Nostalgia y orgullo coloraos

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NOSTALGIA Y ORGULLO COLORAOS Era un miércoles por la tarde después de comer. Estaba yo sentado a la puerta de mi humilde barraca, con la huerta pegadica a ella. Se oía el rumor constante, cantarín y alegre del agua de la acequia pasando junto a la casa. El aire estaba impregnado de un embriagador aroma a azahar proveniente del cercano huerto de naranjos y limoneros. Muy cerca tenía unas hermosas tomateras, cuyos frutos ya empezaban a trocar su verdor por un colorao encendido que enrojecía esa parte de mi huerta. Un poco más allá estaba el bancal de habas que ya mostraba sus primeros frutos de verdes y granadas vainas. Me recordaban a la gran mata que cada año colocan en el paso del Pretorio, muy cerca del Berrugo, para que éste pueda robar sus habas bajo el balcón de Pilato. A la sombra de un frondoso olivo de hojas verde-plata se encontraba el pozo cuya fresca agua bebemos mi familia y yo. Ese rincón del pozo me encanta, porque me recuerda al paso de La Samaritana. Tan sólo faltan las imágenes de Jesús y la hermosa moza de Samaria que viene hasta el pozo para llenar de agua el cántaro que lleva bajo el brazo. La brisa de la tarde me trajo un aroma de pan recién horneado en el horno moruno de leña que hay junto a la barraca. Ese olor me hizo recordar a la hermosa hogaza que se pone sobre la mesa del magistral paso del Lavatorio. También me trajo a la mente el pan que Marta está sirviendo sobre la mesa del hogar de Betania, con Jesús sentado a dicha mesa, acompañado de María y de Lázaro. De pronto, desde el corral se oyó el canto de uno de los gallos que allí tengo. Ese canto me trajo a la mente el paso de La Negación donde un gallo disecado simula cantar dos veces tras haber negado San Pedro en tres ocasiones al Señor.

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NOSTALGIA Y ORGULLO

COLORAOS

Era un miércoles por la tarde después de comer. Estaba yo

sentado a la puerta de mi humilde barraca, con la huerta

pegadica a ella. Se oía el rumor constante, cantarín y alegre del

agua de la acequia pasando junto a la casa.

El aire estaba impregnado de un embriagador aroma a

azahar proveniente del cercano huerto de naranjos y limoneros.

Muy cerca tenía unas hermosas tomateras, cuyos frutos ya

empezaban a trocar su verdor por un colorao encendido que

enrojecía esa parte de mi huerta.

Un poco más allá estaba el bancal de habas que ya

mostraba sus primeros frutos de verdes y granadas vainas. Me

recordaban a la gran mata que cada año colocan en el paso del

Pretorio, muy cerca del Berrugo, para que éste pueda robar sus

habas bajo el balcón de Pilato.

A la sombra de un frondoso olivo de hojas verde-plata se

encontraba el pozo cuya fresca agua bebemos mi familia y yo.

Ese rincón del pozo me encanta, porque me recuerda al paso de

La Samaritana. Tan sólo faltan las imágenes de Jesús y la

hermosa moza de Samaria que viene hasta el pozo para llenar de

agua el cántaro que lleva bajo el brazo.

La brisa de la tarde me trajo un aroma de pan recién

horneado en el horno moruno de leña que hay junto a la barraca.

Ese olor me hizo recordar a la hermosa hogaza que se pone sobre

la mesa del magistral paso del Lavatorio. También me trajo a la

mente el pan que Marta está sirviendo sobre la mesa del hogar

de Betania, con Jesús sentado a dicha mesa, acompañado de

María y de Lázaro.

De pronto, desde el corral se oyó el canto de uno de los

gallos que allí tengo. Ese canto me trajo a la mente el paso de La

Negación donde un gallo disecado simula cantar dos veces tras

haber negado San Pedro en tres ocasiones al Señor.

