NIETZSCHE - IES Dionisio Aguado

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NIETZSCHE IES DIONISIO AGUADO Calle de Italia, 14 28943 Fuenlabrada Madrid

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IES DIONISIO AGUADO Calle de Italia, 14

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HISTORIA DE LA FILOSOFÍA 2º DE BACHILLERATO

FRIEDRICH NIETZSCHE (1844 – 1900)

CONTEXTO HISTÓRICO, SOCIOCULTURAL Y FILOSÓFICO El siglo XIX, en el que Nietzsche vive, está caracterizado, desde un punto de vista histórico, por dos grandes fenómenos. En primer lugar, nos encontramos con un período de constantes revoluciones. Primero, provocadas por el conflicto entre el movimiento liberal (que pretende desarrollar los modernos Estados de Derecho) y el conservador (que pretende retornar al modelo absolutista). Después, por el desarrollo del movimiento obrero, organizado desde mediados de siglo en la Internacional Socialista, el cual, desde la crítica al sistema económico capitalista, reclama derechos políticos y justicia social mediante la práctica revolucionaria. En segundo lugar, el siglo XIX se caracteriza por el desarrollo del sistema económico capitalista. Este fenómeno, iniciado en Inglaterra, provoca el abandono de las zonas rurales y la aglomeración de grandes masas empobrecidas en las nuevas ciudades fabriles, originando una nueva clase social, el proletariado, definido por la falta de reconocimiento político y unas condiciones de vida miserables, y que se constituye en un nuevo agente político decisivo. Finalmente, se producen otros dos fenómenos políticos que merecen ser señalados: la expansión imperialista en África y Asia y los procesos de unificación italiano y alemán. Desde un punto de vista cultural, el siglo XIX es la gran época de la “novela”, representada por autores como Balzac, Tolstoi, Dickens o Melville. En música, destaca el romanticismo alemán, representado por Wagner, compositor especialmente influyente en Nietzsche. En pintura, a finales de siglo el realismo da paso a las nuevas técnicas impresionistas y el inicio de las vanguardias. Es también en este siglo cuando Darwin defenderá el evolucionismo en su El origen de las especies (1859), que acabará con la imagen estática de los organismos y el mito de la creación divina del hombre. El contexto filosófico se caracteriza por dos fenómenos. En primer lugar, por el triunfo del espíritu positivista, representado especialmente por Comte, que engloba tanto una teoría del saber como un proyecto “científico” de organización social. En efecto, el positivismo se caracteriza por una concepción del saber reducido al modelo de la ciencia físico-natural, dominado por una concepción instrumental de la razón. Ciencia y técnica se tornan indisolubles, puesto que el objeto de la razón ya no es conocer lo real, sino dominar la naturaleza. La aplicación a la organización social de este esquema da como resultado un proyecto de superación de los estados “teológico” y “metafísico” de la humanidad, persiguiendo un “estado positivo” donde la totalidad de las dimensiones de la vida, desde la religión a las costumbres, sean organizadas científicamente. Este esquema será conocido como la “ley de los tres estados”. Vinculado al positivismo, se produce la emancipación de las ciencias humanas respecto de la filosofía. La historia, la filología, la psicología o la sociología se

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constituyen en saberes autónomos, desvinculándose de la filosofía. Esto provoca la crisis del propio saber filosófico, que se ve progresivamente vaciado de contenido. El pensamiento nietzscheano debe entenderse como una reacción contra esta corriente dominante. En oposición a esta tendencia, el siglo XIX se caracteriza por los intentos de superación del idealismo hegeliano, que se define por la pretensión de hacer de todo lo real algo racional, exaltando la razón pura teórica (contra la limitación establecida por el Idealismo Trascendental kantiano). Entre las reacciones contra Hegel, destaca la de Schopenhauer, que interpreta el noúmeno kantiano como voluntad (“voluntad de vivir”), siendo ésta, por tanto, el fundamento de los fenómenos. Schopenhauer ejercerá una notable influencia sobre Nietzsche. El pensamiento de Nietzsche, que ocupa una posición inicialmente marginal dentro en la esfera intelectual de la segunda mitad del XIX, se lanza a la urgente tarea de salvar al individuo, defendiendo la creatividad, la libertad y la vida frente a las garras del idealismo hegeliano y el positivismo científico. Ni el idealismo, que exalta la razón teórica, reduciendo otras dimensiones de la vida, ni el positivismo, que dejaba en manos de la razón científico-técnica la organización social y el progreso de la humanidad, resultan capaces de comprender la vida humana. La filosofía vitalista de Nietzsche manifiesta con radicalidad la crítica a la razón idealista y positivista y la defensa de los valores de la vida.

NIETZSCHE: VIDA Y OBRA

F. Nietzsche nace en Röcken (Turingia), cerca de Leipzig (por entonces Prusia) en 1844. Pertenece a una familia de arraigada fe protestante. Su padre, pastor luterano, murió cuando él era un niño, por lo que su educación estuvo a cargo de las diversas mujeres que vivieron en su hogar (madre, abuela, tías y hermana). Sus estudios de Secundaria se desarrollaron en la Escuela de Porta (Turingia), donde recibió una sólida formación humanística y en la que comenzaron sus dudas religiosas.

En 1864 inició sus estudios de Teología en Bonn, que abandonó tras el primer curso. Continúa estudiando Filología Clásica en Bonn y Leipzig, donde comienza a interesarse por la Filosofía a partir de la lectura de la obra de Schopenhauer El mundo como voluntad y representación, de influencia decisiva para el comienzo de su pensamiento.

En 1869 ocupa la cátedra de Filología Clásica en la Universidad de Basilea (Suiza). Allí, debido a su afición a la música, conoce a Wagner, con quien entabla amistad. Sin embargo, aquejado desde sus veinte años por un precario estado de salud, en 1879 se verá obligado a pedir la jubilación. Desde entonces, iniciará una serie de viajes por el Mediterráneo y los Alpes, residiendo indistintamente en Italia y Suiza y realizando esporádicos viajes a Alemania.

