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Georges Simenon

Capítulo I: En el queMaigret llega tarde para elalmuerzo y en el que uninvitado falta a la cena.Capítulo II: En el que setrata de una portera que noes curiosa y de un señor decierta edad que mira por elojo de la cerradura.Capítulo III: De unpersonaje tan molestomuerto como vivo y de lanoche en vela de Maigret.

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Capítulo IV: Continuaciónde la noche en vela y delas entrevistasdesagradables.Capítulo V: En el que lacriada está satisfecha de símisma, pero en el queMaigret, hacia las seis dela mañana, lo está menosde sí mismo.Capítulo VI: En el queMaigret hace el sacrificiode llevar un clavel en elojal, aunque no le sirve denada.

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Capítulo VII: De unatableta de chocolate actualy de un gato de antaño queamotinó todo el barrio.Capítulo VIII: En el quemaigret quisiera ser diospadre por algunos días y enel que el avión no le sientabien a todo el mundo.Capítulo IX: En el queMaigret descubre la cabezade ternera en tortuga y enel que describe Londres amadame Maigret.

notes

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Georges Simenon

El revolver de Maigret

ÍNDICE

Capítulo I: En el que Maigret llega tarde para el

almuerzo y en el que un invitado falta a la cena.

Capítulo II: En el que se trata de una portera

que no es curiosa y de un señor de cierta edad quemira por el ojo de la cerradura.

Capítulo III: De un personaje tan molesto

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muerto como vivo y de la noche en vela deMaigret.

Capítulo IV: Continuación de la noche en vela y

de las entrevistas desagradables.

Capítulo V: En el que la criada está satisfecha

de sí misma, pero en el que Maigret, hacia las seisde la mañana, lo está menos de sí mismo.

Capítulo VI: En el que Maigret hace el

sacrificio de llevar un clavel en el ojal, aunque nole sirve de nada.

Capítulo VII: De una tableta de chocolate

actual y de un gato de antaño que amotinó todo elbarrio.

Capítulo VIII: En el que maigret quisiera ser

dios padre por algunos días y en el que el avión nole sienta bien a todo el mundo.

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Capítulo IX: En el que Maigret descubre la

cabeza de ternera en tortuga y en el que describeLondres a madame Maigret. Título original: Le revolver deMaigret Traducción: Inés Navarro yAntonio Gómez Capítulo I: En el que Maigret llegatarde para el almuerzo y en el que uninvitado falta a la cena.

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Capítulo I: En el queMaigret llega tarde parael almuerzo y en el queun invitado falta a lacena. Cuando más tarde Maigret pensaseen aquella información, seríasiempre como en algo un pocoanormal, asociándose en su espíritucon una de esas enfermedades que nose declaran francamente pero queempiezan con un malestar vago,

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pinchazos, síntomas demasiadobenignos para que uno se pare aprestarles atención. No hubo, al principio, ningunadenuncia a la Policía Judicial, nillamada a la Policía de Socorro, nidenuncia anónima, sino, pararemontarnos a lo más lejos posible,una intrascendente llamada deteléfono de madame Maigret. El reloj de mármol negro, sobre lachimenea del despacho, marcaba lasdoce menos veinte; recordabaclaramente el ángulo de las agujassobre la esfera. La ventana estaba

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abierta de par en par. Por ser el mesde junio y estar bajo un cálido sol,París había tomado un olor estival. - ¿Eres tú? Su mujer había reconocido su voz,evidentemente, pero le preguntabasiempre si era efectivamente él quienestaba al aparato, no pordesconfianza, sino porque seguíasiendo torpe en el teléfono. En elbulevar Richard-Lenoir tambiéndebían de estar abiertas las ventanas.Madame Maigret, a aquella hora,había terminado el grueso de lalimpieza. Era, pues, extraño que le

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llamase. - Te escucho. - Quería preguntarte si piensasvenir a almorzar. Era aún más extraño que ella letelefonease para hacerle tal pregunta.Frunció las cejas, no descontento,sino sorprendido. - ¿Por qué? - Por nada. Es decir, aquí hayalguien que te espera. La notaba violenta, como culpable. - ¿Sí? - Nadie que tú conozcas. No esnada. Sólo que, si no vas a venir, no

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le haré esperar. - ¿Un hombre? - Un joven. Le había introducido, sin duda, enel salón donde ellos no ponían casinunca los pies. El teléfono seencontraba en el comedor, dondehacían vida habitualmente y recibíana sus amigos íntimos. Allí Maigrettenía sus pipas, su sillón, y madameMaigret su máquina de coser. Por laforma embarazada en que le hablaba,comprendía el comisario que sumujer no se había atrevido a cerrar lapuerta entre las dos habitaciones.

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- ¿Quién es? - No sé. - ¿Qué quiere? - No lo sé tampoco. Es un asuntopersonal. Maigret no dio a esto ningunaimportancia. Si insistía era a causadel estado de violencia de su mujer ytambién porque le parecía que yahabía tomado al visitante bajo suprotección. - Pienso dejar la oficina haciamediodía -terminó por decir. No le quedaba por recibir más quea una mujer que había venido ya a

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verle tres o cuatro veces parahablarle de cartas amenazadoras quele dirigía una vecina. Llamó alordenanza. - Hazla pasar. Encendió la pipa y se recostóresignado en el sillón. - Entonces, señora, ¿ha recibidousted una nueva carta? - Dos, señor comisario. Las hetraído. En una, como va usted a ver,confiesa que es ella quien haenvenenado a mi gato y anuncia que,si no me mudo, me llegará pronto elturno.

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Las agujas avanzaban despaciosobre la esfera. Había que hacercomo que se tomaba el asunto enserio. Aquello duró poco menos queun cuarto de hora. Y después, en elmomento en que se levantaba para ira buscar su sombrero en el armario,llamaron a la puerta. - ¿Está usted ocupado? - ¿Qué haces tú en París? Era Lourtie, uno de sus antiguosinspectores, que había sidotrasladado a la Brigada Móvil deNiza. - Sólo de paso. He sentido deseos

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de respirar el aire de la casa yestrecharle la mano. ¿Tenemostiempo para tomar un pastis en laBrasserie Dauphine? - Sin sentarnos, entonces. Apreciaba mucho a Lourtie, unmozo huesudo que tenía voz desochantre de iglesia. En la Brasserie,donde permanecieron en pie ante elmostrador, había otros inspectores.Se habló de esto y de lo otro. Elgusto del pastis era exactamente loque hacía falta en un día como aquél.Bebieron uno, luego un segundo ydespués un tercero.

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- Es hora de que me marche. Meesperan en casa. - ¿Le acompaño un poco? Atravesaron el Pont-Neuf juntos yluego fueron hasta la calle de Rivoli,donde Maigret tardó cinco buenosminutos en encontrar un taxi. Era launa menos diez cuando por fin subiólos tres pisos de la casa del bulevarRichard-Lenoir y, como decostumbre, la puerta de su piso sehabía abierto ya antes de que éltuviese tiempo de sacar la llave delbolsillo. En seguida notó el aire inquieto de

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su mujer. Hablando bajo a causa delas puertas abiertas, preguntó él: - ¿Sigue esperando? - Se ha marchado. - ¿No sabes lo que quería? - No me lo ha dicho. Si no hubiera sido por la actitud demadame Maigret, se habría encogidode hombros, gruñendo: - ¡Bendito de Dios vaya! Pero, en lugar de entrar en lacocina y servir el almuerzo, ella lesiguió al comedor con cara de quiennecesita que le perdonen. - ¿Has entrado en el salón esta

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mañana? -preguntó por fin. - ¿Yo? No. ¿Por qué? ¿Por qué, en efecto, antes demarcharse a su oficina, habría deentrar en el salón que detestaba? - Ya me lo parecía. - ¿Por qué? - Por nada. Intentaba recordar. Hemirado en el cajón. - ¿Qué cajón? - Donde guardas tu revólver deAmérica. Solamente entonces empezó asospechar la verdad. Cuando fue apasar unas semanas en los Estados

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Unidos, por invitación del F. B. I.,habían hablado mucho de armas. Losamericanos, al marcharse él, lehabían ofrecido un automático delque estaban muy orgullosos. Un«Smith amp; Wesson» 45 especial,de cañón corto, cuyo gatillo eraextremadamente sensible. Su nombreestaba grabado en él. To J. J. Maigret from his F. B. I.friends [1]

No lo había utilizado nunca. Pero,justamente la víspera, lo habíasacado del cajón para mostrárselo a

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un amigo, mejor dicho, a uncompañero, que había invitado atomar una copa de licor. Habíarecibido a aquel compañero en elsalón. ¿Por qué J. J. Maigret? Él mismo hizo esa pregunta cuandole ofrecieron el arma durante el cursode un cóctel de honor. Losamericanos, que acostumbran usardos nombres, se habían informado delos suyos. De los dos primeros,felizmente: Jules-Joseph. Enrealidad, había un tercero: Anthelme. - ¿Quieres decir que mi revólver ha

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desaparecido? - Voy a explicarte. Antes de dejarla hablar, penetró enel salón que olía aún a tabaco decigarrillo y echó una ojeada a lachimenea, donde recordaba haberpuesto el arma la víspera por lanoche. Faltaba de allí. Y estabaseguro de que no la había vuelto aponer en su sitio. - ¿De quién se trata? - Siéntate primero. Déjameservirte, porque si no el asado estarádemasiado hecho. No estés de malhumor.

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Lo estaba. - Encuentro un poco fuerte quedejes a un desconocido introducirseaquí y… Madame Maigret salió de lahabitación y regresó con un plato. - Si le hubieras visto… - ¿Qué edad? - Muy joven. Diecinueve años.Veinte, quizá. - ¿Qué quería? - Llamó a la puerta. Yo estaba en lacocina. Creía que era el empleadodel gas. Fui a abrir. Me preguntó siera la casa del comisario Maigret.

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Comprendí, por su forma decomportarse, que me tomaba por lamuchacha. Estaba nervioso y teníaaire como de asustado. - ¿Y le hiciste entrar en el salón? - Porque me dijo que tenía absolutanecesidad de verte para pedirteconsejo. Yo le indiqué que fuese a tudespacho. Parece ser que erademasiado personal lo que le traía. Maigret conservaba su aspectogruñón, pero comenzaba a tenerganas de sonreír. Se imaginaba almuchacho asustado del que madameMaigret había sentido lástima en

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seguida. - ¿Qué tipo? '… - Un muchacho bien. No sé cómoexplicarlo. No rico, sino alguiencomo es debido. Estoy segura de quehabía llorado. Sacó cigarrillos delbolsillo e inmediatamente me pidióperdón por ello. Entonces le dije:«Puede usted fumar, estoyacostumbrada.» Después le prometítelefonearte para asegurarme de queibas a venir. - ¿El revólver seguía en lachimenea? - Estoy segura. No lo vi en aquel

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momento, pero recuerdo que estabacuando limpié el polvo, hacia lasnueve de la mañana, y no ha venidonadie más. Si ella no volvió a meter elrevólver en el cajón fue porque,Maigret lo sabía, no había podidoacostumbrarse nunca a las armas defuego. A pesar de saber que elautomático no estaba cargado, no lohabría tocado por nada del mundo. Se imaginaba la escena. Su mujerque pasaba al comedor, le hablaba amedia voz por teléfono y volvía paraanunciar: «Estará aquí dentro de

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media hora todo lo más.» Maigret preguntó: - ¿Le dejaste solo? - Tenía que ocuparme delalmuerzo. - ¿Cuándo se marchó? - Es justamente lo que ignoro. Enun momento dado tuve que freírcebolla y cerré la puerta de la cocinapara que el olor no se extendiese.Pasé después al dormitorio paraasearme un poco. Creía que seguíaaquí. Quizás estaba todavía. Evitabamolestarle entrando en el salón. Sóloun poco antes de las doce y media,

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quise ir a decirle que tuviesepaciencia, y fue cuando me di cuentade que ya no estaba allí. ¿Me guardasrencor? ¿Guardarle rencor? ¿Por qué? - ¿De qué crees tú que se trata?¡Tenía tan poco aspecto de ladrón! ¡No lo era, pardiez! ¿Cómo habríapodido adivinar un ladrón queaquella mañana precisamente habíaun automático sobre la chimenea delsalón de Maigret? - Pareces preocupado. ¿Estabacargado? - No.

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- ¿Entonces? La pregunta era estúpida. Alguienque se toma la molestia deapoderarse de un revólver tiene máso menos la intención de utilizarlo.Maigret, limpiándose la boca, selevantó y fue a echar una ojeada alcajón, donde encontró los cartuchosen su sitio. Antes de volver asentarse telefoneó a su despacho. - ¿Eres tú, Torrence? ¿Quierestelefonear a todos los armeros de laciudad…? ¡Allô! Los armeros, sí…Pregúntales si han ido a comprarcartuchos para un «Smith amp;

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Wesson» 45 especial… ¿Cómo…?45 especial… En caso de que nohubieran ido todavía, si se presentanesta tarde o mañana, que se lasarreglen para retener al compradorun momento y dar aviso al puesto dePolicía más próximo… Sí… Eso estodo… Estaré en la oficina como decostumbre. Cuando llegó al Quai des Orfèvres,hacia las dos y media, Torrence teníaya la respuesta. Un joven habíaestado en la tienda de un armero delbulevar Bonne Nouvelle, que notenía municiones del calibre pedido,

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y había enviado al cliente a casa deGastine Renette. Éste le habíavendido una caja. - ¿Ha mostrado el chiquillo elarma? - No. Mostró un trozo de papelsobre el cual estaban escritos lamarca y el calibre. Maigret tuvo que ocuparse de otrosasuntos aquella tarde. Hacia lascinco subió al laboratorio. Jussieu, eldirector, le preguntó: - ¿Va usted esta noche a casa dePardon? - ¡Brandade de bacalao! -le

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contestó Maigret-. Pardon metelefoneó anteayer. - A mí también. No creo que eldoctor Paul pueda venir. Hay, en la vida de los matrimonios,períodos durante los cuales se vefrecuentemente a otro matrimonio, alque se pierde después de vista sinmotivo. Desde hacía aproximadamente unaño, todos los meses, los Maigretcenaban en casa de los Pardon, en loque llamaban la cena de los toubibs.Fue Jussieu, el director delLaboratorio Científico, quien había

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llevado al comisario a casa deldoctor Pardon, en el bulevarVoltaire. - ¡Ya verá! Es un tipo que legustará. Un muchacho de valía, porotra parte, que hubiera podido seruno de nuestros mejoresespecialistas. Estoy por añadir queen cualquier especialidad, puestoque, después de haber sido interno enVal de Grace y ayudante de Lebraz,ha estado cinco años de interno enSainte Anne. - ¿Y ahora? - Se ha hecho médico de barrio por

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gusto; trabaja doce y quince horasdiarias sin preocuparse de si susenfermos podrán pagarle y, además,frecuentemente se olvida de enviar sunota de honorarios. Aparte de esto,su única pasión es la cocina. Dos días más tarde, Jussieu letelefoneó. - ¿Le gusta el cassoulet? [2]

- ¿Por qué? - Pardon nos invita mañana. En sucasa, se sirve plato único,preferentemente un plato regional, ydesea saber por anticipado si a susinvitados les gusta.

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- Vaya por el cassoulet. Después hubo otras cenas, la del«gallo al vino», la del cuscús, la dellenguado al estilo de Dieppe y otrasmás. Esta vez, se trataba del bacalao ala provenzal Por cierto, ¿a quién debía conocerademás Maigret en aquella cena?Pardon le había telefoneado lavíspera. - ¿Estará usted libre pasadomañana? ¿Le gusta el bacalao a laprovenzal? ¿Está usted en favor o encontra de las trufas?

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- A favor. Habían tomado la costumbre dellamarse Maigret y Pardon, en tantoque las mujeres se llamaban por sunombre de pila. Los dos matrimonioseran aproximadamente de la mismaedad. Jussieu unos diez años másjoven. El doctor Paul, el médicoforense, que se unía frecuentemente aellos, tenía más edad. - Dígame, Maigret, ¿no lemolestará conocer a uno de misantiguos compañeros? - ¿Por qué había de molestarme? - No sé. A decir verdad, yo no le

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habría invitado si no me hubierapedido él una oportunidad de serpresentado a usted. Ha venido averme hace un momento a miconsulta, porque, al mismo tiempo,es uno de mis pacientes, y hainsistido en saber con seguridad sivendría usted. A las siete y media, aquella tarde,madame Maigret, que se había puestosu vestido de flores y llevaba unalegre sombrero de paja, terminabade ponerse unos guantes de hiloblanco. - ¿Vienes?

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- Te sigo. - ¿Continúas pensando en el joven? - No, ya no. Lo que tenían de agradable, entreotras cosas, aquellas cenas es que losPardon vivían a cinco minutos. Seveían reflejos de sol en las ventanasde los pisos superiores. Las callesolían a polvo caliente. Algunos niñosjugaban todavía en la calle y algunosmatrimonios tomaban el fresco en lasaceras, donde habían instalado sussillas. - No andes demasiado de prisa. Para ella, Maigret andaba siempre

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demasiado de prisa. - ¿Estás seguro de que fue él quiencompró los cartuchos? Desde por la mañana, sobre tododesde que el comisario le habíahablado de Gastine-Renette, tenía unpeso sobre el pecho. - ¿Crees que va a suicidarse? - ¿Y si habláramos de otra cosa? - Estaba tan nervioso… Lascolillas, en el cenicero, estaban casidestrozadas. El aire era tibio, y Maigret, alandar, llevaba el sombrero en lamano, como los paseantes del

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domingo. Alcanzaron el bulevarVoltaire y, muy cerca de la plaza,penetraron en el edificio dondevivían los Pardon. Tomaron elestrecho ascensor, que hacía siempreel mismo ruido al arrancar, ymadame Maigret tuvo su habitualsobresalto. - Entren. Mi marido estará aquídentro de unos minutos. Acaban dellamarle para un caso urgente, peroes a dos pasos. Era raro que una cena transcurriesesin que molestasen al doctor. Decía:«No me esperen…»

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Y, efectivamente, muchas veces semarchaban sin haberle vuelto a ver. Jussieu estaba ya allí, solo, en elsalón, donde había un gran piano ypañitos bordados sobre todos losmuebles. Pardon volvió algunosminutos más tarde, como unaexhalación, y desapareció primero enla cocina. - ¿No ha llegado aún Lagrange? Pardon era pequeño, bastantegrueso, con una cabeza muyvoluminosa y los ojos a flor de piel. - Esperen a que les sirva algo queles va a gustar.

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En su casa había invariablementeuna sorpresa; bien un vinoextraordinario, un licor o, como estavez, un vinillo de la Charente que lehabía mandado un propietario deJonzac. - ¡A mí no! -protestó madameMaigret, a la que un vaso bastabapara sentirse mareada. Se charló. Aquí también lasventanas estaban abiertas, la vidatranscurría con ritmo lento en elbulevar, el aire era dorado y la luzcada vez más espesa y rojiza. - Me pregunto qué estará haciendo

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Lagrange. - ¿Quién es? - Un tipo que conocí antaño, en elLiceo Enrique IV. Si no recuerdomal, tuvo que dejarnos en el tercercurso. Vivía en aquel momento en lacalle Cuvier, frente al JardínBotánico; su padre me impresionabaporque era barón o pretendía serlo.Le perdí de vista durante muchotiempo, más de veinte años, y hacesólo unos meses le vi entrar en midespacho, después de haberguardado turno. Le reconocí enseguida.

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Miró su reloj de pulsera y luego elde pared. - Lo que me extraña es queinsistiera tanto para venir y no estétodavía aquí. Si no ha llegado dentrode cinco minutos, nos sentaremos a lamesa. Llenó los vasos. Madame Maigrety madame Pardon no decían nada.Aunque madame Pardon era delgaday madame Maigret regordeta, teníanambas, con respecto a sus maridos,una actitud de completa anulación.Era muy raro que alguna de ellastomase la palabra durante alguna

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cena y sólo después se retiraban lasdos a un rincón para cuchichear.Madame Pardon tenía la nariz muylarga, demasiado larga, y había queacostumbrarse a ella. Al principio,molestaba mirarla a la cara. ¿Eraquizás a causa de su nariz, de la quesus compañeras de clase debieron deburlarse, por lo que adoptabasiempre una actitud tan humilde ymiraba siempre a su marido comodándole las gracias por habersecasado con ella? - Apuesto -decía Pardon- a quetodos aquí, en el colegio, hemos

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tenido un compañero o unacompañera del tipo de Lagrange.Entre veinte o treinta chicos es raroque no haya por lo menos uno que, alos trece años, sea ya un obeso conun rostro rubicundo y gruesas piernassonrosadas. - En mi clase, era yo -se atrevió adecir madame Maigret. Y Pardon, galantemente: - En las chicas, eso se arregla. Sonincluso las que luego se tornan másbonitas. Llamábamos a FrançoisLagrange el Bebé Cadum y debía dehaber millares de ellos en las

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escuelas de Francia, a los que suscondiscípulos llamaban así en laépoca en que las calles estabancubiertas de carteles con la imagendel bebé monstruoso. - ¿Y no ha cambiado? - Las proporciones ya no son lasmismas, claro. Pero sigue siendo un«blando». ¡Tanto peor! ¡Vamos acomer! - ¿Por qué no telefonearle? - No tiene teléfono. - ¿Vive en el barrio? - A dos pasos, en la callePopincourt. Me pregunto qué es lo

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que quiere exactamente. El otro día,en mi despacho, había por allí unperiódico que tenía en la primerapágina la fotografía de usted… Pardon miraba a Maigret. - Perdóneme. No sé cómo, llegué adecir que le conocía. Debí de añadirque era usted amigo mío. «¿Es enrealidad como dicen?», preguntóLagrange. Yo contesté que sí, que erausted un hombre que… - ¿Qué? - No tiene importancia. En fin, dijetodo lo que pensaba mientras lereconocía. Es diabético. Tiene

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también trastornos glandulares. Vieneaquí un par de veces por semana,porque está muy preocupado con susalud. En la visita siguiente me hablóde usted, queriendo saber si le veía amenudo y le contesté que cenábamosjuntos una vez al mes. Fue entoncescuando insistió para que le invitara,lo que me sorprendió, porque desdeel Liceo sólo le había visto en miconsulta… Sentémonos a la mesa… La brandade de bacalao era unaobra de arte y Pardon habíadescubierto un vinillo seco de losalrededores de Niza que le iba de

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maravilla al bacalao. Después dehaber hablado de las personasgruesas, se habló de los pelirrojos. - Es cierto que hay un pelirrojo encada clase también. Esto orientó la conversación a lateoría de los genes. Se terminabasiempre hablando de medicina ymadame Maigret sabía que eso legustaba a su marido. - ¿Es casado? Al servirse el café, se había vueltoa hablar de Lagrange. Dios sabe porqué. El azul, en el aire, un azulprofundo y aterciopelado, había

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dominado poco a poco el rojo del solponiéndose; sin embargo, no habíanencendido las lámparas y se veía,por la puerta-ventana, la barandilladel balcón dibujar con negro de tintasus arabescos de hierro forjado. Deun rincón lejano de la calle veníannotas de acordeón y una pareja, en elbalcón de al lado, hablaba a mediavoz. - Lo estuvo, según me dijo, perohace tiempo que murió su mujer. - ¿Y qué hace? - Negocios. Negocios bastantevagos, probablemente. Su tarjeta de

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visita lleva la mención de«administrador de sociedades» y unadirección en la calle de Tronchet. Hetelefoneado a esa dirección un díaque quería cancelar una cita y mecontestaron que las oficinas noexistían ya desde hacía años. - ¿Hijos? - Dos o tres. Una hija, si recuerdobien, y un hijo para el que deseabaencontrar una colocación estable. Volvió a hablarse de medicina.Jussieu, que había trabajado enSainte Anne, estuvo rememorando aCharcot. Madame Pardon hacía

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calceta y explicaba a madameMaigret un punto complicado. Seencendió la luz. Entraron algunosmosquitos y eran las once cuandoMaigret se levantó de su asiento. Se despidieron de Jussieu en laesquina del bulevar, porque tomabael metro en la plaza Voltaire. Maigretse sentía un poco pesado a causa dela brandade de bacalao y quizátambién a causa del vino. Su mujer, que se había cogido desu brazo, lo que hacía nada más quecuando regresaban por la noche,tenía deseos de decir algo. ¿En qué

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lo notaba? Ella no había abierto laboca y, sin embargo, él esperaba. - ¿En qué piensas? -terminó porgruñir el comisario. - ¿No te enfadarás? Él se encogió de hombros, - Estoy pensando en el joven deesta mañana. Me pregunto si, alvolver a casa, no podrías telefonearpara saber si ha ocurrido algo. Empleaba una perífrasis y élcomprendía. Ella había queridodecir: «…para saber si no se hasuicidado». Cosa curiosa, no era ésa la idea

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que se hacía Maigret de lo quepudiera ocurrir. Sólo se trataba deuna impresión, sin ninguna baseseria. No era un suicidio en lo que élpensaba. Estaba vagamente inquieto,sin querer aparentarlo. - ¿Cómo iba vestido? - No me he fijado bien en su ropa.Me parece que iba de oscuro,probablemente de azul marino. - ¿Su cabello? - Claro. Más bien rubio. - ¿Delgado? - Sí. - ¿Bien parecido?::

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- Creo que sí. Maigret hubiera apostado cualquiercosa a que su mujer enrojecía. - Le miré muy poco, ¿sabes? Meacuerdo sobre todo de sus manosporque manoseaba nerviosamente elala de su sombrero. No se atrevía asentarse. Tuve que acercarle unasilla. Se habría dicho que esperabaque yo le echara a la calle. De regreso, en casa, Maigrettelefoneó a la Brigada permanente dela Policía Municipal, donde seconcentraban todas las llamadas deurgencia.

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- Aquí Maigret. ¿Nada queseñalar? - Salvo algunos bercys, jefe. Apodo que, debido al mercado devinos del quai de Bercy, significababorrachos. - ¿Nada más? - Una riña en el quai de Charenton.Espere. Sí. Hacia última hora de latarde han sacado a una mujerahogada del canal Saint Martin. - ¿Identificada? - Sí. Una mujer pública. - ¿Ningún suicidio? Esto para complacer a su mujer,

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que escuchaba, con el sombrero en lamano, en el umbral del dormitorio, - No, hasta el momento. ¿Le llamoen caso de que haya alguna novedad? Titubeó. Le fastidiaba parecerinteresado en esta historia, sobretodo delante de su mujer. - Si usted quiere… No le llamaron durante la noche.Madame Maigret le despertó con sucafé. Las ventanas de la alcobaestaban ya abiertas y se oía a algunosobreros cargar cajas de maderasobre un camión en el almacén deenfrente.

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- ¡Ves como no se ha matado! -dijo,como si se vengase. - Quizá no lo han descubiertotodavía. Llegó a las nueve al Quai desOrfèvres y se encontró con suscolegas al despachar con el jefe.Sólo rutina. París estaba tranquilo.Tenían ya la filiación del asesino dela mujer ahogada en el canal. Sudetención era sólo cuestión detiempo. Probablemente leencontrarían en alguna tasca,borracho como una cuba, antes queacabase el día.

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Hacia las once, llamaron a Maigretpor teléfono. - ¿De parte de quién? - Del doctor Pardon. Éste, al otro extremo del hilo,parecía indeciso. - Perdone que le moleste en suoficina. Ayer, le hablé de Lagrange,que me había pedido permiso paraasistir a nuestra cena. Esta mañana,en el curso de mis visitas, pasé pordelante de su casa, calle dePopincourt. Entré, por si acaso,pensando que quizás estuvieseenfermo… ¡Allô! ¿Me escucha?

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- Escucho. - No le habría telefoneado si,después de marcharse usted anoche,mi mujer no me hubiese hablado dela historia del muchacho. - ¿Qué muchacho? - El muchacho del revólver. Pareceser que madame Maigret contó a mimujer que ayer mañana… - Sí. ¿Y después? - Lagrange se pondría furioso sisupiera que estoy avisándole. Leencontré en un estado extraño.Primeramente me dejó llamar a lapuerta durante algunos minutos, sin

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contestar, y ya comenzaba ainquietarme, porque la portera mehabía dicho que estaba en casa.Terminó por abrir; descalzo, encamisa y con aire de estar deshecho.Pareció aliviado al ver que era yo.«Le pido disculpas por lo deanoche… -dijo al acostarse denuevo-, no me sentía bien. Aún no meencuentro del todo bien. ¿Le habló demí al comisario?» - ¿Qué le contestó usted? -preguntóMaigret. - Ya no recuerdo. Le tomé el pulso,la tensión. No era agradable verle.

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Tenía el aspecto de un hombre queacaba de recibir una sacudida. Lavivienda estaba en desorden. Nohabía comido ni tomado café. Lepregunté si estaba solo y esto lealarmó en seguida. «Teme usted queyo tenga una crisis cardiaca,¿verdad?» «¡De ningún modo! Meextrañaba tan sólo que…» «¿Qué?»«¿No viven aquí sus hijos?» «Sólomi hijo más joven. Mi hija se marchóen cuanto cumplió los veintiún años.El mayor está casado.» «¿Trabaja elmás joven?» Entonces se puso allorar, y a mí me hacía el efecto de

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un hombre gordo que se desinfla.«No sé -balbució-. No está aquí. Noestá aquí. No ha vuelto.» «¿Desdecuándo?» «No sé. Estoy solo. Voy amorir completamente solo…»«¿Dónde trabaja su hijo?» «Ignoroincluso si trabaja. No me dice nada.Se ha marchado…» Maigret escuchaba con rostroserio. - ¿Eso es todo? - Casi. Intenté animarle. Dabalástima. Habitualmente, va muycuidado; aún hace buen efecto, entodo caso. El verle en aquella

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vivienda, destrozado, enfermo, enuna cama que no había sido hechadesde hace varios días… - ¿Acostumbra su hijo a pasar lanoche fuera de casa? - No, por lo que he podidocomprender. Sería una casualidad,evidentemente, que se tratasejustamente del muchacho que… - Sí. - ¿Qué opina usted de ello? - Nada, hasta ahora. ¿Está el padrerealmente enfermo? - Como ya le he dicho, ha sufridouna gran conmoción. Su corazón no

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está muy fuerte. Estaba allí, sudandoen la cama y con un miedo atroz amorirse… - Ha hecho bien en telefonearme.Pardon. - Temía que se burlase usted de mí. - No sabía que mi mujer hubieracontado la historia del revólver. - ¿He cometido una torpeza? - De ningún modo. Llamó al ordenanza. - ¿No me espera alguien? - No, señor comisario. Excepto elloco. - Páseselo a Lucas.

