NÚMERO 166 / AÑO XIX / DICIEMBRE 2008 - PRI · 2013. 7. 5. · Número 166 Diciembre 2008 E xamen...

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Número 166 Diciembre 2008 Examen DIRECTOR GENERAL: MIGUEL LÓPEZ AZUARA NÚMERO 166 / AÑO XIX / DICIEMBRE 2008 CRISIS FINANCIERA Carlos Salazar Francisco Suárez Dávila F. Alejandro Villagómez ESCRIBEN: John Delury Joshcka Fischer Carlos Fuentes Alfred Gusenbauer María Luisa Mendoza Luis Ortiz Monasterio Cicerón Marco Antonio Abraham Lincoln Franklin Delano Roosevelt Manuel Azaña Lázaro Cárdenas Winston Churchill Charles de Gaulle Fidel Castro Ruz John F. Kennedy Martin Luther King Salvador Allende José López Portillo Luis Donaldo Colosio Sangre, sudor y lágrimas EL DISCURSO POLÍTICO Portada.indd 1 10/31/08 5:59:45 AM

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  • Núm

    ero 166D

    iciembre 2008

    Examen

    DIRECTOR GENERAL: MIGUEL LÓPEZ AZUARA

    NÚMERO 166 / AÑO XIX / DICIEMBRE 2008

    CRISIS FINANCIERA Carlos Salazar Francisco Suárez Dávila F. Alejandro Villagómez

    ESCRIBEN: John Delury Joshcka Fischer Carlos Fuentes Alfred Gusenbauer María Luisa Mendoza Luis Ortiz Monasterio

    Cicerón Marco Antonio Abraham Lincoln Franklin Delano Roosevelt Manuel Azaña Lázaro Cárdenas Winston Churchill Charles de Gaulle

    Fidel Castro Ruz John F. Kennedy Martin Luther King Salvador Allende José López Portillo Luis Donaldo Colosio

    Cicerón Marco Antonio Abraham Lincoln Franklin Delano RooseveltManuel Azaña Lázaro Cárdenas Winston Churchill Charles de Gaulle

    Fidel Castro Ruz John F. Kennedy Martin Luther King

    Sangre, sudor y lágrimasEL DISCURSO POLÍTICO

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  • HIDALGO

    Forros2a.indd 1 10/31/08 8:13:22 AM

  • Catorce discursos políticos en dos milenios

    Atribuyen a Henry Kissinger haber dicho, después de una visita a México como secre-tario de Estado, que aquí “los políticos creen que hacer po-lítica es decir discursos”... Por supuesto que generalmente no es así, pero es indudable que no se puede ejercer la política sin discurso, aunque a veces se busque sustituirlo con la construcción de una cara, o imagen, cuya utilidad suele ser limitada.

    Un buen discurso exige correcciones gramatical y lógica, pero también, y sobre todo, habilidad retórica, para que sea efectivo.

    El demagogo y el populista engañan, distorsionan y manipulan. El buen orador político es capaz de es-clarecer la realidad y proponer rutas para llegar a las metas deseadas.

    En el arranque de un proceso electoral clave para la sucesión presidencial, ofrecemos una selección de cator-ce de los mejores discursos pronunciados en poco más de dos milenios -en promedio, uno cada 150 años- para repaso, recreo y ejemplo de los futuros candidatos y los estudiosos y observadores de nuestra vida política, pero también como un regalo para la reflexión de nuestros lec-tores en un mes, diciembre, propicio para ello.

    La selección arranca con la primera de las catili-narias de Cicerón, sigue con el discurso subversivo de Marco Antonio; llega a una de sus cumbres con la breve oración de Lincoln, en Gettysburg, y se explaya en el siglo XX con la oferta de “sangre, sudor y lágrimas”, de Chur-chill; la separación de Iglesia y Estado, de Kennedy, y el “Yo tengo un sueño”, de Martin Luther King.

    Las contribuciones de nuestra región incluyen La historia me absolverá, de Fidel Castro; la Expropiación Petrolera, de Cárdenas, y el fragmento final del más cita-do de los discursos de Luis Donaldo Colosio.a

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  • 4 Nadie aguanta un discurso de 50 mil palabras

    raquel peguero

    8 Cicerón: Catilinarias I y IIcicerón

    17 Los idus de marzomarco antonio

    20 Para el puebloabraham lincoln

    21 Temer sólo al temorFranklin Delano roosevelt

    23 Quien se limita a defenderse está perdido

    manuel aZaÑa

    25 Expropiación de las compañías petrolerasláZaro cárDenas

    29 Sangre, sudor y lágrimaswinston churchill

    30 Llamado a la Resistenciacharles De gaulle

    31 La historia me absolveráFiDel castro ruZ

    35 Separación de la Iglesia y el Estadojohn F. kenneDy

    37 Yo tengo un sueño martin luther king

    40 Ser jovensalvaDor allenDe

    42 Integremos con todos los “yo” un nosotros

    josé lópeZ portillo

    45 El México que yo veoluis DonalDo colosio

    166 Diciembre de 2008

    especial

    Partido revolucionario institucional

    Beatriz Paredes rangel Presidenta del Comité Ejecutivo Nacional

    Jesús Murillo Karam Secretario General del Comité Ejecutivo Nacional

    Heriberto M. Galindo Quiñones Coordinador del Comité Nacional Editorial

    y de Divulgación

    Miguel lópez azuara Director General

    Joel Hernández santiago Director General [email protected]

    sergio a. ruiz carreraDirector de Arte

    [email protected]

    alberto salamanca Cultura

    rolando Guzmán trujillo Asistente Editorial

    delia caudillo Corrección

    María de lourdes sánchez Franco Administración y Distribución

    carlos salomo ariasAsistente

    Examen, revista mensual, diciembre de 2008.Editor Responsable: Heriberto Galindo Quiñones

    Comité Nacional Editorial y de Divulgación del CEN DEL PRIInsurgentes Norte 59, Edificio 2, Subsótano Col. Buenavista, México, D.F. C.P. 06359

    Teléfonos: 01(55) 5729.9600 ext. 2663, 2669 y 4632e-mail [email protected]

    Número de Certificado de Reserva: 04-2007-092009272900-102Número de certificado de licitud de título: 14113

    Número de certificado de licitud de contenido: 11686ISSN: En trámite

    Imprenta: Lito Laser, S.A. de C.V., 1° Privada de Aquiles Serdán No. 28, Col. Santo Domingo, C.P. 02160, Deleg. Azcapotzalco, México, D.F.

    Distribución: Francisco Hong Pardo, Barranquilla 117, Col. Lindavista Deleg. Gustavo A. Madero, México D.F. 07300. EGESA, Bertha 45,

    Col. Villa de Cortés, Deleg. Benito Juárez México, D.F. 03500El tiraje de este número de Examen es de 10,000 ejemplares

    Diciembre de 2008. México

    Derechos de reproducción reservados. Prohibida la reproducción parcial o total sin la previa autorización, por escrito, de la Dirección General

    los artículos firmados son de la exclusiva responsabilidad de los autores y no representan

    necesariamente la opinión del Pri.

    Autorización como correspondencia de Segunda Clase, publicación periódica, registro No. 010-0190, características 228731209,

    del Servicio Postal Mexicano

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  • cONTeNiDO

    58 Afganistán: centro del ajedrezluis ortiZ monasterio

    62 La fi ebre petrolera de Brasiljames onnig tamDjian

    64 La leche del niño alFreD gusenbauer

    66 China busca su oportunidad john Delury

    68 Se busca un Jean Monnet árabejoschka Fischer

    70 Irak: cinco años más Feisal amin al-istrabaDi

    72 La opción de Norcorea han seung-soo

    48 La crisis llegó a México Francisco suáreZ Dávila

    52 Red de mínima protección F. alejanDro villagómeZ

    55 Saldos de vida o deuda carlos salaZar

    iNTeRNaciONal

    ecONOMÍa

    74 Las enseñanzas de Don Quijotecarlos Fuentes

    78 Festival Internacional Cervantino Una desigual “fi esta del espíritu”

    yanet aguilar sosa

    cUlTURa

    80 – Así lo viví – Las Finanzas Públicas en el Estado de Morelos

    liBROs

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    iciembre 2008

    Examen

    DiRecTOR GeNeRal: MiGUel lÓpeZ aZUaRa

    NÚMeRO 166 / aÑO XiX / DicieMBRe 2008

    CRISIS FINANCIERA Carlos Salazar Francisco Suárez Dávila F. Alejandro Villagómez

    ESCRIBEN: John Delury Joshcka Fischer Carlos Fuentes Alfred Gusenbauer María Luisa Mendoza Luis Ortiz Monasterio

    Cicerón Marco Antonio Abraham Lincoln Franklin Delano Roosevelt Manuel Azaña Lázaro Cárdenas Winston Churchill Charles de Gaulle

    Fidel Castro Ruz John F. Kennedy Martin Luther King Salvador Allende José López Portillo Luis Donaldo Colosio

    Cicerón Cicerón Marco Antonio Marco Antonio Abraham LincolnAbraham Lincoln Franklin Delano RooseveltFranklin Delano RooseveltManuel Azaña Lázaro Cárdenas Winston Churchill Charles de Gaulle

    Fidel Castro Ruz John F. Kennedy Martin Luther King

    Sangre, sudor y lágrimasEL DISCURSO POLÍTICO

    76 80 de Carlos Fuentes, 50 de La Región

    marÍa luisa menDoZa

    PORTADA: sergio a. ruiZ carrera

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    un disCursonadie aguanta

    de 50 mil palabras

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    De su sermón de 1966, a los Colorados y Verdes, en plena Guerra Fría, sólo hay otra parte rescatable cuando dice: “Para mí todas las ideas son respetables, aun-que sean ‘ideítas’ o ‘ideotas’, aunque no esté de acuerdo con ellas. Lo que piense ese señor, o ese otro señor o ese de allá de bigotico que no piensa nada porque ya se nos durmió, eso no impide que todos no-sotros seamos muy buenos amigos.”

    La parodia es obvia, aunque el discurso sea simi-lar a algunos existentes y se deban soplar diez minu-tos de alocución para entresacar algo de la gracia que lo hizo famoso. Sin embargo, ya en su tenor, no obsta para que conste que cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.

    El origen del discurso político data de más dos mil años y se encuentra en la retórica, vinculado sobre todo a temas judiciales, aunque no pudo ser separado del tema político, pues se instauró en Siracusa, en el si-glo V antes de Cristo, cuando una revuelta de tipo de-mocrático derrocó a los tiranos Geleón e Hirión, que habían requisado tierras para dárselas a sus adeptos. “Cuando se instauró la libertad, se instauró la palabra pública y libre, es decir, la retórica”, documenta Aran-zazu Capdevilla Gómez en su tesis doctoral El análisis del nuevo discurso político, en el cual sostiene que Aris-tóteles fue quien sistematizó y construyó la tipología que se tomó como modelo en épocas posteriores.

    Son siglos de metamorfosis en los que el ideario popular, sobre todo, lo identifi ca con quien lo dice aún más en la actualidad, quizá porque como escribió Alfonso Reyes, “la oratoria enfática es inmoral; busca la victoria. La lectura monótona es respetuosa de la libertad del auditorio; quiere la inteligencia. Mientras aturden o enferman los enfáticos, los monótonos pare-cen que predican el remedio general contra las pasiones de que nos hablaba Descartes.”