En 1882 conocerá a Lou Andreas Salomé, de quien dice le inspiró “un nuevo deseo de vivir”.

En 1889 sufrirá un ataque de locura y un colapso en una plaza de Turín, del que no se recuperará. Aquejado de parálisis y pérdida progresiva de la razón, será internado en una clínica psiquiátrica pasando posteriormente al cuidado de su madre y hermana (quien falsificará parte de su correspondencia y publicará censurada alguna de sus obras). Muere en Weimar (Turingia) en 1900.

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Las obras más importantes de Nietzsche son: El nacimiento de la tragedia, Aurora, La gaya ciencia, Ecce Homo, Así habló Zaratustra, Más allá del bien y del mal, El crepúsculo de los ídolos y La genealogía de la moral.

LA FILOSOFÍA DE NIETZSCHE: GRANDES LÍNEAS DE SU PENSAMIENTO

1. LA MOTIVACIÓN BÁSICA DE LA FILOSOFÍA NIETZSCHEANA: LA CRÍTICA DE LA CULTURA OCCIDENTAL

La filosofía nietzscheana se presenta como una crítica de la cultura occidental, que, en el siglo XIX, había llegado al culmen de una historia iniciada con la filosofía griega. Esta crítica se realiza desde una meditación acerca de la historia de la filosofía, que hace de la metafísica platónica la ocasión en que se comete el “error más peligroso y duradero”: la separación entre mundo verdadero y mundo aparente, que implica la negación del único mundo, el mundo de la vida, en favor de un mundo falso que sitúa en un más allá. Un error que, en conexión con el cristianismo, y, por tanto, con la introducción de un Dios creador, genera el desarrollo de un modo de habitar el mundo (es decir, una moral) enfermo, que atenta y debilita precisamente lo único existente: la vida. De ahí que la filosofía de Nietzsche consista, en un primer momento, en destruir toda la tradición occidental, poniendo de manifiesto cómo el hombre ha convertido mentiras en verdades. El modo como Nietzsche realiza esta crítica pasa por un nuevo método de pensamiento: la “genealogía”, que es el método que permite descubrir cualquier “verdad” como el resultado de un proceso histórico, producido por intereses o decisiones nada racionales. Su trabajo consistirá en rastrear el origen histórico de esa verdad, desenmascarando el interés o la decisión que originaron esa verdad aparente. Por eso, en un primer momento, la filosofía nietzscheana es una “filosofía de la sospecha”, crítica y destructiva, cuya tarea es desenmascarar el interés o la valoración que originaron las todas las ilusiones de la religión, el arte, la moral o la ciencia. Para realizarla, propondrá la potenciación de “espíritus libres”, que serán los espíritus promotores de esta nueva ciencia del desenmascaramiento. Este momento destructivo, sin embargo, prepara el terreno para el momento positivo: una nueva comprensión del mundo, que Nietzsche presenta como una “gaya ciencia”: una ciencia alegre, porque se halla agitada por el viento de la liberación del hombre de la esclavitud de unos ideales contrarios a la vida. LA CRÍTICA DE LA TRADICIÓN OCCIDENTAL 1. La crítica de la moral La esencia de la historia de Occidente se encuentra en el sistema moral cristiano. Esta moral representa una concepción del valor y sentido de la vida, de la que depende la manera como los hombres han habitado la tierra. Ahora bien, precisamente la moral platónico-cristiana es denunciada por Nietzsche como una “moral contranatural”: un código de valores y normas

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que imponen unas obligaciones dirigidas contra la vida, fundados en una negación de los instintos vitales. En efecto, mientras que defiende como bueno y santo valores tales como el sacrificio o la abstinencia, insiste en la idea de pecado, la conciencia de culpa y las prácticas de penitencia, condena el deseo, el placer, el cuerpo y la alegría, justamente esos otros valores que brotan de la propia vida. La moral platónico-cristiana nace del desplazamiento del centro de gravedad de la existencia de esta vida terrenal, finita y trágica, hacia otra vida inmortal. El sentido de la vida se deposita en la salvación prometida en la vida eterna. Como consecuencia, se devalúa la vida efectiva, convertida en un simple tránsito negativo (la vida es un valle de lágrimas) hacia la otra vida, en la que todo el sufrimiento alcanza un sentido. La sustitución de la vida efectiva por la vida en un más allá funda la serie de obligaciones morales recogidas por la doctrina cristiana, imponiendo un modelo de vida contrario a la propia vida: el del asceta, el del santo. Existencias que hacen de la vida una constante preparación para la muerte. ¿Qué representa, entonces, la moral cristiana? Un síntoma de decadencia. Un sistema de normas que niega lo único valioso: la propia existencia. Su efecto es la debilitación de la propia vida. Por eso, Nietzsche la denomina “moral de esclavos” o “moral de rebaño”. Dios representa el fundamento trascendente de la moral platónico-cristiana. Encarna el “otro mundo” al que se sacrifica la vida efectiva. Por eso, si Dios ha representado hasta ahora la gran objeción contra la vida, Dios debe ser negado, negando así la responsabilidad ante Dios. De este modo, se redime el mundo.

“Voy a reducir a fórmula un principio. Todo naturalismo en la moral, es decir, toda moral sana está regida por un instinto de la vida, - un mandamiento cualquiera de la vida es cumplido con un cierto canon de “debes” y “no debes”, un obstáculo y una enemistad cualesquiera en el camino de la vida quedan con ello eliminados. La moral contranatural, es decir, casi toda moral hasta ahora enseñada, venerada y predicada se dirige, por el contrario, precisamente contra los instintos de la vida, - es una condena, a veces encubierta, a veces ruidosa e insolente, de esos instintos. Al decir “Dios ve el corazón”, la moral dice no a los apetitos más bajos y más altos de la vida y considera a Dios enemigo de la vida... El santo en el que Dios tiene su complacencia es el castrado ideal... La vida acaba donde comienza el “reino de Dios”...”