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Ese loco era un abonado, un locoinofensivo que venía una vez porsemana a ofrecer sus servicios a laPolicía. Maigret titubeaba aún algo. Másbien por respeto humano, enresumidas cuentas. Esta historia,vista desde cierto punto, era bastanteridícula. En el Quai, estuvo a punto de tomaruno de los coches de la PolicíaJudicial, pero siempre por unaespecie de pudor, decidió ir a lacalle de Popincourt en taxi. Eramenos oficial. De este modo, nadie

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podría burlarse de él.

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Capítulo II: En el que setrata de una portera queno es curiosa y de unseñor de cierta edad quemira por el ojo de lacerradura. La portería, a la izquierda de labóveda, era como un agujero en lapared, alumbrada todo el día por unabombilla amarillenta que pendía deun hilo. El espacio estaba ocupado,casi por completo, por cosas que

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parecían encajar como en un juego deconstrucción: una estufa, una camamuy alta coronada con un edredónrojo, una mesa redonda recubierta dehule y un sillón con un enorme gatorubio. La portera no abrió la puerta,observó a Maigret a través del cristaly, como no se marchaba, se resignó aabrirle. Su cabeza se encontróentonces encuadrada por el panel,como una ampliación fotográfica, unamala ampliación pálida, un pocopasada, hecha en una feria. Suscabellos negros parecían teñidos, el

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resto de su persona era sin color ysin forma. La mujer aguardaba. Elcomisario preguntó: - ¿Monsieur Lagrange, por favor? No contestó en seguida y Maigretpudo creerla sorda. Por fin dejó caer,con un fastidio sin esperanza: - Tercero a la izquierda, al fondodel patio. - ¿Está en casa? No era fastidio, sino indiferencia,quizá desprecio, quizás, incluso,odio por todo lo que existía fuera desu pecera. Su voz se arrastraba. - Si el médico ha venido a verle

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esta mañana, es sin duda que está encasa. - ¿No ha subido nadie después deldoctor Pardon? El citar el nombre le daba aspectode estar informado. - Ha querido que fuera yo. - ¿Quién? - El doctor. Quería darme un pocode dinero para, que fuera a arreglarlela casa y a prepararle algo decomida. - ¿Ha ido usted? Ella dijo que nocon la cabeza, sin explicarse. - ¿Por qué?

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La mujer se encogió de hombros. - ¿No está usted a bien conmonsieur Lagrange? - Sólo hace dos meses que estoyaquí. - ¿Vive aún en el barrio la antiguaportera? - Ha muerto. Era inútil, se daba cuenta de ello,intentar sacarle más. Toda aquellacasa, el edificio de seis pisos quedaba a la calle y el edificio de trespisos al fondo del patio, con susinquilinos, sus artesanos, sus niños,sus idas y venidas, representaba para

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ella el enemigo, cuya única razón devivir era turbar su tranquilidad. Cuando se salía de la bóvedasombría y fresca, el patio parecíacasi alegre, incluso crecía un pocode hierba entre las baldosas; el soldaba de lleno en la fachada del fondode enlucido amarillento; uncarpintero, en su taller, aserrabamadera que olía bien y, en sucochecito, dormía un niño, que lamadre vigilaba de cuando en cuandopor una ventana del primer piso. Maigret conocía el barrio, que eracasi el suyo, donde había muchas

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casas iguales. En el patio del bulevarRichard-Lenoir también subsistía unretrete sin asiento, cuya puerta estabasiempre entreabierta como si fuera unpatio de pueblo. Subió lentamente los tres pisos,oprimió un timbre y lo oyó sonardentro de la vivienda. Como Pardon,tuvo que esperar. Como él también,terminó por percibir ruidos ligeros,un resbalar de pies desnudos sobre elsuelo, un acercamiento prudente y,por fin, lo habría jurado, unarespiración contenida cerca de él,detrás de la hoja de la puerta. No

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abrían. Llamó de nuevo. Nada semovió esta vez, e inclinándose, pudodistinguir el brillo de un ojo en lacerradura. Tosió, preguntándose si debíadecir su nombre, y, en el momento enque abría la boca, una voz pronunció: - Un momento, por favor. Más pasos, idas y venidas, y, porfin, el ruido de la cerradura y de uncerrojo. En la puerta entreabierta, unhombre de alta estatura, envuelto enun batín, le miraba. - ¿Es Pardon quien le ha dicho…? -balbució.

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El batín era viejo, usado; laszapatillas, también. El hombre estabasin afeitar y su cabello en desorden. - Soy el comisario Maigret. Con un signo le hizo comprenderque le había reconocido. - ¡Entre! Le ruego me perdone… No precisaba de qué. Se penetrabadirectamente en una habitación endesorden, donde Lagrange vaciló enpararse; Maigret, señalando la puertaabierta de una alcoba, dijo: - Puede usted volver a acostarse. - De buena gana, gracias. El sol bañaba la vivienda, que no

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se parecía a ninguna otra, sino másbien a una especie de campamento,sin que se pudiese precisar por qué. - Le ruego me perdone… -repetíael hombre deslizándose en la camadeshecha. Respiraba con fatiga. Su rostrorelucía de sudor y sus ojos saltonesno sabían adonde mirar. Maigret, enel fondo, no estaba mucho más agusto. - Coja usted esa silla… Viendo que había encima unospantalones, Lagrange repitió una vezmás:

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- Perdone. El comisario se preguntaba dóndeiba a dejar los pantalones, y, al fin,los dejó al pie de la cama y comenzó,procurando hablar con voz firme: - El doctor Pardon nos habíaanunciado ayer que tendríamos elgusto de conocerle… - Yo creía, sí… - ¿Estaba usted en cama? Vio que su interlocutor titubeaba. - Sí, en cama. - ¿Cuándo empezó usted a sentirsemal? - No sé… Ayer.

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- ¿Ayer mañana. - Quizá. - ¿El corazón? - Y todo… Hace tiempo que measiste Pardon… El corazóntambién… - ¿Está usted inquieto a causa de suhijo? Lagrange le miraba como el alumnogordo que debió de ser y debía demirar al profesor cuando no sabíacontestar. - ¿No ha vuelto? Una nueva vacilación. - No… Ahora no…

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- ¿Deseaba usted verme? Maigret intentaba hablar con la vozindiferente de un hombre que está devisita. Lagrange, por su parte,esbozaba una vaga sonrisa decortesía. - Sí. Había dicho a Pardon… - ¿A causa de su hijo? De repente, pareció sorprendido yrepitió: - ¿De mi hijo? Y en seguida movió negativamentela cabeza. - No. No sabía aún… - ¿No sabía que se marcharía?

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Lagrange corrigió, como si lapalabra fuese demasiado categórica: - No ha vuelto. - ¿Desde cuándo? ¿Desde hacevarios días? - No. - ¿Desde ayer por la mañana? - Sí. - ¿Discutieron? Lagrange sufría y, sin embargo,Maigret quería llegar hasta el final. - Alain y yo no hemos discutidonunca. Dijo esto con una especie deorgullo que no se le escapó al

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comisario. - ¿Y con sus demás hijos? - Ya no viven aquí. - ¿Y antes de que le abandonaran austed? - No era lo mismo. - Supongo que le agradaría a ustedque encontrásemos a su hijo, ¿no? Espanto una vez más. - ¿Qué tiene usted intención dehacer? -preguntó aquel hombre. Tenía sobresaltos de vigor que ledaban casi el aspecto de un hombrenormal y, de repente, volvía a caer,desinflado, sobre su cama.

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- ¡No! No debe hacerlo. Yo creoque es mejor no hacerlo. - ¿Está usted inquieto? - No sé. - ¿Tiene usted miedo a morir? - Estoy enfermo. No tengo fuerzas.Yo… Se llevó la mano al corazón, delque parecía seguir con ansiedad laspulsaciones. - ¿Sabe usted dónde trabaja suhijo? - En los últimos tiempos, no. Noquería que el doctor le hablase deello.

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- Sin embargo, hace un par de díasinsistió para que concertase unaentrevista conmigo. - ¿Insistí? - Quería usted hablar de algo,¿verdad? - Tenía curiosidad por conocerle. - ¿Nada más? - Le ruego me perdone. Era lo menos la quinta vez quepronunciaba estas palabras. - Estoy enfermo, muy enfermo. Nohay nada más. - Sin embargo, su hijo hadesaparecido.

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Lagrange se impacientó. - Quizás ha hecho sencillamentecomo su hermana.; - ¿Qué hizo su hermana? - Al cumplir veintiún años, elmismo día que los cumplió, semarchó sin decir nada, llevándoseconsigo todas sus cosas. - ¿Un hombre? - No. Trabaja en un almacén deropa interior, en los soportales de losChamps-Elysées, y vive con unaamiga. - ¿Por qué lo hizo? - Lo ignoro.

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- ¿Tiene usted un hijo mayor? - Sí, Philippe. Está casado. - ¿No cree usted que Alain hayaido a su casa? - No se ven. No hay nada, se lorepito; sino que estoy enfermo y mesiento solo. Estoy avergonzado deque se haya usted molestado. Pardonno debiera haber… Me pregunto porqué le hablé de Alain. Supongo quetenía fiebre. Quizá la tenga aún. Nodebe usted permanecer aquí. Todoestá en desorden y debe de oler aenfermo. Ni siquiera puedo ofrecerleuna copa.

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- ¿No tiene usted asistenta? Se vio muy bien que Lagrangementía. - No ha venido hoy. Maigret no se atrevió a preguntar sitenía dinero. Hacía calor en laalcoba, un calor estancado, y reinabaun olor desagradable. - ¿Quiere que abra la ventana? - No. Hay demasiado ruido. Meduele la cabeza. Me duele todo. - ¿No sería preferible que lellevasen al hospital? La palabra le asustó. - ¡Sobre todo nada de eso! Quiero

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permanecer aquí - ¿Para esperar a su hijo? - No sé. Era curioso. Por momentos,Maigret sentía lástima, einmediatamente después, se irritaba,con la impresión de que estabanrepresentándole una comedia. Elnombre quizás estuviera enfermo,pero no hasta el punto, así le parecíaa él, de aplastarse en su cama comouna enorme larva ni hasta el punto detener ojos lacrimosos y labiosblandos de bebé que va a llorar. - Dígame, Lagrange…

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Y, como se callara, sorprendió unamirada más firme de repente, una deesas miradas agudas que,particularmente las mujeres, lanzan ahurtadillas cuando creen sentirsedescubiertas. - ¿Qué? - ¿Está usted seguro de que, cuandopidió usted a Pardon que le invitasepara conocerme, no tenía nada queconfiarme? - Le juro que lo dije sin ningunaintención… Mentía y por ello sentía lanecesidad de jurar. Siempre como

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una mujer. - ¿No puede darme algún indicioque nos permita encontrar a su hijo? Había una cómoda en un rincón, yMaigret, que se había levantado, seacercó a ella sin dejar de sentir lamirada del otro fija en él. - A pesar de todo, voy a pedirleque me preste una fotografía de él. Lagrange iba a contestarle que nola tenía, y Maigret estaba tan segurode ello que, con un movimientomaquinal, abrió uno de los cajones. - ¿Está aquí? Allí había de todo: llaves, una

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cartera vieja, una caja de cartón quecontenía botones, papeles endesorden, facturas de gas yelectricidad… - Démela… - ¿El qué? - La cartera. Temiendo que el comisarioexaminase el contenido, encontrófuerzas para incorporarse sobre uncodo. - Démela… Creo que tengo unafoto del año pasado. Se tornaba febril. Sus dedos,gordos y amorcillados, temblaban.

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De un pequeño departamento, dondesabía que la hallaría, sacó unafotografía. - Es usted el que insiste. Estoyseguro de que no ocurre nada. No hayque publicarla en los periódicos. Nohay que hacer nada. - Se la devolveré esta noche omañana. Esto también le asustó. - No es urgente. - ¿Qué va usted a comer? - No tengo hambre. No necesitonada. - ¿Y esta noche? - Estaré mejor probablemente y

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podré salir. - ¿Y si no se encuentra mejor? Estaba a punto de sollozar defastidio, de impaciencia, y Maigretno tuvo la crueldad de imponerle supresencia durante más tiempo. - Una sola pregunta. ¿Dóndetrabajó recientemente su hijo? - Ignoro el nombre. Era una oficinade la calle Réaumur. - ¿Una oficina de qué? - De publicidad… Sí… Debe deser de publicidad. Hizo ademán delevantarse para despedir a suvisitante.

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- No se moleste. Hasta la vista,monsieur Lagrange. - Hasta la vista, señor comisario.No me guarde usted rencor… Maigret estuvo a punto depreguntar: «¿Por qué?» Pero ¿de quéhubiera servido? Se quedó unmomento parado. En el descansillo encendió denuevo su pipa y pudo oír los piesdesnudos sobre el suelo, después lallave en la cerradura, el cerrojo y,sin duda, un suspiro de alivio. Al pasar por delante de la portería,vio la cabeza de la portera en su

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marco, titubeó y se paró. - Debería usted, como se loaconsejó el doctor Pardon, subir decuando en cuando para ver sinecesita algo. Está realmenteenfermo. - Pues no lo estaba anoche cuandocreí que se mudaba de extranjis. Aquello se había sostenido por unhilo. Maigret, que había estado apunto de alejarse, frunció las cejas yvolvió a acercarse. - ¿Ha salido esta noche? - Estaba incluso lo suficientementebien para transportar su baúl con

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ayuda de un chófer de taxi. - ¿Le habló usted? - No. - ¿Qué hora era? - Alrededor de las diez. Me figuréque el piso iba a quedar libre. - ¿Le oyó usted volver? Se encogió de hombros. - Claro, puesto que está arriba. - ¿Con su baúl? - No. Maigret se encontraba demasiadocerca de su casa para tomar un taxi.Al pasar delante de una taberna, seacordó de los pastis de la víspera,

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que armonizaban tan bien con elverano naciente, y se tomó uno en elmostrador mirando sin verlos a unosalbañiles que estaban bebiendotambién unas copas. Cuando atravesaba su bulevar,levantó la cabeza y vio a madameMaigret ir y venir por el piso, quetenía las ventanas abiertas. Elladebió de verle a él también. En todocaso, reconoció sus pasos en laescalera, porque la puerta se abrió. - ¿Sigue sin pasarle nada? Pensaba todavía en el muchacho dela víspera y su marido sacó la foto

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del bolsillo y se la mostró. - ¿Es él? - ¿Cómo te las has arreglado? - ¿Es él? - ¡Pues claro que es él! ¿Es que…? Debió de imaginarse que estabamuerto y ella se sintió ya muyafectada. - No, mujer, no. Sigue coleando.Acabo de dejar a su padre. - ¿Ese de quien te habló el doctorayer? - Sí, Lagrange. - ¿Qué te ha dicho? - Nada.

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- ¿De modo que sigues sin saberpor qué cogió tu revólver? - Para utilizarlo, verosímilmente. Telefoneó a la Policía Judicial,pero no había ocurrido nada que sepudiese atribuir a Alain Lagrange.Almorzó rápidamente, cogió un taxipara ir al Quai y subió en seguida alservicio fotográfico. - Sáqueme las copias que haganfalta para toda la Policía de París. Estuvo a punto de cambiar de ideay enviar la foto a toda Francia; pero¿no era dar demasiada importancia aesta historia? Lo que le molestaba

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era que, en suma, no había nada sinoel hecho de que le habían birlado suautomática. Un poco más tarde llamó a Lucas asu despacho. Se había quitado laamericana y fumaba su pipa másgrande. - Quisiera que vieses los taxis quetrabajan de noche en la zona dePopincourt. Hay un estacionamientoen la plaza Voltaire. Debe de tratarsede éste. A esta hora, los del turno denoche suelen reunirse allí. - ¿Qué pregunto? - Si alguno de ellos, anoche a las

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diez, cargó un baúl en un inmueble dela calle de Popincourt. Me gustaríasaber adonde lo llevó. - ¿Eso es todo? - Pregúntale si fue él quien llevó deregreso al viajero a la callePopincourt. - Bien, jefe. A las tres ya estaban los cochescon radio en posesión de lafotografía de Alain Lagrange; a lascuatro, ésta llegaba a las comisaríasy a los puestos de Policía con lamención: ¡Atención, está armado! Alas seis, al tomar el relevo, todos los

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agentes de París la tendrían en elbolsillo. En cuanto a Maigret, no sabía quéhacer. Una especie de pudor leimpedía tomar esta historia por lotrágico, y, de cuando en cuando, sesentía violento en su despacho, leparecía que estaba perdiendo eltiempo y que debiera haber actuado. Le hubiera gustado tener una largaconversación con Pardon acerca deLagrange, pero, a aquella hora, lasala de espera del médico debía deestar llena de enfermos, y lemolestaba interrumpir la consulta.

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Ignoraba incluso las preguntas que lehabría hecho. Hojeó la guía de teléfonos,encontró tres agencias de publicidaden la calle Réaumur y las anotó casimaquinalmente en su cuadernito. - ¿Nada para mí, jefe? -vinoTorrence a preguntarle un poco mástarde. De no ser así, no le habríaencargado de las agencias. - Telefonea a las tres para saber encuál de ellas ha trabajado unempleado llamado Alain Lagrange.Si la encuentras, vete allí y recoge

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toda la información posible. No sólode los jefes, que nunca saben nada,sino de los empleados. Permaneció aún media hora en sudespacho liquidando asuntos sinimportancia. Luego recibió a unvicario que se quejaba de que lerobaban dinero de los cepillos de suiglesia. Para recibir al sacerdote, sepuso la americana. De nuevo solo, semarchó, tomando uno de los cochesde Policía que había allí aparcados. - A los soportales de los Champs-Elysées. Las aceras desbordaban degente. A la entrada de los soportales,

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se hallaban más turistas hablando entodos los idiomas que franceses. Nosolía ir allí a menudo y se sorprendióal comprobar que en una distancia demenos de cien metros había cincotiendas de ropa interior de señora. Leresultaba violento entrar; sentía laimpresión de que las vendedoras lemiraban con ironía. - ¿Trabaja aquí mademoiselleLagrange? - ¿Es personal? - Sí… Es decir… - Tenernos una tal Lajaunie, BertheLajaunie, pero está de vacaciones.

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En la tercera tienda, una bonitamuchacha levantó vivamente lacabeza y pronunció, ya a ladefensiva: - Soy yo. ¿Qué desea usted? No se parecía a su padre; quizás asu hermano Alain, con una expresióndiferente, y, sin saber por qué,Maigret compadeció al hombre quese enamorara de ella. A primeravista, en efecto, era agradable, sobretodo cuando lucía una sonrisacomercial. Pero detrás de aquellasonrisa la adivinaba dura y enposesión de una sangre fría

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asombrosa. - ¿Ha visto usted a su hermanoúltimamente? - ¿Por qué me lo pregunta? La muchacha echó una ojeada alfondo de la tienda, donde la dueñaestaba en un probador con unacliente. Antes que discutir en balde,Maigret prefirió mostrar su insignia. - ¿Ha hecho algo malo? -preguntó amedia voz. Y él preguntó a su vez: - ¿Está usted pensando en Alain? - ¿Quién le ha dicho que yo trabajoaquí?

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- Su padre. Ella no reflexionó durante muchotiempo. - Si realmente necesita hablarme,espéreme usted en algún sitio dentrode media hora. - La esperaré en la terraza del caféLe Français. La muchacha vio salir al comisariosin decir una palabra, con la frentearrugada, y Maigret pasó treinta ycinco minutos viendo pasar gente ycambiando sus piernas de sitio cadavez que un camarero o un transeúntetropezaba con ellas. Por fin llegó con

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aire decidido, vestida con un trajesastre claro. Estaba seguro de quevendría. No era una muchacha quefaltase a una cita ni que, una vez allí,se mostrase violenta. Se tentó en lasilla que le estaba reservada. - ¿Qué va usted a tomar? - Un oporto. Se arregló los cabellos quesobresalían de su sombrerito de pajablanca y cruzó sus bien formadaspiernas. - ¿Sabe usted que su padre estáenfermo? - Siempre lo ha estado.

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No había en su voz piedad niemoción. - Está en cama. - Es posible. - Su hermano ha desaparecido. Vio que ella se sobresaltaba y queesta noticia la sorprendía más de loque quería confesar. - ¿No la sorprende? - Ya no me sorprende nada. - ¿Por qué? - Porque he visto demasiadascosas. ¿Qué es exactamente lo queespera usted de mí? Era difícil contestar así, de

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repente, a una pregunta tan concreta.Ella, tranquilamente, tomó uncigarrillo de una pitillera y dijo: - ¿Tiene usted lumbre? Le tendió una cerilla encendida. - Espero. - ¿Qué edad tiene usted? - Supongo que no se ha molestadousted para conocer mi edad. Según suinsignia, no es usted un simpleinspector, sino un comisario, o.,dicho de otro modo, alguienimportante. Y examinándole con más atención - ¿No es usted el famoso Maigret?

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- Sí, soy el comisario Maigret. - ¿Ha matado Alain a alguien? - ¿Por qué piensa usted eso? - Porque para que usted se ocupede un asunto, supongo que tiene queser importante. - Su hermano podría ser la víctima. Ninguna emoción. Era cierto queella no parecía creerlo. - Vaga por algún sitio de París conun revólver cargado en el bolsillo. - Debe de haber bastantes en sucaso, ¿no? - Robó el revólver ayer mañana. - ¿Dónde?

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- En mi casa. - ¿Ha ido a su casa? ¿A su piso? - Sí. - ¿Cuando no había nadie? ¿Quieredecir que le ha robado a usted? Aquello la divertía. De repentehubo ironía en su rostro. - No tiene usted más afecto porAlain del que siente por su padre,¿verdad? - No tengo afecto por nadie, nisiquiera por mí misma. - ¿Qué edad tiene usted? - Veintiún años y siete meses. - Entonces hace siete meses que se

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marchó de casa de su padre. - ¿Llama usted a aquello una casa?¿Se ha acercado usted por allí? - ¿Cree usted que su hermano escapaz de matar a alguien? ¿No sería para hacerse lainteresante por lo que respondió conaire de desafío? - ¿Por qué no? Todo el mundo escapaz de hacerlo, ¿no? En otra parte, y no en aquellaterraza, donde una pareja sentada enuna mesa vecina comenzaba a aguzarel oído, la habría sacudido; tanto leestaba exasperando.

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- ¿Ha conocido usted a su madre,señorita? - Apenas. Tenía tres años cuandomurió, inmediatamente después delnacimiento de Alain. - ¿Quién la ha criado? - Mi padre. - ¿Se ocupaba él solo de sus treshijos? - Cuando era preciso. - ¿Qué quiere usted decir? - Cuando no tenía dinero parapagar a una muchacha. Hubo unmomento en que incluso teníamosdos, pero aquello no duró. A veces

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era una asistenta la que nos cuidaba,otras una vecina. No parece ustedconocer muy bien a la familia. - ¿Han vivido siempre en la callePopincourt? - Hemos vivido en todas partes,incluso en los alrededores del Boisde Boulogne. Subíamos, bajábamos,volvíamos a subir un poquito, hastaque nos pusimos a descender sinremedio. Ahora, si no tiene ustednada más importante que decirme, memarcho porque estoy citada con miamiga. - ¿Dónde vive usted?

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- A dos pasos de aquí, calle deBerry. - ¿En el hotel? - No. Tenemos dos habitaciones enuna casa particular. Supongo quequerrá conocer el número. Dio elnúmero a Maigret. - A pesar de todo, me ha gustadoconocerle. Siempre se tienetendencia a formarse ideas falsassobre la gente. Maigret no se atrevió a preguntarlequé idea se había formado sobre élni, sobre todo, qué concepto tenía deél ahora. Ella estaba en pie, ceñida

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en su traje sastre, y algunosconsumidores la miraban y después aMaigret, pensando probablementeque era muy afortunado. Se levantó asu vez y se despidió de ella en mediode la acera. - Le doy las gracias -dijo él aregañadientes. - De nada. No se preocupedemasiado por Alain. - ¿Por qué? Ella se encogió de hombros. * - ¡Una simple idea! Tengo laimpresión de que por muy Maigretque sea usted, aún tiene muchas

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cosas que aprender. Seguidamente se encaminó conpasos apresurados en dirección a lacalle de Berry, muy cercana, y no sevolvió. No había retenido el cochede Policía, por lo que tomó el metro,que iba repleto, lo que le permitióconservar su malhumor. No estabacontento con nadie, ni siquiera con élmismo. Si hubiera encontrado aPardon le habría reprochado elhaberle hablado de aquel Lagrange,con aspecto de fantasmón hinchadode viento; al mismo tiempo guardabarencor a su mujer por la historia del

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revólver, y no estaba muy lejos dehacerla responsable. Todo aquello no le importaba. Elmetro olía a colada. Los anuncios,siempre los mismos, en lasestaciones le daban náuseas. Afueravolvió a encontrar el sol casiabrasador y también le tuvo rencor alsol por hacerle sudar. Al verlo pasar,el ordenanza comprendió que estabade mal talante y se contentó consaludarle discretamente. Sobre su mesa, bien a la vista,protegida de las corrientes de airepor una de sus pipas, que servía en

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aquella oportunidad de pisapapeles,había una nota. «Ruego telefonee a la mayorbrevedad a la Comisaría especial dela estación del Norte.» Firmaba Lucas. Descolgó el auricular, pidió lacomunicación sin quitarse elsombrero, y para encender su pipamantuvo el auricular entre su mejillay el hombro. - ¿Sigue Lucas ahí? Maigret había pasado los dos añosmás grises de su vida en aquellaComisaría de la estación, de la que

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conocía todos los aspectos. Oyó lavoz del inspector, que decía: - Para ti. Tu jefe. Lucas contestó: - ¡Allô! Me preguntaba si volveríausted por la oficina. He telefoneadotambién a su casa. - ¿Has encontrado al chófer? - Un golpe de suerte. Me hacontado que estaba en un bar de laplaza Voltaire cuando un cliente vinoa buscarle, uno gordo y alto, conaspecto importante, a quien llevó a laestación del Norte. - ¿Para dejar un baúl en la

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consigna? - Eso es. Ha comprendido usted. Elbaúl sigue aquí. - ¿Lo has abierto? - No me han dejado. - ¿Quiénes? - La gente de la estación. Exigen elrecibo o bien un mandamientojudicial. - ¿Nada especial? - Sí. ¡Apesta! - ¿Quieres decir? - Sí, lo que usted piensa. Si no hayun fiambre, el baúl está repleto decarne averiada. ¿Espero?

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- Estaré ahí dentro de media hora. Maigret se dirigió al despacho deljefe y éste telefoneó al Juzgado deguardia. El procurador se habíamarchado ya, pero uno de lossustitutos terminó por tomar sobre síla responsabilidad. Cuando Maigret volvió a pasar porel despacho de los inspectores,Torrence no había vuelto. Janvierredactaba un informe. - Lleva a alguien contigo. Vete a lacalle Popincourt y vigila el 37 bis;allí vive un tal François Lagrange, enel tercero izquierda, al fondo del

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patio. No te dejes ver. El tipo es altoy gordo, con aspecto enfermizo.Llévate también la foto del hijo. - ¿Qué hacemos con él? - Nada. Si por casualidad el hijoentrase y volviese a salir, seguidlediscretamente. Está armado. Si elpadre sale, lo que me sorprendería,seguidle también. Minutos más tarde, Maigret rodabaen dirección a la estación del Norte.Recordaba que la hija de Lagrange lehabía dicho en la terraza de losChamps-Elysées: «Todo el mundo escapaz de ello, ¿no?»

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Algo parecido, en todo caso. Y heaquí que era cuestión de matarlo. Se deslizó entre el público yencontró a Lucas, que charlabapacíficamente con un inspector de laComisaría especial. - ¿Tiene usted el mandamiento,jefe? Ya le advertí hace un momentoque el tipo de la consigna escoriáceo y que la Policía no leimpresiona. Era cierto. El hombre leyócuidadosamente el documento, lomiró del derecho y del revés y sepuso las gafas para examinar las

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firmas y los sellos… - Puesto que me descargan de miresponsabilidad… Con gesto resignado, aunque dedesaprobación, designó un baúl gris,de modelo antiguo, con la tela rotapor algunos sitios, que habíanrodeado de cuerdas. Lucas habíaexagerado al decir que apestaba,pero se desprendía de él un olorindefinido que Maigret conocía muybien. - Supongo que no va usted a abrirloaquí, ¿verdad? En efecto, era la hora punta. La

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gente se empujaba ante las taquillas. - ¿Habrá alguien para ayudarnos? -preguntó Maigret al empleado. - Los mozos. No querrá usted queyo haga de mozo de cuerda, ¿eh? El baúl no cabía en el cochecitonegro de la Policía Judicial. Lucas locargó en un taxi. Todo aquello no eramuy legal, pero Maigret quería actuarde prisa. - ¿Dónde lo subimos, jefe? - Al laboratorio. Será lo máspráctico. Es probable que Jussieuesté allí todavía. Se encontró a Torrence en la

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escalera. - ¿Sabe usted, jefe…? - ¿Lo has encontrado? - ¿A quién? - Al joven. - No, pero… - Entonces, luego, más tarde. Jussieu, en efecto, se encontrabaarriba. Cuatro o cinco estabanalrededor del baúl, retratándolo portodos los costados e intentandovarias experiencias antes de abrirlo. Media hora más tarde, Maigrettelefoneó al despacho del jefe. - El jefe acaba de salir -le

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contestaron. Llamó a su domicilio ysupo que cenaba esa noche en unrestaurante de la orilla izquierda delSena. Todavía no había llegado alrestaurante. Hubo que esperar aúndiez minutos. - Perdóneme por molestarle, jefe.Aquí, Maigret. A propósito delasunto de que le hablé, Lucas teníarazón. Creo que debería usted venirporque se trata de alguien importantey hay probabilidades de que hagamucho ruido. Una pausa. - André Delteil, el diputado…Estoy seguro, si… De acuerdo…, le

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espero. Capítulo III: De un personaje tanmolesto muerto como vivo y de lanoche en vela de Maigret.