    Y esa sigue siendo la percepción de la gente común a la que el discurso político le es ya totalmente ajeno. No lo escuchan porque dicen puros “disparates, siempre es lo mismo, son como los paparazzis que sólo quieren sa-ber de la vida íntima pero nunca buscan lo sustancial. Se la pasan tirándose pedradas, habladas y diciendo menti-ras. Siempre dicen que estamos bien y que esto y lo otro, para después anunciar que van a pedir préstamos para que salgamos del hoyo. ¿Y qué hacen entonces con lo que decomisan del narco, por ejemplo? ¿Para qué nos quieren endeudar más?”, dice doña Raquel Madrigal, de 83 años, quien asegura que no le llama la atención escucharlos porque “ya ni les creo, aunque eso les ha de importar mucho”, ríe. Felipe Huerta, plomero de 42 años, “ni los veo ni los oigo porque todos son iguales, puro atole con el dedo, puros engaños sea el partido que sea. No dan más que discursos, prometen lo que nun-ca cumplen”. En cambio Paula Baylón, estudiante de 21 años, sigue sobre todo el informe presidencial y a veces algún otro, “cuando surgen sucesos de relevancia y hay polémica en torno a ellos”, pero en general considera que todos “están poco enfocados en lo que deberían y no cubren los puntos importantes para la sociedad”.

    De acuerdo con la tercera Encuesta Nacional so-bre Cultura, Política y Prácticas Ciudadanas (ENCUP), levantada por la Secretaría de Gobernación en 2005, a nueve de cada 10 mexicanos “poco” o “nada” les inte-resa la política. De hecho si se ven inmersos en una conversación sobre el tema, 41% sólo escucha pero no participa, 27% sí interviene y 21% deja de poner aten-ción cuando se empieza a hablar de ella. Esto, porque 65% la encuentra muy complicada y sólo uno de cada cinco opinó que no lo es tanto.

    El esfuerzo de los políticos por realizar un dis-curso contundente se ve así mermado por el desinte-rés. La gente se entera de lo que pasa en ese tema so-bre todo por la televisión (62%), la radio (17%) y sólo

    “Cuando se instauró la libertad, se instauró la palabra pública y libre, es decir, la retórica”, documenta Aran-zazu Capdevilla Gómez en su tesis doctoral del nuevo discurso político,tóteles fue quien sistematizó y construyó la tipología que se tomó como modelo en épocas posteriores.

    popular, sobre todo, lo identifi ca con quien lo dice aún más en la actualidad, quizá porque como escribió Alfonso Reyes, “la oratoria enfática es inmoral; busca la victoria. La lectura monótona es respetuosa de la

    un disCurso

    “¡viva tierra y libertad! Y por primera vez el sol no se avergonzará de enviar sus rayos gloriosos a esta mustia tierra, dignifi cada por la rebelión, y una humanidad nueva, más justa, más sabia, convertirá a todas las patrias en una sola patria, grande, hermosa, buena: la patria de los seres humanos; la patria del hombre y de la mujer, con una sola bandera: la de la fraternidad universal.”

    raQuel peguero

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    uno de cada de diez por los periódicos, de acuerdo con la ENCUP. Lo que ha sucedido, explicaba en 2004 Javier Esteinou, investigador de la UAM-Xochimilco, es que “emergió en nuestra sociedad el fenómeno de la telepolítica ( ) se construyó la “plaza pública elec-trónica’ donde emergieron el show político, la esce-nificación, la actuación histriónica, la presentación light, el sensacionalismo de los candidatos políticos (…) como recursos de atracción y convencimiento colectivo que crearon nuevas condiciones que deter-minan el éxito electoral”.

    Tomemos el caso de una casa, una nave o algo parecido, que debe basar su fuerza en su estructura; así es también en el caso de asuntos de Estado, en los que los principios y los cimientos deben ser la verdad y la justicia:

    Demóstenes (Segunda Olíntica, 10).

    Desde ese nacimiento libertador que tuvo el dis-curso político, no es extraño que a lo largo de los siglos haya sufrido tantas transformaciones como usos dis-tintos, pues por su misma característica de persuasión ha servido lo mismo para derrocar dictaduras que ins-taurarlas; luchar por los derechos civiles y humanos que erigir el fascismo; alentar la no violencia que exa-cerbarla hasta el holocausto.

    Y ahí están Hitler y Mussolini, para demostrar cómo la oratoria enfática enloquece, o Gandhi y Mar-tin Luther King, para ostentar lo contrario con su cal-mo hablar, aunque ya sean pocos quienes recuerden sus palabras, por más que en YouTube se encuentren colgadas y tengan miles de visitas.

    Los discursos de todos los tiempos se reducen sobre todo a frases que se transmiten casi de mane-ra oral. La no-violencia propugnada por Mahatma Gandhi en su discurso al Congreso Nacional Indio en 1942, se queda en “No queremos permanecer como ranas en una charca”, olvidando que alentaba una Fe-deración mundial. “Ésta solamente vendrá a través de la no-violencia. El desarme es posible sólo si ustedes utilizan la incomparable arma de la no-violencia.”

    En el caso de Luther King, su fórmula se reduce a “yo tengo un sueño”, pero también hablaba de que “la violencia hace simplemente crecer el odio. Devolver el odio por el odio multiplicado al odio, añadiendo una oscuridad todavía más profunda que una noche sin es-trellas. La oscuridad no puede esconder la oscuridad: sólo la luz puede hacer esto”, decía.

    Durante la Segunda Guerra Mundial, el Presi-dente Roosevelt marcó su sino al decir “una fecha que pervivirá en la infamia”, cuando hizo la declara-toria de guerra tras el ataque de Pearl Harbor. El res-to de su discurso, que incluía palabras fuertes como “las hostilidades existen. No hay parpadeo al hecho que nuestro pueblo, nuestro territorio y nuestros

    intereses están en grave peligro”, quedó atrás. John F. Kennedy es otro Presidente estadounidense que dejó huella con sus palabras. En 1961, durante su discurso inaugural legó el conocido: “No preguntes lo que tu país puede hacer por ti; pregunta lo que tú puedes hacer por tu país”, que todavía se repite insistentemente.

    Winston Churchill fue una fuente de inspira-ción para el pueblo británico. Su discurso de toma de posesión como primer ministro incluyó la céle-bre frase “No tengo nada que ofrecerles que no sea sangre, sudor, lágrimas y esfuerzo”. A éste le siguie-ron otros de los que sólo han quedado enunciados como: “No me quites el referéndum, que me matas la democracia.”

    La fuerza y el carácter para ejercer soberanía o deponer mandatarios se han visto también en México. Y ahí está la globalizada frase de Benito Juárez “Entre los individuos, como entre las naciones, el respeto al derecho ajeno es la paz”, que dijo enmarcada en su célebre discurso al triunfo de la República; o la ente-reza y valentía de Belisario Domínguez, que en 1913 dijo ante la Cámara: “ La representación nacional debe deponer de la Presidencia de la República a don Victoriano Huerta, por ser él contra quien protestan, con mucha razón, todos nuestros hermanos alzados en armas y por consiguiente, por ser él quien menos puede llevar a efecto la pacificación, supremo anhelo de todos los mexicanos (…) el mundo está pendiente de vosotros, señores miembros del Congreso Nacio-nal Mexicano y la Patria espera que la honréis ante el mundo, evitándole la vergüenza de tener por Primer Mandatario a un traidor y asesino.”

    Pero tampoco han faltado los inflamados discur-sos, como el de Ricardo Flores Magón, quien en 1915 auguró que cuando la revolución extienda “sus flamas bienhechoras por toda la Tierra” propiciará “un solo grito [que] subirá al espacio escapado del pecho de millones y millones de seres humanos: ¡Viva Tierra y Libertad! Y por primera vez el sol no se avergonzará de enviar sus rayos gloriosos a esta mustia Tierra, dig-nificada por la rebelión, y una humanidad nueva, más justa, más sabia, convertirá a todas las patrias en una sola patria, grande, hermosa, buena: la patria de los seres humanos; la patria del hombre y de la mujer, con una sola bandera: la de la fraternidad universal.”

    Como los políticos nunca creen lo que dicen, se sorpren-den cuando alguien sí lo cree:

    Charles de Gaulle

    Si antes de que se construyera la “plaza pública electrónica” las grandes alocuciones quedaban en fra-ses, la irrupción de los medios electrónicos y el segui-miento de éstos a través de la mínima edición de los

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    noticiarios han propiciado que el discurso político se convierta en una especie de juego chusco, merced tam-bién a que se han sumado frases inauditas y desatina-das de algunos personajes públicos.

    La típica algarabía mexicana las ha retomado, y se han creado personajes que los ridiculizan, como Los pe-luches, de Televisión Azteca, o el programa El privilegio de mandar, de Televisa, donde la audiencia se divertía con frases que eran muchas veces textuales, y actual-mente en la radio El weso subió a la fama también por ello. Pero no es un fenómeno de exclusividad nacional, pues esas parodias se realizan en casi todo el mundo.

    Del ideario latinoamericano se reportan frases como la del Presidente colombiano Álvaro Uribe Vélez, cuando dijo: “Les pido a los congresistas que nos han apoyado, que mientras no estén en la cárcel, voten los proyectos del Gobierno”, en el momento en que varios de ellos, de la coalición del Gobierno, estaban siendo detenidos por el escándalo de la parapolítica. O mu-

    chos de los errores del argentino Carlos Menem: “Acá no se trata de sacarle a los ricos para darle a los pobres, como hacía Robinson Crusoe”, sacando al personaje de su isla y metiéndolo en el bosque de Robin Hood.

    “Siempre hay que pensar que todo lo que dice un político es para construir cierta imagen de sí mismo. Todos los políticos inventan cosas, trabajan con más-caras. No es exclusivo de los mexicanos. Todo el tiempo se equivocan de contexto”, dijo la analista del Colegio de México, Daniele Zaslawsky, a Alejandro Suverza, de El Universal (febrero 19, 2006).

    El novelista David Toscana ha comentado, no sin ironía, que “los escritores pasan horas trabajando una frase para que pueda ser recordada y llega un político y la suelta así como si nada en medio de un abigarrado discurso y se queda preñada en el imaginario popular”, justo, quizá, porque proviene de una figura de autoridad inalcanzable, que los humaniza como a cualquiera.

    Así, las frases presidenciales son las favoritas y se han convertido en moneda de uso corriente que se uti-liza a la menor provocación, como la de Álvaro Obre-gón: “Nadie aguanta un cañonazo de 50 mil pesos.” O qué decir de la de Plutarco Elías Calles: “Si no me voy, me van”, cuando Lázaro Cárdenas lo envío al exilio; y por supuesto la de Luis Echeverría: “Ni nos beneficia ni nos perjudica... sino todo lo contrario”, sin olvidar una de las más socorridas, autoría de José López Portillo en su último informe presidencial cuando nacionalizó la banca, “defenderé el peso como perro.”

    El “ni los veo ni los oigo” de Carlos Salinas de Gortari, refiriéndose a la oposición, es tan cotidiana como la que acuñó sobre “política ficción”. En el in-ventario de los cazadores de frases no se ha salvado nadie y en Internet hay páginas dedicas a ello. El “¡cá-llate chachalaca!”, de López Obrador o su “Denme por muerto”, compiten entre las más alucinadas con la del líder de la CTM, Leonardo Rodríguez Alcaine, cuando dijo: “el chiste no es orinar sino hacer espuma.”

