentes.—Yo seré como tú quieras. Haré siempre lo que tú

digas.Se había apretado más contra él y le ofrecía la boca.

Bermúdez no pudo resistir la tentación. Lejos seguíansonando tambores. Estallaron, más nutridos, los dis-paros.

—No vendrá —afirmó Marina triunfante—. ¡Ojalá leden un tiro!

—No digas eso.—Lo digo porque te quiero. Si no existiera Pogolotti,

¿qué harías conmigo?—Te querría mucho.—¿Me llevarías contigo cuando te fueras?Bermúdez tenía ahora nublada la inteligencia. No pudo

advertir ningún sentido oculto en la pregunta.—Te llevaría. Eres preciosa. Me gustas mucho.

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VIII

A la mañana siguiente se comentaba frente a la casa devivienda los sucesos de la noche. El sargento Pogolottise presentó con un brazo en cabestrillo.

—Me han jorobado esos salvajes —dijo—. Parece quela bala interesó el hueso.

Estaban el jefe superior de campo, los mayorales, elencargado de la tienda y el chino más rico de la locali-dad. Harold, el mozo de cuadra, escuchaba un poco almargen, estirando la oreja.

Dos haitianos, a su vez, habían sido heridos, y lleva-dos apresuradamente a la enfermería del central. Sedesesperaba de poder salvarlos.

—Tengo que averiguar quién les dio los revólvers—dijo el sargento.

En el curso del día se descubrió que dos revólversColt habían sido sustraídos del puesto de la Rural, peronadie sabía cómo. Los haitianos sostenían que los ha-bían hallado tirados a la puerta de un barracón, el sá-bado por la mañana. Nunca se llegaría a saber, a cienciacierta, si decían verdad o mentira.

Marina se mostró esta vez muy solícita con su hom-bre. Le cambiaba la venda, lo acariciaba todo, no que-ría que saliera por temor a que se le infectara la herida.

Pogolotti daba muestras, por primera vez, de reblandeci-miento y temor. Estaba nervioso, y Marina lo tranquiliza-ba. Permanecía en el portal recostado en una silla de lona.La herida había afectado a su moral. Nunca se había vistoen tanto peligro. Marina estaba crecida, la veía ante sí comouna gran mujer. Ella lo atendía y consolaba, con una dul-zura casi maternal. Y a él le gustaba así; le agradabaahora ser más niño, dejarse mandar y envolver por ella.

Al atardecer se le ocurrió que debía ir a recibir ins-trucciones del médico del central. El sargento no pusoinconveniente. Sólo le recomendó:

—Pide el caballo y ve pronto. Antes de que se haga denoche.

Marina huyó a galope.

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IX

Alma Karlin estaba recogida aquella noche. Dos emo-ciones físicas consecutivas le habían roto los nervios.Cuando en los últimos barracones se desató la pelea,ella fue allá con un jefe de cuadrillas. Vio la sangre, y lapresencia del sargento. Pogolotti blandió de nuevo lafusta sobre su cabeza al tiempo que empuñaba un enor-me revólver: “También aquí la bruja. Te voy a…”. Almahuyó despavorida. Aún ahora, después de veinte horas,la halló Marina temblando.

—Dejé el caballo en el potrero. No fui a ver al médico—dijo Marina.

Había cerrado la puerta por dentro. Las dos mujeresse acuclillaban en el suelo, al fondo de la habitación,con las caras juntas, fantasmales a la luz del gas.

—No me tienes que mentir —dijo Marina—. Yo sé quetú puedes hacerlo. Tú puedes matar una persona enausencia. Y si no, puedes darme el ungüento de que mehablaste un día. Le diré que me lo recetó el médico. Portu bien y por el mío. Te va a botar de aquí, te echará a laRural y a la Policía. Eso, si no se le ocurre algo peor…Queya se le ha ocurrido. Tú no lo conoces.

Alma contestaba con sorpresa en los ojos y en los gestos.—Te voy a contar lo que sé —continuó la muchacha —.

Pogolotti habló hoy con el cabo Demetrio. Tú no sabesquién es Demetrio. Dicen que en alguna parte tiene uncementerio particular. Solamente aquí, mató a un hom-bre y a una mujer. Luego todo parece que fue accidenteo que se suicidaron. No pasa del puesto… No se ente-ran los jueces. Pogolotti le dijo a Demetrio que “se en-cargara de ti”. Tú no sabes lo que eso quiere decir.Encargarse de uno es darle el pasaporte a la mejor oca-sión, cuando no se puede saber quién lo hizo, cuandose puede comprometer a otro, o cuando puede aparecercomo accidente. Él sabe que tú le viste disparar contralos haitianos. No te lo perdonará. Pogolotti no quieretestigos. Tienes que hacerlo, o darme el ungüento.

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Alma se replegó en sí misma. Abrió los ojos extraviados.—No. Eso es…No…Sí…Pero no hay… Falta… Falta una

cosa… Un ingrediente… Falta …Marina la asedió.—Entonces mañana. Le diré que hoy no encontré al

médico. Volveré mañana a esta hora. Mañana me lodarás. ¿Eh? Mañana.

—No sé …No. No me atrevo. Quizás…—Sí. Tienes que atreverte. No tienes más que darme la

medicina. Le entrará por la herida y nadie se dará cuen-ta. Dirán que fue gangrena. ¿No? Nadie lo salvará. Nadielo salvará. Por ti y por mí. Por mí, que me tiene esclavi-zada, aterrorizada. Por ti, porque te va a pasar algo.Demetrio puede matarte. O acaso te prendan, y te man-den a la Cabaña. ¿No has oído hablar de la Cabaña? Tetirarán por una compuerta, viva, a los tiburones.

Alma hizo un gesto de temor y sobresalto.—Eso harán —continuó Marina—. Nadie te salvará,

sino tú misma. Y yo. Yo puedo salvarte y salvarme a mí.Te echarán la culpa de la muerte de los haitianos, yluego te matarán y dirán que fue una venganza. Diránque fue por brujería y ñañiguismo. No lo dudes. Yo losconozco. Yo he oído lo que Pogolotti le decía a Demetrio.

—Mañana.Y desapareció de un salto, dejándole el terror y el ve-

neno en el cerebro. Alma quedó sola, con los ojos clava-dos, por la puerta abierta, en el cañaveral dorado ysilencioso. La luz brillante se fue consumiendo, sobre elrostro lívido de la alemana.

X

Al día siguiente por la tarde el tren dejó al administra-dor en el apeadero. El administrador no fue directamentea la colonia. Antes pasó por el puesto y se hizo acompa-ñar por la pareja a casa del sargento. Por el camino lecontaron lo sucedido.

—Ya me he enterado —dijo el administrador—. Ahoraveremos qué pasa.

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El sargento se sentía cómodo en la silla de lona. Ten-dió la mano libre al administrador. Marina se inclinabasobre su hombre, con una gran tristeza en los ojos.

—Siente un dolor muy agudo —dijo ella—. Hoy iré aver otra vez al médico.

El administrador dijo de golpe a Pogolotti:—Quiero que me detengan inmediatamente al nuevo

“mayor”.Se sentaba frente al sargento. Este lo miró sorprendi-

do, pero sin moverse. Marina le sostenía dulcemente labarbilla con una mano. Ahora abrió los ojos asombra-da, retiró la mano de pronto, pero reaccionó dominán-dose, y nadie se fijó en ella.

—Antes de que él sepa que yo he llegado —añadió eladministrador—. Es un individuo de cuidado, y puedeespantar la mula en cuanto se huela que han encontra-do el rastro de su verdadera personalidad. Tiene cuen-tas pendientes con la justicia. Que vayan inmediatamentea detenerlo.

Marina desapareció en el interior de la casa. Interesa-dos por el caso del “mayor”, ni Pogolotti ni el administra-dor prestaron atención a la muchacha. Los guardias sedirigieron al batey, por caminos diferentes. Pogolotti yel administrador permanecieron en el portal, viendoapagarse la tarde. Marina se presentó en casa de la ale-mana.

Alma parecía no haberse movido de sitio desde la no-che anterior. La puerta abierta, sus ojos fijos y perdidospor encima del cañaveral, inmóvil y absorta, con el pelosuelto, en blancas hebras revueltas, más que nuncaparecía la estampa de una loca.

—Te he mentido —dijo Marina arrodillándose junto aella—. Te dije aquello por probarte. El propio Pogolottime mandó. Yo sé que tú eres incapaz de hacerle daño aél ni a nadie. Así se lo dije. De modo que ya no tienenada contra ti, y no te hará ningún daño. Es más bueno,

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si supieras… Ah, Pogolotti es verdaderamente un hom-bre encantador. Ahora que está herido me quiere másque nunca. Tú, olvida todo lo que te dije.

Calló un instante. La alemana volvió de pronto a sussentidos, como si despertara de una pesadilla.

—Diablo. Eres verdaderamente un ser demoníaco.Nunca lo hubiera creído.

—No. Yo no soy eso. Pogolotti me mandó. Y yo nodebo desobedecerle. Pero yo te quiero a ti también. Hassido muy amable conmigo. Por eso quiero que olvidestodo lo que te he dicho. Si acaso, deberías mudarte paraotra parte. Pogolotti no te hará nada, lo sé. Pero aquíestán pasando cosas graves. Fíjate, ahora mismo hanido a detener al nuevo “mayor”. Tan simpático como era,y ahora resulta que es un criminal. Le han ido a dete-ner, y ya no lo veremos más.

Alma Karlin se puso de pie de un salto.—Sí, ¿eh? Ahora caigo. Ahora me lo explico todo.—No…¿Qué es lo que te explicas? No… No es eso. Tú

no sabes lo que pasa. Tú debes irte, y nada más. Hazmecaso —añadió acariciadora—. Vete durante esta zafra.El año próximo puedes volver. Ya todo habrá pasado.Por tu bien…

La alemana hizo un gesto de resignación.—Está bien. Me iré… Por mi bien.Cuando Marina volvía a la casa, aún estaba el admi-

nistrador hablando con Pogolotti. A poco se sintió ungolpear de cascos, y a continuación vieron un jinete queatravesaba la vía del tren a toda velocidad. Los dos sepusieron bruscamente de pie. Marina siguió anhelanteal jinete con la vista. El sargento y el administrador ti-raron de los revólvers, y apuntaron, pero tres segundosdespués el jinete se había perdido a la vuelta de unapequeña colina, desapareciendo para siempre.

Carteles. La Habana, año 21, número 30, julio 28; 1940, pp. 74-77.

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El primer almirante*

Leoncio Prado llegó a Nueva York a mediados de 1876.Llevaban los cubanos andada la mayor parte de la gue-rra de los diez años. Ya todas las tierras del continentese habían liberado. El Perú tenía ahora un presidentede ancho espíritu y un hijo romántico y marino. LeoncioPrado era hijo del presidente electo del Perú, don MarianoPrado. Esto ya era algo, pero el joven proponía a losemigrados cubanos algo que pareció un sueño de mar.El sueño no estaba mal, pero Leoncio pedía algo sólido,que los ricos cubanos no querían soltar. Se requeríaalgún dinero; bastante dinero, en realidad.

Prado el joven era un hombre ágil e inteligente. Laimaginación era en él como una hélice en perpetuo mo-vimiento, y el calor que promovía le brillaba en los ojos.Si hoy lo vieran en la calle los cineastas creerían queera George Raft. Tenía la misma estatura, el mismo per-fil atrevido y acerado, los mismos movimientos de tigre.

Tenía 32 años cuando visitó a Jamaica. De allí pasó aSanto Domingo, La Habana y Nueva York; habló conemigrados, fugitivos, desesperados y soñadores. EnNueva York trató a varios revolucionarios cubanos, y seenteró de lo que pasaba en la manigua. Con aquellasnarraciones volvió al Perú, a continuar su carrera, perono pudo sujetarse en aquellas aguas. Meses después,sin advertir a nadie de sus propósitos, se embarcó paraNueva York y le habló a Aldama.

—Su tierra es como un molusco sin concha —le dijo—.Demasiado sensible y vulnerable, Cuba no tiene defen-

* Este cuento apareció originalmente con la denominación, debajo del título, de Cuento histórico.

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sas. Necesita una marina de guerra, que sea su murallay su disparadero. Una marina de guerra, que sea a la vezmarina mercante. Ustedes no ganarán esa guerra desaurios y cimarrones que están haciendo en la manigua,si no tienen una marina, y unos hombres de mar. Yovengo a ponerme a sus órdenes para crear esa marina.

Aldama se quedó con la boca abierta. Se requería di-nero, y era mucho riesgo. Prado quería pelear por Cuba,pero él no era hombre de tierra. Había estudiado náuti-ca; leyera la historia de los grandes hechos de mar, des-de Temístocles a Nelson, pasando, desde luego, porFrancis Drake. Los cubanos no tenían flota; habitantesde una isla, ni siquiera habían pensado en la posibili-dad de una armada para ensanchar sus fronteras y ase-gurar su defensa en el futuro. Eran todos, paradójica yextrañamente, hombres de tierra adentro. En un martranquilo y blanco, en el cruce de las rutas comerciales,dominantes en un dédalo de cayos e islas menores, nopensaban en marinos. Leoncio insistió acerca de otrosemigrados.

—No conseguirá usted convencerlos, joven —le dijo elviejo Aguilera—. Yo comparto sus planes, pero solo nadapuedo hacer.

Prado se retiró de casa de Aguilera pensando, irrita-do, pero no desalentado. Cosa extraña, se dijo; estoscubanos arriesgarían acaso algo más en tierra, pero elmar no entraba en sus cabezas, como vía de liberación.No lo entendían cuando hablaba. Nunca habían sidomarinos y Cuba apenas tenía marinos entre sus revolu-cionarios. Al día siguiente volvió a ver a Aguilera, y ledijo a su hijo Miguel Luis:

—Necesitan ustedes barcos, para ahora y para des-pués. Yo me propongo crear una flota por el procedi-miento de la bola de nieve. Denme un buque armado yles entregaré dos más. Con estos levantamos otros; alfin seremos dueños de las rutas antillanas.

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La idea era clara, sin duda. Miguel Luis juntó a varioscubanos ricos en casa de su padre en Nueva York. Pra-do se retiró sombrío. Cuando lo vieron salir se encogie-ron de hombros y sonrieron con un amargo escepticismo.Prado volvió luego a la carga individualmente, pero envano. Pensó incluso que era peligroso insistir. La pala-bra piratería había comenzado a susurrarse, y levanta-ba viejos fantasmas en las almas. La sola idea hacíaestremecer aun a los hijos de la generación de los pira-tas. ¿Quién era aquel joven elegante que proponía tangran disparate?

Prado no esperó más. Resuelto a pesar de todo, fue aver de nuevo al hijo de Aguilera. Algunos otros se mos-traban favorables. Eran Pío Rosado y el coronel LópezQueralta. Prado desistió de toda ayuda material por depronto. Esto podía venir después. Habría que demos-trarles primero que el plan no era utópico. En NuevaYork había conocido a un mulato manzanillero que lepareció hombre aguerrido para cualquier empresa. Estemulato, Manuel Morey, tenía experiencia marina. Pra-do advirtió que podía confiar en él como segundo de abordo. Había un pequeño grupo de hombres dispuestoa correr riesgos a su lado: el médico Zaldívar, el negroreglano Zetero y otros pocos. Con ellos se embarcó paraSanto Domingo.

Solo a Morey confió los detalles de su plan. El buenmiliciano opera sobre ideas preconcebidas. Sobre el te-rreno y los informes concretos se vería. Había una meta,desde luego: la de apoderarse de un buen barco y sobreel hecho consumado demandar ayuda económica a losemigrados.

Prado había estado ya en Jamaica, Puerto Rico y SantoDomingo. En Puerto Plata dejara algunos amigos. Leagradaba andar por los muelles, conocer a los hombresde mar y tomarles el pulso. Hacía tiempo que la idearondaba sus sueños. A su llegada le informaron que el

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vapor español Monctezuma de la travesía Puerto Rico-Habana, estaba al llegar al puerto y en las tabernasbuscó algunos valientes y desocupados con que refor-zar la empresa. El asalto de un buque reclamaba hom-bres decididos, su valor importaba sobre todas las cosas:para ideales limpios, bastaban con los que él llevaba.Un inglés (Dole) y un francés (Petit) se sumaron al gru-po. Eran ya unos quince. Prado sería el jefe; Morey, elcapitán; Zaldívar, médico y contador; Zetero y Defen,tenientes. Los reunió en una taberna y les dijo si esta-ban dispuestos a obedecerlo en todo hasta la muerte.Algunos necesitaban promesas. A otros les bastaba consaber que la empresa —fuera lo que fuese— era por larevolución cubana.

Todos asistieron. El jefe se encargó de obtener pasajepara ellos, bajo nombres falsos. Al llegar el Monctezumalos complotados se regaron por el puerto y bebieron conlos marineros del mismo. Morey hizo amistad con elcontramaestre, Juan Vigo. Este le confesó que allí, enPuerto Plata, tenía una señora que se llevaría a La Ha-bana. Vigo había bebido demasiado. La señora le habíahecho creer que huía de un marido. En trato hecho conlos marineros, los conjurados se enteraron de que elbuque no llevaba armas, y de que la tripulación no eragente de guerra. Prado no se disfrazó. Conservó su por-te distinguido, bajo el cual se advertía una cierta dure-za y decisión; no parecía tener ninguna relación con losdescamisados del puerto. El Monctezuma demoró cercade una semana en Puerto Plata. Los quince pasajeroshicieron diferentes declaraciones, pero todos dijeron quetenían ocupación en Cuba. Vigo no mentía, pero sin dudalo había engañado la mujer. Esta se hacía llamar doñaEduvigis, y fue a bordo con otra señora y una niña. AVigo le dijo que huía del marido y que en La Habanatenía dinero. Vigo pensaba desertar en La Habana yquedarse con ella. Eduvigis enseguida se puso de parte

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de los alzados a bordo: tan pronto vio a Prado puso en élunos ojos grandes y claros. La otra mujer se sumó a ellapor miedo. Era mujer de un funcionario de La Habana.

El asalto tuvo lugar a las doce horas de partir el bu-que. El capitán y los oficiales estaban comiendo en sucámara cuando Prado y sus hombres irrumpieron ar-mados de machetes y revólvers. Dole y Petit mataroninstantáneamente al capitán. El timonel quiso entoncesdefenderse, y Petit le abrió la cabeza de un tajo. Uncamarero y un pasajero quisieron intervenir y cayerontambién. Pero todo duró sólo unos minutos. El barco sedetuvo. Prado mandó a encerrar a los pasajeros en suscamarotes. Luego fue uno por uno y les habló; nada lespasaría si andaban derechos. Les quitó los cuchillos, yenvió a sus puestos a los maquinistas y fogoneros. Lasdos señoras se arrimaron al nuevo comandante. El otrofue arrojado por la borda al anochecer. El Monctezumaestaba todavía parado, bajo las estrellas. Eduvigis fue aver a Prado y le dijo:

—Confíe usted en el contramaestre, comandante. Esamigo mío y hombre de palabra. Acabo de hablar con él.

Eduvigis comenzó a mariposear en torno a Prado. Laotra señora se había arrimado a Morey. Pero ningunode ellos tenía deseo de ocuparse ahora de señoras. Ellasquerían ganarlos con sus melosidades y obtener su pro-tección, o acaso se valían de la coyuntura para romperviejas ligaduras. Al menos la señora de la niña; Eduvigisno tenía por qué. Prado llamó aparte a Juan Vigo:

—¿Qué tienes que ver con esa mujer?—Se la he quitado a su marido.—Has hecho bien —dijo Prado. Eduvigis quiso seguir la suerte del barco. Era una

señora de treinta años y porte algo hombruno. A laspocas horas del asalto, Prado mandó arrimar a la costade Haití y envió a tierra a todos los pasajeros, en botes,menos a doña Eduvigis. Esta se vistió de hombre y des-pidió a su compañera desde la borda:

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—Si ves a mi marido dale recuerdos —le dijo.Era el anochecer del segundo día. Los marineros vol-

vieron al trabajo, sin cuchillos, y el Monctezuma se pusode nuevo en marcha a dos calderas. Prado habló conVigo de nuevo.

—Toma tu cuchillo —le dijo—. Espero que te harásdigno de la confianza que hemos puesto en ti. De todosmodos, tus hechos dirán. Si te portas bien, serás unode los nuestros. Desde ahora, este barco se llama Cés-pedes, y pertenece a la marina cubana.

Vigo era un hombre jactancioso. Recorrió el barcoexhibiendo el cuchillo ante sus compañeros y les dijoque se anduvieran derechos. De lo contrario, les pasa-ría lo que al capitán. Él era desde ahora el contramaes-tre del Céspedes, primera unidad de la marina cubana,bajo el mando del almirante Prado. Vigo subrayó la pa-labra almirante. Cuando Morey informó de la actitud deVigo, el peruano sonrió:

—Un poco exagerado eso de almirante, pero ya vere-mos. Todo es posible. Depende de la ayuda de los hacen-dados. Por de pronto, hay que ir cribando a la gente. Doley Petit no me gustan. Mataron sin necesidad. Vamos amandarlos a Jamaica, con un encargo, al mando de Vélez.

Vélez era un cubano llegado de Nueva York. El Céspe-des recaló en la costa de Jamaica y envió a los tres enun bote a tierra. En tanto, Morey mandaba pintar elbarco de gris, sin ningún letrero exterior. Vélez llevabauna carta para el general Aguilera, anunciándole el éxi-to de la empresa. Nombraba a los Aguilera agentes ge-nerales de la marina cubana. En Nueva York y enKingston serían agentes locales Leandro Rodríguez yTomás Collazo, respectivamente. Prado pedía con ur-gencia carbón de New Castle y Cardiff, un botiquín, ca-jas de cirugía y otras cosas. Seguidamente puso proa alsureste, en demanda de la costa de los mosquitos, enNicaragua. Jamás se supo nada de Dole y Petit.

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Miguel Luis Aguilera estaba en Jamaica. Partió inme-diatamente para Nueva York a ver a su padre, el gene-ral, pero este estaba enfermo. La prensa cubana dabaya la noticia de la captura del Monctezuma. Enarbolandola bandera de La Demajagua, el Céspedes había llega-do al puerto de Trujillo, en Honduras. Los viejos fantas-mas adormilados de la piratería volvieron a surgir yaleteaban sobre la costa. Salían en los sueños y en lasimaginaciones. ¿Un nuevo barco pirata? A pesar de lavigilancia de Morey, auxiliado eficazmente por Vigo ydoña Eduvigis, dos marineros desertaron, y Zetero, en-viado a tierra con un encargo, fue detenido y preso. Loshondureños simpatizaban con la causa cubana, perono lograban identificarla con la presencia de un barcoque se decía era pirata. Prado comprendió que los vien-tos no le eran favorables y enseguida puso rumbo aleste, en espera del auxilio que había pedido.

Otra cosa ocurría en Nueva York. El patriota RafaelQuesada partió de allí con una nueva empresa. Iría aColón y desde Colón se comunicaría con el presidentedel Perú, pidiéndole auxilio para su hijo. El general Pra-do envió fondos a Quesada, y este fletó inmediatamen-te una goleta con carbón y víveres. Era el 15 de enerode 1872. ¿Dónde andaría el Céspedes?

Navegando hacia el este, el vigía dio vista a una gole-ta que venía bordeando el cabo Camarón, dando guiña-das contra el viento. Prado mandó hacerle señales ymandó a Morey y al dominicano Defen a bordo. Era uninglés llamado Eliah Whybon que comerciaba con suvelero por la costa sin itinerario fijo. Al menos eso de-claró. En realidad hacía más contrabando que trans-porte legítimo y traficaba en mercancías robadas. Alenterarse de la empresa de Prado viró de bordo y se ofre-ció a guiarlo hasta una bahía segura. Supuso que a bor-do del Céspedes habría géneros de valor a comprar barato.Él mismo —dijo— tenía influencia con las autoridades

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del cabo Gracias a Dios. El Céspedes siguió a la goletay ambos fondearon a mediodía a la vista de la pobla-ción. Whybon quería comprar el café que iba a bordo abajo precio, pero Prado contestó:

—Yo no tengo poder para vender nada. Ese café per-tenece a la revolución cubana.

Él mismo se dirigió al gobernador, coronel Bermúdez,y descargó el café en botes. Bermúdez recibió bien a Pra-do. Whybon se retiró a su goleta algo resentido, pero nolargó velas de pronto. Los desertores habían sembradola alarma por el continente, pero Bermúdez no hizo caso.Sólo recomendó precaución al comandante. El plan po-día fracasar por falta de tiempo para recibir auxilios. ElCéspedes necesitaba bases, fusiles, municiones y algu-na pieza de artillería. Con esto podía apresar otros bu-ques y formar así una flota de la revolución cubana.

—Le deseo mucho éxito en su empresa —dijo Bermúdez.Prado y Morey volvieron a bordo. Prado abrió una carta

sobre la mesa. Las Antillas tenían excelentes bases na-vales. Jamaica se prestaría. La costa sur de los EstadosUnidos y la costa occidental de Centroamérica les da-rían la hospitalidad, si había dinero. Prado sólo pedíabases y provisiones en ellas. En el mar, sabría desen-volverse. Sabía manejar y tratar a los hombres y enmuchos puertos de América había gente dispuesta aenrolarse. Pero una duda le atormentaba: ¿Soltarían sudinero los emigrados ricos?

Morey pensaba que vencerían sin ayuda. Era un hom-bre vigoroso, de anchos hombros y puños formidables,semejante a Basilio Cueria. Jorge Raft y Basilio Cueria,de oficiales en un barco de película, darían hoy la mis-ma estampa que Prado y Morey en el puente del Céspe-des. Vigo era un puro hombre de mar, ancho, rudo ynudoso, pero con una luz húmeda y móvil en los ojos yuna mueca amarga en los labios. Su Eduvigis ya no lehacía caso. Vestida de hombre, servía la mesa de Prado

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y se metía de noche en su cámara. Prado la dejaba. Notenía ni tiempo ni genio que dedicarle. El nuevo coman-dante descendía al cuarto de máquinas y paseaba lacubierta con un andar de tigre.

Whybon largó velas al día siguiente. Llevaba una esca-sa tripulación de fugitivos de la justicia. Sus negocios decontrabando le permitían sostener buenas relacionescon las autoridades, que le dejaban llevar aquella tri-pulación de ex presidiarios y criminales, a condición deque no los dejara desembarcar nunca. De este modoWhybon no pagaba sueldo a sus hombres, que teníanla goleta Victoria por prisión, y estaban mandados porun cómitre llamado Bertoldo. Antes de partir, el inglésse enfrentó con Prado en la cubierta del Céspedes. Que-ría cobrar por haberle servido de práctico. Prado lo fueempujando hasta la escalera con la punta de su ma-chete y el inglés partió con refunfuño. No sabía qué,pero haría algo.

Prado casi se había olvidado de que Eduvigis eramujer. Cuando se acercaba a él, tenía siempre algo quehacer, y la apartaba con firmeza. Prado se movía siem-pre con rumbo e impulso ciertos. Ella lo siguió un día alpueblo y empezó a ser molesta. Prado tenía cosas quetratar con las autoridades que a ella no le importaban.Prado encargó a Morey:

—Ocúpate de esa mujer. Se está poniendo pegajosa.Eduvigis quedó resentida, como el inglés, aunque por

distinta causa. Morey la llevó de nuevo a bordo y leordenó rudamente que no hiciera aspavientos:

—Señora, esta es una empresa seria —le dijo.Eduvigis había presenciado la escena del inglés, cuan-

do Prado lo empujara con el machete. Whybon habíadesaparecido a mediodía, pero al amanecer del siguien-te estaba de vuelta. Prado y Morey, pendientes de lallegada de auxilios, no prestaron atención al inglés.Eduvigis se encerró en el camarote que le destinaron y

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durante la noche dio vueltas en el lecho como una leo-na enferma. A la mañana siguiente se escurrió a tierra yno volvió hasta la hora de comer. Morey se ocupaba delorden a bordo y Prado trataba de conseguir carbón acambio de una parte del café, pero no había allí apenasnada de lo que necesitaba. Eduvigis se acercó a Vigo porla espalda. Vigo estaba solo en la cabina del timonel.

—Te voy a guindar del palo mayor —le dijo él—. No teacerques a mí. ¿Ya te has hartado del comandante?

—Tú no harías nada de eso. Tú eres mi hombre y yosoy tu mujer. De ahora en adelante, para siempre. Porti lo he dejado todo. Por ti hice lo que tú no comprendesen este barco…

Vigo la escuchó con desconfianza.—¿Qué otras mentiras tienes que decir?—Tengo un plan. Esta aventura acabará pronto y mal

para los que la emprendieron. Yo hice que te dieran cu-chillo y mando. Pero no creas que no tuve que dar nadaa cambio. Escucha. He ido a hablar con el inglés. Nosllevará en su barco y nos pagará, en libras, el tesoro…

Vigo no sabía a qué tesoro se refería.—Sí, un tesoro. Por lo menos veinte copas y cálices,

y estuches de oro y plata. Yo sé dónde están. Puedosacarlos esta noche. Tú estarás preparado. El inglésmandará un bote a las once en punto y tú le echarás lacaja. Yo estaré en tierra y ya no volveré. Tú bajarás albote, que irá a tierra, y luego iremos a la Victoria desdetierra. No me digas que no. El inglés nos dará por lo me-nos 500 libras. Me lo dijo. Y nos llevará a Jamaica.Dejemos a estos piratas, que pronto serán apresados.

Vigo se rascó la cabeza como Víctor McLaglen. Eracomo Víctor McLaglen en sus papeles de marino, salvoque más pequeño. Jamás había tenido una mujer parasí solo. La voz de Eduvigis lo fascinó en realidad másque un tesoro. Creyó lo que le decía.

—¿Y si nos descubren? —dudó.

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—¿Pero qué clase de hombre y de contramaestre erestú? ¿Me habré equivocado yo? Me escapé con un hom-bre, no con una señorita.

Vigo rió, picado. Él sabía que podía ser hombre y trai-cionar, pero no que fuese traicionado (no por Eduvigis,sino por el inglés). Eduvigis se hizo calor en torno a Moreyy le pidió que la llevara a tierra. Los dos estaban solos enla cámara del capitán, y la rubia se ciñó al segundo.

—Quiero ser tuya —le dijo— y ayudarte. Tú sabes queno quiero a Vigo. Haz lo que quieras de mí, pero tenconfianza. No me tengas ahí encerrada. Pero no tengasconfianza si no quieres. Yo te ayudaré de todos modos.Con el tiempo tendrás confianza en mí.

Al cerrar la noche fueron a tierra. Morey regresó ho-ras después, preocupado. Eduvigis se le había perdido.Defen acababa de recorrer el buque en busca de Vigo yno lo encontraba. Dos marineros que habían sido mal-tratados por Vigo, escucharon, en cubierta, las pala-bras que se cruzaban Defen y Morey.

—Esto es extraño —dijo Defen—. ¿Tú le autorizaste air a tierra?

—No.—Desapareció de la cámara mientras yo bajaba al cuarto

de máquinas. Los marineros dicen que no lo han visto.—Ese nos ha dado la mala —comentó Morey pensati-

vo—. Y la otra con él. Me da mala espina. Es demasiadacoincidencia.

Prado acababa de volver a bordo y miró a Morey congesto de acusación.

—No necesitas decirme más. Me lo figuro todo. Esosse nos han fugado, como los otros.

Se retiró, silencioso, a su cámara. Prefería dejar aMorey con su conciencia. Morey volvió a tierra y rebus-có todos los lugares públicos, que eran sólo dos posa-das. Nadie había visto nada. Eduvigis había salido a lacalle perdiéndose al fin de una calleja oscura. El fondero

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no sabía más. Cuando Morey volvió a bordo, todo seaclaró. Rápido en el pensar como en el obrar, Pradohabía ido en derechura a donde estaban los objetos deoro y los había encontrado en falta. Al instante sospe-chó de la complicidad del inglés, y tomó un bote con dosmarineros suyos armados. Pero habían pasado más deseis horas. Era ya cerca del amanecer y la Victoria sehabía evaporado. Nadie sabía con qué rumbo. Prado sal-tó a cubierta al tiempo que Morey volvía decepcionado.

—A ese inglés le tengo que echar yo la mano —dijo elmulato.

Vélez había partido de Gracias a Dios ocho días antes:luego, no tenía tiempo de haber cumplido su misión. Pra-do obtuvo víveres y un poco de carbón a cambio de café.Para ponerse al abrigo del norte, el Céspedes —enarbo-lando siempre bandera cubana— se mudó para la bahíaBragman, y se dispuso a esperar. Podía ser un mes odos; pero confiaba Prado en que, dado el primer pasopráctico, el propio agente Aldama “se prestaría a secun-darlo, para compartir con él la gloria de los hechos querealizara”. Era esta una idea puramente militar y román-tica como todas las que ardían en la cabeza del marino.

En Gracias a Dios, Prado visitaba la casa del gober-nador. Este mismo fue una noche a bordo y admiró elbuen estado del barco.

—Antes de un año tendremos cuatro como este —dijoPrado—: bien armados y con base de aprovisionamientoen puntos estratégicos. Es una idea que, por desdicha,se les ha olvidado a los revolucionarios cubanos. Cuan-do tengamos una buena flota, Cuba estará rodeada deuna vasta zona de agua erizada de peligros y los españo-les quedarán reconcentrados dentro, sin poder recibirauxilios, cogidos como ratas. Entonces habrá llegado lahora para que los militares de tierra vayan a la carga.

Prado tenía las más fieras ideas y los planes más be-llos para el futuro. Pensaba que Cuba podía ser una

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Inglaterra del Caribe, cuando él, Prado, hubiese forma-do una generación de hombres de mar.

—Los cubanos se están debatiendo contra lo imposi-ble —dijo—. Son una isla y quieren ser un continente.