Nietzsche, El crepúsculo de los ídolos, p. 57.

2. La crítica de la metafísica Ahora bien, esta moral contranatural se fundamenta en una interpretación de la realidad: un “error” metafísico cometido por Platón, que atraviesa toda la historia del pensamiento: la distinción entre “mundo verdadero” y “mundo aparente”. El desenmascaramiento de este error metafísico es, por tanto, la condición para liberarnos de esa moral contranatural. El trabajo de genealogía se desarrolla en los planos ontológico (cuestión del ser) y gnoseológico (cuestión del conocimiento).

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A) Aspecto ontológico de la crítica a la metafísica El error fundamental en que se asienta la metafísica tradicional es la creencia en la antítesis de los valores. Desde Platón, se ha creído que las cosas de valor supremo (bien, belleza, verdad…) tienen un origen propio, que no pueden derivar en absoluto de este mundo terreno y efímero, sino que encuentran su fundamento en “otra realidad” trascendente (Dios). Para justificar una serie de valoraciones, ha sido necesario inventar un mundo distinto de éste que, por tanto, tiene categorías totalmente contrapuestas. Frente al mundo aparente que habitamos, postula un mundo verdadero. El rasgo decisivo de esta ontología es su carácter estático. Interpreta el ser como eternidad (permanente e inmutable) por oposición al modo de ser efectivo del mundo tal y como se nos da, que se manifiesta como devenir (temporal y cambiante). Según Platón, el mundo en el que efectivamente habitamos, el mundo sensible, es el reino de lo aparente: el incesante movimiento de destrucción y creación, que implica orden y desorden, día y noche, Apolo y Dionisos; el territorio donde las cosas son y no son, donde nada es estable y verdadero, donde impera el cambio, el desorden y la inestabilidad. Habitamos en el orden de lo aparente, de lo que es siempre distinto: esta mesa distinta de aquella, este hombre de aquel otro. Un reino donde nada es verdad, porque todo se desvanece en un infinito movimiento de nacimiento y muerte. Porque nada en el mundo efectivo es sólido y estable, se necesita algo trascendente que haga que las mesas sean mesas y los hombres sean hombres, y eso es la idea. Son las ideas, esas realidades inteligibles que pueblan el reino donde las cosas son eternas y verdaderas, siempre iguales, lo que sostiene y da solidez al mundo del devenir. Por eso, el mundo efectivo es devaluado a apariencia, mero reflejo de un mundo verdadero que se encuentra en un más allá de orden inmutable. Como el mundo tal y como se presenta es irregular, informe, incomprensible, se hace necesario buscar un fundamento trascendente que le preste orden y lo haga comprensible. Sin embargo, sostiene Nietzsche, esta interpretación del ser se funda en una decisión que no es en absoluto racional, sino moral: el prejuicio de los filósofos contra la vida. La vida es finitud: posee un carácter trágico. Implica la muerte, el dolor, la vejez, el sufrimiento. Y el hombre es consciente de todo ello. Precisamente por eso se hace difícilmente soportable. El “error platónico”, que busca un fundamento trascendente de la propia vida, depende, en última instancia, de una valoración negativa de la vida. Como ésta resulta insoportable por sí misma, se necesita otra cosa que la justifique. Este argumento es expuesto al analizar las cuatro tesis sobre la falsa concepción tradicional del ser, que Nietzsche propone en El crepúsculo de los ídolos (p.49-50):

1) “Las razones por las que este mundo ha sido calificado de aparente por el metafísico

fundamentan, antes bien, su realidad; otra especie distinta de realidad es absolutamente indemostrable”. Esto es, la realidad es devenir. Existencia es cambio. Y ésta es la única y primitiva verdad. El hecho fundamental. Los conceptos creados por la metafísica no tienen consistencia por sí mismos, y por tanto es absurdo afirmar que son más reales que el propio devenir.

2) “Los signos distintivos que han sido asignados al ser verdadero de las cosas son los signos distintivos del no-ser, de la nada”. Como las categorías de la razón (mundo verdadero) se construyen en oposición al mundo aparente, de los sentidos, siempre cambiante, su resultado es una ilusión óptico-moral: de la creencia de que el devenir

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del ser es un error de nuestros sentidos solo pueden brotar categorías a costa de su negación (nada): cosificando y petrificando el cambio.

3) “Inventar fábulas acerca de otro mundo distinto de éste no tiene sentido, presuponiendo que no domine en nosotros un instinto (...) de resentimiento frente a la vida”. Aquí se desenmascara la valoración de la que depende el sistema platónico: si el único mundo efectivo es el sensible; si las categorías del ser verdadero son un “no-ser”, entonces, ¿qué hace que Platón sostenga su existencia? Una valoración: el sentido de la invención del “mundo verdadero” es poder vivir con cierto “reposo, seguridad y calma”: hacer soportable el devenir. El carácter finito y trágico de la existencia es insoportable por sí mismo, y por eso se necesita un fundamento trascendente: otro mundo que le dé sentido. En el fondo de la metafísica platónica late, por tanto, solo resentimiento contra la vida efectiva: la impotencia para soportar el dolor, el sufrimiento y la muerte.

4) “Dividir el mundo en un mundo verdadero y en un mundo aparente, ya sea al modo del cristianismo, ya sea al modo de Kant (...) es un síntoma de vida descendente”. La división entre mundo verdadero y aparente es la esencia del pensamiento occidental, de toda la historia de la filosofía desde Platón: un artificio que expresa el mismo resentimiento contra la vida. Su consiguiente producto: una moral contranatural que defiende valores que niegan la vida.