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Capítulo III: De unpersonaje tan molestomuerto como vivo y dela noche en vela deMaigret. El prefecto de Policía asistía a unacena dada por la Prensa extranjera enun gran hotel de la avenidaMontaigne cuando el director de laPolicía Judicial consiguió comunicarcon él. En principio sólo soltó unaexclamación:

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- ¡M…! Después de lo cual hubo unsilencio. - Espero que los periodistas aún nohayan venteado el asunto -murmurópor fin. - Hasta ahora, no. Un reporteroanda por los pasillos y se da cuentade que ocurre algo. No podráocultársele durante mucho tiempo delo que se trata. El periodista, Gérard Lombras, unviejo especialista en atropellos, quese daba todas las noches unavueltecita por el Quai des Orfèvres,

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se había sentado en el últimoescalón, justamente enfrente dellaboratorio, y fumaba pacientementesu pipa. - Que no se haga nada, que no sediga nada antes que yo déinstrucciones -recomendó elprefecto. A su vez, desde una de las cabinasdel hotel, telefoneó al ministro de laGobernación. Fue la noche de lascenas interrumpidas; una noche, sinembargo, de una dulzura excepcional,con paseantes lánguidos que llenabanlas calles de París. También los

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había en los paseos y debían depreguntarse por qué, siendo ya tan denoche, había tantos despachosiluminados en el viejo edificio delQuai des Orfèvres. El ministro de la Gobernación,oriundo del Cantal, que conservabael acento y el hablar rudo de aquellaregión, exclamó al saber la noticia: - ¡Hasta muerto, ése nos tiene quefastidiar! Los Delteil vivían en un palacetedel bulevar Suchet, a orillas del Boisde Boulogne. Cuando Maigret obtuvopor fin permiso para telefonear allí,

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un criado contestó que la señora noestaba en París. - ¿No sabe usted cuándo volverá? - No antes del otoño. Está enMiami. El señor no está aquítampoco. Maigret preguntó por preguntar: - ¿No sabe usted dónde seencuentra? - No. - ¿Estaba ayer en París? Una vacilación. - Lo ignoro. - ¿Qué quiere usted decir? - El señor salió.

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- ¿Cuándo? - No sé. - ¿Anteayer por la noche? - Creo que sí. ¿Quién habla? - La Policía Judicial. - No estoy al corriente de nada. Elseñor no está aquí. - ¿Tiene familia en París? - Su hermano, monsieur Pierre. - ¿Sabe usted sus señas? - Creo que vive del lado del'Étoile. Puedo darle su número deteléfono. Un momento… Balzaccincuenta y uno cero dos. - ¿No le ha extrañado no ver

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regresar a su señor? - No, señor. - ¿Le había prevenido que novolvería? - No, señor. Nuevas siluetas comenzaban apoblar el laboratorio científico. Eljuez de instrucción, Rateau, a quienhabía conseguido localizar en casade unos amigos jugando al bridge,acababa de llegar, así como el fiscal,y los dos charlaban en voz baja. Eldoctor Paul, médico forense, quetambién estaba cenando en el centro,fue uno de los últimos en presentarse

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con su eterno cigarrillo en los labios. - ¿Me lo llevo? -preguntódesignando el baúl abierto, donde elcadáver continuaba encogido. - En cuanto haya hecho lasprimeras comprobaciones. - Puedo decirle ya que no es dehoy. ¡Anda! ¡Si es Delteil! - Sí. Un sí muy elocuente. Diez añosantes ninguno de los que se hallabanpresentes habría reconocido almuerto. Era entonces un abogado quese hallaba más frecuentemente en elestadio Roland-Garros y en los bares

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de los Champs-Elysées que en elPalacio de Justicia y que se parecíamás a un actor de cine que a unmiembro de la abogacía. Poco después se casó con unaamericana que poseía una buenafortuna, se instaló en el bulevarSuchet y se había presentado en laselecciones legislativas. Incluso susadversarios no le habían tomado enserio durante la campaña electoral. No por ello dejó de salir elegidopor una pequeña mayoría y, de lanoche a la mañana, comenzó a darque hablar.

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No pertenecía, hablando conpropiedad, a ningún partido, pero sehabía transformado en el terror detodos, interpelando sin descanso,revelando los abusos, los trapicheos,las combinaciones sucias, sin quenadie pudiese saber adonde queríallegar. Al comienzo de las sesionesimportantes se oía a algunosministros y a algunos diputadospreguntar: - ¿Está aquí Delteil? Y algunos rostros se poníanmalhumorados. En efecto, si estaba

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allí, bronceado como una estrella deHollywood, con su bigotillo morenoen forma de comas, aquellosignificaba que habría jaleo. Maigret tenía su aspecto gruñón.Había llamado al número delhermano, una casa de la calle dePonthieu, donde le habían aconsejadoque llamase al Le Fouquet's. De LeFouquet's le mandaron al Maxim's. - ¿Está ahí monsieur PierreDelteil? - ¿De parte de quién? - Dígale que se trata de suhermano.

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Por fin le tuvo al aparato. Debieronde darle mal el recado. - ¿Eres tú, André? - No. Aquí, la Policía Judicial.¿Quiere usted tomar un taxi y venirhasta aquí? - Tengo mi coche a la puerta. ¿Dequé se trata? - De su hermano. - ¿Le ha ocurrido algo? - No hable de nada antes de haberhablado conmigo. - Pero… Maigret colgó, miró con airefastidiado los grupos que se estaban

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formando en la amplia habitación y,como no le necesitaban de momento,bajó a su despacho. Lombras, elperiodista, ajustó su paso al deMaigret. - ¿No me olvida usted, comisario? - No. - Dentro de una hora serádemasiado tarde para mi edición. - Le veré a usted antes. - ¿Quién es? Un pez gordo, ¿no? - Sí. Torrence le esperaba; pero antesde hablar con él, Maigret telefoneó asu mujer.

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- No me esperes a cenar ni,probablemente, en toda la noche. - Me lo figuraba al ver quetardabas. Un silencio. Maigret se figuraba enqué, o, mejor dicho, en quién estabapensando. - ¿Es él? - En todo caso, aún no se hasuicidado. - ¿Ha disparado? - No lo sé. No les había dicho todo allá arriba.No sentía deseos de decírselo todo.Todavía le molestarían durante

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quizás una hora los jefazos, despuésde lo cual podría reanudar contranquilidad su investigación. Se volvió hacia Torrence: - ¿Has encontrado al muchacho? - No. He visto a su antiguo patrón ya sus compañeros. Sólo hace tressemanas que los dejó. - ¿Por qué? - Le echaron. - ¿Algo punible? - No. Parece ser que es honrado,pero en los últimos tiempos fallabacontinuamente. Al principio no lotomaron a mal. Todo el mundo le

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encontraba simpático; pero comocada vez aparecía menos por laoficina… - ¿No te has enterado de quiénfrecuentaba? - ¿Ninguna novia? - No hablaba nunca de sus asuntospersonales. - ¿Ningún amorcillo entre lasmecanógrafas? - Una de ellas, que no es bonita, seruboriza al hablar de él; pero tengola impresión de que no se ocupaba deella. Maigret marcó un número en el

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teléfono. - ¡Allô! ¿Madame Pardon? Aquí,Maigret. ¿Está en casa su marido?¿Mucho trabajo? Haga el favor dedecirle que se ponga un momento alteléfono. Se preguntaba si, por casualidad, eldoctor habría vuelto a última hora ala calle Popincourt. - ¿Pardon? No sabe cuánto sientomolestarle. ¿Tiene usted que visitar aalgún enfermo esta noche? Escuche.Ocurren cosas graves respecto a suamigo Lagrange… Sí…, le hevisto… Se han producido novedades

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desde que estuve en casa de él.Necesito su ayuda… Eso es…Preferiría que viniera a buscarmeaquí… Cuando volvió a subir, siempreseguido de Lombras, vio en laescalera a Pierre Delteil, a quienreconoció a causa de su parecido consu hermano. - ¿Es usted quien me ha hechovenir? - ¡Calle! Le señaló al periodista. - Sígame. Se lo llevó arriba, empujó la puerta

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en el momento en que el doctor Paul,que acababa de proceder a un primerexamen del cadáver, se enderezaba. - ¿Le reconoce usted? Todo el mundo callaba. La escenase tornaba más penosa por elparecido de los dos hombres. - ¿Quién ha hecho eso? - ¿Es su hermano? No hubo lágrimas, sino puños ymandíbulas apretados, ojos que sevolvían fijos y duros. - ¿Quién ha hecho eso? -repitióFierre Delteil, que era tres o cuatroaños más joven que el diputado.

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- Aún no lo sabemos. El doctor Paul explicaba: - La bala ha entrado por el ojoizquierdo y se ha alojado en elcráneo. No ha vuelto a salir. Por loque he podido ver es una bala depequeño calibre.

* * *

En uno de los teléfonos, el directorde la Policía Judicial hablaba con el

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prefecto. Cuando se unió de nuevo algrupo, transmitió las instruccionesllegadas del Ministerio. - Un simple comunicado a laPrensa anunciando que el diputadoAndré Delteil ha sido hallado muertoen un baúl depositado en la consignade la estación del Norte. La menorcantidad posible de detalles. Yahabrá ocasión mañana. El juez Rateau se llevó a Maigret aun rincón. - ¿Cree usted que es un crimenpolítico? - No.

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- ¿Una historia de faldas? - No sé. - ¿Tiene usted algún sospechoso? - Eso lo sabré mañana. - Cuento con usted para que metenga al corriente. Telefonéeme,incluso de noche, si hay algunanovedad. Estaré en mi despachomañana a partir de las nueve. Maigret afirmó vagamente con lacabeza y fue a cambiar algunaspalabras con el doctor Paul. - De acuerdo, chico. Paul se iba al laboratorio paraproceder a la autopsia.

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Todo aquello había llevadotiempo. Eran las diez de la nochecuando varias siluetas oscurasempezaron, una tras otra, a bajar laescalera mal alumbrada. Elperiodista no soltaba al comisario. - Entre un momento en midespacho. Tenía usted razón. Es unpez gordo. André Delteil, eldiputado, ha sido asesinado. - ¿Cuándo? - Se ignora todavía. Una bala en lacabeza. El cadáver ha sido halladoen un baúl depositado en la consignade la estación del Norte.

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- ¿Por qué ha sido abierto el baúl? Éste había comprendido enseguida. - Nada más por hoy. - ¿Tiene usted una pista? - Nada más por hoy. - ¿Va usted a pasar la noche sobreel asunto? - Es posible. - ¿Y si yo le siguiese a usted? - Le mandaría enchiquerar con elprimer pretexto que se me ocurriesey le tendría a la sombra hasta mañanapor la mañana. - Comprendido.

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- Entonces todo marcha bien. Pardon llamó a la puerta y entró. Elreportero preguntó: - ¿Quién es? - Un amigo. - ¿No puede saberse su nombre? - No. Por fin se quedaron los dos solos yMaigret empezó por quitarse lachaqueta y encender la pipa. - Siéntese. Antes de ir allí megustaría que tuviéramos una pequeñaconversación, y es mejor que lacelebremos aquí. - ¿Lagrange?

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- Sí. Una pregunta primeramente.¿Está realmente enfermo, y hasta quépunto? - Me esperaba esto y he venidopensando en ello durante todo elcamino, porque no es fácil contestarde un modo categórico. Enfermo loestá, eso es cierto. Hace unos diezaños que padece de diabetes. - Lo que no le impide llevar unavida normal, ¿verdad? - Casi. Le trato con insulina. Le heenseñado a ponerse él mismo lasinyecciones. Cuando no come en casalleva siempre en el bolsillo un pesito

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plegable con el fin de pesar ciertosalimentos. Con la insulina eso esimportante. - Ya sé. ¿Qué más? - ¿Quiere usted un diagnóstico entérminos técnicos? - No. - Siempre ha padecidoinsuficiencia glandular, que es elcaso de la mayoría de los de su tipofísico. Es un blandengue, unimpresionable, que se abatefácilmente. - ¿Su estado actual? - Aquí es donde la cuestión se

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vuelve más delicada. Me hasorprendido mucho esta mañanaencontrarle en el estado en que ustedle ha visto. Le he auscultadodetenidamente. Aunque hipertrofiado,el corazón no funciona mal, no peorque hace una o dos semanas, cuandoLagrange hacía vida normal. - ¿Ha pensado usted en laposibilidad de una simulación? Pardon había pensado en ello, senotaba en su violencia. Escrupuloso, buscaba las palabras. - Supongo que tiene usted buenosmotivos para hacerme esas

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preguntas. - Motivos graves. - ¿Su hijo? - No lo sé. Vale más que le ponga austed al corriente. Hace cuarenta yocho horas, más o menos, un hombreha sido asesinado muyprobablemente en el piso de la callede Popincourt. - ¿Lo han identificado? - Se trata del diputado Delteil. - ¿Se conocían? - La investigación nos lo dirá. Elcaso es que anoche, mientrascenábamos en su casa hablando de

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él, François Lagrange trajo un taxidelante de su casa y. con la ayuda delchófer, bajó un baúl que contenía elcadáver, para ir a depositarlo en laestación del Norte. ¿Le sorprende? - Este tipo de cosas sorprendesiempre. - Comprenderá usted ahora por quédeseo saber si esta mañana, cuandousted le ha reconocido, FrançoisLagrange estaba tan enfermo comopretendía hacer creer o si simulaba. Pardon se levantó. - Antes de contestar, preferiríaexaminarle de nuevo. ¿Dónde está?

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Esperaba que Lagrange hubierasido traído a uno de los despachos dela Policía Judicial. - Sigue en su casa, en la cama. - ¿No sabe nada? - Ignora que hemos descubierto elcadáver. - ¿Qué va usted a hacer? - Ir allí con usted, si acepta ustedacompañarme. ¿Le tenía ustedafecto? - ¡No! - ¿Simpatía? - Pongamos lástima. No me causaplacer el verle entrar en mi consulta.

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Más bien cierto embarazo, como elque siento siempre cuando estoy enpresencia de los hombres sin energía.Pero no puedo olvidar que ha criadoél solo a sus tres hijos ni que, cuandohablaba de su hijo menor, su voztemblaba conmovida. - ¿Sentimentalismo a flor de piel? - Me lo he preguntado. No megustan los hombres que lloran. - ¿Ha llorado alguna vez delante deusted? - Sí. Sobre todo cuando su hija leabandonó sin dejarle siquiera sudirección.

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- La he visto. - ¿Qué dice? - Nada. Ésa no llora, ¡se loaseguro! ¿Me acompaña usted? - Supongo que será largo. - Es posible. - ¿Me permite que telefonee a mimujer? Era de noche cuando tomaronasiento en uno de los autos de laPrefectura. Fueron callados durantetodo el camino, temiendo la escenaque iban a afrontar. - Pararás en la esquina de la calle -dijo Maigret al chófer.

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Reconoció a Janvier frente al 37bis. - ¿Y tu colega? - Por precaución, le he puesto deplantón en el patio del edificio. - ¿Y la portera? - No se ocupa de nosotros. Maigret llamó e hizo pasar aPardon delante de él. La portera noles preguntó quiénes eran, pero elcomisario creyó ver la mancha clarade su rostro detrás del cristal. Allá arriba, en el tercero, había luzen una de las habitaciones. - Subamos.

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Golpeó la puerta a causa de noencontrar el timbre en la oscuridadporque no funcionaba la luz.Transcurrió menos tiempo que por lamañana antes que una vozpreguntase: - ¿Quién es? - El comisario Maigret. - Un momento, por favor. Lagrange debía de estar de nuevoponiéndose su batín. Sus manostemblaban porque le costó trabajodar vuelta a la llave en la cerradura. - ¿Ha encontrado usted a Alain? En seguida vio al doctor en la

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semioscuridad y su rostro cambió, setornó más pálido de lo que erahabitualmente. Se quedó allí, sinmoverse ni saber ya qué hacer ni quédecir. - ¿Nos permite que entremos? Maigret olfateaba reconociendo elolor que le venía a la nariz, un olor apapel quemado. La barba deLagrange había crecido desde lavisita del comisario, las bolsasdebajo de los ojos estaban máshinchadas aún. - Dado su estado de salud -pronunció por fin el comisario-, no

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he querido venir sin que meacompañase su médico. Pardon haaceptado tomarse esa molestia.¿Supongo que no se opondrá usted aque le reconozca? - Me ha reconocido ya estamañana. Sabe que estoy enfermo. - Si se vuelve usted a la cama, lereconocerá de nuevo. Lagrange estuvo a punto deprotestar, se vio en su mirada; perotambién terminó por resignarse.Penetró en la alcoba, se quitó el batíny se acostó. - Descúbrase el pecho -dijo

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suavemente Pardon. Mientras le auscultaba, Lagrangemiraba fijamente el techo. Maigretiba y venía por la habitación. Habíauna chimenea con una tapa negra; lalevantó, y detrás de ella descubriópapeles calcinados que se habíancuidado de reducir a polvo a golpesde atizador. De cuando en cuando Pardonmurmuraba palabras profesionales. - Vuélvase… Respire… Respiremás profundamente… Tosa… Existía una puerta, no lejos de lacama, y el comisario la empujó,

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encontrando una habitacióndesocupada que debía de haber sidola de alguno de los hijos, con unacama de hierro de la cual habíanretirado el colchón. Dio la vuelta alconmutador. La habitación era ahorauna especie de cuarto trastero. Unmontón de periódicos se hallaba enun rincón, juntamente con libros rotosy sin tapas, incluso libros escolares,y una maleta cubierta de polvo. A laderecha, cerca de la ventana, unaparte del suelo, que tenía la formadel baúl encontrado en la estacióndel Norte, estaba más clara que el

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resto. Cuando Maigret volvió a lahabitación contigua, Pardon estaba enpie con aire preocupado. - ¿Qué hay? No contestó inmediatamente,evitando la mirada de Lagrange fijaen él. - En conciencia, creo que está enestado de contestar a sus preguntas. - ¿Ha oído usted, Lagrange? Éste miraba alternativamente aambos y sus ojos impresionaban.Eran como los de un animal heridoque mira a los hombres inclinados

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sobre él e intenta comprender suspropósitos. - ¿Sabe usted por qué estoy aquí? Lagrange debía de haber tomadouna decisión, sin duda durante laauscultación, porque guardó silencio,sin que variase ningún rasgo de surostro. - Confiese usted que lo sabe muybien, que se lo esperaba desde estamañana y que es el miedo el que lepone enfermo. Pardon se había sentado en unrincón., con un codo en el respaldode la silla, la barbilla en la mano.

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- Hemos descubierto el baúl. No hubo choque. No ocurrió nada,y Maigret ni siquiera hubiera podidojurar que hubiese habido, en eltiempo de un relámpago, algunamayor intensidad en sus pupilas. - No pretendo que usted hayamatado a André Delteil. Es posibleque sea usted inocente del crimen.Ignoro lo que ha ocurrido aquí, loconfieso, pero estoy seguro de que esusted quien ha transportado a laconsigna el cadáver encerrado en subaúl. En su propio interés, es mejorque hable.

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Persistieron el silencio y lainmovilidad. Maigret se volvió haciaPardon, a quien dirigió una ojeada dedesánimo. - Quiero incluso creer que estáusted enfermo, que el esfuerzo quehizo anoche y las emociones le handesquiciado. Razón de más paracontestarme francamente. Lagrange cerró los ojos, los volvióa abrir, pero sus labios no seestremecieron. - Su hijo ha huido. Si es él quienmató, no tardaremos en echarlemano, y el silencio de usted no le

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ayuda en nada. Si no ha sido él, espreferible por su seguridad que losepamos. Está armado, y toda laPolicía ha sido advertida de ello. Maigret se inclinó a la cama yquizá se inclinó un poco; los labiosde aquel hombre se movieron por fin;balbuceaba algo. - ¿Qué dice usted? Entonces, con voz angustiada,Lagrange gritó: - ¡No me pegue! No tienen derechoa pegarme. - No tengo intención de hacerlo, yalo sabe usted.

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- No me pegue… No me… Y de repente apartó la ropa de lacama, se agitó e hizo ademán derechazar un ataque. - No quiero… No quiero que mepeguen… Era desagradable de ver, penoso.Una vez más Maigret se volvió haciaPardon, como para pedirle consejo.Mas ¿qué consejo podía darle elmédico? - Escuche, Lagrange. Está ustedperfectamente lúcido. Ya no es unniño, me comprende usted bien, yhace unos momentos no estaba usted

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tan enfermo, puesto que tuvo energíapara quemar papelescomprometedores. Se produjo un momento de calma,como si aquel hombre tomara alientopara debatirse después con másintensidad, para gritar esta vez: - ¡Socorro! ¡Auxilio! ¡Me pegan…!¡No quiero que me peguen…!¡Suélteme…! Maigret le cogió una de lasmuñecas. - Ya está bien, ¿no? - ¡No! ¡No! ¡No! - ¿Va usted a callarse?

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Pardon se había levantado y seacercó a la cama, fijando sobre elenfermo una mirada escrutadora. - ¡No quiero…! ¡Déjeme…! Voy adespertar a toda la casa… Voy adecirles… Pardon murmuraba en su oído: - No sacará usted nada de él. Apenas se alejaba de la cama,Lagrange recobraba su inmovilidad yvolvía a quedar en silencio. Los dos celebraron consejo en unrincón. - ¿Cree usted que tiene realmente elcerebro desarreglado?

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- No tengo ninguna certeza. - ¿Es una posibilidad? - Siempre es una posibilidad.Habría que ponerlo en observación. Lagrange había movido ligeramentela cabeza para no perderlos de vista,y era evidente que escuchaba. Debíade haber comprendido las últimaspalabras. Parecía apaciguado. Maigret, sin embargo, volvió a lacarga, no sin cansancio. - Antes de tomar una decisión,Lagrange, quiero advertirle una cosa.Tengo una orden de detención a sunombre. Abajo, dos de mis hombres

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esperan. A menos que dé ustedcontestaciones satisfactorias a mispreguntas, van a llevarle a laEnfermería Especial de laComisaría. Ninguna reacción. Lagrange fijó sumirada en el techo, con aire tanausente que podía preguntarse si oía. - El doctor Pardon puedeconfirmarle que existenprocedimientos casi infalibles paradescubrir la simulación. No estabausted loco esta mañana. No lo estabatampoco cuando quemó sus papeles.No lo está usted ahora, estoy

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convencido de ello. ¿Hubo realmente una vaga sonrisaen los labios del hombre? - No le he golpeado y no legolpearé. Le repito solamente que laactitud que adopta no le llevará aningún sitio y no le servirá más quepara ganarse antipatías y algo peor.¿Está usted decidido a contestar? - ¡No quiero que me peguen! -repitió con voz sin expresión, comocuando se repite una oración. Maigret, con la espalda encorvada,fue a abrir la ventana, se asomó y sedirigió al inspector que esperaba en

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el patio. - ¡Sube con Janvier! Cerró la ventana y se puso a pasearpor la habitación. Se oyeron pasos enla escalera. - Si quiere usted vestirse, puedeusted hacerlo. Si no, se lo llevarántal como está, enrollado en unamanta. Lagrange se contentaba con repetirlas mismas palabras, que terminabanpor no tener sentido. - No quiero que me peguen… Noquiero que me… - Entra, Janvier… Tú también…

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Vais a llevarme eso a la EnfermeríaEspecial. Es inútil vestirle, porquees capaz de comenzar a debatirse…Por si acaso, ponedle las esposas.Metedle en una manta… Se abrió una puerta en el pisosuperior. Una ventana del otro ladodel patio se iluminó y se vio a unamujer en camisa acodada en suventana y a un hombre que salía de lacama detrás de ella. - No quiero que me peguen… Maigret no miró; oyó el chasquidode las esposas, despuésrespiraciones fuertes, pasos,

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tropezones. - No quiero que me…, yo…¡Socorro! ¡Auxilio! Uno de los inspectores debió deponerle la mano en la boca o unamordaza, porque la voz se debilitó,se calló y los pasos se alejaron endirección a la escalera. El silencio, inmediatamentedespués, fue penoso. El primermovimiento del comisario fue paraencender su pipa. Después miró lacama deshecha, una de cuyas sábanasllegaba hasta la mitad de lahabitación. Las viejas zapatillas

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estaban aún allí. El batín en el suelo. - ¿Qué opina usted, Pardon? - Le va a costar trabajo. - Le ruego me perdone por haberlemezclado en esto. No es bonito. Como si un detalle le viniese a lamemoria, el doctor murmuró: - Ha tenido siempre mucho miedo amorir. - ¡Ah! - Cada semana se quejaba denuevas molestias. Y me interrogabalargamente para saber si era grave.Compraba libros de medicina.Tienen que encontrarse en alguna

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parte. Maigret los halló, en efecto, enun cajón de la cómoda, con señalesintroducidas entre determinadaspáginas. - ¿Qué va usted a hacer? - La Enfermería Especial seocupará de él. En cuanto a mi,prosigo la investigación. Lo quequisiera ante todo es encontrar a suhijo. - ¿Está usted en la idea de que esél? - No. Si Alain hubiera matado, nohabría necesitado robar miautomática. En efecto, a la hora en

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que él se encontraba en mi casa, elcrimen había sido ya cometido. Lamuerte se remonta por lo menos ahace cuarenta y ocho horas, o sea almartes. - ¿Se queda usted aquí? - Algunos minutos. Espero a losinspectores que he encargado aJanvier que me enviase. Dentro deuna hora tendré el informe del doctorPaul. Fue Torrence quien vino pocodespués en compañía de sus doscolegas y algunos hombres de laIdentificación Judicial, provistos de

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sus aparatos. Maigret les dioinstrucciones, mientras Pardon semantenía aparte, siempre con airepreocupado. - ¿Viene usted? - Le acompaño. - ¿Le dejo en su casa? - Quería justamente pedirlepermiso para ir a la EnfermeríaEspecial, aunque, quizá, mis colegasde allá no me mirarán con buenosojos. - Al contrario. ¿Tiene usted algunaidea? - No. Me gustaría solamente volver

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a verle; quizás intentar reconocerlede nuevo. Es un caso extraño. Era grato encontrar de nuevo elaire de la calle. Los dos hombresllegaron al Quai des Orfèvres yMaigret sabía por anticipado quehabría más ventanas iluminadas quede costumbre. El coche de PierreDelteil seguía contra la acera. Elcomisario frunció las cejas y seencontró al periodista de guardia enel recibimiento. - El hermano le espera a usted.¿Sigue sin haber nada para mí? - Sigue sin haber nada, pequeño.

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- Hablaba sin pensar, porqueGérard Lombras teníaaproximadamente su edad.

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Capítulo IV:Continuación de lanoche en vela y de lasentrevistasdesagradables. Pierre Delteil se mostró en seguidaagresivo. Por ejemplo: mientrasMaigret daba instrucciones aLapointe, que acababa de entrar deservicio, se mantuvo cerca de lamesa, apoyado contra ella,golpeteando con sus bien cuidados

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dedos sobre una pitillera de plata, ycuando Maigret, en el momento enque Lapointe salía, volvió a llamarlepara pedirle que encargaseemparedados y cerveza, estiró apropósito los labios en una sonrisairónica. Era cierto que había recibido unafuerte impresión y que desdeentonces su nerviosismo no habíadejado de crecer, hasta el punto deque cansaba el mirarle. - ¡Por fin! -exclamó cuando lapuerta se cerró y el comisario sesentó a su mesa.

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Y como éste le miraba como si leviese por primera vez: - Supongo que va usted a llegar a laconclusión de un crimen para robarleo una historia de mujeres, ¿no? Handebido de darle desde arribainstrucciones para acallar el asunto.Pues tengo que decirle esto… - Siéntese, monsieur Delteil. No se sentó en seguida. - Me horroriza hablar a un hombreen pie. La voz de Maigret era un pococansada, un poco sorda. La lámparadel techo no estaba encendida y la de

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la mesa sólo difundía una luz verde.Pierre Delteil terminó por instalarseen la silla que le designaban, cruzó ydescruzó las piernas, abrió la bocapara decir nuevas palabrasdesagradables, pero no tuvo tiempode pronunciarlas. - Simple formalidad -leinterrumpió Maigret, tendiéndole lamano sin tomarse la molestia demirarle-. ¿Quiere usted mostrarme sucarnet de identidad? Lo examinó con cuidado, como unpolicía en la frontera, y le dio vueltasentre sus dedos.

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- Productor de cine -leyó por fin enel apartado de la profesión-. ¿Haproducido usted muchas películas,monsieur Delteil? - Pues… - ¿Ha producido usted alguna? - Todavía no se ha empezado afilmar, pero… - Si lo entiendo bien, no haproducido usted nada todavía. Seencontraba usted en Maxim's cuandole localicé por teléfono. Un pocoantes estaba usted en Fouquet's.Ocupa un cuarto en un inmueblebastante caro de la calle de Ponthieu

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y posee usted un hermoso coche. Le examinaba ahora de pies acabeza, como si quisiera apreciar elcorte del traje, la camisa de seda ylos zapatos que provenían de unzapatero de lujo. - ¿Tiene usted bienes personales,monsieur Delteil? - No veo a qué vienen estas… - …estas preguntas -terminó muyplácidamente el comisario. A nada.¿Qué hacía usted antes de que suhermano fuese elegido diputado? - Trabajé en la campaña electoral. - ¿Y antes de eso?

