Nomastique # 15 / Arrabalero

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Ciudad de México junio2013

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A todas horas atolondraban el vasto tutilimundi arrabalero con alguna alborotosa novedad

Alejo Carpentier

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El EvenfloBernardo Esquinca

Su territorio es la línea azul del metro. Taxqueña-Cuatro Caminos. Seguro lo has visto. Todos lo han visto. Es tan bueno para aterrorizar como para conseguir dinero. Su técnica consiste en intimidarte para que lo ahuyentes con unas monedas. Sabe muy bien que es repugnante y lo explota. Los pasajeros le temen. Es una leyenda urbana. Y es real. La pesadilla que te acecha de camino al trabajo. La pesadilla que te aguarda por las noches en tu dormitorio, cuando cierras los ojos y dices: Dios, podría ser yo. Después lo olvidas, te despiertas, desayunas y te lavas los dientes. Te subes al metro y vas pensando en los pendientes de la oficina. En la junta que durará horas entre el ego desbordado y los devaríos de tu jefe. Hasta que lo escuchas nuevamente. El sonido característico que hace mientras se acerca. Los vagones de la línea azul no tienen divisiones, son como el interior de un enorme gusano, el territorio ideal para que desfilen en procesión los despojos de la sociedad. Ciegos que cantan himnos a Dios. Faquires adolescentes que se clavan vidrios en la espalda y luego afirman hacerlo para no robar. Lisiados que limpian zapatos arrastrándose por el suelo. Pero nadie se compara con Él. Puedes ver las caras de terror de los demás pasajeros. También lo han escuchado. Se aproxima lentamente. Ku-ñeee. Ku-ñeee. Es como un llanto gutural de un bebé-monstruo que se ahoga. Algunos optan por bajarse en la estación que no les corresponde. Los que traen audífonos, suben el volumen. Casi todos miran. Es inevitable. Cuando llega al vagón en el que viajas, su presencia inunda cada milímetro de espacio. Y después succiona el aire y las miradas. Hay angustia y desasosiego. Tan sólo dura unos segundos y a la vez una eternidad. La eternidad de los momentos incómodos. Esos instantes que te revelan con toda su fuerza lo que en el fondo ya sabes: la vida es miserable pero siempre puede empeorar. Conforme se acerca, crece la sensación de asfixia. Él te roba el aliento. Está en su territorio. Él vive ahí, tú eres un turista. Por lo

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tanto, le perTeneces. Sus manos cargan un güiro improvisado al que arrancia sonidos torpes. Pero lo que taladra los oídos son sus alaridos. Su canto. Ku-ñeee. Ku-ñeee. Y todos miran porque saben que es un error ignorarlo. Porque entonces te buscará la cara, gritará para ti y te obligará a observarlo. Está quemado. La piel de su cara se derritió, y fundió el cuello con los hombros. Su cabeza tiene la forma de una mamila. De ahí su apodo: el Evenflo. No hay cejas, no hay párpados, no hay nariz, no hay labios. Sólo orificios. Sin embargo, lo más temible es su mantra maléfico: Ku-ñeee. Ku-ñeee. Algunos pasajeros habituales de la línea azul afirman que tienen más de veinte años encontrándose con Él. Siempre ha estado igual, la deformidad lo ha salvado del tiempo: parece no envejecer. En su piel chamuscada no crecen cabellos ni arrugas que lo delaten. Es una cicatriz humana. Muchos piensan que el Evenflo existía antes de que el metro fuera construido, y que continuará con su lamento ominoso cuando el transporte deje de funcionar. Nadie conoce su origen. Es La Tragedia Encarnada. La Llorona del Subterráneo. Su quejido no se dirige a nadie en particular, pero quienes lo escuchan lo hacen personal. Es un recordatorio. Podrías ser tú. Ku-ñeee. Ku-ñeee.

* El Evenflo, es un fragmento de Toda la sangre, novela de Bernardo Esquinca que será publicada este mismo año por la editorial Almadía. Agradecemos al autor por esta primicia.

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Flores de arrabal

Mario Alfredo Hernández

en el cine mexicano

El callejón de los milagros, la película que Jorge Fons filmó en 1994 a partir de la novela del egipcio Naguib Mahfuz, tiene en su corazón una secuencia que sintetiza las coordenadas en que el cine mexicano ha situado ese lugar imaginario –pero no por ello ficticio– que es el arrabal: el personaje de Daniel Giménez Cacho, después de cortejar “con intenciones serias” al personaje de Salma Hayek, le dice que en realidad lo que él quiere es prostituirla, porque “su único logro en esta vida es ser una flor de arrabal, no más”. Así, las flores de arrabal como Salma no pueden huir de su destino condicionado por el espacio en que nacieron: el de las clases populares, pero también el de la naturalización de la desigualdad y, más aún, uno cuyos muros despostillados y pletóricos de cárteles con anuncios de lucha libre han hecho de sus habitantes receptáculos naturales de la humillación pasiva. Podrías ser flor de arrabal, el hijo listo de Dolores del Río que está a punto de recibirse como abogado, la hermana virtuosa y sufriente de Pedro Infante o, incluso, el policía bondadoso del Salón México: pero si eres un personaje concebido por la mente de un cineasta mexicano, probablemente estarás condenado a que tu destino sea una espiral de decadencia y que –en el último instante y sin confesarlo– te arrepientas de no haber tomado la ruta pecadora y gozosa que siguieron Ninón Sevilla o Lilia Prado.