Bermúdez escuchó con sorna, escepticismo y a la vezentusiasmo los planes del jefe de la marina cubana. Alas dos semanas, un indio trajo a Bermúdez la noticiade lo que pasaba en Honduras. Se la habían dicho en lafrontera. Un barco español, el Tornado, había fondeadoen Trujillo, y pedía la entrega del prisionero Zetero. Nose lo habían entregado, pero por toda Honduras corríala alarma. Se decía que en vez de uno, había cuatrobarcos piratas en la costa, y se temía que los españolescañonearan las poblaciones. Prado mandó poner el va-por a media caldera, para poder salir rápidamente siera necesario.

El Tornado no fue a Gracias a Dios.Suponía que el Céspedes estaría escondido en algu-

na laguna de la Costa de los Mosquitos y se puso abarajarla. Con esto perdió tiempo. Habían pasado yados meses y pico de la salida de Puerto Plata y los auxi-lios pedidos por Vélez no llegaban. La navegación eratodavía lenta y los viajes por tierra largos y embarazosos.El Céspedes no podía iniciar ninguna expedición sinhaber asegurado antes sus provisiones. Las armas leimportaban menos a Prado. Contaba con el abordaje encanoas, con hombres fieros y entrenados por él. Moreyrecorría la cubierta, a la luna, con una idea ardiente fijaen la mente.

—Comandante, ¿no podríamos, entretanto, ir en buscadel inglés?

—Olvide eso —dijo Prado—. Por el gusto de cazar alinglés y a la feliz pareja podríamos caer en las garrasdel Tornado. Esperemos. Aguilera no nos dejará empan-tanados.

No. El día 15 de enero saldría de Kingston una goletacargada de víveres y efectos en busca del Céspedes. En

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ella iba Rafael Quesada todo alborozado. El presidentedel Perú enviaba aquel regalo a su bravo descendiente.Pero eso era el día 15 de enero. El día 3 del mismo mes,al amanecer, surgió delante de la bahía de Bragman elaviso español Jorge Juan. No había salida posible. Pra-do había tomado todas sus medidas. El Jorge Juan —éllo sabía— iba mandado por el capitán Pedro Ossa, unviejo lobo de mar. El Céspedes no tenía artillería, niaun otras armas largas.

El aviso vio segura su presa. Montaba dos cañonespor banda, uno a proa y otro a popa. Era veloz, nuevo ymaniobrero. Se detuvo fuera de la ensenada, al caer dela tarde, y ordenó por señales al Céspedes que se rin-diera. No estaba seguro de que Prado no hubiera mon-tado alguna pieza en cubierta. La idea estaba estudiada.Prado mandaría reunir burujones de jarcia a los costa-dos y a proa y cubrirlos con los toldos. De lejos podíanparecer cañones disimulados. El Céspedes contestó quese entregaría dos horas más tarde, prometiendo quenadie saldría a bordo.

—Al primer bote que se despegue, disparo —conminóel aviso.

Prado mandó pasar a toda la gente al costado opues-to, invisible para el Jorge Juan, y los bajó a los botespegados al casco. Mientras no se separaran, no podríanverlos desde el aviso. Este se acercó lentamente, con loscañones enfilados.

Cerrada la noche, Morey abrió las latas de petróleo.Todos los tripulantes, salvo Morey y Prado habían baja-do a los botes. Morey roció de petróleo todo el barco pordentro. De pronto, una enorme llamarada de humo yfuego se elevó al cielo estrellado. A su sombra, los botesse dispersaron hacia tierra. “Pudo entonces observarseun hombre negro entre el humo y las llamas, cual geniodel mal, recorriendo la cubierta, regando petróleo y apli-cando fuego”, dice un documento. Era el capitán Morey.

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Prado y Morey permanecieron a bordo hasta que elfuego envolvía las entrañas enteras del buque. Entoncesdescendieron al último bote, y remaron hacia tierra, pro-tegidos por el incendio. Desde la orilla, contemplaronluego con tristeza cómo el fuego iba devorando su sue-ño, el primer buque histórico de la marina cubana. Pra-do llevaba la bandera de La Demajagua bajo el brazo.

Pedro Ossa probó a apagar el fuego. En vano. Dosbotes suyos salieron en persecución de los “piratas”. Envano. El Céspedes era un volcán. En tierra aparecierona la mañana siguiente doce marineros con bandera blan-ca. Eran antiguos tripulantes del Monctezuma. Otrossiete, que habían huido a la manigua, vinieron más tar-de. ¿Por qué habían huido?, les preguntó Pedro Ossa.No sabían. Todos temblaban de miedo, y se consulta-ban con los ojos de hablar.

Prado y Morey se ocultaban en Gracias a Dios. Losdemás hombres de su tripulación emprendieron unamarcha a pie por la costa de los Mosquitos, en deman-da de tierra civilizada. Pero esta es otra historia —unahistoria plagada de mosquitos, jejenes, mangles, indiosy flechas que brotaban de la manigua. Todavía Pradoconfiaba en que Aguilera y Quesada habrían hecho algo.

—Ahora sí podríamos ir en busca del inglés —dijoMorey.

—Olvídate de eso. Más se ha perdido con el Céspe-des.

—¿Qué piensas hacer ahora?Los dos estaban en una cabaña de las afueras, que

les había destinado el gobernador. Los españoles recla-maron a Nicaragua, pero en vano. El Jorge Juan ame-nazó con bombardear la población, pero se retiró a losdos días sin ejecutar la amenaza. Bermúdez fue a ver alos refugiados.

—Señores, ahí está su café. Pero les ruego que nosalgan, o que se disfracen de algo. La gente los conoce yyo no quiero complicaciones.

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—Me pregunto dónde estarán Vigo, la mujer y el in-glés —dijo Morey.

Prado y Morey siguieron ocultos durante dos semanas.—Todavía confío en que manden un barco –dijo Prado.—¿Piensas aún continuar la empresa?—No de este modo. No hasta que haya convencido a

esos ricachos de que conviene organizar en forma unaMarina. Pero Aguilera tiene que haber hecho algo.

Una india joven los atendía. Por primera vez Moreyveía a Prado inmóvil. Pero cuando no tenía algo definiti-vo que hacer, el marino se quedaba en una quietud talque parecía un ídolo. La india vino corriendo, una tar-de, con una carta del gobernador. Un velero de tres pa-los había asomado al horizonte a la puesta del sol. Moreyse puso en pie, musculoso y monumental, mientras Pra-do leía la carta sentado en el suelo.

—Ese debe ser el inglés —dijo Morey.Miraba por la ventana, hacia el mar oscurecido, como

queriendo penetrar la sombra con sus ojos negros. Pra-do se puso en pie de un salto.

—¡Es Aguilera!Era Quesada. Aguilera seguía enfermo. A bordo venía

su hijo Miguel Luis. Prado y Morey fueron a reunirsecon ellos. Quesada traía una tripulación de negrosjamaiquinos y navegaba con bandera inglesa. El Céspe-des se había apagado hacía tiempo. Todavía sobresalíadel agua un trozo de proa carbonizada. Quesada se diocuenta al punto de que era el Céspedes.

—No necesitas contarme nada —le dijo a Prado—. Malasuerte.

Estaban juntos en cubierta. Los cuatro se quedaroncallados. Apenas se veían unos a otros. Miguel Luis rom-pió el silencio.

—¿Qué hacemos ahora?—Por de pronto, carga el café —repuso Prado—. Lue-

go ya veremos.

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No había salido aún la luna. Los cuatro se sentaronsobre la jarcia viendo surgir el disco morado sobre elhorizonte del mar. El puerto estaba vacío. Bermúdezignoraba completamente a dónde había ido la goleta delinglés.

—Me gustaría poner los pies en ella —dijo Morey—.Le iba a calentar el vientre, como al Monctezuma.

—Tú estás obsesionado —dijo Prado—. Deja ya al in-glés. Ya se topará con alguna racha maligna.

Cargaron el café y pusieron rumbo a Jamaica. La go-leta fletada por Quesada tenía también matrícula deKingston. Podían navegar sin peligro. Una hora después,advirtieron al norte un penacho de humo, y a poco serecortó en el horizonte la silueta de un barco de trespalos. La visibilidad era buena, pero venía lejano.

—Es el Isabel la Católica —supuso Aguilera—. Uno delos tres mastines que salieron en busca del Monctezuma.

—Llega a tiempo —dijo Prado, con burla y amargura.Largaron todas las velas. El viento soplaba fresquito,

sin mucha fuerza, pero con sus gemelos el Isabel debióde ver la bandera inglesa a popa. El Isabel iba a Graciasa Dios a reclamar el café.

—Es lo único que nos llevamos —dijo Prado—. Si envez de café fuera carbón, a estas horas no estaría hun-dido el Céspedes.

De pie en el puente, Prado parecía una estatua, unhombre que soñara de pie. Eso era, en realidad: un hom-bre que soñaba de pie. Todos habían abandonado, porde pronto, la idea de continuar la empresa. Los ricosemigrados les habían augurado un fracaso, y el fracasohabía venido porque las condiciones previas del planno se habían cumplido.

—No se puede ya navegar sin carbón —dijo Prado—.¡Ah quién pudiera convertir gaviotas en carbón!

—¿Qué?Morey se volvió sorprendido.—¿De qué estás hablando? ¿Sueñas o deliras?

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—Las gaviotas —repitió Prado—. Mira allá lejos. Unaenorme bandada de ellas navega hacia el noroeste. ¿Quéhabrá ahí? Estamos cerca del banco de la Serranilla.

Morey volvió la vista hacia el lugar indicado, por laamura de estribor. En efecto, bandadas de gaviotas vo-laban a concentrarse en las proximidades del banco.Prado, como iluminado por alguna sospecha, mandóvirar de bordo y poner proa más al norte. La línea queseguían desde Gracias a Dios era oeste-noroeste-norte.

—¿Qué piensas tú? —preguntó Morey intrigado.—Nada —dijo Prado—. Algún naufragio tal vez. Esas

aves buscan carnada. No se ve nada sobre el agua.Pero sus sospechas eran otras. Prado no decía nunca

lo que en su cabeza no formaba un pensamiento claro.Mientras era nebulosa, niebla con lengüeta de fuego,rumiaba y callaba. Luego daba el salto —aquel salto detigre a que lo impelían sus ideas— y nada lo deteníahasta que triunfaba o fracasaba. Pero el fracaso, aun-que leve, mataba el plan original, y lo abandonaba comoun cadáver flotando en el agua. Así le ocurría ahora.Otros planes nacerían en su cabeza y, a la vez, en sucorazón, pero aquellos de formar una flota corsaria cu-bana estaban definitivamente abandonados.

—Ven aquí —dijo de pronto.Morey tomó los prismáticos que le ofrecía Prado. La

goleta, cargando las velas, se fue aproximando con cui-dado por aquellas aguas poco profundas. De golpe diola orden:

—¡Arríen!Las velas se descolgaron rápidamente a cubierta, y la

goleta, aminorando el impulso, quedó balanceándosesobre un mar quieto, con ligera espumación sobre losbancos y bajos. Morey, pegado a los prismáticos con-templaba algo con intensa afición. Durante más de unahora había permanecido fijo, con los ojos de cristal cla-vados en un punto aún borroso en torno al cual forma-ban revuelo y remolino las gaviotas.

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—¿Qué has descubierto? —le preguntó Prado con ma-licia—. Parece que el inglés, como el diablo, pagaba mala quien bien le sirva.

—¿Crees tú que …?Con su simple vista de marino, Prado había visto más

que Morey con los prismáticos.—Creo lo que tú —concluyó sonriendo.Prado y Morey bajaron a un bote. No habían dicho aún

nada a Quesada y Aguilera sobre la defección de Vigo yEduvigis. Simplemente, Prado no le había dado impor-tancia. Pero ahora algo le intrigaba verdaderamente.

—Fíjate. Juntos hasta la muerte.Su tono tenía ahora algo de trágico y cruel. Encalla-

do, con la proa hundida en una grieta del banco, habíaun bote viejo, abandonado. El sol se hundía entoncesen el mar, alargando, sobre un fondo azul claro, unassombras ramificadas. Derribados sobre el borde habíados cuerpos, todavía por descomponer. Uno de ellos —elde Eduvigis— tenía algunas brechas abiertas en el ros-tro por los picotazos. Prado disparó varios tiros paraahuyentar las gaviotas, que se desparramaron alboro-tadas. En el rostro de Vigo había dos manchas todavíapor secar. Prado se inclinó sobre el desertor, desde subote, y le apresó la muñeca.

—Vive todavía —dijo.Instintivamente, Morey desenvainó el machete, hacien-

do con él un floreo en el aire. Prado le contuvo el brazo.—No. Déjalo que duerma. No despertará.Luego se inclinó sobre la mujer. Llevaba todavía su

traje de hombre, pero a Vigo le habían quitado el cuchi-llo. En el bote no había remos, ni víveres ni nada, salvolos dos cuerpos, medio hundidos en el agua que llena-ba el bote. Sólo los dos cuerpos, uno muerto, y el otro,desfallecido de muerte. Además de los picotazos, am-bos tenían señales de haber sido golpeados en la cabe-za. En todo lo que alcanzaba la vista no se veía una velani un soplo de humo.

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—Déjalos que descansen —repitió Prado—. Estos hanterminado su viaje. Menos romántico que el nuestro, talvez, pero más infortunado.

Morey se volvió de espaldas eludiendo la vista del botede los muertos. El propio Prado se puso a los remos yremó de nuevo hacia el Valhalla. Momentos despuéscomenzaban a subir de nuevo las velas, y el Valhalla,bordeando el Bajo Nuevo, ponía proa al norte, en de-manda de la ciudad de Kingston.

Carteles. La Habana, año 22, número 22; 1º de junio, 1941, pp. 74-78.

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La Selenita

No voy a fatigar al lector con detalles accesorios. Tengoprisa de llevarlo directamente al objeto único de estecuento: la Selenita.

Algunos datos previos, sin embargo, son necesarios.Como sigue:

El 23 de enero del 1950 un objeto extraño, de proce-dencia extraplanetaria, fue a incrustarse en el flancocavernoso de un pico de los Andes, en el hemisferio sur.

Un indio argentino, Higinio Huasca, que andaba re-cogiendo hierbas por el borde superior de la zona devegetación, lo vio y, al volver al pueblo comunicó, es-pantado, a los vecinos, su visión; y allí mismo empezó aformarse una leyenda. Para Huasca (y para nosotros)era una visita del otro mundo.

Un dibujante de la ciudad de Mendoza, Pablo Serena,se hallaba entonces, por motivos de salud, en aquellaparte de los Andes, y escuchó la historia de Huasca.Algunos detalles:

El objeto estaba ahora empotrado en la boca de unacaverna, y lo que se veía de él tenía la forma del bordesuperior de una popa de barco. Era de una sustanciablanco-azuloso-gris y, de noche, fulguraba como unamedia luna. De La Caverna (desde ahora le llamaremosasí) dimanaba un sonido fino, intenso, zumbante, simi-lar al de las aspiradoras eléctricas.

De aquel lado también procedía una extraña sensa-ción repelente, como un viento constante, sutil, queembotaba los sentidos.

La segunda mañana de observación (desde otra cue-va y como a un kilómetro de distancia), Serena (ya en el

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“lugar de los hechos”) descubrió que La Caverna se ha-bía tragado hasta la “popa” del objeto y que no quedabasino una gran abertura negra. No había ninguna señalde acción mecánica.

Aquella noche Huasca y Serena vieron, desde su ob-servatorio, una porción de figuras pequeñas y prietuscas,moviéndose ante la cueva, y por las rugosidades, sobreella. No pudieron precisar exactamente su forma. Tam-poco oyeron ningún sonido.

La mañana siguiente la boca de La Caverna por don-de había entrado la “popa” estaba cerrada en su cuartaparte. Era como si la roca misma se hubiera contraído.No había tampoco señal de ninguna acción mecánica.

Esa noche Huasca y Serena oyeron los primeros soni-dos. Provenían del fondo de La Caverna y sonaban comosecos diálogos de coros. También se veían, remotos, enel fondo, puntitos lumínicos danzantes.

Otra vez las figuras salieron al exterior, treparon porlas rocas, llevando, al parecer, instrumentos de observa-ción. Pero de nuevo, fuera, eran mudos. A veces pare-cían moverse en posición vertical: otras, horizontalmente.

Continuaba el sutil zumbido, y aquel “soplo” tenueque se intensificaba a medida que Huasca y Serena seacercaban.

La mañana siguiente, la boca de La Caverna estabacerrada en sus tres cuartas partes, y durante todo eldía no hubo señal nueva alguna. Por la noche reapare-cieron las figuras prietas y chiquitas, y al moverse emi-tían un sonido seco, irritante, sordo, como de insectos.Parecían tener más de cuatro miembros, pero a aquellaluz ningún rasgo era claramente distinguible. De unasola cosa estaban seguros Huasca y Serena: eran figu-ras pequeñas (como pigmeos) y se movían con maravi-llosa agilidad y concierto.

Los puntitos lumínicos continuaron en el fondo, y laboca de La Caverna (sin duda había otras por los flan-cos) seguía abierta por su cuarta parte.

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Huasca y Serena volvieron al pueblo, y Serena escri-bió a un periodista amigo suyo, de quien tomamos losdatos para este resumen.

Cuando los tres terrícolas (Huasca, Serena y Román)llegaron al observatorio (pasaremos por alto los trámi-tes) era noche cerrada y hacía un frío muy intenso.Huasca hizo fuego con unas bostas y ramitas que habíallevado del pueblo, y el fuego (o quizás el humo) espan-tó a los extraños visitantes.

La mañana siguiente la boca principal de La Cavernaestaba cerrada por completo, como si así lo hubierahecho la Naturaleza millones de años antes. Ningunahuella, tampoco, de acción mecánica.

El zumbido había cesado, pero esa noche, las oscu-ras y ágiles criaturas salieron de nuevo (Román contóunas siete) y parecían extremadamente agitadas. Se des-plegaban, concertadamente, en varias direcciones yreconvergían en el mismo punto. Román prohibió vol-ver a encender la candela.

Los visitantes seguían emitiendo aquel crujir seco deinsecto. Huasca creyó sentir también cierto aroma des-conocido y enervante.

Los tres terrícolas tomaron entonces muchas precau-ciones. Iban vestidos como esquimales, para resistir latemperatura de las alturas. Los primeros días Románsufrió de mareos. Vivían de raciones “K”, y carne debote, que dejaron colocadas a intervalos estratégicos so-bre su ruta. También tenían un catalejo y un radio por-tátil, receptor y transmisor.

Durante tres días y tres noches más no se produjonada nuevo. Sólo aquel extraño zumbido en la entrañade la roca y algunos movimientos furtivos en la oscuri-dad, menos conspicuos que las noches primeras. Románse acercó entonces, con su anteojo, por un rodeo a unode los flancos de La Caverna, y hacia el atardecer pre-senció algo que lo dejó perplejo. La roca tenía también

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por el costado una boca grande y desigual que se esta-ba reduciendo rápidamente. Román no vio a los que lohacían, pero un instrumento a modo de periscopio flexi-ble, o de trompa, salía de dentro, se ceñía a la roca y lamodelaba y trabajaba como si fuera de cera. El instru-mento no martillaba; le bastaba con tocarla, oprimirla,para que la dura materia cediera sin resistencia. El so-nido era el mismo zumbido conocido. Román se quedótoda la noche aplastado en el pliegue de roca más próxi-mo a aquel flanco, y otra vez vio salir a los “hombrecitos”(que en verdad parecían bastante anchos), pero los pi-cos estaban envueltos en nubes y no había visibilidadbastante. Notó, sin embargo, que no se movían en for-ma continuada, sino a impulsos breves y concertados.Persistía el crujir irritante producido por sus movimien-tos. Román dijo que le daba dolor de dientes.

Después de esto sólo quedó el eterno zumbido, másremoto. Román conjeturó que el aparato (platívolo, o loque fuera) había sufrido alguna avería y que estabantratando de repararlo. Por las noches montaban algúninstrumento en un pico alto, con el que parecían tratarde comunicarse con el cielo. También emitieron señaleslumínicas, que eran exactamente como relámpagos. Losobservadores no advirtieron ninguna respuesta.

Por entonces Román se estaba impacientando, y come-tió el error de montar un magnavoz en la parte más próxi-ma a La Caverna. Tan pronto como los visitantes volvierona aparecer aquella noche, empezó a “hablarles”. El sonidode la voz humana se amplió descomunalmente en aque-llas cavernosidades andinas, tanto, que Huasca dijo quehabía quedado momentáneamente sordo.

Esto fue el espanto para los visitantes. Por otra parte,el zumbido había cesado casi por completo, lo que diolugar a la conjetura de que habían abandonado el em-peño de reparar el aparato. (Un físico danés, el doctorPasvrai, dedujo luego que la nave, habiendo perdido

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impulso era irreparable en la Tierra. Y un sabio finlandés,el doctor Liehunter, opinó: —Los visitantes venían con-dicionados para guardar su secreto, si era preciso, acosta de sus vidas.)

El hecho es que se produjo una intensa conmocióndentro de la roca. Todavía duró el zumbido, pero se “des-infló” (palabras de Huasca) como un globo pinchado. Alpunto hubo gran alboroto de palabras (no ya diálogoscorales como antes, sino una fuerte y alborotada bata-hola). Luego, un silencio de muerte.

Fue durante ese silencio (como un rezo antes del fintotal) cuando, una noche, los terrícolas (Román, Huasca,Serena) vieron La Visión.

Salió por el flanco izquierdo de La Caverna, cuya bocaseguía aún por modificar, y que se abría sobre un decli-ve suave y gradual, que daba a la parte más descubier-ta del terreno, hacia donde la vegetación ascendía másarriba.

La noche era particularmente callada y traslúcida. Enlas estribaciones andinas (dijo Román) se habría oído elvuelo de una mosca.

Entonces La Visión se fue destacando del flanco. Pri-mero era sólo como una zona más clara en la tiniebla.Luego se movió, hacia atrás, hasta sumergirse en lasombra más negra, en una cala del monte, que de for-ma circular venía a coincidir con el punto donde losterrícolas estaban al acecho. La figura clara se hundióen la sombra.

Los terrícolas pensaron que había sido sólo una aluci-nación. Minutos después, sin embargo, formas más prie-tas y chiquitas salieron en tropel por aquel lado. Románaprovechó para arrojarles otra andanada de palabras.Esta vez, Huasca y Serena estaban del otro lado, conotro magnavoz, y Huasca habló en el dialecto de su tri-bu. Los “hombrecitos”se retiraron atropelladamente.

Román percibió luego un gran estruendo dentro. Pa-recían palabras (y era como llaves de agua cuando em-

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pieza a irse o a venir el agua) mezcladas con choquesmetálicos.

Román vio aparecer, unos quinientos metros más aba-jo, la “sombra blanca”. Dejó el magnavoz, montó su pisto-la, y salió en su persecución. Los separaba una hondonada,pero esta se cerraba en un punto más bajo, donde se ade-lantaba otro saliente de roca. La Visión llegó primero.

Ahora era perfectamente visible. El color de la roca eramás blanco en esta parte y daba claridad bastante. Románllegó a tiempo de verla de pie, en un rellano de roca, aunos cien metros de distancia.

Huasca y Serena seguían voceando arriba. A las vo-ces añadieron señales lumínicas, con linternas de mano.Luego, Huasca encendió dos fogatas al aire libre y pusoa todo volumen su receptor de batería, captando, envarios idiomas, La Voz de América.

El estruendo dentro de La Caverna se tornó entoncesmás grande. Era ya como varios motores eléctricos gi-gantescos y desafinados. Una luz intensa manaba portodas las grietas. Era de un blanco azuloso, pero tanfuerte que Huasca y Serena tuvieron que cerrar los ojos.Luego no se atrevieron a volver a mirarla. El fluido repe-lente los arrojó varias docenas de metros hacia abajo.Serena descendió dando tumbos.

Ni Huasca ni Serena vieron por segunda vez la VisiónBlanca. Román la vio ahora como una imagen de luzfatua, una luz como de luna algo opacada. No se movíade sitio, pero parecía ejecutar contorsiones u ondula-ciones con todo su cuerpo. Toda ella parecía envueltaen un aura.

Huasca y Serena volvieron a su observatorio, la cue-va pequeña, y empezaron a buscar a Román, llamándo-lo a gritos.

Por entonces el zumbido en La Caverna de las som-bras chiquitas se había hecho tan intenso que Román,a más de medio kilómetro de distancia, pudo oírla.

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La Visión la oyó también, y eso agitó aún más su cuer-po, en una forma de danza inmóvil. Román se habíaacercado. Estaba a unos cincuenta metros de ella. Ellagiró en varias direcciones, se paró, alzó los brazos, emi-tió un sonido ululante y plañidero.

Román podía distinguir ya, aunque vagamente, la for-ma. Era la de una “mujer” —en cierto sentido. Era algomás alta que nuestras mujeres, y con detalles extraños.No estaba vestida. Tampoco desnuda.

Algo como dos abanicos, o alitas, u orejeras, partíande la parte posterior del cuello, y se adelantaban para-lelamente a sus mejillas. Algo como breve delantal cu-bría su región pélvica. Y cuando giró, Román creyódistinguir como un faldón de frac, o más bien doble alaplegada que le bajaba hasta cerca de las corvas. Peroesto no era ropa. Y sobre la cabeza se distinguía unarosa o corona de cabello ensortijado que parecía claro.El rostro y todo el cuerpo (incluyendo las “alas”) eran deun color de oro oscuro, de un oro viejo.

Esta fue la primera impresión de Lucas Román, a cin-cuenta metros. Ella repitió aquel sonido ululante y pla-ñidero, se viró, y señaló con ambos brazos, agitándolosviolentamente hacia arriba, hacia La Caverna. Enton-ces su cuerpo empezó a agitarse, más frenéticamente,en aquella danza inmóvil. Pero a la vez parecía a puntode desplomarse.

Huasca y Serena venían ahora monte abajo, huyendoa la extraña y callada y cada vez más intensa presiónen La Caverna. Román contestó a sus voces.

Instintivamente Román hizo ademán de sujetar a LaVisión antes de que se cayera, pero ella dio un gritomás grande que (por el gesto) pareció de terror. Estareacción le impidió desplomarse, pero volvió a agitar losbrazos y el cuerpo todo a la vez hacia La Caverna yretrocedió monte abajo. Luego se desplomo y descendiódando tumbos. Román se precipitó detrás de ella.

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Huasca y Serena habían visto a Román y lo siguie-ron. Este perdió de vista La Visión. El suelo era ásperoy algo más abajo se abría un pequeño abismo. Pero anteshabía varias repisas o rellanos y aun cuevas pequeñas,que habían observado al subir.

Los tres terrícolas buscaron por espacio de una horaantes de encontrarla. En tanto, aquel zumbido infernalparecía perseguirlos. Huasca creyó también que los se-guían los Visitantes, pero esto era ilusión. Ninguno vol-vió a salir de La Caverna.

La Visión había rodado casi hasta el borde mismo delabismo. La detuvo un muro de roca. Justamente allí seabría una boca de cueva y, de rebote, descendió porella. Al fin fue a dar a un nicho profundo, al que Román,con su linterna de mano, llegó con dificultad. Pero deallí partía un pasillo llano y recto que salía a un planomás bajo. Ella no había perdido completamente el sen-tido. Se arrastró por allí, hasta salir a una especie deterraza cubierta donde entraba la luz. Allí se plegó con-tra el muro, y al ver acercarse a Román emitió otro gritoque parecía de miedo. Román se detuvo a distancia, lehizo señas con los brazos como para decir que no letuviera miedo. Pero ella volvió a gritar y agitar los bra-zos hacia arriba (hacia La Caverna) y a danzar con todoel cuerpo sin mover los pies, como Elba Huara. Perocomo si tuviera un tambor tocando en la entraña.

Esto, Román creyó entenderlo, aunque no explicarlo.Ella venía huyendo. Venía aterrada. ¿Por qué?

Por otro lado ¿qué relación podía tener esta hermosavisión con las sombritas prietas vistas en La Caverna?

Román no había tenido tiempo de pensar más cuan-do llegaron Huasca y Serena. Al verlos La Visión hizoun nuevo ademán de huir cuesta abajo, pero no llegómuy lejos. Paró en otro remanso y se quedó como ple-gada (todo su cuerpo parecía plegarse) y jadeando si-lenciosamente. Todavía seguía agitando los brazos hacia

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arriba, hacia La Caverna, en gestos que parecían deespanto.

El lugar donde estaba tenía como un dosel que lo pro-tegía del lado de La Caverna. Los tres terrícolas habíanentrado bajo aquel techo, y estaban a unos veinte o trein-ta metros de ELLA cuando sintieron un hondo y extrañoretemblor. Pareció explosión inmensa, lejana y profun-da, pero no sintieron más que la vibración, y como ellejano hueco de un trueno. Pero al instante una fantás-tica luminosidad cubrió los Andes. Demoró como unminuto. Cuando se hubo apagado, una lluvia de pie-dras azotó la tierra. Los tres terrícolas continuaron aga-chados, donde estaban, hasta que hubo pasado. Duróunos cinco minutos. Ella continuó plegada contra elmuro, sin moverse. Por entonces había empezado aamanecer.

Huasca fue entonces despachado a ver lo ocurrido.Viéndolo partir, ELLA empezó a emitir una variada seriede sonidos, acompañados de gestos de manos (pero NO

de cabeza), como los de los mudos. A veces eran comogorjeos, otras, como gritos de dolor agudo (pero su vozno era aguda), otras, como una rica variedad demodulaciones musicales abstractas. Su voz era fuerte,sonora, muy variada y extrañamente armoniosa. De-trás de cada “palabra” dejaba una resonancia lánguida,y como suplicante .

Román creyó entender que la visión aconsejaba aHuasca que no fuera arriba, al lugar de la explosión: queadvertía de algún peligro. Entonces Román mandó al in-dio por una ruta divergente hacia el pico. El indio volvióal caer de la tarde todo asombrado. El pico donde habíaestado La Caverna se había pulverizado. Nada quedabade él, salvo un montón de cascajo. En el aire flotaba unpolvo opresor.

Por entonces La Visión parecía algo sosegada, perocomo oprimida, y presa de horrible tortura.

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Román y Serena habían tenido tiempo de observarlabien en la luz del día. Con mucho tacto, no intentaronacercársele a menos de cinco metros. A veces ella seplegaba y encogía contra el muro de roca, como un eri-zo. Otras se ponía de pie, daba unos pasos, se volvía aderecha e izquierda, como un maniquí; movía mucholas manos y los brazos, hacía girar los ojos, y un poco lacabeza en un gesto que parecía de desesperación; mira-ba al cielo.

Los terrícolas abrieron unas latas de conservas yempezaron a comer delante de ELLA. ELLA los miró conasombrada atención, señaló con la mano hacia arriba(a la desaparecida Caverna) e hizo una serie de gestosextraños, pero que Román interpretó como que Los Otros(los visitantes) no comían así. Román echó una lata decarne hacía Ella, pero Ella la miró y se echó para atrás,en un gesto de repulsión. Después tomaron agua deuna cantimplora. Ella se echó un poco adelante, perocuando se la ofrecieron tampoco se atrevió a tocarla.Seguidamente encendieron fuego. Ella pareció alegrar-se. No tuvo miedo. Lo miró muy fijamente, y volvió ahacer señas hacia arriba, Román creyó entender quelos visitantes no tenían fuego. Sin duda habían dejadomuy atrás la Era del Fuego. En cambio, ella y los Suyos(quienes quiera que fueran) no. Ella no era, pues, de lamisma “raza” ni del mismo “mundo”que los visitantes.Ella había sido, quizás, secuestrada. Tal vez la habríanrecogido en su viaje.

Esa noche apareció especialmente despejada y la luna,casi llena, se había levantado frente a la cavidad deroca donde estaban. Ella se puso de pie, extendió las“orejeras”, o toca membranosa, a lo largo de las meji-llas; extendió el brazo hacia la luna y se quedó contem-plándola, en una actitud como suplicante. En tanto,emitía algo así como un canto o rezo tristísimo.

Todo el día Serena le había estado haciendo dibu-jos. Luego se los mostraba. Ella parecía en extremo

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interesada. Los dos (Román y Serena) se quitaron sustrajes esquimales, y se mostraron en pantalón y jacketde cuero. También le enseñaron partes de sus cuerpos.Ella parecía fascinada.

De cuerpo, la Selenita (llamémosla ya de este modo)era comparable a la más alta glamazona americana, perono era un gigante descomunal. Su cuerpo era en extre-mo fluido y armonioso, con curvas firmes, majestuosas.

Una de las cosas que primero impresionó a losterrícolas fueron sus ojos. Eran grandes, con pestañas(aunque las cejas eran muy difusas) y cambiaban decolor con la luz. Por la mañana eran verdes; a medio-día, azules, y de noche resplandecían con color de luna.

Los rasgos que la distinguían más claramente de losterrícolas eran aquellas “alas” u orejeras, que le salíande la parte posterior del cuello, se plegaban sobre loshombros como hermosas charreteras, se extendían alos lados, ceñidas al rostro, como toca de teresiana, ose cerraban por delante cubriéndole toda la cara. Enci-ma se formaba la rosa cresposa de su cabello (que eradorado prieto); y aquella otra insinuación de alas plega-das que le cubría las grupa hasta la corvas. En reali-dad, estas eran parte de su piel (quizás residuos), de laque no se separaban. Cerraban, a tope, a comienzo delos muslos. Su grupa era alta, firme, redonda y bella-mente fluida. Los pies tenían una espesa callosidad enlas plantas.

Menos obvio, pero más importante, era otro rasgo. LaMUJER no se movía rígidamente como nosotros, con articu-laciones de bisagra y su cuerpo no parecía comparti-mentado como el nuestro. En efecto, se diría hecha deuna infinita cantidad de finísimas, firmes y flexiblesmallas, íntimamente relacionadas. El color de la pielera de oro viejo. Sus labios eran gruesos casi como losde las negras, y los dientes, aunque marcados, pare-cían todos de una sola pieza. Eran más blancos que losnuestros.