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- Yo… - Eso es. En suma, desde hacealgunos años, es usted la eminenciagris de su hermano. A cambio deello, éste subvenía a sus necesidades. - ¿Quiere usted humillarme?¿Forma esto parte de lasinstrucciones que ha recibido?Confiese que esos señores sabenperfectamente que se trata de uncrimen político y le han encargadoque ahogue la verdad cueste lo quecueste. Lo comprendí allá arriba y espor lo que le he esperado a usted.Quiero decirle que…

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- ¿Conoce usted al asesino? - No precisamente; pero mihermano se estaba volviendo molestopara algunos, y se las han arregladopara… - Puede usted encender sucigarrillo. De repente, hubo un silencio. - Supongo que, según usted, no haymás explicación que un crimenpolítico. - ¿Conoce al culpable? - Aquí, monsieur Delteil, soy yoquien hace las preguntas. ¿Teníaamantes su hermano?

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- Todo el mundo lo sabe. No seocultaba. - ¿Tampoco de su mujer? - No tenía motivos paraocultárselo, puesto que estaba entrance de divorcio. Es una de lasrazones por las cuales Pat seencuentra en los Estados Unidos. - ¿Es ella quien solicita eldivorcio? Pierre Delteil titubeó. - ¿Por qué motivo? - Probablemente porque elmatrimonio ha dejado de divertirla. - ¿Su hermano?

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- ¿Conoce usted a las americanas? - A algunas. - ¿De las ricas? - También. - En ese caso debe usted de saberque se casan un poco por diversión.Hace ocho años, Pat estaba de pasoen Francia. Era su primera estanciaen Europa. Le gustó quedarse, poseerun palacete en París, hacer vidaparisiense… - Y tener un marido querepresentara un papel en esa vidaparisiense. ¿Fue ella quien empujó asu hermano a dedicarse a la política?

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- Él siempre tuvo esa idea. - Así, pues, aprovechósimplemente los medios que elmatrimonio ponía a su disposición.Me dice usted que, más o menosrecientemente, su mujer se hartó yregresó a los Estados Unidos parapedir el divorcio. ¿Qué habría sidode su hermano? - Habría continuado su carrera. - ¿Y la fortuna? Habitualmente, lasamericanas ricas toman la precauciónde casarse bajo régimen deseparación de bienes. - A pesar de todo, André no habría

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aceptado su dinero. No veo adonde van a parar esaspreguntas… - ¿Conoce usted a este joven? Maigret le tendió la fotografía deAlain Lagrange. Pierre Delteil lamiró sin comprender y levantó lacabeza. - ¿Es el asesino? - Le pregunto si le ha visto algunavez. - Nunca. - ¿Conoce usted a un tal Lagrange,François Lagrange? Se puso a buscar en su memoria

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como si el nombre no le fuesedesconocido del todo e intentarasituarlo. - Creo que, en ciertos medios -prosiguió Maigret-, le llaman elbarón Lagrange. - Ahora sé de quién habla. Lamayoría de las veces le llamansimplemente el barón. - ¿Le conoce usted? - Me lo encuentro de cuando encuando en Fouquet's o en otros sitios.Le he estrechado la mano algunasveces. He debido de tomar elaperitivo con él…

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- ¿Tenía usted con él relaciones denegocios? - No, gracias a Dios. - ¿Frecuentaba su hermano el tratode este hombre? - Como yo, probablemente. Todo elmundo conoce más o menos al barón. - ¿Qué sabe usted de él? - Casi nada. Es un imbécil, undulce imbécil, un blando grandullónque intenta introducirse. - ¿Cuál es su profesión? Y Pierre Delteil, más ingenuamentede lo que hubiera querido, preguntó: - ¿Tiene una profesión?

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- Supongo que debe de tenermedios de vida. Maigret estuvo a punto de añadir:«No todos tienen un hermanodiputado.» No lo hizo porque ya no eranecesario. El joven Delteil marchabacomo una seda, sin darse cuenta desu cambio de actitud. - Se ocupa vagamente de negocios.Por lo menos, lo supongo. No es elúnico en su caso. Es el tipo dehombre que sujeta a uno por lassolapas mientras le anuncia que estámontando un negocio de algunos

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cientos de millones y que terminapidiéndole prestado dinero paracenar y tomar un taxi. - ¿Había dado algún sablazo a suhermano? - Ha intentado sablear a todo elmundo. - ¿No cree usted que su hermanohabría podido utilizarle? - Desde luego que no. - ¿Por qué? - Porque mi hermano desconfiabade los imbéciles. No veo adondequiere usted llegar. Tengo laimpresión de que tiene usted alguna

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información de la que no deseahablarme. Lo que sigo sincomprender es cómo han sabido queun baúl depositado en la consigna dela estación del Norte contenía elcadáver de André. - No lo sabíamos. - ¿Fue una casualidad? Empezaba a reír con ironía. - Casi una casualidad. Otrapregunta más. ¿Por qué motivo unhombre como su hermano fue avisitar, a su casa, a un hombre comoel barón? - ¿Le visitó?

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- No me ha contestado usted. - Eso no me parece probable. - Un crimen, al empezar lainvestigación, siempre pareceimprobable. Como llamaban a la puerta,Maigret gritó: - ¡Entre! Era el camarero de la BrasserieDauphine con los emparedados y lacerveza. - ¿Gusta usted, monsieur Delteil? - Muchas gracias. - ¿No quiere usted? - Estaba cenando cuando…

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- No le retengo más. Tengo sunúmero de teléfono. Es posible quemañana o pasado le necesite a usted. - En suma: ¿descarta usted a priorila idea de un crimen político? - No descarto nada. Como ve usted,estoy trabajando. Maigret descolgóel teléfono para indicar mejor que laentrevista había terminado. - ¡Allô! ¿Es usted, Paul? Delteil titubeó, terminó por cogersu sombrero e ir hacia la puerta. - Sepa usted que, en todo caso, nopermitiré… Con la mano, Maigret leindicaba: «¡Buenas noches! ¡Buenas

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noches…!» La puerta se cerró. - Aquí, Maigret. ¿Entonces…? Sí,me lo figuraba… Según usted, fuemuerto el martes por la tarde, ¿quizápor la noche…? ¿Si coincide…?Casi, casi… Fue el martes también, pero en lasprimeras horas de la tarde, cuandoFrançois Lagrange había telefoneadopor ultima vez al doctor Pardon paraasegurarse de que Maigret asistiría ala cena del día siguiente. En aquelmomento deseaba todavíaencontrarse con el comisario y eramás que probable que no lo hacía por

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pura curiosidad. No debía esperar lavisita del diputado, pero ¿la preveíaquizá para uno de los díassiguientes? El miércoles por la mañana su hijoAlain se presentó en el bulevarRichard-Lenoir, tan nervioso, conaspecto tan asustado, según madameMaigret, que ésta sintió lástima y letomó bajo su protección. ¿Qué fue a hacer allí aquel joven?¿A pedir consejo? ¿Había asistido alcrimen? ¿Había descubierto elcadáver, que quizá no estaba aún enel baúl?

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La cuestión es que la vista delrevólver automático de Maigret lehizo cambiar de opinión: se apoderódel arma, abandonó el piso depuntillas y se precipitó hacia elprimer armero que encontró al pasopara comprar cartuchos. Tenía, pues,una idea en la cabeza. La mismanoche, su padre no asistió a la cenaen casa de los Pardon. En vez deesto, buscó un taxi, y, con la ayudadel chófer, fue a depositar el cadáveren la estación del Norte, después delo cual se acostó y se puso enfermo. - ¿Y la bala, Paul?

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Como ya lo esperaba, no habíasido disparada con su automáticaamericana, lo que habría sidoimposible, por otra parte, puesto queel arma, en el momento del crimen,estaba todavía en su casa, sino conun arma de pequeño calibre, un 6,35,que no habría producido gran daño siel proyectil, alcanzando el ojoizquierdo, no hubiera ido a alojarseen el cráneo. - ¿Nada más que señalar…? ¿Y elestómago? Éste contenía los restosde una cena copiosa y la digestión nohabía hecho sino comenzar. Esto

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situaba el crimen, según el doctorPaul, hacia las once de la noche, nosiendo el diputado Delteil de los quecenan temprano. - Muchas gracias, amigo. No, losproblemas que quedan por resolverno son de su negociado. Se puso a comer, completamentesolo en su despacho, donde sóloreinaba una luz verdosa. Estabapreocupado y molesto. Le parecióque la cerveza estaba tibia. No habíapensado en encargar café y,limpiándose los labios, fue a coger labotella de coñac que guardaba en su

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armario y se llenó un vaso. - ¡Allô! Póngame con la EnfermeríaEspecial. Se sorprendió al oír la vozde Journe. El profesor se habíaocupado personalmente del asunto. - ¿Ha tenido usted tiempo deexaminar a mi cliente? ¿Qué opinausted de él? Una respuesta categórica le habríaaliviado un poco; pero el viejoJourne no era hombre de esta clasede respuestas. Le colocó, desde elotro extremo del hilo, un discursoesmaltado de términos técnicos, dedonde se deducía que había, un

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sesenta por ciento de posibilidadesde que Lagrange fuese un simulador yque, a menos de alguna torpeza porsu parte, podían transcurrir semanasantes de que obtuviese una pruebacientífica. - ¿Está aún con usted el doctorPardon? - Está a punto de marcharse. - ¿Qué hace Lagrange? - Completamente dócil. Hapermitido que le metiesen en la camay se ha puesto a hablar a la enfermeracon voz infantil. Le ha dicho,llorando, que habían querido pegarle,

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que todo el mundo se encarnizabacontra él y que durante toda su vidahabía sido lo mismo. - ¿Podré ver a Lagrange mañana? - Cuando usted quiera. - Quisiera decir dos palabras aPardon. - Y a éste: - ¿Qué hay? - Nada nuevo. No soycompletamente de la opinión ¿elprofesor, pero es más competenteque yo y hace años que no me ocupode psiquiatría. - ¿Su opinión personal?

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- Preferiría tener algunas horaspara meditar sobre este caso antes dehablar de él. Es demasiado gravepara dar una opinión a la ligera. ¿Nova usted a ir a acostarse? - Todavía no. Es poco probableque duerma esta noche. - ¿Me necesita usted? - No, ya no, muchas gracias. Leruego nuevamente que me excuse antesu mujer. - Está ya acostumbrada. - La mía también, afortunadamente. Maigret se levantó con la idea dedarse una vueltecita por la calle

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Popincourt con el fin de ver lo quehabían conseguido sus hombres. Acausa de los papeles quemados en lachimenea, no esperaba demasiadoque descubriesen algún indicio perotenía ganas de olfatear por losrincones. En el momento en que cogía susombrero, sonó el teléfono. - ¡Allô! ¿El comisario Maigret?Aquí el puesto de Policía del bulevarSaint-Denis. Me dicen que letelefonee por si acaso. Le habla elagente Lecoeur. - Se notaba que el agente estaba

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muy conmovido. - Es a propósito del joven cuyafotografía nos han remitido. Tengoaquí un tipo… Rectificó: - …una persona a quien acaban derobar la cartera en la calleMaubeuge. El denunciante debía de estar allí,escuchando, de modo que el agenteLecoeur elegía sus palabras. - Se trata de un industrial deprovincias…, espere…, de ClermontFerrand… Pasaba por la calleMaubeuge, hace aproximadamenteuna media hora, cuando un hombre se

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destacó de la oscuridad y le puso unenorme revólver automático bajo lanariz…, más exactamente un joven… Lecoeur habló a alguien que estabadetrás de él. - Dice que un muchacho muy joven,casi un chiquillo. Parece ser que letemblaban los labios y que le costógran trabajo pronunciar: «Sucartera…» Maigret frunció las cejas. Elnoventa y nueve por ciento de lasveces, un asaltante dice: «¡Tucartera!» En aquello mismo se reconocía al

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aficionado, al principiante. - Cuando el denunciante me hablóde un joven -continuaba Lecoeur-, hepensado en seguida en la fotografíaque nos distribuyeron ayer y se la hemostrado. Lo ha reconocido sintitubear… ¿Cómo? Era el industrial de ClermontFerrand quien hablaba y del queMaigret percibía la voz diciendo confuerza: - ¡Estoy absolutamente seguro! - ¿Qué hizo después? -preguntóMaigret. - ¿ Quién?

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- El asaltante. De nuevo dos voces, como cuandoun aparato de radio está malregulado, pronunciando las mismaspalabras: - Se marchó corriendo. - ¿En qué dirección? - Bulevar de la Chapelle. - ¿Cuánto dinero contenía lacartera? - Unos treinta mil francos. ¿Quéhago? ¿Quiere usted verlo? - ¿Al denunciante? No. Tome notade su declaración. ¡Un momento! Quese ponga él al aparato.

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El hombre dijo en seguida: - Me llamo Grimal, Gastón Grimal,pero preferiría que mi nombre… - Desde luego. Quiero preguntarlesolamente si no le ha llamado algo laatención en la actitud de su asaltante.Tómese tiempo para reflexionar. - Hace media hora que reflexiono.Todos mis papeles… - Hay muchas probabilidades deque los hallen. Su asaltante, ¿comoera? - Le he encontrado aspecto demuchacho de buena familia, no de unapache.

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- ¿Estaba usted lejos de un farol? - No muy lejos. Como de aquí a laotra habitación. Parecía tan asustadocomo yo, tanto es así que estuve apunto… - …de defenderse. - Sí, pero luego pensé que unaccidente ocurre de pronto y… - ¿Nada más? ¿Qué clase de trajellevaba? - Un traje oscuro, probablementeazul marino. - ¿Arrugado? - No sé. - Muchas gracias, monsieur

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Grimal. Me sorprendería mucho si deaquí a mañana por la mañana unapatrulla no encontrase su cartera enla calle. Menos el dinero,naturalmente. Era un detalle en el cual Maigrettodavía no había pensado y estaba unpoco fastidiado por ello. AlainLagrange se había procurado unrevólver, pero debía de tener muypoco dinero en el bolsillo, a juzgarpor el tren de vida que llevaba en lacalle Popincourt. Salió de repente de su despacho ypenetró en el servicio de radio,

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donde sólo había dos hombres deguardia. - Hagan una llamada general atodos los puestos de Policía y a loscoches. Menos de media hora más tarde,todas las estaciones de París estabana la escucha: Indiquen al comisario Maigret todoatentado a mano armada o tentativade atentado que haya tenido lugarúltimas veinticuatro horas. Urgente. Maigret lo repitió y dio ladescripción de Alain Lagrange. Debe de hallarse todavía en el

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barrio de la estación del Norte y delbulevar de la Chapelle. No regresó inmediatamente a sudespacho y pasó al Servicio deAlojamiento. - Busquen ustedes, si no lo tienenpor alguna parte, el nombre de AlainLagrange. Probablemente en un hotelde segundo orden. Era cosa de verlo. Alain no habíadado su nombre a madame Maigret.Había probabilidades de que hubiesedormido en algún sitio la nocheanterior. Puesto que no conocían suidentidad, ¿por qué no había de

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inscribir su verdadero nombre en laficha? - ¿Espera usted, señor comisario? - No. Denme la contestación arriba. Los especialistas habían regresadode la calle Popincourt con susaparatos, pero los inspectores sehabían quedado allá. Poco despuésde medianoche, Maigret recibió unallamada telefónica del prefecto. - ¿Nada nuevo? - Nada positivo hasta ahora. - ¿Los periódicos? - No publicaron más que elcomunicado. Pero en cuanto salga la

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primera edición, me figuro que habráasalto de periodistas. - ¿Qué opina usted, Maigret? - Nada todavía. El hermano deDelteil quería a toda costa que fueseun crimen político. Le he disuadidode ello con mucha suavidad. El director de la Policía Judicialtelefoneó también e incluso el juezRateau. Todos dormían mal aquellanoche. En cuanto a Maigret, no teníaintención de ir a acostarse. Era la una y cuarto cuando recibióuna sorprendente llamada deteléfono. No provenía ya de los

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alrededores de la estación del Norte,ni siquiera del centro de la ciudad,sino de la comisaría de Neuilly. Allí acababan de hablar de lallamada de Maigret a un agente queregresaba de patrullar y aquél serascó la cabeza y terminó porrefunfuñar: - Quizá fuese mejor que letelefonease. Había contado su historia alsargento de servicio y el sargento lehabía animado a que se dirigiese alcomisario. Se trataba de un jovenagente que vestía el uniforme desde

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hacía sólo algunos meses. - Yo no sé si esto le interesará -dijo, demasiado cerca del teléfono,de modo que su voz vibraba-. Fueesta mañana, o mejor dicho, ayermañana, porque ya es más demedianoche… Estaba de servicio enel bulevar Richard Wallace, al ladodel Bois de Boulogne, casi frente aBagatelle, porque sólo esta nochehago servicio nocturno… Hay unahilera de casas todas iguales… Eranaproximadamente las diez… Me parépara mirar un enorme coche de marcaextranjera que tenía una matrícula

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que yo no conocía… Un joven, detrásde mí, salió de un inmueble, el quetiene el número 7 bis. No me fijé enél, porque marchaba con naturalidaden dirección a la esquina de lacalle… Luego vi a la portera quesalía a su vez y que tenía un aspectoraro… Como da la casualidad de quela conozco un poco, porque cambiéalgunas palabras con ella un día quellevaba una citación para alguien quevive en su casa, me reconoció.«Parece usted inquieta», le dije. Yella me contestó: «Me pregunto quévenía ése a buscar en la casa.»

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Miraba del lado del joven que estabajustamente volviendo la esquina. «Hapasado delante de la portería sinpreguntar nada -continuó la portera-.Se dirigió al ascensor, vaciló ycomenzó a subir la escalera. Comono le había visto nunca, corrí detrás."¿Por quién pregunta?" Había subidoya algunos escalones. Se volviósorprendido, como asustado, y tardóun momento en contestarme. Todo loque se le ocurrió como contestaciónfue: “He debido de equivocarme deedificio"». El agente continuó:

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- La portera pretende que la mirabade un modo tan extraño que no seatrevió a insistir. Pero cuando salió,le siguió. Como yo estaba tambiénintrigado, me dirigí hacia la esquinade la calle Longchamps, mas nohabía nadie. Sólo ahora acaban demostrarme la foto. Yo no estoyseguro, pero juraría que es él. Quizáshe hecho mal en telefonearle. Elsargento me ha dicho… - Ha hecho usted muy bien. Y el joven agente, que no perdía elhilo, añadió: - Me llamo Émile Labraz.

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Maigret llamó a Lapointe. - ¿Cansado? - No, jefe. - Vas a instalarte en mi despacho ytomar todas las comunicaciones.Espero estar aquí de vuelta dentro detres cuartos de hora. Si hubiera algourgente, llámame al bulevar RichardWallace, en Neuilly, 7 bis. En casade la portera, que debe de tenerteléfono. Por cierto, ganaríamostiempo si la telefoneases ahora paraadvertirla que necesito hablarle unmomento. De este modo, tendrátiempo de levantarse y ponerse una

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bata antes que yo llegue. El trayecto por las calles desiertasllevó poco tiempo y, cuando llamó,encontró la portería iluminada y a laportera, no con bata, sinocompletamente vestida. Era uninmueble elegante y la portería, unaespecie de salón. En la habitacióncontigua, cuya puerta estabaentreabierta, se veía un niñodormido. - ¿Monsieur Maigret? -murmuró labuena mujer, toda emocionada derecibirle personalmente. - Siento mucho haberla despertado.

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Quisiera solamente que mirase estasfotografías y me dijese si el jovenque sorprendió usted ayer mañana enla escalera se parece a alguna deellas. Había tomado la precaución deproveerse de un juego de fotos querepresentaban a muchachos de lamisma edad aproximadamente. Laportera no titubeó más de lo que lohabía hecho el industrial deClermont. - ¡Es él! -dijo designando la foto deAlain Lagrange. - ¿Está usted completamente

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segura? - No es posible equivocarse. - Cuando le alcanzó usted, ¿no hizoningún ademán de amenaza? - ¡No! Tiene gracia que mepregunte usted eso, porque hepensado en ello. Es más bien unaimpresión, ¿comprende? No quisieraafirmar nada de lo que no estoysegura. Cuando se volvió, no semovió, pero tuve una extrañasensación en el pecho. Para decirletodo, me pareció que vacilaba enhacerme una mala pasada. - ¿Cuántos inquilinos hay en la

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casa? - Hay dos viviendas por piso, loque hace catorce viviendas en lossiete pisos. Pero hay dos vacíos eneste momento. Una familia se marchóhace tres semanas al Brasil -eranbrasileños de la Embajada- y elseñor del quinto murió hace docedías. - ¿Podría usted darme una lista delos inquilinos? - Es fácil. Tengo una ya hecha. Había agua hirviendo en unhornillo de gas y, después de haberentregado al comisario una hoja de

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papel mecanografiada, la portera sepuso a preparar café. - He pensado que tomaría usted unataza. A estas horas… Mi marido, quetuve la desgracia de perder el añopasado, no pertenecía bien a laPolicía, pero era guardia municipal. - Veo dos nombres en la plantabaja, los Delval y los Trelo. La portera se echó a reír. - Sí, los Delval. Son importadoresque tienen sus oficinas en la plaza delas Victorias. Pero monsieur Trelovive completamente solo. ¿No leconoce? Es el cómico de cine.

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- De todos modos, no era contraellos contra quienes venía el joven,puesto que, después de habertitubeado ante el ascensor, se dirigióhacia la escalera. - En el primero izquierda, monsieurDesquins, que ve usted en la lista,está ausente en este momento. Está devacaciones en casa de sus hijos, quetienen una propiedad en el Mediodía. - ¿Y qué hace? - Nada. Tiene dinero. Es un viudomuy educado y apacible. - A la derecha, Rosetti. - Son italianos. Ella es una

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hermosa mujer. Tienen tres criados,además de un aya para el niño, quetiene poco más de un año. - ¿Profesión? - Monsieur Rosetti está en laindustria del automóvil. Su coche eraprecisamente el que miraba el agentecuando salí detrás del joven. - ¿Y el segundo? Le pido excusaspor tenerla levantada tanto tiempo. - De nada. ¿Dos terrones deazúcar? ¿Leche? - Solo. Muchas gracias. Mettetal.¿Quiénes son? - Gente rica también, pero que no

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pueden conservar a las criadasporque madame Mettetal, que notiene buena salud, la toma con todo elmundo. Maigret tomaba notas al margen dela lista. - En el mismo piso veo: Beauman. - Son corredores de diamantes.Están de viaje. Es la temporada y leshago llegar el correo a Suiza. - En el tercero derecha, JeanneDebul. ¿Una mujer sola? - Sí, una mujer sola. La portera dijo eso con el tono quelas mujeres emplean generalmente

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para hablar de otra mujer a la que notienen ninguna simpatía. - ¿Qué género? - Es difícil llamar a eso un género.Se marchó ayer a mediodía aInglaterra. Me sorprendió inclusoque no hubiese hablado de ello. - ¿A quién? - A su muchacha, una buena chicaque me cuenta todo. - ¿Está arriba la criada? - Sí. Ha pasado una parte de lavelada en la portería. Remoloneabaen ir a acostarse porque es miedosa yle asusta dormir sola en el piso.

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- ¿Dice usted que se sorprendió? - ¿La criada? Sí. La noche anteriormadame Debul volvió de madrugada,como le ocurre muchas veces. Fíjeseque decimos madame, pero estoyconvencida de que no ha estadocasada nunca. - ¿Qué edad? - ¿La verdadera o la que pretende? - Las dos. - La verdadera la conozco porquehe tenido en la mano sudocumentación cuando alquiló elpiso. - ¿Cuánto tiempo Lace?

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- Unos dos años. Antes, vivía en lacalle de Notre-Dame-de-Lorette. Enfin, tiene cuarenta y nueve años ypretende tener sólo cuarenta. Por lamañana, aparenta su edad. Por lanoche, la verdad… - ¿Tiene un amante? - No es lo que usted sospecha. Deotro modo, no la conservaríamos enla casa. El administrador es muysevero en ese punto. No sé cómoexplicárselo. - Inténtelo usted. - No es del mismo tipo que losdemás inquilinos. Sin embargo, no es

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alguien de mala nota. No es una«entretenida», por ejemplo. Tienedinero. Recibe cartas de su banco yde su agente de cambio. Podría seruna viuda o una divorciada que tomala vida por el lado agradable. - ¿Recibe visitas? - Ningún gigoló, si es eso lo queestá usted pensando. Suadministrador viene de cuando encuando. Algunas amigas, también.Algunas veces parejas. Pero es másbien la mujer que sale que la mujerque recibe visitas. Por la mañana,permanece en la cama hasta el

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mediodía. Después de comer suele iral centro, siempre muy bien vestida,incluso bastante discretamente, yluego vuelve para ponerse el traje denoche y sólo le abro la puerta bienpasada la medianoche. Por otraparte, es curioso lo que diceGeorgette, su muchacha. Gasta muchodinero. Sólo sus pieles valen unafortuna y lleva siempre en el dedouna sortija con un brillante como ungarbanzo. No por ello deja Georgettede pretender que es avara y que pasauna buena parte de su tiemporevisando las cuentas de la casa.

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- ¿Cuándo se marchó? - Hacia las once y media. Es lo quesorprendió a Georgette. A esa hora,su ama hubiera debido estar todavíaen la cama. Se hallaba durmiendocuando recibió una llamadatelefónica. Inmediatamente hizo quele trajesen una guía de ferrocarriles. - ¿Fue poco después cuando elmuchacho intentó penetrar en lacasa? - Sí, un poco después. No esperó adesayunar y preparó el equipaje. - ¿Mucho equipaje? - Solamente maletas. Ningún baúl.

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Ha viajado mucho. - ¿Por qué dice usted eso? - Porque sus maletas están llenasde etiquetas de grandes hoteles deDeauville, Niza, Nápoles. Roma yotras ciudades extranjeras. - ¿Dijo cuándo volvería? - A mí, no. Georgette no sabe nadatampoco. - ¿No le ha pedido que le remita sucorrespondencia? - No. Telefoneó simplemente a laestación del Norte para reservar unasiento en el expreso de Calais. A Maigret le llamó la atención la

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insistencia con que las palabras«estación del Norte» volvían a surgirdesde el comienzo del caso. Fue enla consigna de la estación del Nortedonde François Lagrange habíadepositado el baúl conteniendo elcuerpo del diputado. Y también fueen los alrededores de la estación delNorte donde su hijo había asaltado alindustrial de Clermont Ferrand. El mismo Alain se deslizaba por laescalera de un inmueble del bulevarRichard Wallace y, poco más tarde,una inquilina de ese inmueble partíade la estación del Norte.

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¿Coincidencia? - ¿Sabe usted?, si tiene usted elmenor deseo de interrogar aGeorgette, a ella la encantará. Tienetanto miedo de quedarse sola, queestará encantada de tener compañía. Y la portera añadió: - ¡Y sobre todo una compañíacomo la suya! Antes de nada, Maigret queríaterminar con los inquilinos deledificio y los punteó pacientementeuno tras otro. Había, en el cuarto, unproductor de cine, auténtico, cuyonombre se veía en todas las paredes

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de París. Justamente encima de él,vivía un director de escena tambiénconocido y, como por casualidad, enel séptimo vivía un guionista quehacía cada mañana gimnasia en elbalcón. - ¿Quiere usted que vaya a avisar aGeorgette? - Quisiera hacer primero unallamada telefónica. Telefoneó a la estación del Norte. - Aquí, Maigret, de la PolicíaJudicial. Dígame: ¿hay algún trenpara Calais que salga alrededor demedianoche?

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El industrial había sido asaltado enla calle de Maubeuge alrededor delas once y media. - A las doce y trece minutos. - ¿Expreso? - El que enlaza, a las cinco ymedia, con el correo de Dover. Nohace paradas en el trayecto. - ¿No recuerda usted si hanvendido un billete a un muchachosolo? - Los empleados que seencontraban en las taquillas en esemomento han ido a acostarse. - Muchas gracias.

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Llamó a la Policía del puerto, enCalais, y les dio la descripción deAlain Lagrange. - Está armado -añadió, por siacaso. Y, sin creérselo, anunció, despuésde haber vaciado su taza de café: - Subo a ver a Georgette. Avísela. - A lo que contestó la portera consonrisa maliciosa: - ¡Tenga mucho cuidado! Es unahermosa muchacha… Y añadió: - ¡…a quien le gustan los buenosmozos!

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Capítulo V: En el que lacriada está satisfecha desí misma, pero en el queMaigret, hacia las seisde la mañana, lo estámenos de sí mismo. Era sonrosada, con senos gruesos,embutida en un pijama de crespóncolor rosa, lavado tan frecuentementeque dejaba transparentar sombras. Sehabría dicho que su cuerpo,demasiado redondo por todas partes,

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estaba inacabado, y su cutis,demasiado lozano para París, hacíapensar en un pajarillo que no haperdido aún la pelusa. Cuando leabrió la puerta, Maigret percibióolor a cama y a axilas. Había dejado que la portera latelefonease para despertarla yanunciarle que subía. No debía dehaber conseguido contestación enseguida, porque, cuando llegó altercero, seguía sonando el timbre delteléfono. Tuvo que esperar. Elaparato estaba demasiado lejos deldescansillo para que oyese la voz.

