Niños de la calle
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Premios Emisión 14
Niños de la calle: detrás de la fachada
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Niños de la calle: detrás de la fachada
A medida que las cifras de deserción escolar crecen en Caucasia, se abren
mayores posibilidades de vagancia y exposición a las drogas y el delito.
Son las 4:30 de la mañana y Amanda Mendoza está desvelada, como todas las
noches, se pone en manos de Dios y llora de preocupación. Amanda se resigna y
espera una mala noticia. Pero aún tiene la esperanza de volver a ver a su hijo,
aunque sea otro día. Al igual que Amanda, Nelly y Cristina viven a diario ese
constante temor.
Gustavo, Pedro, Carlos y Luis* pasan toda la noche, e incluso parte de la tarde,
fuera de sus casas. “Parece un gato, sale por las noches y duerme por el día”,
dice Cristina. Llegan de 5 a 6 de la mañana, duermen hasta el mediodía,
almuerzan, siguen descansando, o si deciden vuelven nuevamente a la calle.
¿Qué hace un niño de apenas 10 o 12 años en la Zona Rosa de Caucasia? No es
bailar o embriagarse. Mendiga para soportar la noche, hace maldades (como rallar
una moto, arrebatarle comida por ociosidad a alguien, golpea a niños menores…),
y vende chicles para tener con qué jugar maquinitas, play o comprar mecato.
Pedro de 10 años y Gustavo de 11, son hermanos. El mayor, algo más juicioso, a
la hora de mendigar prefiere andar solo. Pues no le gustan las hazañas de Carlos,
Luis y Pedro. “Ellos ya los tienen en la mira porque hacen maldades, cogen cosas
ajenas y meten sacol, y así no les dan plata”, dice Gustavo. Pero en realidad, son
los que más dinero recogen en una noche.
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Pedro puede sacarse desde unos 5000 a 20 mil pesos por noche; Luis y Carlos ya
para las 12 de la madrugada deben tener su montón de plata comenta Pedro.
Probablemente es mucho más de lo que él recoge. De algunos bolsos que serán
extraviados, celulares de algunas chicas desatentas o dinero de algún borracho se
ganan su lotería de la noche.
Dice Pedro que en la Y, otra zona de bares de Caucasia, se encontraron un bolso
con gran cantidad de dinero, de la cual no tiene idea cuánto fue ni qué hicieron
con ella. El caso llegó a manos de la Policía; pero como no hubo denuncia, la
lotería de los niños no se les fue decomisada.
En medio de otros chicos, Pedro Jugaba en el Parque de las Ceibas. Carlos y Luis
planeaban ofrecerle un poquito de su diversión. Lo que ignoraban es que éste se
volvería igual o más adicto que ellos a tal juego. Carlos le ofreció un tarrito de
bóxer para entretenerse y le dijo: “Si no metes te casco”. Pedro no quiso y se fue
corriendo, pero aquel lo alcanzó y le dio un puño en el pecho. Ésa y muchas otras
veces Pedro lo hizo.
Cuando él se droga se pone rebelde, le dan ganas de pelear e inclusive se siente
tan prepotente que hasta a niños mayores les insulta y empuja. “Me da mareo,
pienso cosas malas y me tiro al piso en la calle; yo apenas lo hice una sola vez”.
Pero Gustavo el chazero (que vende chicles y dulces) y es compañero de calle de
Pedro, desmiente la versión de su amigo: “ese pelao está enviciao, yo lo paso
viendo que mete cada rato”. Éste con 14 años y toda rudeza, amenaza a los niños
con “cascarlos” si le ofrecen droga o incluso si la ingieren delante de él.
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Al igual que el sacol, otras manías aprendió Pedro: coger dinero, bolsos y
celulares táctiles o Blackberry; y lo que roba, venderlo por 50 mil en el centro o la
terminal de transportes.
“Una vieja me pegó porque le robé, pero un celular todo ‘maluquito’ -dice como si
su falta no fuera grave-. Ella sabe dónde vivo. Entonces escondí el celular en otro
lado y después me vine para la casa; mi mamá me llamó y me maltrató porque ella
le puso las quejas”.
Él y los demás nunca llevan esos objetos a sus casas. Cristina y Amanda sólo
escuchan lo que la gente les dice pero prácticamente ni creen en ello. “A mí me
dicen que él roba, pero a mi casa no ha traído nada”, asegura Cristina algo
indignada por la pregunta. Nelly, en cambio, lo sabe todo; pero ella no cree que
pueda hacer algo más que darle consejos, y ya está cansada de hacerlo.
Entre luces, el retumbe de los equipos de sonido, el vallenato que suena, la gente
bailando y en medio del montón, un niño. Con rostro de lástima, picardía o aquella
cara de chévere, saca la mano y sin decir nada, todos entienden lo que quiere.
Algunos pasan por alto sus caras, otros creen que son viciosos y algunos
“bondadosos” les dan algunas moneditas. La alegría se apodera del pequeño y
sigue mendigando.
A Pedro alguien lo insultó, pero él como perro regañado bajó su cabeza y se fue
callado.
A medianoche, pasa una moto con dos policías. Los niños se alertan. Se
dispersan en distintas direcciones y huyen del enemigo. Sin poder evitarlo, uno de
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ellos es retenido. Pedro pone resistencia, se rebela y trata de huir. El policía en su
lucha le pega un manotón en su barriga. Pedro se resiente y le duele la marca roja
que le dejó el golpe.