B) Aspecto epistemológico de la crítica a la metafísica Al mostrar cómo el pensamiento platónico nace de un instinto de resentimiento contra la vida, Nietzsche ha dado el primer paso para arruinarlo. Sin embargo, falta un segundo paso: desenmascarar el “instinto de verdad” que parece dirigir el trabajo de la razón, reduciendo todo presunto conocimiento verdadero a ilusión. Esta tesis es el contenido fundamental de Sobre verdad y mentira en sentido extramoral (1873). En efecto, la razón no tiene como fin primario conocer. El instinto de verdad no es originario. Hay otro instinto más fundamental, que es el instinto de vida. La actividad de la razón se encuentra sometida al interés último y absoluto de la vida humana. Por eso, hay que interpretarla (a la razón) como un medio de conservación del individuo. Igual que los ciervos disponen de astas, y el tigre de garras, el hombre, desprovisto de otros recursos, cuenta con la razón para conservar su existencia. Si esto es así, entonces el intelecto no tiene por qué tener como fin alcanzar un conocimiento verdadero. Al contrario, sostiene Nietzsche, su efecto más general es ilusión. La ilusión más poderosa es, precisamente, la del conocimiento puro. De hecho, el instinto de verdad encuentra su origen en un tratado de paz que nace de la necesidad de vivir juntos. Porque queremos vivir, y para ello hemos de coexistir con otros hombres, tenemos necesidad de la verdad: una designación de las cosas uniformemente válida y obligatoria, que permita el entendimiento mutuo. Verdad es, por tanto, convención. La valoración negativa de la mentira no procede, por tanto, del amor por la verdad, sino de los efectos perjudiciales de ser engañado. No se ama la verdad por sí misma, sino los efectos agradables de la verdad. El conocimiento puro resulta tan indiferente, que se prefiere la mentira si resulta perjudicial para la vida.

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Para justificar esta tesis, Nietzsche analiza el medio con el cual el intelecto pretende penetrar y comprender lo real: el lenguaje. Contra la tradición, que piensa el lenguaje como un medio transparente, en el cual las cosas se manifiestan tal y como son, Nietzsche sostiene que el lenguaje posee un carácter metafórico que lo convierte en un medio espeso y deformante, inútil para captar la esencia de la realidad. Para demostrar esta idea, estudia el proceso de formación de los conceptos. Toda palabra se convierte en concepto desde el momento en que deja de servir justamente para la vivencia original, única e individual a la que debe su origen. Un concepto es una palabra que pretende servir para significar una multiplicidad de cosas o realidades individuales que, rigurosamente hablando, nunca son idénticas. El concepto “hoja”, prescinde arbitrariamente de las diferencias individuales de cada hoja, provocando la representación universal de “hoja”, como si en la naturaleza hubiera algo fuera de las hojas individuales y únicas de las que tenemos la vivencia original, una especie de forma universal que sirviera de modelo para conocer todas las hojas. Sin embargo, no hay ninguna forma original (idea; esencia) que asegure la validez de los conceptos. Al contrario, la descripción de la formación del concepto responde a tres transformaciones cuyo resultado es una ilusión. La primera, la transformación de la sensación a la imagen (de la experiencia subjetiva de la dureza de la piedra a la imagen de “lo duro”); la segunda, la transformación de la imagen a la palabra (de la imagen de dureza, al sonido articulado que lo expresa); la última, la transformación de la palabra en concepto (que expresa la pretensión de la palabra de valer para una multitud de realidades individuales). ¿Qué son, entonces, los conceptos? “metáforas de las cosas”: aproximaciones que proyectan la experiencia del sujeto (el efecto que la cosa produce en el sujeto), pero que no manifiestan la esencia de la cosa. Una Interpretación que refleja una determinada perspectiva: una experiencia subjetiva del mundo. De este modo, se demuestran dos cosas: primero, que el lenguaje no permite conocer la esencia de lo real. La formación del concepto no surge de una relación causal entre el mundo y el lenguaje. El concepto no guarda ningún vínculo con lo real. Lo real es inaccesible al lenguaje. Los conceptos, por tanto, no son instrumentos válidos para expresar la realidad: solo expresan el modo como lo real afecta al sujeto, pero no la esencia de la cosa, que permanece como una “enigmática X” inaccesible. Después, que esta abstracción es el modo como el ser humano hace frente al devenir, creando un orden piramidal por castas y grados, un mundo nuevo de leyes, privilegios, subordinaciones y –sobre todo- fijaciones de límites; que da orden y hace inteligible al cambio. La consecuencia de esta descripción del funcionamiento del lenguaje es la supresión de la diferencia entre verdad y mentira. Decimos que algo es verdadero como resultado, primero, del uso y la costumbre, esto es, la convención social, que nos habitúa a ciertas interpretaciones necesarias para la vida social; y, después, del olvido, mecanismo decisivo a través del cual se fija el sentido de lo real. Si esto es así, entonces la verdad no es más que un conjunto de generalizaciones, ilusiones que la costumbre, unida al olvido del origen, han venido imponiendo, y cuya naturaleza desconocemos: “metáforas que se han vuelto gastadas y sin fuerza sensible, monedas que han perdido su imagen y que ahora ya no se consideran como monedas, sino como metal” (Sobre verdad y mentira en sentido extramoral, p. 45). Si no hay diferencia entre lo verdadero y lo falso, entonces todo es Interpretación.