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Percibió pasos sobre la moqueta, y lamuchacha le abrió sin avergonzarsede ello y sin haberse tomado lamolestia de ponerse una bata. ¿Quizáno poseía ninguna? Cuando selevantaba por la mañana era paraponerse al trabajo, y cuando sedesnudaba por la noche era paraacostarse. Era rubia, tenía loscabellos despeinados y le quedabanrestos de maquillaje sobre los labios. - Siéntese usted ahí. Habían atravesado el recibidor y lamuchacha había encendido en elsalón solamente una gran lámpara de

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pie. Para ella, había elegido elcanapé verde pálido, donde se habíamedio tendido. El aire que entrabapor las altas puertas-ventanashinchaba las cortinas. Ella miraba aMaigret con la seriedad de los niñosque examinan a una persona mayorde la que les han hablado mucho. - Yo no me lo imaginaba a ustedexactamente así -confesó por fin. - ¿Cómo me imaginaba usted? - No sé. Está usted mejor. - La portera me ha dicho que no meguardaría usted rencor si subía ahacerle algunas preguntas.

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- ¿Respecto a mi señora? - Sí. Aquello no la sorprendía. Nadadebía de sorprenderla. - ¿Qué edad tiene usted? - Veintidós años. De los cualesllevo seis en París. Puede ustedempezar. Comenzó por tenderle la fotografíade Alain Lagrange. - ¿Le conoce usted? - No le he visto nunca. - ¿Está usted segura de que no havenido nunca a ver a su señora? - En todo caso, no ha venido desde

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que yo estoy con ella. Los jóvenes noson su tipo, a pesar de lo que pudieracreerse. - ¿Por qué podrían pensar locontrario? - Por su edad. - ¿Hace tiempo que está usted a suservicio? - Desde que se mudó aquí, hacecerca de dos años. - ¿No estaba con ella cuando vivíaen la calle de Notre-Dame-de-Lorette? - No. Fui a pretender el día que semudaba.

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- ¿Tenía aún a su antiguamuchacha? - Ni siquiera la vi. Como quiendice, comenzaba de nuevo. Losmuebles, los cacharros, todo eranuevo. Para ella, aquello parecía tener unsentido y Maigret creía comprenderlo que pensaba in mente. - ¿No la quiere usted? - No es del tipo de mujeres aquienes se puede querer. Por otraparte, a ella le da igual. - ¿Qué quiere usted decir? - Que se basta a sí misma. No se

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toma la molestia de ser amable.Cuando habla, no es por usted, sinoporque tiene ganas de hablar. - ¿No sabe usted quién la telefoneócuando decidió de repente marchar aLondres? - No. Fue ella quien cogió elteléfono. No pronunció nombrealguno. - ¿Pareció sorprendida, fastidiada? - Si la conociese, sabría usted quenunca demuestra lo que siente. - ¿Ignora usted todo su pasado? - Salvo que vivía en la calle deNotre-Dame-de-Lorette, que se

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muestra muy campechana conmigo yque repasa todas las cuentas. Oyéndola, aquello lo explicabatodo y esta vez también Maigret teníala impresión de que la comprendía. - En suma; según usted, no es unaverdadera mujer de mundo. - Desde luego que no. Trabajé encasa de una auténtica mujer de mundoy conozco la diferencia. He trabajadotambién en el barrio de la plazaSaint-Georges, en casa de una mujera quien mantenía su amante. - ¿Ha sido «entretenida» JeanneDebul?

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- Si lo ha sido, ya no lo es ahora.Seguramente es rica. - ¿Vienen hombres a su casa? - Su masajista todos los días. A éltambién le hablaba con familiaridady le llamaba Ernest. - ¿Nada entre ellos? - Eso no le interesa. La chaqueta del pijama de lamuchacha era de esas que se metenpor la cabeza, muy corta, y comoGeorgette se había echado sobre loscojines, aparecía una faja de piel porencima de la cintura. - ¿No le molesta que fume?

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- La ruego me perdone -dijoMaigret-, pero no tengo cigarrillos. - Los hay en ese velador… Ella encontró natural que elcomisario Maigret se levantase y letendiese un paquete de cigarrillosegipcios pertenecientes a JeanneDebul. Mientras él sostenía lacerilla, la muchacha daba chupadastorpes al cigarrillo y echaba el humocomo una principiante. Estaba satisfecha de sí misma ycomenta de haber sido despertadapor un hombre tan importante comoMaigret, que la escuchaba con

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atención. - Tiene muchas amigas y amigos,pero vienen aquí muy raramente. Ellales telefonea y les llama la mayoríade las veces por su nombre de pila.Los ve por la tarde en cócteles o enrestaurantes y, por la noche, en loscabarets. Me he preguntadofrecuentemente si, anteriormente, notuvo una casa de citas. ¿Se da cuentade lo que quiero decir? - ¿Y la gente que viene aquí? - Su administrador, sobre todo. Lorecibe en su despacho. Es unabogado, monsieur Gibon, que no es

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del barrio; vive en el distrito noveno.Le conocía, pues, de antes, cuandovivía en el mismo barrio. Haytambién un hombre más joven queestá en el Banco y con el que discutesus inversiones. Es a él a quientelefonea cuando tiene que darórdenes de Bolsa. - ¿No ve usted nunca a un talFrançois Lagrange? - ¿La zapatilla? Continuó, riéndose: - No soy yo quien le llama así. Esla señora. Cuando le anuncio queestá aquí, gruñe: «¡Otra vez esa

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zapatilla vieja!» Esto también es unsigno, ¿no le parece? Él, paraanunciarse, dice siempre: «Preguntea madame Debul si puede recibir albarón Lagrange.» - ¿Le recibe? - Casi siempre. - ¿Lo que significa frecuentemente? - Pongamos una vez por semana.Hay semanas que no viene y otrasque viene dos veces. La semanapasada vino dos veces el mismo día. - ¿Hacia qué hora? - Siempre por la mañana, alrededorde las once. Aparte de Ernest, el

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masajista, es al único que recibeestando en la cama. Y como Maigret acusara el golpe: - No es lo que usted cree. Inclusopara el abogado, se viste. Reconozcoque viste bien, con sencillez. Esincluso lo que me chocó desde elprimer momento: su forma de sercuando está en la cama y su forma deser cuando está vestida. Son dospersonas distintas. No habla delmismo modo, se diría que cambiahasta la voz. - ¿Es más ordinaria en la cama? - Sí. No es solamente ordinaria. No

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encuentro la palabra. - ¿François Lagrange es al único aquien recibe así? - Sí, sí. Le dice, sin importar elatuendo en que se encuentre en aquelmomento: «Entra, tú…», como sifueran viejos camaradas… - ¿…o viejos cómplices? - Si usted quiere. Hasta que yosalgo, no hablan de nada importante.Él se sienta tímidamente en el bordede la butaca, como si temiera arrugarel raso. - ¿Lleva papeles, alguna carteracon él?

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- No. Es un buen mozo. No es mitipo, pero le encuentro fachada. - ¿No ha oído usted nunca suconversación? - Con ella, no es posible. Adivinatodo. Tiene el oído fino. Es más bienella quien escucha en las puertas. Sialguna vez telefoneo, puedo estarsegura de que está en alguna parteespiándome. Si llevo una carta alcorreo, me dice: «¿A quién estarás túescribiendo?» Y sé que mira ladirección. ¿Se imagina usted el tipo? - Ya veo. - Hay algo que no ha visto usted

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todavía y que va a sorprenderle. Se levantó y tiró la colilla alcenicero. - Sígame. Ahora ya conoce usted elsalón. Está amueblado en el estilo detodos los salones del edificio. Unode los mejores decoradores de Parísse encargó del trabajo. Aquí, elcomedor, en estilo moderno también.Espere que encienda. Empujó una puerta, dio vuelta a unconmutador y se hizo a un lado paradejarle ver un dormitorio todo deraso blanco. - Ahora, aquí, cómo se viste por la

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noche… En una pieza contigua, la muchachaabrió los armarios y pasó la manopor la seda de los vestidos bienalineados. - Bueno, venga ahora. Precedía al comisario por unpasillo; el crespón del pantalón delpijama se había pegado por detrás.Abrió otra puerta, volvió a dar lavuelta a un conmutador. - ¡Aquí tiene usted! Era, en la parte trasera del piso, undespachito que habría podido ser elde un hombre de negocios. No se

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encontraba allí la menor huella defeminidad. Un archivador metálicopintado de verde; detrás del sillóngiratorio había una enorme caja decaudales de un modelo reciente. - Aquí es donde pasa parte de lastardes y donde recibe al abogado y alhombre del Banco. Mire… Señalaba un montón de periódicos:El Correo de la Bolsa. Cierto es que,al lado, Maigret vio un periódico decarreras. - ¿Lleva gafas? - Solamente en esta habitación. Había un par de gafas grandes, con

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montura de concha, sobre el secantecon esquinas de piel. Maigret intentó, maquinalmente,abrir el archivador, pero estabacerrado con llave. - Todas las noches, al volver,viene a encerrar sus alhajas en lacaja de caudales. - ¿Y qué contiene además? ¿Havisto usted el interior? - Títulos, sobre todo; papeles y unalibretita roja que ella consultafrecuentemente. De la mesa Maigret cogió uno deesos listines en los cuales se anotan

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los números de teléfono que seutilizan frecuentemente y se puso arecorrer sus páginas. Leía losnombres a media voz. Georgetteexplicaba: - El lechero…, el carnicero…, laferretería de la avenida Neuilly, elzapatero de la señora… Cuando, en lugar de apellidos,había sólo un nombre de pila, sonreíasatisfecha. - Olga… Nadine… Marcelle… - ¿Qué le decía yo?…: Algunos nombres masculinostambién, aunque menos. Y luego

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nombres que la criada no conocía. Enel apartado «Bancos», no secontaban menos de cincoestablecimientos inscritos, entreellos un Banco americano de la plazaVendôme. Buscó, sin encontrarlo, el nombrede Delteil. Había en un sitio unAndré y un Fierre. ¿Se trataba deldiputado y su hermano? - Después de haber visto el restode la casa y el guardarropa,¿esperaba usted encontrarse esto? Maigret dijo que no por darlegusto.

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- ¿No tiene usted sed? - La portera ha tenido la gentilezade prepararme café. - ¿Y no quiere usted una copita? Le volvió a llevar hacia el salón,apagando las luces tras ellos, y comosi la entrevista hubiera de durar aúnmucho tiempo, volvió a tomar asientoen el canapé al ver que Maigret habíarechazado el licor.: - ¿Bebe su ama? - Como un hombre. - ¿Eso quiere decir mucho? - Yo sólo la he visto borracha unavez o dos al volver de madrugada. Se

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prepara un whisky inmediatamentedespués del café con leche, y en eltranscurso de la tarde se toma otrostres o cuatro. Por eso digo que bebecomo un hombre. Se traga el whiskycasi puro. - ¿No le ha dicho en qué hotel deLondres iba a hospedarse? - No. - ¿Ni cuánto tiempo iba apermanecer allí? - No me dijo nada. No tardó nimedia hora en hacer sus maletas yvestirse. - ¿Cómo iba vestida al marcharse?

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- Llevaba un traje sastre gris. - ¿Se ha llevado trajes de noche? - Dos. - Creo que ya no tengo nada másque preguntarle y que voy a dejarlaque se acueste. - ¿Ya? ¿Tiene usted prisa? Descubría adrede un poco más depiel entre las dos partes del pijama ycruzaba las piernas deliberadamente. - ¿Le ocurre a menudo hacer susinvestigaciones de noche? - Algunas veces. - ¿No quiere usted tomar nada? La muchacha suspiró.

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- Yo, ahora que me he espabilado,no voy a poder volverme a dormir.¿Qué hora es? - Van a dar las tres. - A las cuatro empieza a amanecery los pájaros se ponen a cantar. Maigret se levantó, molesto pordecepcionarla, y quizá tuvo ellatodavía la esperanza de que él nodeseaba marcharse, sino acercarse aella. Sólo cuando vio al comisariodirigirse hacia la puerta, se levantó asu vez. - ¿Volverá usted? - Es posible.

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- No me molestará usted nunca. Notiene usted más que tocar dostimbrazos cortos y uno largo. Sabréque es usted y le abriré. Cuandoestoy sola, no abro nunca. - Muchas gracias, señorita. Volvió a encontrar el olor a cama ya axila. Uno de los gruesos senosrozó su manga con cierta insistencia. - ¡Buena suerte! -le dijo lamuchacha a media voz cuando elcomisario llegó a la escalera. Se asomó por la barandilla paraverle bajar. En la Policía Judicial encontró a

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Janvier esperándole, después dehaber pasado varias horas en la callede Popincourt; parecía extenuado. - ¿Todo va bien, jefe? ¿Hahablado? Maigret dijo que no con la cabeza. - He dejado allí a Houard, por siacaso. Hemos puesto todo el pisopatas arriba, sin que diera granresultado. He querido solamentemostrarle esto. Maigret se sirvió primero un vasode anís y pasó la botella al inspector. - Va usted a ver. Es bastantecurioso.

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En unas tapas de cartón, arrancadasde un cuaderno escolar, habíarecortes de periódicos, algunosilustrados con fotografías. Maigret, con las cejas fruncidas,leía los titulares, recorría los textos,mientras Janvier le miraba con aireraro. Todos los artículos, sin excepción,hablaban del comisario; algunos dehacía siete años. Eran informacionesde investigaciones, aparecidas díapor día, y frecuentemente, de lasesión de la Audiencia. - ¿No nota usted nada, jefe?

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Mientras le esperaba a usted me hetomado la molestia de leerlos decabo a rabo. Maigret notaba algo, pero preferíano hablar de ello. - ¿Verdad que podría jurarse quehan elegido los casos en los cualesusted parecía defender más o menosal culpable? Incluso uno de los artículos setitulaba: «El comisario es un buenchico.» Otro estaba dedicado a unadeclaración de Maigret, en laAudiencia, declaración en el curso

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de la cual todas sus contestacionesmostraban su simpatía por el joven alque estaban juzgando. Más claro aún era otro artículo,aparecido un año antes en unsemanario, que no trataba de un casoparticular, sino de la culpabilidad engeneral, y se titulaba: «La bondad deMaigret.» - ¿Qué opina usted? Todos estosrecortes prueban que el hombre lesigue a usted desde hace tiempo y seinteresa por sus hechos, sus gestos ysu carácter. Algunas palabras estaban

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subrayadas con lápiz azul;«indulgencias y comprensión», entreotras. Por fin, había un trozocompletamente encuadrado, en el queun periodista contaba la últimamañana de un condenado a muerte yrevelaba que, después de habersenegado a que viniese un sacerdote, elcondenado había solicitado la graciade una última entrevista con elcomisario Maigret. - ¿No le hace a usted gracia? Maigret se había tomado más serio,en efecto, más pensado, como si

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aquel descubrimiento le abrieranuevos horizontes. - ¿No has encontrado nada más? - Facturas. Sin pagar,evidentemente. El barón debe dineroen todas partes. El carbonero no hacobrado desde el invierno pasado.He aquí una foto de su mujer con suprimer hijo. La foto era mala. El vestido,anticuado, y el peinado también. Lamujer era joven y posaba con unasonrisa melancólica. Quizá la épocalo requería así, para hacerdistinguido. Maigret habría jurado,

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sin embargo, que nada más ver lafotografía cualquiera hubieracomprendido que aquella mujer notendría un destino feliz. - En un armario he encontrado unode sus vestidos, de raso azul pálido,y una caja de cartón llena de ropasde niño. Janvier tenía tres hijos, el últimode los cuales sólo tenía un año. - Mi mujer, en cambio, no conservamás que sus primeros zapatos. Maigret descolgó el auricular. - ¡La Enfermería Especial! -dijo amedia voz-. ¡Allô! ¿Quién está al

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aparato? Era la enfermera, una pelirroja aquien conocía. - Aquí, Maigret. ¿Cómo vaLagrange? ¿Cómo? La oigo mal. Decía que su enfermo, a quien lehabían puesto una inyección, se habíadormido casi en seguida. Media horamás tarde oyó un ligero ruido y fuede puntillas a ver. - Estaba llorando. - ¿No le ha hablado? - Me oyó y encendí la luz. Lerelucían aún lágrimas en las mejillas.Me miró largo rato en silencio y

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tengo la impresión de que titubeabaen hacerme confidencias. - ¿Le daba a usted la impresión deestar en sus cabales? Ella también titubeó. - No soy yo quien ha de juzgarlo -dijo batiéndose en retirada. - ¿Y después? - Hizo un ademán para cogerme lamano. - ¿Se la cogió? - No. Se puso a gemir repitiendosiempre las mismas palabras: «Noles permitirá usted que me peguen,¿verdad…? No quiero que me

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peguen…» - ¿Eso es todo? - Y, al final, se agitó. Creí que ibaa saltar de la cama y se puso a gritar:«¡No quiero morir…! ¡No quiero…'¡No deben "dejarme morir…!» Maigret colgó y se volvió haciaJanvier, que, frente a él, luchabacontra el sueño. - Puedes ir a acostarte. - ¿Y usted? - Tengo que esperar hasta las cincoy media. Necesito saber si ese críoha tomado realmente el tren deCalais.

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- ¿Con qué motivo lo habríatomado? - Para reunirse con alguien enInglaterra. El miércoles, por lamañana, Alain le había robado suautomática y se había provisto decartuchos. El jueves había ido albulevar Richard Wallace, y mediahora después Jeanne Debul, queconocía a su padre, recibía unallamada telefónica y partía a todaprisa de la estación del Norte. ¿Qué hizo el muchacho durante latarde? ¿Por qué no partió en seguida?¿No podía suponerse que era por

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falta de dinero? Para encontrarlo por el únicomedio que tenía a su alcance, habíade esperar a la caída de la noche. Como por casualidad, atacó alindustrial de Clermont Ferrand nolejos de la estación del Norte, pocoantes de la partida de un tren paraCalais. - Por cierto, se me olvidaba decirleque han telefoneado a propósito de lacartera. La han encontrado en lacalle. - ¡En qué calle? - Calle de Dukerque.

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Continuaba cerca de la estación. ' - Sin el dinero, claro. - Artes de marcharte, telefonea alservicio de Pasaportes. Pregúntalessi han expedido un pasaporte anombre de Alain Lagrange. Durante este tiempo, se plantó antela ventana. No era aún de día, sino lahora gris y fría que precede a lasalida del sol. En una especie depolvo glauco, el Sena se deslizaba,casi negro, y un marinero lavaba conagua abundante el puente de su barcoamarrado al muelle. Un remolcador,sin ruido, bajaba la corriente para ir

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a algún sitio a buscar su ristra depinazas. - Solicitó un pasaporte hace oncemeses, jefe. Deseaba ir a Austria. - Luego su pasaporte es valederoaún. No se exige visado alguno paraInglaterra. ¿Lo has encontrado entresus cosas? - No, nada. - ¿Y ropa para mudarse? - No debe de poseer más que untraje decente y lo lleva puesto. Tieneotro en el armario, rozado hasta latrama. Y todos los calcetines quehemos visto estaban agujereados.

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- Vete a dormir. - ¿Está usted seguro de que ya nome necesita? - Completamente seguro. Además,quedan dos inspectores en eldespacho. Maigret no se dio cuenta de que seadormecía en su sillón y, cuandoabrió de repente los ojos porque elremolcador de antes subía lacorriente y pitaba antes de pasar pordebajo del puente, seguido de sietepinazas, el cielo estaba rosado y seveían trazos luminosos en el ángulode ciertos tejados. Miró su reloj y

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descolgó el teléfono. - ¡La Policía del puerto, en Calais! Tardó cierto tiempo en obtener lacomunicación. La Policía del puertono contestaba. El inspector que vinopor fin al aparato estaba sin aliento. - Aquí Maigret, de la PolicíaJudicial de París. - Estoy al corriente. - ¿Qué hay? - Ahora mismo hemos terminado elexamen de los pasaportes. El barcosigue en el muelle. Mis compañeroscontinúan allí. Maigret oyó la sirena del correo

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que iba a partir. - ¿Y el joven Lagrange? - No hemos encontrado nada.Nadie que se le parezca. Habíapocos pasajeros y la comprobaciónfue fácil. - ¿Tiene usted la lista de los que seembarcaron ayer? - Voy a buscarla en el despacho deal lado. ¿Espera usted? Cuando habló de nuevo, fue paraanunciar: - Tampoco veo ningún Lagrangeentre los que se marcharon ayer. - No se trata de Lagrange. Mire

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usted si figura una tal Jeanne Debul..-Debul… Debul… D… D… Aquíestá Daumas, Dazergues… Debul,Jeanne, Louise, Cleméntine, cuarentay nueve años, con domicilio enNeuilly-sur Seine, 7 bis, bulevar… -Ya sé… ¿Qué destino ha dado? - Londres, hotel Savoy… - Muchas gracias. ¿Está ustedseguro de que Lagrange…? -Puedeusted tener confianza, señorcomisario. Maigret tenía calor, quizápor no haberse acostado. Estaba demal humor y cogió la botella de aníscon aire de vengarse de algo. De

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repente, descolgó de nuevo elauricular y gruñó: - Le Bourget. - Perdón, ¿cómo dice? - Le pido comunicación con LeBourget..-: _: Su voz era áspera; el telefonista seapresuró. - Aquí, Maigret, de la PolicíaJudicial. - Inspector Mathieu. - ¿Hay algún avión para Londresdurante la noche? - Hay uno a las diez de la noche,otro a las doce cuarenta y cinco, y,

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por último, el primer avión de lamañana acaba de despegar hace unosinstantes. Le oigo todavía tomaraltura. - ¿Quiere usted procurarse la listade los pasajeros? - ¿De cuál de ellos? - Del de las doce cuarenta y cinco. - Un momento…;. Era raro que Maigret fuese tanpoco amable. - ¿La tiene usted ya? - Sí. - Busque Lagrange. - Bien… Lagrange, Alain,

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François, Marie… - Muchas gracias. - ¿Eso es todo? Maigret había colgado ya. A causade la maldita estación del Norte, quele había hipnotizado, no habíapensado en el avión, de modo que enaquel momento Alain Lagrange, consu revólver cargado, se encontrabaen Londres desde hacía un buen rato. - Su mano se movió un instantesobre la mesa antes de coger denuevo el teléfono. - El hotel Savoy, de Londres. Consiguió la comunicación en

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seguida. - Hotel Savoy. La oficina derecepción a la escucha. Le molestaba repetir suparlamento, su nombre y cargo. - ¿Puede usted decirme si una talJeanne Debul llegó ayer a ese hotel? Aquello fue más corto que con laPolicía. El empleado de la recepcióntenía a mano la lista de sus clientes. - Sí, señor. Habitación 605. ¿Deseausted hablar con ella? Maigret titubeó: - No. Vea usted si ha llegado ahíesta noche un tal Alain Lagrange.

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Tardó apenas un poco más. - No, señor. - Supongo que pide usted elpasaporte a los viajeros, a sullegada. - Desde luego. Nos atenemos alreglamento. - Alain Lagrange no podría, portanto, estar alojado ahí bajo otronombre. - A menos de poseer un pasaportefalso. Quiero hacerle notar que soncomprobados todas las noches por laPolicía. - Gracias.

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Le quedaba por hacer una llamadatelefónica y ésta, le disgustabaparticularmente, tanto más cuanto queiba a verse obligado a echar mano desu escaso inglés aprendido en elcolegio. - Scotland Yard. Habría sido un milagro que elinspector Pyke, que había estado enFrancia, estuviera de servicio a talhora. Tuvo que contentarse con undesconocido que fue lento encomprender quién era él y que lecontestó con voz gangosa. - Una tal Jeanne Debul, de cuarenta

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y nueve años, se hospeda en el hotelSavoy, habitación 605… Desearíaque durante las próximas horas lahiciera vigilar discretamente. Su lejano interlocutor tenía lamanía de repetir las últimas palabrasde Maigret, pero con acento correcto,como para corregirle. - Es posible que un muchachojoven intente visitarla o ponerse ensu camino. Le doy su descripción… Y después de haber facilitado ladescripción, añadió: - Está armado con un Smith amp;Wesson especial. Esto le permite

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detenerle. Le mandaré su fotografíapor telefoto dentro de algunosminutos. Pero el inglés no compartía estecriterio y Maigret se vio obligado adar detalles y a repetir tres o cuatroveces lo mismo. - En suma, ¿qué desea usted quehagamos? Ante tanta obstinación, Maigretestaba pesaroso de haber tomado laprecaución de telefonear a ScotlandYard y sentía deseos de contestar:«Nada.» Estaba sudando.

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- Estaré allí lo antes posible -terminó por declarar. - ¿Quiere usted decir que viene aScotland Yard? - Sí, voy a Londres. - ¿A qué hora? - No lo sé. No tengo ante mí elhorario de aviones. - ¿Viene usted en avión? Terminó por colgar, exasperado,mandando a todos los diablos a aquelfuncionario al que no conocía y queera quizás un buen hombre. ¿Quéhabría contestado Lucas a uninspector del Yard que le hubiera

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telefoneado a las seis de la mañanapara contarle una historia del mismogénero en francés chapurreado? - Soy yo otra vez. Póngame denuevo con Le Bourget. Un avión partía a las ocho quince.Le daba tiempo para pasarse por elbulevar Richard Lenoir, mudarse eincluso afeitarse y desayunar.Madame Maigret tuvo buen cuidadode no hacerle preguntas. - Ignoro cuándo volveré -dijo,gruñón, con una vaga intención dehacer enfadar a su mujer para poderdesahogarse los nervios en alguien-.

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Me voy a Londres. - ¡Ah! - Prepara mi maleta pequeña conuna muda y mis chismes de afeitar.Deben de quedar algunas librasesterlinas en el fondo del cajón. Sonaba el teléfono. Estabaponiéndose la corbata. - ¿Maigret? Aquí, Rateau. El juez de instrucción, que, comoera de esperar, había pasado lanoche en su cama y estaba, sin duda,encantado de despertarse con un solhermoso, mientras tomaba sudesayuno, pedía noticias.

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- ¿Cómo? - Digo que no tengo tiempo, quetomo el avión para Londres dentro detreinta y cinco minutos. - ¿Para Londres? - Eso es. - Pero ¿qué ha descubierto ustedque…? - Perdóneme si cuelgo, pero elavión no espera. Estaba en tal estado de ánimo, queañadió: - ¡Le enviaré tarjetas postales! En aquel momento, naturalmente,ya había colgado el auricular.

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Capítulo VI: En el queMaigret hace elsacrificio de llevar unclavel en el ojal, aunqueno le sirve de nada. Se encontraron nubes al acercarsea la costa inglesa y volaron porencima. Por un amplio hueco,Maigret tuvo la suerte de ver el mar,que brillaba como las escamas de lospeces, y barcos de pesca que dejabantras ellos un rastro de espuma.

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Su vecino se inclinó amablementepara señalarle unas rocas gredosas,explicándole: - Dover… Le dio las gracias con una sonrisa ypronto no hubo más que un vaporcasi transparente entre la tierra y elavión. Sólo algunas veces se salíacasi en seguida para encontrardebajo de sí pastos moteados demanchas minúsculas. Por fin, el paisaje empezó aladearse y se encontraron en elaeródromo de Croydon. Tambiénencontraron a míster Pyke. Porque

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míster Pyke estaba allí, esperando asu colega francés. No en el propiocampo de aterrizaje, como hubierapodido sin duda hacerlo, ni apartadode la muchedumbre, sino con ésta,muy formalito, detrás de las barrerasque separaban a los pasajeros de losparientes o de los amigos que losesperaban. No hizo grandes gestos, no agitóningún pañuelo. Cuando Maigretmiró hacia donde se encontraba secontentó con hacerle una ligerainclinación de cabeza, como debía dehacerla cada mañana al encontrarse

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con sus colegas en la oficina. Hacía años que no se habían vistoy doce o trece que el comisario nohabía puesto los pies en Inglaterra. Siguió la fila y penetró, con sumaleta en la mano, en un edificiodonde tenía que pasar por lasoficinas de inmigración y por laaduana. Míster Pyke seguía allí, trasun cristal, con un traje gris oscuroque parecía demasiado estrecho, susombrero de fieltro y un clavel en elojal. Aquí también habría podido deciral oficial de Inmigración: «Es el

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comisario Maigret que viene avernos…» Maigret lo habría hecho por él enLe Bourget. No le guardaba rencor,sin embargo, comprendiendo, por elcontrario, que era una especie dedelicadeza por su parte. Era él quienestaba un poco avergonzado por suenfado de la mañana con elfuncionario del Yard, porque elhecho de estar Pyke allí significabaque el hombre no había cumplido malsu oficio y que incluso habíamostrado iniciativa. No eran más quelas diez y media. Para llegar a

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tiempo a Croydon, Pyke había dejadoLondres casi inmediatamente despuésde haber entrado en su despacho. Maigret salía de la habitación. Lamano seca y dura se tendió. - ¿Cómo va usted? Pyke proseguía en francés, lo quepara él era un sacrificio, porque lohablaba con dificultad y padecía porcometer incorrecciones. - Espero que va usted… a enjoy…,¿cómo traduce usted…?, gozar. Sí,gozar de este día resplandeciente. Por cierto, era la primera vez queMaigret se encontraba en Inglaterra

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en verano, y se preguntaba si habíavisto alguna vez Londres bajo un solauténtico. - He pensado que preferiría ustedhacer el trayecto en coche, en lugarde ir en el autocar de la compañía. Pyke no le hablaba de suinvestigación, no hacía ningunaalusión a ella; todo formaba parte desu sentido del tacto. Tomaron asientoen un coche Bentley del Yard,conducido por un chófer uniformado,y éste, respetando escrupulosamentelos reglamentos de velocidad, nopasó de largo ante ninguna luz roja.

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- Bonito, ¿verdad? Pyke designaba una hilera decasitas rosadas que, a la luz grisácea,habrían parecido tristes, pero quebajo el sol eran bonitas. Tenía cadauna, entre la puerta y la verja, uncuadro de césped un poco mayor queuna sábana. Se sentía que saboreabaaquel espectáculo de los alrededoresde Londres, donde vivía él mismo. A las casas rosadas sucedieroncasas amarillas, luego casas pardas yde nuevo rosadas. Empezaba a hacercalor y en algunos jardincillosfuncionaba una regadora automática.

