Norman Mejía_Art El Heraldo

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Dominical de El Heraldo, 22 de febrero de 2010 El pintor que le hizo ‘pistola’ al sistema C u a n d o n o e s t á p i n t a n d o , N o

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Dominical de El Heraldo, 22 de febrero de 2010

El pintor que le hizo ‘pistola’ al sistema

Cuando no está pintando, Nor

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man Mejía compone canciones. Tiene más de 500 temas.

Por: María Alexandra Cabrera

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Estaba advertido. A Palomo había que montarlo todo lo que fuera posible. Una mañana –cielo azul intenso, brisa, mar revuelto– recordó aquella advertencia de la mujer que se lo había regalado.

Como si estuviera en carnavales se vistió de capuchón y puso su delgado cuerpo encima de un galápago que vestía el lomo del caballo. Por las playas de Salgar, rodeadas de acantilados que pronostican el fin de la tierra, cabalgó con la mente vacía y el cuerpo tranquilo hasta que un jadeo seco y continuo se mezcló con el rumor de las olas.

Inclinó su cuerpo y se encontró con una espuma blanca y espesa que salía sin afanes de la boca de Palomo. De repente una luz intensa inundó su cara. No recordó nada más, no supo cómo regresó a su casa. Había tenido, lo que hoy llama, una experiencia solar. Nunca volvió a ser el mismo.

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La biblioteca de cuatro pisos permanecía en silencio. Las grandes luces derramaban un amarillo anémico. Afuera llovía, tarde gris, helada. Un libro de arte en Colombia, con un intenso olor a polvo que delataba sus 19 años de vida en un estante, estaba pegado en mis manos frías. Página 112, Norman Mejía, Obra: La horrible mujer castigadora. Una mujer desfigurada, monstruosa, en medio de un ambiente violento y sexual se metió hasta mis huesos. Los datos sobre el pintor se resumían en una sola frase: “el artista desapareció del mundo del arte colombiano a finales de los años 60, por decisión propia”.

¿Quién era Norman Mejía? ¿Estaba vivo? “Vive en un apartamento sin ventanas en Barranquilla, no le gusta exponer y no recibe a nadie”, me dijo un profesor de historia del arte de la Universidad de los Andes. Al mes, estaba en Barranquilla en una tarde húmeda sin sol esperando en la entrada del edificio de tres pisos –que en algún momento debió ser blanco– a que María Cristina Celis, su compañera desde hace 30 años, bajara a abrirme la reja.

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Tina, como le dice Norman, es una aparición. Pantalón y camiseta negra, tenis blancos, rizos castaños bailando con el viento, piel sin maquillaje, voz suave. Un ángel que viste de negro y que también pinta.

El patio huele a jazmines, la tierra está húmeda. Subo unas pocas escaleras y cruzo una puerta blanca que no se inmuta ante la brisa. Al cerrase veo el dibujo de una mujer con las tetas gigantes y la cara aterrada.

Me sumerjo en un espacio oscuro, que podría ser un tipo de museo surrealista, donde hay cuadros en cada esquina –mujeres con las piernas muy abiertas y las manos en la cabeza, desfiguradas, maceradas, mujeres niñas descubriendo su sexualidad, varias Minnie Mouse en pequeños lienzos, la cabeza de un toro comiéndose a una mujer en una esquina, ojos gigantes que parecen mandalas, cuadros abstractos con intensas manchas azules y amarillas–, una cama con un tendido mexicano en el centro, una batería descompuesta y una mesa que me llega a las rodillas con un cráneo y unas muñecas de plástico viejas.

En el fondo, en una especie de estudio –cuadros de Tina tocan el techo, puerta transparente, corrediza, dos ventiladores en el piso–, está Norman esperándome. Viste de negro, su enorme cuerpo está inmóvil y erguido en una silla negra con ruedas en las patas, tiene un bastón de madera en la mano derecha y su larga barba blanca recogida en una delgada trenza que Tina le arregla con devoción.

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Viste de negro y generalmente

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su larga barba blanca la recoge en una delgada trenz

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a que ‘Tina’ le arregla con devoción.

Norman nació en Cartagena el 26 de junio de 1938. De su familia prefiere no hablar. El tema lo incomoda, lo silencia. Su madre cartagenera, de clase alta; su padre paisa, de clase media y un importante puesto en la fábrica de telas Fabricato que lo acompañó toda la vida. Es el mayor de tres hermanos. Su hermana menor vive en Francia y su otro hermano, administrador de empresas, en Barranquilla; casi nunca se hablan.