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La crítica al conocimiento arrasa igualmente las ciencias positivas, fundadas en una matematización de lo real. Tampoco en ella se penetra en la esencia de las cosas. Al contrario, es un tipo de conocimiento que se basa en establecer una relación cuantitativa con ellas. El conocimiento del positivista reduce la realidad a número, a cantidad, anulando las diferencias cualitativas realmente existentes en las cosas. ¿Qué es, entonces, una ley de la naturaleza? Nada que conozcamos en sí, sino una suma de relaciones que conocemos sólo por sus efectos, y, a su vez, por su relación con otras leyes de la naturaleza que sólo son sumas de relaciones. Los hechos sometidos a las leyes nos resultan totalmente incomprensibles en cuanto a su esencia. De hecho, afirma Nietzsche, recordando a Kant, lo único que conocemos de ella es lo que nosotros hemos puesto: “el tiempo, el espacio, es decir, relaciones de sucesión y números”. El orden que admiramos en las leyes de la naturaleza se asienta sólo en la rigidez matemática y en la inviolabilidad de las representaciones del espacio y del tiempo, representaciones que el ser humano produce con la misma necesidad con que la araña segrega y teje su tela. De este modo, las ciencias positivas poseen la misma lógica reductora de las diferencias de la metafísica occidental, es decir, suponen una ontología que trata el devenir del ser como si fuera una apariencia. La matematización de la realidad estabiliza la relación del hombre con el mundo, proporcionando un conocimiento externo, sin penetrar en la esencia de las cosas. No producen conocimiento, sino solo dominio de la naturaleza.

2. LA MUERTE DE DIOS: DIAGNÓSTICO DEL PRESENTE Sin embargo, el tiempo dominado por la metafísica platónico-cristiana ha llegado a su fin. El propio desarrollo de la filosofía ha aniquilado su fundamento. Y con ello entramos en una nueva etapa de la historia en la que el hombre moderno se hunde en el nihilismo. El nihilismo, en Nietzsche, no es una doctrina filosófica, sino el diagnóstico que pretende captar la esencia del destino de occidente. La ruina de esa interpretación del mundo nacida de depositar los valores en un mundo verdadero (opuesto al mundo sensible) supone la destrucción del fundamento suprasensible que sostenía el sentido del mundo. Nihilismo es la esencia de esa época que ha negado la metafísica occidental y, como consecuencia, ha destruido el fundamento sobre el que se sostenía. “Dios ha muerto” es la metáfora central para explicar este hecho. No se trata de una tesis teológica que requiera demostración, sino una constatación: habitamos en una época en que Dios, encarnación del fundamento suprasensible que daba sentido al mundo y a nuestra existencia, deja de ser tenido en cuenta para vivir. Su efecto: nos encontramos ahora perdidos y desorientados. Hemos perdido la brújula, la regla trascendente que señalaba el norte. Sin fundamento trascendente, ya no hay referente que permita distinguir lo bueno de lo malo, lo verdadero de lo falso. El hombre moderno, perdido y desorientado, es el “último hombre”, ése que ya no habita en el horizonte de la metafísica platónico-cristiana que da valor al mundo a partir de una instancia trascendente, pero que, por eso mismo, tampoco es capaz de encontrar ningún valor. Ese que se hunde en un relativismo plano donde nada vale nada, donde nada significa nada: el reino del absurdo y la perplejidad.

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“El frenético. – ¿No habéis oído hablar de aquel hombre frenético que en la claridad que precede al mediodía encendió una linterna, corrió al mercado y gritaba incesantemente: “¡Busco a Dios!” – Como allí se encontraban muchos de aquellos que no creen en Dios, provocó una gran risa. ¿Es que Dios se ha perdido? Decía uno. ¿Se ha extraviado como un niño? Decía otro. ¿O es que está escondido? ¿Tiene miedo de nosotros? ¿Se ha hecho a la mar? ¿Ha emigrado? – así gritaban y reían en revoltijo. El frenético saltó en medio de ellos y los atravesó con sus miradas. “¿Dónde está Dios? –gritó–, ¡os lo diré! ¡Nosotros lo hemos matado – vosotros y yo! ¡Todos nosotros somos sus asesinos! Pero ¿cómo hemos hecho esto? ¿cómo hemos podido bebernos el mar? ¿Quién nos dio la esponja para borrar el horizonte entero? ¿Qué hemos hecho, que hemos soltado esta tierra de su sol? ¿Hacia dónde se mueve ahora? ¿Hacia dónde nos movemos? ¿Lejos de todos los soles? (...) ¿no erramos como a través de una nada infinita? ¿No nos sopla de frente el espacio vacío? ¿No hace más frío? ¿No viene siempre la noche y siempre más noche? ¿No tienen que ser encendidas linternas en plena mañana? ¿Todavía no oímos nada del tumulto de los enterradores que enterraron a Dios? ¿Todavía no olemos nada de la divina corrupción? - ¡también los dioses se pudren! ¡Dios ha muerto! ¡y nosotros lo hemos matado! ¿Cómo nos consolaremos, los asesinos de todos los asesinos? Lo más sagrado y más poderoso que el mundo hasta ahora poseyó se ha desangrado bajo nuestros cuchillos - ¿quién borrará de nosotros esta sangre? ¿Con qué agua podríamos purificarnos? ¿Qué ceremonias de expiación, qué juegos sagrados, habremos de inventar? ¿No es la grandeza de este acto demasiado grande para nosotros? ¿No tenemos que devenir dioses nosotros mismos para, al menos, parecer dignos de ella? ¡Nunca tuvo lugar un acto más grande – y, para siempre, quien nazca después de nosotros pertenece, en virtud de este acto, a una historia más alta de lo que toda historia lo fue hasta ahora!”.

Nietzsche, La gaya ciencia, § 125.