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- Iba a olvidar mostrarle esto. Tendió a Maigret un papel en elque había notas escritas en francés: Alain Lagrange, diecinueve años,empleado de oficina. Llegó a lascuatro de la mañana al hotelGilmore, frente a la estaciónVictoria, sin equipaje. Durmió hasta las ocho. Salió. Se presentó primero en el hotelAstoria y se informó si allí sehospedaba madame Jeanne Debul. Se dirigió después al hotelContinental y luego al hotel Claridge,

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en donde hizo la misma pregunta. Parece seguir lista alfabética de losgrandes hoteles. No ha venido nunca a Londres. Nohabla inglés. Maigret también se contentó conhacer un gesto de agradecimiento.Estaba cada vez más arrepentido desus malos pensamientos respecto alfuncionario de la mañana. Después de un largo silencio yvarias hileras de casas iguales, Pyketomó la palabra: - Me he permitido reservarle una

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habitación en el hotel, porquetenemos mucho? turistas en estemomento. Tendió a su colega una ficha quellevaba el nombre del Savoy y elnúmero de la habitación; Maigretestuvo a punto de no prestarleatención. El número le sorprendió:604. Así, pues, habían pensado enalojarlo justamente enfrente deJeanne Debul. - ¿Sigue aquí esta persona? -preguntó Maigret. - Lo estaba cuando hemos dejado

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Croydon. He recibido un informetelefónico cuando su avióncomenzaba a aterrizar. Nada más. Pyke estaba satisfecho,no tanto de probar a Maigret que laPolicía inglesa es eficiente como demostrarle Inglaterra bajo un solindiscutible. Cuando penetraron en Londres y secruzaron con los grandes autobusesrojos y vieron mujeres con vestidosclaros en las aceras, no pudo menosde murmurar: - Esto es algo, ¿no? Y al acercarse al Savoy:

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- Si no está usted ocupado, ¿podríavenir a recogerle para almorzar haciala una? De aquí a entonces estaré enmi despacho. Puede ustedtelefonearme. Eso fue todo. Le dejó entrar solo enel hotel, mientras el chófer deuniforme entregaba la maleta a unode los mozos. ¿Le reconoció el empleado de larecepción después de doce años? ¿Leconocía solamente por lasfotografías? ¿O era tan sólo unaadulación profesional o el hecho deque su habitación había sido

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reservada por el Yard? Sin esperar aque hablase, le tendió su llave: - ¿Ha tenido usted buen viaje,monsieur Maigret? - Estupendo, muchas gracias. El inmenso vestíbulo, donde acualquier hora del día o de la nochehabía gente ocupando profundossillones, le impresionaba siempre unpoco. A la derecha vendían flores.Todos los hombres llevaban una enel ojal, y, a causa del humor de Pyke,sin duda, Maigret se compró unclavel rojo. Recordaba que el bar estaba a la

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izquierda. Se dirigió hacia la puertade cristales, que intentó en vanoabrir. - ¡A las once y media, señor! Maigret se puso serio. Siempreocurría así en el extranjero. Detallesque le encantaban e, inmediatamente,otro detalle que le ponía de maltalante. ¿Por qué diablos no teníaderecho a beber una copa antes delas once y media? No se habíaacostado en toda la noche. Tenía lasangre en la cabeza y el sol leproducía una especie de vértigo.¿Quizá también el movimiento del

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avión? Cuando se dirigía hacia elascensor, un hombre al que noconocía se acercó a él. - La señora acaba de ordenar quele suban el desayuno. Míster Pyke me ha rogado que letenga al corriente. ¿Debo permanecera su disposición? Era un hombre de Scotland Yard,que no resultaba fuera de lugar eneste hotel Lujoso; él también llevabauna flor en el ojal. La suya erablanca. - ¿No se ha presentado el joven?

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- Hasta ahora, no. - ¿Quiere usted vigilar el vestíbuloy avisarme cuando llegue? - Aún transcurrirá tiempo antes deque llegue a la letra S. Creo que elinspector Pyke ha puesto a uno demis compañeros vigilando el hotelGilmore. La habitación era amplia y teníaanejo un salón gris perla, cuyasventanas daban al Támesis, pordonde justamente pasaba ahora unbarco, parecido a los barquitos deParís, cuyos dos puentes estabancubiertos de turistas.

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Maigret tenía tanto calor quedecidió tomar una ducha y cambiarsede ropa. Estuvo a punto de telefoneara París para tener noticias del barón,pero cambió de opinión, se vistió yentreabrió la puerta de su habitación.El 605 estaba enfrente. Se veía solpor debajo de la puerta, lo queindicaba que habían apartado lascortinas. En el momento en que iba allamar oyó el ruido del agua en labañera y comenzó a pasearse por elpasillo fumando su pipa. Unacamarera que pasaba le miró concuriosidad. Debió de hablar de él en

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la cocina, porque un camarero desmoking vino a observarle a su vez.Entonces, viendo en su reloj que eranlas once y veinticuatro minutos, tornóel ascensor, llegando a la puerta delbar en el mismo momento en queabrían. Por otra parte, otroscaballeros que habían esperadoaquel momento en los sillones delvestíbulo, se precipitaron igualmenteallí. - Scotch? - Bueno. - ¿Soda? Su mueca debió de indicar que

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encontraba que el brebaje no tendríademasiado sabor, porque el barmanpropuso: - ¿Doble, señor? Eso ya estaba mejor. Nunca habíasospechado que podía hacer tantocalor en Londres. Fue a tomar el airedurante algunos minutos ante lapuerta giratoria, miró de nuevo lahora y se dirigió hacia el ascensor. Cuando llamó a la puerta del 605,una voz femenina dijo en el interior: - ¡Entre! Y suponiendo sin duda que era elcamarero que venía a recoger el

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servicio del desayuno: - ¡Come in! Dio vuelta al pomo y la puerta seabrió. Se encontró en una habitaciónvibrante de sol, donde una mujer,envuelta en una bata, se hallabasentada ante su tocador. No le miróen seguida. Siguió cepillando sucabello moreno y tenía horquillasentre los dientes. Vio a Maigret en elespejo y sus cejas se fruncieron. - ¿Qué desea usted? - Comisario Maigret, de la PolicíaJudicial. - ¿Y eso le da derecho a

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introducirse en casa de la gente? - Es usted quien me ha rogado queentrase. Era difícil calcularle la edad.Debió de haber sido muy hermosa, yaún le quedaba algo. Por la noche,bajo las luces, todavía causaríailusión, sobre todo si su boca notomaba el gesto duro que tenía enaquel momento. - Podría empezar por retirar lapipa de la boca. Lo hizo torpemente. No se habíaacordado de la pipa. - Además, si tiene usted que

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hablarme, hágalo de prisa. No veo loque la Policía francesa pueda quererde mí, sobre todo aquí. Seguía sin darle la cara y resultabamolesto. Ella debía de saberlo y seentretenía ante el tocador, en cuyoespejo observaba al comisario. Enpie, Maigret se sentía demasiadograndón, demasiado macizo. La camaestaba deshecha y había en ella unabandeja con los restos del desayuno;como asiento no veía más que unabutaquita en la cual le era imposibleencajar sus amplios muslos. Pronunció, mirándola él también

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por el espejo: - Alain está en Londres. O bien ella era muy fuerte, o bienaquel nombre no le decía nada,porque no pronunció palabra. Continuó con el mismo tono: - Está armado. - ¿Y para anunciarme eso haatravesado usted el canal de laMancha? Porque supongo que vieneusted de París. ¿Qué nombre ha dichousted? Me refiero al suyo. Estaba convencido de que ellarepresentaba una comedia, con laesperanza de vejarle.

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- Comisario Maigret. - ¿De qué distrito? - Policía Judicial. - ¿Busca usted a un joven que sellama Alain? No está aquí. Registrela habitación, si eso ha detranquilizarle. - Es él quien la busca a usted. - ¿Por qué? - Eso es precisamente lo que queríapreguntarle. Esta vez Jeanne Debul se levantó yMaigret se dio cuenta de que era casitan alta como él. Llevaba una bata degruesa seda color salmón, que

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revelaba formas todavía armoniosas.Fue a coger un cigarrillo sobre unvelador, lo encendió y llamó almaître. Por un momento creyó queera con la intención de hacer que leecharan, pero cuando se presentó elcriado, le dijo sencillamente: - Un scotch sin hielo, con aguanatural. Cuando la puerta se cerró denuevo, se volvió hacia el comisario. - No tengo nada más que decirle.Lo siento. - Alain es hijo del barón Lagrange. - Es posible.

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- Lagrange es amigo suyo. Jeanne Debul ladeó la cabeza,como alguien que siente lástima de suinterlocutor. - Escuche, señor comisario: no sélo que ha venido usted a hacer, peropierde el tiempo. Sin duda seequivoca de persona. - ¿Se llama usted Jeanne Debul? - Ése es mi nombre. ¿Quiere ustedver el pasaporte? Hizo señas de que era inútil. - El barón Lagrange acostumbravisitar a usted en su piso del bulevarRichard Wallace, y, sin duda,

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anteriormente, en la calle de Notre-Dame-de-Lorette. - Veo que está usted informado.Dígame ahora cómo el hecho de queyo conozca a Lagrange explica el queusted me persiga en Londres. - André Delteil ha muerto. - ¿Habla usted del diputado? - ¿Era también amigo suyo? - No creo haberle visto nunca. Heoído hablar de él, como todo elmundo, con motivo de susinterpelaciones. Si le he visto, habrásido en algún restaurante o cabaret. - Ha sido asesinado.

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- Dada su forma de entender lapolítica, debía de haberse creadocierto número de enemigos. - El asesinato ha sido cometido enla vivienda de François Lagrange. Llamaban. Era el camarero con elwhisky. Bebió un buen trago,sencillamente, como alguien quetiene costumbre de tomar alcoholtodos los días a la misma hora, y conel vaso en la mano fue a sentarse enla butaquita, cruzó las piernas y searregló los faldones de la bata. - ¿Eso es todo? -preguntó. - Alain Lagrange, el hijo, se ha

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procurado un revólver y cartuchos.Se presentó ayer en su domicilio deusted, un poco antes de su marchaprecipitada. - Repita esa palabra. - Pre-ci-pi-ta-da. - Porque usted sabe, supongo, quela víspera yo no tenía intención devenir a Londres. - No dio usted cuenta de ello anadie. - ¿Informa usted de sus intencionesa su criada? ¿Es verosímil que seaGeorgette a quien ha interrogadousted?

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- No tiene importancia. Alain sepresentó en su domicilio. - No me han hablado de ello. No oíllamar a la puerta. - Porque la portera fue tras él, leencontró en la escalera y él diomedia vuelta. - ¿Dijo a la portera que era a mí aquien quería ver? - No dijo nada. - ¿Habla usted en serio, comisario?¿Es realmente para contarme esasbobadas por lo que ha hecho elviaje? - Recibió usted una llamada

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telefónica del barón. - ¡Vaya! - La puso al corriente de loocurrido. O quizás estaba usted ya alcorriente. Maigret tenía calor. Ella no ofrecíapor dónde cogerla, siempre tantranquila, tan pulcra en su atuendomañanero. De cuando en cuandosorbía de su vaso, sin pensar enofrecerle una copa, y lo mantenía allíde pie, violento. - Lagrange está detenido. - Eso es asunto suyo y de usted,¿no? ¿Qué dice él?

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- Intenta hacer creer que está loco. - Siempre ha estado un poco loco. - ¿Es, sin embargo, amigo suyo? - No, comisario. Puede ustedahorrarse ingenio. No me hará ustedhablar, por la excelente razón de queno tengo nada que decir. Si quiereusted examinar mi pasaporte, veráusted que a veces vengo a pasaralgunos días en Londres. Siempre eneste hotel; se lo confirmarán. Encuanto a Lagrange, el pobre, haceaños que le conozco. - ¿En qué circunstancias leconoció?

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- No le importa a usted. En lascircunstancias más sencillas, se loconfieso, sin embargo; como unhombre y una mujer suelenconocerse. - ¿Ha sido su amante? - Es usted de una extremadadelicadeza. - ¿Lo ha sido? - Supongamos que lo haya sido, unatarde o una semana, o incluso un mes,hace de ello doce o quince años… - ¿Han continuado siendo buenosamigos? - ¿Teníamos que pelearnos o

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pegarnos? - Le recibía usted por la mañana,en su alcoba, cuando todavía estabaen la cama. - Ahora es por la mañana, mi camaestá deshecha y está usted en mialcoba. - ¿Trataba usted de negocios conél? Jeanne sonrió. - ¿Qué negocios, Dios mío? ¿Ustedno sabe que todos los negocios deque hablaba Zapatilla sólo existíanen su imaginación? ¿No se ha tomadola molestia de informarse sobre él?

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Vaya al Fouquet's, al Maxim's, acualquier bar de los Champs-Elyséesy le informarán. No valía la penatomar el avión o el barco para esto. - ¿Le daba usted dinero? - ¿Es un crimen? - ¿Mucho? - Se fijará usted que soy paciente.Hace un cuarto de hora que hubierapodido hacer que le echasen, porqueno tiene usted ningún derecho a estaraquí ni a interrogarme. Quiero, sinembargo, repetirle de una vez parasiempre que va usted por malcamino. Conocí al barón Lagrange

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antaño, cuando todavía conservaba lafachada y causaba ilusión. Me loencontré años después y ha hechoconmigo lo que hace con todo elmundo. - ¿Lo cual significa? - Que me ha dado sablazos.Infórmese. Es el hombre a quien lefaltan eternamente algunos cientos defrancos para lanzar el más estupendonegocio y enriquecerse en algunosdías. Lo que quiere decir que notiene con que pagar el aperitivo queestá tomándose o el metro paravolver a su casa. He hecho como los

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demás. - ¿Y le pedía dinero a domicilio? - Eso es todo. - Su hijo no deja por ello de estaren Londres, buscándola a usted. - No le he visto nunca. - Está en Londres desde anoche. - ¿En este hotel? Fue la única vez en que su vozestuvo un poco menos firme,marcando cierta ansiedad. - No. Maigret titubeó. Tenía que elegirentre dos soluciones y se inclinó porla que creyó correcta.

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- En el hotel Gilmore, frente a laestación Victoria. - ¿Cómo puede estar usted segurode que es a mí a quien busca? - Porque desde esta mañana se hapresentado ya en una serie de hotelespreguntando por usted. Parece seguirla lista alfabética. En menos de uncuarto de hora estará aquí. - Sabremos entonces lo que quierede mí, ¿verdad? Había un ligero estremecimiento ensu voz. - Está armado. Jeanne Debul se encogió

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ligeramente de hombros, se levantó ymiró la puerta. - Supongo que debo darle lasgracias por haber tenido la bondadde velar por mí. - Es tiempo todavía. - ¿De qué? - De hablar. - Hace ya media hora que nohacemos otra cosa. Ahora le ruegoque me deje sola con el fin de que mevista. Añadió con una voz que nosonaba muy clara y con una risita: - Si realmente ese muchacho ha devisitarme, mejor será que esté

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preparada. Maigret salió sin añadir nada más,los hombros encorvados, descontentode sí mismo, porque no le habíasonsacado nada y tenía la impresiónde que durante toda la entrevistaJeanne Debul había conservado lasuperioridad. Después de cerrar lapuerta se paró en el pasillo. Lehabría gustado saber si ellatelefoneaba o manifestaba algunaactividad repentina. Desgraciadamente, una camarera,la misma que le había visto rondarpor el pasillo, salió de una

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habitación contigua y le miró coninsistencia. Molesto, se puso enmarcha hacia el ascensor. En el vestíbulo encontró de nuevoal agente de Scotland Yard instaladoen uno de los sillones y la mirada fijaen la puerta giratoria. Se sentó a sulado. - ¿Nada? - Todavía no. Había a aquella hora muchas idas yvenidas. No dejaban de parar cochesante el hotel, trayendo no solamenteviajeros, sino también londinensesque venían a almorzar o simplemente

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a tomarse una copa en el bar. Todosestaban muy alegres. Todos teníanpintado en el rostro el mismoalborozo que Pyke ante aquel díaexcepcional. Se formaban grupos.Siempre había tres o cuatro personasalrededor del mostrador derecepción. Algunas mujeres, sentadasen los sillones, esperaban a suscompañeros, a los que seguíandespués al comedor. Maigret recordó que el hotel teníaotra salida al Embankment. Sihubiera estado en París… ¡Habríasido todo tan fácil! A pesar de

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haberse puesto Pyke a sudisposición, no quería abusar. En elfondo, aquí tenía siempre miedo dehacer el ridículo. ¿Habría tenido elinspector Pyke la misma sensaciónhumillante durante su estancia enFrancia? Allá arriba, por ejemplo, en elpasillo, de estar en Francia, lapresencia de la camarera no le habríamolestado. Le habría contadocualquier cosa, probablemente quepertenecía a la Policía, y hubieracontinuado su vigilancia. - ¡Hermoso día, señor!

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Incluso esto comenzaba afastidiarle. Aquella gente estabademasiado contenta con su díaexcepcional. No tenía en cuenta otracosa. Los transeúntes, por la calle,andaban como en un sueño. - ¿Cree usted que vendrá? - Es probable, ¿no? El Savoy estáen su lista. - Tengo un poco de miedo de queFenton se haya mostrado torpe. - ¿Quién es Fenton? - Mi colega que el inspector Pykeha enviado al Lancaster. Debíainstalarse, como yo, ante la

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recepción y esperar. Luego, al salirel joven, seguirle. - ¿Y no es muy bueno? - No, no es malo, señor. Es unagente muy bueno. Sólo que espelirrojo y lleva bigote, por lo que,cuando se le ha visto una vez, se lereconoce. El agente miró su reloj y suspiró. Maigret, en cambio, vigilaba losascensores. Jeanne Debul salió deuno de ellos, vestida con un trajeveraniego de chaqueta. Parecíacompletamente satisfecha. Tenía enlos labios esa vaga sonrisa de una

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mujer que se sabe hermosa y bienvestida. Varios hombres la siguieroncon la mirada. Maigret se fijó en elgrueso diamante que llevaba en eldedo. Con la mayor naturalidad dioalgunos pasos por el vestíbulo,mirando los rostros que había a sualrededor, depositó su llave sobre lamesa del conserje y titubeó. Había visto a Maigret. ¿Era a causade él por lo que hacía la comedia? Había dos lugares para almorzar:por una parte, el gran comedor, queestaba a continuación del vestíbulo y

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cuyas vidrieras daban al Támesis, ypor otra parte, la parrilla, menosamplia, menos solemne, perobastante concurrida, y desde cuyasventanas se podía ver la entrada delhotel. Fue a la parrilla adonde se dirigiópor fin Jeanne Debul. Dijo algunaspalabras al maître, que la condujohacia una mesita cerca de unaventana. En el mismo instante, el agentepronunció al lado de Maigret: - Es él… El comisario miró con viveza hacia

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la calle a través de la puertagiratoria, no vio a nadie que separeciese a la fotografía de Alain yabrió la boca para hacer unapregunta. Antes incluso de formularla,comprendió. Un hombrecito con pelomuy rojo, de llameantes bigotes, seacercaba a la puerta. No se trataba de Alain, sino delagente Fenton. En el vestíbulo buscóa su colega con la vista, se acercó aél, e ignorando la presencia deMaigret, preguntó: - ¿No ha venido?

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- No. - Se ha presentado en el Lancaster.Lo he seguido después. Ha entradoen el Montreal. Me pregunto si me havisto. Se ha vuelto dos o tres veces.Y de repente ha saltado a un taxi. Heperdido un minuto antes de encontraruno a mi vez. Me he dirigido a cincohoteles más. No había… Uno de los botones se inclinabasobre Maigret. - El jefe de recepción desearíadecirle unas palabras -murmuró envoz baja. Maigret le siguió. El jefe de

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recepción, con chaqué y una flor enel ojal, tenía en la mano un auriculartelefónico. Hizo un guiño a Maigret,una seña que el comisario creyócomprender. Y dijo en el aparato: - Le pongo con el empleado queestá al corriente. Maigret cogió el auricular. - ¡Allô! - ¿Habla usted francés? - Sí…, yes…, hablo francés. - Desearía saber si madame JeanneDebul se hospeda ahí. - ¿De parte de quién? - De un amigo suyo.

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- ¿Desea usted hablarle? Puedoponerle la comunicación en suhabitación. - No, no… La voz parecía lejana. - Su llave no está en el tablero. Porlo tanto, debe de estar en suhabitación. Supongo que no tardaráen bajar… - Muchas gracias… - No podría… Alain había colgado ya. No era tantonto, después de todo. Debió dedarse cuenta de que le seguían.Mejor que ir en persona a los

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diferentes hoteles, había tomado elpartido de telefonear desde unteléfono público. El jefe de recepción tenía otroauricular en la mano. - Otra comunicación para usted,monsieur Maigret. Esta vez era Pyke, que lepreguntaba si almorzaría con él. - Es preferible que permanezcaaquí. - ¿Han tenido éxito mis hombres? - No del todo. No es culpa deellos. - Ha perdido usted la pista.

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- Vendrá aquí, desde luego. - En todo caso, mis hombres estána su disposición. - Conservaré al que no se llamaFenton, si usted lo permite. - Conserve a Bryant. Muy bien. Esinteligente. ¿Quizás esta noche? - Quizás esta noche. Se unió a los dos hombres, quecontinuaban charlando y se callaroncuando él llegó. Bryant debía dehaber revelado a Fenton quién era ély el pelirrojo se mostraba contrito. - Le doy las gracias. Ya heencontrado la pista del muchacho. Ya

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no le necesitaré por hoy. ¿Quiereusted una copita? - Nunca estando de servicio. - Usted, Bryant, me gustaría quefuera a almorzar a la parrilla, cercade esa señora que lleva un traje dechaqueta de florecillas azules. Sisale, intente seguirla. Una ligera sonrisa se deslizó en loslabios de Bryant, que miraba alejarsea su compañero. - Esté usted tranquilo. - Diga usted que pongan la nota enmi cuenta. Maigret tenía sed. Tuvo sed

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durante más de media hora. Como lossillones, demasiado profundos, ledaban calor, se levantaba, paseabamolesto entre la gente que hablabainglés y que tenían todos un motivopara estar allí. ¿Cuántas veces vio girar la puerta,que cada vez enviaba sobre una delas paredes un rayo de sol? Más aún:era un ir y venir incesante. Los autosse paraban, volvían a arrancar: losviejos taxis, confortables ypintorescos; Rolls-Royce o Bentley,con chóferes impecables; pequeñoscoches en forma de autos de carreras.

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La sed le hinchaba la garganta, ydesde donde estaba podía ver el barlleno de público, los pálidosmartinis, que de lejos parecían tanfrescos en su vaso empañado, y loswhiskies que los clientes, de pie enel bar, tenían en la mano. Si iba allí perdía de vista la puerta.Se acercaba, se alejaba: sentía haberdespedido a Fenton, que hubierapodido, a pesar de todo, estar deguardia durante algunos minutos. Bryant estaba comiendo ybebiendo, y Maigret comenzaba atener hambre también.

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Se volvió a sentar suspirando,cuando un anciano caballero decabello blanco, sentado en un sillónal lado del suyo, pulsó un timbreeléctrico que Maigret no habíanotado. Algunos instantes más tarde,un mozo con americana blanca seinclinó ante él. - Un doble scotch con hielo. ¡Vaya! Era tan sencillo como todoeso. No se le había ocurrido quepodía hacerse servir en el vestíbulo. - Lo mismo para mí. Supongo queno tienen ustedes cerveza, ¿verdad? - Sí, señor. ¿Qué cerveza desea

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usted? El bar tenía toda clase de cerveza:holandesa, danesa, alemana e inclusouna cerveza francesa de importaciónque Maigret no conocía. En Francia habría pedido dosvasos a la vez, tan sediento estaba.Aquí no se atrevió. Y le daba rabiano atreverse. Le humillaba el sentirseintimidado. ¿Es que los camareros, los maîtres,los botones, los porteros eran másimpresionantes que los de un hotel deParís? Le parecía que todo el mundole miraba, y que el anciano, su

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vecino, le miraba con ojo crítico. ¿Iba a decidirse Alain Lagrange avenir, sí o no? No era la primera vezque aquello le ocurría: Maigret, derepente, sin razón justificable, perdíala confianza en sí mismo. ¿Quéestaba haciendo allí en realidad?Había pasado la noche sin dormir.Había ido a beber café en unaportería y había escuchado lashistorias de una muchacha rolliza conpijama rosa, que le mostraba unaparte del vientre y se esforzaba enhacerse la interesante. ¿Y qué más? Alain Lagrange le

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había birlado su revólver, habíaamenazado a un transeúnte en la calley le había robado la cartera antes desubir al avión de Londres. En laEnfermería Especial, el barón sehacía el loco. ¿Y si estaba locorealmente? Suponiendo que Alain sepresentase en el hotel, ¿qué iba ahacer Maigret? ¿Dirigirse a élamablemente? ¿Decirle que deseabauna explicación? ¿Y si intentaba escaparse yforcejeaba? ¿Qué aspecto tendría,ante todos aquellos ingleses que

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sonreían a su sol, metiéndose con unmuchacho? ¿Quizá sería sobre élsobre quien se echarían sin piedad? Aquello ya le había ocurrido unavez en París, cuando era aún joven yestaba de servicio en la vía pública.En el momento en que echaba mano aun ratero, a la salida del metro, eltipo se había puesto a gritar:«¡Socorro!» Y fue a Maigret a quienla muchedumbre retuvo hasta lallegada de los guardias. Tenía sed todavía; titubeaba enllamar. Apretó por fin el botónblanco, convencido de que su vecino

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de cabellos blancos le considerabacomo un hombre maleducado quebebe vaso tras vaso de cerveza. - Un… Creyó reconocer fuera una silueta ypronunció sin pensar: - Whisky and soda. - Bien, señor. No era Alain. De cerca no se leparecía en absoluto, y, por otra parte,se unió a una muchacha que leesperaba en el bar. Maigret continuaba allí,completamente entumecido y con malgusto de boca, cuando Jeanne Debul,

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en plena forma, salió de la parrilla yfue hacia la puerta giratoria. Afuera esperó a que uno de losporteros avisara un taxi. Bryant lasiguió, también muy alegre,dirigiendo al pasar un guiño aMaigret. Parecía decir: «¡No tengamiedo!» Subió en otro taxi. Si Alain Lagrange hubiera sidosimpático habría llegado ahora.Jeanne Debul ya no estaba allí. Ya nohabía, pues, el peligro de que seprecipitase sobre ella y descargasesu automático. El vestíbulo estabamás tranquilo que hacía una hora. La

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gente había comido. Más sonrosadosque nunca, se iban unos tras otros asus asuntos o a pasearse porPiccadilly o Regent Street. - ¿Lo mismo, señor? - No; esta vez desearía unemparedado. - Le ruego nos perdone, señor. Nosestá prohibido servir comidas en elvestíbulo. Maigret habría llorado de rabia. - Entonces sírvame usted lo quequiera. Lo mismo, ¡sea! ¡Qué importaba, después de todo!¡No era culpa suya!

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Capítulo VII: De unatableta de chocolateactual y de un gato deantaño que amotinótodo el barrio. A las tres, a las tres y media, a lascuatro, Maigret seguía allí, tanmolesto como cuando, después dedías y días de calor tormentoso, lagente se mira ariscamente, tanagobiados que se espera verlos abrirla boca para respirar como peces

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fuera del agua. La única diferencia es que él era elúnico en ese estado. No habíatormenta en el aire. El cielo, porencima del Strand, permanecía de unbonito azul aireado, sin rastro devioleta, con alguna nubecilla blancaque flotaba en el espacio como unapluma escapada de un edredón. Algunos momentos se sorprendíaexaminando a sus vecinos, como siles tuviera odio personal. En otrosmomentos, un complejo deinferioridad le pasaba sobre elestómago y le daba un aire solapado.

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Eran todos demasiado pulcros,demasiado seguros de ellos misinos.El más exasperante de todos era eljefe de recepción, con su suavechaqué, su cuello duro que ningúnsudor ablandaba. Había tomadoafecto a Maigret -o quizá le teníalástima- y de cuando en cuando ledirigía una sonrisa al mismo tiempocómplice y animadora. Parecía decirle, por encima del ir yvenir de viajeros anónimos: «Losdos somos víctimas del deberprofesional. ¿No puedo hacer nadapor usted?»

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Maigret le hubiera contestado sinduda: «Traerme un emparedado.» Tenía sueño, tenía calor, teníahambre. Cuando, algunos minutosdespués de las tres, llamó para pedirun nuevo vaso de cerveza, elcamarero se mostró tanescandalizado como si se hubierapuesto en mangas de camisa en laiglesia. - Lo siento, señor. El bar estácerrado hasta las cinco y media,señor. El comisario gruñó algo así como: - ¡Salvajes!

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Y diez minutos más tarde se acercóviolento a un botones, el más joven ymenos impresionante. - ¿Podría ir a comprarme a algúnsitio una tableta de chocolate? Era incapaz de permanecer mástiempo sin comer y por ello comió, atrocitos, una tableta de chocolate conleche, metida en el fondo de subolsillo. ¿No se parecía en aquelvestíbulo de gran hotel al policíafrancés de las caricaturas que losperiodistas parisienses llaman los«calcetines con clavos»? Sesorprendía espiándose en los

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espejos, se encontraba pesado y malvestido. Pyke, en cambio, no teníaaspecto de policía, sino de directorde Banco. Más bien de unsubdirector o de un empleado deconfianza, de un empleadominucioso. ¿Estaría Pyke también esperando,como lo estaba haciendo Maigret, sinsaber incluso si ocurriría algo? A las cuatro menos veinte, el jefede recepción le hizo una seña. - Le llaman desde París. Supongoque prefiere tener la comunicaciónaquí, ¿no?