    El caso de Vicente Fox es uno de los más prolífi-cos. Comenzó desde antes de ser electo, con la tradi-cional de los 15 minutos que necesitaba para resolver el conflicto de Chiapas o esa coloquial de campaña: “Superaremos estos obstáculos y dejaremos atrás a ala-cranes, alimañas, sanguijuelas, tepocatas, víboras prie-tas y demás arácnidos que se atraviesen en el camino.”

    Del ex presidente panista, incluso, se publicó un libro con sus ocurrencias inmersas en sus discursos como: “El cura Hidalgo fue un promotor de la micro y pequeña industria.” “Sí hice muchas travesuras de chi-quito y las ando haciendo también de Presidente.” Su “comes y te vas”, que le dijo a su homólogo Fidel Cas-tro, para que no se topara con Bush en la cumbre, o su colofón: “Ya hoy hablo libre, ya puedo decir cualquier tontería, ya no importa... Total, yo ya me voy.”a

    Periodista

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    ¿QuousQue tandem abutere, Catilina, patientia rostra? ¡o tempora! ¡o mores! ¿Hasta cuándo, Catilina, has de abusar de nues-tra paciencia? ¿Cuándo nos veremos libres de tus sediciosos intentos? ¿A qué extremos se arrojará tu desenfrenada audacia? ¿No te

    arredran ni la nocturna guardia del Pala tino, ni la diurna vigilancia de la ciudad, ni las alarmas del pueblo, ni el acuerdo de los hombres honrados, ni este fortísimo lugar donde el Senado se reúne, ni las fra-ses amables y semblantes de todos los senadores? ¿No comprendes que tus designios están descubiertos? ¿No ves tu conjuración fracasada por conocerla ya todos? ¿Imaginas que alguno de nosotros ignora lo y que has hecho anoche y anteanoche, dónde estuviste, a quié-nes convocaste y qué resolviste? ¡Oh, qué tiempos, qué costumbres! ¡El Senado sabe esto, lo ve el cónsul y, sin embargo, Catilina vive! ¡Qué digo vive! Hasta viene al Senado y toma parte en sus acuerdos, mientras con la mirada anota los que de nosotros designa a la muer-te. ¡Y nosotros, varones fuertes, creemos satisfacer a la República previniendo las consecuencias de su furor y de su espada! Ha Catilina, que por orden del cón-sul debiste ser llevado al suplicio para sufrir la misma suerte que contra todos nosotros, también desde hace tiempo, maquinas.

    Hubo, sí, hubo en otros tiempos en esta Repúbli-ca la virtud de que los varones esforzados impusieran mayor castigo a los ciudadanos perniciosos que a los

    más acerbos enemigos. Tenemos contra ti, Catilina, un severísimo decreto del Senado; no falta a la República ni el consejo ni la autoridad de este alto cuerpo; noso-tros, francamente lo digo, nosotros los cónsules somos quienes faltamos a la República.

    En pasados tiempos, decretó un día el Senado que el cónsul Opimio cuidara de la salvación de la Repúbli-ca, y antes de anochecer había sido muerto Cayo Graco por sospechas de intento sedicioso, sin que le valiese la fama de su padre, abuelo y antecesores, y había muerto también el consular M. Fulvio con sus hijos. Idéntico decreto confió a los cónsules C. Mario y L. Valerio, la salud de la República. ¿Transcurrió un solo día sin que la vindicta pública se cumpliese con la muerte de Sa-turnino, tribuno de la plebe y la del pretor C. Sevilio? ¡Y nosotros, senadores, dejamos enmohecer en nues-tras manos desde hace veinte días la espada de nuestra autoridad! Tenemos también un decreto del Senado, pero archivado, como espada metida en la vaina. Si yo cumpliera ese decreto, morirías al instante, Catilina. Vives, y no vives para renunciar a tus audaces intentos, sino para insistir en ellos. Deseo, padres conscriptos, ser clemente; deseo también, en extremo tan terrible a la República, no parecer débil; pero ya condeno mi in-acción, mi falta de energía. Hay acampado en Italia, en los desfiladeros de Etruria, un ejército dispuesto contra la República: crece por día el número de los enemigos; el general de ese ejército, el jefe de esos enemigos está dentro de la ciudad y hasta le vemos dentro del Senado maquinando sin cesar algún daño interno a la Repú-blica. Si ahora ordenara que te prendieran y mataran, Catilina, creo que nadie me tachase de cruel, y temo que los buenos ciudadanos me juzguen tardío. Pero lo que ha tiempo debí hacer, por importantes motivos no lo realizo todavía. Morirás, Catilina, cuando no se pueda encontrar ninguno tan malo, tan perverso, tan semejante a ti, que no confiese la justicia de tu castigo. Mientras quede alguien que se atreva a defenderte, vi-virás; pero vivirás como ahora vives, rodeado de mu-chos y seguros vigilantes para que no puedas moverte contra la República, y sin que lo adviertas habrá, como hasta ahora, muchos ojos que miren cuanto hagas y muchos oídos que escuchen cuanto digas.

    ¿A qué esperar más, Catilina, si las tinieblas de la noche no ocultan las nefandas juntas, ni las paredes de una casa particular contienen los clamores de la conju-

    CiCerón(3 de enero del 106 a.C. – 7 de diciembre del 43 a.C.)

    Catilinarias i y iiMarco Tulio Cicerón, escritor y estadista romano, es sobre todo, uno de los grandes oradores de la historia, tanto por su elegancia y sencillez, como por la articulación de sus argumentos, su carga emotiva y su amenidad. Los cuatro discursos para denunciar al conspirador Lucio Sergio Catilina, llamadas por ello catilinarias, son ejemplos nota-bles de la eficacia de su discurso. En la primera catilinaria, publicada ahora, logra la expulsión de Catilina (año 63 a.C.), en la segunda pide castigo para los partidarios del ambicioso conjurado, que son arrestados (tercera catilinaria). Finalmente, con la cuarta catilinaria consigue la ejecución de todos los conspiradores.

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    ración? Si todo se sabe, si se publica todo. Cambia de propósito, créeme; no pienses en muertes ni en incen-dios. Cogido como estás por todos lados, tus designios son para nosotros claros como la luz del día y te lo voy a demostrar. ¿Recuerdas que el 21 de octubre dije en el Senado que en un día fijo, seis antes de las calendas de noviembre, se alzaría en armas C. Malio, secuaz y mi-nistro de tu audacia? ¿Me equivoqué, Catilina, no sólo en un hecho tan atroz, tan increíble, sino en lo que es más de admirar, en el día? Dije también en el Senado que habías fijado el quinto día antes de dichas calendas para matar a los más ilustres ciudadanos, muchos de los cuales se ausentaron de Roma, no tanto por salvar la vida como por impedir la realización de tus intentos. ¿Negarás, acaso, que aquel mismo día, cercado por las guardias que mi diligencia te había puesto, ningún mo-vimiento pudiste hacer contra la República y decías que, aun cuando los demás se habían ido, con matarme a mí que había quedado, te dabas por satisfecho? ¿Qué más? Cuando confiabas apoderarte de Preneste, sorprendién-dola con un ataque nocturno, el mismo día de las calen-das de noviembre, ¿no advertiste las precauciones por mí tomadas para asegurar aquella colonia con guardias y centinelas? Nada haces, nada intentas, nada piensas que yo no oiga o vea o sepa con certeza.

    Siendo esto así, acaba, Catilina, lo que empezaste, sal por fin de la ciudad; abiertas tienes las puertas; parte. Ya hace días que tu ejército, a las órdenes de Malio, te desea como general. Llévate contigo a todos los tuyos; por lo menos al mayor número. Limpia de ellos la ciu-dad. Me librarás de gran miedo, cuando entre tú y yo estén las murallas. Ya no puedes permanecer por más tiempo entre nosotros; no lo toleraré, no lo permitiré, no lo sufriré. Mucho tenemos ya que agradecer a los dioses inmortales y a este Júpiter Stator, antiquísimo protector de Roma, por habernos librado tantas veces de tan per-niciosa, cruel y terrible calamidad. No se consentirá más que por un solo hombre peligre la República. Porque si

    ordenara matarte, quedarían en la República las bandas de los demás conjurados, pero si te alejas (como no ceso de aconsejarte), saldrá contigo de la ciudad la perniciosa turbamulta que es la hez de la República. ¡Y qué, Catili-na! ¿Vacilas acaso en hacer, porque yo lo mande, lo que espontáneamente ibas a ejecutar? El cónsul ordena al enemigo salir de la ciudad. Preguntas, ¿para ir al destie-rro? No lo mando; pero si me consultas, te lo aconsejo.

    Porque, Catilina, ¿qué atractivos puede tener ya para ti Roma, donde fuera de la turba de perdidos, con-jurados contigo, no queda nadie que no te tema, nadie que no te aborrezca? ¿Hay alguna clase de torpeza que no manche tu vida doméstica? ¿Hay algún género de infamia que no mancille tus negocios privados? ¿Qué impureza no contemplaron tus ojos, qué maldad no eje-cutaron tus manos? ¿Qué deshonor no envolvió todo tu cuerpo? ¿A qué jovenzuelo de los seducidos por tus halagos no facilitaste para la crueldad la espada, para la lujuria la antorcha? ¿Qué más? Cuando ha poco la muerte de tu primera esposa te permitió contraer nue-vas nupcias, ¿no acumulaste a esta maldad, otra verda-deramente increíble? Maldad que callo y de buen grado consiento quede ignorada, para que no se vea que en esta ciudad se cometió tan feroz crimen o que no fue castigado. Tampoco hablaré de la ruina de tu fortuna, de que estás amenazado para los próximos idus. Prescindo de la ignominia privada de tus vicios, de tus dificulta-des y vergüenzas domésticas, para concretarme a lo que atañe a la República entera, a la vida y conservación de todos nosotros. Y omito hablar de otros crímenes, o por sabidos, o por cometidos poco después. ¿Cuántas ve-ces intentaste matarme siendo cónsul electo y siéndolo en ejercicio? ¿Cuántos golpes, al parecer imposibles de evitar, has dirigido contra mí y yo esquivé ladeándome, o como suele decirse, hurtando el cuerpo? Nada haces, nada pretendes, nada ideas que yo no lo sepa a tiempo y, sin embargo, no desistes de tus propósitos y maquina-ciones. ¿Cuántas veces se te ha quitado ese puñal de las

    especial

    En el año 66 a.C. Catilina se presenta a las elecciones para el con-sulado de Roma, pero es borrado de las listas de candidatos al ser acusado de malversación durante el periodo en que estuvo encar-gado de la administración de África. Catilina se presenta a sí mismo como el campeón de los pobres y los oprimidos contra los cónsules y el Senado. En el 65 se defiende de la acusación de concusión y es absuelto. En

    unas nuevas elecciones (64 a.C.), se une a Antonio para crear agita-ción social contra Cicerón. Asustados, senadores y caballeros se unen para elegir a Cicerón cónsul. En el 1º de Enero del 63 a.C. Cicerón toma posesión de su cargo,

    combatiendo a los demócratas. En Octubre Catilina se presenta nuevamente a las elecciones, y su aliado Gayo Manlio, que había sido centurión con Sulla, recluta en Etruria un ejército de des-contentos. También Craso es amenazado. Cicerón convoca al Senado en medio

    de una situación de pánico general y se emite un decreto confiriendo a los cónsules poderes dictatoriales. Catilina, furioso, decide incen-diar secretamente Roma mientras el ejército de Manlio está llegando

    a las puertas de la ciudad. Los conjurados se reúnen por la noche en casa de Porcius Laeca para acabar definitivamente con Cicerón, pero éste es advertido y logra salir indemne. Cicerón convoca entonces al Senado para convencerles de la nece-

    sidad de detener a Catilina (Primera Catilinaria). Estamos en el mes de Noviembre. En este discurso Cicerón alcanza su fin sólo en parte: Catilina abandona la ciudad, pero sin sus secuaces. Mientras éste llega al campamento de Manlio, Cicerón pronuncia su

    Segunda Catilinaria, en la que se dirige contra los partidarios de Cati-lina y pide que sean castigados. Este discurso es pronunciado ante el pueblo. Comienza la guerra en Roma. El 3 de Diciembre Cicerón arresta a los conjurados y se dirige al

    Senado. Por la tarde cuenta al pueblo lo que ha sucedido durante la sesión (Tercera Catilinaria). El 5 de Diciembre presiona al Senado para que los conjurados sean

    ejecutados (Cuarta Catilinaria), como finalmente se hace, y Cicerón es llamado “Padre de la Patria”. El 5 de Enero del 62 a.C. Catilina es derrotado y muerto con sus par-

    tidarios en Pistoya.