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Me levanté y fui a echar unas cuantas hojas frescas de

morera a los gusanos de seda que criaba en los zarzos, como cada

año. Vi que varios de ellos ya se habían encerrado en la prisión de

seda que supone su propio capillo con el que se hilaría

posteriormente ese precioso hilo que significa desde antaño

tanta riqueza para los que, como yo, vivimos en la huerta. Ese hilo

con el que también se tejen ricas y sedosas telas brocadas y

teñidas de azul y rojo, con las que luego se confeccionan los

hermosos vestidos que lleva la Virgen Dolorosa de Ruiz-Funes,

como siempre se ha conocido a la Dolorosa de los Coloraos.

Ese hilo de seda con el que, tras ser teñido de rojo, se

tejió el simulado torrente que brota del abierto costado del

Cristo de la Sangre al que tantos Miércoles Santos cargué sobre

mi hombro derecho en la Procesión de los Coloraos cuando era

nazareno estante de esa Cofradía. El mismo Cristo que, dentro

de unas pocas horas volverá a desfilar por las calles de Murcia un

año más. Porque sí, hoy es Miércoles Santo, aunque yo sólo soy un

pobre anciano que ya no es capaz de cargar bajo la tarima del

paso.

Un nuevo soplo de brisa me trajo un embriagador aroma de

flores. Olor a rosas, claveles, azahares, “alarises” y gladiolos,

como tantas flores que adornan todos los pasos que salen en esta

huertana y mágica noche del Miércoles Santo murciano y

carmelitano.

Es por todo ello que la tristeza y la añoranza causadas por

no poder vestir nunca más mi túnica colorá hacen que cualquier

cosa que huelo, oigo o veo esta tarde, sentado a la puerta de mi

barraca me traiga a la mente ancianos recuerdos coloraos.

En mitad de todas estas evocaciones oí el caminar de

varias personas que venían acercándose por la senda que pasa por

delante de mi barraca.

Se trataba de un grupo de gentes de caminar firme,

presuroso, decidido e inquieto, como el que está ansioso por que

llegue el momento más deseado del año. Se les oía conversar

animada y alegremente mientras caminaban.

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De vez en cuando se escuchaban unos crujidos que me eran

sobradamente conocidos: se trataba del crujir de enaguas

almidonadas balanceándose bajo sus túnicas con el movimiento al

caminar.

Eran cinco nazarenos coloraos que pasaban por delante de

mi barraca. Todos me saludaron con la mano al pasar, porque a los

cinco les conocía: los dos hermanos “Requena”, Cabos de Andas

del Cristo de las Penas y los otros tres, que eran estantes

del San Juan.

Los cinco

vestían sus

túnicas colorás.

Llevaban el capuz

y el estante de

madera al hombro.

Pañuelo de seda

anudado a la

cabeza. Pasitos

cortos de pies

calzados con

esparteñas de

carretero que se

agarran a la tierra

con firmeza.

Artísticas medias

de repizco cubrían

sus piernas y los

cinco llevaban sus

buches repletos

de caramelos.

Se oía una

alegre algarabía

de zagales de la

huerta rodeando a

los nazarenos mientras les cantaban aquello de: “Nazareno

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colorao, ¿cuántos kilos te has echao? Uno en el centro y dos en

los laos”. Ese bullir de niños me trajo a la mente a los niños

coloraos por excelencia: el tierno y encantador que tiende su

manita a Jesús caído de las Hijas de Jerusalén o al angelito-niño

que recoge en un cáliz la Preciosa Sangre que mana del Costado

del Cristo.

El grupo de nazarenos iba caminando con dirección a

Murcia, hacia la iglesia del Carmen, como tantos años había yo

hecho lo mismo. Les vi marchar con la tristeza y la añoranza del

que ya no puede hacer lo mismo que ellos, porque yo ya no era uno

de ellos. A mí tan sólo me quedaban mis recuerdos coloraos.

Mentalmente les deseé una Feliz Procesión, mientras les

veía alejarse por el polvoriento camino. Les miré y lloré con una

mezcla de nostalgia y de orgullo coloraos.

Juan Manuel Nortes González