Su infancia fue solitaria. A los 13 años, en un internado militar en los Estados Unidos, conoció la violencia –clave para entender gran parte de su obra–, aprendió cómo matar de un solo golpe, a contestar con un contundente sí señor, a hablar poco.

El gusto por la pintura le llegó de repente, sin esperarlo, cuando después de dejar el internado militar para cursar el último año de bachillerato en un colegio privado en Miami, un profesor le pidió que hiciera un afiche que motivara a los estudiantes más pequeños a estudiar en exámenes finales. Norman dibujó la figura de un señor con un bombillo en la cabeza. Esa noche encontró encima de su cama una caja de pinturas. Al lado del regalo una nota del profesor revelaba la palabra Paint.

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Las que algún día sirvieron de ventanas hoy están cubiertas con filas de cuadros que impiden la entrada del sol. De una lámpara de mesa sale la única fuente de luz –tibia, delgada–.

El lugar está impecable, no se ven manchas de óleos o acrílicos que atestigüen que allí viven dos pintores. Las manos y las uñas de Norman están limpias y arregladas. Resulta extraño para un artista que, como él mismo asegura, no ha dejado de pintar un solo momento. “Hacer un cuadro es como una masacre, por eso no me gusta tener huellas de pintura en las manos que me recuerden ese acto que cometí, siempre las limpio con mucho cuidado”.

Cuando no está pintando –por su gordura ahora solo trabaja en lienzos pequeños– lee libros como The dead are alive (Los muertos están vivos), de Harold Sherman, escucha música (preferiblemente rock clásico o algunas arias de ópera), compone canciones (tiene más de 500 temas, entre ellos La periferia, número uno durante tres meses en el Rockódromo, sitio de encuentro en los años 60 de los hippies barranquilleros en Puerto Colombia) y come las meriendas que Tina le lleva religiosamente: pan, leche, miel, queso blanco y dulce de guayaba. No come más. Un pequeño televisor que reposa en el suelo y un teléfono de bocina gruesa por el que se comunica con los pocos amigos que tiene son su único contacto con el mundo. El de los vivos. Su otro mundo, el de los espíritus y seres que lo acompañan, es tan grande y variado como su obra misma. Con ellos está siempre en contacto, nunca lo defraudan. “Es que los espíritus están más vivos que nosotros”.

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Norman regresó a Barranquilla a mediados de los años 50 convencido de querer convertirse en pintor. “Desde que hice mi primer cuadro quedé enviciado con el olor de la pintura. Entré en un estado alterado en el que todo se me olvidó”.

Su madre, para quitarle la loca idea de convertirse en artista, lo mandó donde Alejandro Obregón –por entonces ya reconocido en Barranquilla como un pintor virtuoso– para que diera un veredicto sobre lo que hacía su hijo.

La conclusión del maestro fue enfática: “Perfecto. Lo que haces está bien”. Con el tiempo los dos artistas construyeron una amistad basada en la admiración mutua, el gusto por la pintura y la fascinación por las mujeres. “Alejandro me decía que yo no sabía pintar con la regla de oro de la composición, entonces yo le contestaba, para dejarlo desubicado, que la única regla que conocía era la de la menstruación”. Norman expulsa una carcajada, lleva la cabeza hacia atrás y tapa su boca con ambas manos para esconder su sonrisa.

La última vez que vio a Obregón fue en Miami –ciudad en la que Norman y Tina vivieron varios años– a inicios de la década de los 90, cuando la pareja de artistas atravesaba la peor crisis económica de sus vidas. Entonces el consagrado Alejandro Obregón, a quien le quedaban pocos meses de vida, los salvó. Alquiló un container para que la obra de la pareja cruzara el Atlántico y regresara a Barranquilla.

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Con la primera aprobación del maestro, Norman se dedicó a pintar caras de gatos aterrados –ese año llegó a vivir con 37 gatos– siempre en un contexto violento. Una obra de esa temática, Naturaleza muerta con cara de gato, le dio su primer premio en pintura: una mención de honor en el Salón Nacional de Artistas de 1958.

Al año siguiente aprendió a decir no cuando le anunciaron que tenía que irse a trabajar con su padre a Fabricato. La respuesta fue un no enfático y rotundo con el que empezó, por primera vez en su vida, a tomar sus propias decisiones. Le vendió a un gringo un carro deportivo TR2 que le habían regalado sus padres y con la plata que pudo recolectar dejó las comodidades de su hogar y cogió un barco rumbo a España.