Por supuesto, el arrabal en el cine mexicano no es tanto una construcción aspiracional como el depositario de una educación sentimental. No es solo un espacio delimitado por escenografías de cartón y mugre artificial que contiene los auténticos sentimientos de quienes, a falta de pan, sólo tienen un corazón de oro para morderse y entregarlo como muestra de amor y devoción; el arrabal es también el espacio donde Pedro Infante y Blanca Estela Pavón comunican su amor a silbidos, en el que Arturo de Córdova vuelve loca a Delia Garcés con sus celos, donde Regina Orozco abandona a sus hijos como una prueba de amor al falso Charles Boyer que se parece al propio Giménez Cacho. Ellos,

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efectivamente, son personajes ficticios, pero también los síntomas de una educación sentimental que nos ha enseñado que la riqueza significa poseer un hogar elegantemente amueblado y modales que evitan que nos vayamos a los golpes cada vez que decimos lo que efectivamente pensamos, o que abandonemos a la esposa cuando se nos atraviesa una flor de arrabal en el camino. Porque la gente de arrabal no tiene esos filtros morales ni sociales para contener sus impulsos: ellos mienten, engañan, odian; pero también son capaces del sacrificio absoluto, de la conmiseración total, de la abnegación plena. Y no es que sean ni buenos ni malos; al contrario, son buenos y malos a la vez, lo que hace que las historias que pueblan sean más trágicas que heroicas. Si fueras un personaje, por ejemplo, de un melodrama de Ismael Rodríguez y te observara un politólogo, él diría acaso que tu comportamiento es muy semejante al del buen salvaje de las robinsonadas liberales o al individuo bondadoso que Rousseau creía se encontraba libre en estado natural, pero atado por los convencionalismos sociales.

Así, el arrabal es un destino mítico para la educación sentimental de quienes hemos crecido viendo cine mexicano, pero también el punto de partida de una trayectoria vital que parece trágica porque no podemos escapar de él. Un destino, pero que no está exento de una mirada lúdica: la del padre severo pero dicharachero que es Fernando Soler o la de la madre sufriente pero solapadora que es Libertad Lamarque. Y, en este sentido, el arrabal también es la promesa de que, a pesar de todo lo que sufrimos, nuestra trayectoria al final encontrará una vía de redención. Marga López no lavó tanta ropa ajena en vano; su capacidad histriónica –forjada lágrima a lágrima– le permitió que Luis Buñuel la convirtiera en protagonista de Nazarín, su fábula moral y lúdica sobre los excesos de la fe. Sara García tampoco se arrancó los dientes por nada; su redención vino después, cuando se convirtió en la abuelita del cine nacional y en la imagen a perpetuidad de una marca de chocolate para consumir mientras degustamos las telenovelas que –en vano– tratan de apropiarse de la idea del arrabal que el cine mexicano ha creado de manera deliberada y por inercia también. Si fueras un

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consumidor asiduo de las muchas ficciones de arrabal que ha parido el cine mexicano, llegarías a la conclusión de que, efectivamente, la vida no vale nada pero también de que tu sufrimiento cada vez te pone más cerca de alcanzar un rincón cerca del cielo.

Paradójicamente, quien en el panorama actual cristaliza mejor la idea del arrabal heredada de más de cien años de cine mexicano, es Carlos Reygadas. Por decirlo de una manera melodramática, su visión del lugar sin límites que es el arrabal es casi metafísica. Aunque sus películas quieren tener una visión ascética de la violencia y la compasión que resultan del enfrentamiento entre las pasiones y la racionalidad de quien se descubre dominado súbitamente por la violencia del amor o el odio, lo cierto es que él no ha escapado al lugar común de clasificar a sus personajes en virtuosos o viciosos según su origen. Así, en todas sus películas –Luz silenciosa es quizá la única que escapa a este maniqueísmo– los personajes se enfrentan con la ruptura de la pureza de su alma, por decirlo en una forma convencional, pero hay un grupo de ellos –el suicida en Japón, la niña rica en Batalla en el cielo o el padre de familia en Post Tenebras Lux– que pueden remontar ese estado de paz; mientras que el resto –casi siempre la servidumbre o los habitantes del arrabal– no puede escapar a su destino de corrupción. Si fueras un personaje de Carlos Reygadas, y aun con un comportamiento virtuoso, no podrías tener un alma pura porque provienes del arrabal; y, al contrario, aunque tus acciones fueran las más corruptas del mundo, si tu alma es pura porque no reconoce la educación sentimental ni los códigos culturales del arrabal, estaría automáticamente salvada.