Por eso, el nihilismo es un momento decisivo. Impone una tarea que obliga a un salto mortal: o bien se permanece en este estado de desorientación, o bien se realiza una reflexión sobre el ser capaz de superar el gesto platónico dominante en toda la historia de la metafísica. Esta es la opción iniciada por Nietzsche, en boca del profeta Zaratustra, en Así habló Zaratustra (1883-1884). 3. EL MENSAJE DEL PROFETA: UNA METAFÍSICA SIN METAFÍSICA La crítica nietzscheana ha desenmascarado el carácter artificioso de la oposición metafísica entre devenir y permanencia, entre apariencia y verdad, y ha suprimido, con ello, la diferencia entre mundo verdadero y mundo aparente. Esto le coloca ante un supremo reto: pensar una “metafísica sin metafísica”, una meditación sobre el ser que no ponga el ser más allá del devenir, que no afirme otro mundo, porque el fundamento trascendente, Dios, ha muerto. Una metafísica que piense y acepte el devenir como esencia del ser, y que no consista en enmascarar este hecho. El “mensaje de Zaratustra”, su “ciencia alegre”, contiene cuatro conceptos fundamentales: voluntad de poder, transvaloración de los valores, eterno retorno y superhombre.

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3.1. Voluntad de poder Al criticar la metafísica tradicional, Nietzsche descubrió que lo que tomamos por realidad es solo el resultado de una interpretación que responde a las exigencias de la vida. La diferencia entre verdad y mentira ha sido eliminada. Verdad es Interpretación, esto es, Ilusión. Por tanto, la cuestión de la verdad adquiere un nuevo sentido. La verdad tradicional era objetividad: adecuación entre mi conocimiento y el mundo. Pero si el lenguaje es incapaz de manifestar la esencia de lo real, entonces la cuestión de la verdad como objetividad se derrumba. Sin embargo, la palabra “verdad” sigue teniendo sentido. Experimentamos la diferencia entre conocimiento verdadero y aparente. Todo es interpretación, pero hay ciertas interpretaciones que constituyen el modo de pensar de una época. ¿Cuál es su fundamento? No las cosas, sino la voluntad de poder. Nos hundimos en un mundo donde Verdad se iguala a Mentira (ilusión), pero donde ciertas “mentiras” resultan ser necesarias para la vida. Y eso introduce una diferencia decisiva entre las distintas formas de ilusión. Todo conocimiento es ilusión, sí. La brecha entre verdad y mentira se derrumbó, sí. Pero eso no significa que todo se hunda en el vacío. Hay ciertas ilusiones que son indispensables para vivir, y eso les da consistencia y validez. Eso las convierte en “verdad”. Ahí encuentra su único fundamento nuestro conocimiento: tomamos por “verdaderas”, en este sentido, ciertas ilusiones útiles para que la vida se afirme y se establezca dentro del cambio constante. La verdad es, entonces, esa ilusión necesaria para vivir. De este modo, la diferencia entre verdadero y falso se rehabilita desde este nuevo fundamento: todo conocimiento es interpretación, porque su origen siempre es una valoración (un acto de voluntad); pero verdad es esa ilusión que favorece la vida; falsedad, ésa que la niega. Suprimida la capacidad del lenguaje para referir al ser, de la razón para conocer, el único criterio de la verdad es la vida: el instinto de verdad se somete al instinto de vida. Verdad es, por tanto, esa determinada interpretación (valoración) que incrementa la vida. Un error, sí, que se ha impuesto a través de la costumbre y el olvido, sí, pero que adquiere consistencia y solidez porque es “aquella clase de error sin el que una determinada especie de seres vivos no podrían vivir. El valor para la vida es lo que decide en última instancia”. Este es el sentido esencial de la radicalidad del pensamiento nietzscheano: todo es interpretación. Y el concepto de voluntad de poder constituye el anclaje último de cualquier interpretación. Por encima de la voluntad de verdad, hay una voluntad de vida de la que depende todo, y que impone sus condiciones. Voluntad de poder es voluntad de apariencia, voluntad de ilusión respecto de cualquier pretensión de conocimiento acerca del mundo. Esta voluntad es más profunda que la voluntad de verdad del mundo suprasensible, porque nace del modo auténtico del ser: el devenir; y sabe que la razón no podrá jamás abarcarlo, totalizarlo ni simplificarlo en sus categorías. Ahora bien, ¿por qué ciertos errores son, en cada época de la historia, la “verdad”? La Voluntad de poder es el propio impulso de la vida hacia su crecimiento y ampliación, es el fundamento de toda interpretación. Expresa un impulso de afirmación que no consiste en mero “poder”. No consiste simplemente en conservar, retener o perseverar en el ser. Es un querer poder: es un impulso que busca incrementar y plenificar ese poder. La vida no sólo busca subsistir. Busca intensificarse, ampliar su ser más allá de sí misma. Cada valoración, cada “error”, constituye las condiciones históricas de conservación y aumento de la vida. La historia es el resultado de este impulso de la vida hacia más allá de sí misma. Cada una de las configuraciones históricas del mundo (la ciencia, el arte, la política que definen y diferencian el mundo griego del medieval