A diferencia de lo que dicen algunos libros sobre sus estudios de arte en el Viejo Continente, Norman es un autodidacta capaz de pintar 17 horas seguidas. Jamás tomó una clase de pintura. Nunca pisó una academia. Una versión muy distinta a la que en su momento dijo su madre quien, según cuentan en Barranquilla, justificó la repentina partida de su hijo asegurando que había viajado a estudiar pintura en las mejores academias de Europa.

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Fotos del artista realizada p

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or Natalia Behaine. Pintura: archivo El HERALDO.

El que hoy podría ser considerado el gran pintor expresionista de Colombia, vive rodeado de más de 3.500 obras que el país no conoce. En un cuarto bautizado ‘Popayán’, las cuatro paredes que guardan la mayoría de su obra de los años 60 sudan. La luz es débil, los cuadros están arrumados, sin marco, los más grandes están colgados. Trazos espontáneos, rápidos, expresivos. Pinceladas en negro, blanco y rojo, los colores con que pintó en esa década una infinidad de mujeres que muchos calificaron de ‘satánicas’.

Un adjetivo que llegó al libro Diccionario de Colombia, publicado por la Editorial Norma. En las páginas finales de la letra M,

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de Norman Mejía se afirma, entre otras cosas: “Fue visto como un pintor satánico y un descuartizador de mujeres”. Hoy, ‘satánico’ y ‘descuartizador’ son dos palabras que le quitan la calma y lo convierten en un hombre furibundo. Dos palabras por las que muchos no se acercan. Dos palabras que llevaron a los pescadores de Salgar a quemarle su casa en Puerto Colombia en 1994. Porque esas mujeres maceradas, con las piernas abiertas y las tetas gigantes solo podían ser producto del diablo. Un golpe duro para el artista. Un dolor que le quedó pegado en el alma. Dos palabras que iniciaron su encierro, su prevención con el mundo. “Satánico es quien recurre al diablo como fuente de energía, pero yo tengo mis propios seres de luz. Me dicen así por envidia, por ignorancia, porque fui sincero y pinté lo que nadie se ha atrevido a pintar”.

Continúa firme, erguido, apoyado en el bastón que pasa de una mano a la otra. Tina va y viene. Sus ojos verdes casi no parpadean.

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En cinco años Norman recorrió Europa con unos blue jeans desteñidos y una chaqueta de cuero negro. En París, para ganarse unos francos, no tuvo más remedio que internarse por horas en una galería a despintar lienzos.

Una tarea que lo llevó a madurar su pintura y que lo acercó, por primera vez, al mundo de las alucinaciones cuando el olor penetrante de los disolventes de óleos se metió sin permiso en su cuerpo para mostrarle imágenes efímeras que adquirían nuevas formas a medida que la pintura iba dejando virgen el lienzo. En Madrid vivió una experiencia parecida cuando un poco del remedio que tomaba para curarse de una avitaminosis repentina terminó en su estómago. Fue antes de su primera exposición –cuadros en cartulinas, brochazos fuertes– en la Galería Darro (lugar donde expusieron figuras de la talla de Antonio Saura y Manolo Millares). Al poco tiempo regresó al país.

Llegó a Bogotá en 1964 donde su amigo, el también artista Carlos Granada, quien se encargó de hacerle entender que si quería darse a conocer en el país solo había una persona a la que tenía que mostrarle su obra: Marta Traba. “Con lo tímido que era yo en ese momento la llamé y tuve la suerte de que aceptó verme al día siguiente. Llegué puntualísimo con mi carpetica de pinturas y comencé a sacar la obra como quien saca un naipe.

Ella miró todo sin afanes, en silencio, y me preguntó cuánto tiempo me tardaría en tener lista una exposición. Muy a la ligera le contesté que en dos meses. La obra que presenté era fuerte, macabra, sin ninguna belleza convencional”.

La muestra de 69 pinturas se inauguró en enero de 1965 en el Museo de Arte Moderno de Bogotá. En ese momento era uno de los pintores preferidos de la crítica. “Sus formas, sus colores, sus asociaciones, su imaginación deformante, su convulsivo y enorme mundo físico han socavado la edénica tranquilidad del arte colombiano que ni los relámpagos deslumbrantes de Obregón ni la risa bárbara de Botero habían conmovido realmente a fondo”, escribió Traba. Sus comentarios lo ubicaron, muy rápido, en un lugar privilegiado dentro del circuito del arte de esos años.