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Mientras Serena dibujaba, Román trataba de comu-nicarse con ella. Una vez se pinchó una mano y se sacósangre. Ella lo miró fascinada. Román ideo la manerade enseñarle a decir Sí y No con la cabeza. Le ofrecía unobjeto a Serena; si esta no lo aceptaba, decía NO con lacabeza. Si lo aceptaba, decía SÍ. La Selenita lo aprendióprontamente.

Otra cosa extrañaba al verla: no sonreía. Al menos, elmostrar los dientes (lo que hacía a veces) no parecíaindicación de alegría. Más bien de dolor.

Al aparecer la luna Román señaló hacia la Selenita yluego hacia la luna. Ella (la Selenita) dijo SÍ con la cabe-za. Román señalo hacia La Caverna desaparecida y lue-go hacia la luna. La Selenita movió negativamente lacabeza. Se agachó un poco, puso la mano a la altura delos senos (eran senos rectos y firmes, pero menos sepa-rados entre sí que los de nuestras mujeres) y señalóhacia La Caverna. A continuación señaló hacia el cielo,lejos de donde se veía la luna.

Esto convenció a Román y Serena de que los desapa-recidos Visitantes venían de otro planeta y que, de ca-mino hacia la tierra, pasando por la luna, habíanrecogido a esta Selenita, que ahora se hallaba sola yvarada en nuestro mundo.

Los visitantes, evidentemente, habían volado con sunave antes que dejarse prender. Posiblemente estuvie-ran perplejos. Habían logrado salvar varias fronterasespaciales, y poseían adelantos milagrosos para noso-tros, pero no entendían nuestro mundo, y les espanta-ba. Por miedo (si no por condicionamiento a guardar susecreto) se habían pulverizado. La Selenita, descubriendosus intenciones (sin duda había logrado alguna formade inteligencia con ellos) había escapado. Y ahora ha-bía caído en poder de otros seres extraños.

Ahora bien, Román estaba confundido. No creía quehubiera vida en la luna.

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Esa noche no durmió nadie. Tampoco la Selenita. (Lue-go vieron que no dormía nunca en nuestro sentido deltérmino.) Reposaba, plegada (no sentada, en bisagra,como nosotros, sino plegada) y nada más. El sueño eraen ella sólo una fase menos intensa y activa que la vigi-lia. Pero, la vigilia era, al menos aquí en la Tierra, enella, más somnolente que la nuestra.

La piel de la Selenita, aunque aparentemente muyespesa, era de una tersura de diamante buido, y lavellosidad pélvica, muy copiosa, empezaba más arribaque la nuestra: en verdad, al pie mismo de los senos.Pero empezaba en una finísima pelusilla, o plumoncilloblanco, y se iba espesando hacia abajo, cambiando gra-dualmente de color, hasta alcanzar un rojo de fuego.Desde luego, la Selenita respiraba, pero no a sorboscomo nosotros, sino con palpitaciones de seno. Con fre-cuencia el aire (aún a esta altura) parecía excesivo paraella, y se cubría la nariz (recta y firme) con la mano.También con frecuencia se cubría todo el rostro con “lasalitas”, que eran de una fina membrana algo más páli-da que la piel. Igual los “faldones” o alas calipígeas, quemás bien simulaban un tatuaje en relieve.

Señalando a la luna, Román cogió una piedra queparecía una esponja petrificada y se la mostró. Luegocogió unas ramitas y se las puso, y se las quitó. Apuntóa la Selenita y movió negativamente la cabeza. Ella en-tendió. Román tiró la piedra, poniéndola a su alcance.Ella la cogió, le puso las ramitas por un lado y por den-tro, señalando entonces a la luna, como si esta fuerahueca y la vegetación de una de sus caras asomara pordentro a la otra. Entonces se señaló a sí misma y tocó laparte de la piedra donde había puesto las ramitas.Román dedujo que “la otra cara” de la luna tenía vege-tación y atmósfera y que aquella vegetación asomaba,por dentro, a la cara estéril, que vemos nosotros.

El día siguiente volvieron a examinar, de lejos, el lu-gar donde habían estado los visitantes. No quedaba el

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menor rastro. Ella seguía braceando, contorsionándosey emitiendo gritos que parecían de horror cada vez quese señalaba hacia aquel lugar.

Román y Serena quisieron saber más. Se abrazaron,como en el amor, y luego indicaron hacia el lugar de losvisitantes y hacia ella. La Selenita se estremeció toda, re-trocedió con horror y dijo SÍ con la cabeza. Luego cuandoRomán quiso acercarse a ella, extendiendo los brazos,ella retrocedió rechazándolo con las manos desplegadas.

Sus movimientos parecían ahora más lánguidos. Denuevo rechazó todo alimento. Huasca bajó al pueblomás próximo, volvió con unas bayas silvestres. La Sele-nita las cogió con la mano, varias veces hizo ademán dellevárselas a la boca, pero las rechazó finalmente. Porseñas, Román logró que le entendiera, de algún modo,la pregunta ¿Qué comía con los visitantes? Ella señalóvarias partes de su cuerpo, cogió una arista de roca yse pinchó con ella. Así pues, pensó Román, los visitan-tes la alimentaban por la vena (aunque no parecía tenervenas como las nuestras, pues todo su cuerpo parecíaun dúctil, flexible y resistente panal de células diminu-tas). ¿Y ellos? También por la vena, y por cápsulas (puesla Selenita cogió un diminuto trozo de piedra y se lollevó a la boca, y lo escupió). En la demostración sesacó un poco de sangre de la parte interior de un mus-lo, pero no era sangre roja como la nuestra, sino de uncolor morado intenso, y más espesa.

Román y Serena decidieron entonces descender conella al pueblo más cercano. Recogieron sus cosas y lehicieron señas. Ella miró hacia abajo, y luego con lacabeza dijo NO. Miró a un pico lejos de donde habíanestado los visitantes, y dijo SÍ. Se palpó toda con lasmanos, se retorció. Mirando hacia abajo, se estremeció.Román entendió que le atemorizaba la densidad de laatmósfera. NO, le contestó él. No podía vivir con ella (nisiquiera con ella, la Selenita) en un pico de los Andes.

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Esperaron otra noche, y decidieron llevársela de todosmodos. Ahora lucía muy abatida. Empezó a emitir soni-dos largos y plañideros, como arrullos de muerte. Cuan-do salió la luna fue hasta una alta repisa o reborde demonte y empezó a ejecutar lo que parecía una danza ri-tual sofrenada, con el tambor dentro. No movía los piespero todo el cuerpo se contorsionaba y ondulaba al tiem-po que emitía continuamente aquel canto tristísimo. Aintervalos, se plegaba en el suelo, se quedaba inmóvil,plañiendo. Se levantaba de pronto, y parecía como si fueraa arrojarse por el precipicio, pero Román lo interpretócomo parte del rito a la luna, su patria perdida.

No la molestaron esa noche. Los tres terrícolas dormita-ron por turno (dos velando y uno durmiendo). Al amane-cer, ella estaba todavía en el alto reborde de roca, al borde(luego se dieron cuenta ) de un profundo abismo, cuyasprofundas laderas eran de roca vertical. Los tres se ha-bían echado los macutos a la espalda, para el regreso, yRomán y Serena llevaban al cinto pistolas parabellum.

Román se puso a hacerle señas. Ella se puso de pie,miró a su alrededor, luego al cielo, luego al abismo, lue-go a los picos, luego otra vez a los terrícolas.

Estos en su traje de esquimales y con su equipo, lu-cían imponentes. Serena cometió, además, la impru-dencia de disparar al aire su pistola para probarla.

La Selenita empezó a dar gritos más agudos y mástristes (a oídos humanos) que nunca. Varias veces seplegó en el suelo, y se levantó de un impulso, comomovida por resortes. El sol, por una abertura de nube,la bañaba, le arrancaba destellos de oro. Sus “alitas” seplegaban y desplegaban impulsivamente, ocultando yrevelando su rostro.

Román se acercó a ella tendiéndole los brazos. Fueentonces cuando vio el abismo. Ella emitió un sonidomás grande, se plegó y, al desplegarse, se disparó alaire en un arco elegante como el de una bañista al zam-bullirse de un altísimo trampolín.

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Un instante después estaba sobre el precipicio, toda-vía emitiendo aquel grito o canto o arrullo o lamento,que se fue desvaneciendo con ella hacia el abismo. Aojos de Román, fue como si se hubiera sumergido en unocéano.

Y ahí concluye el relato de Lucas Román. Partidas decientíficos de todo el mundo están buscando ahora a laSelenita de los Andes ¡Ojalá la encuentren! Así podráconstatarse la veracidad de este relato.

Bohemia. La Habana, año 34, número 18; 30 de abril, 1950, pp. 4-6 y 156.

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Ojos de oro

Dondequiera que se sentara, en la escuela, el sol, en-trando por las grietas, le daba en los ojos. Estos eranamarillos y, al sol, despedían reflejos de oro. En la es-cuela, pues, era Ojos de oro. Fuera, por el reparto y elcaserío, algunos le llamaban Chi-Chi. En su casa eraYayito. Pero cuando bajaba, con otros muchachos, alrío después de la clase, los otros, más guapos y mejoresnadadores, le llamaban Ojanco. Así tenía varios nom-bres y, quizás, varias personalidades.

En la escuela progresó despacio, pero al fin, a los doceaños, llegó al octavo. Para entonces, estaba escrito quepodría cerrar los textos y hacer algo. ¿Qué? No estabatodavía decidido. Pero eso le ocurría a casi cuantos asis-tían al “Cucurucho” de la lomita, sobre el río, hacia LaHabana. Otros, sin embargo, tenían condiciones. Unoseran buenos nadadores; atravesaban el río, nadabancontra la corriente hasta el cayito o a favor de ella hastalas lanchas y cruceros de la embocadura. Otros ayuda-ban a sus padres. Estos eran poceros, carpinteros,vianderos, galleros... hasta enterradores. Pero él no ayu-daba a su Viejo a cultivar flores ni a su Vieja a hacerramos y coronas para muertos pobres en el tinglado.Entre otras razones porque Yayito tenía un extraño res-peto por los muertos. Después de la clase, algunos atra-vesaban también el parche de aromos, llegaban hastael muro del cementerio, jugaban a correr sobre él y nopocas veces caían dentro, sobre las tumbas. Pero él pre-fería bajar al río con los bravos, quitarse la ropa, zam-bullirse, bucear un par de metros con gran esfuerzo yluego... exponerse a las burlas.

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Más bien podía ser sobra de imaginación que falta devalor o de fuerza. No era muy robusto ni muy grande,pero tampoco patato ni enclenque. Era un niño media-no, de grandes ojos, llenos de luz, como los de su pa-dre, el Oriental; y la tez rosada como la de su madre, laGallega. No era torpe ni tardo, pero se distraía, y prefe-ría siempre los alrededores de las cosas y las personasa su centro. Pero era afable, y era especialmente bienacogido en casa de Caruca, la negra, que tenía dos hi-jos grandes como columnas y duros como hierros.Caruca tenía también hijos menores, entre estos, Calista,dos años mayor que Yayito. Se llevaba él bastante biencon Calista; quizás porque una vez, jugando, habíanllegado, por entre las cañas bravas, hasta la Cabañadel Loco, al borde de la Calera, y se habían caído, esca-pando, por la barranca. Juntos se habían salvado, yCalista había llegado a casa, blanca de cal, como unfantasma. Dio mucho que reír. Tanto, que los dos empe-zaron a sentirse fantasmas, y a jugar a los fantasmas,llegando de nuevo hasta la Cabaña del Loco, cuando es-taba vacía, y regresando de noche.

Pero esto no era extraño. Yayito podía hacerlo paraespantar el miedo a los fantasmas. Pues si un día iba ajugar al cementerio, y se caía dentro, quizás en unatumba, se moriría de miedo. Por eso convendría entre-narse. Muchos otros hacían lo mismo. Algunos se escu-rrían, incluso, bajo el bajareque de la escuela, montadosobre poyos, y trataban de asustar a la maestra cuandose quedaba allí rezagada. Era muy cómica aquellamaestrica. Había niñas más altas y, desde luego, másgruesas que ella. También vivía en el reparto. Le llama-ban La Bijirita.

Calista, en cambio, era una negrita espigada, de lar-gas y rectas piernas, cara redonda y facciones tan fi-nas, que parecía pintada.

Se ponía los trapos más vistosos que hallaba en casay reía con grandes dientes blancos a todas horas. Pero

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cuando se quedaba seria era más seria que nadie. No ha-bía intermedios. Su risa era estallante y su seriedad eratristeza. Y un día Yayito la encontró más triste que nunca.

Pero antes pasó un año, después de la escuela. Losdos salieron casi al mismo tiempo, y no había muchoque hacer para niños como ellos. Él ayudaba un poco alViejo; y Calista hacía mandados para su Vieja. Eso eratodo. Quedaba mucho tiempo. Ahora casi todo el tiem-po era para juego. Había muchos niños en el barrio.Alguien le había llamado el Reparto de los Fiñes, y sedecía que eso era debido a alguna hierba misteriosaque crecía arrente del suelo. La gente reía.

Yayito seguía bajando al río con los otros. Tenía, comotodos, amigos y enemigos; pero a diferencia de todos, lossuyos no eran nunca bastante amigos ni bastante ene-migos. Siempre se le había creído un poco despegado.Por ejemplo, no se sentaba nunca mucho tiempo en elmismo pupitre. Cambia – cambia, le decían. La fantasíalo llevaba de aquí para allá; como una vela sin gobierno.Esto mismo lo hacía simpático. Lo era para Calista.

Pero la muchacha tenía en su casa algo imponente.Eran sus hermanos grandes, que llegaban y salían siem-pre pareados, como encabezando invisibles columnasde guerreros. Estos hombres se agrandaban aún másen su fantasía. Esta le movía de aquí para allá y, movi-do por ella, seguía vías extrañas y peligrosas. Era comozambullirse en el río, trepar al borde de la calera, desa-fiar al loco, perderse entre las cañas bravas, asustar ala maestra, espantar las gallinas, abrir las conejeras o(para otros) equilibrarse al borde de las tumbas. Era(con Calista) una aventura. Era un secreto. Era un mis-terio. Era (aunque ellos no lo supieran) un pecado. Losduendes guiaban; ellos seguían a los duendes. Y venci-do un peligro, aclarado un misterio, venían otros; ten-tadores, desafiantes. Así se crece. Así se lucha. Así, alfin, se vence, o se es vencido. ¡Y qué hondo, qué inmen-so, es el dolor de ser vencido!

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Dos personas había en el mundo que nunca podíanser vencidas. Eran los hermanos de Calista, Santos yLeopoldo. Eran tan poderosos, que pudieran ser cam-peones del mundo. Y, a diferencia de la muchacha, noreían nunca. Menos mal que se pasaban el día, y partede la noche, abajo en La Habana. Pero la fuerza muscu-lar no lo era todo. También había que contar con la idea:lo que pensaban, decían, inventaban y maliciaban lasgentes. Todo eso había que evitarlo. Ellos (Yayito y Calista)hacían lo posible. Con tanto celo, con tanto cuidado, enefecto, que toda otra noción o precaución se borró de susmentes. Eso (evitar las malicias) lo dominaba todo. Fue-ra de eso, nada existía. Pero existió, sin embargo.

Al principio, ella no se dio cuenta. Tardó mucho tiempoen admitir un cambio en sí misma. Quizás no se atre-viera; era demasiado terrible. Pero en casa había unamujer, Caruca, que sabía mucho de la vida. Carucahabía vivido y trabajado y visto y sufrido mucho. Sumarido había muerto y ella era vieja, pero alerta. Aunasí, no había podido preverlo. Los muchachos, en estosbarrios, juegan todos juntos. Y después de todo, Yayitoy Calista eran niños. Pero ellos no querían ser niños.Estaban en la edad en que menos se quiere ser niño, enque se hace todo lo posible por dejar de ser niño.

Por fin saltó la sospecha. Caruca no se lo comunicó anadie. Se puso al acecho. Esto dio lugar a un equívoco.Yayito y Calista se sentían vigilados y pusieron todo suempeño en frustrar la vigilancia. Había que poner tiem-po y disimulo, por medio. Pero esto mismo pudiera sersospechoso, para quien estuviera avisado. Pero ¿quiénpodía estar avisado? Era como cuatro tornillos, uno porcada lado, entrando en su cabeza. O mejor, cuatrotuercas. Era como un alambre caliente, gusaneando porsu pecho. Era un tormento. Nunca había conocido untormento tan grande. ¡Era imposible que hubiese untormento tan grande!

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Lo había, sin embargo. Vino una noche en que el otroparecía ya insoportable. Durante tres días Calista nohabía salido al camino, y el muchacho no sabía a quéatenerse. Santos y Leopoldo no habían llegado todavíay otros hermanitos de Calista andaban brincando porfuera. Era extraño que viniese la más chiquita, y noella, a la bodega. Yayito había estado por allí, rondan-do, a la espera. A veces ella se desviaba por un caminoque entraba en el matorral, donde él esperaba agazapa-do. Ella seguía de largo, informándole, de pasada de loocurrido. Era también un juego; tenía emoción de jue-go, y de guerra. Pero debía ser más fuerte que la guerra,porque a esa edad, las impresiones son más lacerantes.Nada hay tan terrible. Nada hay tan espantoso. ¡Diosmío, que no pase nada! ¡Dios mío, que nadie se entere!

Yayito aguardó un rato, pero estaba impaciente y al findecidió ir hasta la casa. Entró por detrás, del lado delmonte, por un túnel de bejucos y llegó, a rastras, hastala cerca. Alzó un poco la cabeza y miró por una brecha.Había luz dentro, en la casa. La puerta posterior estabaabierta (no tenía puerta) y una sombra danzaba loca-mente, desde la sala, sobre el pasillo. Yayito contuvo elaliento. Escuchó. Primero le pareció oír como un resue-llo. Las sombras danzaban en silencio. Por ellas no po-día reconocer a nadie, pero tenían que ser de Caruca.

Se arrastró a lo largo de la cerca hasta llegar, por elcostado, al nivel de la ventana. Esta estaba abierta. Y ahorano sólo eran sombras. Tenían voz; tenían aliento; teníanmanos. Una de esas manos sonó como una breve y furio-sa ola contra una roca. Le siguió un ronquido, y dos res-piraciones, una cerca de otra, jadeando. Se repitieronel chasquido y los jadeos. Luego una voz ronca y baja:

—¡Perdida! ¡Tú espera, que ahora yo te voy a enseñar!Tú espera. Ahora me vas a decir quien ha sido el…

Yayito alzó la cabeza, atisbó a través de las tunas.Aún no había podido percatarse de la gravedad de lo

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sucedido. Todavía no podía comprender, plenamente,lo que significaba. Había venido, simplemente, a ver sialguien los había visto juntos y se encontraba con algotan distinto, tan inconcebible, que no tenía sentidos paracaptarlo. Calista estaba de espalda al tabique, y Caruca,ante ella, agitando las manos, gritando, sordamente:

—¡Ahora tú vas a decírmelo, o te mato! Ahora me vasa decir quién ha sido él…

Siguieron otras palabras. Yayito estaba demasiadopasmado para moverse. Caruca siguió amenazando, dis-parando palabras, subrayándolas, sincopadamente, conpalmetadas al rostro de la muchacha. Esta estaba rígi-da, tiesa, inmóvil; y miraba furiosamente adelante. Perono hablaba. No decía quién había sido. No decía nada.Caruca repetía entonces la pregunta, añadiendo, de paso,otras palabras, que servían para ir armando la historia.Yayito la fue percibiendo. ¿Era eso posible? Desde el ins-tante en que se hizo esa pregunta estaba perdido. Másperdido y más vencido de lo que podía haber estado na-die jamás en el mundo. Era espantoso. Era horrendo.Era el fin, la catástrofe, la muerte. Era la muerte. ¿Habíaalgo peor que la muerte? Entonces, era también ese algo.

Se apartó lentamente. No echó a correr, porque nohabía adonde escapar. No había nada. El mundo estabavacío. No había mundo. No había nada. Era el espanto.

Tomó, temblando, el camino de su casa. A esa hora,Genciana, la Vieja, estaría haciendo la comida; y el Vie-jo estaría charlando en la bodega. Rosarito, la menor,andaría por casa; y Soledad, la mayor, regresaba tardede servir. Yayito entró por uno de los solares vacíos, diola vuelta, entró por el traspatio. No es que pensara vol-ver así, tranquilamente, a su casa. No había casa. Nohabía familia. No había nada. O más bien, sí; los habíaa todos, y todos estarían por ahí, en todas partes,saliéndole al paso, apuntándole con el dedo, mofándo-se, acosándolo… cuando lo supieran. Porque aún no lo

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sabían. Caruca sabía solamente la mitad. Calista eralegal. Se negaba a delatarlo. Pero al mismo tiempo, él laodiaba ahora con toda su alma. ¡Ojalá nunca hubieraexistido!¡Ojalá que se hubiera muerto! Pero no habíamuerto. Y Caruca llegaría a saber también la otra parte.Y entonces lo sabrían todos. Todos, todo el mundo, in-cluso los hermanos, los hombres poderosos.

Se metió por un hueco de la cerca y avanzó a gatas, alborde del bibijagüero quemado, entre los plátanos. Comoen la otra casa, unas sombras danzaban en la sala, peroestas eran sombras pacíficas y no tenían palabras. EranGenciana y Rosarito. La niña daba brincos, salía al por-tal, gritaba a las vecinas. A esa hora muchos otros ni-ños andarían cabalgando en los muros. Andaríanjugando, brincando, riendo, peleando, muy contentos.Todo el mundo contento. Todo el mundo, menos Yayito.¡Yayito ya no podría estar contento más nunca!

Se fue acercando a la casa. Después de todo, todavíano había decidido qué hacer; y, en el fondo, no estabaseguro de que no hubiese algún remedio. Caruca nohabía dicho nada concreto y Calista no había pronun-ciado ningún nombre. Como siempre (ese era su defec-to) podía habérselo cogido todo para sí. Siempre hacíasuyo todo lo que pasaba. Se lo había dicho la maestra.Se lo había dicho su Vieja. Se distraía, se dejaba llevar.Y hasta una vez, llevado por un pequeño bandido, unalbino de nariz achatada, había ido al asalto del galli-nero de la maestra. Así era él. Podía ser un equívoco.

Se acercó, a rastras, por entre la franja de frutabombasy llegó hasta el parche de los crotos junto al lavadero.Desde allí, por la ventana abierta, podía ver el baño, através del cual, por el tabique sin puerta, veía a Gencianaponiendo la mesa. Rosarito había salido al camino. Habíaallá arriba una gran gritería. Genciana canturreabaponiendo la mesa. Pronto vendría el Viejo, y alguiensaldría a llamarlo, a gritos, pregonando su nombre —el

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nombre del proscrito. Y entonces, acaso saliera Carucavoceando la culpa, por todo el camino, por entre lascasas, hasta la calzada. Y a continuación, no habríaalma que no acudiera a oír el crimen, e incluso podríanformarse partidas de acoso y cacería. Entonces lo copa-rían y no habría donde esconderse.

Genciana entró en el baño y encendió la luz. Esta seproyectó por la ventana y le dio en la cara. Yayito hundióel rostro entre los crotos, como un animal de las cuevas,al que la luz aturdiera y deslumbrara. No; él no podríaaguantar más nunca la luz en la cara. Recordaba unapelícula en que un criminal era sometido a la tortura delos reflectores, mientras una multitud de sabuesos au-llaba en su alrededor. Pero aquel hombre era dichoso.Después de todo, no había hecho más que matar a otrohombre. Era un delito corriente, en la vida o en las pe-lículas. Pero ¿quién había visto jamás un delito como elsuyo? ¿En qué periódico había salido publicado? ¿Cuán-do se le había ocurrido siquiera a nadie hablar de eso?

Huyendo de la luz, se puso a nivel de la casa de Caru-ca, allá lejos, entre las matas. Podía ver claramente unaventana iluminada; hasta una figura asomada a esaventana. Al mismo tiempo, oyó a Genciana llamar a laniña, para que fuera a buscar a su padre, señal de quela comida estaba lista. Poco después, lo estarían bus-cando, y tendría que decidir: entrar o escapar para siem-pre. ¿Qué otra alternativa?

Una tenue esperanza tiró nuevamente de él hacia lacasa de Caruca. ¿Y si no hubiera entendido bien? Y aúnasí, pudiera ocurrir que la muchacha tardara algún tiem-po en delatarlo, dándole un respiro, permitiéndole pen-sar, decidir algo que ahora le era imposible. Con estailusión se arrastró a lo largo de la cerca, saltó el caminopor un parche oscuro, se metió entre los matorrales,fue a salir otra vez detrás de la casa de Caruca. Se situócasi en el mismo sitio, alzó cautelosamente la cabeza.

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Ahora los gritos habían cesado. La muchacha estabaacodada en una ventana, hacia el frente, mirando a lanoche. Caruca daba vueltas en torno a la mesa, ponien-do los platos. Caruca se detenía por instantes, echabauna mirada a la muchacha, volvía, obsesionada, a sutarea. Movía la cabeza; movía los labios. ¿Qué habríapasado en el intervalo? Yayito daría cualquier cosa porsaberlo. ¡Cualquier cosa!

Pero el ambiente parecía aliviado. Entraron los niñosy Caruca empezó a repartir los platos entre ellos. Luegolos niños se irían a dormir, y comerían los mayores (in-cluso los grandes, cuando llegaran). Calista seguía aco-dada en la ventana, mirando al vacío. ¡Dios sabía lo quepensaba! Tal vez pudiera hablar con ella al otro día, siantes no se moría. Entonces sabría, de cierto, a quéatenerse. En tanto…

Volvió a acercarse a su casa. Ahora el Viejo y la her-manita estaban a la mesa, y había un invitado. Era elhombre que compraba los ramos, todos los sábados.Esto le dio ánimos. Atentos al invitado, no se fijaríanmucho en su cara, que debía de estar descompuesta.De todos modos, no podía arriesgarse a causar alarmapor su ausencia… todavía. Entró, pues, por el costado yfue a sentarse en la puerta posterior, junto al lavadero.Genciana lo vio. Por fortuna, no lo llamó a la mesa, sinoque le trajo el plato de arroz con tasajo al lavadero. Allíestaba todavía de espalda a la luz, y cuando vino la her-manita y quiso saber dónde había andado, ya había re-gado la comida entre las matas. La hermana se llevó elplato. A continuación, se daba por supuesto que se iría asu cuartito, en forma de perrera, añadido por detrás a lacasa, donde tenía su colombina junto a la de la niña. Obien (como hacía otras veces) saldría aún a corretear porel barrio, y cuando regresara, todos estarían dormidos.

Esto era corriente. A nadie extrañaría.Se levantó, pues, y atravesó, con forzada tranquili-

dad, el traspatio, y salió de nuevo al caminito que podía

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llevarlo a todas partes, o a ninguna. Podía llevarlo a lacalzada, a la casa de Caruca, al tren, a la finca deMagüira o —en las tardes de juego y júbilo— hacia elpromontorio de la calera y el río. El río le atraía. El ríoera una salida. El río era una gran puerta blanca, pordonde escapar. Pero él aún no estaba escapando.

Viró de nuevo hacia la casa de Caruca. Allí estabatodo. Todo lo que hubiese de ocurrir, en lo sucesivo,manaría de aquel cuadrángulo de viejas tablas, envuel-tas en bejucos, cundidas de lagartijas. Ahora Calistahabía desaparecido de la ventana. Estaba otra vez depie contra el tabique. Caruca había puesto los platos(cuatro servicios) y andaba en torno, mirándola en si-lencio. Los ojos de Caruca estaban todavía encendidosy extraviados. Todavía movía la cabeza como una de-mente. Pero no hablaba. Entreabría la boca, volvía acerrarla sin decir nada.

Yayito se fijó en los platos. ¿Qué significaban? En suimaginación, uno era el reo; otro era el fiscal; los otrosdos eran los jueces. O no. Mejor los ejecutores. Eran loshermanos. Los hermanos grandes, serios y poderosos.Los platos esperaban a los hermanos.

Santos y Leopoldo asomaron entonces a la puerta.Yayito no había tenido tiempo de agacharse. Quedóparalizado; no se atrevía siquiera a pestañear, por mie-do a ser descubierto. Los dos hermanos se detuvieronen medio de la sala, mirando adelante. Caruca se hizo aun lado, emitió un chillido. Calista se apretó contra eltabique. Sus breves senos se marcaban bajo la blusa.Su breve vientre se empinaba bajo la saya. Tenía el pelodesordenado, la blusa rota por el hombro. Había san-gre en su cara.

Caruca dio otro chillido; la muchacha pareció estre-mecerse. Los hermanos avanzaron dos pasos. Carucaempezó la historia: ¿Que qué había pasado? Pregún-tenselo a ella. Ella podrá decírselo. Anda, anda, anda,

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díselo a tus hermanos. Cuéntales. Cuéntales. Para queellos lo sepan. Cuéntales lo que te pasa, y diles tambiénpor culpa de quién te pasa. Anda. Diles el nombre. Perodeja; no hace falta. Se lo diré yo misma. Se dice pronto.Todo lo que hay que decir se dice pronto.

Yayito levantó las manos hacia los oídos, como parano oír el nombre que iba a ser pronunciado. Pero ya eratarde. Estaba dicho. Estaba en el aire. Resonaba, resta-llaba, como jamás había restallado un nombre en susoídos. Y era su propio nombre. ¡Era espantoso!

Salió disparado por entre las matas. Por varios minu-tos, corrió a ciegas, con los ojos cerrados, precipitándo-se locamente contra las ramas, troncos y espinas. Perono sentía nada. Pues era ya tanto lo que sentía, quecualquier otra sensación resultaba un alivio. Una a modode hélice interior lo impulsaba implacablemente ade-lante, hacia fuera, hacia todas partes – y ninguna par-te. No había ya partes en el mundo. Sólo aquella héliceferoz revolviendo en su alma, precipitándolo, loca y des-esperadamente, adelante. Y detrás, las dos sombrasgrandes, poderosas, musculosas, terribles.

El primer alto relativo ocurrió cuando tropezó contrael muro roto de la finca de Magüira, pero no reconocióese muro. No reconocía nada. Rebotando, viró por elraso y siguió adelante, apretando de nuevo el paso, hastair a dar casi frente al centro del caserío. Las luces ledieron en los ojos, conteniéndolo de momento. Reco-brándose miró a la derecha y a la izquierda en busca deuna salida. Tuvo aún tiempo de ver unos niños saltan-do sobre los muros. Oyó voces. Un radio disparaba be-rridos. Una pareja bailaba en un portal. Ladró un perro;otro le contestó más abajo; después, otro.

Mirando hacia allí, Yayito reconoció el camino que,cruzando la calzada, se dirigía por entre los aromos haciael río. Era el camino más libre. Volvió a cerrar los ojos.No veía, y no quería ver, nada por delante. Lo que le

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impelía, era bastante. Eran los horrores. Los horroresparecían haberse hecho perros, y estos azuzados porlas sombras, iban sobre sus patas. Y sin embargo, noiba corriendo. La tierra parecía blanda, movediza, vis-cosa, y se adhería a sus pies. Por eso no corría. Pero lahélice seguía apurando, y revolviendo, en su alma. Ydetrás, venían los perros.

Siguió avanzando. Pasó, sin reconocerla, junto a lacasa escuela; el camino se adelgazaba y serpeaba entrematojos, pero había luz bastante (la noche era de luna)para verlo. Continuó, pues, por ese camino, buscandouna salida. El camino desembocó en un raso, al bordede las cañas bravas, y empezó a descender. Sólo enton-ces reconoció el lugar. Miró a los lados. A uno, se alza-ba el ribazo y algo mas allá (recordó) la canal de la calera.Al otro era un parche de cañas, que descendía, en decli-ve, hasta el río. Pero el camino seguía por el medio y seprecipitaba, casi verticalmente, a la orilla. El río estabaa la vista y allí mismo, en la orilla, había un botecito.

Vaciló un segundo. Un bote podía ser señal de quehabía gente en derredor; y él venía huyendo de la gente,de cualquier gente. Escuchó. Nada; ni un grillo: sólo lacinta plana, dorada de luna, extendiéndose a lo lejos.Dio unos pasos más y llegó hasta la orilla. Allí aguardóun instante, jadeando. Multitud de ideas se agolparon asu mente, pero todas convergían en una dirección: esca-par. La hélice seguía girando y los terrores (que ahoravendrían de lo alto) se descolgaban sobre él. De un saltose plantó en el bote; y el impulso mismo soltó la cuerdaque lo sujetaba. Ágilmente se sentó en el banco, empu-ñó los remos, y empezó a impulsar el bote río abajo.

Una suerte de júbilo aterrado corrió por su cuerpo. Elbote se deslizaba levemente. La noche le amparaba yestaba callada. Y él no tenía más que una obsesión:huir. Y el río mismo parecía estar allí para facilitarle lafuga. Y la acción misma de remar era ya una fuga.

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La acción le había dado fuerzas. Había fuerza y goceen el juego de los brazos y la cintura y en el afincamien-to de los pies en el bote. Este se deslizaba cada vez másrápidamente. Pasó junto a algunas embarcaciones va-radas o amarradas a la orilla. Pero la gran vía continua-ba libre y nada parecía moverse a flote.

El primer tropiezo ocurrió al llegar al primer puente.Yayito se dio cuenta del lugar y maniobró hábilmentepara pasar entre las embarcaciones allí fondeadas. Losremos entraban rítmicamente en el agua, y toda la fuer-za a ellos aplicada se traducía en impulso. Hasta hizotiempo para preguntarse cómo era que antes había sidotan mal remador, aunque pensó también que quizásesta nueva destreza fuera una ilusión. Iba confundido.Pero una cosa era cierta: iba pasando el primer puente,iba entrando en el segundo, iba saliendo ya a aguasanchas y libres. Libres, era la palabra, era la gloria,dentro de la nube y el temblor que le envolvían.