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Había varias cabinas telefónicasalineadas en una habitación a laderecha del vestíbulo, pero desdeallí no podría vigilar la entrada. - ¿Es usted, jefe? Producía satisfacción oír la voz delbuen Lucas. - ¿Qué hay de nuevo, chico? - Ha sido encontrado el revólver.He pensado que era mejorprevenirle. - Cuenta. - Un poco antes de mediodía fui adar una vueltecita por la casa delviejo.

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- ¿Calle de Popincourt? - Sí. Por si acaso, me puse aregistrar por los rincones. No heencontrado nada. Luego me parecióoír llorar a un niño en el patio y measomé a la ventana. La vivienda,¿recuerda usted?, está en el últimopiso y es bastante baja de techo. Unacornisa recoge el agua del tejado yme fijé en que se podía alcanzaraquella cornisa con la mano. - ¿El revólver se encontraba en lacornisa? - Sí. Justamente debajo de laventana. Un pequeño automático de

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fabricación belga, muy bonito, quetiene grabadas las iniciales A. D. - ¿André Delteil? - Exactamente. Me he informado enla Prefectura. El diputado teníapermiso de armas. El númerocoincide. - ¿Es el arma del crimen? - El experto acaba, de darme suinforme por teléfono. Estabaesmerándolo para llamarle a usted.Es afirmativo. - ¿Huellas? - Del muerto y de FrançoisLagrange.

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- ¿No ha ocurrido nada más? - Los periódicos de la tardepublican varias columnas. Está elpasillo lleno de periodistas. Creoque uno de ellos, que ha tenidonoticias de la marcha de usted aLondres, ha tomado el avión. El juezRateau ha telefoneado dos o tresveces para saber si había usted dadoseñales de vida. - ¿Eso es todo? - Hace un tiempo magnífico. ¡Él también! - ¿Has almorzado? - Muy bien, jefe.

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- Yo todavía no. ¡Allô! ¡No corte,señorita! ¿Escuchas, Lucas? Quisieraque, por si acaso, hicieras vigilar elinmueble que lleva el número 7 bisdel bulevar Richard Wallace. Ytambién que interrogues a loschóferes de taxis para saber si algunode ellos ha llevado a Alain Lagrange.¡Ojo! Se trata del hijo, cuya foto yatienes… - He comprendido. - Para saber, digo, si uno de ellosle condujo el jueves por la mañana ala estación del Norte. - Creí que se había marchado por

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la noche y en avión. - No importa. Anuncia al jefe quele telefonearé en cuanto haya algunanovedad. - ¿No ha encontrado usted al crío? Maigret prefirió no contestar. Lefastidiaba confesar que había tenidoa Alain en el otro extremo del hilo,que durante horas había seguidominuto a minuto sus idas y venidas através de las calles de Londres, peroque no se había adelantado nada. Alain Lagrange, con el granrevólver robado a Maigret en elbolsillo, estaba en algún sitio, no

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muy lejos, sin duda, y todo lo que elcomisario podía hacer era esperar,mirando a la muchedumbre ir y venir. - Te dejo. Los párpados le picaban. No seatrevía a instalarse en su butaca portemor a adormecerse. El chocolate lelevantaba el estómago. Fue a tomar el aire ante la puerta. - ¿Taxi, señor? Tampoco tenía derecho a tomar untaxi, ni de ir a pasear, derecho anada, más que permanecer allíhaciendo el imbécil. - ¡Buen tiempo, señor!

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Apenas volvió a entrar en elvestíbulo, su enemigo íntimo, el jefede recepción, le llamó con unasonrisa en los labios y un teléfono enla mano. - Para usted, monsieur Maigret. Era Pyke. - Acabo de recibir noticiastelefónicas de Bryant y se lastransmito. - Muchas gracias. - La señora hizo que la llevasen aPiccadilly Circus y subió a pieRegent Street parándose ante losescaparates. No parecía tener prisa.

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Entró en dos o tres tiendas para haceralgunas compras que ha mandado quele envíen al Savoy. ¿Desea usted lalista? - ¿De qué se trata? - Ropa interior, guantes, calzado…Ha tomado después Old Bond Streetpara volver a Piccadilly y haentrado, hace una media hora, en uncine de sesión continua. Sigue allítodavía. Bryant continúa sigilándola. Otro detalle en el que no se habríafijado en otro momento, pero que leponía del mal humor: en vez detelefonearle a él, Bryant había

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telefoneado a su superior jerárquico. - ¿Cenaremos juntos? - No estoy seguro. Empiezo adudarlo. - Fenton siente mucho lo ocurrido. - No es culpa suya. - Si necesita alguno de mishombres, o varios… - Muchas gracias. ¿Qué estaba haciendo ese borricode Alain? ¿Había que creer queMaigret se había equivocado deltodo? - ¿Puede usted ponerme con elhotel Gilmore? -preguntó, una vez

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terminada su conversación con Pyke. Por la expresión del jefe derecepción, comprendió que no era unhotel de primer orden. Esta vez tuvoque hablar inglés, porque el hombreque tenía en el otro extremo del hilono comprendía una palabra defrancés. - Monsieur Alain Lagrange, quellegó a su hotel esta mañanatemprano, ¿ha vuelto al hotel duranteel día? - ¿Quién está al aparato? - El comisario Maigret, de laPolicía Judicial de París.

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- No cuelgue, por favor. Llamaban a otra persona, de vozmás grave, que debía de ser másimportante. - Perdón. El director del hotelGilmore al aparato. Maigret repitió su pregunta. - ¿Por qué motivo hace usted estapregunta? El comisario se lanzó en unaexplicación embrollada, porque noencontraba las palabras inglesasadecuadas. El jefe de recepciónterminó por quitarle el aparato de lasmanos.

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- ¿Permite usted? Él sólo necesitó dos frases, en lascuales se aludía a Scotland Yard.Cuando colgó, estaba muy satisfechode sí mismo. - Esa gente desconfía siempre unpoco de los extranjeros. El directordel Gilmore se preguntabaprecisamente si debía dar parte a laPolicía. El joven cogió la llave ysubió a su habitación hacia la una.No permaneció mucho tiempo. Mástarde, una camarera que limpiaba unahabitación en el mismo piso haseñalado que su llave maestra, que

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había dejado en la puerta, habíadesaparecido. ¿Le sugiere esto algo? - Sí. La historia modificaba un poco laidea que se había formado del jovenAlain. La cabeza del chico habíatrabajado desde la mañana. Se habíadicho que, si la llave maestra de uncriado abre todas las habitaciones deun hotel, hay probabilidades de queabra las habitaciones de otro hotel. Maigret fue a sentarse. Cuandomiró la hora, eran las cinco. Volvióde repente a la recepción. - ¿Cree usted que una llave maestra

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del hotel Gilmore abra lashabitaciones de aquí? - No es probable. - ¿Quiere usted asegurarse de queninguna de las criadas ha extraviadosu llave maestra? - Supongo que lo habría señalado ala directora del piso, que ella mismahabría…; un momento… Terminó de hablar con un señorque deseaba cambiar de habitaciónporque había demasiado sol en lasuya, y desapareció en un despachitocontiguo, en el que se oyeron variostimbres de teléfono.

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Cuando volvió, ya no venía conaire de protección y tenía la frentearrugada. - Tiene usted razón. Un manojo dellaves ha desaparecido en el sexto. - ¿Del mismo modo que en elGilmore? - Del mismo modo. Mientrasarreglan las habitaciones, las criadastienen la manía, a pesar delreglamento, de dejar las llaves en lapuerta. - ¿Cuánto tiempo hace que haocurrido? - Una media hora. ¿Cree usted que

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eso va a traer molestias? Y el hombre miraba el vestíbulocon el mismo aire preocupado de uncapitán que es responsable de subarco. ¿No era preciso, costase loque costase, evitar el menorincidente que empañara el brillo deun día tan hermoso? En Francia, Maigret le habríadicho: «Deme usted otra llavemaestra. Voy arriba. Si Jeanne Debulvuelve, reténgala un momento yavíseme.» Aquí, no. Estaba seguro de que nole permitirían penetrar, sin mandato,

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en una habitación alquilada a otrapersona. Fue lo bastante prudente para darvueltas todavía durante unosmomentos por el vestíbulo. Luegodecidió esperar a que abriesen elbar, puesto que no era más quecuestión de minutos, y, dejando devigilar la puerta giratoria, se acodóen el mostrador el tiempo suficientepara beberse dos grandes vasos decerveza. - ¿Tiene usted sed, señor? - ¡Sí! Aquel «sí» era lo suficientemente

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pesado para aplastar al sonrienteencargado del bar. Evolucionó para abandonar elvestíbulo sin ser visto por el jefe derecepción y tomó el ascensor,preocupado por la idea de que suplan ahora dependía del humor de uncriado o una criada. El largo pasillo estaba vacíocuando entró en él; aminoró el paso yse paró del todo hasta que vio unapuerta abrirse y un criado conchaleco rayado aparecer con un parde zapatos en la mano. Entonces, con la seguridad de un

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viajero sin ninguna reserva mental,silbando entre dientes, se dirigióhacia la habitación 605, se registrólos bolsillos y se mostró fastidiado. - ¡Valet, please! [3]

- Yes, sir. Maigret seguía registrándose losbolsillos. No era el mismo criado dela mañana. Debía de haber entradootro turno. - ¿Puede usted abrirme la puertapara que no tenga que bajar a buscarmi llave? El otro no vio en ello maliciaalguna.

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- Con mucho gusto, señor. La puerta abierta, no miró hacia elinterior, donde habría visto una batafemenina colgada. Maigret cerró la puerta concuidado, se limpió la frente, marchóhasta el centro de la habitación,donde dijo con la voz normal quehubiera empleado para hablar con uninterlocutor: - ¡Ya está! No había penetrado en el cuarto debaño, cuya puerta estabaentreabierta, ni mirado en losarmarios. En el fondo, estaba

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conmovido, mucho más de lo quedejaba aparecer y que su voz dejabasospechar. - Ya estamos aquí, pequeño.Vamos a poder por fin charlar losdos. Se sentó pesadamente en labutaquita, sacó la pipa del bolsillo yla encendió. Estaba convencido deque Alain Lagrange estaba escondidoen algún sitio, quizás en algúnarmario, quizá debajo de la cama. Sabía también que el muchachoestaba armado, que era muy nerviosoy que debía de estar próximo a la

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crisis de nervios. - Todo lo que te pido es que nohagas el idiota. Fue del lado de la cama dondecreyó oír un ligero ruido. No estabaseguro y no se inclinó. - Una vez -continuó como sicontara una historia- asistí a unagraciosa escena, cerca de mi casa, enel bulevar Richard-Lenoir. Eratambién en verano, una tarde quehacía mucho calor y todo el barrioestaba en la calle. Hablaba lentamente, y si alguienhubiese entrado en aquel momento, le

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habría tomado, cuando menos, por unextravagante. - Yo no sé quién vio primero algato. Creo recordar que fue una niña,que debiera haber estado en la camaa aquellas horas. Empezaba aanochecer. Señaló una forma oscuraen un árbol. Como siempre, separaron algunos transeúntes. Desdemi ventana, adonde yo estabaasomado, les veía gesticular. Otrosse sumaron al grupo. Al final, habíacien personas al pie del árbol, yterminé por bajar yo también a verqué ocurría.

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Se interrumpió para hacer notar: - Aquí, estamos solos; la cosa es,pues, más fácil. Lo que agrupaba lagente en el bulevar era un gato, unenorme gato pardo refugiado en lapunta de una rama. Parecía asustadode encontrarse allí. No debió dehaberse dado cuenta de que subía tanalto. No se atrevía a moverse paradar media vuelta, ni tampoco seatrevía a saltar. Las mujeres, la narizen alto, le compadecían. Loshombres buscaban el medio desacarlo de su mala postura. «Voy abuscar una escalera doble», anunció

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un artesano que vivía enfrente.Pusieren la escalera, subió. Faltabaun metro para que alcanzase la rama,pero ya, al ver su brazo tendido, elgato bufaba de ira e intentaba arañar.Un chiquillo propuso: «Voy atrepar.» «No puedes. La rama no esbastante fuerte.» «La sacudiré y notendrán más que poner una sábanadebajo.» Debía de haber visto a losbomberos en el cine. Aquello sehabía tornado un acontecimientoapasionante. Una portera trajo unasábana. El chiquillo sacudió la ramay el pobre animal, en la punta de ella,

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se aferraba con las uñas, lanzandomiradas asustadas. Todo el mundosentía lástima. «Si tuviéramos unaescalera más alta…» «¡Cuidado!Quizás esté rabioso. Hay sangrealrededor de su boca.» Era cierto.Tenían lástima y tenían miedotambién, ¿comprendes? Nadie queríamarcharse a dormir sin conocer elfinal de la historia del gato. ¿Cómometerle en la cabeza que podíadejarse caer en la sábana sin peligroo que le bastaba con dar mediavuelta? Maigret esperaba casi que una voz

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preguntase: - ¿Y qué ocurrió? Pero no hubo pregunta y continuó élsolo: - Terminaron por hacerle bajar. Untipo alto y delgado se deslizó a lolargo de la rama y, con el bastón,consiguió hacer caer el gato en lasábana. Cuando abrieron ésta, elanimal salió tan de prisa que apenasse le vio atravesar la calle y se metiópor un tragaluz. Eso es todo. Esta vez estaba seguro de quealguien se había movido debajo de lacama.

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- El gato tenía miedo porqueignoraba que no querían hacerledaño. Un silencio. Maigret dabachupadas a su pipa. - Yo tampoco quiero hacerte daño.No eres tú quien ha matado a AndréDelteil. En cuanto a mi revólver, elasunto no es muy grave. ¿Quién sabe?A tu edad, en el estado en que túestabas, yo quizá habría hecho lomismo. En suma; es culpa mía. Sí,hombre. Si aquel mediodía yo nohubiera ido a tomar el aperitivo,habría llegado a mi casa media hora

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antes, cuando tú estabas allí todavía. Hablaba con voz sin entonación,casi adormecedora. - ¿Qué habría ocurrido? Mehabrías contado buenamente lo quetenías intención de contarme. Porquefue para hablarme para lo que fuistea mi casa. Tú ignorabas que habíaallí un revólver sobre la chimenea.Tú querías decirme la verdad ypedirme que salvase a tu padre. Se calló durante algunos instantespara dar a sus palabras tiemposuficiente para que penetrasen en lacabeza del joven.

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- No te muevas todavía. No esnecesario. Estamos muy bien así. Terecomiendo solamente que tengascuidado con el revólver. Es unmodelo especial, del que la Policíaamericana está orgullosa. El gatilloes tan sensible que basta con rozarloapenas para que salga el disparo. Nolo he usado nunca. Es un recuerdo,¿comprendes? Suspiró. - Veamos ahora lo que tú mehabrías dicho si yo hubiera vueltomás temprano a almorzar. Me habríastenido que hablar del cadáver…

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Espera… No tenemos prisa…Primero, supongo que no estabas encasa el martes por la noche, cuandoDelteil visitó a tu padre… Si túhubieras estado allí, las cosashabrían ocurrido de otro modo.Debiste de volver cuando todo habíaterminado. Probablemente el cadáverestaba escondido en la habitaciónque sirve de cuarto trastero, quizá yaen el baúl. Tu padre no te dijo nada.Apuesto a que no os habláis mucholos dos. Se sorprendía esperando unarespuesta.

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- ¡Bueno! Quizá te figuraste algo,quizá no. El caso es que, por lamañana, descubriste el cadáver. Tecallaste. Es difícil abordar un temaasí con nuestro padre. El tuyo estabaaplanado y enfermo. Entoncespensaste en mí, porque has leído losrecortes que tu padre coleccionaba.¡Mira! Esto es poco más o menos loque me habrías dicho: -Hay uncadáver en nuestro piso. Ignoro loque ha ocurrido, pero conozco a mipadre. Primero, no ha habido nuncaarmas en mi casa.» Porque apuesto aque no las ha habido nunca, ¿verdad?

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No conozco mucho a tu padre, peroestoy seguro de que tiene miedo a losrevólveres. Habrías continuado: «Esun hombre incapaz de hacer daño anadie; pero, a pesar de todo, leacusarán a él. Él no dirá la verdad,porque se traía de una mujer.» Si lascosas hubieran ido así, le habríaayudado, naturalmente. Habríamosbuscado la verdad juntos, y a estashoras es casi seguro que esa mujerestaría en la cárcel. ¿Había esperado Maigret queaquello ocurriría en seguida? Selimpió la frente, esperando una

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reacción que no venía. - He tenido una conversaciónbastante larga con tu hermana. Creoque tú no la quieres demasiado. Esuna egoísta que no piensa más que enella. No he tenido tiempo de ver a tuhermano Philippe. Pero debe de seraún más duro que ella. Los dos leguardan rencor a tu padre por lainfancia que han tenido, cuando tupadre, después de todo, ha hecho loque ha podido. Todo el mundo nopuede ser fuerte. Tú hascomprendido… Por lo bajo, Maigret se estaba

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diciendo: «¡Señor, haz que ella noentre en este momento!» Porque,entonces, ocurriría probablementecomo con el gato del bulevarRichard-Lenoir, con toda la gente delSavoy alrededor de un adolescente alborde de la crisis de nervios. - ¿Ves? Hay cosas que tú sabes yque yo no sé, pero hay otras queconozco y tú ignoras. Tu padre, aestas horas, se encuentra en laEnfermería Especial de la Prefectura.Eso significa que está detenido y sepreguntan si está sano de la mente. Afin de cuentas, como de costumbre,

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los psiquiatras no están de acuerdo.Lo que debe inquietarle más es nosaber lo que ha sido de ti, ni lo quevas a hacer. Te conoce y te sabecapaz de seguir tus ideas hasta elfinal En cambio, Jeanne Debul estáen el cine. No se adelantaría nadacon que fuese asesinada al entrar ensu habitación. Sería incluso bastantefastidioso, primero, porque seríaimposible interrogarla, y después,porque tú caerías en manos de lajusticia inglesa, que, según todas lasprobabilidades, terminaría porahorcarte. Eso es todo, pequeño.

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Hace un calor terrible en estahabitación, y voy a abrir la ventana.No estoy armado; se imaginan, porerror, que los inspectores y loscomisarios de la Policía Judicial vanarmados. En realidad, no tienen másderecho a estarlo que los demásciudadanos. No miro debajo de lacama. Sé que estás ahí. Sé poco máso menos lo que piensas. ¡Es difícil,evidentemente! Es menosespectacular que disparar sobre unamujer jugando a hacer el justiciero. Maigret se dirigió a la ventana, laabrió y se asomó, aguzando el oído

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al mirar hacia afuera. Seguía sinmoverse nada tras él. - ¿No te decides? Se impacientó y se puso de frente ala habitación. - ¡Vas a hacerme creer que eresmenos inteligente de lo que pensaba!¿Qué vas a adelantar con quedarteahí? Contesta, idiota. Porque,después de todo, no eres más que unpequeño idiota. No has comprendidonada en esta historia y, si sigues, túterminarás por hacer condenar a tupadre. Deja mi revólver tranquilo,¿me oyes? Te prohíbo que lo toques.

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Ponlo en el suelo. Ahora, sal de ahí. Parecía realmente enfadado. A lomejor lo estaba de verdad. En todocaso, Maigret tenía prisa por acabarcon aquella escena desagradable. Siempre como para el gato, bastabacon un falso movimiento, con unaidea que atravesase la cabeza delmuchacho. - Date prisa. Ella no va a tardar envolver. Y no sería muy glorioso quenos encontrase, a ti debajo de lacama y a mí esforzándome en hacertesalir. Cuento hasta tres… Uno…,dos… Si a los tres no estás en pie,

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telefonearé al detective del hotel y… Entonces, por fin, aparecieron unospies, suelas gastadas; luego, unoscalcetines de algodón, el bajo de unpantalón que Alain remangaba algatear. Para ayudarlo, Maigret volvió a laventana., desde donde oyó undeslizamiento en el suelo y luego elruido de alguien que se levanta. Noolvidaba que el muchacho estabaarmado, pero quería dejarle tiempode rehacerse. - ¿Ya está? Se volvió bruscamente. Alain

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estaba ante él, con polvo en su trajeazul, la corbata torcida y el cabelloen desorden. Muy pálido, sus labiostemblaban y su mirada parecía quereratravesar los objetos. - Devuélveme mi revólver. Maigret tendió la mano y suinterlocutor registró su bolsilloderecho y extendió la mano a su vez. - ¿No te parece que estamos mejorasí? Hubo un débil: - Sí. E inmediatamente: - ¿Qué va usted a hacer?

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- Primero, beber y comer. ¿Tú notienes hambre? - Sí. No sé. - Pues yo tengo mucha hambre yhay una excelente parrilla en laplanta baja. Se dirigió Maigret hacia la puerta. - ¿Dónde has puesto la llavemaestra? Sacó no una, sino todo un manojodel otro bolsillo. - Es mejor que las devuelvas a larecepción, porque son capaces dehacer un drama por ello. En el pasillo, se paró ante su

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propia puerta. - Mejor será que nos arreglemos unpoco. Maigret no quería crisis. Sabía queésta sólo pendía de un hilo. Por ellodistraía el espíritu de su interlocutorcon menudos detalles materiales. - ¿Tienes un peine? - No. - Puedes utilizar el mío. Estálimpio. Esto le valió casi una sonrisa. - ¿Por qué hace usted todo eso? - ¿Todo el qué? - Ya sabe usted.

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- Porque también he sidomuchacho. Y he tenido un padre.Cepíllate. Quítate la americana. Losmuelles de la cama no han sidoengrasados desde hace tiempo. Él mismo se lavó las manos y lacara con agua fresca. - Me pregunto si no voy acambiarme de camisa otra vez. ¡Hesudado tanto hoy! Lo hizo de modo que Alain le viocon el pecho desnudo y los tirantescolgando sobre los muslos. - Naturalmente, no tienes equipaje. - No creo que pueda ir a la parrilla

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según estoy. Maigret le examinó con ojo crítico. - Tu ropa no está, evidentemente,muy limpia. ¿Has dormido con lacamisa? - Sí. - No puedo prestarte una de lasmías. Te estaría demasiado ancha. Esta vez, Alain sonrió másfrancamente. - ¡Tanto peor si los maîtres noestán contentos! Nos colocaremos enun rinconcito e intentaremos que nossirvan vinillo blanco bien fresco.Quizá lo tengan.

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- No bebo. - ¿Nunca? - intenté una vez, pero me puse tanmalo que no volví a intentarlo. - ¿Tienes novia? - No. - ¿Por qué? - No sé. - ¿Eres tímido? - No sé. - ¿No has tenido nunca ganas detener novia? - Creo que sí. Pero eso no es paramí. Maigret no insistió. Había

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comprendido, y al salir de lahabitación, puso su manaza en elhombro de su compañero. - Me has hecho pasar miedo,chiquillo. - ¿Miedo de qué? - ¿Habrías disparado? - ¿Sobre quién? - Sobre ella. - Sí. - ¿Y sobre ti mismo? - Quizá. Creo que lo habría hechodespués. Se cruzaron con el criado, que sevolvió después de pasar ellos.

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¿Quizá los había visto salir del 604después que Maigret habría entradoen el 605? El ascensor los dejó en la plantabaja. Maigret tenía su llave en lamano, así como el manojo de llavesmaestras. Se dirigió hacia larecepción. Paladeaba ya una especiede triunfo respecto a su enemigoíntimo, el del chaqué demasiado biencortado. ¿Qué cara iba a poner elhombre cuando los viese a los dos yle entregase las llaves maestras? Pero, ¡ay!, no era él quien estabadetrás del mostrador, sino un joven

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alto y rabio pálido, que llevaba unchaqué y un clavel idénticos. Noconocía a Maigret. - He encontrado este manojo dellaves en el pasillo. - Muchas gracias -dijo conindiferencia. Cuando Maigret se volvió, Bryantestaba en pie en medio del vestíbulo.Con la mirada preguntaba alcomisario si podía hablarle. - ¿Permites? -preguntó a Alain. Se reunió con el policía inglés. - ¿Lo ha encontrado usted? ¿Es él? - Es él.

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- La señora acaba de volver. - ¿Ha subido a su habitación? - No. Está en el bar. - ¿Sola? - Charla con el encargado del bar.¿Qué hago? - ¿Tiene usted valor para vigilarlatodavía una hora o dos? - Es fácil. - Si ve que va a salir, prevéngameen seguida. Estoy en la parrilla. Alain no había intentado huir.Esperaba, un poco torpe, apartado dela gente. - Que aproveche, señor.

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Se reunió con el muchacho, a quienarrastró hacia la parrilla diciendo: - Tengo un hambre de lobo. Y se sorprendió añadiendo, alatravesar un rayo de sol quepenetraba por el amplio ventanal: - ¡Hace un tiempo espléndido!

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Capítulo VIII: En el quemaigret quisiera ser diospadre por algunos díasy en el que el avión no lesienta bien a todo elmundo. - ¿Te gusta la langosta? Sólo los ojos de Maigret aparecíanpor encima de la inmensa minuta queel maître le había puesto en lasmanos. Alain no sabía qué hacer conla suya, que no miraba con

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discreción. - Si, señor -contestó como en laescuela. - Entonces, vamos a tomarnos unalangosta a la americana. Antes de esome apetece un montón de entremeses.¡Maître! Una vez que hubo pasado supedido: - Cuando tenía tu edad, prefería lalangosta en conserva, y cuando medecían que aquello era una herejía,yo contestaba que tenía más sabor.No abríamos una lata de langostacada seis meses, sino en las grandes

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ocasiones, pues no éramos ricos. Maigret se echó un poco haciaatrás. - ¿Has sufrido tú por no ser rico? - No sé, señor. Me habría gustadoque mi padre no tuviera queatormentarse tanto para criarnos. - ¿De verdad que no quieres bebernada? - Agua sólo. Maigret encargó, a pesar de ello,una botella de vino para él, un vinodel Rhin, y pusieron copas de colorverdoso ante ellos, con pies altos deun color más oscuro.

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La parrilla estaba iluminada, peroaún quedaba sol en la calle. La salase llenaba rápidamente, poblada demaîtres y camareros con traje negroque circulaban silenciosamente. Loque fascinaba a Alain eran loscarritos. Había uno, cubierto deentremeses, junto a su mesa, y habíaotros, en particular carritos depostres y de pastelería. Habíatambién, y sobre todo, un enormecarrito de plata, en forma de cúpula,que se abría como una caja. - Antes de la guerra contenía uncuarto de buey asado -explicaba

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Maigret-. Yo creo que es aquí dondehe comido el mejor rosbif. En todocaso, el más impresionante. Ahorameten ahí un pavo. ¿Te gusta elpavo? - Creo que sí. - Si te queda apetito después de lalangosta, podremos tomar pavo. - No tengo hambre. Los dos debían de tener aspecto, ensu mesita, de un tío rico deprovincias que ofrece una cena degala a su sobrino al final del añoescolar. - Yo también perdí a mi madre muy

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joven, y fue mi padre quien meeducó. - ¿Le llevaba a usted a la escuela? - No hubiera podido. Tenía quetrabajar. Era en el campo. - Cuando yo era pequeño, mi padreme llevaba a la escuela y veníadespués a recogerme. Era el únicohombre que esperaba en la puerta,entre todas las mujeres. Cuandovolvíamos a casa, era él quienpreparaba la cena para todos. - Pero ha habido momentos en queteníais criados. - ¿Se lo ha dicho? ¿Le ha hablado

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usted? - Le he hablado. - ¿Está preocupado por mí? - Telefonearé luego a París paraque le tranquilicen. Alain no se daba cuenta de quecomía con apetito y llegó a beber unbuen sorbo de vino que el camarerole había escanciado por costumbre.No hizo ninguna mueca. - Aquello no duró mucho tiempo. - ¿El qué? - Los criados. Mi padre tenía tantodeseo de que cambiasen las cosas,que algunas veces confundía su deseo

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con la realidad. «De ahora enadelante -nos anunciaba- vamos avivir como todo el mundo. Mañananos mudamos.» - ¿Y os mudabais - A veces. Entrábamos en un nuevoapartamento donde aún no habíamuebles. Los traían cuando yaestábamos allí. Veíamos rostrosnuevos, mujeres que mi padre habíacontratado en la oficina decolocación y que llamábamos por sunombre de pila. Y casi enseguida, losproveedores comenzaban a desfilar;los alguaciles esperaban durante

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horas, creyendo que mi padre noestaba, mientras que él permanecíaescondido en una de las habitaciones.Al final, nos cortaban el gas y laelectricidad. No era culpa suya. Esmuy inteligente. Tiene montones deideas. ¡Mire! Maigret inclinaba la cabeza paraescucharle mejor, con el rostrotranquilo y la mirada llena desimpatía. - Hace ya años de eso… Recuerdoque, durante cierto tiempo, quizá dosaños, presentó en todas las oficinasun proyecto para agrandar y

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modernizar un puerto marroquí. Lecontestaban con promesas. Si hubieratenido éxito, habríamos ido a vivirallí y habríamos sido muy ricos.Cuando el plan llegó a lasautoridades superiores, seencogieron de hombres. Les faltópoco para tratar a mi padre de locopor haber querido crear un granpuerto en aquel sitio. Ahora lo hanhecho los americanos. - ¡Comprendo! ¡Maigret conocía tan bien a aqueltipo de hombres! Pero ¿podíamostrarlo a su hijo tal como era? ¿De

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qué serviría? Los otros, el mayor y lahija, se habían dado cuenta de laverdad hacía tiempo y se habíanmarchado sin ningún agradecimientoal hombre débil y blando que, apesar de ello, los había educado. Deésos, no podía esperar ni siquiera unpoco de piedad. Sólo quedaba Alain, que creía enél. Era curioso, porque Alain era tanparecido a su hermana que era unpoco molesto. - ¿Más champiñones? - Gracias. La vista de la calle también le

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fascinaba. Era la hora en que, comopara el almuerzo, los autos sesucedían sin descanso, y esperabansu turno para detenerse un instantebajo la marquesina, donde un porterocon librea gris ratón se precipitabahacia la portezuela. Pero, a diferencia del mediodía,los que descendían de los cochesestaban casi todos vestidos deetiqueta. Había muchas parejasjóvenes y también familias enteras.La mayoría de las señoras llevabanuna orquídea prendida en el pecho.Los hombres llevaban smoking,

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algunos chaqué y se les veía ir yvenir en el vestíbulo antes de tomarasiento en el comedor de gala, desdedonde venía música de orquesta. Era hasta el final un díamaravilloso, con bastante solponiente para dar a los rostros unmatiz irreal. - ¿Hasta qué edad fuiste a laescuela? - Hasta los quince años y medio. - ¿Liceo? - Sí. Terminé tercero y me marché. - ¿Por qué? - Quería ganar dinero para ayudar a

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mi padre. - ¿Eras buen alumno? - Bastante. Excepto enmatemáticas. - ¿Encontraste trabajo? - Entré en unas oficinas. - ¿Daba tu hermana a tu padre eldinero que ganaba? - No. Le pagaba su comida. Habíacalculado muy justo, sin contar elalquiler, la calefacción ni la luz. Yera ella la que gastaba máselectricidad, leyendo en la cama unaparte de la noche. - ¿Tú se lo dabas todo?