Para María Teresa Guerrero, crítica de arte, “Norman fue un boom con el que todo el mundo quedó impresionado. Para la gente, acostumbrada a cierto lenguaje visual y muy ligada a gustos estéticos de otras décadas, no fue fácil cambiar la mirada. Él rompió con cualquier concepto tradicional de la palabra belleza”. Sin embargo, Norman, quien sueña con que un día le digan ‘Norman the Great’ porque ‘Don Norman’ le suena muy feo, asegura que nunca se adaptó, que siempre fue visto como una curiosidad.

Ese mismo año, con 27 años, ganó el Primer Premio en Pintura en el Salón Nacional de Artistas con un cuadro que realizó en tres semanas: La horrible mujer castigadora. “Ese título tan divertido se ha prestado para una variedad de alternativas. Esa mujer soy yo, mi mamá, una novia que tuve en España…”.

Con el premio obtuvo todo el prestigio y la fama con que sueñan la mayoría de los artistas. Pero Norman no era como la mayoría. “Era una obra maravillosa y me merecía el premio pero no estaba preparado para la polémica que se armó.

Y lo peor es que todos piensan que yo he estado todos estos años haciendo lo mismo, qué brutalidad”. Y es cierto, su producción de cuadros abstractos –colores primarios desparramados en el lienzo que obedecen a cierto orden compositivo–

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es igualmente amplia y maravillosa. Solo la han visto unos pocos.

Después vinieron varias exposiciones, la participación en el Festival de Vanguardia en Cali, organizado por los nadaístas, y en 1966 una de las exposiciones más osadas en la historia de Colombia, en la facultad de psicología de la Universidad Nacional.

En resumen fue así: con la única condición de que no hubiera ningún tipo de coctel en la inauguración, el artista preparó una muestra llamada ‘En el paisaje’. Los tres pisos de la facultad estaban llenos de obras de diferentes tamaños y parlantes llevados por Juan David Botero, hermano de Fernando Botero y dueño en ese entonces de La Bomba, una famosa discoteca en Bogotá. Durante toda la noche, a los asistentes no les quedó otra opción que oír el rock consolidado de los Rolling Stones en Aftermath. A la escena hay que agregarle la imagen de una serie de meseros organizados por el artista Bernardo Salcedo para que simularan llevar una bandeja cargada de copas. Después de esa muestra el genio desapareció. Eso dijeron.

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Estaba advertido. A Palomo había que montarlo todo lo que fuera posible. Luego de aquella experiencia solar, Norman no volvió a ser el mismo.

Decidió no regresar a Bogotá, una ciudad que jamás quiso, para quedarse en Barranquilla con la idea de hacer una casa castillo en Puerto Colombia. Se dejó crecer la barba con el propósito de no volver a cortarla para no ir en contra de la naturaleza. Empezó una relación más cercana con su obra y una más radical con galeristas y coleccionistas. Conocido por su timidez, su escasez de palabras y su nerviosismo, se volvió de repente un hablador compulsivo que frecuentemente hablaba de la ‘multiposibilidad’, el ‘magnetismo’ y el ‘paralelo’. “Dirán que estoy loco, pero muchas veces la locura es la liberación. Si algo me ha dado la pintura es libertad”.

Obra de

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Norman Mejía/Archivo fotográfico EL HERALDO.

Para algunos críticos y libros de arte colombiano, Norman Mejía desapareció en los años 60. Sin embargo, en todos estos años expuso en Medellín, Cali, Nueva York, Cartagena y Barranquilla, donde en junio de 1981 realizó en el Salón de Avianca una de las exposiciones más grandes que se haya realizado en la capital del Atlántico. Más de 300 obras –unas incluso colgadas del techo– componían la muestra Norman Me Guía. “El artista –según cuenta la galerista Ester Lara– no permitió que se vendiera ningún cuadro, por los que llegaron a ofrecer hasta 15 millones de pesos, una cifra bastante alta para la época”. Y todavía le cuesta venderlos. “El que no pueda ser egoísta como yo no puede ser pintor –dice enfático mientras un

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sonido seco sale de las ruedas de la silla–. “La P de pintor es la P de puta, y no me importa quedar mal porque para quedar bien tendría que quedar mal conmigo mismo. Además, a mí todos los galeristas, los críticos y los coleccionistas me han defraudado, siempre terminamos en pelea”.