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    manos? ¿Cuántas por acaso, cayó de ellas? Y, sin embar-go, apenas puedes separarlo de ti, ignorando yo la espe-cie de consagración o devoción que te obliga a estimar indispensable clavarlo en el cuerpo de un cónsul.

    Y tú, que por la conciencia de tus maldades sabes el justo odio que a todos inspiras, muy merecido des-de hace tiempo, ¿vacilas en huir de la vista y presencia de aquellos cuyas ideas v sentimientos ofendes? Si tus padres te temieran y odiaran y no pudieras aplacarles de modo alguno, creo que te alejarías de su vista. Pues la patria, madre común de todos nosotros, te odia y te teme, y ha tiempo sabe que sólo piensas en su ruina. ¿No respetarás su autoridad, ni seguirás su dictamen, ni te amedrentará su fuerza? A ti se dirige, Catilina, y, cla-mando, te dice: «Ninguna maldad se ha cometido desde hace años de que tú no seas autor; ningún escándalo sin ti; libre e impunemente, tú solo mataste a muchos ciu-dadanos y vejaste y saqueaste a los aliados; tú no sólo has despreciado las leyes y los tribunales, sino los ho-llaste y violaste. Lo pasado, aunque insufrible, lo toleré como pude; pero el estar ahora amedrentado por ti solo y a cualquier ruido temer a Catilina; ver que nada pue-da intentarse contra mí que no dependa de tu aborre-cida maldad, no es tolerable. Vete, pues, y líbrame de este temor; si es fundado, para que no acabe con-migo; si inmotivado, para que al-guna vez deje de temer».

    Si, como he dicho, la patria te habla en estos términos, ¿no debe-rás atender su ruego, aunque no pueda emplear contra ti la fuerza? ¿Qué significa el haberte entrega-do tú mismo para estar bajo cus-todia? ¿Qué indica el que tú mis-mo dijeras que, para evitar malas sospechas, querías habitar en casa de M. Lépido, y que por no ser recibido en ella, me pidieses te admitiera en la mía? ‘Te respondí que no podía vivir contigo dentro de los mismos muros, puesto que, no sin gran peligro mío, vivíamos en la misma ciudad, y entonces fuiste al pretor Q. Metelo; y rechazado también por éste, te fuiste a vivir con tu amigo el dignísimo M. Marcelo, que te pareció sin duda el más diligente para guardarte, el más sagaz para descubrir tus proyectos y el más enérgico para reprimirlos. Pero, ¿crees que debe estar muy lejos de la cárcel quien se ha juzgado a sí mismo digno de ser custodiado? Siendo esto así, Catilina, y no pudien-do morir aquí tranquilamente; ¿dudas en marcharte a lejanas tierras para acabar en la soledad una vida tantas veces librada de justos y merecidos castigos?

    Propón al Senado, dices, mi destierro, y aseguras que, si a los senadores parece bien decretarlo, obede-cerás. No haré yo una propuesta contraria a mis cos-tumbres; pero sí lo necesario para que comprendas lo

    que los senadores opinan de ti. Sal de la ciudad, Cati-lina; libra a la República del miedo; vete al destierro, si lo que esperas es oír pronunciar esta palabra. ¿Qué es esto, Catilina? Repara, advierte el silencio de los senadores. Consienten en lo que digo y callan. ¿A qué esperas la autoridad de sus palabras, si con el silencio te dicen su voluntad?

    Si lo que te he dicho, lo dijera a este excelente jo-ven, P. Sextio, a este esforzado varón, M. Marcelo, a pesar de mi dignidad de cónsul, a pesar de la santidad de este templo, con perfecto derecho me hiciera sentir el Senado su enérgica protesta. Pero lo oye decir de ti y, permaneciendo tranquilo, lo aprueba; sufriéndolo, lo decreta; callando, lo proclama. Y no solamente te condenan éstos, cuya autoridad debe serte por cierto muy respetable cuando tan en poco tienes sus vidas, sino también aquellos ilustres y honradísimos caballe-ros romanos, y los esforzados ciudadanos que rodean el Senado, cuyo número pudiste ver hace poco y com-prender sus deseos y oír sus voces; cuyos brazos arma-dos contra ti estoy conteniendo, y a quienes induciré fácilmente para que te acompañen hasta las puertas de esta ciudad que proyectas asolar.

    Pero, ¿qué estoy diciendo? ¿Haber algo que te contenga? ¿Ser tú capaz de enmienda? ¿Esperar que voluntariamente te destierres? ¡Ojalá te inspirasen los dioses in-mortales tal idea! Pero en vano se esperará que te avergüences de tus vicios, que temas el castigo de las leyes, que cedas a las necesidades de la República; porque a ti, Cati-lina, no te retrae de la vida licen-ciosa la vergüenza; ni del peligro, el miedo; ni del furor, la razón. Pero

    si quieres procurarme alabanzas y gloria, sal de aquí con el molestísimo grupo de tus malvados cómplices; únete con Malio; reúne a los perdidos, apártate de los buenos; haz guerra a tu patria; proclama el impío latro-cinio para que se vea que no te he echado entre gente extraña, sino invitado a que te unas a los tuyos.

    Mas ¿por qué he de invitarte, cuando sé que has enviado ya gente armada al foro Aurelio para que te aguarde; cuando sé que está ya convenido con Malio y señalado el día; cuando sé que ya has enviado el águila de plata que confío será fatal a ti y a los tuyos, y a la cual hi-ciste sagrario en tu casa para tus maldades? ¿Podrás estar mucho tiempo sin un objeto que acostumbras a venerar cuando intentas matar a alguien, pasando muchas veces tu impía diestra de su ara al asesinato de un ciudadano?

    Al excluirte del consulado, logré al menos que el daño que intentaras contra la República como desterrado, no lo pudieras realizar como cónsul, y que tu alzamiento contra la patria, más que guerra se llame latrocinio.

    ¡ojalá te inspirasen los dioses inmortales tal idea! pero en vano se esperará

    que te avergüences de tus vicios, que temas el castigo de las leyes, que cedas a las necesidades de la república

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    Ahora, padres conscriptos, anticipándome a con-testar a un cargo que con justicia puede dirigirme la patria, os ruego escuchéis con atención lo que voy a de-cir, y lo fijéis en vuestra memoria y en vuestro entendi-miento. Si mi patria, que me es mucho más cara que la vida; si toda Italia, si toda la República dijera: «Marco Tulio, ¿qué haces? ¿Permitirás salir de la ciudad al que has demostrado que es enemigo, al que ves que va a ser general de los sublevados, al que sabes aguardan éstos en su campamento para que los acaudille, al autor de las maldades y cabeza de la conjuración, al que ha puesto en armas a los esclavos y a los ciudadanos perdidos, de manera que parezca, no que le has echado de Roma, sino que le has traído a ella? ¿Por qué no mandas prenderle, por qué no ordenas matarle? ¿Por qué no dispones que se le aplique el mayor suplicio? ¿Quién te lo impide? ¿Las costumbres de nuestros mayores? Pues muchas veces en esta República los particulares dieron muerte a los ciu-dadanos perniciosos. ¿Las leyes relativas a la imposición del suplicio a los ciudadanos romanos? Jamás en esta ciudad conservaron derecho de ciudadanía los que se sustrajeron a la obediencia de la República. ¿Es que te-mes acaso la censura de la posteridad? ¡Buena manera de mostrar tu agradecimiento al pueblo romano, que, siendo tú conocido únicamente por tu mérito personal, sin que te recomendase el de tus ascendientes, te confi-rió tan temprano el más elevado cargo, eligiéndote antes para todos los que le sirven de escala, será abandonar la salvación de tus conciudadanos por librarte del odio o por temor a algún peligro! Y si temes hacerte odioso, ¿es menor el odio engendrado por la severidad y la for-taleza que el producido por la flojedad y el abandono? Cuando la guerra devaste Italia y aflija a las poblaciones; cuando ardan las casas, ¿crees que no te alcanzará el in-cendio de la indignación pública?».

    A estas sacratísimas voces de la patria y a los que en su conciencia opinan como ella, responderé brevemente.

    Si yo entendiera, padres conscriptos, que lo mejor en este caso era condenar a muerte a Catilina, ni una hora sola de vida concediera a ese gladiador; porque si a los grandes hombres y eminentes ciudadanos la sangre de Saturnino, de los Gracos, de Flaco y de otros muchos fac-ciosos no les manchó, sino les honró, no había de temer que por la muerte de este asesino de ciudadanos me abo-rreciese la posteridad. Y aunque me amenazara esta des-dicha, siempre he opinado que el aborrecimiento por un acto de justicia, es, para el aborrecido, un título de gloria.

    No faltan entre los senadores quienes no ven los peligros inminentes o, viéndolos, hacen como si no los vieran, los cuales, con sus opiniones conciliatorias, fo-mentaron las esperanzas de Catilina, y con no dar crédi-to a la conjuración naciente, le dieron fuerzas. Atraídos por la autoridad de éstos, les siguen muchos, no sólo de los malvados, sino también de los ignorantes; y si impu-siera el castigo, me acusarían éstos de cruel y tirano.

    En cambio, entiendo que si éste que nos oye va a capitanear las tropas de Malio, no habrá ninguno tan necio que no vea la conjuración, ni tan perverso que viéndola, no la confiese. Creo que con matar a éste disminuiríamos el mal que amenaza a la Repú-blica, pero no lo atajaríamos para siempre; y si éste se va seguido de los suyos y reúne todos los demás náufragos recogidos de todas partes, no sólo se ex-tinguirá esta peste tan extendida en la República, sino también se extirparán los retoños y semillas de todos nuestros males.