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ParaguasOswaldo Trujillo

Hoy es uno de esos días en que todo es verdaderamente un paraguas mojado. La casa se espesa con la humedad de la ventana que entra rebosante de una lluvia engallada con el viento. Es verano y aunque no hay una razón específica para estar feliz, mi corazón se abre a pecho abierto desde que llegamos y María se quitó el abrigo y tiró el libro empapado como acordeón desafinado en el sillón de la sala, que ella nombraba sofá y salón, respectivamente. La sala y el sillón son una misma cosa, son el verdugo y el testigo que vieron toda nuestra vida juntos en este departamento, que ella llamaba apartamento, como llama tantas cosas según otro español, uno hecho de universidades trasatlánticas y urbanizaciones antiguas, una mezcla sobre todo de resabios de su natal tierra, la Argentina.

De nuestra vida juntos en el apartamento, las mejores discusiones fueron siempre y precisamente por el departamento, por el tamaño minúsculo del lugar, por la excesiva renta, por el barrio arrabalero.

Una escena de entonces que se repetía era ésta:

Mientras María daba vueltas a la pasta en un sartén humeante —media cocida y luego algo pasada— añadía la salsa, preparaba la ensalada y echaba lumbre contra el lugar y contra cómo no podía cocinar a sus anchas porque aquello era un apartamento minúsculo. Yo sentía entonces que si el departamento era minúsculo era por mi culpa y luego comíamos y, culpa y reproche y sillón y sala, se llenaba todo de un olor a aceitunas y pasta; olor agradable que nos mantenía los cerebros ocupados para despistarnos —aunque fuera un par de bocados— de lo minúsculo y de lo culpable.

Una escena típica y definitoria fue ésta:

Una noche habíamos quedado a una hora puntual para cenar en casa. A mí me tocaba la pasta pero cuando vi que no llegaba y era realmente tarde, pensé en llamarla y no lo hice sólo porque sabía cómo odiaba

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esas maneras de machismo y de control telefónico sobre la vida de una mujer. En todo caso, esperé y la pasta se hizo fría, batida, intragable. Entonces entró con una cara pálida y se sentó en el sofá para decirme que un tipo la había seguido a la salida del metro sin parar, y que se había metido en algunas calles asquerosas para perderlo y luego un taxista todavía más asqueroso la había sacado de allí, pero cobrándole un dinero impagable y luego: “no le pagué y le dije que le podían dar por culo”. Otra cosa que nosotros no decimos así, pero que me dio para hacer alguna broma idiota y tratar que se relajara, pero volvieron los reclamos sobre el departamento y sobre cómo todo eso era culpa del barrio a-r-r-a-b-a-l-e-r-o. Y yo que no estaba seguro de lo que quería decir, pero sobre todo porque sabía que el barrio no era necesariamente arrabalero, sino que había partes oscuras, como en todos los barrios, calles estrechas y sin iluminación, en las que típicamente los viernes hay hombres con cigarros y caguamas y en cuanto uno pasa con la novia, se callan para hacer comentarios —es evidente que cuando ella va sola no faltarán los mamaseos— y entonces la tomas de la mano, o la abrazas de plano marcando una frontera, aunque ahí tú eres el advenedizo, mientras ellos gozan en su territorio... pero como estaba seguro del barrio, le pregunté por qué decía que el barrio era un arrabal, y ella sólo me miró con una cara de “pero vos sos tan pelotudo...”. Ella había perdido entonces el hambre, y así mejor porque la pasta había quedado lo que se dice en todos los idiomas y variedades del español: una mierda.

Pero hoy, aquí y ahora, ella está tumbada en el sofá, junto al libro-acordeón que ojea sin ojear, que mira y no mira para verme con la esquina del ojo porque sabe que quizá hoy es un buen día de lluvia como para una reconciliación aunque sea minúscula y fugaz como el apartamento y yo soy feliz porque, por fin, no tengo que discutir sobre minusculinidades, ni rentabilidades, ni mucho menos defender por qué éste no fue nunca un barrio arrabalero. La humedad entra por la venta y es inevitable pensar que hoy es uno de esos días en que todo es verdaderamente un paraguas mojado.

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Omar SMhttp://arenaldelineas.blogspot.mx/ portada, páginas 3, 4, 7 y 8

Alejandro García Contreras http://alejandrogarciacontreras.com/ páginas 12, 13 y 14

Anayatzy Morales http://www.facebook.com/anayatzymorales página 17

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jueves 22 de junio 18 horas ATEA Topacio 25

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