Su última exposición, llamada Realidades Fantásticas, la realizó en mayo de 2005 en la Galería Alonso Garcés de Bogotá. Norman asegura que, aunque el galerista lo buscó durante un año para convencerlo de que expusiera, los recuerdos que le quedan son amargos. “Para mí una exposición es sentir inmediatamente que pierdo el control de mi obra, siento siempre que me equivoqué, es una trampa en la que caigo por hambre de dinero.

Por eso no me interesa exponer, porque en realidad no necesito que me halaguen ni que me confirmen nada. Soy una exposición abierta, el que quiera ver mi obra puede venir y verla”.

Y es cierto, aunque para acercarse a él hay que hacer un previo lobby e ir la primera vez con alguien que sea de su total confianza, pero no todos han tenido suerte. Cuentan que a una curadora de arte se le bajó la presión al ver sus pinturas y terminó en el hospital, y que varios galeristas y coleccionistas han salido corriendo al intentar ofrecerle un precio por algún cuadro, generalmente de los años 60. “Su obra es de un valor incalculable, para mí es el único artista colombiano verdaderamente alucinante, por eso le sigo insistiendo”, dice un coleccionista que lleva años intentando comprarle un cuadro.

Sin embargo, otros han logrado entrar a su misterioso espacio sin problemas (porque no van con el objetivo de comprar), la mayoría han sido estudiantes. Para Norman esas visitas son una de sus mayores alegrías. “Me gusta que vengan los jóvenes porque todo es más espontáneo. Ellos no se sienten forzados a tener que decir algo inteligente sobre las obras”.

Eduardo Escobar, quien nombró al artista El monstruo de Barranquilla, asegura que la obra de Norman ha sufrido de una gran incomprensión en un mundo que ya no sabe qué es bueno y qué es malo en arte. “A mi juicio es el más grande pintor de Colombia. Un personaje excepcional que puede estar pintando todo el día, con una obra tan asombrosa que los críticos que la ven no son capaces de emitir un juicio al respecto. Sueño con que el país reconozca a este hombre, se lo merece”.

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Las advertencias sobre el terrible genio del artista y sus repentinos ataques de locura no son más que eso. Advertencias de gente que se guía por rumores, que no lo conoce. Norman se mostró como un ser apasionado, impredecible, terco, generoso.

Con la emoción de un niño describe los espíritus que lo acompañan, con los que pinta, los que se le aparecen para dejarlo conocer otro mundo; uno más amable y mágico. Habla de una idea de sexualidad sagrada, de la Iglesia del Goce Divino, su religión, la cual tiene como principios la posibilidad de que un hombre esté con cualquier mujer siempre y cuando ésta se le entregue sin miedo, y donde el ser humano encuentra la felicidad al aceptarse con sus defectos y virtudes. Habla con humor, con una ingenuidad latente de un hombre que, a sus 71 años, sigue maravillado con el mundo.

La idea de hacer un museo con todas sus obras en el terreno que tiene en Puerto Colombia –donde hoy mantiene un cultivo de alacranes– ya no le entusiasma, tampoco espera nada de las galerías. Su éxito ha consistido en lograr que cada día le guste lo que hace. “Esa es mi fórmula. Yo soy mi máximo admirador, por eso no me importa lo que digan de mí y sobre todo porque yo no soy pintor, soy un brujo, un místico”.

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Encerrado y sin dejar de pintar un solo momento, vive con la seguridad de ya no tener un lugar en el mundo. Aunque varios lo han buscado para comprarle un cuadro o convencerlo de que exponga, la respuesta es siempre la misma: No. No porque nunca pueden llegar a un acuerdo económico, no porque sólo lo buscan por los cuadros de los años 60 y su obra va más allá, no porque siempre está desconfiando, sintiéndose fácilmente agredido, robado. No porque está enamorado de sus obras. “Es que yo tengo una necesidad espiritual sobre cada uno de mis cuadros”.

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Tampoco le importa no ser reconocido dentro de la historia del arte colombiano. “Yo estoy en un papel fabuloso porque estoy escondido –cuenta mientras trata de despegar su cuerpo de la silla–. Mi gran aporte a la historia del arte ha sido sacarme de circulación, solo así he podido ser yo”.

Estaba advertido. A Palomo había que montarlo todo lo que fuera posible. Luego de aquella experiencia solar, Norman no volvió a ser el mismo. Tina va y viene. Sus más de 3.500 cuadros descansan en las paredes. Me despide con cariño. Continúa erguido, apoyado en el bastón que pasa de una mano a la otra. Sus ojos verdes casi no parpadean.

Las fotografías de Norman Mejía para esta edición son de la barranquillera Natalia Behaine.