    Ha mucho tiempo, padres conscriptos, que an-damos entre estos riesgos de conjuraciones y ase-chanzas; pero no sé por qué fatalidad todas estas antiguas maldades, todos estos inveterados furores y atrevimientos han llegado a sazón en nuestro con-sulado; y si de tantos conspiradores solamente su-primimos éste, acaso nos veamos libres por algún tiempo de estos cuidados y temores; pero el peligro continuará, porque está dentro de las venas y de las entrañas de la República.

    Así como, a veces, los gravemente enfermos, de-vorados por el ardor de la fiebre, si beben agua fría creen aliviarse, pero sienten después más grave la do-lencia, de igual modo la enfermedad que padece la República, aliviada por el castigo de éste, se agravará después por quedar los otros con vida.

    Que se retiren, pues, padres conscriptos, los malvados, y, apartándose de los buenos, se reúnan en un lugar; sepáreles un muro de nosotros, como ya he dicho muchas veces; dejen de poner asechanzas al cónsul en su propia casa, de cercar el tribunal del pre-tor urbano, de asediar la curia armados de espadas, de reunir manojos de sarmientos para poner fuego a la ciudad. Lleve, por fin, cada ciudadano escrito en la frente su sentir respecto de la República. Os prometo, padres conscriptos, que, gracias a la activa vigilancia de los cónsules, a vuestra grande autoridad, al valor de los caballeros romanos y a la unión de todos los buenos, al salir Catilina de Roma todo lo veréis des-cubierto, claro, sujeto y castigado.

    Márchate, pues, Catilina, para bien de la Repúbli-ca, para desdicha y perdición tuyas y de cuantos son tus cómplices en toda clase de maldades y en el parricidio; márchate a comenzar esta guerra impía y maldita.

    Y tú, Júpiter, cuyo culto estableció Rómulo bajo los mismos auspicios que esta ciudad a quien llama-mos Stator por ser guardador de Roma y de su impe-rio, alejarás a éste y a sus cómplices de tus aras y de los otros templos, de las casas y murallas; librarás de sus atentados la vida y los bienes de todos los ciudadanos y a los perseguidores de los hombres honrados, enemi-gos de la patria, ladrones de Italia, en criminal asocia-ción unidos para realizar maldades, los condenarás en vida y muerte a eternos suplicios.a

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    Catilina salió, partió, huyó, escapó… Ya no es un peligro oCulto, sino un enemigo deClarado... le haremos justísima guerra.

    Por fin, ciudadanos romanos, hemos arro-jado de la ciudad o hecho salir de ella, o acompañado hasta despedirle cuando se iba, a Lucio Catilina, desatada furia anhe-losa de maldades, infame conspirador con-tra la salud de la patria, que a vosotros y a esta ciudad amenazaba con el hierro y el fuego. Ya no fraguará aquel monstruo, prodigio de perversidad, dentro de estos muros ninguna desolación para Roma. Expulsa-do Catilina, no es un peligro oculto sino un enemigo declarado, al cual, sin que nadie lo impida, haremos justísima guerra, mientras Roma creo que se regocija de haber vomitado y arrojado de sí tanta pestilencia. Mas, si alguno de vosotros, por ser tan celoso patriota como todos debieran serlo, me censura con vehemen-cia a causa de lo que yo considero un triunfo de mi dis-curso, acusándome de haber dejado escapar tan temi-ble enemigo a quien debí prender, contestaré que no es mía la culpa, ciudadanos romanos, sino de las circunstancias.

    Ha tiempo debió ser castiga-do Catilina con gravísimo supli-cio; así me lo pedían las costum-bres de nuestros antepasados, la severidad de sus leyes y el interés de la República. Pero ¿cuántos pensáis que no daban crédito a lo que yo denunciaba? ¿Cuántos, por insensatez, lo con-sideraban quimera? ¿Cuántos procuraban defender al malvado? ¿Cuántos, por perversidad, le favorecían? Y aun si juzgara que, muerto Catilina, quedabais libres de todo peligro, ha tiempo le hubiese hecho matar, no sólo exponiéndome al odio de sus parciales, sino hasta con peligro de mi vida. Pero, al ver que no para to-dos vosotros resultaba probada la conspiración, si le hubiese dado la merecida muerte, la animadversión que suscitase contra mí este hecho me impidiera per-seguir a sus cómplices. Por ello he puesto las cosas en términos de que, al verle enemigo declarado, le hagáis públicamente la guerra. Juzgad, ciudadanos, cuánto temeré a este enemigo fuera de la ciudad, al deciros que mi único pesar es que haya salido de ella tan poco acompañado. ¡Ojalá hubiese llevado consigo a todos sus parciales!

    Por mi parte, contando con nuestras veteranas legiones de la Galia, las que Metelo tiene en los cam-pos Piceno y Galicano, con las fuerzas que día por día voy yo reuniendo, desprecio profundamente un ejér-

    cito compuesto de viejos desesperados, de rústicos di-solutos, de aldeanos malgastadores, de hombres que han preferido faltar a su obligación de comparecer en juicio a faltar a la rebelión; de gentes, en fin, a quie-nes podría anonadar, no digo presentándoles nuestro ejército, sino un edicto del pretor. A éstos que veo revolotear por el foro, estacionarse a las puertas del Senado y aun penetrar en esta asamblea, perfumados con olorosos ungüentos, fulgurando con sus trajes de púrpura, a estos parciales suyos hubiese yo preferido que llevara consigo Catilina, porque es anuncio que la permanencia aquí de tales desertores del ejército re-belde es más temible que el mismo ejército. Y aun son más de temer, porque saben que conozco sus designios y no se asustan. Viendo estoy a quien, en la distribu-ción hecha, le ha correspondido la Apulia; a quien la Etruria; a quien el territorio de Piceno; a quien el Ga-

    licano; quien pidió se le encargase de los conjurados en Roma para la matanza y el incendio de esta ciu-dad. Saben que estoy informado de todos sus acuerdos de anteano-che, acuerdos que ayer declaré en el Senado. El mismo Catilina tem-bló y huyó. ¿Qué aguardan éstos? ¡Ah, cuánto se equivocan si espe-ran que haya de ser perpetua mi anterior indulgencia!

    Logré, al fin, lo que me proponía: poner de mani-fiesto a todos vosotros la existencia de una conjuración contra la República; porque no habrá quién suponga que los parecidos a Catilina dejan de obrar como él. Ya no cabe la indulgencia. Los mismos hechos reclaman el castigo. Concedo, sin embargo, a los cómplices que salgan de esta ciudad, que se ausenten; no hagan que al mísero Catilina impaciente el deseo de verles. Les diré el camino: se fue por la vía Aurelia y, si van de prisa, le alcanzarán al anochecer. ¡Oh, afortunada República si Roma logra arrojar de sí esta canalla! En verdad con sólo haber expulsado a Catilina, paréceme ya libertada y restablecida; porque, ¿cuál maldad o infamia podrá imaginarse que él no concibiera? ¿Qué envenenador, qué gladiador, qué ladrón, qué asesino, qué parricida, qué falsificador de testamentos, qué autor de fraudes, qué disoluto, qué perdido, qué adúltero, qué mujer in-fame, qué corruptor de la juventud, qué depravado y deshonrado puede encontrarse en toda Italia que no confiese haber tenido familiarísimo trato con Catili-na? ¿Qué homicidio se ha cometido en estos últimos

    logré, al fin, lo que me proponía: poner de manifiesto a todos

    vosotros la existencia de una conjuración contra la república

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    especial

    años sin que él intervenga? ¿Qué abominable estupro sin su mediación? Nadie tuvo como él la habilidad de seducir a los jóvenes, amando a unos con amor tor-písimo; prestándose a los impúdicos deseos de otros; prometiendo a unos el goce de sus liviandades, a otros la muerte de sus padres y no sólo induciéndoles sino ayudándoles a realizarla. Así ha reclutado con tanta rapidez, no sólo en la ciudad, sino en los campos, tan numerosa turba de perdidos. Ni en Roma, ni hasta en el último rincón de Italia, hay ningún acribillado de deudas a quien no haya hecho entrar en la asociación para esta increíble maldad.

    Y a fin de que podáis conocer sus varias aficiones en los más diversos asuntos, diré que cuantos en la escuela de los gladiadores se distinguen algo por la audacia de sus hechos, confiesan ser íntimos amigos de Catilina y no hay en el teatro ninguno que sobre-salga por liviano y tunante que no se precie de haber sido su asiduo compañero. Y este mismo hombre, ha-bituado en el ejercicio de estupros y maldades, a pa-sar frío, hambre, sed y falta de sueño, tenía entre tales hombres fama de bravo, malgastando en liviandades y atropellos los recursos de su ingenio y sus condi-ciones de valeroso y esforzado. Si tras de él se fueran todos sus par-ciales, si saliera de la ciudad esa turba de hombres desesperados y perversos, ¡oh, dichosos de noso-tros! ¡Oh, afortunada República! ¡Oh, glorioso consulado el mío! No piensan sino en muertes, in-cendios y robos; malgastaron su patrimonio, y a faltarles el crédi-to, pero permanecen en ellos los gustos dispendiosos de la opulencia. Si en el vino y en el juego sólo busca-ran el placer de francachelas y liviandades aun deses-perando de ellos, podrían ser tolerados. Pero ¿quién ha de sufrir las asechanzas de los cobardes contra los esforzados, de los necios contra los sensatos, de los borrachos contra los sobrios, de los perezosos contra los activos? Paréceme estarles viendo en sus orgías recostados lánguidamente, abrazando mujeres impú-dicas, debilitados por la embriaguez, hartos de manja-res, coronados de guirnaldas, inundados de perfumes, enervados por los placeres, eructando amenazas de matar a los buenos y de incendiar a Roma.

    Contra el vicio, la demencia y la maldad, hemos de combatir. En esta guerra, ciudadanos, yo prometo ser vuestro jefe y echar sobre mí la malevolencia de todos los perdidos. Cuanto pueda curarse, a cualquier costa lo curaré; pero lo que sea preciso extirpar, no permitiré que continúe para daño de Roma. Así, pues, o váyanse o esténse quietos, y si continúan en Roma y persisten en sus intentos, esperen lo que merecen.

    Pero hay quienes aseguran, ciudadanos, que yo he

    lanzado al destierro a Catilina. Si pudiera hacer esto con mis palabras, también desterraría a los que tal di-cen. Como el hombre es tan tímido y pusilánime, no pudo resistir las frases del cónsul, y cuando le dijo que se fuera al destierro, obedeció y se fue. Ayer, después de estar en riesgo de ser asesinado en mi propia casa, con-voqué al Senado en el templo de Júpiter Stator y des-cubrí a los senadores cuanto se tramaba. Cuando llegó Catilina, ¿qué senador le dirigió la palabra? ¿Quién le saludó? ¿Quién, finalmente, dejó de mirarle no como tal ciudadano, sino como mortal enemigo? Los prin-cipales senadores abandonaron los asientos del lado a que él se acercó. Entonces fue cuando yo, el cónsul, cuyas frases se supone que bastan para desterrar a los ciudadanos, pregunté a Catilina si había estado o no en la reunión habida la noche anterior en casa de Leca. Convencido por el testimonio de su conciencia, aquel hombre audaz empezó por callar, y entonces hice pa-tente todo lo demás, explicando lo que había tratado dicha noche, dónde estuvo, lo que dispuso para la no-che inmediata y el plan de guerra que había adoptado. Viéndole vacilante y sin saber qué decir, le pregunté por qué titubeaba en ir a donde desde tiempo antes

    tenía dispuesto, sabiendo yo que ya había prevenido las armas, las se-gures, las fasces, las trompetas, las banderas y hasta aquella águila de plata a la que tributaba en su casa culto criminal e infame. ¿Echaba yo al destierro al que veía ya meti-do en la guerra? ¿Será preciso creer que el centurión Malio, acampado en el territorio fesulano, ha decla-

    rado por sí y ante sí la guerra al pueblo romano, que esas tropas no esperan como general a Catilina y que, desterrado éste, irá a Marsella, según se dice, y no al campamento de Malio?