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- Sí. - ¿No fumas? - No. La llegada de la langosta lesinterrumpió un buen momento. Alaintambién parecía tranquilo. Sinembargo, como estaba de espaldas ala puerta, se volvía a veces enaquella dirección. - ¿Qué miras? - Si viene ella. - ¿Crees que va a venir? - He visto que hablaba usted aalguien y que echaba una ojeada albar. He supuesto que ella estaría allí.

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- ¿La conoces? - No la he hablado nunca. - Y ella, ¿te conoce? - Me reconocerá. - ¿Dónde te ha visto? - Hace dos semanas, en el bulevarRichard Wallace. - ¿Subiste a su casa? - No. Estaba enfrente, del otro ladode las verjas. - ¿Habías seguido a tu padre? - Sí. - ¿Por qué? Maigret había ido demasiado deprisa. Alain retrocedía.

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- No comprendo por qué hace ustedtodo esto. - ¿Todo qué? Con la mirada designaba laparrilla, la mesa, la langosta, aquellujo con que el hombre que,lógicamente, debiera haberle metidoen la cárcel le rodeaba. - Teníamos que comer, ¿no? No hetomado nada desde esta mañana, ¿Ytú? - Un emparedado en un milkbar. - Luego teníamos que cenar.Después, ya veremos. - ¿Qué hará usted?

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- Probablemente, tomaremos elavión para París. ¿Te gusta el avión? - No demasiado. - ¿Has ido al extranjero? - Tampoco. El año pasado teníaque haber estado dos semanas enAustria, en un campo de vacaciones.Una organización hace el intercambioentre jóvenes de los dos países. Meinscribí. Me dijeron que pidiera unpasaporte; mas cuando llegó miturno, tenía una sinusitis y estaba encama. Un silencio. El también volvía a supreocupación y justamente hacía falta

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que él volviese por sí mismo. - ¿Le ha hablado usted? - ¿A quién? - A ella. - Esta mañana, en su habitación. - ¿Y qué le ha dicho? - Nada. - Es ella la que tiene la culpa de ladesgracia de mi padre. Ya verá comono podrán nada contra ella. - ¿Tú crees? - Confiese que no se atreveríausted a detenerla. - ¿Por qué? - No lo sé. Siempre es así. Ella ha

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tomado sus precauciones. - ¿Estás al corriente de losnegocios que tenía con tu padre? - Exactamente, no. Sólo hacealgunas semanas supe quién era. - Sin embargo, tu padre la conocedesde hace tiempo. - La conoció poco después de lamuerte de mi madre. En esa época nonos lo ocultó. Yo no me acordabaporque era sólo un bebé entonces,pero Philippe me lo contó. Mi padrele había dicho que iba a volver acasarse, lo que sería más agradablepara todo el mundo, porque habría

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una mujer que se ocupase denosotros. Aquello no tuvo lugar.Ahora que la he visto, que sé la clasede mujer que es, estoy seguro de quese burlaba de él. - Es probable. - Philippe pretende que mi padrefue desgraciado por ello, que amenudo lloraba por la noche en sucama. Permaneció durante años sinverla. Quizá ya no estaba ella enParís o quizá ella se había mudadosin decírselo. Hace aproximadamentedos años, me di cuenta de que mipadre cambiaba.

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- ¿En qué sentido? - Es difícil precisarlo. Su humor yano era el mismo. Estaba más sombríoy, sobre todo, inquieto. Cuandoalguien subía la escalera sesobresaltaba y parecía tranquilizarsecuando era un proveedor, inclusopara reclamarle dinero. Mi hermanoya no estaba con nosotros. Mihermana nos había anunciado que nosdejaría el día que cumpliese veintiúnaños. La cosa no vino de repente,¿comprende? Yo sólo me dabacuenta de la diferencia de tanto entanto. Antes, incluso en los bares,

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porque a veces iba a buscarle allípara darle algún recado, sólo bebíavasos de agua de Vichy. Se puso atomar aperitivos y algunas nochesvolvía muy pesado, pretendiendo quetenía dolor de cabeza. Ya no memiraba del mismo modo, se mostrabaviolento delante de mí v me hablabacon impaciencia. - Come. - Perdón: vano tengo apetito. - ¿Un postre? - Si usted quiere… - ¿Fue entonces cuando te pusiste aseguirle?

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Titubeó en contestar. Miró aMaigret con atención, las cejasfruncidas. En aquel momento separecía tanto a su hermana, queMaigret volvió los ojos. - Es lógico que intentasesinformarte. - De todas formas, no sé nada. - De acuerdo. Sabes solamente queiba a menudo a ver a esta mujer,particularmente a últimas horas de lamañana. La seguiste un día. Túestabas abajo, detrás de la verja delbosque. Tu padre y su compañera handebido, desde el piso, acercarse a la

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ventana. Fue ella la que se fijó en ti. - Sí. Me señaló con el dedo. Sinduda porque yo miraba hacia laventana. - Tu padre le dijo quién eras. ¿Tehabló de ello después? - No. Yo esperaba que me hablase,pero no lo hizo. - ¿Y tú? - No me atreví. - ¿Has encontrado dinero? - ¿Cómo lo sabe usted? - Confiesa que, por la noche,registrabas la cartera de tu padre, nopara coger dinero, sino para saber.

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- Su cartera, no. Lo ponía debajode sus camisas, en el cajón. - ¿Mucho? - Algunas veces, cien mil francos;otras veces más. En ocasiones sólocincuenta mil francos. - ¿A menudo? - Eso dependía. Una o dos vecespor semana. - Y al día siguiente de esas noches,¿Iba al bulevar Richard Wallace? - Sí - ¿Y luego el dinero ya no estabaallí? - Ella le dejaba algunos billetes

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pequeños. Alain vio un fulgor en los ojos deMaigret, que miraba la puerta, perotuvo bastante fuerza de voluntad parano volverse. No ignoraba que eraJeanne Debul quien entraba. Tras ella, Bryant hacía un gesto deinterrogación al comisario, que, a suvez, le hizo comprender que podíacesar la vigilancia. Si era tan tarde, fue porque,después del bar, había subido acambiarse. Aunque no estaba en trajede noche, llevaba uno de muchovestir procedente de un gran modisto.

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En la muñeca tenía una ancha pulserade brillantes y más brillantes en lasorejas. No había visto al comisario ni aAlain y seguía al maître, mientras lamayoría de las mujeres la mirabanfijándose en los detalles. La instalaron, a menos de seismetros de ellos, en una mesita queestaba casi enfrente, y se sentómirando a su alrededor mientras letendían la minuta. Su mirada se cruzócon la de Maigret y, en seguida, sefijó en su compañero. Maigret tenía en los labios la

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sonrisa de un hombre que ha hechouna buena cena, con espíritutranquilo. Alain, en cambio, habíaenrojecido y no se atrevía a volversehacia ella. - ¿Me ha visto? - Sí. - ¿Qué hace? - Me desprecia. - ¿Qué quiere usted decir? - Finge que está a sus anchas,enciende un cigarrillo y se inclinapara examinar los entremeses de uncarrito que está a su alcance. Ahoradiscute con el maître y hace brillar

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sus brillantes. - No la detendrá usted -dijo conamargura y una pizca de desafío. - No la detendré hoy porque, ¿ves?,si cometiera yo la imprudencia dehacerlo, ella saldría bien del apuro. - Se librará siempre, mientras quemi padre… - No, siempre no. Aquí, enInglaterra, estoy desarmado, porquetendría que probar que ha cometidouno de los crímenes previstos por lasleyes que rigen la extradición. No sequedará eternamente en Londres. Ellanecesita volver a París… Volverá

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allí y tendré tiempo de ocuparme deella. Aunque no sea en seguida, suturno llegará. Ocurre que dejamosgente en libertad, con la impresión deque nos engañan, durante meses, eincluso años. Puedes mirarla. Notienes de qué avergonzarte. Ellafanfarronea; pero, a pesar de ello,preferiría estar en tu pellejo en lugardel suyo. Supón que te hubieradejado debajo de su cama. Habríasubido. A estas horas… - No siga. - ¿Habrías disparado? - Sí.

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- ¿Por qué? Alain gruñó entre dientes: - ¡Porque sí! - ¿Lo sientes? - No sé. No hay justicia. - ¡Pues claro que hay una justiciaque hace lo que puede!Evidentemente que, si yo fuera DiosPadre esta noche, en lugar de estar ala cabeza de la Brigada Especial ytener que dar cuenta a missuperiores, al juez, al procurador yhasta a los periodistas, arreglaría lascosas de otro modo. - ¿Cómo?

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- Primero, olvidaría que me hasbirlado mi revólver. Eso puedohacerlo todavía. Luego, me lasarreglaría para que cierto industrial,de no recuerdo dónde, olvide que noha perdido su cartera, sino que le hanobligado a darla, poniéndole un armadebajo de la nariz. - No estaba cargada. - ¿Estás seguro? - Me había cuidado de retirar loscartuchos. Necesitaba dinero paravenir a Londres. - ¿Sabías que la Debul estaba aquí? - La había seguido por la mañana.

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Primero, intenté subir a su casa. Laportera… - Ya sé. - Cuando salí del inmueble habíaun agente a la puerta y me figuré queera por mí. Di la vuelta a la manzana. Cuando regresé, el agente ya noestaba allí. Me escondí en el parque,en espera de que ella saliese de lacasa. - ¿Para disparar? - Quizá. Ella debió de telefonearpara pedir un taxi. No pudeacercarme a ella. Tuve la suerte deencontrar otro taxi que venía de

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Puteaux. La seguí hasta la estación.La vi subir en el tren de Calais. Yono tenía bastante dinero parapagarme el billete. - ¿Por qué no la mataste cuandoestaba en pie en la portezuela? Alain se sobresaltó y le miró parasaber si hablaba en serio,murmurando: - No me atreví. - Si no te atreviste a dispararcuando estabais entre la gente, esprobable que no hubieras disparadotampoco en su habitación. ¿Seguiste atu padre durante varias semanas?

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- Sí. - ¿Tienes una lista de la gente queha ido a ver? - Podría establecerla de memoria.Fue varias veces a un pequeño Bancode la calle Chauchat y también a unperiódico, donde se entrevistaba conel subdirector. Había muchasllamadas telefónicas y se volvía sincesar para asegurarse de que no leseguían. - ¿Comprendiste? - No inmediatamente. Porcasualidad, leí una novela en quehablaban de ello.

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- ¿De qué? - ¡Usted lo sabe bien! - ¿De chantaje? - Era ella. - Pues claro. Y por eso mismo haráfalta tiempo para pescarla. Ignorocuál ha sido su vida antes que seinstalase en el bulevar RichardWallace. Ha debido de ser movida yha conocido gentes de todas clases.Una mujer tiene más posibilidadesque un hombre para descubrirpequeños secretos, sobre todo lossecretos vergonzosos. Cuando ya nofue bastante joven para llevar su tren

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de vida, se le ocurrió sacar dinero asus conocimientos. - Y utilizó a mi padre. - Justamente. No era ella la que ibaa ver a las víctimas para reclamarlesdinero. Era un hombre que se veía entodas partes y que no tenía profesióndefinida. Nadie se extrañabademasiado. Se lo esperaban casi. - ¿Por qué dice usted eso? - Porque hay que mirar la verdadcara a cara. ¿Quizás estaba mi padreaún enamorado de ella? Lo creo. Esun hombre capaz de conservarfielmente una pasión como ésa.

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Jeanne Debul le aseguraba más omenos sus necesidades materiales.Vivía en el temor de ser cogido. Seavergonzaba de sí mismo. Ya no seatrevía a mirarte a la cara. Alain volvió un rostro endurecido,ojos llenos de odio, en dirección dela mujer, que tuvo una débil sonrisade desprecio. - Una tarta de fresas, maître. - ¿No come usted también? -protestó Alain. - Tomo postre raramente. Para mí,café y una copa de anís. Maigret apartó un poco su silla,

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sacó su pipa del bolsillo. Estabaocupado llenándola de tabaco,cuando el maître se inclinó sobre él ydijo algunas palabras en voz baja,iniciando un gesto de excusa. Entonces Maigret se metió la pipaen el bolsillo y paró un carrito quepasaba y que contenía cigarros. - ¿No fuma usted su pipa? - ¡Prohibido aquí! Por cierto, ¿haspagado la habitación en tu hotel? - No. - ¿Sigues teniendo la llave maestraque cogiste en el pasillo? Dámela. Se la tendió a Maigret por encima

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de la mesa. - ¿Está buena la tarta? - Sí… Tenía la boca llena. No era todavíamás que un niño, incapaz deresistirse a las golosinas, y en aquelmomento estaba concentrado en latarta. - ¿Veías a menudo a Delteil? - Le vi ir dos veces a su oficina. ' ¿Era indispensable descubrir todala verdad? Era más que probable queel diputado, cuya mujer reclamaba eldivorcio y que iba a encontrarse sinun céntimo y obligado abandonar el

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palacete de la avenida Henri Martin,traficaba con su influencia. Eramucho más grave para él que paraotro, porque había asegurado sucarrera política denunciandoescándalos y negocios sucios. ¿Se le habla ido la mano a JeanneDebul? Maigret tenía a este respectouna idea distinta. - ¿No hablaba tu padre de terminarcon este género de vida? A pesar de la tarta de fresa, Alainlevantó la cabeza con súbitadesconfianza. - ¿Qué quiere usted decir?

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- Tú ya me entiendes. - Tiempo atrás anunciabaperiódicamente que «aquello iba acambiar». Y luego hubo un tiempo enque pareció abandonarle su estrella. - Con menos fuerza, ¿no? - Sí. - ¿Y los últimos tiempos? - Habló dos o tres veces de ir avivir al Mediodía. Maigret no insistió. Aquello eracosa suya. Era inútil explicar al hijolo que él deducía de ello. A François Lagrange, que hacía losencargos de la Debul desde hacía

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dos años y que sólo recogía lasmigajas, ¿no se le habría metido en lacabeza trabajar por cuenta propia? Suponiendo que Jeanne Debul lemanda reclamar cien mil francos aDelteil, que era un pez gordo… ¿Y siel barón exige un millón o quizámás? Era un hombre que citabagrandes cifras, que había pasado suvida trabajando fortunas imaginarias. Delteil decidió no pagar… - ¿Dónde estabas tú la noche delmartes al miércoles? - Fui al cine. - ¿Te aconsejó tu padre que

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salieses? Reflexionó. Aquella idea se leocurría por primera vez. - Creo que sí… Me dijo… Meparece que habló de tina película quedaban en exclusiva en los Champs-Elysées y… - Cuando volviste, ¿estabaacostado? - Sí. Fui a besarle, como todas lasnoches; no se encontraba bien. Meprometió ir al médico. - ¿Encontraste eso natural? - No. - ¿Por qué?

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- No lo sé. Estaba inquieto. Mecostó trabajo dormirme. Había unolor extraño en la casa, olor acigarrillos americanos. Por lamañana me desperté cuando apenasera de día. Di una vuelta por todaslas habitaciones. Mi padre dormía.Me fijé en el cuarto trastero, que fuemi alcoba cuando yo era pequeño;estaba cerrado con llave y la llave noestaba en la cerradura. Abrí. - ¿Cómo? - Con el gancho. Es un truco queaprendí de mis compañeros, en laescuela. Se dobla un alambre grueso

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de cierto modo y… - Lo sé. Lo he hecho también. - Tenía siempre un gancho de ésosen mi cajón. Vi el baúl en medio dela habitación y levanté la tapa. Era mejor ir de prisa ahora. - ¿Hablaste de ello a tu padre? - No pude. - ¿Te marchaste en seguida? - Sí. Anduve por las calles. Queríair a casa de esa mujer. Había una escena cuyos detalles noconocerían nunca, a menos que elbarón renunciase un día a pasar porloco: la que había tenido lugar en el

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piso entre François Lagrange y AndréDelteil. Eso no le importaba a Alain.Era inútil estropearle la imagen quetenía de su padre. Había pocas probabilidades de queel abogado hubiese venido conintención de matar. Másverosímilmente quería, por medio deamenazas si era posible, entrar enposesión de los documentos conayuda de los cuales le hacíanchantaje. ¿No era una partida desigual?Delteil era áspero, un hombreacostumbrado a la lucha, y sólo tenía

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frente a él a un gordo cobardetemblando por su piel. Los documentos no estaban en elpiso. Aunque hubiera querido,Lagrange no se encontraba ensituación de poder devolverlos. ¿Qué había hecho? Sin duda habíallorado, suplicado, pedido perdón.Había prometido… Durante todo ese tiempo estabahipnotizado por el revólver con quele amenazaban. Era él quien, por su mismadebilidad, había terminado por ganarla partida. ¿Cómo se había

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apoderado del arma? ¿Con qué ardidhabía conseguido distraer la atencióndel diputado? El caso es que ya no temblaba. Asu vez hablaba alto y amenazaba… Sin duda, incluso no lo había hechoa propósito al apretar el gatillo. Erademasiado cobarde, estabademasiado acostumbrado, desde elLiceo, a marchar con la espaldaencorvada y a recibir puntapiés en eltrasero. - Terminé por ir a casa de usted. Alain se volvió hacia JeanneDebul, que intentaba captar algo de

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lo que hablaban. El rumor quellenaba la parrilla, los ruidos devajilla, de cuchillos, de tenedores, elmurmullo de las conversaciones, lasrisas y la música que venían delcomedor la impedían oír. - ¿Y si nos fuéramos…? La mirada de Alain protestó: - ¿La deja usted ahí? Jeanne Debul también quedósorprendida de ver a Maigret pasarante ella sin dirigirle la palabra. Leparecía demasiado fácil. Quizá habíaesperado un escándalo que la habríapermitido apuntarse un tanto.

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En el vestíbulo, donde Maigretsacó su pipa del bolsillo y hundióvictoriosamente su cigarro en laarena de un cenicero monumental,Maigret murmuró: - ¿Me esperas un momento? Se dirigió al portero: - ¿A qué hora hay avión paraParís? - Hay uno dentro de diez minutos;pero, claro, ya no puede usted,cogerlo. El próximo es a las seis ymedia de la mañana. ¿Le reservoplaza? - Dos.

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- ¿A qué nombres? Se los dio. Alain no se habíamovido y contemplaba las luces delStrand. - Un momento más. Tengo quehacer una llamada telefónica. Ya no había necesidad de hacerlodesde la recepción; podía hacerlodesde las cabinas. - ¿Es usted, Pyke? Le pido excusaspor no haber podido almorzar nicenar con usted. Tampoco podréverle mañana. Regreso estamadrugada. - ¿En el avión de las seis y media?

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Yo le llevaré al aeropuerto. - Pero… - Hasta luego. Era mejor dejarle hacer; de otromodo, no estaría contento. Cosacuriosa, Maigret ya no tenía sueño. - ¿Vamos a dar un paseíto? - Si usted quiere… - Si no, en el curso de mi viaje nohabré puesto los pies en las acerasde Londres. Era cierto. ¿Sería porque estaba enel extranjero? Le parecía que losfaroles tenían otro brillo que enParís, la noche otro color e incluso el

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aire un sabor diferente. Marchaban los dos sin prisa,mirando la entrada de los cines y lade los bares. Después de CharingCross había una plaza inmensa conuna columna en medio. - ¿Has pasado por aquí estamañana? - Creo que sí. Me parece que loreconozco. - Trafalgar Square. Le producía satisfacción, antes demarcharse, volver a encontraralgunos sitios que conocía y condujoa Alain hasta Piccadilly Circus.

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- Ya no nos queda más queacostarnos. Alain hubiera podidohuir. Maigret no habría movido undedo para impedírselo. Pero sabíaque el joven no lo haría. - A pesar de todo, me apetece unvaso de cerveza. ¿Me permites? No era tanto la cerveza lo queMaigret buscaba como la atmósferade una taberna. Alain no bebió naday esperó en silencio. - ¿Te gusta Londres? - No lo sé. - Podrás quizá volver aquí dentrode unos meses, porque apenas

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tendrás para unos meses. - ¿Veré a mi padre? - Sí. Un poco más lejos, Alain sorbió yMaigret fingió no apercibirse de ello. Al volver al hotel, el comisariometió un poco de dinero y la llavemaestra en un sobre dirigido al hotelGilmore. - Iba a llevármela a Francia. Y dijo a Alain, que no sabía quéhacer: - ¿Vienes? Tomaron el ascensor. Había luz enla habitación de Jeanne Debul, que

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esperaba quizá recibir la visita deMaigret. Esperaría lo suyo. - Entra. Hay dos camas gemelas. Y como su compañero parecíaviolento: - Puedes acostarte vestido si loprefieres. Hizo que le despertasen a las cincoy media, durmió con sueño profundo,sin soñar. En cuanto a Alain, eltimbre del teléfono no le sacó de susueño. - ¡Arriba, pequeño! ¿Tenía costumbre FrançoisLagrange de despertar a su hijo?

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Al final no era una investigacióncomo las demás. - Estoy contento, a pesar de todo. - ¿De qué? - De que no hayas disparado. Nohablemos más de eso… Pyke los esperaba en el vestíbulo,exactamente lo mismo que la víspera.Era de nuevo una mañana radiante. - Hermoso día, ¿verdad? - ¡Espléndido! El coche estaba a la puerta.Maigret se dio cuenta de que habíaolvidado hacer las presentaciones. - Alain Lagrange. Míster Pyke, un

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amigo de Scotland Yard. Pyke hizo señas de que habíacomprendido y no hizo ningunapregunta. A lo largo del caminohabló de las flores de su jardín y deun matiz asombroso de hortensiasque había conseguido después delargos años de ensayos. El avión despegó, sin nubes en elcielo, sólo una fina niebla matinal. - ¿Qué es eso? -preguntó el jovendesignando los recipientes de cartónpuestos a disposición de losviajeros. - Para el caso de que alguien se

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maree. ¿Fue por eso por lo que, algunosminutos más tarde, Alain palideció,se puso verde y, con una miradadesesperada, se inclinó sobre surecipiente? ¡Habría deseado tanto no marearse,sobre todo delante del comisarioMaigret!

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Capítulo IX: En el queMaigret descubre lacabeza de ternera entortuga y en el quedescribe Londres amadame Maigret. Aquello había ocurrido como decostumbre, excepto que no habíatranscurrido un mes desde la últimacena, sino bástame menos. Primero, la voz de Pardon en elteléfono:

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- ¿Estará usted libre mañana por lanoche? - Probablemente. - ¿Con su mujer, naturalmente? - Sí. - ¿Le gusta la cabeza de ternera entortuga? - No conozco eso. - ¿Le gusta la cabeza de ternera? - Bastante. - Entonces le gustará en tortuga. Esun plato que he descubierto conocasión de un viaje a Bélgica. Yaverá. Ahora que no sé qué vinoservir con eso…, ¿quizá cerveza?

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En el último momento Pardon,como lo explicaba casicientíficamente, se había inclinadopor un vino ligero del Beaujolais. Maigret y su mujer habían hecho elcamino a pie, evitando mirar al pasarla calle Popincourt. Jussieu, delLaboratorio Científico de Policía,estaba allí y madame Maigretpretendía que olía a solterón. - He querido invitar al profesorJourne. Me ha contestado que nocena nunca fuera de casa. Haceveinte años que no ha hecho unacomida fuera de casa.

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La puerta ventana estaba abierta yel balcón de hierro forjado dibujabasus arabescos en el aire, que setomaba azul. - Hermosa noche, ¿verdad? Maigret tuvo una sonrisita que losdemás no podían comprender.Repitió dos veces la cabeza deternera. En el momento del café,Pardon, que pasaba los puros, tendió,distraído, la caja a Maigret. - ¡No, gracias! Solamente en elSavoy. - ¿Fumabas cigarros puros en elSavoy? -se extrañó su mujer.

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- No tenía más remedio. Vinieron adecirme al oído que la pipa estabaprohibida. Pardon sólo había organizadoaquella cena para hablar del asuntoLagrange y todos ponían buencuidado en no llevar la conversacióna aquel terreno. Hablaban de todo,perezosamente, excepto de aquelloen lo que todo el mundo estabapensando. - ¿Se dio usted una vueltecita porScotland Yard? - No tuve tiempo de hacerlo. - ¿Cómo son sus relaciones con

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ellos? - Excelentes. Son las gentes conmás delicadeza que existen. Estaba convencido de ello yguardaba un cierto afecto por místerPyke, que había levantado la mano engesto de adiós en el momento en queel avión despegaba y que, en elfondo, estaba quizá conmovido. - ¿Mucho trabajo en el Quai desOrfèvres en este momento? - Nada más que rutina. Y usted…,¿muchos enfermos en el barrio? - Rutina también. Entonces se empezó a hablar de

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enfermedades. De modo que eran lasdiez cuando Pardon se decidió amurmurar: - ¿Lo ha visto usted? - Sí. Y usted, ¿lo ha visto también? - He ido dos veces. Las mujeres, por discreción,fingían no escuchar. En cuanto aJussieu, el asunto ya no pertenecía asu negociado y miraba por laventana. - ¡Le han careado con su hijo? - Sí. - ¿No ha dicho nada? Maigret negó con la cabeza.

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- ¡Siempre el mismo estribillo! Porque François Lagrange se ateníaa su primera actitud, se replegabasobre sí mismo como un animal quetiene miedo. En cuanto se acercabana él, se pegaba contra la pared, unbrazo doblado ante el rostro paraprotegerse de los golpes. «No mepeguen… No quiero que me peguen.»Llegaba a castañetear los dientes deverdad. - ¿Qué opina Joume de él? Esta vez fue Maigret quien hizo lapregunta. - Joume es un sabio, probablemente

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uno de nuestros mejores psiquiatras.Es también un hombre atormentadopor el temor de lasresponsabilidades. - Lo comprendo. - Además, siempre ha sidocontrario a la pena de muerte. Maigret no hizo ningún comentarioy dio una chupada lenta a su pipa. - Un día que le hablaba de pescame miró con aire escandalizado. Nomata ni a los peces. - ¿De modo que…? - Si François Lagrange aguantadurante un mes…

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- ¿Lo aguantará? - Tiene bastante miedo para ello. Amenos que alguien le fuerce a salirde sus defensas… Pardon miraba fijamente a Maigret.Era el motivo de la cena, la preguntaque deseaba hacer desde hacíatiempo y que sólo se atrevía aexpresar con una mirada. - Respecto a mí -murmuró elcomisario-, eso ya no me concierne.He entregado ya mi informe. El juezRateau, por su parte, seguirá laopinión de los expertos. ¿Por qué Pardon parecía darle las

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gracias? Era molesto. Maigret leguardó un poco de rencor por estaindiscreción. Era exacto que eso yano le incumbía. Evidentemente,habría podido… - Tengo otros asuntos en queocuparme -suspiró levantándose-;entre otros, una tal Jeanne Debul…Volvió ayer a París. Siguefanfarroneando. Antes de dos mesesespero tenerla en mi despacho entredos agentes… - Se diría que tienes algo personalcontra ella -comentó madameMaigret, que, sin embargo, no

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parecía escuchar. Ya no se habló más. Un cuarto dehora más tarde, en la oscuridad de lacalle, madame Maigret se cogió delbrazo de su marido. - Es gracioso -dijo éste-. EnLondres, los faroles, que, sinembargo, son casi iguales… Y, según andaban, se puso adescribirle el Strand, Cha-ringCross, Trafalgar Square. - Creía que apenas tuviste tiempode comer. - Salí algunos minutos por lanoche, después de cenar.

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- ¿Solo? - No, con él. Ella no le preguntó de quién setrataba. Cuando iban acercándose albulevar Richard Lenoir debió deacordarse de la taberna donde habíabebido un vaso de cerveza antes deacostarse. Eso le dio sed. - ¿No te importa que…? - ¡Claro que no! Vete a beber. Teespero. Porque era una tabernita en la cualella hubiera tenido la impresión demolestar. Cuando Maigret saliólimpiándose la boca, se cogió de

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nuevo a su brazo. - Una hermosa noche… - Sí… - Llena de estrellas. ¿Por qué la vista de un gato que, alacercarse ellos, se metió por untragaluz le hizo entristecerse unmomento? Junio de 1952

notes

[1] A J. J. Maigret, de sus amigosdel F. B. I. (En inglés en el original.)

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[2] Plato provenzal de judías concarne. [3] Sic en el original.