La sensación de alivio no aminoró su acometida. Al con-trario, pareció prestarle nuevas energías. El terror seguíaacosándole, pero ahora era más patente la posibilidad deescaparle. Una vez fuera de la barra los contornos de laorilla empezaron a tornarse borrosos. Esto también erabueno. Las orillas podían tener emboscadas.

Siguió remando. No se le ocurrió en ningún momentopensar que pudiera haber algún sitio al cual llegar; tam-poco se paró a calcular sus fuerzas. Se sentía fuerte,dichoso, de estar por lo menos haciendo algo por librar-se de todo, de todos. Además, no había hecho más quedescubrir sus dotes de remador. Por primera vez reali-zaba una gran hazaña. ¿Cómo no lo había hecho antes?Cómo era que él, que apenas había remado nunca, sedaba ahora tanta maña. El agua de mar estaba tan tran-quila como la del río. El botecito seguía deslizándosesobre ella. Yayito se había acomodado a un ritmo regu-lar y efectivo, tirando de los remos (según creía) con po-derosos y coordinados movimientos de brazos y cuerpo.

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Tenía conciencia (o quizás ilusión) de esto, y le compla-cía reconocerlo. Pero al mismo tiempo, no había dejadoun momento de sentir la urgencia de escapar, de alejar-se, alejarse, hasta el fin del mundo si era posible.

La luna que había alumbrado el río estaba aún másclara en el mar. En el mar producía rieles extraños yfantásticas matizaciones. Pronto habían desaparecidotodos los contornos, y el mundo entero, mar y tierra, sehabían fundido en una sola y vagarosa expansión. PeroYayito todavía no había puesto en esto sus sentidos. Laurgencia de escapar, escapar, lo embargaba todo. Es-capar, por dentro y por fuera. Así que cuanto más seejercitaba, cuando más se fatigaba, (sin saberlo) máslibre le parecía sentirse de aquello a que escapaba, puesel mismo ejercicio, al consumir sus fuerzas, consumíatambién sus terrores.

Pronto estaba en mar abierto, sin fin y sin principio.Pronto estaba tan lejos de la orilla, que las pocas lucesque había por aquella parte, ya no eran visibles. Y prontohabía virado lo bastante por la curva de la costa parano poder percibir tampoco la Farola. Pero aún seguíatirando de los remos y sintiendo, con un alivio que seiba tornando opresión, que se estaba librando de todo.

El primer tropiezo ocurrió al romperse un estrobo.Yayito soltó el otro remo, que se deslizó al agua. Alarma-do, trató de cogerlo, estuvo a punto de caerse por la bor-da. Demasiado tarde. Volvió entonces bruscamente haciael otro, lo pescó en el aire. Luego, remando con él, diovueltas en busca del primero y, gracias a su buena vista,a sus ojos de oro, llegó a recuperarlo. Hizo otro estrobocon la falda de la camisa, se puso de nuevo a los remos.Ahora estaba ya tan fatigado, que apenas podía moverlos brazos. Le dolía todo el cuerpo, y el aliento le raspabaen el pecho. Además, se le “iba” un poco la cabeza.

Miró en derredor: agua, agua, hasta donde la vistaalcanzaba. Trató de precisar el norte. Nada. No habíanorte ni sur ni este ni oeste. Agua y agua solamente.

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Agua y luna. No había tierra a la vista y él no sabíaorientarse por las estrellas. ¿Cuánto tiempo había re-mado? ¿Y en qué dirección habría remado? No tenía lamenor idea. Un nuevo terror empezó a nacer en su alma,contrapuesto a aquel otro que le había movido y sofo-cándolo. Una sombra se había sobrepuesto a otra. Unterror había sido sustituido por otro. Pero la hélice aque-lla, parecía ahora atorada. Se puso a los remos y empe-zó a tirar nuevamente de ellos. Pero ahora no había unacinta blanca que lo guiara. Se detuvo de nuevo y miró alcielo. Había estrellas por todas partes. Estrellas gran-des y pequeñas, brillantes y opacas, pero estrellas igua-les, todas ellas. Sabía que estaba al norte de la Isla, peroel sur, ¿hacia dónde quedaba? ¿Quizás bajo aquella es-trella grande que tanto brillaba? ¡Imposible saberlo!

Le sacudió un estremecimiento. Trató de infundirsenuevas fuerzas. Apretó desesperadamente los remos.Todavía logró impulsar el bote, pero se le iba a un ladoy a otro, y la estrella grande aparecía a veces a proa,otras a popa, otras por un costado. Persistió aún en elempeño, enderezando siempre la proa hacia esa estre-lla, que le fascinaba. Pronto el dolor se había hecho tanfuerte, que una vez que se inclinaba adelante, temíaenderezarse. Con todo, aún persistió, porque el miedo aquedarse sin fuerzas le movía a agotar pronto las que lequedaban. Ahora todo su pensamiento estaba puestoen la costa. ¿Cuánto podía haberse alejado de ella? ¿Yhacia dónde quedaría la costa?

¡Imposible saberlo! ¡Imposible saber nada! ¿Pero quiénquería saber nada? Ahora, como antes, toda su almaestaba puesta en huir, huir, huir de la libre inmensidada que en su espanto se había precipitado y hacia la cualseguía remando, más y más, con sus últimas fuerzas.

Bohemia. La Habana, año 39, número 26; 29 de junio, 1947, pp.12-13;19 y 72-74.

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El día de la victoria

Tan pronto empezó la guerra mi viejo volvió al mar ensu vieja carraca. No regresó más nunca. Entonces mivieja se acostó a morir en el cuarto que teníamos alqui-lado en el Cerro y me mandó a vivir con tía Aurelia alReparto. Mi vieja murió cuando yo tenía cinco años sinsaber nada de la guerra, y sin importarle, salvo porquepor ella mi viejo había vuelto al mar, donde era peligro-so, y donde un día u otro tenían que hundirlo los yan-quis. Pero los yanquis todavía no habían ido a la guerra.Eso fue en el catorce.

Tía Aurelia había comprado un pedazo de tierra en elReparto y empezó a sembrar y cultivar flores. Sabía algode eso. Se mandó a hacer también un bajareque, sobrepilotes, y tenía una vaca de leche amarrada a un ma-moncillo. Sólo entonces empezaba el Reparto a tenercercas. Había media docena de casas por allí, desperdi-gadas, y alguien había abierto una bodeguita abajo enla calzada. Los cesteros que compraban y vendían lasflores subían a pie o en la guagua de caballos desde elparadero. Las flores de tía Aurelia eran tan pobres ypequeñas y sonrojadas como ella. Rosas y claveles eranlo único que cultivaba. No sabía de cierto hasta dóndellegaba la tierra que había comprado, de modo que em-pezó por cavar unos surcos en el centro y plantar allí lasprimeras rosas. Por un lado se habría el monte; por elotro estaba el conuco de un hombre que llamabanDemetrio; lo demás era el caserío y la calzada. Tía Aureliavivía sola, y, a veces, lloraba sola. Tenía 35 años y erasola, pero se había fatigado sirviendo de criada y quería

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tener, por lo menos, un cachito de tierra. En algunaparte tenía también un hermano, que era jardinero, yque le había enseñado lo que ella sabía, pero un día sehabía ido con una familia para Oriente y no le habíaescrito más nunca. Quizás estuviera muerto. Los emi-grantes mueren fácilmente.

Tía Aurelia había ido a casa a cuidar a la vieja en losúltimos días; y luego a lavar el cadáver, vestirlo, velarlo yenterrarlo. En eso se había ido cuanto teníamos, pero elpedacito de tierra era todavía suyo, y no había tenidoque vender la vaca. No era mucho, pero tía Aurelia noestaba acostumbrada a mucho. Lo que más le afligíaahora era pensar que los años suben y la vida baja yque no tenía un “arrimo” a su lado. Una noche fue acasa la bodeguera, y tía Aurelia le dijo, sin venir al caso,que el arrimo que ella precisaba era un hombre, pero queya estaba resignada a no tenerlo. Dijo que, a los 35 años,era virgen, y que probablemente moriría virgen. Esto fueal año de empezar la guerra.

Al comienzo la gente del Reparto apenas se enteró dela guerra. Los periódicos apenas llegaban aún allí sinoen envoltorios, con retraso, y lo que pasara al otro ladodel mar, en Europa, no importaba mucho a los del Re-parto, visto que (para los españoles como tía Aurelia, labodeguera y otros) España no había entrado en la gue-rra. Ni aún los fiñes jugábamos todavía a la guerra —niapenas a nada, salvo a las maldades, porque todos éra-mos niños pobres en aquel Reparto. Los mayores traba-jaban aquí y allá, donde podían, criando aves, sembrandoviandas. La guagua no pasaba más que una vez al día; aveces, ni pasaba; y entonces los floreros y vendedores deaves bajaban a pie al paradero. El tren estaba algo lejos.

Pero la guerra dio en animar oscuramente al Reparto.Se empezaron a hacer otras casitas de madera, y a tirarcercas, y hasta se alquilaba un coche viejo para llevarcosas que vender al paradero. La gente parecía contenta,

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compraban periódicos y, por las tardecitas, se apiña-ban a leerlos en la bodega. El bodeguero fue el primeroen amoscarse por aquella lectura. Todas las victoriaseran de los Aliados. Secretamente, el bodeguero desea-ba que ganaran los alemanes, pero como tenía que tra-tar con los marchantes había aprendido a ocultar sussentimientos. Por lo demás, la guerra estaba inflando elcaserío y el bodeguero estaba ampliando y surtiendo labodega. La guerra era buena para los negocios.

Esto se vio especialmente cuando apareció en el case-río Monet el porquero. Monet venía de otro reparto, másal oeste, sin familia; compró un conuco cerca de la bo-dega, armó unas tablas, y empezó a criar puercos en eltraspatio. No tardó en aumentar el negocio.

Monet estableció una estafeta en su casa, para cartasy periódicos, y hacía de intermediario para cualquiercompra. Había traído un carricoche con una mulita, ycon ellos iba por La Habana buscando sobras de lasfondas para sus puercos. Además, hacía pozos y fosasmouras. Él mismo era un hombre porcino, pero por de-bajo de las pellas le brincaba una gran energía. Fue elprimero en el barrio que empezó a preguntar quiénessimpatizaban allí con el Kaiser —porque a esos, dijo,había que asarlos como a los puercos.

Nadie había pensado mucho en quién pudiera sergermanófilo en el Reparto. Al menos, nadie había pen-sado en asarlos. Monet hablaba mucho; hablaba gru-ñendo como sus puercos. Antes de que nadie leyera elperiódico del día, por la tarde, ya él había regado todaslas noticias, enguatadas, por el barrio. En eso estabauna tarde cuando apareció andando, calzada arriba,un hombrecito flaco, pomuloso, triste, pálido y metidoen grandes botas embarradas que le daban por encimade la rodilla. Traía un guano en la cabeza y una varitapelada en la mano, en la que mordía a cada rato. Losojos del hombrecito eran claros y en otro tiempo sus

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mejillas debían de haber sido rosadas como las de tíaAurelia. En efecto, era como una tía Aurelia algo másjoven (pero más avejentado) en botas y pantalones. Na-die lo conocía.

—Los alemanes ganarán la guerra —dijo. —Tienen queganarla. Dios tiene que estar con los alemanes, porqueson la venganza y la justicia. Los Aliados son el latrocinio.

Nadie había oído jamás tales palabras en el Reparto.Monet estaba regando noticias alborozadas a un grupoen la bodega. Todos callaron, volviéndose, asombrados,hacia el desconocido. No estaban seguros de haber oídobien. El forastero se había detenido detrás de ellos, es-cuchando a Monet, y luego se había vuelto a preguntaralgo al bodeguero. Cuando tuvo la respuesta, soltó laandanada y continuó camino adelante hacia la casa yjardín de tía Aurelia. Monet no había tenido tiempo parareplicar; además, estaba aturdido y cogiendo aliento.Dijo finalmente:

—Ahí tienen. ¡Uno de los que habrá que asar comolos puercos!

Uno de los presentes era Demetrio, aunque no estabaen el grupo de Monet. Demetrio permanecía siempreaparte de los grupos, y nadie sabía qué pensaba (de laguerra ni de otras cosas). Tampoco nadie se atrevía apreguntárselo. Demetrio era el hombre que tenía unconuco contiguo al jardín de la tía Aurelia, y lo trabaja-ba con un chino; él mismo criaba gallos. Su conucotampoco tenía cercas.

Demetrio era un hombre enteco y poderoso; era tam-bién un hombre callado, solitario, impasible y, aunqueno se sabía por qué, temido. La gente hablaba de él,pero por lo bajo. La mujer del chino era la que Demetriole había traído del campo y se murmuraba de eso. Na-die se atrevía a hablar mucho mirando a los ojos fieros,fijos, secos de Demetrio bajo el jipi sucio y alón. Y, sinembargo, nunca llevaba cuchillo ni machete. Criaba sus

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gallos, con un ayudante llamado Cunagua, y los vendíao llevaba a las vallas. No parecía hacer más nada.Demetrio no parecía apurarse nunca en hacer nada.

Demetrio escuchó entrecerrando los párpados: pri-mero hacia Monet y luego hacia el desconocido. Pidióun aguardiente al bodeguero y, mientras los otros ca-llaban, pasmados, siguió con el ojo más entrecerrado alhombrecillo alejándose entre las matas hacia el jardínde tía Aurelia. Después el grupo se abrió para dejarlepaso y Demetrio marchó despacio por la calzada en di-rección a su conuco.

El grupo se volvió entonces contra el bodeguero. Esteera un hombre redondo, medio calvo, con cara de más-cara. El bodeguero bajó la vista. Un isleño se despren-dió del grupo gritando:

—¿Qué les pasa a estos peninsulares? Son todosgermanófilos. Se acuestan todas las noches rezando porel Kaiser.

El bodeguero volvió a apartar la mirada. Dijo rezon-gando:

—Todos son iguales: Aliados y alemanes. Cada unodice lo que le conviene, pero al fin todos van a lo mismo:a coger lo que pueden.

La bodeguera asomó su cabecita amarilla de la tras-tienda y chilló:

—¡Deja que digan!¡Deja que se maten! A nosotros nonos va ni nos viene. ¡No nos va ni nos viene!

El hombrecito forastero fue directamente a la casitade tía Aurelia. Ella había salido un instante al portalito,iba a entrar de nuevo a preparar la comida cuando lovio venir entre el día y la noche. Al principio creyó queera el chino de Demetrio que venía por el atajo, y auncuando lo tuvo ante sí, a dos pies de distancia, no podíadar crédito a sus ojos. Hacía tanto tiempo que no veía asu hermano, que lo había dado por muerto. Además,era tan distinto a como lo recordaba, había envejecido

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tanto, que lo que veían los ojos embotaba lo que el almasentía. Tía Aurelia se arrojó, llorando, a abrazar a tíoPablo. Tío Pablo era el forastero.

El barrio no se enteró hasta el otro día. Aquella nochetía Aurelia cerró las puertas y se quedó en la salita con-versando con tío Pablo. Este no hablaba mucho; todo loque tenía que decir lo reducía al desenlace y luego sequedaba callado mirando en vacío. Tía Aurelia sacó enlimpio que su hermano había trabajado mucho, apren-dido mucho y ganado poco. Llegaba a La Habana arran-cado; ni siquiera traía maleta, pero cuando, por lamañana, echó una ojeada al jardín dijo que la tierra erabuena y que podía dar lindas flores. Había, además,matas y árboles donde cultivar parasitarias y enredade-ras. A la hora del almuerzo pidió a tía Aurelia que leenseñara la escritura y le preguntó si tenía algún ahorro.

—Tengo ahí unos pesos —dijo tía Aurelia. —Y la es-critura está limpia. Yo estaba casi pensando en vender-lo todo, y colocarme nuevamente de criada, pero si túdices que se le puede sacar algo…

Tío Pablo le pidió los ahorros y bajó a La Habana acomprar abonos. De regreso pasó de nuevo por la bode-ga, pero esta vez no se paró a contradecir a Monet y elbolón de comentaristas. Monet, disparó tras él las últi-mas victorias de los Aliados, pero tío Pablo iba sumergi-do en su plan de levantar el jardín y no hizo mucho caso.Algunos rieron viéndolo caminar doblegado. Todos sa-bían ya que era hermano de tía Aurelia y que pensabamejorar el jardín. El mismo bodeguero había pedido, paraél, postes y alambres de cerca, y el abono llegaría en uncarrito el día siguiente. Demetrio, el del conuco, se halla-ba también en la bodega esta tarde y escuchó los comen-tarios, pero no tenía nada que decir por su parte. Siguióa tío Pablo hasta perderlo de vista y luego marchó, comosiempre, despacio, hacia su conuco, seguido de Cunagua.Cunagua traía al hombro un saco de gallos peleados;

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algunos habían muerto y otros estaban moribundos,pero otros venían victoriosos. Ni victorias ni derrotas sereflejaban nunca en el rostro de Demetrio.

Cuando tío Pablo llegó a casa se encontró un periódi-co atado con un hilo. Nadie sabía quien se lo había man-dado. Alguien lo había tirado al portal aquella tarde. Elperiódico traía un cintillo, anunciando una gran victo-ria de los aliados. Traía otras noticias menores, pero tíoPablo no leyó más que aquella. Luego llevó el periódicoa la cocina y lo quemó. La noticia no parecía haberloafectado mucho. No parecía creer las noticias de los pe-riódicos.

—Todo eso es borra —le dijo a tía Aurelia. —La ver-dad no la dicen los periódicos. La verdad no está en lashojas, sino en las raíces.

Al otro día cogió un cordel y se puso a medir el terre-no. En seguida empezaron a llegar los postes de la cer-ca y los alambres, y las herramientas nuevas que habíacomprado. Durante varios días tía Aurelia seguía cui-dando las rosas y los claveles, y vendiéndolos a los ces-teros, mientras tío Pablo clavaba la cerca y preparabael suelo para llenar todo lo que encerraba de nuevassemillas. Estas vinieron también en sobrecitos estam-pados con sus figuras y colores. Tía Aurelia no teníamucha fe en los sobrecitos y no entendía nada de losnuevos abonos, también de varios colores, que tío Pa-blo había comprado, pero estaba contenta de tener unhombre en casa que mandara e hiciera las cosas. TíaAurelia ordeñaba la vaca y compraba pollos y se desvi-vía por alimentar a tío Pablo.

—Pobrecito —dijo tía Aurelia. —Viene como si hubie-ra estado en la cárcel, o en una sepultura.

En la bodega se hablaba también de tío Pablo. Él ba-jaba a veces, por las tardes, a comprar cigarros, y escu-chaba un momento los comentarios, pero le esquivabael cuerpo a Monet. Este era demasiado bocón y agresivo

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porque tenía consigo casi todo el molote que se formabaen la esquina. Y los que no estaban con él no se atre-vían a contradecirle; sólo tío Pablo se había atrevido alprincipio, y esto lo había hecho un apestado; y ahoratío Pablo tenía en su mente la idea fresca de hacer unbuen jardín y quería llevarse bien con los vecinos. Demodo que cuando daba su opinión sobre la guerra lohacía calladamente al bodeguero, o algún otro que to-davía no se había definido y pudiera ser neutral, o aungermanófilo. Demetrio era uno de estos. Pero cuandotío Pablo dirigía una palabra a Demetrio este no hacíamás que mirarlo fríamente con sus ojos duros por de-bajo del ala del jipi sucio; era como una lagartija miran-do a una mosca.

En tanto todo el barrio seguía creciendo. Monet am-plió su cría de puercos, y pronto trajo de otra parte unamujer, llamada Mira Mulet, que hablaba como él y eraexactamente como él. Todas sus furias se dirigían aho-ra, a través de la guerra, contra tío Pablo. Sin embargo,cuando Monet se enteró de que tío Pablo iba a abrir dospozos para riego, y montar tanque y bombas de mano,él mismo se ofreció para el trabajo. Tío Pablo había con-seguido un préstamo y le otorgó a Monet aquella obra.Monet era buen pocero, y sus puercos eran los más gor-dos que se vendían en el paradero. Mientras duró eltrabajo, Monet no dijo nada en la bodega contra el tíoPablo, pero su mujer, Mira Mulet, seguía mandándolesecretamente por un propio el periódico todas las no-ches. Todas las mañanas encontraba tío Pablo el perió-dico del día anterior atado con un hilo en el portal. Undía rió:

—¡Vaya! Las noticias son malas, pero al menos no mepasa la cuenta.

Cuando Monet hubo terminado la obra, el jardín empe-zó a florecer. Nadie había visto juntas tantas matas lin-das, ni tan bien cuidadas; y nadie había visto tampoco

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terreno tan bien aprovechado. La gente venía a verlo, separaba en el borde, viendo al hombrecito afanado a rasde tierra como auscultando el crecimiento de las semi-llas. Luego daba unos pasos más allá y miraba haciaabajo, al enyerbado conuco de Demetrio, y se asombra-ba de la diferencia. Demetrio mismo asomaba a veces,por su lado, a la cerca, y tendía la vista sobre las nue-vas flores, pero nadie podía saber qué había detrás desu mirada. Tío Pablo había medido bien, por la escritu-ra, la tierra que le correspondía y había plantado la cer-ca exactamente en el lindero, de modo que Demetrio nopodía sentirse agraviado. Muchos otros estaban tendiendocercas; la tierra empezaba a valer algo; la de tía Aureliaera ahora la que más valía.

Pero nadie podía quejarse. Las noticias de la guerraeran buenas y el barrio crecía, y las noticias distraían.Ni aun Monet y su Mulet eran todavía bastante agresi-vos, y tío Pablo aún podía bajar a la calzada y pasarentre los grupos y no negar su filiación. Podía decir que“a mucha honra” cuando le apuntaban y llamabangermanófilo. Todavía podían ganar los alemanes.

Pero la gente cambia. A veces olvida; otras vuelve arecordar. A veces se apiña y agolpa y otras se dispersa,y es como las matas o los grillos. También a veces escomo los cocuyos, dando luz fatua de noche en vuelosilencioso, pero la luz puede ser también candela. Unonunca sabe completamente a qué atenerse.

Así, pues, al principio todo era fiesta en torno a los cin-tillos que voceaban victorias. No todos lo creían por com-pleto. La mayoría se había venido saturando, ypasmándose, ávidamente, de esas noticias por más detres años. Así que no estaban tan bravos. Estaban ahítos.Sólo Monet seguía regañando, y rolando por las tardesentre los grupos. Sordamente, tío Pablo bufaba contra ellos.Tía Aurelia decía que era locura y maldad de los hom-bres. Abajo, en la calzada, el bodeguero y la bodeguera

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tenían que cuidar sus marchantes y callaban, agachan-do la cabeza, cuando veían crecer el aire de conspiracióncontra tío Pablo. Los dos estaban de acuerdo. Estabanconchuchados. Todos lo sabían. Eran los del Kaiser.

—¿Qué le habrá dado el Kaiser al jardinero? —pre-guntó una tarde el isleño. —¿O habrá sido la Kaiserina?

Todos se miraron, riendo. Sus conversaciones erantodavía plácidas. Las noticias eran todavía grandes so-lamente; no enormes; y los que las querían así estabansaturados de ellas. Tío Pablo nunca había sido un peli-gro. Así que las luces de los ojos eran todavía fatuas.Contestó el bodeguero:

—Tengan respeto, no se metan con las señoras.Fue cuando el porquero estiró su corto brazo sobre el

mostrador, cogió la cabeza del bodeguero, la sacudiócomo una bola, y regañó:

—¡A tí también te vamos a coger el cuero, Remigio!Aquello aún parecía juego. Jugaban con la guerra,

como los niños. Demetrio estaba también presente y,como siempre, era el único que no reía. Demetrio nojugaba a la guerra, ni a nada. Demetrio no jugaba. ¡Ynadie podía jugar con Demetrio!

—¿Y tú que opinas de eso, Baracutey? —le dijo elporquero.

Pero Demetrio seguía serio. Él no leía el periódico y sivenía, al atardecer, a tomar una caña y escuchar, lohacía aparte, acodado (grande, largo, seco, huesudo,con las piernas separadas) en el mostrador, al otro lado.Nadie sabía lo que opinaba. Quizás nada. Hay hombresque no opinan nunca nada. Demetrio era uno de ellos.Pero escuchaba.

Entonces pasaron dos cosas. Tío Pablo había acaba-do de remover y expurgar todo el parche de tierra de tíaAurelia, y las flores empezaban a brotar, pujantes, detodas las ramas, en todos los colores. Era un milagro.Empezaban a acudir más vendedores, con sus cestas y

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preguntaban a tío Pablo, cuál era el secreto. El torcíaun poco el labio, ladeaba la cabeza, y seguía abonandocon sus manos desnudas, de rodillas, cada tallo; plan-tando hasta los bordes de Demetrio nuevos tallos.Demetrio lo observaba, callado, desde el otro lado. Separaba a mirarlo, fijo como una estaca; se movía unospasos y volvía a pararse. Pero tampoco de esto dijo nada.

Quizás no tuviera tampoco nada que decir. Su conu-co seguía enyerbado pero entero. Tío Pablo aprovecha-ba hasta los bejucos y entre sus flores había hastaorquídeas. Plantaba estacas por los rincones y por ellasse enredaban las pasionarias, las madreselvas, los jaz-mines y los ojos de poeta. Pero al otro lado el conuco deDemetrio seguía enyerbado; y sólo Cunagua, con losgallos, parecía animarlo.

Pero esto no lo observaba el caserío. No era nada nuevoy no importaba. Demetrio sembraba algo (con el chino),criaba algo, peleaba sus gallos, y vivía. Hasta podíaponerse a veces un jipi fino, la guayabera de hilo, que leplanchaba Felicia la mujer del chino, y salir de nochepara La Habana. Otros solteros como él hacían lo mis-mo, y al otro día tenían más de qué hablar en la bodega.Demetrio no contaba nunca lo que veía en La Habana.Su vida era oscura, encerrada en un círculo. Y nadiepodía penetrar esa línea.

Quizás fuese yo el primero en asomar a esa tiniebla,aunque no comprendiera aún del todo lo que veía. Lue-go, las cosas asociadas, fueron cobrando cuerpo. Estafue la segunda cosa.

Primero me extrañó algo en tía Aurelia. Esto era yaantes de que tío Pablo acabara de plantar todas las flo-res y elevar toda la cerca. Tía Aurelia iba siempre alconuco de Demetrio a comprar aves y huevos, y a vecesleche. No era extraño. Lo hacían otras mujeres del re-parto. Yo iba al principio con tía Aurelia. Luego dejó dellevarme.

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Pero no creo que hubiese nada entre tía Aurelia yDemetrio. Sólo que tía Aurelia se acercaba a los cua-renta, y estaba soltera, y todavía era virgen. Y tío Pablohabía puesto a florecer el jardín, y ahora ella tenía mástiempo para sí misma. Es posible que tía Aurelia miraracon luz tierna, en sus ojillos claros, y rubor en los pó-mulos, al hombre seco, fuerte, duro y potente que veíaal otro lado entre las hierbas. ¡No sé! A veces volvía ca-bizbaja, con el rostro encendido; y otras, antes de ir(por las mañanas y por las tardes) cantaba en casa can-tos nuevos que oía y cantos viejos que nadie había oídonunca. Su cuerpo parecía moverse con más soltura, ahoraque ya no tenía que doblegarse tanto en los surcos de lasrosas, y tenía tiempo de imaginar cosas. ¡No sé! Esto esdivagar. Nadie estaba dentro de ella. Pero recuerdo eso ytiene un sentido. Había cambiado un poco. Al mismotiempo esquivaba a Demetrio en la bodega y las veredas.Bajaba la frente, lo miraba de reojo. Parecía odio. Decíaque era odio. Demetrio había tropezado una o dos vecescon tío Pablo, se le había acercado del otro lado de lacerca, le había dicho con sorna si había medido bien supedazo. Otra vez tropezaron realmente. Tío Pablo veníacaminando, de noche, al borde del jardín y salió al cami-no que Demetrio, de regreso, seguía hacia el conuco.Demetrio lo empujó. Tío Pablo quedó volteando, yDemetrio siguió su camino. Eso no era nada, sin em-bargo. Demetrio había empujado ya a otros hombres.

Entonces ocurrió (aunque sólo yo lo había visto) lo detía Aurelia. Esta vez tío Pablo había bajado a la bodega,al anochecer (todavía las noticias de guerra eran sólograndes), a comprar un tabaco. Tía Aurelia había idopor la mañana al conuco de Demetrio pero él no estaba.El chino la había despachado. Demetrio y Cunaguahabían salido temprano con siete gallos a pelearlos a lavalla. Otros del barrio iban también a la valla, los do-mingos, pero nadie tenía gallos tan finos como los quecriaba Cunagua para Demetrio.

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Por mucho tiempo se habló en el Reparto de aquellatarde de gallos en Aguadulce. Demetrio había casadosus siete gallos (tres gallos – gallina, un bolo, dos in-dios, un malatobo) para pelear seguido y los siete me-nos el bolo que se cayó para atrás, con la vena, pararonen la valla chica. Caían, los levantaban, los soplaban,les cuchaban la sangre, los abosaban; y seguían pe-leando. Sólo los indios quedaron vivos finalmente.Demetrio y Cunagua los trajeron así, bolas de sangre,en sacos y luego los utilizaron de fonfones.

Esa tarde, casi de noche, Demetrio se encontró contía Aurelia en el canal del tren. (Ningún tren había pa-sado nunca por allí. Era sólo un proyecto, una zanjavieja forrada de hierbas y techada de bejucos.) Demetriono había ido aún a su casa. Cunagua había seguidocon los gallos. Demetrio había demorado en la bodega,tomando un trago y escuchando un momento a los queleían el periódico. Todavía traía manchas de sangre(Demetrio, no el periódico) en las manos y en la ropa, ysus ojos brillaban como pedernal encendido. Con ellosmiró fijamente a tío Pablo.

Yo volví entonces a casa con los mandados. Tío Pabloquedaba aún en la bodega, y tía Aurelia había ido acasa de Felicia a buscar su vestido. Había hablado deeso. El camino más corto era el que pasaba por el túnelde bejucos. Yo fui en esa dirección a buscar a tía Aurelia.

La noche estaba clara de estrellas. Desde el ribazo yovi venir una figura que parecía ser tía Aurelia por la lindedel conuco, y me llegué hasta el borde del túnel. Por allídebía salir un minuto después. El túnel era corto y leentraba luz bastante por el techo, y desde una boca seveía la otra. Yo vi asomar a tía Aurelia a la boca opuesta.

Venía canturreando y a paso tranquilo. Era el caminoque había seguido otras veces. No había peligro. No habíaanimales feroces ni venenosos a ras de tierra ni entrelas matas.

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De repente Demetrio se desprendió del costado deltúnel. Su figura grande y desgarbada ocupaba casi todoel espacio. Yo vi venir a tía Aurelia por entre sus pier-nas y por debajo de sus brazos algo separados del cuer-po, como para hacer algo. Ella venía distraída; y no lovio hasta que estaba junto a él.

Tía Aurelia sofocó un gritico pero él le habló en segui-da suavemente, con voz baja.

—No tengas miedo —le dijo. —Soy yo, Demetrio.Dio dos pasos hacia ella. Tía Aurelia pareció un ins-

tante paralizada, muda, hipnotizada. Dejó caer el pa-quete del vestido que traía en la mano. Demetrio la cogiópor un brazo y la atrajo suavemente hacia sí. Ella hizoun movimiento por zafarse, luego quedó de nuevo para-lizada. Los brazos de Demetrio empezaron a envolverlacomo enormes culebras.

Todavía tía Aurelia no hacía gran esfuerzo por zafar-se. Parecía aturdida y fascinada, y emitía unos sonidosmixtos, entre gruñidos y cacareo. Demetrio la ocultó casitoda con su cuerpo, la viró un poco, de modo que yo losveía ahora de lado. Sus manos empezaron a andar porella. Demetrio había echado el busto hacia atrás, sepa-rando las piernas, ciñéndola con su brazo contra sucentro. Todavía tía Aurelia estaba cacareando por lo bajo.

Pero entonces él la llevó contra el declive, al borde deltúnel, y empezó a presionarla fuertemente hacia abajomientras la ceñía aún más contra su centro. Tía Aureliadio un chillido, lanzó un revuelo de ave herida, se soltóde su abrazo. Desprevenido, Demetrio pareció tamba-learse un segundo, se recobró y la alcanzó cuando ellase había separado dos metros. Ahora estaban más cer-ca de mí. Tía Aurelia suplicó asustada:

—No… no… por el amor de Dios. No… Eso es imposi-ble. Eso es…

Demetrio la tenía de nuevo ceñida, la sacudió brutal-mente:

—¡Calla!¡Calla te digo!¡Te digo que te calles! Calla o…

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Volvió a sacudirla, ahora aún más brutalmente; laempujó contra el declive, la tiró, se le fue encima, Demetrioera un hombre poderoso.

Cuando yo volví a casa tío Pablo estaba en el portalito,sentado. No me preguntó nada y yo no le dije nada. Yovolví a salir y llegué hasta donde estaba amarrada lavaca al borde del caminito por donde debía venir tíaAurelia y esperé. Pero ella no vino esa noche por estecamino, y cuando regresé a casa algún tiempo después,ella había entrado por la puerta posterior y estaba pre-parando la comida. Yo volví a salir, y me llegué hasta eltúnel, pero Demetrio se había ido, y sólo encontré elpaquete que tía Aurelia había dejado abandonado conel vestido y lo traje. Al volver me fijé en tía Aurelia, perono dije nada. Estaba tan colorada, que las gotas de su-dor parecían de sangre, pero puso la luz brillante alláatrás y tío Pablo parecía ensimismado y no se fijó enella. Ahora no parecía ya fijarse en nada. Las noticiasiban siendo demasiado grandes.