    Pero cuando yéndose voluntariamente Catilina, algunos hombres dicen que fue desterrado, ¿qué dirían si le hubiesen visto muerto? Verdad es que al asegurar que va a Marsella, más bien lo temen que lo lamentan. Ninguno de ellos es tan compasivo que no desee verle dirigirse al campamento de Malio en vez de ir a Marse-lla; y seguramente él, aun cuando antes no hubiera me-ditado lo que hace, preferiría vivir en sus criminales empeños a morir desterrado. Pero como hasta ahora todo le ha salido a medida de sus deseos, excepto el dejarme con vida al irse de Roma, mejor será desearle el destierro que lamentarlo.

    Mas, ¿por qué hablamos tanto de un solo enemi-go, de un enemigo que ya se ha declarado por tal, y a quien no temo desde que, como deseé siempre, hay un muro entre él y nosotros, y nada decimos de los que disimulan y permanecen dentro de Roma y viven a nuestro lado?

    ¿Qué aguardas? ¿la guerra? ¿acaso piensas que de la

    general devastación se librarán tus bienes?

    ¿la abolición de las deudas?

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    A éstos quisiera, en verdad, si fuera posible, en vez de castigarles, convencerles y reconciliarles con la República y entiendo que esto podrá ser si quieren es-cucharme. Porque os voy a decir, ciudadanos, de qué clase de hombres se compone ese partido, y después aplicaré a cada uno de ellos, si puedo, la medicina de mi consejo y amonestación. Forman una clase los que teniendo grandes deudas, poseen, sin embargo, bie-nes de más valía, pero no queriendo desprenderse de ellos, tampoco pueden pagar las deudas. Las riquezas hacen a éstos aparecer respetables, pero su conducta es indecorosa.

    ¿Tú has de ser rico en tierras, en casas, en plata, en esclavos y en las demás cosas y dudas en perder algo de tu riqueza para ganarlo en crédito? ¿Qué aguardas? ¿La guerra? ¿Acaso piensas que de la general devastación se librarán tus bienes? ¿La abolición de las deudas? ¡Cómo se equivocan los que tal cosa aguardan de Catilina! Yo seré quien acabe con las deudas, pero obligando a los deudores a vender sus bienes; pues no hay otro camino para que éstos dejen a salvo su responsabilidad.

    Finalmente, los dioses in-mortales protegerán contra tan violenta maldad a este invicto pueblo, a este preclaro imperio, a esta hermosa ciudad. Y aunque lograran realizar sus furiosos de-seos, ¿esperan ser cónsules, dic-tadores, o reyes en una ciudad reducida a cenizas e inundada de sangre de ciudadanos, que es lo que su mente malvada y criminal imagina? ¿No ven que el poder que desean, tendrían que darlo, si lo obtuvieran, a algún esclavo fugitivo o a algún gladiador?

    Viene después otra clase de hombres de avanzada edad, pero robustecidos por el ejercicio. A dicha clase pertenece Malio, a quien Catilina sucede ahora en el mando. Son éstos de las colonias que Sila estableció en Fiésole, las cuales, consideradas en con-junto, parécenme compuestas de excelentes y fortísi-mos ciudadanos, pero hay entre ellos muchos que mal-gastaron en vanidades y locuras las riquezas con que de repente e inesperadamente se vieron. Por construir casas como los grandes señores, tener tierras, muchos esclavos y dar suntuosos banquetes, contrajeron tan-tas deudas que, para salvarles, sería preciso resucitar a Sila. Han asociado a sus criminales intentos algunas gentes del campo, impulsadas por la esperanza de la repetición de las antiguas rapiñas. A unos y otros les pongo, ciudadanos, en la misma clase de ladrones y

    salteadores. Adviértoles, sin embargo, que se dejen de locuras y no piensen en proscripciones y dictaduras. Tan a lo vivo le llegó a la ciudad el dolor de lo que pasó entonces, que creo no hayan de sufrirlo nuevamente, no ya los hombres, ni siquiera los brutos.

    En otra clase hay una mezcla, confusa y turbulenta de hombres que desde hace tiempo se ven abrumados de deudas, que nunca levantarán la cabeza, que par-te por holgazanería, parte por hacer malos negocios, parte por derrochadores, hace ya tiempo que andan de pie quebrado en punto a deudas; los cuales dicen que aburridos por tantas citaciones, juicios y venta de bienes, se van, lo mismo de la ciudad que del campo, al ejército enemigo. Éstos me parecen más a propósito para dilatar el pago de sus deudas que para luchar con valor. Si no pueden permanecer en pie, déjense caer, pero de tal modo, que ni la ciudad ni los vecinos más inmediatos lo sientan. Y en verdad no entiendo por

    qué si no pueden vivir honrados, quieren morir con deshonra, o por qué creen que es menos do-loroso morir acompañados que morir solos.

    Están también los parrici-das, los asesinos y todos los de-más criminales. No pretendo apartarlos de Catilina. Imposible sería separarlos de él, y deben perecer como malvados, porque no hay cárcel bastante capaz para encerrar a tantos como son.

    La última clase de estas gen-tes, por su número, como por sus condiciones y costumbres, es la de los más amigos de Catilina, la de sus escogidos, mejor dicho, la de sus íntimos. Les reconoce-réis en lo bien peinados, elegan-tes, unos sin barba; otros con la barba muy cuidada; con túnicas talares y con mangas, que gas-

    tan togas tan finas como velos, cuyas ocupaciones y asiduo trabajo son prolongar los festines hasta el amanecer. En este rebaño figuran todos los jugadores, todos los adúlteros, todos los que carecen de pudor y vergüenza. Estos mozalbetes, tan pulidos y delicados, no sólo saben enamorar y ser amados, cantar y bai-lar, sino también clavar un puñal y verter un veneno; y si no se van, si no perecen, tened entendido que, aun cuando se acabe con Catilina, serán para la Repú-blica un semillero de Catilinas. Y, sin embargo, ¿qué desean esos desdichados? ¿Qué, querrán llevarse al campamento sus mujerzuelas? ¿Cómo han de pasar sin ellas estas largas noches de invierno? ¿Cómo han de poder sufrir las escarchas y nieves del Apenino?

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    especial

    Acaso crean que, por saber bailar desnudos en los festines, les será más fácil soportar el frío. ¡Oh, teme-rosa guerra en la cual tales hombres serán la cohorte pretoriana, la escolta de Catilina!

    Ordenad ahora, ciudadanos, contra las brillan-tes tropas de Catilina vuestras fuerzas y vuestros ejércitos, y empezad oponiendo a ese gladiador me-dio vencido vuestros cónsules y vuestros generales, y después llevad contra ese montón de náufragos, con-tra esa extenuada muchedumbre la flor y la fuerza de toda Italia. Nuestras colonias y municipios valen más que los cerros y bosques que a Catilina servirán de fortalezas, y no debo comparar las demás tropas y pertrechos y fuerzas vuestras con la escasez de recur-sos de aquel ladrón.

    Aun prescindiendo de lo que tenemos y él carece, el Senado, los caballeros romanos, el pueblo, la ciudad, el tesoro público, los tributos, toda Italia, todas las pro-vincias, las naciones extranjeras; aun prescindiendo, repito, de todo esto y comparando solamente las dos causas rivales, podremos comprender el abatimiento de nuestros contrarios; porque de esta parte pelea la dignidad, de aquélla la petulancia; de ésta la hones-tidad, de aquélla las liviandades; de ésta la buena fe, de aquélla el fraude; de ésta la piedad, de aqué-lla la perversión; de ésta la calma, de aquélla el furor; de ésta la vir-tud, de aquélla el vicio; de ésta la continencia, de aquélla la lujuria; de ésta, finalmente, la equidad, la templanza, la fortaleza, la pru-dencia, todas las virtudes, y de aquélla la iniquidad, la destem-planza, la pereza, la temeridad, todos los vicios. Por último, luchan aquí la abundancia con la escasez; la razón con la sinrazón; la sensatez con la locura, y la esperanza bien fundada con la total desesperación. En tal combate, aunque falte el valor de los hombres, ¿han de permitir los dioses que tan preclaras virtudes sean vencidas por tantos y tales vicios?

    Siendo esto así, lo que a vosotros toca, ciuda-danos, es defender vuestras casas, como antes dije, con guardas y vigilantes que en cuanto a la ciudad, ya he tomado las medidas y dado las órdenes necesa-rias para que, sin turbar vuestro reposo y sin alboroto alguno, esté bien guardada. Todas vuestras colonias y municipios, a quienes ya he dado cuenta de la co-rrería de Catilina, defenderán fácilmente sus pobla-ciones y territorios. Los gladiadores, con quienes Catilina proyectaba formar el cuerpo más numeroso y seguro, aunque mejor intencionado que algunos patricios, serán contenidos en nuestro poder. Quinto Metelo, a quien, en previsión de lo que pasa, envié al Piceno y a la Galia, o vencerá a ese hombre o le

    atajará en sus movimientos y designios. Respecto a lo que falta ordenar, apresurar o precaver, daré cuenta al Senado que, como veis, acabo de convocar.

    En cuanto a los que permanecen en la ciudad y dejó en ella Catilina para la ruina de Roma y de todos vosotros, que habitáis en ella, aunque son enemigos, como nacieron conciudadanos nuestros, quiero ha-cerles y repetirles una advertencia; mi lenidad, que acaso haya parecido excesiva, ha esperado hasta que saliera a luz lo que estaba encubierto. En lo sucesivo no puedo olvidar que esta es mi patria; que soy cón-sul de éstos, y que con ellos he de vivir o morir por ellos. Nadie guarda las puertas de la ciudad, nadie les acecha en el camino; el que quiera irse puede ponerse en salvo. Pero el que se proponga alterar el orden en Roma, el que yo sepa que ha hecho o proyecta hacer o intenta algo en daño de la patria, conocerá a costa suya que esta ciudad tiene unos cónsules vigilantes, excelentes magistrados, un Senado fuerte y valeroso, armas y, finalmente, cárcel; que para el castigo de es-tos grandes y manifiestos crímenes la establecieron nuestros antepasados.