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y del moderno) supone la consolidación de una determinada valoración (esto es, de una interpretación). Cada Interpretación (lo que en cada época es “verdad”) tendrá, por tanto, una duración relativa a su capacidad de incrementar el poder, esto es, de intensificar la vida. Por tanto, la voluntad de poder se manifiesta en la serie de configuraciones históricas del mundo. 3.2. Transvaloración de los valores El nihilismo del que hemos hablado anteriormente es lo que Nietzsche llama nihilismo en sentido negativo. Expresa la situación de pérdida de valor de todo tras la desaparición de su fundamento trascendente (la muerte de Dios). Sin mundo verdadero, tampoco hay mundo aparente. ¿Se hunde el mundo en el vacío? El problema, por tanto, es éste: ¿puede haber valores sin un fundamento trascendente –sin Dios?, ¿qué sostiene esa valoración: qué da sentido? La transvaloración de los valores supone un nihilismo en sentido positivo: el fulgor y brillo de un sentido que brota de lo devaluado por sí mismo, sin necesidad de justificación externa. En efecto, si Dios ha muerto, y nada externo y trascendente sostiene los valores que dan sentido a lo que hay, a cada una de las producciones humanas, entonces es nuestra obligación asumir la ausencia del fundamento. Ahora bien, eso no significa necesariamente la pérdida de sentido. El devenir, lo que hay tal y como está dado, puede convertirse en algo que no necesita de ningún valor absoluto y externo que lo justifique, que no necesita de ninguna otra cosa que lo sostenga. El sentido puede ser algo inherente a la propia vida, expresa la propia plenificación de la existencia liberada de la necesidad de ser justificada por otra cosa, de una finalidad externa que le dé valor. La vida no necesita excusas. La vida es porque sí. Esta valoración transforma radicalmente nuestra experiencia del mundo: si las cosas son porque sí, si no necesitan ser justificadas, entonces nuestro modo de estar en el mundo, nuestra moral, puede ser la de la “suprema inocencia del niño que juega”. Dios ha muerto. Nada tiene valor. Y tampoco tiene sentido, porque se ha revelado como farsa, buscar un fundamento externo a la propia vida. ¿Podemos aún vivir? Sí, si me convierto en la fuente del valor: si acepto el dolor, el sufrimiento y la tragedia. Si soy capaz de afirmar lo que hay tal y como es: de proclamar un “santo sí” a la vida, tal y como es –precaria, trágica, dolorosa, finita. Por ese “santo sí”, por ese gesto de voluntad que quiere y ama la tierra, el hombre se transforma. Nuestra finita estancia en el mundo se convierte en “goce”, “danza” y “juego”. Una vez que dejamos de preocuparnos por el porqué de nuestra existencia, sólo queda experimentar la alegría simple e inmediata de existir: la plenitud de sentido de estar aquí y ahora. Este gesto es relatado por Nietzsche en el primer discurso de Zaratustra, donde narra las tres metamorfosis del espíritu: del camello (símbolo de obediencia y sumisión a los valores tradicionales) al león (símbolo nihilista de negación y ruptura con esos valores), y del león al espíritu del niño: símbolo de inocencia y afirmación plena de la vida, sin necesidad de ultramundos donde consolar la angustia producida por la incapacidad de soportar el carácter trágico de lo real.

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“Tres transformaciones del espíritu os menciono: cómo el espíritu se convierte en camello, y el camello en león, y el león, por fin, en niño.

Hay muchas cosas pesadas para el espíritu, para el espíritu fuerte, de carga, en el que habita la veneración: su fortaleza demanda cosas pesadas, e incluso las más pesadas de todas. ¿Qué es pesado? Así pregunta el espíritu paciente, y se arrodilla, igual que el camello, y quiere que se le cargue bien. (...) Con todas estas cosas, las más pesadas de todas, carga el espíritu de carga: semejante al camello que corre al desierto con su carga, así corre él a su desierto.

Pero en lo más solitario del desierto tiene lugar la segunda transformación: en león se transforma aquí el espíritu, quiere conquistar su libertad como se conquista una presa y ser señor en su propio destino. Aquí busca a su último señor: quiere convertirse en enemigo de él y de su último dios, con el gran dragón quiere pelear para conseguir la victoria. ¿Quién es el gran dragón, al que el espíritu no quiere seguir llamando señor ni dios? “Tú debes” se llama el gran dragón. Pero el espíritu del león dice “yo quiero”. (...) Crear valores nuevos – tampoco el león es aún capaz de hacerlo: más crearse libertad para un nuevo crear – eso sí es capaz de hacerlo el poder del león. Crearse libertad y un no santo incluso frente al deber: para ello, hermanos míos, es preciso el león.

(...) Pero decidme, hermanos míos, ¿qué es capaz de hacer el niño que ni siquiera el león ha podido hacer? ¿Por qué el león rapaz tiene que convertirse todavía en niño? Inocencia es el niño, y olvido, un nuevo comienzo, un juego, una rueda que se mueve por sí misma, un primer movimiento, un santo decir sí. Sí, hermanos míos, para el juego de crear se precisa un santo decir sí: el espíritu quiere ahora su voluntad, el retirado del mundo conquista ahora su mundo.”

Nietzsche, Así habló Zaratustra, I, “De las tres transformaciones”

3.1. El eterno retorno Ahora bien, esta afirmación, este santo sí que quiere la vida, encuentra un límite absoluto: el tiempo y su fue. Es este límite el origen del resentimiento contra la vida: fija un límite absoluto que impide la asunción completa de la vida. Impotentes, huimos ante ella. La barrera, el límite absoluto a la voluntad, es que la vida siempre ya ha sido, siempre queda a nuestra espalda, en la esfera de la necesidad del pasado. El pasado es, por definición, lo que queda más allá de nuestra voluntad, eso que siempre escapa a nuestro poder de elección. Nosotros tenemos sólo poder frente al futuro, que nos abre el horizonte donde podemos proyectar nuestra existencia. Frente al pasado, la vida no puede nada. Lo que pasa dejó de ser posibilidad, es ya necesidad. El paso del futuro al pasado significa el paso de lo posible a lo necesario. La impotencia frente al pasado constituye el límite absoluto para una voluntad que quiere la vida, provocando el fracaso del gesto de afirmación. La doctrina del eterno retorno es el concepto fundamental de la ontología nietzscheana, mediante el que se explica la esencial identidad entre ser y devenir y que le permitirá a Nietzsche hacer de la voluntad de poder el concepto clave de toda su filosofía. Si lo específico de la metafísica platónica era la caracterización del mundo sensible como “lo que pasa”, “lo