Aquella tarde, mientras tía Aurelia y Demetrio esta-ban todavía en el túnel, tío Pablo se había sentado en elportalito con los pies colgando sobre el camino y un fajode periódicos sobre las rodillas. No había luz para leer-los y él ni siquiera los había abierto. Pero su mismopeso era una noticia: eran muchos periódicos.

Los periódicos florecían ahora como papalotes. Ve-nían en hojas sueltas y en varios colores y a todas ho-ras. Algunos eran nuevos: habían nacido estos días, paradar, en letras enormes, las mismas noticias. Estas eranya también enormes. Todos los que subían a mediodíay por la tarde del paradero traían alguno. Otros manda-ban los fiñes al paradero a comprarlos a media mañanay media tarde. Todo era lo mismo, pero era grande. Monetmandaba a tío Pablo también nuevos periódicos, faja-dos, con un propio. Tío Pablo los abría, por las maña-nas, entre las flores, los rompía en pedazos, los quemaba

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para abono. Pasaba la vista sobre los cintillos, murmu-raba que era mentira, y los encendía.

Mucha llama y poco fuego —había dicho un día—. Laverdad es más bajita.

Así pensó siempre. Las noticias se habían ido hacien-do grandes poco a poco, de modo que podía tolerarlas.Un modo de tolerarlas era no creerlas, creerlas a mediasy en último término, esperar algún milagro. El milagroestallaría un día, de súbito, y dejaría a todos los Monetespantados. Esos eran los tres escalones de defensa detío Pablo. Primero no creía nada. Luego creía sólo a me-dias. Ahora… no sabía, pero aún esperaba el milagro.

Cuando sólo creía a medias aún podía replicar en labodega a los Monet. Pero ahora el fuego era más rápidoy tío Pablo sólo bajaba a hurtadillas, a hablar con elbodeguero, cuando no había molotes en la acera. Perotodavía esperaba el milagro.

Al otro día, tras la noche en que Demetrio brincó so-bre tía Aurelia, una hoja traía solo dos enormes letrerosen sesgo por cada cara. Los letreros decían: CAYÓ ALEMANIA.Venían en letras rojas. La hoja llegó al barrio en el carrocon las sobras, y Monet fajó con cajetillas de cigarrostodos los ejemplares y, antes del día, los tiró al portalitopara tío Pablo. Así que tío Pablo fue el único que leyólos letreros esa mañana, pero como sólo parecían pape-les pintados, creyó que era mentira. La mañana estabafresca y, caso extraño, tío Pablo se sentía más animado.Durante seis días había dejado de bajar a la bodega.Eso le había dado un descanso, y este papel embarradocon letras oblicuas era señal de que necesitaban inven-tar victorias. Quizás los periódicos verdaderos trajeran,para los Monet, malas noticias. Hasta la noticia grandey (para ellos) mala que tío Pablo esperaba en secreto.Por eso tenían que embarrar papeles por su cuenta enel reparto. ¡Ya se vería!

Primero, sin embargo, eran las flores, y aprovechó lafresca parta regarlas. En toda la mañana se vio a tía

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Aurelia, ni a nadie. Se había llevado las hojas y las ha-bía quemado.

Tía Aurelia se levantó temprano. Estaba todavía en-cendida, volvía la cara, bajaba los párpados cuandohabía gente. Cuando los abría un poco lo que se veía enellos era tristeza. Me mandó a mí a la bodega.

A esa hora sólo había mujeres y fiñes en la bodega.Monet andaba por allí frotándose las manos, riendo parasí. Sólo él y tío Pablo sabían aquí la gran noticia, y tíoPablo aún no la creía. Por eso cuando hubo regado lasflores más sedientas bajó a explorar, pensando que el bo-deguero podía saber algo. Monet vio venir a tío Pablo, seescondió detrás de una columna, riendo para sí, gozandode antemano la cara que pondría tío Pablo con la noticia.

Monet salió del escondrijo, llegó al mostrador al tiem-po que tío Pablo preguntaba al bodeguero si había lle-gado el periódico. Nadie había visto el periódico.

—¿Y tú, jardinero, no lo has visto? —dijo Monet.Tío Pablo meneó la cabeza bajando la vista. Monet

empezó a ponerse rojo de cólera, dio la vuelta en torno alas mujeres, miró de frente a tío Pablo. Otra vez este sevolvió y trató de seguir hablando con el bodeguero.

—¡El periódico trae una gran noticia, bodeguero! —dijoMonet—; pregúntaselo al jardinero. ¡Una gran noticia!

La guagua subía en ese momento pero no traía másperiódicos. No había ninguno en el paradero. Los pasa-jeros habían registrado todos los kioscos sin encontrarun periódico. Monet seguía rolando en torno a las mu-jeres, mirando de reojo a tío Pablo mientras el bodegue-ro despachaba los mandados. Tío Pablo todavía seatrevía a mirar al porquero, todavía pensaba que podíaocurrir el milagro, si es que no había ocurrido aquellamisma noche, pero la gente que estaba llegando a al-morzar traía la noticia, y sus miradas lastimaban a tíoPablo. Demetrio venía también bordeando el lometón ypor debajo del jipi sus ojitos apuntaron fieramente a tío

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Pablo. Demetrio tiró un medio por entre las mujeres almostrador y pidió un aguardiente, y avanzó tropezandocon Monet y haciéndolo virar en redondo. El porquerono se podía volver contra Demetrio. El gallero le sacabala cabeza y sus puños duros parecían hechos para hun-dirse en la carne del porquero. Demetrio escupía siem-pre delante de Monet.

—¡Ese, ese!— el porquero se volvió contra tío Pablo,que empezaba a replegarse. —¡Este cogió los periódicosy los escondió para que nadie supiera la noticia! ¿Uste-des no saben la noticia? Es la noticia más grande de lahistoria. ¡Cayó Alemania!¡Hoy es el día de la victoria!

Tío Pablo había bajado de la repisa de la bodega, sehabía alejado unos pasos por el camino, se paró en seco,sin volverse. La noticia, así hablada, así pronunciada,le hirió en la nuca como una flecha. Continuó allí, para-lizado, temblando, Monet avanzó unos pasos tras él,repitiendo, martillando, la misma noticia. Después sevolvió hacia las mujeres y empezó a poner texto al cinti-llo, hablando de prisa, rolando entre ellas como unamujer más en pantalones.

Demetrio se desprendió entonces del mostrador ymarchó lentamente calzada arriba, desviándose del ca-mino que había seguido tío Pablo.

Este no lo vio. En todo caso, no podía ahora pensaren Demetrio.

Monet seguía poniendo borra a la noticia. A los bode-gueros se les habían paralizado las manos con que des-pachaban en el aire.

—¿Pero eso es cierto?Todavía tío Pablo oyó esta pregunta. Un instante des-

pués subía a galope un mandadero a caballo agitando enalto, como una bandera, otro periódico con la misma no-ticia. Monet se tiró a cogerlo y lo agitó confirmadoramenteante los presentes. Tío Pablo se volvió temblando lenta-mente. La gente se había apiñado en torno a Monet y su

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papel. Por encima pudo ver al bodeguero encaramado enel mostrador. En su cara leyó tío Pablo la confirmación dela noticia. “Es verdad, es verdad”, decía aquella máscara.

Tío Pablo reanudó el paso poco a poco. Tomó un trilloentre las matas para salir, por detrás, por el lado delmonte, al portillo posterior del jardín. Desde allí podía,ver abajo, el conuco y el bajareque de Demetrio. Pero supensamiento no estaba junto a sus ojos.

En tanto, tía Aurelia se había estado preparando parasalir. Tenía que bajar a La Habana.

—Dile a tu tío que he ido a la quinta —me dijo. — Ano-che me hinqué con un hierro en el traspatio.

Todavía su rostro estaba encendido y aún caminabaalgo agachada y seguía ocultando los ojos con los pár-pados y la frente.

—Tengo que ir a la quinta —repitió. —Me duele lacabeza y me hinqué con un hierro, en el traspatio, y noquiero morir de tétanos.

El sol caía de plano sobre la cabecita amarilla y suvestido negro cuando salió a esperar la guagua. Pasójunto al jardín sin mirar a las flores y junto a la cerca deDemetrio sin mirar hacia abajo. Demetrio debía de es-tar aún en la bodega.

La guagua en que bajaba tía Aurelia pasó frente a labodega cuando el porquero estaba alborotando la noti-cia y tío Pablo aún clavado en el trillo. No miró haciaellos. Iba mirando adelante, apretando la bolsa contrael vientre moviendo los labios como en un rezo. Delantede ella, en el pescante el guagüero seguía trazando fili-granas con el látigo.

La gente del Reparto se fue remansando en la bodega.Algunos de los que trabajaban en La Habana habían al-quilado coches en el paradero para llegar más prontocon la noticia. Todos traían periódicos diferentes y dedistintos colores en las manos, sudaban, hablaban envoz alta, reían, blandían los puños, se abrazaban a sí

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mismos y daban vueltas como trompos. Los únicos queno aspavientaban eran los bodegueros. Sus máscarasno decían nada. La gente estaba ahora demasiado albo-rozada para pararse a pensar qué habría detrás de lamáscara. Hasta Monet se había olvidado de todo; brin-caba, rolaba, sacudía su grasa, poniendo más y másguata a los cintillos. Ahora cada uno era parte del gransuceso y todos gritaban con los titulares:

¡Victoria! ¡Victoria!Yo también había estado en eso. A veces los niños

jugábamos en el placer o los matorrales a los Aliados ylos alemanes, pero como mi tío era “Alemán”, yo porcompensación, jugaba a ser “Aliado”. Así que no podíaser parte ahora de los que corrían a caza de los alema-nes (porque mi tío era Alemán) y tampoco de los caza-dos. Ahora no era de ninguno. Quizás como Demetrio.

Volviendo a casa pasé junto al jardín y vi a tío Pablotodavía al otro lado junto al portillo mirando al monte.Estaba de pie, inmóvil, como un espantapájaros. El solde la tarde le daba en la cara. El sol parecía dar ahoraen la cara de todas las cosas.

Yo entré en la casa y miré por la ventana. Desde allíveía aún a tío Pablo clavado al otro lado, sin moverse.Por la misma ventana vi asomar entonces a Demetrio ala puerta de su bajareque, con las manos en el cinto.Su sombrero se movió a la derecha e izquierda, comooteando; luego bajó al caminito que, a través del túnel,venía a dar al portillo del jardín donde esperaba tío Pa-blo. Demetrio venía despacio, como pensando. Pero yopresentí algo y corrí hacia tío Pablo.

Iba yo todavía corriendo cuando Demetrio estaba yaante el portillo mirando a tío Pablo. Este no se movió.Sólo dando la vuelta y mirando a su cara pude cercio-rarme de que estaba vivo —no muerto de pie en el surcoentre los gladiolos. Yo me agaché en el surco, pero tíoPablo me sintió y se volvió un instante, mientras Demetrio

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se le acercaba lentamente. Luego se viró hacia el hom-bre grande que tenía delante.

Los dos hombres se miraron un rato callados. La ex-presión de tío Pablo parecía vacía, pálida, ausente, per-dida. Miraba al otro como si no fuera más que una partedel aire, y sus ojos se iban escapando, disueltos, haciael monte, que se perdía, ondulando más allá del bajío.El sol disolvía sus facciones.

Demetrio dejó resbalar lentamente los ojos duros porel hombrecito metido en unas botas. Todavía traía lasmanos en el cinto. Sus labios se separaron casi imper-ceptiblemente sobre los dientes grandes, fuertes y ama-rillos. Yo reparé que tenía en el bolsillo uno de losperiódicos. Tío Pablo recogió la vista y la detuvo en aqueltubo impreso que sobresalía del bolsillo de Demetrio,pero no por mucho tiempo.

Como cuando se había anunciado la noticia, tío Pa-blo quedó clavado en el suelo, los hombros caídos, elcuerpo algo encorvado, los brazos colgando a lo largodel cuerpo. Demetrio estaba a un paso de él; estabasacando las manos del cinto. Ninguno había dicho nada.

La expresión de Demetrio no había cambiado. No te-nía expresión. No tenía sentido. Sus dos manazas, abier-tas, se alzaron como enormes hojas de malanga, unapor cada lado de la cara de tío Pablo. Seguían subien-do, los dedos se juntaban, se doblaban hasta formar unpuño todavía incompleto. Luego, a la altura de la carade tío Pablo, formaron puños verdaderos.

Demetrio había separado algo las piernas, virando unpoco el busto. Uno de los puños (el izquierdo) hizo unmovimiento hacia atrás, se detuvo un segundo en elaire. Tío Pablo no se había movido. Todavía parecía es-tar mirando a través del aire al monte lejano. El puñode Demetrio vino contra su cara, con la potencia delibe-rada de una mandarria. El golpe sonó seco y sin eco,alzó (al tiempo que lo inclinaba) ligeramente a tío Pablo

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del suelo. Demetrio acompañó el golpe con un resoplido,pero no movió los pies de donde los tenía, y antes de quetío Pablo pudiera caerse hacia la izquierda, el golpe de laderecha vino a enderezarlo. Este golpe sonó también secoy sin eco. Tío Pablo quedó un instante en el aire.

Los puños de Demetrio volvieron a abrirse. Juntó unpoco las piernas, echó una última mirada al hombreci-llo desmoronado en el surco. Entonces viró y procedió areandar tranquilamente su camino.

Tío Pablo quedó desmoronado en el surco. Yo brinquéhacia él y empecé a levantar su cabeza. Él empezó aremoverse en la tierra. Trató de levantarse, apoyándoseen los codos y volvió a caerse, sangrando, con la caracontra la tierra. Luego se agarró a un rosal con la manodesnuda, se apoyó con otra sobre mi espalda y logróenderezarse. Su cara seguía sangrando a través de latierra, y sus ojos se volvieron hacia el monte. No dijopalabra. Hizo otro esfuerzo por afianzarse sobre sus pier-nas, pero no trató de quitarse la tierra ni la sangre de lacara. Cuando se sintió seguro, empezó a dar los prime-ros pasos, como un niño. Los pasos se fueron haciendomás firmes y regulares. Su cuerpo se fue enderezando.Echó la cabeza hacia atrás y marchó por el camino has-ta perderse, pasado el conuco de Demetrio en el montelejano. Nadie lo ha vuelto a ver más nunca. Se ha perdi-do para siempre.

Esa es la historia. Desde entonces pasaron muchasotras cosas, y Demetrio tumbó la cerca que había le-vantado tío Pablo, y Monet siguió alborotando. Pero lahistoria, ahí termina. Y desde entonces yo he queridoser siempre como Demetrio. ¡Nunca como tío Pablo!

Bohemia. La Habana, año 39, número 30; 27 de julio, 1947, pp. 4-7; 106 y 113.

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La imagen que yo recuerdo

Mi Viejo venía entonces a casa más raramente y mamáse explicaba a sí misma en voz alta (para que yo la oyera)que con toda seguridad le había salido algún trabajo.Siempre los mayores tienen ideas exageradas del gradoen que pueden engañar a los niños. Yo sabía ya que elViejo, que tenía otros hijos mayores en otra parte, sepasaba los días con ellos hasta conseguir un trabajo de-cente que le permitiera volver a casa presentable. Noquería que mamá lo viera roto o fundido o impresentable(a él que había sido patrón de barco y había venido amenos, pero que en tierra gustaba de andar siempre bienportado). Mamá correspondía igualmente.

O más bien era él quien correspondía. Era ella quienhabía dado el ejemplo. Mamá era modista y en la casucaque ocupábamos en el Cerro se reservaba siempre uncuarto para sí sola (para trabajar y vivir y componerse)y no salía nunca a la sala o la acerita mal presentada.Yo recuerdo a mamá, entonces, como una mujer pálida,delgada, prematuramente envejecida que, con los afei-tes, se hacía parecer siempre más joven. Siempre salíalimpia y, aunque yo sabía que estaba enferma, que lohabía estado por mucho tiempo, ella ante mí no se que-jaba nunca.

Mamá ganaba aún para los gastos de casa y a él ledecía que no se afanara:

—No te ocupes, viejo. Tenemos para ir tirando.Al fin encontraría algo que hacer digno de él nueva-

mente. Y no había prisa. Mamá recalcaba que no habíaprisa, aunque ella sabía que, si había de tener cura,

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tendría que procurársela enseguida, y costaría dinero.Y el Viejo sabía que había prisa, pero mientras no podíahacer nada fingía también creer, ante ella, que habíatiempo y que lo que ella tenía no era grave. Pero un niñode seis años oye y, más tarde, entiende mucho más delo que creen los grandes, y yo había oído al Viejo ha-blando con el médico, y a ella con tía Aurelia que vivíaen el Reparto.

Esto había venido ocurriendo así, sobre todo, los últi-mos meses, antes de estallar la guerra en Europa, ydesde el instante en que la noticia apareció en el perió-dico mamá exageró aún más la buena salud que seempeñaba en presentar a ojos del Viejo. Porque ella sa-bía que la guerra, aunque lejana, sería una tentaciónfuerte para el español de hacer algo súbito y desespera-do que pudiera levantarlo o hundirlo de un golpe. Yomismo le había oído decir:

—Es malo morir poco a poco.El Viejo observó el redoblado esfuerzo de mamá por

parecer saludable e inventó, por su parte, una historiaque ella no creía.

—Los americanos están patrullando nuestras aguasy necesitan prácticos. Me han ofrecido un puesto.

Pero ella sabía que el Viejo no iría a navegar con losyanquis sino, más bien, contra ellos, y que ese sería sufin. Con todo, fingió creerle porque no quería delatar sualarma y quizás porque, en el fondo, sentía que esa erala mejor salida. El Viejo no podía soportar ver a mamáconsumiéndose día a día sin poder hacer nada por ella.

—Yo siempre te lo he dicho —le dijo mamá—. Algúndía tenía que salirte algo bueno. Y ya tú ves. Nadie me-jor que tú para servir de práctico por esas costas. Encuanto a mí y al niño, vete tranquilo; tengo una nuevamarchante y puedo arreglármelas. No te apures en man-darme nada.

El Viejo la miró entrecerrando los ojos. Era despuésde la comida, en la salita de la casa, frente al callejón

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donde, de día, los niños jugábamos en las pocetas, queahora estaba tranquilo. Hacía calor.

—Y si no te escribo enseguida no te inquietes —dijoél—. En ese servicio hay que pasar, a veces, mucho tiem-po seguido en el mar. Pero ya tú sabes, la guerra no hallegado todavía acá y no hay peligro.

Mamá fingió creer que no había peligro, pero en elfondo él, que la conocía, tenía que sospechar que ella lopresentía. Pero no había otra salida. Era la gran salida.

Al día siguiente el Viejo preparó el jolongo y partió,aparentemente tranquilo, y mamá lo despidió como sedespide al hombre que sale para el trabajo por la maña-na para regresar por la tarde. Luego volvió a su cuarto(de dormir y de trabajo) y hasta empezó a canturrearalto para que yo la oyera. Desde el callejón yo la veíapedaleando en la máquina, de espalda a la ventana,para que yo no pudiera verle la cara. Luego, a la horadel almuerzo, salió recompuesta y sólo la perspicaciade un niño podría acaso ver lo que había detrás de aque-lla máscara.

Por la tarde mamá me dejó solo en casa. Dijo que ibaa entregar algunos trabajos y a ver a tía Aurelia al Re-parto para pedirle que viniera alguna vez a ayudarlemientras el Viejo estaba ausente.

Mauricio consiguió un buen puesto, ¿sabes? —le dijoaquella noche a tía Aurelia, para que yo lo oyera—. Y yome siento bien. Me siento mucho mejor realmente.

Pero un niño que va para los siete años percibe más yretiene más (para luego analizar) de lo que creen losgrandes. Yo debía de tener los sentidos muy finos, por-que siempre estaba viendo, oyendo y oliendo lo que losgrandes no percibían. Era como un misterio.

Tan pronto se hubo ido el Viejo tuve la impresión ciertade que mamá se había desmejorado de súbito, pero ellatambién se dio cuenta de esta caída y la compensaba conmayor empeño, y lucía bella, aunque delicada. Se arregla-ba mejor, se aplicaba afeites, jamás dejaba que la viera de

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cerca y de frente cuando estaba trabajando. Tía Aureliavenía a cuidarme y a fregar los servicios de cantina.

Todavía yo no sé de qué padecía mamá. Era algo quela iba socavando, por dentro, y que a la vez secaba sucuerpo por fuera, como una mata, y la hacía muy frágil.Se movía con cuidado como si fuera de cristal y temieraromper el esqueleto. Tenía la piel reseca, prematuramentefruncida como de papel crepé. Yo la examinaba, percibíael más tenue cambio y detalle de su mal, porque un niñoaún no tiene la mente sobrecargada y no hay nada queofusque su mirada. Pero mamá iba compensando sudeclinación con un mejor cuidado de su persona. Son-reía, trataba de tenerse derecha, se ponía densos peroartísticos afeites. Y sus ojos grandes se abrían con elforzado empeño de parecer alegres cuando la luz se es-taba fugando de ellos. Una tarde le dijo a tía Aurelia:

—Llévate al niño al Reparto, para que se vaya acos-tumbrando. Mañana me lo traes de nuevo para verlo.

Creyó que yo no la oía porque estaba al otro lado dela calle en la acera, y ellas mirando en la ventana. To-davía no hacía más que tres semanas que el Viejo sehabía ido, y aún podía volver, y acaso traer el dinerocon que mamá pudiera vivir varios años y él sentir denuevo el respeto que casi había perdido hacia sí mismo.Sólo aquella salida desesperada podía salvarlo. Y lo sal-varía de todos modos, aunque lo hundieran. Yo le habíaoído decir:

—Es malo vivir a medias.Yo no comprendí por entonces, desde luego, pero mi

cabeza iba recogiendo cosas. También a mamá le oí de-cir la otra tarde a tía Aurelia:

—No quiero que mi hijo me recuerde fea y acabada.Quiero que me recuerde bella y fresca.

Mamá era linda. Antes de enfermarse se movía conviveza y había una luz intensa y cambiante en sus ojosverdosos. Muy erguida, le llevaba por lo menos un dedoal Viejo, que era casi cuadrado. En casa, mamá lo tenía

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todo en orden y su ropa y su pelo, ahora canoso, esta-ban siempre limpios. Me dijo cuando empezó a man-darme al Reparto:

—Cuando vuelva papá nos mudaremos para otro re-parto y volveremos a estar todos juntos.

Puede que aún tuviera esperanzas. Tía Aurelia me llevóal Reparto por la noche. Al día siguiente, por la tarde,volvimos al Cerro, y tía Aurelia me dejó jugando en lacalle mientras ella entraba a avisar a mamá. Cerró laventana y yo me di cuenta de que mamá se estaba arre-glando para recibirme. Luego salió a la puerta, muycompuesta, con los labios pintados, el pelo en coca, ysonriendo, pero yo me di cuenta de que estaba un gra-do más decaída. No había apenas luz en sus ojos ni ensu boca, y sus movimientos eran salteados, como forza-dos por pequeños resortes. Pero hasta que tía Aureliavolvió a llevarme por la tarde, guardó esa apariencia.Todavía dijo del Viejo:

—Tú verás que se presenta cualquier día. Entoncesnos mudaremos juntos para otro reparto (queriendo decirun reparto limpio y elegante, en contraste con el repar-to sucio y astroso de tía Aurelia).

Pero al otro día se presentó por allí un hombre sospe-choso. Era domingo y mamá (que iba a misa y no traba-jaba los domingos) se pasó el día conmigo salvo lasincursiones que hacía a su cuarto, para reposar, tomarmedicina y componerse —de todo lo cual yo tenía con-ciencia—. Por la tarde mamá asomó a la ventana y porvarios minutos observó, atónita, al hombre que se aco-daba en el mostrador de la bodega, mirando disimula-damente hacia casa.

Yo observé también al hombre. Sabía que era uno delos que andaban con el Viejo, y su presencia aquí indica-ba algo (aunque no vino a casa ni habló con mamá). Peroella debió leer el mensaje que sólo al cabo de los añospuedo descifrar yo en mi mente. El hombre no venía atraer ningún mensaje (pero eso mismo resultaba ser un

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mensaje). Ella lo interpretó. El Viejo ya no existía, peroeste hombre, uno de sus socios, que no habían ido enesta expedición de contrabando, tenía el encargo (o qui-zás se lo había dado a sí mismo) de ver como íbamosnosotros, sin darnos la noticia.

Pero mamá leyó la noticia en su mera presencia. Tanpronto el hombre se hubo ido, mamá cerró la ventana,llamó a tía Aurelia. Esta me mandó entonces al Repartocon una vecina y se quedó con mamá toda la noche. Aldía siguiente por la mañana fue a buscarme y me trajonuevamente al Cerro. Mamá estaba en la salita, com-puesta y sonriente como siempre.

Pero ya no era siquiera como siempre. En el instanteen que asomó al fondo, la vi venir lentamente, sonrien-do, hacia mí, con un aire perdido. Hasta la voz era perdi-da, y pese a que había usado muy bien los afeites, parecíatransparentarse, lívidamente, hasta los huesos. Mamádebió de leer la impresión en mis ojos; se extremó endisiparla, dándose breves impulsos, riendo, poniendo ellamisma la mesa con una agilidad rígida y mecánica.

Yo no pensé entonces en la muerte. Las impresionesquedaron en mí para más tarde interpretarlas, pero eranimpresiones fuertes que otros podían leer entonces. Pormomentos, mamá me miraba de reojo, temerosa de des-cubrir que yo había descubierto su gravedad, precipita-da sin duda por el misterioso mensaje de la presenciade aquel hombre el día antes en la bodega. No estabasegura, pero podía pensar que, un día u otro, yo lo no-taría y entonces (ya más agravada) ya no había afeitescon que disfrazarlo. Así que tomó enseguida la decisiónde que tía Aurelia me llevara al reparto, me dejara allámientras volvía, por horas, a cuidarla: “No quiero quemi hijo me recuerde...”

Fue entonces cuando entré yo de nuevo en la salita y(lo mismo que unos minutos antes el rostro de mamá)un hálito extraño y súbito me echó para atrás. Mamá

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salía en ese instante de su cuarto; vino hacia mí y memiró, asombrada, a los ojos.

—¿Qué tienes mi hijito? ¿Te pasa algo?Yo sacudí la cabeza, resoplé un poco por la nariz para

expulsar el olor, que persistía, pegajoso, y que, sin queyo supiera interpretarlo (como los cuervos y algunosperros) a la vez me envolvía y expulsaba. Mamá repitióla pregunta, mirándome esta vez a la nariz y luego a losojos:

—Nada —le dije— nada.Pero seguía mirándole. No parecía ser ya ella la que

veía. Era como si la estuviera viendo a través de unamascarilla.

—¿Nada?Mamá empezó a retroceder, hizo ademán de volverse

y ocultar la cara, cuando yo añadí:—Nada... Un olor así... Un olor...—¿Un olor? ¿UN OLOR?Viró rápidamente, me miró espantada.Su rostro pareció encenderse un instante; se apagó de

nuevo. Seguidamente se volvió hacia el fondo, alzandolas manos. Se hundió en la habitación y cerró la puerta.Mi impresión fue que sus pasos no tenían sonido.

Aquella tarde tía Aurelia me llevó definitivamente alReparto y me dejó al cuidado de tío Pablo. Ella volvió alCerro. Durante siete días tía Aurelia sólo vino algunashoras al Reparto. Al fin regresó diciendo que mamá ha-bía ido a reunirse con el Viejo, “allá lejos”, y que algúndía yo iría también a reunirme con ellos.

Por mucho tiempo la última imagen de mamá persis-tió en mí como una máscara. Luego, gradualmente, sefue desvaneciendo y en su lugar empezó a cobrar relie-ve aquella otra que ella había querido dejarme. Es aho-ra, la imagen que recuerdo.

La Habana, agosto, 1947.

Trimestre. La Habana, volumen 3, número 3, julio-septiembre, 1947,pp. 296-301.

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Angusola y los cuchillos

Yo no debiera escribir este cuento. Es un abuso hablarde nuestros socios cuando, además, lo que a ellos lesha ocurrido pudiera ocurrirle fácilmente a uno mismo.Esto, sin embargo, puede decirse de cualquiera y, al finy al cabo, la profesión vence a la ética. Este es un cuen-to sin ética.

Empieza cuando mi socio Lajos y yo resolvimos for-mar una sociedad de tenedores de libros malos, paracasas chiquitas o marugas, y pusimos nuestra oficinaen una vidriera de tabacos de Luyanó, y publicamos elanuncio. No era gran cosa, y no esperábamos gran cosa,pero los dos estábamos arrancados y, en esos casos, seagarra uno del ingenio y tira para adelante. Así es lavida; pero la vida tiene también sus caminos oscuros ynadie sabe a dónde pueda llevarlo. Es el caso de Lajos.

Pero antes tenemos a Pedro Angusola, y a su hijaSonfosiva, y a Caunaba el matarife, y los bodegueritoscolorados y aun el Vasco ferretero. Esta es la gente;Angusola el primero.

Lajos vió a Pedro Angusola por primera vez cuando elVasco respondió a nuestro anuncio y le tocó en suerte ami socio. Lajos fue allá, encontró aquella ferretería nue-va y chiquita al final del caserío, por donde el barrio seestaba ensanchando sobre el monte. La única casa quehabía más allá de la del Vasco era el bajareque deAngusola y Lajos vio por primera vez, desde la ventanade la carpeta, al viandero arrimando la carretilla parala noche y haciendo bailar los cuchillos por el aire juntoal tinglado. Angusola usaba los cuchillos para calar

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mameyes y sandías, cortar plátanos, pelar piñas, y abrircocos. Nadie sabía que los hubiese empleado en otracosa, al menos desde que había dejado su puesto en elmatadero a su ahijado, a Caunaba, muchos años an-tes, y se había establecido por su cuenta. Angusola ha-bía criado hijos, pero todos, menos la menor Sofonsiva,se le habían ido. Angusola y su negra eran viejos: y subigote era casi blanco. Pero cada vez que echaba manoa un cuchillo el que lo veía se olvidaba de su edad. Noera el cuchillo en sí mismo lo que impresionaba sino encómo Pedro Angusola lo hacía danzar por el aire. A ve-ces manipulaba dos o tres cuchillos a la vez, para nada,como un malabarista. No lo hacía como espectáculo; lohacía lo mismo si estaba solo, aun si lo miraban él pa-recía no darse cuenta. El juego parecía una danza; ladanza de los cuchillos

Lajos contempló, admirado, aquella danza al cerrar dela noche, mientras el Vasco le hacía entrega de las apun-taciones, los libros de contabilidad que debía abrir, y lacarpeta donde debía trabajar. Pedro Angusola se habíapuesto a afilar y pulir los cuchillos, a la última luz de latarde, de espaldas a la casa del Vasco, y junto a él vioLajos una muchachita prieta y espigada que miraba, des-de el otro lado de la parcela, fijamente a la ventana dondeel Vasco había prendido la luz eléctrica. En el marco de laventana vio entonces la muchacha (Sofonsiva) al nuevotenedor de libros encaramado en la banqueta, como unsanto de cera. Lajos no vio entonces los ojos de la mu-chacha, pero sintió como si alguien lo estuviera espian-do desde la sombra y, cuando regresó a la vidriera desu hermano, que tomaba los recados, estaba nervioso.

—Es nuestro mejor marchante hasta la fecha —dijoLajos, refiriéndose al Vasco—, pero no sé por qué eselugar me da mala espina.

Su hermano y yo nos reímos de mi socio.La segunda tarde que volvió allá, Lajos vio a Pedro

Angusola y a su hija Sofonsiva atando pollos por las

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patas y ordenándolos, por colores, en ristras por la par-te de fuera de la carretilla. Sólo mediaba una parcelallena de escombros entre las dos casas. Desde su ven-tana Lajos veía allí enfrente el tinglado de Angusola, yla negra vieja de Angusola trajinando en el bajareque.Por su parte Sofonsiva vio allá, enmarcado, detrás de laventana la parte superior de un hombrecillo flaco, y ce-roso con una cabeza redonda y media pelada de santo,como en una estampa. La muchacha se acercó un pocopara ver mejor lo que había debajo de ese busto, y laimpresión que le dio Lajos fue la de una araña atontadaencaramada en una banqueta.

Antes de acabar esa tarde Lajos vio venir, hacia lacasa de Angusola, un negro joven y grande con la ropaembarrada de sangre. Era Caunaba, el matarife. Cau-naba pasó ante la ventana de la carpeta, echó una mi-rada lenta hacia dentro, pero no se detuvo. Un momentodespués, cuando bajaba de la banqueta, Lajos vio aCaunaba con Sofonsiva detrás del tinglado. Caunabaestaba plantado en el suelo, con los brazos colgados, yla muchacha estaba pegada a él, por delante, tambiéncon los brazos colgados. Angusola había terminado depulir sus cuchillos y había salido, con la carretilla, abuscar las viandas y frutas del día siguiente. La negravieja seguía trajinando por la casa.

Lajos no volvió, sin embargo, recordando la escenade Caunaba y Sofonsiva, ni la vieja a oscuras en el ba-jareque, sino los cuchillos de Angusola.

—Me salen en los sueños y hasta en la sopa —dijoLajos, en la vidriera. Y nosotros reíamos.

Lajos parecía ser el único habitante de Luyanó queno conocía todavía los cuchillos de Angusola. Algunosde estos tenían cabos de nácar; en otros el cabo erarojo, pintado, y la pintura se había salido sobre la hoja,todavía en otros la hoja era algo curvada estilo alfanje;y por fin de la carretilla pendía siempre una hermosa

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mocha que brillaba al sol de la mañana. Además, PedroAngusola llevaba siempre en el bolsillo tres o cuatronavajas de varias hojas, y una de estas navajas se abríacon un chasquido ominoso al apretar un resorte. Todoesto era público en el barrio.