    Y todo esto se realizará, ciudadanos, haciendo las más grandes cosas con el me-nor ruido, evitando los mayores peligros sin alboroto alguno y ter-minando una guerra intestina y doméstica, la mayor y más cruel de que los hombres tienen memoria, sin más general ni jefe que yo, un hombre de toga. Y me he de go-bernar en esta guerra de tal modo, ciudadanos, que, si es posible, ni uno solo de los perversos sufra en

    esta ciudad el castigo de sus crímenes. Pero si la auda-cia, acudiendo públicamente a la fuerza, o el peligro inminente de la patria me impiden continuar en la vía de clemencia a que mi corazón se inclina, haré, al menos, una cosa que en tan grande y traidora guerra apenas parece que se puede desear, y es que no muera ninguno de los buenos y que con el castigo de unos pocos se logre al fin salvar a todos vosotros. Y lo que os prometo, ciudadanos, no es fiado en mi prudencia ni en los consejos de la humana sabiduría; me han hecho formar este juicio y concebir esta esperanza las mu-chas y claras muestras que de su favor han dado los dioses inmortales, quienes ya no sólo nos protegen, como solían hacerlo, de los enemigos exteriores y le-janos, sino también demuestran su poder defendiendo sus templos y los edificios de Roma.

    A ellos debéis, ciudadanos, pedir, rogar y suplicar que esta ciudad, hecha por su voluntad, hermosísima y floreciente, y vencedora en mar y tierra de todos sus numerosos enemigos, la defiendan de la maldad de al-gunos perdidos y criminales ciudadanos.a

    en lo sucesivo no puedo olvidar que esta

    es mi patria; que soy cónsul de éstos, y que

    con ellos he de vivir o morir por ellos

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    marCo antonio(83 a. C. – 1 de agosto de 30 a.C)

    los idus de marzoEn los idus de marzo (15 de marzo) del año 44 a.C., un grupo de senadores encabezados por Casio y Bruto apuñalaron a César, a quien, autonombrado cónsul y dictator perpetuus (dictador vitalicio), veían como un tirano en vías de restaurar la monarquía. Para hacerlo distrajeron a Marco Antonio, tan fi el al dictador que un mes antes, durante las fi estas lupercales, le ofreció públicamente una diadema, símbolo de un rey, que César rechazó como aviso de que no asumiría el trono de Roma. Temiendo ser asesinado también, Marco Antonio huyó de la ciudad vestido como esclavo, pero regresó a Roma cuando vio que los conjurados sólo querían deshacerse del tirano. Elegido para hablar en los funerales de César, el 20 de marzo, Marco Antonio infl amó a la muchedumbre con un dramático discurso mientras mostraba la túnica ensangrentada y rasgada de César. Esa misma noche, la multitud atacó las casas de los conjurados, que huyeron de Roma para salvar sus vidas. Sin embargo, Marco Antonio no pudo heredar solo el poder de César, y se vio obligado a compartirlo en un Triunvirato. Damos la versión del discurso de William Shakespeare en Julio César.

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    marco antonio se dirige al pueblo romano congrega-do en el Foro, llevando en brazos el cadáver de César, apuñalado por los libertadores, encabezados por Casio y bruto. los ciudadanos rugen de alegría por la muerte del tirano y abuchean a marco antonio, el mejor amigo de julio César.

    Antonio: Amigos, romanos, compatrio-tas, escuchadme: he venido a enterrar a César, no a ensalzarlo. El mal que hacen los hombres les sobrevive; el bien suele quedar sepultado con sus huesos. Que así ocurra con César.

    Bruto os ha dicho que César era ambicioso: si lo fue, era la suya una falta grave, y gravemente la ha pagado. Por la benevolencia de Bruto y de los demás, pues Bruto es un hombre de honor, como lo son todos, he venido a hablar en el funeral de César. Fue mi ami-go, fiel y justo conmigo; pero Bruto dice que era am-bicioso. Bruto es un hombre honorable. Trajo a Roma muchos prisioneros de guerra, cuyos rescates llenaron el tesoro público. ¿Puede verse en esto la ambición de César? Cuando el pobre lloró, César lo consoló. La am-bición suele estar hecha de una aleación más dura. Pero Bruto dice que era ambicioso y Bruto es un hombre de honor.Todos vieron que, en las Lupercales, le ofrecí tres veces una corona real, y tres veces la rechazó. ¿Eso era ambición? Pero Bruto dice que era ambicioso y es indudable que Bruto es un hombre de honor. No hablo para desmentir lo que Bruto dijo, sino que estoy aquí para decir lo que sé. Todos le amaron alguna vez, y no sin razón. ¿Qué razón, entonces, les impide ahora ha-cerle el duelo? ¡Ay, raciocinio te has refugiado entre las bestias, y los hombres han perdido la razón!.. Perdón-enme. Mi corazón está ahí, en esos despojos fúnebres, con César, y he de detenerme hasta que vuelva en mí...

    Primer ciudadano: Creo que hay mucha sabiduría en lo que dice. Segundo ciudadano: Si te paras a pensarlo, César co-metió un gran error. Tercer ciudadano: ¿Ah, si? Me temo que alguien peor ocupará su lugar. Cuarto ciudadano: ¿Le has prestado atención? No creo que él quisiera tomar la corona. Y por lo tanto, no era un ambicioso.

    Primer ciudadano: Y si se descubriera que lo fue… algunos lo soportaríamos.

    Segundo ciudadano: Pobrecillo, sus ojos están rojos como el fuego de llorar…

    Tercer ciudadano: No hay nadie más noble en Roma que Antonio.

    Cuarto ciudadano: Préstale atención, que empieza a hablar otra vez.

    Antonio: Ayer la palabra de César hubiera prevalecido contra el mundo. Ahora yace ahí y nadie hay lo suficien-temente humilde como para reverenciarlo. ¡Oh, seño-res! Si tuviera el propósito de excitar a vuestras mentes y vuestros corazones al motín y a la cólera, sería injusto con Bruto y con Casio, quienes, como todos sabéis, son hombres de honor. No quiero ser injusto con ellos. Pre-fiero serlo con el muerto, conmigo y con ustedes, antes que con esos hombres ¡tan honorables! Pero aquí hay un pergamino con el sello de César. Lo encontré en su gabinete. Es su testamento. Si se hiciera público este tes-tamento que, perdonadme, no tengo intención de leer, irían a besar las heridas de César muerto y a empapar sus pañuelos en su sagrada sangre. Sí. ¡Suplicarían un cabello suyo como reliquia, y al morir lo mencionarían en su testamento, como un rico legado a su posteridad! Cuarto ciudadano: Queremos escuchar el testamento. Léelo, Marco Antonio. Todos los ciudadanos: ¡El testamento! ¡El testamento! Queremos escuchar el testamento del César. Antonio: Tengan paciencia, amigos. No debo leerlo. No es conveniente que sepan hasta qué extremo los amó César. No están hechos de madera, no están he-chos de piedra, son hombres, y, como hombres, si oyen el testamento de César los va a enfurecer, los va a vol-ver locos. No es bueno que sepan que son sus herede-ros, pues si lo supieran, podría ocurrir cualquier cosa. Cuarto ciudadano: Lee el testamento. Queremos es-cucharlo, Antonio: debes leernos el testamento, el tes-tamento de Cesar. Antonio: ¿Quieres tener paciencia? ¿Quieres esperar un momento? He ido demasiado lejos en decirles esto. Temo agraviar a los honorables hombres cuyos puña-les traspasaron a César. ¡Lo temo! Cuarto ciudadano: ¡Esos hombres honorables son unos traidores! Todos los ciudadanos: ¡El testamento! ¡El testamento!

    Segundo ciudadano: ¡Son unos miserables asesinos! ¡El testamento! ¡Lee el testamento! Antonio: ¿Me obligan a que lea el testamento? En ese caso, formen un círculo en torno al cadáver de César, y déjenme mostrarles al que hizo el testamento. ¿Bajo? ¿Me dan permiso? Todos los ciudadanos: ¡Baja!Segundo ciudadano: ¡Baja!

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    Tercer ciudadano: ¡Tienes permiso! Cuarto ciudadano: Acérquense, hagan un círculo. Primer ciudadano: Hagan sitio al cadáver. Segundo ciudadano: Hagan sitio al noble Antonio. Antonio: ¡No me empujen! ¡Aléjense! Todos: ¡Atrás, atrás! Antonio: Si tienen lágrimas, prepárense a derramarlas. Todos conocen este manto. Recuerdo la primera vez que César se lo puso. Era una tarde de verano, en su tienda, el día que venció a los nervos. ¡Miren: por aquí penetró el puñal de Casio! ¡Vean qué brecha abrió el envidioso Casca! ¡Por esta otra le apuñaló su muy amado Bruto! Y al retirar su maldito acero, observen cómo la sangre de César lo siguió, como si abriera de par en par para cerciorarse si Bruto, malignamente, la hubiera llamado. Porque Bruto, como saben, era el ángel de César. ¡Juz-guen, oh dioses, con qué ternura le amaba César! ¡Ese fue el golpe más cruel de todos, porque cuando el noble César vio que él lo apuñalaba, la ingratitud, más fuerte que las armas de los traidores, lo aniquiló completamen-te! Entonces estalló su poderoso corazón, y, cubriéndose el rostro con el manto, el gran César cayó a los pies de la estatua de Pompeyo, al pie de la cual se desangró... ¡Oh, qué funesta caída, conciudadanos! En aquel momento, yo, y ustedes, y todos, caímos, mientras la sangrienta traición nos sumergía. Ahora lloran, y me doy cuenta que empiezan a sentir piedad. Esas lágrimas son genero-sas. Almas compasivas: ¿por qué lloran, si sólo han visto la desgarrada túnica de César? Miren aquí. Aquí está, desfigurado, como ven, por los traidores.

    Primer ciudadano: ¡Penoso espectáculo! Segundo ciudadano: ¡Ay, noble César! Tercer ciudadano: ¡Funesto día! Cuarto ciudadano: ¡Traidores! ¡Miserables! Primer ciudadano: ¡Sangrienta visión! Segundo ciudadano: ¡Queremos venganza!

    Todos: ¡Venganza! ¡Juntos! ¡Persíganles, quémenlos, mátenlos, degüéllenlos, no dejen un traidor vivo! Antonio: ¡Contéganse, ciudadanos!

    Primer ciudadano: ¡Calma! ¡Escuchemos al noble Antonio!

    Segundo ciudadano: Lo escucharemos, lo seguiremos y moriremos por él.

    Antonio: Amigos, queridos amigos: que no sea yo quien los empuje al motín. Los que han consumado esta ac-ción son hombres dignos. Desconozco qué secretos agravios tenían para hacer lo que hicieron. Ellos son sabios y honorables, y no dudo que les darán razones. No he venido, amigos, a excitar su pasiones. Yo no soy orador como Bruto, sino, como todos saben, un hombre franco y sencillo, que quería a mi amigo, y eso lo saben muy bien los que me permitieron hablar de él en públi-co. Porque no tengo ni talento, ni elocuencia, ni mérito, ni estilo, ni ademanes, ni el poder de la oratoria para enardecer la sangre de los hombres. Hablo llanamente y sólo digo lo que ustedes mismos saben. Les muestro las heridas del amado César, pobres, pobres bocas mudas, y les pido que ellas hablen por mí. Pues si yo fuera Bru-to, y Bruto Antonio, ese Antonio exasperaría vuestras almas y pondría una lengua en cada herida de César ca-paz de conmover y amotinar los cimientos de Roma. Todos: Nos amotinaremos. Primer ciudadano: ¡Quemaremos la casa de Bruto! Tercer ciudadano: ¡Vamos, pues, persigamos a los conspiradores! Antonio: Escúchenme, ciudadanos. Escúchenme lo que tengo que decir. Todos: ¡Alto! Escuchemos al noble Antonio. Antonio: ¡Pero, amigos, no saben lo que van a hacer! ¿Qué ha hecho César para merecer su afecto? No lo saben. Yo se los diré. Han olvidado el testamento de que les hablé.