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que cambia”, el devenir, frente al ser verdadero, permanente, inmutable y eterno de la idea, la doctrina del eterno retorno nietzscheana es una “metafísica sin metafísica” que pretende devolver al devenir (al mundo tal como es, a la existencia finita, mortal, perecedera) el valor de eternidad, que, a partir de Platón y en el pensamiento cristiano que lo hereda, había quedado relegado a otro mundo. La doctrina del eterno retorno consiste en una meditación acerca del tiempo. Toda la metafísica concibe el tiempo como algo lineal. En esta concepción, el instante no significa nada. Es aquello inmediatamente superado por otro instante, y por otro, y por otro, dentro de una infinita sucesión. Cada instante recibe su significado por lo que viene después, esto es, por el sentido total de la serie temporal. En sí mismo, es vacío. De este modo, el tiempo presente sólo tiene sentido desde un “futuro” nunca realizable que le da sentido. El presente es siempre sacrificado por algo que está por llegar. Proponer una concepción del tiempo circular significa plenificar el instante, valorar el presente. Un tiempo circular significa pensar una eterna repetición de lo mismo, que produce la transformación del instante pasajero en un tiempo eterno. La repetición infinita hace infinito (eterno) al propio instante. Hace eterno, y por tanto infinitamente valioso, lo que sucede aquí y ahora. No por lo que vaya a suceder después, sino simplemente porque está sucediendo ahora. Por eso, devuelve un valor absoluto al tiempo presente, el gran sacrificado de la concepción lineal. La doctrina del eterno retorno no pretende ser una teoría materialmente verdadera o falsa. Sólo un pensamiento que permite imprimir al devenir (lo cambiante) el carácter del ser (lo permanente, lo eterno, lo absoluto). Pensar que cada instante va a retornar, va a repetirse infinitamente es el modo de pensar mi presente, mi aquí y ahora, con independencia de cualquier hipotético futuro, como lo absolutamente valioso, como el único tiempo en que puede habitar un ser humano. 3.3. El superhombre (Übermensch) La doctrina del eterno retorno constituye la condición para liberarnos del resentimiento contra la vida al transformar el pasado en futuro: ampliando infinitamente la voluntad. El tiempo circular hace que no haya pasado. Todo es futuro y todo es pasado a la vez. Ahora bien, transformar el pasado en futuro significa ampliar el horizonte de mi voluntad. El pasado es puesto ante mí, y sobre él también puedo decidir. Mi pasado no sólo tiene que ser negado o aceptado: también puede ser querido por mí. Mi pasado se convierte en acto de mi voluntad. Me permite decir que las cosas que ya han pasado son ahora queridas por mí. En otras palabras: me permite hacerme responsable por entero de mi existencia. Me permite querer todo lo que soy, asumir mi vida por entero: toda la vida, sin necesidad ni de pena ni de resignación. Todo lo que soy puede ser querido por mí, también lo pasado. Con ello, Nietzsche logra superar la dificultad que le impedía extender la voluntad de poder como concepto clave para comprender todo lo real, porque la voluntad de poder conquista el tiempo. Ahora bien, la doctrina del eterno retorno plantea la decisión suprema: ¿puedo querer todo lo que soy? ¿puedo querer que una y otra y otra vez vuelva el dolor, el sufrimiento, la alegría, la impotencia y el malestar y la muerte? ¿puedo tener la suficiente valentía como para querer vivir

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mi existencia una, y otra, y otra vez? ¿puedo querer pasar otra vez por ese trauma, por ese mal trago, por ese fracaso, por esa decepción? Elegir querer todo lo que soy, no huir de sí mismo, produce el superhombre: es el resultado de esta decisión práctica sobre la vida por la cual yo me asumo por entero, me hago absolutamente responsable de todo lo que soy. Éste es el único contenido de la “moral del hombre superior”. Si el único tiempo es el ahora, si cada instante posee valor de eternidad, entonces el hombre, convertido en superhombre, hará del presente su pasado y su futuro, de manera que cada acto se carga de una responsabilidad radical: la absoluta libertad y goce que da vivir sólo el presente, de una manera absolutamente responsable de cada uno de los instantes que componen la vida.

“El más pesado peso. – Qué ocurriría si un día, o una noche, un demon se deslizase en tu más solitaria soledad y te dijese: “Esta vida, tal como ahora la vives y la has vivido, tendrás que vivirla una vez más e innumerables veces más; y no habrá nada nuevo en ella, sino que cada dolor y cada placer y cada pensamiento y cada suspiro y todo lo indeciblemente pequeño y lo indeciblemente grande de tu vida ha de retornar para ti, y todo en la misma serie y sucesión – e incluso esta araña y este claro de luna entre los árboles, e incluso este instante y yo mismo. El eterno reloj de arena de la existencia es siempre de nuevo vuelto - ¡y, con él, tú, partícula de polvo entre el polvo!” - ¿Te arrojarías al suelo, rechinando de dientes, y maldecirías al demon que te hablaba así? O has vivido un enorme instante en el que le responderías: “¡Tú eres un dios y jamás he oído nada más divino!” Si aquel pensamiento adquiriese poder sobre ti, a ti, tal como tú eres, te transformaría y, quizá, te aplastaría; ¡la pregunta “¿quieres tú esto una vez más e innumerables veces más?”, a propósito de todo y de cada cosa, estaría como el más pesado peso sobre tu actuar! O ¿cómo tendrías que estar a bien contigo mismo y con la vida para no aspirar a nada más que a esta última, eterna confirmación y sanción?”.

Nietzsche, La gaya ciencia

Ahora bien, el superhombre no existe. A nosotros, nihilistas del siglo XXI, sólo nos queda preparar la venida hacia el superhombre mediante lo que Nietzsche llamó la “gran política”. Esto quiere decir que el superhombre es sólo un modelo, una guía a la que podemos y debemos aspirar. Porque nosotros, nihilistas, sólo somos “el último hombre”: el puente hacia el superhombre, un ser en constante camino hacia esta revaloración de la vida. Dios ha muerto, y eso nos hace enteramente responsables de nuestra existencia.