El Vasco ferretero tenía los libros con muchos mesesde retraso, de manera que Lajos tenía que ir por lo me-nos tres veces a la semana hasta ponérselos al día. Lavez siguiente, un sábado, Lajos vio de nuevo al jovenCaunaba con la muchacha y, al regreso, lo volvió a veren la bodega cerca del paradero. Caunaba era un hom-bre poderoso. Se había arrimado al mostrador, con laropa de tela de saco todavía embarrada de sangre y lepuso encima los ojos a otro matarife que se había aco-dado en el extremo opuesto del mostrador. El otro bajóla vista y se escurrió a la calle. Luego Caunaba le pusoencima los ojos al bodeguero y se los sostuvo así largorato antes de pedir el ron. Lajos miró un momento aaquellos ojos. Eran ojos grandes, fijos, casi sin párpa-dos, como de un enorme escualo fuera del agua, que seiban convirtiendo en cuajarones sobre el que miraban.Pero Caunaba no usaba cuchillo. Los hombres como élno necesitan nunca cuchillo. Esto no había que decirlo.Se sentía. Por eso Caunaba no tenía problema.

Caunaba se cruzó en la acera con Sofonsiva. La mu-chacha lo había estado observando mientras él le echa-ba los ojos encima al otro matarife y al bodeguero y seiba sin pagar el ron que había tomado. Tampoco en esohabía problema. No había siquiera humillación en nointentar cobrarlo o en bajar los párpados. Caunaba eracomo un monte, o un mar, o una nube. Quizás como untiburón o caimán. Cuando se hubo marchado, aquellatarde, Lajos oyó en la bodega, en presencia de Sofonsiva,la historia, ya vieja de que Caunaba se arrastraba, de no-che, por los traspatios del caserío, miraba fijamente a unaventana hasta que asomaba a ella una mujer casada.

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Minutos después la mujer bajaba callada y se metíacon él entre las matas o las hierbas. Los hombres casa-dos sabían que tenían que pagar aquel tributo, que sóloasí podían librarse, más tarde, de la mirada fija de Cau-naba.

Desde luego, estas eran leyendas, pero así fue comoLajos empezó a oír hablar de Caunaba, en presencia deSofonsiva. A la vez, se enteró de que el propio Angusolalo había traído de Oriente y le había dejado su puestoen el matadero, cuando Caunaba era todavía un mu-chacho. Luego, al verlo crecer, Angusola se había em-pezado a asombrar de su ahijado, y trató de enfriar susrelaciones, pero Caunaba seguía viniendo a su casa, yno había remedio. Había que dejarlo. Quizás hubieseque quererlo. Caunaba era Caunaba y, ante él, ante sumirada cuajada, hasta la danza de los cuchillos deAngusola se paralizaba.

El día siguiente, domingo, Lajos volvió por la mañanaa trabajar a casa del Vasco, y miró hacia el bajareque yvio, solos, dentro, a Caunaba y Sofonsiva. Sin duda An-gusola había salido con los pollos al paradero y la viejaestaba haciendo mandados. Los dos se asomaban su-cesivamente a la ventana, como para ver si venía al-guien por el camino, y volvían a agacharse, hasta quepor fin Caunaba salió pausadamente por la puerta y elcamino hacia el paradero. Fue el día en que la mucha-cha le confesó a la vieja:

—Tuve miedo. Yo lo había visto con papá, en la bode-ga, y sabía quién era, pero tuve miedo. Era por la tarde,y la cocina estaba fría, y él me llevó hasta allí y tuvemiedo. Luego sentimos entrar a papá, pero yo tuve mie-do de gritar, porque él me tenía abacorada y me estabamirando fijamente a los ojos. Eso es lo que ha ocurrido.

La negra había descubierto lo ocurrido el día antes,pero ella misma tenía temor a hablar con Pedro y, másaún, con Caunaba. Caunaba seguía viniendo a casa, a

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horas furtivas, y Sofonsiva no se atrevía a decírselo a lavieja, ni a nadie. Y ahora ya no importaba. No teníaremedio. Dijo Colasa.

—Tú tendrás que decírselo a tu padre. No quiero pen-sar lo que va a pasar en esta casa cuando lo sepa. Nopuedo pensarlo. Pero tú tendrás que decírselo, y pron-to. Eso no se puede ocultar.

Pedro Angusola halló a Colasa y Sofonsiva agitadas yhablando a escondidas pero no sabía a qué atribuirlo.Y como siempre que algo le inquietaba se fue al tingla-do y ejecutó la danza de los cuchillos hasta que toda suinquietud se hubo descargado y se sintió tranquilo ydesahogado. Entonces se fue a la bodega y se encontróa Caunaba ejecutando su tipo especial de función. Pri-mero le puso los ojos encima a una mujer hasta que latuvo correteando mansamente delante; entonces la sol-tó y se los echó encima al bodeguero, hasta que este leshubo servido (a él y a Angusola) dobles líneas de caña.

—Tu tendrás que decírselo a tu viejo —repetía Colasa—.No quisiera pensar en eso. Cuando tu padre lo sepa,aquí va a pasar algo. No me atrevo a pensarlo. Caunabaes Caunaba y tu padre es su padrino. No me atrevo apensar lo que va a pasar en esta casa cuando lo sepa.

La muchacha calló. Al sentir venir a su padre, saliópor otra puerta y fue corriendo a la bodega donde espe-raba encontrar a Caunaba. Pero no para decirle nada,sino para cerciorarse a sí misma de que no le iba te-niendo más miedo. Esta vez halló a Caunaba acabandode vencer, con la vista, una víctima y soltándola, exhaustay aturdida, ante el mostrador. Luego Caunaba salió pasoa paso y marchó hacia el caserío.

Sofonsiva había reparado otras veces en esta opera-ción. Puede que la hubiese imitado, ella misma, antesde darse cuenta: primero con un mandadero, luego conotro. Ahora miró despiadadamente al segundo, hastahacerle salir la sangre a los cachetes. Era la primera

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vez que lo veía, pero su mirada, también cuajada, sur-tía el mismo efecto sobre el rostro rosado del mandade-ro recién llegado. El otro se había ido por eso. Sofonsivavenía tres o cuatros veces al día y lo miraba fijamentehasta que la sangre parecía a punto de salírsele por losporos y el muchacho se escurría, agachado, a la tras-tienda. Esto había empezado ya cuando Caunaba nohabía puesto aún su mirada sobre Sofonsiva parabajearla o sujetarla, callada, en la cocina fría. Aún noiba furtivamente a su casa y fue como si se hubieserealmente fijado en ella cuando la vio a ella mirando alprimer mandadero; como si sólo entonces pensara queSofonsiva estaba llegando a la edad en que hay méritoen abusar de una persona. Pero aquella tarde, cuandoSofonsiva hubo soltado, todo rubores, al mandadero,Caunaba le echó a este sus ojos encima hasta quitárse-los, y dejarlo pálido y ceroso como un Lajos.

Cuando Colasa descubrió que la muchacha estabaen estado, ya el bodeguero había despedido al segundodependiente y puesto otro más viejo y baqueteado en supuesto. Al mismo tiempo el barrio se había ido exten-diendo hacia la casa de Angusola, y el Vasco amplió suferretería, y necesitó de alguien que fuera a llevarle loslibros. Fue también entonces cuando Lajos y yo forma-mos aquella sociedad de tenedores de libros malos y lecayó a él en suerte la ferretería.

La cosa era así. Ni Lajos ni yo podíamos esperar colo-carnos fijos de tenedores de libros en una casa, peronos habíamos estudiado el método y sabíamos las re-glas. De manera que nos asociamos, pusimos anuncios,y nos ofrecimos para llevar libros de casas chicas a bajoprecio, Lajos y yo habíamos dado como el de nuestraoficina (que no existía) el teléfono de la vidriera de suhermano, y cuando había un marchante el primero quellegaba se lo llevaba. Luego, cada uno por su parte, te-nía sus marchantes, pero siempre fingíamos pertenecera la sociedad Lajos y Lavastida. Los clientes pagaban

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poco: unos cinco, otros diez, pocos quince pesos al mes;y algunos extras en los balances.

El Vasco era uno de nuestros mejores marchantes yle había caído en suerte a mi socio. Entonces le tuveenvidia, pero ahora me digo que quizás cada uno tengasu ángel de la guarda. Me pregunto qué habría estadohaciendo yo, a estas horas, de haberme tocado a míllevarle los libros al Vasco, en la carpeta frente a la casade Angusola, y el tinglado, y la cocina donde Caunabaabacoraba a la muchacha. Con seguridad que no esta-ría escribiendo este cuento.

Lajos era un joven pálido, triste y solitario. En otrotiempo sin duda había tenido también cachetes colora-dos, como aquellos a los que sacaba aún más sangre lamirada de Sofonsiva, pero de eso hacía muchos años, yahora era un joven ceroso de grandes ojos tristes y unarala pelusa en la cabeza. Así que cuando iba a casa delVasco, y el sol entraba por la ventana de la carpeta, lacabeza de Lajos resaltaba, fija, allá dentro, contra unfondo de sombra, como una estampa iluminada.

Lajos fue a llevar los libros del Vasco justamente cuan-do Colasa descubrió (en su segundo mes) el embarazode Sofonsiva. Durante varios días la muchacha esquivóla mirada del padre, y no vino a la bodega a mirar a losbodegueros. Pero todas las mañanas, cuando Pedro sehabía ido con sus cuchillos, Colasa iba a sacudirla a lacolombina y decía:

—Tú mira a ver lo que haces. Tú mira a ver. Un día uotro vas a tener que decírselo al viejo. Y vas a tener quedecirle la verdad ¿sabes? La verdad. No tendrás másremedio. No quiero pensar lo que va pasar en esta casa,pero la verdad vas a tener que decírsela.

Puede que esta insistencia en la verdad fuese lo quele dio a Sofonsiva ciertas ideas. La verdad suponía de-latar a Caunaba. Pero ¿quién se atrevía a hacer eso?Caunaba mismo pareció sospechar algo. Una tarde(cuando Pedro había ido por los alrededores a cargar la

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carretilla para el día siguiente) se presentó intempesti-vamente en casa, pidió café solo a Colasa, y mientrasesta se lo servía le puso los ojos encima. Colasa eravieja, y era la mujer de Pedro Angusola, y no se achica-ba fácilmente. Pero la mirada de Caunaba era como unenorme cuajarón de limo que se fuera espesando y has-ta una vieja negra y curtida tenía que sentirla. Colasadejó caer los párpados, se quedó ante él como esperan-do una sentencia. Luego Caunaba le delvovió la tazavacía a Colasa que se fue andando hasta el tinglado.Esto era para que Caunaba pudiera ver a la muchacha,en el otro cuarto, y acaso acordar algo con ella. Él ten-dría que saberlo y ellas (Colasa y Sofonsiva) debíansaber lo que pensaba antes de decírselo al viandero.Colasa no sabía de cierto qué quería decir la mirada fijade Caunaba. Pero cuando la muchacha se levantó de lacolombina, y él le plantó la vista encima, Sofonsiva sin-tió bien lo que pensaba. Caunaba le sostuvo la vistahasta que ella no pudo sostenerse más tiempo y se des-plomó de nuevo en el cuje. Entonces Sofonsiva alzó losojos, suplicantes, y Caunaba le sostuvo los suyos enci-ma hasta que la muchacha se dobló sobre su vientre.Caunaba se volvió entonces, y salió sin decir nada.Sofonsiva estaba aún doblada sobre su vientre cuandoregresó Colasa.

—¿Qué te dijo? —preguntó la vieja—. ¿Qué piensahacer contigo?

Sofonsiva no contestó. Miró a la vieja como si des-pués de haber mirado a Caunaba todo lo que veía fueratransparente, como si Colasa fuera solamente la ropaque llevaba encima, sin cuerpo ni cabeza. Se levantó ypasó a su lado y salió. Fuera empezó a dar vueltas a lacasa. Cada vez que pasaba ante la puerta miraba haciael lugar donde había estado parado Caunaba. Una delas veces le oyó decir a Colasa, hablando sola:

—Estoy viendo lo que va a pasar. Lo estoy viendo.Cuando Pedro se entere, sus cuchillos dejarán de dan-zar. Ese día los cuchillos empezarán a trabajar.

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Sofonsiva viró como movida por una ráfaga, se quedótemblando, mirando a la vieja desde fuera. Había veni-do pensando en eso, y ahora, llegada la crisis, todo se lereveló más claramente. Los cuchillos se los representa-ba ahora trabajando, no bailando. Eso era. No era ella,realmente, la que importaba, sino lo que pudiera pasarentre el viejo y Caunaba. Cuando había venido Caunaba,y la había sentado con la vista en la colombina, ellahabía pensado que quizás el hombre venía furioso estatarde como aquella primera, y que ya no le importabarealmente que la vieja los viera. Pero ahora todo cam-biaba. Colasa repitió en voz alta el temor que ella habíavenido sintiendo en voz baja. Ahora comprendía por quéCaunaba (que quizás hubiese notado algo) había veni-do a mirarlas a las dos de aquel modo. Era un aviso.Era una orden. Sofonsiva sabía leerla. Decía:

—Conmigo, nada. Yo no existo. No me has visto nun-ca. Tú, ni me conoces. Búscate otro. Arrímate a otro.¡Conmigo, nada!

Caunaba habló realmente así aquella noche. Despuésde la comida Sofonsiva lo vio pasar ante la ventana.Caunaba le hizo seña, y ella salió por detrás de la casay al borde del yermo Caunaba la cogió por los brazos, lalevantó en peso, le habló mirándola de cerca a los ojos:

—Tú ya sabes. Olvídate de mí. Yo no existo. Yo soyuna sombra.

Al volver a casa Sofonsiva, Pedro estaba en el tingla-do reafilando los cuchillos, puliendo y engrasando lashojas. La muchacha lo observó. Él cogía uno, lo pasabapor la piedra, lo envainaba, luego cogía otro, y hacía lomismo. Se los iba poniendo así, envainados, en la cin-tura [...].* Cuando los hubo pasado cuatro veces por lapiedra, empezó a soltarlos al aire, a cogerlos uno a unoy por parejas por los cabos. Al fin los fue colgando del

* Ilegible por el mal estado de la impresión original.

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borde del estante y pasó las manos por ellos como porlengüetas de un instrumento de música. Al cabo, Pedrocolocó la carretilla debajo de los cuchillos, se acostójunto a ella. Por la mañana se habrían ido él, los cuchi-llos y la carretilla.

Por la mañana Sofonsiva esquivó a la vieja y se fuehasta la bodega. Esta fue la mañana en que mi socioLajos tuvo que ir a terminar unos asientos dejados pen-dientes de la tarde anterior y se cruzó con Sofonsiva enel camino. La muchacha le echó una mirada, fue a bus-car el mandado y, de regreso, se detuvo un poco ante laventana de la carpeta y miró hacia dentro. Lajos estabaencaramado en su banqueta, encorvado sobre un libromugriento, haciendo números. Lajos vio a la muchachapor la parte de fuera, le echó una mirada y siguió traba-jando. Sofonsiva le clavó la mirada, como había hechocon los mandaderos de la bodega, pero no había miradaen el mundo capaz de sacar sangre a este rostro ceroso.Lajos alzó de nuevo la cabeza, mortificado, y al encon-trarse con el rostro de la muchacha al otro lado trató deespantarla:

—¡Ahueca!... ¡Sigue por ahí! ¡A ver si te corres por ahí!La muchacha no se movió de su sitio. Todavía pare-

cía empeñada en sacarle a los cachetes una sangre queno existía. Después de otro minuto, Lajos se enderezócon sorpresa, volvió sus negros y tristes ojos hacia lapardita, pero no pudo sostenerle la mirada. El rostro deSofonsiva era una tierna máscara y sus ojos esperabanalgo. Lajos se puso nerviosamente de pie y la muchachase acercó más para poder verlo de cuerpo entero. Otravez le dio la impresión de una araña flaca y aturdida, ycuando él se volvió, para poner tiempo por medio, en-trando en la ferretería, Sofonsiva fijó de tal modo la vis-ta en sus fondillos, planos y raídos, que Lajos tuvo lasensación de que le tiraban de ellos.

Sofonsiva volvió a su casa y, a través de su ventana,vio reaparecer allá en el marco de la del ferretero, la

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cabeza de santo del tenedor de libros. Colasa llegó conunos mandados:

—Tú mira a ver qué haces —le dijo—. Tú mira a ver.Lo que aquí va a pasar, sólo Dios lo sabe, pero tú ten-drás que...

Entonces le sorprendió un cambio en la muchacha.Parecía reanimada, contenta, y había una luz malignaen sus ojos.

—Tú no te ocupes— dijo Sofonsiva—. Tú no te ocu-pes. Yo sé lo que tengo que hacer. No va a pasar nada.¡Tú no te ocupes!

Colasa soltó los mandados sobre la mesa de la cocinay miró sorprendida a la muchacha.

—¿Qué tú dices? ¿Qué es lo que tú le vas a decir?—Tú no te ocupes —dijo Sofonsiva—. Yo sé. Yo sé lo

que tengo que decirle.—Tú dile la verdad —dijo Colasa—. ¿Sabes? ¡Tú dile

siempre la verdad a tu viejo!—La verdad —repitió Sofonsiva—. No te ocupes. Yo le

diré la verdad al viejo. Tú vas a ver. Y tú verás comoahora no pasa nada entre papá y Caunaba.

Sofonsiva entró en el rincón de la ducha y se pusodesnuda bajo el tanque. Cuando el agua se hubo termi-nado, la muchacha se secó con un vestido viejo, se pusoel nuevo de salir, y se presentó de nuevo en la parcelafrente a la ventana de la carpeta. Todavía Lajos estabaallí, terminando los asientos, y de nuevo la muchachalo miró fijamente como para sacarle los colores a la cara.Lajos se puso de pie, vio otra vez los ojos de la mucha-cha sobre su rostro, se estremeció, escapó al interior dela ferretería.

Aquella tarde me encontré a Lajos en la vidriera de suhermano. Venía verde, y la voz le temblaba un poco.Pero no supo explicar lo que le pasaba:

—No sé —dijo—. Debe de ser otra vez el pecho. —Y unpoco nervioso...— ¿Tú no querrías ir a llevar los librosdel Vasco?

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—Eso no es ético —le dije—. Te tocó a ti en suerte. Esel mejor marchante que tenemos. No quiero deber esefavor, por si acaso me cae algún día un marchante tanbueno como el Vasco.

Lajos no insistió. No tenía en que apoyarse para sol-tarme el marchante. Dijo tan solo:

—Si caigo enfermo, no abandones al Vasco. Es el me-jor cliente que tenemos. Te dejaré aviso aquí con Ceferino.

Puede que Lajos pensara caer enfermo un día de aque-llos. Puede también que yo presintiera algún mal enaceptar el cambio. Él añadió:

—Te cambio el Vasco por el Montañés. La casa de esteestá más cerca donde yo vivo, y me viene más a mano.

Pero yo continué firme. No era justo, le dije. No eraético. Aun pagando el tranvía le salía mucho mejor lle-var los libros del Vasco, y a lo mejor cualquier día sequedaba fijo en la casa, porque los vascos, especial-mente los ferreteros, suben rápidamente, y son lealescon sus amigos. Al fin Lajos desistió. Había hecho laproposición de mala gana, porque no estaba seguro encuanto a qué era lo que le movía a escapar de la casadel Vasco. Siempre habría tiempo. No le iba a pasarnada por volver otro día.

El miércoles siguiente llamó el Vasco. Quería que Lajosfuera enseguida a desenredarle una cuenta. Lajos meestuvo buscando para proponerme que fuera en su lu-gar, pero yo había salido a ver uno de mis marchantes yal fin Lajos se presentó, por la tarde, en casa del ferre-tero. Miró cautelosamente por la ventana, a ver si veía ala pardita, pero al principio sólo vio a Colasa en el lava-dero. Luego (mientras empezaba a desenredar la cuen-ta) vio venir a Angusola empujando la carretilla vacíapor el camino a lo largo de la casa. Angusola llegó hastael tinglado, mandó la carretilla girando sobre una rue-da detrás del lavadero, al tiempo que con otra manolevantaba los cuchillos en racimo y los llevaba hasta la

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repisa. Un minuto después los estaba tirando por el aire,unos en la vaina y otros a acero limpio, y luego los ali-neaba en la repisa para pulirlos. Lajos observó de nue-vo, fascinado, el juego de los cuchillos, sin relacionarlotodavía con la muchacha que tan extrañamente lo ha-bía mirado el otro día. Luego vio venir a Sofonsiva, cau-telosamente, a la vuelta del tinglado y pasar de puntillasdetrás de su padre. Justamente entonces Angusola arro-jó un cuchillo por sobre un hombro con una mano; poruna fracción de segundo pareció que el cuchillo iba aclavarse en la cabeza de la muchacha, pero Angusolano hizo más que ladearse un poco, recogió el cuchillocon la otra mano por encima del hombro.

Lajos empezó a temblar en su banqueta. La mucha-cha lo vio desde su cuarto, se puso el traje de salir ycorrió a pararse de nuevo ante la ventana. Pero esta vezen lugar de los plúmbeos ojos de la muchacha Lajos vioabierta su sonrisa. También Sofonsiva había abando-nado la fijeza del primer día, y estaba dando pasitosante la ventana, volviéndose de lado, alejándose un pocopara que Lajos pudiera verla toda desde la banqueta.Entonces también Pedro Angusola acabó de afilar, lijary engrasar los cuchillos y vino caminando despacio a lolargo de la casa. Sofonsiva extremó su retozo ante laventana, entre Pedro y el tenedor de libros. La luz seestaba desvaneciendo, de modo que cualquiera habríatenido dificultad en percibir las facciones amarillas delhombrecillo encaramado en la banqueta, pero Angusolatenía buena vista. Se fijó en el joven y se llevó sus ras-gos bien grabados en la mente. Sofonsiva siguió al viejodando saltitos y cuando llegaron al colgadizo ella le dijo:

—Un día de estos tengo que decirte algo —pero saliócorriendo.

En los tres días restantes (y en las tres semanas ante-riores) nadie volvió a ver por allí a Caunaba. Se dijoincluso que se había ido del matadero y uno de los an-tiguos dependientes de la bodega (el primero) se dio su

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vuelta boba por allí a ver si era cierto para recobrar supuesto. Estaba allí el miércoles cuando Lajos vino a es-perar el carrito junto a la bodega, de regreso de la ferre-tería, y la pardita acudió corriendo a buscar un mandado.Sofonsiva pasó sonriendo y mirando y contoneándosedelante de Lajos y él bajó la vista como avergonzado.Unos que estaban tomando en la bodega vieron el juegoy empezaron a reír:

—A ese le cayó la mala —dijo uno—. Él no debe habervisto todavía los cuchillos de Angusola.

Pero Lajos no salió este día tan deprimido como elprimero. Subió al carrito, volvió a la vidriera del herma-no Ceferino, comentó que se sentía mejor y que, porotro lado, yo era un socio magnífico. Podía habermequedado con el mejor marchante; no había querido acep-tarlo, por razones de ética.

—La próxima vez que caiga un buen marchante —ledijo al hermano—, aunque yo llegue primero se lo das aél. ¡Se lo merece!

Casi todos los marchantes eran malos. Pagaban pocoy sus cuentas estaban siempre enredadas, y había queexprimirse los sesos para acoplarlas a las reglas de lateneduría. Pero estos clientes chiquitos que empezabana ser grandes (demasiado chiquitos para pagar tenedo-res de libros fijos y demasiado grandes para llevar loslibros ellos mismos) empezaban a abundar y Lajos y yofuimos una de las primeras sociedades de tenedores delibros malos de La Habana. Empezábamos ya a ganaralguna plata y el sábado siguiente Lajos fue a la ferrete-ría con un flus nuevo de palmbeach. La muchacha sepresentó de nuevo ante la ventana, mirándole, retozan-do y sonriendo. Lajos tuvo la vaga impresión de que susmovimientos eran algo rígidos, para una muchachitade su edad, pero no le dedicó un segundo pensamientoal asunto. Se sentía aliviado, viendo que era un juegoliviano y que no había, después de todo, ningún amagooscuro detrás de su mirada.

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Esa tarde Angusola apareció brevemente, llamó a lamuchacha. La muchacha cambió de ropa y salió con elviejo. Antes de salir, sin embargo, Angusola hizo otrofloreo de cuchillos, a la vista de Lajos, aunque los sába-dos y los domingos no usaba cuchillos. Él y Sofonsivaiban los sábados por los alrededores, comprando po-llos, que al otro día temprano llevaban en largos raci-mos atados por las patas al paradero. Lajos los vio partirsin interés y siguió trabajando. El Vasco le propuso:

—Por la mañana a terminar, puedes venir mañana.Si salimos de esto, a ver.

Lajos no tenía nada que hacer el domingo por la ma-ñana, de modo que aceptó de buena gana. El Vasco leadelantó dinero, y Lajos fue de noche a casa de un mar-chante suyo a que le vendiera unos zapatos. Por la ma-ñana subió al primer carrito que no era confronta hastael paradero y salió andando despacio hacia el caserío.Iba contento. Era como si hubiera rebasado una som-bra mala que hubiese pasado a su lado sin rozarlo. In-cluso había dejado de pensar en Sofonsiva. Le parecióridículo. ¿Por qué lo había puesto tan nervioso aquellatarde? El mundo estaba lleno de Sofonsivas.

A pocos pasos del paradero Lajos iba a doblar por laprimera calle cuando vio venir a Pedro y Sofonsiva. An-gusola detrás de una carretilla colmada de pollos. Loprimero que captó su atención fue la forma en que ve-nían ordenadas las aves.

Pedro las había dispuesto en guirnaldas, primorosa-mente combinadas por colores y en tres filas por el bordede la carretilla. Todas venían colgadas por las patas,con la cabeza para abajo. Pero estas eran las aves jóve-nes. Dentro, en la carretilla, traía las aves viejas, consus crestas caídas y prietas en apretados burujones,con las cabezas atestadas. Lajos pasó, admirado, la vistade unas a otras. Algunas aves parecían mirarlo tam-bién, sorprendidas, atemorizadas o quizás esperanza-das, pues eran prisioneras. Pero esto duró poco. Pedro

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pasó empujando impulsivamente la carretilla, en el úl-timo y breve tramo hacia el rebalse de acera, pegado alparadero, donde solía detenerla. Sofonsiva, en cam-bio, demoró el paso, hasta parar por completo junto aLajos, y lo miró sonriendo. Lajos volvió a estremecerseun poco, pero se desprendió del ensalmo y echó a an-dar aturdido, no en dirección a la ferretería, sino, devuelta, adonde Pedro había parado la carretilla.

Lajos y Sofonsiva se encontraron de nuevo a pocospasos cerca de Angusola y las aves. Lajos se dio cuentadel error y trató de volver rápidamente sobre sus pasos,pero quedó fascinado de nuevo viendo a Angusola es-grimiendo los cuchillos que ahora no usaría, mientrasSofonsiva desplegaba las aves en el macadán. Luegoacudieron los marchantes y mientras Pedro pregonabalos precios, y seguía jugando a los cuchillos, la mucha-cha se agachaba en la acera y les retorcía ágilmente elcuello. Lajos presenció dos o tres minutos esta opera-ción, y cuando rompió de nuevo el ensalmo se dio cuen-ta de que mientras trabajaba, Sofonsiva no le habíaquitado los ojos de encima, y de que Pedro (mientrasmanipulaba los cuchillos) lo había mirado también qui-zás por primera vez fijamente.

Lajos llegó pálido y nervioso a casa del Vasco. Se enca-ramó en la banqueta y miró hacia la casa de Pedro y vioa la vieja doblada sobre el lavadero. El Vasco vino a ilus-trarlo sobre las cuentas y se fijó en sus zapatos nuevos yla forma en que, encaramado en la banqueta, Lajos losexhibía en el aire, cruzando y descruzando las piernas.

—¿Y a usted qué le ocurre? —le dijo el Vasco. —¿Estáenfermo?

—Un poco —dijo Lajos—. Pero no será nada. Esto pasapronto.

Lajos siguió trabajando. Los dedos le temblaban ya cada rato se equivocaba. Esto le obligaba a hacercontra-asientos, que pasaban del borrador al mayor,

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prolongando la tarea. Cuando, al fin, hubo terminado,el Vasco estaba esperando detrás de él para cerrar lapuerta. Pero en ese instante vieron venir, de prisa, aPedro Angusola y Sofonsiva a través de la parcela.

—¡Un momento! —dijo Angusola, con un gesto demano—. Un momento.

Pedro Angusola había dejado los cuchillos en la repi-sa y su porte era manso y reposado. No había tampoconada de amenazador en su mirada. Sofonsiva venía son-riendo y mirando directamente a Lajos.

—Un momento —repitió Angusola—; acá el joven...—añadió señalando a Lajos.

Lajos y el Vasco estaban en el hueco de la puertacomo figuras de otro cuadro: el Vasco ancho, mediocalvo, fornido y de brazos cortos; Lajos flaco y pálidocomo una araña de cera. El sol les daba en el rostro aPedro Angusola y su hija Sofonsiva.

—¿Es este el joven? —dijo Pedro, volviéndose hacia lamuchacha. Su voz era mansa, algo sardónica.

—El mismo —dijo Sofonsiva, apuntando con un bra-zo largo y flaco al rostro del joven, al tiempo que sequebraba un poco por la cintura, empinando el vientre.

—El mismo.El Vasco cambió, asombrado, la vista de uno para otro.—¿Qué es lo que fue? ¿Qué es lo que ha hecho?Pedro se emparejó lentamente al español. Habló con

sordina:—Acá el joven. Tenemos que hablar. Y me alegro que

esté usted presente, puesto que él es su empleado. A míme gusta todo dentro de la legitimidad.

Los bigotes blancos de Angusola se movieron parán-dose un poco contra el rostro prieto de su cara. El blancode los ojos se desbordó también un poco sobre el iris.

—No sé a que usted se refiere —dijo el Vasco.Lajos estaba cortado. Temblaba y la sangre parecía

haberse paralizado por completo en sus venas.

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—Ahorita lo sabrá —dijo Pedro Angusola, con parsi-monia—. Sofonsiva, dile a este señor lo que ha pasado,lo que te ha pasado a ti con el joven.

Sofonsiva cambió de posición, empinó de nuevo el vien-tre, apuntó de nuevo al joven de cera.

—Él fue, él fue. Él mismo fue.Se hizo un silencio sofocante. Pedro hizo un gesto de

tolerancia con los hombros, al tiempo que movía lasmanos ejecutando un imaginario juego de cuchillos.

—No hay nada oscuro en este asunto —dijo Angusola—.Acá los jóvenes se han divertido un poco y...

—Pero si...El Vasco iba a decir que Lajos sólo llevaba tres sema-

nas trabajando para él, pero en seguida pensó que bienpudieran haberse conocido antes. El Vasco hizo tam-bién un gesto de tolerancia.

—Yo soy hombre razonable —dijo Angusola. —No quie-ro apremiar. Todas las cosas requieren su tiempo. Aun-que es cierto que en estos casos el tiempo no perdonanunca. —Hizo una pausa. —Joven, aquí todos navega-mos en el mismo barco y nadie se va a tirar por la borda.Esta no es más que una visita, para darnos por entera-dos. Así que, tómese su tiempo. Usted sabe que lo mejor,en estos casos...

Angusola se volvió lentamente y se fue hacia el tinglado.Un instante después los cuchillos estaban danzando denuevo entre sus manos. Sofonsiva se apoyó primerosobre una cadera, luego sobre la otra. Se volvió comotirando con esfuerzo de la mirada que había pegado alrostro de Lajos. Luego siguió también hacia el tinglado.

Y este es el fin. Desde entonces han ocurrido muchascosas, pero esa sería otra historia. Lajos no ha llegado aser jamás un tenedor de libros buenos pero tiene unamujer llamada Sofonsiva, y en su sala guarda una ricacolección de cuchillos que pertenecieron a PedroAngusola. Pero nuestra sociedad se rompió aquel día, y

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yo me estoy todavía preguntando qué habría pasado dehaber sido a mí, y no Lajos mi socio, al que le cayera ensuerte ir a llevar los libros del Vasco ferretero.

Bohemia. La Habana, año 39, número 51; 21 de diciembre, 1947,pp. 42-44 y 73-74

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El cuarto de morir

Anselma no lo advirtió bien al principio. Floro le habíaescrito al pueblo diciéndole que viniera a La Habana.En el pueblo ayudaba en la venduta que había sido suyay que había vendido hacía tiempo. Disimuladamente, aveces pedía limosna. Era vieja y todos sus hijos (hastasiete) se habían regado o muerto. Ahora sólo sabía dedos: Floro y Romualdo. Le habían enseñado periódicosdonde estaban sus nombres. Le habían dicho que susnombres sonaban por el radio. Luego, debían de serpersonajes. Ella tenía 87 años, y desde ahora sería unacarga para ellos. Pero Floro le había escrito diciendo“aquí todos la queremos” y mandándole para el tren.Los demás de los “todos” debían de ser las dos nueras,Lelia y Felicia, y una nieta (hija de Floro y Lelia) que sellamaba Ligia. Era una carta cariñosa. Floro la fue abuscar a la terminal y le dio un abrazo. Luego la llevó acasa de Romualdo, y Felicia la besó en la mejilla, y luegotambién la besó Lelia. Sólo la nieta, Ligita, se mostrófría, pero seguramente era la edad, Ligia tenía 18 añosy podía permitirse esas cosas. Era linda. Alzaba ya másque la madre, Lelia. Ligia salió en seguida a la calle, comobrava, cimbreándose. Lelia se puso seria mirándola.