    Todos: ¡Es verdad, el testamento! Esperemos a oír el testamento. Antonio: Aquí está, con el sello de César. A todos y cada uno de los ciudadanos de Roma, lega setenta y cinco dracmas. Ciudadano segundo: ¡Noble César! ¡Vengaremos su muerte! Tercer ciudadano: ¡Oh, magnánimo César! Antonio: Tengan paciencia y escúchenme. Todos: ¡Alto! Antonio: Lega, además, todos sus paseos, sus quintas particulares y sus jardines, recién plantados a este lado del Tíber. Los deja a perpetuidad a ustedes y a sus he-rederos, como parques públicos, para que se paséen y recréen.¡Éste sí que era un César! ¿Cuándo tendrán otro como él? a

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    Hace ocho décadas y siete años, nuestros padres hicieron nacer en este continen-te una nueva nación, concebida en la Li-bertad y consagrada al principio de que todas las personas son creadas iguales.Ahora estamos empeñados en una gran guerra

    civil, que pone a prueba si esta nación, o cualquier na-ción así concebida y así consagrada, puede perdurar largo tiempo.

    Estamos reunidos en un gran campo de batalla de esa guerra. Hemos venido a consagrar una porción de ese campo como lugar del último reposo para aquellos que dieron aquí sus vidas para que esta nación pudiera vivir. Es absolutamente correcto y apropiado que haga-mos tal cosa.

    Pero, en un sentido más amplio, no podemos de-dicar, no podemos consagrar, no podemos santificar este terreno. Los valientes hombres, vivos y muertos, que lucharon aquí, lo han consagrado muy por encima de nuestro pobre poder de añadir o restar algo.

    El mundo no advertirá apenas ni recordará mucho tiempo lo que digamos aquí, pero nunca podrá olvidar lo que ellos aquí hicieron.

    Somos más bien nosotros, los vivos, los que de-bemos consagrarnos aquí a la tarea inconclusa que aquellos que aquí lucharon hicieron avanzar tanto y tan noblemente.

    Somos más bien nosotros los que debemos consa-grarnos aquí a la gran tarea que aún resta ante nosotros: que de estos muertos a los que honramos tomemos una devoción incrementada a la causa por la que ellos die-ron hasta la última medida colmada de la devoción; que resolvamos aquí firmemente que estos muertos no habrán muerto en vano; que esta nación, Dios median-te, tendrá un nuevo nacimiento de la libertad; y que el gobierno del pueblo, por el pueblo, para el pueblo, no perecerá en la Tierra. a

    abraham linColn(12 de febrero de 1809 – 14 de abril de 1865)

    para el pueblo

    El discurso de Gettysburg (Pennsylvania), pronun-ciado por el Presidente Abraham Lincoln en la de-dicatoria del Cementerio Nacional de los caídos en la batalla de la Guerra Civil de los Estados Unidos librada en ese mismo sitio cuatro meses y medio an-tes, es uno de los más famosos y citados de la historia, por su precisa síntesis de lo que es la democracia.En menos de tres minutos, Lincoln pronunció diez oraciones que no suman en total 300 pala-bras, esa mañana del 19 de noviembre de 1863.La guerra logró mantener la integridad física y política de los Estados Unidos de América, ame-nazada por los secesionistas del sur, y terminó con la esclavitud de los negros.

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    Presidente Hoover, Señor Presidente de la Corte de Justicia, amigos:

    El de hoy es un día de consagración nacio-nal; estoy seguro de que mis conciudadanos esperan que al instalarme en la Presidencia me dirija a ellos con la sinceridad y la de-cisión que reclama la situación actual de nuestro país.

    Esta hora es singularmente, la hora de decir la verdad, la verdad total, franca y valiente. No podemos negarnos a las cosas que están sucediendo a nuestros ojos en nuestro propio suelo. Esta gran nación perdu-rará como ha perdurado, revivirá y prosperará.

    Así pues, antes que otra cosa, permítanme rectifi-car mi firme creencia en que lo único que tenemos que temer es al temor; un temor desconocido, irrazonable, injustificado, que paraliza los esfuerzos necesarios para convertir la retirada en avance.

    Franklin delano roosevelt(30 de enero de 1882 – 12 de abril de 1945)

    temer sólo al temorFranklin Delano Roosevelt, el único Presidente de los Estados Unidos que ha servido cuatro mandatos (1933-1945), tomó posesión en Washington el 4 de marzo de 1933, en medio de la Gran Depresión iniciada en 1929, que fue superada bajo su conducción. Franklin, primo quinto del Presidente Theodore Roosevelt, estableció relaciones con la Unión Soviética y declaró la guerra a Japón en 1941, por el ataque a Pearl Harbor. Junto con Churchill, Stalin y De Gaulle derrotó en la Segunda Guerra Mundial a las potencias del Eje (Alemania, Japón e Italia), y sentó las bases para reordenar el mundo con la promoción de la Organización de las Naciones Unidas. Su discurso de toma de posesión dio aliento a su país en tiempos de crisis.

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    En cada una de las horas oscuras de nuestra vida nacional, a la comprensión y el apoyo del pueblo, esen-cial para obtener la victoria, se ha sumado una orien-tación franca y decidida. Aliento la convicción de que una vez más ayudarán ustedes a dirigir el rumbo en estos días críticos.

    Animado de este espíritu y confortado por el de ustedes, afrontamos nuestros problemas comunes, los cuales, gracias a Dios, son exclusivamente materiales. Los valores han mermado hasta alcanzar niveles fan-tásticos; los impuestos han aumentado; nuestra capa-cidad de pago ha disminuido; el manejo de todos los negocios confronta una seria reducción de ingresos; los medios de trueque se encuentran congelados en el tráfico comercial, hojas marchitas de la industria ya-cen por todas partes; los agricultores no encuentran mercado para sus productos; se han esfumado los ahorros que hicieron durante muchos años millares de familias.

    Y, lo que es más importante, una multitud de ciu-dadanos sin empleo encara el inflexible problema de la existencia, y un número igualmente voluminoso trabaja con un salario ínfimo.

    Sólo un optimista tonto puede negar la realidad os-cura del momento.

    Empero, nuestra desgracia no procede de falta de empuje. No estamos asolados por una plaga de langos-tas. Si comparamos con los peligros que nuestros ante-pasados vencieron porque tenían fe y carecían de miedo, nos queda aún mucho que agradecer. La naturaleza de-para todavía su generosidad, multiplicada por los esfuer-zos humanos, y que en gran proporción encontramos en nuestro camino pero, si la tomamos con demasiada lar-gueza, la consumiremos al iniciarse apenas la provisión.

    Lo anterior acontece, principalmente, porque los administradores del intercambio de bienes de consu-mo para la humanidad, debido a su propia obcecación e incompetencia, han fracasado y, al admitir su fracaso, se han retirado. Los métodos que acostumbran usar los corredores de moneda, faltos de escrúpulos, están enjui-ciados en el tribunal de la opinión pública, y son recha-zados por los corazones y las mentes de los hombres.

    En verdad ellos han intentado la solución, pero sus esfuerzos están fundidos en el molde de una tradición ya muy gastada. Ante la falta de crédito, sólo se les ha ocurrido proponer más dinero en préstamo.

    Despojados del cebo de la utilidad, por el cual in-ducen a nuestro pueblo a seguir su falta de orientación, han recurrido a ruegos, suplicando lastimosamente que se restablezca la confianza. Lo único que conocen son las reglas de una generación de egoístas. Carecen de visión y cuando ésta falta, el pueblo sucumbe.

    Los cambistas de dinero han huido de sus altos si-tiales en el templo de nuestra civilización. Ahora pode-mos reinstalar en ese templo, las verdades antiguas.

    La medida de esa restauración depende del grado en el cual apliquemos valores sociales más nobles que la simple humanidad monetaria.

    Ya no deben subordinarse la felicidad y el estímu-lo moral del trabajo, a la loca persecución de beneficios que se desvanecen. Estos días lúgubres valdrán todo lo que nos cuestan si nos enseñan que nuestro verdadero destino no nos va a servir sino para administrarnos y administrar a nuestro prójimo.

    Sin embargo, la restauración no sólo clama por que se hagan cambios en la moral. Este país demanda acción y acción inmediata.

    Nuestra tarea primordial y máxima consiste en po-ner a la gente a trabajar. Esto no es un problema insolu-ble, si lo afrontamos con prudencia y valentía.

    Esa labor puede ser auxiliada si se hacen esfuerzos definidos con el fin de elevar los precios de las cosechas agrícolas y, con esta fuerza económica, adquirir la pro-ducción total de nuestras ciudades.

    Puede remediarse también impidiendo en la realidad la tragedia que significa la pérdida creciente, por remates hipotecarios, de nuestros pequeños hogares y granjas.

    Se puede contribuir a ella si se insiste en que los go-biernos federal, estatal y local impongan una reducción inmediata y drástica en sus gastos.

    Puede ayudárseles unificando las actividades de socorro que, a la fecha y con frecuencia, son dispersas, antieconómicas y desiguales. Puede ser auxiliada me-diante la planificación nacional y la supervisión de todas las formas de transporte y comunicaciones, así como de otros servicios de naturaleza netamente pública.

    Hay muchos otros medios por los cuales puede ayudarse a esta tarea, pero jamás se le remediará con sólo hablar de ella. Debemos actuar y hacerlo con premura.

    Por último, en nuestro camino hacia la reanudación del trabajo, necesitamos dos garantías para impedir que vuelvan los males anteriores: debe haber una supervisión estricta de todas las operaciones bancarias, así como de los créditos e inversiones; hay que poner término a las especulaciones que se hacen con el dinero de la gente y contar con una disposición que establezca una moneda corriente, adecuada y firme.

    El pensamiento fundamental que guía estas medi-das específicas de recuperación nacional, no tiene lími-tes estrictamente nacionales.

    Insistimos, como primera consideración, en la mu-tua dependencia que hay entre los diversos principios, y sus partes, que norman a los Estados Unidos; el recono-cimiento de la antigua y siempre importante manifesta-ción del espíritu explorador del norteamericano.

    Ese es el camino hacia la recuperación. El camino inmediato. La seguridad más firme de que la recupe-ración perdurará.

    En la esfera de la política mundial, es mi deseo que esta política de gran nación se consagre a la política de

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    buen vecino -el que definitivamente se respeta a sí mismo y por ello, respeta los derechos de los demás-, el que acata sus obligaciones y la solemnidad de sus pactos en un mun-do de vecinos. Si yo estoy interpretando correctamente el estado de ánimo de nuestro pueblo, debo decir que hemos tomado conciencia, como nunca antes, de nuestra inter-dependencia de los unos con los otros. De que ya no po-demos solamente pedir, sino que debemos dar.

    Sé que estamos listos y deseosos de someter nues-tras vidas y propiedades a esa disciplina, que nos orienta para lograr un bienestar más prolongado.

    Propongo todos estos recursos, empeñando mi palabra para que las empresas más arduas nos obliguen a todos, como un compromiso sagrado, dentro de una unidad de deberes hasta ahora sólo evocada en tiempos de contiendas armadas.

    Con esta garantía asumo sin vacilaciones la direc-ción del gran ejército de nuestro pueblo, dedicad