Así como ese día de tantos, Pedro y sus amigos enfrentan la cacería de los
policías.
Sin embargo, varias veces fue aprehendido por ellos. A Pedro una vez durante su
detención, lo dejaron durmiendo en el cuarto para menores infractores –aunque él
no supo qué tipo de cuarto era ése-. Cuando despertó al otro día sintió que algo le
picaba. Para su sorpresa, tenía una arepa de maíz con arequipe y un montón de
hormigas en su pecho. Ése era su desayuno.
Las peleas callejeras y los chantajes son el pan de cada día de Pedro y sus
amigos. Él, más pequeño, casi siempre se deja maltratar de sus amigos,
especialmente de Luis, y en algunos casos, de Carlos. Éste último no sabe
defenderse mucho -dice su hermano Gustavo.
“Cada rato me peleo con los amiguitos míos, porque me están chimbiando; me
empujan y me meten cachetadas. Me dejo porque ellos después me pegan duro”,
se lamenta Pedro.
Gustavo no le teme mucho a esas peleas porque no es su compinche de
aventuras, pero hace un tiempo vivía muy atemorizado. Su hermano estaba
amenazado. Un señor quería lanzarlo al río por quién sabe cuál razón. “Como yo
me parezco a él, el señor me decía: ven pelaito, ven. Pero yo salía huyendo […] A
Pedro lo persiguen por robar y hacer maldades”, -aunque él no cuente eso– afirma
Gustavo.
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Son las 5:30 de la mañana. A Carlos y Luis, junto con Gustavo el chazero, se les
da por ir de aventuras. Se dirigen a la Troncal de Caucasia y se suben a la primera
mula que pasa, el conductor nunca se da cuenta. Las beneficiosas curvas o
resaltos son la oportunidad para abalanzarse por la parte de atrás del camión. Sus
preferencias: los que cargan tubos. Esos harán de colchón para brindarle la
comodidad que un niño aventurero necesita.
Con algunos chiros, con o sin zapatos o plata se van de viaje para unas cortas
vacaciones. De acuerdo el destino: Cartagena, Santa Marta, Medellín o municipios
cercanos a Caucasia, sus vacaciones son 5 u 8 días usualmente.
Para Bogotá tardan 5 días en llegar y aproximadamente 10 o más mulas que subir
para llegar a su destino. Se bañan en algunas cascadas que encuentren en el
camino y “retacan” o piden comida en los restaurantes. Algunas veces les toca
caminar kilómetros para encontrar el camino correcto, por lo que a veces se
desvían de su destino.
Carlos es el guía, pues ha viajado en esas condiciones hasta Venezuela. Su
abuela desconoce eso, igual que casi todo lo referente a su vida callejera. “Lo
único que sé es que cuando regresa huele a feo y está todo sucio”.
Cuenta Amanda que hace varios meses a su nieto y Carlos, en uno de sus viajes
a Medellín, la policía los sorprendió; pero gracias a la astucia de Luis evitó que
fueran llevados al Icbf: respondió con toda la seguridad del caso que iban para
cierta dirección. Se refería a la señora donde varias veces su abuela y él se
quedaban para atender su tratamiento mental en esa ciudad. Estando allá, apenas
pudieron se escaparon de la mirada de aquella señora. No había alcanzado a
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enterarse Amanda de la situación cuando ya Luis estaba de vuelta a casa. Lo
único que le dijo fue “saludos te mandó doña…”. Ella de repente lo entendió todo.
No era la primera vez que ellos se habían escapado de la policía. En Cartagena y
en Bogotá, al igual que en Caucasia, burlaron la seguridad tanto de ésa como del
Icbf.
6 A dónde van los niños
Pedro aún sigue en la calle, ahora solo. Sin creer que aquel jueguito iba a llegar a
tanto él se está volviendo adicto al sacol, aunque él lo niegue. Pero su hermano y
Gustavo el chazero siguen viendo las actitudes groseras y poco normales de
Pedro cuando “mete ese vicio”. Su compañía de guerra: un perro callejero que
adoptó y lo defiende como dueño.
Gustavo, aunque afirmaba que sería un alma mejor y era consciente de los
problemas de la calle, volvió a caer en ella. El sueño lo venció y no quiso volver a
levantarse a las siete y media de la mañana para ir trabajar al taller con uno de
sus hermanos.
Por ahora tiene la chacita que quería, y de vez en cuando se le ve ésta en brazos
de su hermano.
Sus amigos Luis y Carlos, desde un domingo 20 de mayo que iban para uno de
sus viajes a Santa Marta –adonde supuestamente se dirigían- no han vuelto a
Caucasia. Sus abuelas viven la angustia de perderlos. Nunca antes un viaje había
sido tan largo. El mayor consuelo que pueden tener son las palabras que le decía
Luis a su abuela “no te preocupes, que seguramente me habrá cogido la policía”.
Y efectivamente a Luis lo aprehendió la Policía. Fue dejado cerca de Bogotá en un
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instituto para tratar a menores callejeros y gracias a la denuncia de Amanda ante
la policía, ha podido comunicarse con él dos veces.
En este momento su abuela está gestionando con la Fiscalía para trasladar a su
nieto a un instituto más cercano de Caucasia. A diferencia de él, Carlos sigue
preocupando a su abuela; y sin dar señal alguna, ni siquiera Luis, sabe dónde se
encuentra.