Lelia le preparó el cuarto del fondo, que tenía puertaal pasillo. Era un buen cuarto. Ligia lo había ocupadohasta ahora, y aun olía a sus perfumes (pero Anselmano tenía olfato para eso ). Había que dárselo. A Lelia ledolía quitárselo a la muchacha, pero no había remedio.Ella era la nuera, y las nueras son siempre malas, y portanto tenía que ser aún mejor que los hijos. Floro sehabía encaprichado en traerla.

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Era humano. Anselma era su madre. Romu, el herma-no, había parecido adverso, pero no se había atrevido aoponerse, abiertamente, al proyecto. También era sumadre. Anselma era vieja y uno que había venido delpueblo había dicho que estaba enferma. Felicia tampo-co se había opuesto. También ella era nuera. Y amboshermanos habían prosperado últimamente. No mucho.Romu siempre iba delante. Tenía más éxito. Tenía máschispa. Era más frío, boyante y desprendido. Los doseran gente de puestos; pero en esto Romu iba siemprepor encima de Floro. Pero este tenía otros méritos, o losfabricaba. Por ejemplo, esto de traer a la vieja, demos-trando así que era mejor hijo que Romu. A Lelia le dolíaquitarle el cuarto a Ligita, aunque tenía novio, pero ellaera la nuera.

Y las nueras tienen que ser muy buenas para no sermalas.

Anselma estaba contenta y deslumbrada. Lelia eraamable, y lo mismo Felicia; y Floro y Romualdo eransus hijos. No tenían que estar demostrando a cada pasosu cariño. Romualdo contribuía con algo; Anselma lehabía visto dar dinero a Lelia. Ligia seguía juyuya yarisca: la edad nuevamente. A veces se burlaba. Empe-zó con puyas hirientes sobre su vestido y las medallas yel rosario de grandes cuentas con que había ido a laiglesia. Era una bijirita. Alegraba la casa. Y el padreestaba bobito con ella. Lo que se dice bobito con la hija.

Floro había prosperado también en los últimos me-ses. Esperaba seguir subiendo, pero a él todo le costa-ba mucho más trabajo que a Romu. Quizás por eso creíaen cábalas y espíritus y santería. No lo decía, pero elpropio Romu y Felicia lo sabían y Romu se reía. Romusubía como la espuma sin esfuerzo, pero a él todo le eradifícil. Con todo iba subiendo. Los dos hermanos nuncase habían querido. Se hablaban, se aguantaban; esoera todo. En el fondo, corría un agua espesa y oscura

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de rencor entre ellos. A Romu le mortificaba que Florosiguiera sus huellas; le parecía que emporcaba y reba-jaba su nombre. Floro quisiera desquitarse. Esto de traera la vieja era uno de los medios. Floro se hacía el buenhijo; había llevado a la vieja a su casa, aun cuandoRomu tenía más espacio en la suya. Los dos vivían cer-ca, en el mismo barrio, porque estaba pegado al barriorico y la letra del teléfono era la misma. Capricho deLigia. Quería aquella letra en su teléfono. Las casas es-taban en aquella franja límite, entre el barrio rico y elbarrio pobre hacia el río. Era como un símbolo. Los dosiban trepando; iban para arriba.

Desde su nuevo cuarto Anselma veía una casa gran-de y chata y vieja al otro lado del callejón. Tenía dospatios y era como una cárcel pequeña. Uno de los cuar-tos tenía una puerta, en el muro, que daba al pasilloposterior de la casa de Floro. Anselma empezó a estu-diar el barrio; quería conocer a los vecinos y, además,tenía tiempo. A su hora, la comida estaría en la mesa.Lelia la llamaría después que los otros comieran (la mesaera pequeña) o le llevaría la comida a su cuarto. Leliaera aún más dulce que sus hijos.

A ratos iba a casa de Romualdo. Felicia estaba casisiempre en casa. No tenía hijos. Felicia parecía siemprealgo triste; hablaba menos que Lelia y siempre parecíaestar ocultando algo, como un pecado. Anselma se pre-guntó por qué no la invitarían a quedarse aquí, cuandotenían un cuarto de sobra. Romu se limitaba a darledinero para gastos. Si llegaba a la hora de comer lainvitaban. Ligia venía a menudo a ver a su tío. A vecescomían todos en una de las casas. A Anselma le parecióque había algo entre sus hijos. Era como si sólo se ha-blaran ante la gente. Un día se lo preguntó a Floro, y élesquivó la pregunta. Otro se lo preguntó a Romu y estecontestó molesto:

—Vieja, usted no se tiene que meter. ¡Viva y cállese!

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Empezaban a rechazarla. Quizás ella se excediera.Lelia misma se empezaba a quejar. Anselma no teníaahora nada que hacer, salvo ir a la iglesia por la maña-na, y luego se metía a criticar los precios, la ropa queLelia se ponía, y lo que hacía la muchacha. Esta fue laprimera en ponerse hosca; respiraba, resoplando, comosi la abuela apestara. Y entre los dos hermanos —ahoraestamos claro— había algo. Al principio, Floro era elmás amable, y Romualdo el más reservado. Este era elde mejor posición y el otro era el de mejor corazón. Casisiempre ocurre así. Pero ahora Floro parecía estar pros-perando y Romualdo parecía menos reservado. QuizásRomualdo no la hubiese querido traer del campo. Undía se lo preguntó en confianza a Felicia:

—Yo sé que estorbo —le dijo—. Soy vieja, y en el mundono hay nada peor que ser viejo. Los jóvenes tienen otrasideas. Tú dime la verdad; pues si a Romualdo no le gus-ta no vendré aquí a menudo.

Felicia confesó que esas eran ideas suyas, que Romula quería. Luego, por vueltas —Anselma no pudo enten-derlo bien— contó una historia. Dijo que Floro habíaestado siempre envidioso de su hermano. Romu teníamás talento, brillaba más, tenía más amigos; era cáus-tico y chistoso con su hermano (y con todos). En cam-bio Floro era lerdo, trafagoso, fondilludo. Por eso seestaba haciendo el santo, el bueno, y acusando a suhermano. Atando cabos, oyendo fragmentos, Anselmafue llegando a esta conclusión. Pero estas parecían co-sas menudas y no tenían que ver con ella. Salvo quequizás Floro la habría traído para darle en la cabeza asu hermano, para echarle en cara que era mal hijo yobligarlo a contribuir con una parte de los gastos.

La idea tardó en fijarse en la mente de Anselma. A suedad, se piensa lentamente y con trabajo. Pero ahora,por primera vez, tenía para sí todo el tiempo, y la mejorcomida y el buen tiempo le habían dado nueva vida. La

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iglesia había ayudado, Anselma era muy devota. En elpueblo tenía que caminar tres leguas para encontraruna iglesia, pero aquí había a pocas cuadras una es-pléndida. Era grande y suntuosa y acogedora. Era casila imagen del cielo a que ahora, con la edad, se ibaacercando.

Ligia empezó a atacarla por la iglesia. Primero eranburlas. Luego llegó al sacrilegio. Un día, por la mañana,cuando salía para la misa, levantó el rosario de la vieja y,riendo, lo llamó algo así como guindante (guindante, ledijo Felicia al otro día, era la carnada que se usaba paralos peces). Sin entender, la vieja se irguió indignada:

—¡Tú tendrás tu castigo! ¡Dios no lo quiera! ¡Pero tútendrás tu castigo!

Ligia replicó con violencia. Le llamó vieja sucia y le dijoque se quitara de su vista. Anselma le dio las quejas aLelia, y esta calló, molesta. Le dio también las quejas aFloro, y este, casi como un eco de su hermano, dijo:

—Usted cállese. Deje vivir a la gente.Todo empezaba a ser difícil. La sobra de tiempo era

también un problema. Nunca había sido así. El proble-ma había sido siempre la falta de tiempo. Ahora le eradifícil estar completamente sin hacer nada. No tenía conquién hablar. Todo el mundo iba deprisa. Así que cuan-do volvía a casa, de haraganear por la cuadra, se metíaen las cosas. Cosas menudas, desde luego. A veces ter-ciaba en las conversaciones, metía, seguramente, la pata,aunque ella no lo comprendía. Esto (un día Lelia se lodijo así) la hacía más antipática. Un día subió callada-mente la escalera, escuchó y oyó a la muchacha rega-ñando con la madre. Ligia decía que su papá había traídoa la vieja para darle en la cabeza a tío Romu. ¡Muy bienpodía haberla dejado morir en el pueblo!

Anselma viró para atrás y durante varias horas an-duvo zozobrando por la cuadra, tropezando con las pa-redes, como res acosada, que busca una salida. Al

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regreso, a la hora de la comida, le temblaban las ma-nos, no podía hablar de corrido y Lelia descubrió que sehabía hecho sangre en una ceja y en las manos. Anselmase negó a que la curaran. Dijo que quería morirse, queojalá pudiera ir a morirse a algún lado donde no estor-bara. Por la noche, se quejó a Floro de que nadie seocupaba de ella, que se había herido, y que nadie habíaquerido curarla. Floro contestó hoscamente:

—Ah, déjese de lamentos. No le falta nada. Peor esta-ba en pueblo.

Era un nuevo grado en la misma actitud que, sin queella se hubiera percatado por completo hasta ahora,había empezado al otro día de su llegada del campo.

Ligia aumentó su violencia. La vieja salía a veces a lasala cuando había visita y metía la pata. Decía boberíasy, con su presencia todo lo rebajaba. Especialmente aho-ra, cuando venía Charlitos. Charlitos venía a ver a Ligia,y Floro y Lelia lo veían con muy buenos ojos. Ligia ibaya para los 19 y Floro pensaba que sabía elegir muybien sus amistades. Pero la vieja salía con sus ronroneosy le daba rabia. Un domingo, cuando Ligia estaba solaen la sala con Charlitos, salió la vieja de su cucaracheroy se puso a hablar sola delante del joven. Ligia no se lopresentó. Hubiera querido negarle que fuera su abuela,decirle que era solamente un animal sarnoso que sehabía metido en la casa. Ahora, Floro estaba de bue-nas, y subiendo.

Ligia empezó entonces a hablar en voz alta con Lelia yFloro sobre la abuela. No la nombraba. Contaba anéc-dotas de otras viejas que la ponían en ridículo. Erantodas viejas brutas, correosas, sucias, beatas, estúpi-das, que no querían morirse, porque aún tenían queamargarle la vida a los jóvenes. Lelia la reprendía blan-damente, Floro no parecía tener carácter ni voluntadcon su hija. Otra vez Ligia se quejó de que Anselma lehabía quitado su cuarto. Ahora tenía que dormir con

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Lelia. Porfiaba con ella por la luna del ropero y por elbaño. Pronto empezó a insinuar que debían mudarse másarriba, al barrio rico, a una casa más grande. Podía de-jarle esta a la abuela, ahora que Floro estaba subiendo.

Felicia fue la primera en decírselo a la abuela. Romuparaba poco en casa. Felicia pensaba que todos erandemasiado duros con la vieja, pero ella misma no teníapaciencia. Ya no la invitaba cuando venía a la hora delalmuerzo. Romu había dicho:

—Por darme en la cabeza. Por hacerse el mejor hijo.Es lo único que se puede hacer mejor. Floro el santo.Floro el malo. Floro Salcinas; Salcinas el malo.

Romualdo había reído con risa quebrada y venenosa.Anselma llegó en ese momento y vio su cara verde ydescompuesta. Era el odio verde y descompuesto haciasu hermano.

Las dos nueras se habían ido allanando. Cada unahabía ido tirando más y más hacia su hombre, y estoshabían ido tirando en direcciones opuestas. Todavía sevisitaban, y en los santos y cumpleaños comían juntos.Se odiaban, pero era como si temieran declararse suodio, odio que (empezó a pensar Anselma) rebotaba en-tonces sobre ella, hacia ella, acumulado, sordo, bajo ydescompuesto. Nadie la quería. Todos la botaban. Peroahora ya no podía volver al pueblo. No podía seguir,allá, siendo carga de unos extraños. Ahora Dios la ha-bía llamado, a la iglesia grande, pero todavía no queríair más allá. Se apegaba a la vida. No quería morirse.Eran ellos los que la empujaban hacia Él: alejándose deÉl con este acto.

Ligia era la avanzada. A ella no le estorbaban reglasni recuerdos. La vieja era una extraña y la agredía, ya,abiertamente. Un día (ahora Anselma comía siempre ensu cuarto sola) vino a traer el plato y derramó un restode sopa en el cuarto.

—¡Vieja asquerosa! —saltó Ligia— ¡Cuándo acabaráde morirse!

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Lo dijo a gritos. Lelia exclamó “¡Ligia!” pero Floro —queestaba allí, en la sala, oyendo— no dijo palabra. Bajó lavista, se doblegó sobre el plato, siguió masticando.

—¡Vieja sarnosa! —repitió Ligia—. ¡Mal rayo la parta!Esa noche vino Charlitos. Ligia trancó la puerta por

la parte de la sala, y Anselma tuvo que salir por el pasi-llo. Durante dos horas estuvo dando vueltas a la cua-dra. Se llegó un momento a la casa de Romualdo, perotambién allí la recibieron hostilmente, y salió de nuevoa la calle. Otra vez anduvo rebotando. Una vez fue a dara la casa vieja y chata que tenía dos patios bajos concuartos viejos y aislados. La encargada le dijo que teníaun cuarto vacío; que se lo dijera a Floro (pues Floro selo había preguntado). Era el que tenía una puerta en elmuro (una puerta vieja y fija) que daba al pasillo quedaba al breve traspatio de la casa de Floro; donde esta-ba el lavadero. La otra salida era al patio. Anselma sepreguntó para qué quería Floro un cuarto en esta casa.No se atrevía aún a pensar que fuera para ella, pero eradifícil no pensarlo. De regreso, se cayó dos veces, conti-nuó a tropezones. También debió de hincarse en losalambres de una cerca, y la humedad que sentía en lacara podía ser sangre.

De regreso, encontró cerrada la puerta de fuera deFloro. Llamó pero no contestó nadie. Anselma se sentóen el hueco de entrada del pasillo, y sólo de madrugadavino a quedarse dormida. No tenía sueño. Cada vez dor-mía menos (menos aún que otros viejos). Despertó con eldía y por los ojos entrecerrados vio cómo algunos veci-nos madrugadores la observaban de pasada. Así, los ve-cinos verían como la trataban sus hijos. La verían así,magullada, con sangre, tirada a dormir fuera. Para esola habían traído del campo ellos, sus hijos. Ella se habíaencargado de contar antes con qué trabajos los habíacriado. Todos los vecinos lo sabían. Ahora sabrían que lepagaban de este modo. Y Ligia, la nieta ingrata, la mu-chacha maldita, sería el primer blanco de las lenguas.

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Los vecinos pasaron con indiferencia. Anselma pensa-ba con mente de pueblo. Lelia abrió la puerta y parecióconsternada al verla allí, tirada, y sangrando. Nadie sa-bía que se hubiese quedado fuera. La llevó al cuarto y lapuso a descansar. Pero antes de que cicatrizara, Anselmasalió a la calle, recorrió los vecinos, fue a recalar a casade Romualdo. Nadie parecía prestar atención. Algunosvecinos la dejaban con la palabra en la boca. A nadie leinteresaba. Felicia la regañó suavemente. Le dijó quenadie tenía la culpa. Debía haber venido a esta casa, sino podía entrar en la otra. Añadió que la edad hacíamajaderas a las personas.

Esa tarde fue a la iglesia y, con el pensamiento, entrerezos, acusó a sus hijos ante Dios y los santos. En otrotiempo estas iras del pensamiento habían tenido fuerza.Las había proyectado contra quienes querían hacerle dañoy los santos habían intercedido para castigarlos. Esta-ba segura. Cuantos habían querido dañarla, habíanparado mal. Pero hacía tiempo que no sentía muchaanimosidad contra nadie y quizás su pensamiento sehubiese tornado flojo. Al volver, ni Floro ni Romualdoeran más suaves, y en los días siguientes Floro recibióbuenas noticias. Anselma no supo exactamente de qué,pero eran buenas. Podía ser un ascenso, o una lotería, oalgo. Y dentro de unas semanas, se formalizaría el com-promiso de Charlitos con Ligia. Era su cumpleaños.

Otra vez volvió Anselma a la iglesia y de nuevo rogó alos santos con el pensamiento contra sus hijos, y sobretodo, contra su nieta. Pero al volver el único resultadofue la decisión que había tomado Floro:

—Vieja, es mejor que se mude para el cuarto de Dina(la encargada). Allí tendrá más tranquilidad; y nosotros,también.

Anselma no supo qué contestar. Varias veces abrió laboca, pero las palabras y los pensamientos se trababanen su mente. Se llevó las manos a las sienes, se fue

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renqueando hacia su cuarto, cerró y se postró de rodi-llas. Pero ni aun rezar podía. Al fin se levantó, empezó arecoger sus cosas y envolverlas en la sábana. Despuésse echó el lío a cuestas y se fue al nuevo cuarto. Laencargada le abrió y le dijo que Floro le había pagadotambién para que le diera la comida.

Desde esta celda Anselma miró, por la vieja puertaempotrada en el muro que era la pared posterior delcuarto, hacia la casa de Floro. Veía un fragmento de suantiguo cuarto. Ahora mismo estaba entrando Ligia enél. Ahora lo volvería a tener para sí sola. Un cuarto paraella sola. Ya lo estaba adornando.

Durante tres días no volvió a casa de Floro ni deRomualdo. Tampoco comió apenas nada en esos días.La comida de la encargada era un sancocho. Se pasómucho tiempo en la iglesia. Luego se sintió muy débil.Estaba ronca de hablar a los vecinos dándoles las que-jas, sin que nadie la escuchara. Una vez se iba a cruzarcon Floro, que subía hacia 23, y dobló por la primerbocacalle y se apretó contra el muro. Él sin duda lahabía visto, pero pasó de largo. Iba bien vestido. Habíaengordado. Parecía haber crecido.

Sólo una persona parecía escuchar aún a Anselma.Era Felicia. Felicia había sido siempre más franca conella. No había sido cariñosa: no lo era para nadie. Erauna mujer triste, con alguna enfermedad dentro, y conuna historia que nadie sabía. Pero Felicia le había dichocosas que le habían enseñado a comprender. Ahora le dijo:

—Floro nunca debió traerla. Pudimos ayudarla desdeaquí y tenerla en el pueblo. Pero Floro quería darle en lacabeza a su hermano. Quería demostrarle que era, porlo menos, mejor hijo —puesto que Romu es mejor entodo lo demás. —Pero usted le ha traído suerte a Floro.Lo han ascendido, y ahora gana más que Romu. A us-ted se lo debe. Por eso ya no le importa ser mejor hijo.Ahora es mejor en otras cosas.

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Anselma volvió, aturdida, a su cuarto. Ella, que ha-bía rogado contra Floro y los suyos, les había traídosuerte. Era como si los santos la hubieran entendido alrevés. Nunca había sido así. Siempre los santos la ha-bían entendido al derecho. Pero ahora ella era vieja y supensamiento podía extraviarse y ser mal interpretado.O quizás los santos se hubiesen revirado contra ella.

Había cerrado la puerta y estaba en su cuarto comoen una celda. Pensando en los santos hizo un movi-miento con el brazo, como para barrerlos a todos de losaltares, y miró por el otro lado hacia el cielo. Este sehabía nublado y el crepúsculo se vino encima rápida-mente. Unos soplos fríos anunciaban tormenta. Anselmase estremeció. Quiso gritar, pero abortó el grito.

Poco después llamó la encargada. Le traía la comida.Anselma estaba sentada en la colombina, mirando alvacío. La encargada puso la comida en la mesita, comoquien la tira a un perro, y salió. La comida se fue en-friando. Fuera empezaron a silbar las ráfagas, hastaque, hacia medianoche, la lluvia vino a mojarlas. Lalluvia seguía cayendo, a chorros, sin cesar. Hacia me-diodía, amainó un poco, pero el patio (que tenía mediometro más bajo que los umbrales) estaba lleno de agua.Había medio metro de agua delante de la puerta, y sóloquedaba la otra salida (pero habría que escalar el muro,y además, Anselma no quería volver a casa de Floro).Este tenía sus puertas posteriores cerradas. Anselmaasomó a la rendija de la puerta del muro, llamó débil-mente, pero no contestó nadie.

Por la parte del patio las puertas de los otros cuartosestaban cerradas. Estos cuartos tenían salida a la ca-lle; sólo el suyo estaba bloqueado por el agua.

Ahora la invadió un extraño contento. Ahora el delitode los hijos era más grave. Si se moría aquí, de hambre,Floro sería el culpable, y los vecinos, que habían sidoindiferentes a sus descalabros, quizás despertaran de

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su callosidad para acusarlo. Quizás sí, pero tambiénquizás no. Esta gente de la ciudad era dura, despiada-da, egoísta. No le movían los mismos sentimientos quea la gente de campo. Quizás no tuvieran sentimientos.Era gente mala, de la médula a la barba (y cada veztenían menos barba). Así que quizás Anselma se murie-ra aquí, en este cuarto de morir, este cuarto que sushijos le habían destinado para morir, sin que nadie se-ñalara siquiera con el dedo a los culpables. Así era estemundo. Así era esta gente. Y hasta los santos de la ciu-dad parecían duros y perversos como sus fieles.

La lluvia cesó al atardecer, pero el agua del patio ha-bía subido aún más y entraba un poco en el cuarto. Laencargada no vino a traerle más comida. Sin duda pen-só que Anselma habría llamado por detrás a Floro yestaría en su casa. O acaso no le importara. Anselma secomió la comida fría que había quedado del día ante-rior. No tenía hambre y advirtió que carecía de gusto.La comida no había hecho ninguna impresión en supaladar. Era como si estuviera comiendo con la bocaforrada de trapos. Pero la comió y esto podía sostenerlaquizás un par de días hasta que bajara el agua del pa-tio. Dormitó un poco. Luego despertó, pero siguió amo-dorrada. Se sentía muy débil, muy débil...

En casa de Floro no se había pensado en ella. A nadiese le ocurrió que pudiera estar bloqueada. O más bienno quisieron pensarlo. El siguiente era el día en que Ligiacumplía años, y había invitados. Floro compró bebidas ygolosinas. Ligia fue a invitar a Romu y Felicia, pero nadiehabló de la vieja. La habían ido olvidando. Cada unodaba su parte de dinero, cuando la encargada venía apedirlo y listo. Ella misma (Anselma) parecía finalmenteresignada. No se había quejado en los últimos días. Nisiquiera había venido a ninguna de las casas.

Al cerrar la noche el agua del patio había bajado porcompleto, y el cielo estaba despejado. Pero la encargada

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no pensó que Anselma pudiera estar en su cuarto. Aldía siguiente iría a casa de Floro, a preguntar si le se-guía haciendo la comida. Poco después del anochecerpasaron Romualdo y Felicia hacia la casa de Floro, yparecían contentos. La encargada ni siquiera preguntópor la abuela. La casa de Floro estaba iluminada y ha-bía risas y fiesta. Ligia había salido por la tarde a lucirsu nuevo vestido por el barrio. No cabía en sí. La encar-gada pensó que no cabía en el barrio.

Pero en Anselma nadie pensaba. En casa de Floro,había música y risas. Romu estaba allí a disgusto, peroestaba; Felicia estaba ensimismada, retraída, pero tam-bién estaba. Ni aun ellos parecían pensar en Anselma.Quizás pensaran que estaba en su cuarto, que se habíaacostado. En cuanto a Ligia, con Charlitos, era el cen-tro de sí misma. La casa era suya, el mundo era suyo,Charlitos era también suyo.

Luego, durante una pausa, alguien preguntó por laabuela. Lelia, que venía con el pastel, se detuvo un ins-tante, miró interrogativamente a Floro. Todos parecie-ron momentáneamente embarazados.

Lelia salió del paso proponiendo:—¡Ligia, ven acá! Lleva este pedazo de pastel a la abue-

la. Pero si está dormida, no la despiertes.Ligia cogió el pastel. Había invitados y estaban miran-

do. Por tanto, no podía negarse. Más aún, era un gestoque la realzaba. Hoy podía permitírselo. Este era un grandía, y el gesto era como un adorno más. Giró como bai-lando, con el pedazo de pastel, ¡y salió! Cruzó la calle,entró en la casa vieja por el patio y asomó al cuarto dela abuela. Estaba entreabierta, pero no había luz den-tro. Llamó, pero no hubo respuesta.

Ligia pensó que la abuela estaría dormida. Puso labandeja en la mesita, detrás de la puerta, y buscó elchucho de la luz. Era un simple bombillo de quince bu-jías, pendiente del techo. La luz cayó sobre la colombina,y Ligia quedó un instante paralizada.

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Se acercó un poco, miró con ojos espantados. Anselmahizo todavía un tenue movimiento con la cabeza, diouna boqueada. Tenía los ojos entreabiertos y extravia-dos. Se agitaba en convulsiones casi imperceptibles. Lamuchacha volvió a llamarla por su nombre, pero la an-ciana ya no podía oírla. Estaba ya más allá de sus sen-tidos. Lo único que hacía era mover débilmente losmúsculos de la garganta, abrir y cerrar débilmente laboca, y mirar al vacío con ojos vidriosos.

Ligia vaciló. Giró, aturdida, sobre sus pies, miró a loslados y hacia el patio y la salida. No había nadie a lavista. No había siquiera luces en los otros cuartos. Re-cobrándose, estiró la mano y apagó. Luego viró y atra-vesó el patio como un remolino silencioso.

Antes de entrar en casa, se detuvo, cobró aliento, sealisó el pelo. Dentro continuaba la fiesta, en crescendo.Alguien había puesto el radio. Tocaban un son de moda.Ligia subió despacio la escalera, se metió por el pasillo,entró en su cuarto, y se compuso al espejo. Volvió por elpasillo hasta la puerta de fuera y entró sonriendo por lasala. Romualdo y Felicia estaban de pie, para despedir-se, pero todos los demás parecían contentos. Charlitosvino a coger a Ligia por las manos, y Floro trajinaba deaquí para allá sirviendo un vinillo. Había una parejabailando. Charlitos tendió los brazos y se preparó paralos primeros pasos. En ese momento salió Lelia de lacocina; preguntó a Ligia:

—¿Cómo sigue la abuela?—¡Bien, bien! —contestó la muchacha.Y se dejó llevar por Charlito al son de Camina como

chencha.1948 Habana.

Orígenes. La Habana, año 5, número 18, verano, 1948, pp. 271-280.

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Mi hermana Laurita y nosotros

Cuando empiezo a ver, en la memoria, a mi hermanita,la veo venir corriendo detrás de otros niños, junto alaromal del reparto, jadeando. Luego la veo sofocada, laboquita entreabierta, los ojos muy abiertos, desmore-ciéndose. La edad, no la recuerdo.

Pero cuando yo tenía once años mi viejo me dijo undía que la llevara a la escuela, adonde yo iba, en elbajareque de la calzada. Laurita era la más pequeñaque había entrado nunca en la escuela. Su edad enga-ñaba. En algo Laurita tenía quizás siete años; en algono pasaba de cuatro. Mi madre no pensaba entoncessino en esto, y su rostro se iba tornando más blanco ysus ojos más tristes.

Mi viejo empezó por entonces a perder colocaciones.Pasaba algo raro. Otros muchos perdían empleos, peroél engrampaba siempre algo nuevo y luego lo soltaba,como una brasa. Se peleaba con la gente. Iba por lasbodegas, vendiendo quincalla (él, que había sido mari-no), y quejándose. Nadie lo escuchaba. A nadie le im-portaba. Mi viejo no se quejaba realmente de lo que ledolía. No decía que Laurita había nacido enferma, queviviría enferma, y que por eso él y mamá no podríanvolver a ser nunca como antes. Hablaba de otras cosas,gritando, e insultando a la gente. A veces volvía golpea-do. Ese es otro de mis recuerdos lejanos: mi viejo gol-peado por otros hombres.

—Tú cuida de la niña —me dijo mi madre—. Llévala a laescuela y atiéndela. Caruca le vendrá a hacer el almuer-zo. Yo tengo que bajar a La Habana a buscar costura.

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Hacía tiempo que mamá no cosía. El primer día quebajó a buscar costura volvió tarde y se sentó en el por-tal a mecerse con furia. El viejo hizo la comida, con losmandados de Caruca, y luego meció a la niña hastadormirla. Al fin se fue también al portal y ambos (misviejos) se mecieron callados.

Mi madre no había encontrado costura aquel día.Ambos siguieron meciéndose, sin hablarse, todo el tiem-po. Mamá se levantó dos veces a echar más agua a laborra, calentarla, y traer el café a la mesita del portalpara los dos. Todavía sin hablarse. Así era siempre. Eracomo si lo que sufrían les estuviera comiendo, por den-tro, las palabras. Luego, a lo mejor, el viejo se levanta-ba, estallando. Se ponía de pie braceando, tiraba golpesal aire, decía que iba a acabar. No decía con qué. Tansólo acabar.

—Tú vete a dormir —me dijo esta noche—. ¿Qué haceun fuñingue como tú levantado a estas horas?

Mamá no parecía verme. Seguía meciéndose, miran-do a la noche por encima de los mangos del Yerbero. Yome había sentado en la repisa frente a ellos, mirándo-los. Desde allí, abajo, veía sus rostros blancos, movién-dose, en el aire oscuro.

—¡Vete de aquí! —me gritó él—. Vete a la cama. Miraa ver cómo está tu hermanita.

Mamá se puso en pie y fue a ver, ella misma, la niña.Esta estaba sentada en la cuna, despierta, callada, mi-rando a la noche. Papá se había parado también y esta-ba mirando a través del mamparo. La luz que había enla casa era de luna y estrellas, y entraba por las venta-nas y las grietas de las tablas.

—Tú vete a la cama —el viejo me empujó al otro cuar-to.— ¡No tienes que estar mirando a esta hora!

Quizás fuera más de las doce. Por la mañana los dosse habían ido y la negra estaba dando la leche a la niña.

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Esta seguía mirando al aire. Había empezado a ponersetriste. Había empezado a pensar. Caruca me dijo:

—Esta niña sabe mucho. Demasiado. No debieranmandarla a la escuela.

Caruca me hablaba a veces así, como a los mayores.Sabía que yo iría luego a los viejos y les repetiría suspalabras. Así que yo era como un disco, donde ella po-nía el mensaje.

—Se ha empezado a fijar en los otros niños. Sabe queLurditas es de su edad, y mucho más alta. Sabe queella no es como los demás niños, y empieza a pregun-tarse quién tiene la culpa y quién podrá remediarlo. Undía se lo dirá a tu viejo. Le pedirá que la haga linda yfuerte como Lurditas.

Yo había oído hablar sola a mamá, como rezando.Sabía que era eso lo que pensaba y lo que más temía enel mundo. Una vez había dicho: “Dios no quiera quenunca se dé cuenta. A Él se lo pido, que no llegue aenterarse. Que no llegue hasta dónde pueda saberlo”.

Fue entonces cuando el viejo empezó a hablar gritan-do, por donde iba, y luego a caer, junto con ella, enaquellos silencios. Y fue también cuando ella se fue undomingo hasta la iglesia y no entró. Caruca lo contabaa las vecinas.

No sé qué me pasa —había dicho mi vieja—. Quisieraentrar, acercarme a Él, de rodillas, pero no puedo. Nosé por qué. Me parece un delito. Es como si fuera arobar, disfrazada, a una casa.

Caruca había visto al viejo, un domingo, hacer lo mis-mo. La negra le había aconsejado que fuera a la iglesia.Pero él iba, se acercaba, cerraba un momento los ojos,iba a entrar, como en zambullida. Entonces viraba, do-blaba, se iba, medio agachado, a lo largo del muro.

—¡Pobre gente! —dijo Caruca. —Con todo tropiezan,y en todo se enredan. ¡Pobre gente!

Pero este domingo no habían ido a la iglesia. Mamávino pronto, le dijo a Caruca:

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—Tú puedes irte, Caruca. Hoy yo me quedo.A veces salía sin rumbo. O bien iba con intención de

buscar costura, no se atrevía a llamar a una puerta,volvía para atrás dando vueltas. Este domingo no fuehacia la casa de Simona, la modista; entró en cambioen la de un médico.

—El doctor Lorenzo viene esta tarde —le dijo al viejo,al almuerzo. —Le pagaré con mi dinero.

El viejo estaba comiendo, y no hizo ningún gesto. Suvoz pareció salir del aire:

—Yo fui también a buscarlo. Tú acababas de salircuando yo llegué a su casa.

Caruca y yo estábamos escuchando. Laurita se habíasentado, como siempre, en el reborde del muro, miran-do jugar a los otros niños en el placer y entre las matas.Papá fue hasta allí, empezó a seguir, con las suyas, lasmiradas de la niña. El médico llegó al tiempo que elpolicía montado paraba el caballo sobre las patas tra-seras, en el camino, pegaba las mejillas a la crin y ledecía al viejo, como otros días: “Qué hubo español, ¿to-davía acaguasado?” Papá no contestó. También el mé-dico estaba observando a Laurita.

—Ha cambiado —le dijo papá al médico—. Desde queha empezado a ir a la escuela, y fijarse en otros niños,no es la misma.

El médico le examinó las uñas, la boca, se fue a ha-blar con mamá en la cocina. Laurita lo siguió como fas-cinada. Nunca había sido así. Siempre se había puestofría de miedo al ver al médico. Hoy lo seguía como unperrito. Lurditas, la vecina, había entrado y se fue de-trás de ella. Mamá las vio juntas en el pasillo.

—Tienen la misma edad —dijo mi vieja—. Doctor; ¿us-ted cree que...

El médico le volvió la espalda, se puso entre ella y laniña. Su rostro no decía nada. El dijo una vez:

—Algunos nutren; otros no. Los que nutren suelenirse más pronto. Echan peso. No pueden con él y...

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Mamá estaba detrás de él, con las tazas del café en labandeja.

—Todo mi miedo es que llegue a darse cuenta —dijo—.Lo veo venir. Ha adelantado mucho... demasiado... men-talmente.

El médico parecía hablar solo. No miraba sino a la niña.—Ocurre con frecuencia. Es una compensación.Mamá se estremeció. Puso la bandeja en la mesita.

Gritó con voz excitada:—¿Una compensación, doctor? ¿Una compensación?

¿A eso llama usted una compensación? A Dios le hepedido que...

Su voz volvió a quebrarse. Tenía los ojos encendidos,los dientes desnudos. Estaba lívida. Papá llevó el médi-co y el café hasta el portal. Cuando mamá dijo “Dios” elmédico murmuró:

—Sólo Él puede resolverlo.Eso fue el domingo. El lunes papá se levantó hablan-

do en voz alta, apurado, sin propósito. Parecía tenermiedo a callarse, como a que algún pensamiento semetiera entre sus palabras. Había sacado las muestrasa la sala, hacía con ellas como un ilusionista. Hablabade nada. La niña se había sentado en la cama y lo mira-ba por sobre el mamparo.

—No te ocupes del trabajo —le dijo él a la vieja—. Nobajes a buscarlo. Mejor que la niña no vaya a la escue-la. Voy a liquidar estas muestras. No necesitamos pa-gar más a Caruca. Me pregunto para qué se escribirántantos libros. Para qué tantos médicos. Para qué tantoscuras...

Mamá le tapó la boca con la mano, espantada:—¡No, no, Felipe! ¡Por tu vida! ¡No digas eso! Todavía

él puede mandarnos un castigo más grande.Papá le retiró la mano con firmeza. Dijo en la voz más

dura y extraña que le he oído nunca:—¡Acaso eso fuera la cura! ¡Un castigo más grande!

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Pero ellos sabían que no habría cura, que habría quevivir siempre con el mal. Y sabía también que por den-tro, oscuramente, Laurita empezaba a saberlo.

Pero no fue, como mamá temía, un despertar repenti-no. No fue un ver, de pronto, que algo le impedía sercomo los demás niños. Y no vino un día al viejo, comoquien pide un juguete, a pedirle: “Mi papá, yo quieroser como Lurditas...” –Pero fue lo mismo.

O acaso peor. Porque sus ojos, con el pensamiento,estaban allí diciéndolo a todas horas, y mis viejos loestaban pensando, sin poder remediarlo.

Pero desde aquel día dejaron de gritarlo. Sus propiasbocas quedaron un poco entreabiertas, sus ojos espan-tados y fijos, como los de Laurita.

Trimestre. La Habana, volumen 3, número 1, enero-marzo, 1949,pp. 51-54.

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Historia de tres días

I

Trato de condensar en mi mente aquellos tres días. Igualpudieran haber sido tres años. Mucho tiempo: capa so-bre capa, sobre nosotros: Mario, yo, los niños. Nosotrossolos. Esto era parte del drama: ¡nosotros solos!

Primero, Mario estaba enfermo. Eso, por lo menos,nos lo decíamos. Pero él lo atenuaba. ¿Qué mal era elque tenía? El médico se lo había dicho. Algo del estóma-go. Casi todo el mundo tenía lo mismo. Se aliviaba conpíldoras, como mi dolor de cabeza —más o menos.

Pero de lo demás nadie hablaba. Habíamos estadodemasiado juntos, en el alma, todos estos años. Tanto,que temíamos lastimarnos. Esa era la causa: lastimar-nos. Ahora me doy cuenta. Ahora puedo decírmelo: las-timarnos. El gran miedo. ¡Lastimarnos!

Y entonces, los tres días. El viernes, a la una, Mariollegó del trabajo. Eso dijo. Eso creímos (creíamos nues-tras mentiras). No tenía que decirlo. Era normal. Pero lodijo, y fue entonces cuando se empezó a agrietar algoen mí, y por las grietas di en ver lo que él y yo noshabíamos estado velando.

Mario no entró por el portal. Yo estaba en la cocina,la niña en el placer, el niño en el techo. Sentí venir aMario por el traspatio, por el boquete de la cerca: en-trar, por el lavadero, hasta el baño. Se puso a afeitarse.Se había afeitado esa mañana. ¡Ya esto era extraño!

Poco después estaba en la sala, riendo. No sé de qué.Se había raspado con la cuchilla, se había hecho birrio-nes. No eran colores: estaba pálido, demacrado, y el

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tinte verdoso de la piel era más fuerte. Reía con risafalsa, nerviosa, pelando los dientes grandes y ralos.

Entrecerré los ojos. Traté de mirar hacia dentro. Le ser-ví antes que a los niños. Me esforcé en parecer tranquila.Temía estar triste. Temía estar contenta. Mario me dijo:

—¿Qué le pasa hoy a mi Sol? (Mi Sol: así me llamaba;Sol es mi nombre.) ¿La morriña? ¡Vamos! Arriba esafrente. Te traigo una noticia. Pero antes, venga el al-muerzo. Me ha dado hambre.

¡La noticia! ¡Y lo decía riendo! Tenía que ser. La noti-cia. Pero aún no me atrevía a pensar lo que fuera. Mariocomió con esfuerzo, se veía. La mano seca y verdosa letemblaba en el aire. Rumiaba. Yo sabía que había ido almédico. No al de la Quinta, sino a otro; un especialista.Lo había ido a ver, a escondidas, varias veces. Yo habíavisto también a ese médico. Esta iba a ser la últimaconsulta. ¡Y este era el fallo!

Y había otro fallo. Él sabía (yo también) que iba aperder su trabajo. Estábamos a veinte. El treinta era eldía. Los dos lo sabíamos, pero no nos lo habíamos di-cho. Nos mostrábamos los dientes (como si eso fueransonrisas), nos decíamos arrumacos. Mi Sol... Mi Rei-na... Él se extremaba. Éramos dos enfermos. Teníamosque cuidarnos. Teníamos que contemplarnos. Teníamosque defendernos. Teníamos que NO lastimarnos. Y asílos días, y los años.

—¿Y qué? —me dijo al fin—. ¿No me preguntas qué esla noticia?

Levanté, cuanto pude, los párpados. Estábamos depie, en la salita, mirándonos.

—Dos noticias —añadió él—. Las dos buenas. Prime-ra: vuelvo a la mar. Un puesto en un barco. En el Norte.Lo que quería, ¿te acuerdas? Lo que esperaba. Y segun-do: dijo el Ministro. Lo boto. Lo repudio. Lo espanto.También lo que queríamos, ¿no?

Volvió a reír. Era una risa seca, quebrada. Le mirélargamente a la cara, con mi cara, hasta que él no

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pudo resistir más la mirada. Entonces dio en moverse,turbado, fingiendo que tenía prisa. Tenía que hacer lamaleta... No; el “saco”. Iba a ser “saco”, pues volvía “a lamar”. El barco (no “su” barco, sino el que lo llevaría a él)salía el lunes. Sólo le quedaban dos días. ¿Que quién lehabía conseguido aquel puesto? ¡Quién había de ser!Martín. Martín, su hijo bastardo, del que no sabíamoshacía tiempo. Le había escrito. ¡Y allí estaba la carta!

Casi estuve a punto de creerle, pero mis defensasempezaban a romperse. Me estaba descongelando, porfuera. Pronto se me vería la sangre. Le seguí la corrien-te. ¿Cuándo volveríamos a vernos?

—¡No pienses en eso! —me dijo—. Tú y yo hemos sidosiempre fuertes. Quizás tarde. Pero trabajaré en mi ofi-cio, en lo que me gusta. Tú podrás ir criando los niños.Tú coses, tú bordas... y ahora, vamos a tener la casa.Estarás en tu casa. Una casa tuya, comprada por ti,con tu dinero. Ya está buscada. Ahí adelante, pasada lavía. Y encaja en el precio. Esto... ¿cuánto me dijiste queteníamos?

No pude contestarle en seguida. Tuve que hacer ungran esfuerzo para no quebrarme allí mismo. Luego sentísalir mi voz, como de otra persona:

—Tú lo sabes.Se enderezó, me puso las manos en los hombros, me

sacudió; después me abrazó como abrazan los osos.—¡No te afanes, mi Reina! Ya tú verás. Comprendo

que te duela desprenderte de esos pesos. Pero hazlo pormí. Quiero dejarte en tú casa, sin alquiler que pagar,sin apuros. Es buena inversión. Hablé con Felipe, elcorredor. Tu conoces a Felipe.

Hice cuanto pude por animarme. Repetí mecánica-mente el nombre “Felipe”. Cambié de tema. Pero el vol-vió a lo mismo. Había sacado el saco del cuarto y loestaba llenando. No me miraba a los ojos. De pronto sevolvió, con el labio torcido:

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—Te voy a decir un secreto (y antes de que siguierame estremecí y volví a sujetarme a mí misma). Ahorapuedo decírtelo. Me iban a quitar mi puesto. Lo sabía.Por eso me di prisa, escribí a Martín. Ahora voy a ser yoel que los bote. No les voy a dar el chance...

Giró torpemente sobre sí mismo, riendo por lo bajo.Pero no volvió a mirarme a la cara. Yo estaba distraída,en blanco, sin pensar en nada. Le dije en voz blanca:

—¿Qué tú decías?—Ah, sí —me mostró los dientes—. La casa. Ahora

vas a tener que complacerme. Quiero irme tranquilo.Vamos a ir a verla esta tarde.

Pensé rápidamente. Tenía que buscar un pretexto. Otravez tenía que contenerme. Otra vez NO podía lastimarlo.

—No podré —le dije—. Mañana, en tal caso, o el lu-nes. Tengo que bajar a La Habana, a entregar la ropa.

Intentó persuadirme, pero yo había hallado algo demi viejo yo falso. Le dije:

—No hay por qué apurarse. De todos modos, no ha-brá tiempo. Tú te vas el domingo por la noche, ¿no escierto? No te ocupes. Luego yo podré comprarla.

—¿No me engañas— su voz era ansiosa y cándida—.Mira que te conozco la manía. —Y en voz íntima—. Mirami Sol, el dinero guardado no sirve; y luego se gasta. Lacasa queda. Me iré más tranquilo...

No le dejé acabar. Estaba otra vez en mis tablas:—No tengas cuidado —lo tranquilicé—. No soy una

niña. Sé defenderme. Vete tranquilo, mi viejo. ¡Yo com-praré la casa!

Pareció convencido. Volvió a abrazarme, pero no diotiempo a que le mirara a los ojos. Tiró del saco, se lo echóal hombro, se puso el pajilla sobre un lado, y salió deprisa. Lo seguí con la vista, hasta la calzada. Luego yotambién bajé a La Habana.

II

Era tarde cuando volvimos, casi al mismo tiempo, perono juntos. Empezó por decir que había llevado el saco

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a la aduana. La salida sería el lunes temprano; enrealidad, el domingo de noche. Se metió en la ducha, gas-tó toda el agua del tanque. Al fin se fue a la cama (a sucama, en el otro cuarto, junto a los niños). Por una hora,no se movió nadie. No corría brisa, no corría nada. Luegoél se levantó descalzo y yo “desperté”de aquella vigilia,como de un sueño. Creí haber oído voces, quejidos. En-tonces no se oía nada. Minutos después lo sentí pasear,descalzo, por la sala. El tabique era viejo, tenía grietas.

La noche alumbraba la sala. Él estaba de pie, en elcentro. Empezó a moverse, con cuidado, doblándose unpoco adelante. De vez en cuando se detenía, lo más le-jos posible del tabique (junto a la ventana, en el recododel pasillo), se doblaba más adelante, se abrazaba alestómago, ahogaba un quejido.

Al principio, era casi inaudible. Parecía venir de máslejos. Pero acompañaba al movimiento, y era intermi-tente, a períodos fijos. Al aliviarse, volvía la vista entorno, escuchaba, como temiendo haber sido sorpren-dido. Un rato más seguía paseando, descalzo. A vecesse llevaba la mano a la cabeza, se apretaba las sienes.Luego, sintiendo venir de nuevo el dolor, se apuraba aalejarse del tabique. Por fin dio un quejido más fuerte,giró como un trompo, se fue resbalando por el pasillo,hacia el traspatio.

Era antes del alba. Yo pasé al baño, miré por el venta-no. Las matas estaban cuajadas. Ni un ruido. Ni unsoplo de brisa. Pero un instante después, rompió el día,y él vino a paso firme por el pasillo. Me besó en la frentey dijo, cariñoso:

—¿Por qué madruga tanto mi Sol?Rió y se sentó a la mesa. Tenía prisa, dijo. Tenía que

ver amigos, despedirse de ellos. No volvería en todo eldía. A la luz temprana, su rostro era verde, correoso.Sus ojos me escapaban.

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III

Pasó fuera el día y la noche. Volvió el domingo a mediatarde, de nuevo afeitado, raspado. Se había cortado elpelo. Parecía haberse arrebolado. Su risa era una mue-ca. Se puso el traje de Palm Beach, y ordenó las cosasque dejaba: el reloj, los anillos, la cadena... Trató deexplicarlo.

—Eso es un lujo, y pudiera perderlo. ¿Tú sabes? Novoy a necesitarlos.

Se estuvo una hora revolviendo sus cosas. Las saca-ba de las gavetas, las ponía sobre la cama, volvía a guar-darlas. Al fin se quitó el traje, se dio otra ducha. Estuvomucho tiempo encerrado. Salió de nuevo, se puso eltraje de dril cien, y dejo el otro en el perchero. Al verme,me sonrió con aquella mueca. Traté de contestarla. Luegoyo misma me metí en la ducha y me pregunté si podríallorar. No podía. El llanto rebotaba dentro de mí, perono salía. Luego me metí en la cocina. Él volvió al cuarto,se puso un cuello de celuloide. Cuando los dos salimosde nuevo a la sala, sólo pude decirle:

—¡Pero Mario! ¿Adónde vas con ese traje? Digo... conese cuello. Ya no se usa.

—Tienes razón —me dijo sonriendo—.Y es incómodo.Mejor me pongo también el otro traje.

Este se mancha y se arruga. Además, allá —y señalóhacia el Norte— no se lleva esto.

Nos miramos un minuto a los ojos, pero ninguno re-veló nada en ellos. Era un hábito. Yo había mandadolos niños a casa de una vecina. No quería testigos. Loque quiera que hubiera en la despedida, no quería tes-tigos. Que nadie viera nuestros gestos. Que nadie leye-ra nuestros pensamientos. Si era posible, ni nosotrosmismos. ¡Cada uno solo con ellos!

—Bueno —dijo él, en tono jocoso—. Los héroes nogustan de las despedidas largas. No gustan de las lágri-mas. Los héroes... son héroes.

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Volvió a abrazarme con aquel abrazo de oso. Me za-randeó por toda la sala. Luego dio vuelta, y gritó, yendohacia la puerta:

—Ya tú sabes. Hay que ser fuertes —y se echó al cami-no. Yo lo seguí, pero antes de que pudiera alcanzarlo,había saltado a la calzada, y subido al auto que lo espe-raba. Este salió dando brincos, envuelto en el polvo.

IV

El lunes, temprano, mandé los niños a casa de mi her-mana. Por unos días al menos, quería estar sola. Nosabía por qué, ni para qué. Pero no me hice preguntas.Quería estar sola, y pensar. Quizás quisiera llorar, perono podía. No hubo explicaciones. Andrea estaba sola,en casa, y cuando le dije lo ocurrido (pero no por quéhabía ocurrido) ella dijo tan sólo:

—No pienses, hermana. Lo que tiene que suceder, su-cede.

Volví a casa, caminando, y me estuve mucho tiempobajo la ducha.

Cuando salí, había alguien en la puerta. Lo reconocíen seguida. Era un hombre pequeño, rechoncho, de caraprieta y redonda y grandes ojos de sapo. Pero su voz eraafable. Lo invité a pasar:

—Entre, Felipe. Lo estaba esperando.Le hice café y él se lo tomó a buches, revolviéndolos

en la boca con la lengua. Algo quería decir que no salía.Yo traté de romper el hielo:

—Mario me ha dicho que...No pude seguir. Me volví de golpe, sentí que una ola

cálida me subía al rostro. Corrí al cuarto y entonces ocu-rrió. Lo que no había ocurrido en varios años. Algo (no sépor qué, no sé cómo) se abrió en mí. Era como un dique.Me arrojé de bruces sobre la cama y rompí a llorar.

Lloré, quizás, una hora. Felipe no se movió de la sala.La puerta del tabique estaba abierta, y él podía verme,pulsando, como una ola, sobre las sábanas. Al fin me

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fui aplacando. Me incorporé, me senté en la orilla, y lovi allá lejos, y él me miró. Me puse de pie y fui hacia él.No era yo misma. O bien, quizás hubiera vuelto a ser yomisma.

—Perdone —le dije—. Soy una tonta. Pero estuveaguantando este llanto tanto tiempo que...

—¡Lo comprendo, señora, lo comprendo! —dijo Feli-pe—. Usted sabe que Mario y yo somos buenos amigos.A él le afectan mucho las cosas. Siempre fue así, desdeniño... Y su salud no era buena, de un tiempo a estaparte. —Cambió de tono—. ¿Pero para qué hablar deeso? Los aires del Norte le sentarán. Estoy seguro.

Sentí cólera. Me paré, me encaré con él. Le hablé du-ramente:

—¡No! Durante muchos años él y yo nos hemos esta-do engañando. Engaño piadoso. Pero eso se acabó. Losé todo. Ahora... ¿por qué seguir callando? Usted sabeque Mario no va al Norte. Que no tiene ningún empleoen el Norte.

Pareció confundido. Pareció sincero. Sin duda lo era.—Perdone, señora, pero le aseguro que no sé...Yo sentí mi voz todavía más dura:—Pues si no lo sabía, sépalo. No. Esa es otra menti-

ra... piadosa. Nadie me lo ha dicho, pero no necesitoque me lo digan. Mario está enfermo, muy enfermo. Yohablé con el médico. Él se fue sin saber esto. Sin saberotras cosas. Mejor así. Las últimas mentiras. Pero aho-ra, se acabaron.

Los dos callamos. Felipe dijo luego:—Créame que no entiendo bien. Yo creía que Mario

se iba realmente al Norte. Pero si no ha ido allá, dón-de...

—No lo sé —le dije—. Quizás no lo sepamos nunca.Mario no toma decisiones menores. Y yo hablé con sumédico...

Otra vez sentí subir la ola cálida, pero esta vez nohabía lágrimas. Me llevé los puños a las sienes, me las

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apreté hasta hacerme daño. Luego me doblé en la sillay empecé a hablarme a mí misma:

–Está enfermo. Había hecho mucho por nosotros. Nopodía añadir nada. Solo podía restar. Deshacer. Por esose fue. Por eso se fue.

Otra vez callamos. Felipe se puso de pie, miró por laventana, agitó los brazos como si le faltara el aire. Al finme salieron, resignadas, estas palabras:

—¡Dios lo ha querido! ¡Dios lo ha mandado! ¡Dios noha querido remediarlo!

Felipe hizo un gesto de impaciencia. Su voz era agu-da, destemplada:

—Señora, no quisiera meterme... Aún no entiendo bienlo que dice. Pero si sabía, si sospechaba...

No le dejé seguir. Mi voz sonaba áspera, agresiva:—Dice bien; no comprende. Vamos a dejarlo así. Cada

uno lleva su carga.No contestó. Buscó, aturdido, el sombrero. Dijo con

voz tomada:—En fin... Yo... venía... Esto... la casa...—¡Ah, sí! —me oí decir a mí misma—. ¡La casa! Esa

es la otra parte. La casa... Él quería que tuviéramosuna casa. Trabajó para que tuviéramos una casa...

Me había ido quedando fija ante Felipe. Mi rostro de-bía de ser horrible. Su expresión era de espanto.

—Mario me dijo que viniera a verla —dijo informan-do—. Por eso vine. Él mismo escogió la casa. Creo quees buena elección. Y el precio...

—¡Gracias! —le atajé—. No podemos tener casa. ¡Aningún precio!

Abrió mucho los ojos. Dijo finalmente:—Usted comprenderá. No he querido molestarla. Pero

Mario me dijo...—Lo sé. Mario le dijo que yo tenía tres mil pesos. Los

tenía. ¡Ya no los tengo! ¡Hace más de un año que no lostengo!

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Hubo otra pausa. Yo bajé los párpados y traté de pen-sar, de darme valor. Añadí:

—Hace más de un año. ¡Me los robaron! No quise de-círselo a Mario. Otro engaño. No quise lastimarlo. Us-ted lo ha dicho: Mario era muy sensible. ¡Por eso no meatreví a decírselo!

Hubo otro largo silencio. Felipe asintió con la cabeza,la inclinó, y se volvió hacia la puerta. Yo lo seguí hastael portal. Allí me le atravesé en el camino, y lo increpé:

—¿Qué cree usted? ¿Piensa usted que hice mal? —¿Creeque debí decirle la verdad?

Él se echó para atrás. Murmuró, desconcertado:—No sé, señora. La verdad. No sé. No sabría decirle.

No sé... No sé...Dio vuelta y se echó prontamente al camino. Yo me

volví hacia la casa; me dije en voz baja:—¡Sólo Dios es juez! ¡Él solo sabe lo que es bueno!

¡Sólo él sabe lo que es malo!

Mensuario de arte, literatura, historia y crítica. La Habana, año 1,número 7, junio de 1950, pp. 16-17 y 23.

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Mi prima Candita

A los siete años un niño sabe muchas cosas que no entien-de. Luego, con el tiempo, se van revelando, como en unaplaca, y cobran sentido. Así le puede haber ocurrido a Candita.Si alguien le preguntaba si sabía leer Candita le miraba,callada, a los ojos (y nadie podía leer nada en los suyos).Candita era rubia. Era clara. Era callada. Era linda.

Su viejo, mi tío Antón, tuvo entonces un percance.Vivíamos puerta con puerta, por vuelta de lo que ahoraes Orfila. Eso ha cambiado, ha hecho progresos. Hoy elbarrio es distinto. Las dos casas eran de vieja madera yla de mi tío y su mujer, Elvira, tenía detrás, un terreno.Elvira empezó a plantar allí rosas rojas mientras él,Antón, que había sido marinero, y ahora era carrero,salía al trabajo.

No voy a hablar aquí de nosotros: de mí, de mi viejo,de mi hermana Laurita... Esto es sobre Candita, y suviejo, y su silencio.

Yo no sé realmente cómo fue el percance. Tío Antónno era dichoso, y las gentes (aquí y en España) lo ha-bían maltratado. Era un hombre bajito, cuadrado, deboca botada y ojos muy negros. Con todo, Candita saliórubia, como Elvira, como un jabón que vendían enton-ces. Tío Antón no reía nunca; hablaba poco, y parecíallevar siempre un plomo por dentro. No era fuerte (ha-bía decaído) y su carro no era grande. Una mula vieja ychiquita tiraba de su carrito de dulces por las calles, asaltitos, como un culí. Yo creo que, en su alma, tío Antónno le pegaba realmente a la mula, sino a quienes a él lehabían hecho daño, y contra los que nada podía. Y creoque cuando mató a aquel hombre que nunca vimos (sólo

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supimos que tenía un fotingo y que le había tumbadocon él la mula a mi tío) a quienes tiró contra el contén yles rompió la nunca, fue (en su alma) a otras gentes.¡Así somos nosotros! Y el percance fue ese.

Elvira no estaba en casa cuando vino a avisar un guar-dia. Había ido, con la niña, allá por Alquízar, dondetenía parientes. Tardaría dos días, y en esos, mi viejo,que inventaba cosas (juguetes y cuentos), urdió su tra-ma. Todo salió de su cabeza. Le dijo a mi vieja:

—Esa niña... Candita. Es un ángel. Tú debiste haber-me dado una como ella... Ahora, escucha, esa niña nopuede crecer sabiendo que su padre está en presidio.Eso la rebajaría, sería un mal comienzo. No podemospermitirlo. ¡No! Yo tengo una idea.

Era un secreto. La vieja me aspantó de la sala, y ha-blaron solos una hora. Luego él salió vestido y (luego losupe) fue a ponerle un telegrama a su prima Elvira. “Silo ves en los diarios, no le digas nada a la niña. Luegohablaremos.” —decía el mensaje.

Su plan era bueno, pero en cuanto a ella, a Elvira,daba lo mismo. Para ella un hombre era un hombre,fuera primo o marido, y lo que él dijera se hacía. Nohubo reparo. No hubo aspaviento. No hubo demora.

Por la mañana, desde luego, los diarios traían el su-ceso, pero Candita no podía leerlo. La misma noche mivieja fue a ver a unas monjas y cuando llegó Elvira todoestaba acordado. La niña salió enseguida, de interna,para un colegio. No dijo nada. No protestó. No pidióexplicaciones. Nunca habían pensado mandarla, pero aella no pareció extrañarle. Miró a la madre, con ojosclaros, callada. ¡Era rubia! No reía. Miraba, tranquila, alos ojos, y su voz era clara, igual, sin caídas.

Así que al día siguiente de llegar de Alquízar estabaen un colegio, con las monjas. Ni aun estas sabían latrama. Tío Antón no había sido siempre carrero. Anteshabía sido marino, como mi hermano Martín, y siempre

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decía que algún día volvería a serlo. La niña lo sabía.Así que cuando se lo dijeron podía creerlo.

Ese era el plan de mi viejo: Antón había vuelto a lamar. Era un buen puesto. Escribiría. Mandaría regalos.Mandaría dinero. Para eso estábamos nosotros. Dine-ro: no mucho, pues éramos pobres. Antón (le dijeron ala niña, trabajaría en el Norte. Su barco no tocaba enCuba. Quizás pasáramos algún tiempo sin verlo. Perolas cartas vendrían del Norte, con sellos, cuños y giros.Martín, mi hermano, haría las cartas, pondría los giros,imitaría las letras. ¡Perfecto!

El plan seguía: En vacaciones, vendría Candita. Unavez a la semana, Elvira iría a verla. A las sores, y a lasotras alumnas, Candita diría que su padre era marino yque estaba en el Norte. Eso la realzaría ante ellas. Cuan-do tocara en La Habana, Martín iría también a verla, lediría que había visto a su viejo. (Y, desde luego, Canditale miraría, callada, a los ojos.)

La oleada pasó pronto: unas notas en los diarios, unavisita de la judicial y, luego, el juicio. Yo, por supuesto,no fui al juicio. Fueron mis viejos y Elvira y, al volver,hubo un largo y extraño silencio en la casa. Elvira ha-bía plantado de rosas rojas todo el traspatio. Toda lanoche se pasó mirándolas. Había luna.

Yo mismo, no debía enterarme. Me hicieron el mismocuento que a Candita, y el día siguiente del suceso nohabía en casa ningún periódico. En casa. Los había enotras casas, y yo andaba por el barrio, y oí hablar a losvecinos. Así que yo sabía. Y sabía también lo que lehabían dicho a Candita. Entonces mi vieja se dio cuen-ta, y me sacudió, por los hombros, chillando:

—¡Pobre de ti si dices unas palabras! ¡Candita no debesaberlo!

Luego, mi viejo me razonó despacio:—¡Óyeme bien lo que voy a decirte! —y me sujetó

entre las rodillas y me apretó la cara entre las manos.

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—¡Óyeme bien! Tú eres varón. No es lo mismo. Los va-rones son fuertes, porque tienen que serlo. Ellos pue-den ver lo bueno y lo malo, y darle el pecho. Pero lashembras no tienen más que a nosotros, los hombres.Así que mira: tú callas. Candita no debe saber nada, niahora ni nunca. Su padre es marino. Manda cartas. Lemanda dinero. Su padre es bueno...

Calló y me miró muy intensamente la cara:—A ti te lo digo también, muchachito: tu tío no es

malo. No es asesino. Está preso, y lo estará por muchotiempo. Pero no es malo. Es simplemente, desdichado.

Pero había otra cosa: los vecinos. Ellos sabían, y cuan-do Candita viniera, en las vacaciones, se lo dirían. Asíque mis viejos y Elvira buscaron otras casas de made-ra, más arriba, más lejos, y Elvira plantó también allísus rosas rojas. Era su oficio. Pero aquel traspatio eramás grande y la tierra más fértil, y plantó además, bo-cas-de-león, y dondiegos, y moyas, y extrañarrosas...Flores humildes. No flores finas: ni orquídeas, ni da-lias, ni lirios, ni pensamientos, ni perlas-de-Cuba. Perovenían los cesteros, y Elvira pudo empezar a pagar aMartín lo que le debía.

Antón desde luego, estaba enterado. Elvira iba a verlotodas las semanas y le llevaba pequeños regalos. Algode comer. Las visitas sostenían al hombre. Sabía queCandita estaba bien, y que no sabía que su padre esta-ba en presidio. Elvira le llevaba retratos; y él la iba vien-do crecer, por los retratos. El carrero lloraba. Venía a lareja con el rostro duro, seco, y los ojos de plomo. Luegolloraba mirando a los retratos de Candita que Elvira lemostraba. Nunca se quedaba con ellos.

—Ni en imagen quiero yo verla en este sitio —decía mitío.

Y cuando cesaba la visita se iba aliviado.El tiempo fue largo, pero, como dicen, había habido

atenuantes. Y después vino no sé qué rebaja de pena

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para los buenos. Y tío Antón era bueno, aunque él lonegaba:

—No —le oí decir más tarde—. ¡No! Ni he sido ni soyni seré nunca bueno. Los buenos pierden. Siempre losque pierden son los buenos.

Entonces cambiaba de voz, y esta nueva voz era tierna:—Pero aquel retrato de la niña, y lo que se le había

ocurrido a Francisco (mi viejo) era bueno. Por eso merebajaron la pena.

Cuando dijo esto ya estaba fuera. Habían pasado al-gunos años. Candita había crecido, pero, cuando él sa-lió de presidio, la niña estaba aún con las monjas, yaún decía a las otras alumnas que su viejo era marine-ro y que estaba en el Norte. Aun seguía recibiendo giroschiquitos para las vacaciones, y cartas que ella contes-taba con su letra, y regalitos. Tenía una foto de él, decuando era realmente marinero. Nunca pidió otra. Nopedía nunca mucho. Era callada, tranquila, y nadiepodía ver el misterio.

¡Entonces llegó El Día! Mis viejos y Elvira se prepara-ron para ir hasta el Príncipe a buscarlo. Ahora el viejotenía otra trama. Tío Antón debía presentarse, en ver-dad, como un marino, decir a todo el mundo, y decirsea sí mismo, hasta creerlo, que venía del Norte y que eramarino. Debía quedarse unos días en casa, y salir depaseo, hasta reasentarse. Entonces Elvira iría a buscara Candita y al llegar a casa... ¡La sorpresa! Antón esta-ría allí, amable y seguro, para abrazarla. Todo lo pasa-do se iría borrando hacia el pasado. Más nunca sehablaría de eso. Mi viejo le tenía preparado un empleo.Vida nueva. ¡La niña no sabría nunca nada! ¡Nunca lle-varía aquella mancha en su alma! Acabaría de crecer,se casaría, sería linda, sería dichosa.

Así la veíamos, imaginativamente, en el futuro.—Bastante hemos sufrido nosotros —decía mi viejo—.

Hagamos que los hijos sufran menos.Mi viejo estaba tranquilo. Mamá estaba alborozada.

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Elvira estaba nerviosa: temblaba, lloraba, reía, perdíalas cosas. Era aún de noche (nadie había dormido). Alas ocho, o antes, estaríamos allá arriba, esperando aque a tío Antón le abrieran la reja. Luego, cuando Antónestuviera ya en casa, hablaríamos de planes. Mi viejoestaba lleno de ellos

Eran planes que empezarían a cumplirse en seguida.Ahora, mi viejo era chofer (aunque, a ratos, todavía ha-cía juguetes) y tenía un carro nuevo esperando a la puer-ta. Lo paró luego al pie de la loma, y esperamos allí, sinhablar, a que fuera de día. Algunas gentes empezabana trepar por la cuesta (soltaban a otros presos) peronadie miró para ellas. Estábamos demasiado en noso-tros; no podíamos mirar a los otros. Al fin dijo el viejo:

—¡Eh! Arriba: ¡Habrá que coger turno!Los cuatro subimos en fila, y cuando llegamos a la cima,

el sol había salido. Pasado el puente, los guardias nospusieron en arco, con un raso de piedra entre nosotros yla puerta. Esta se abrió pronto y Antón salió el primero.

A la salida, Antón se paró un instante, miró al sol,miró a la gente, y empezó a avanzar muy paso a paso,casi como un sonámbulo, hacia nosotros. Era como sitodos aquellos años hubiera estado pisando sobre cié-nagas. Los guardias no nos dejaron acercarnos: sóloesperar a que él llegara a nosotros. Tío Antón cruzó,así, la plazoleta, paso a paso, mirando fijamente ade-lante, por sobre nuestras cabezas. Elvira estaba en pri-mer término, y tenía los brazos abiertos, esperándolo.

¡Entonces fue el asombro! Por un momento, todos nosquedamos turbados. En lugar de venir hacia Elvira, tíoAntón viró netamente a la izquierda, siguió adelanteentre dos personas, fue a detenerse como a tres metrosdetrás de ellas. Al volvernos, vimos lo que era:

¡Era Candita! ¡Candita estaba allí, detrás de nosotros,esperándolo!

Mensuario de arte, literatura, historia y crítica. La Habana, año 1,número 9, agosto de 1950, p.17

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Índice

Prólogo/ 5La furnia/ 28Un hombre arruinado/ 33Vida y muerte de Pablo triste/ 37El flautista/ 43El bejuco/ 46El comisario ciego/ 64No pasa nada/ 71El primer almirante/ 86La selenita/ 106Ojos de oro/ 122El día de la victoria/ 137La imagen que yo recuerdo/ 159Angusola y los cuchillos/ 166El cuarto de morir/ 186Mi hermana Laurita y nosotros/ 200Historias de tres días/ 206Mi prima Candita/ 216