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Revista Colombiana Revista Colombiana Revista Colombiana Revista Colombiana Revista Colombiana de Antropología de Antropología de Antropología de Antropología de Antropología Volumen 39, enero-diciembre 2003, pp. 7-39 NATURALISMO Y REALISMO EN ETNOGRAFÍA URBANA. Cuestiones metodológicas para una antropología de las calles MANUEL DELGADO UNIVERSITAT DE BARCELONA [email protected] Resumen E STABLECER LAS BASES PARA UNA ETNOGRAFÍA DE LA CALLE COMO ESPACIO SOCIAL REQUIE- re un balance previo relativo a la vigencia de los modelos teóricos pro- curados por la tradición de la antropología social y a cuáles pueden ser los instru- mentos de registro y descripción adecuados. En relación con esto último, el papel central que desempeñarían los estilos etológicos y no intrusivos de observación hace pertinente una reflexión sobre la necesidad de restaurar la predisposición naturalista en el trabajo de campo etnográfico, así como el protagonismo en cierto modo perdido de la descripción en los informes resultantes. Hablar de naturalismo supone, en este caso, no sólo evocar un cierto tipo de investigación científica; implica también solicitarle a la an- tropología que asuma como propia una cierta manera de mirar característi- ca del naturalismo literario, pictórico o cinematográfico. PALABRAS CLAVE: etnografía urbana, metodología, naturalismo, comporta- miento, observación científica, representación. Abstract E STABLISHING THE BASIS FOR AN ETHNOGRAPHY OF THE STREET, CONCEIVED AS A social space, requires previously reviewing the validity of those theore- tical models used by the tradition of social anthropology as well as deter- mining the appropriate instruments for describing and recording behavior. In terms of the latter, the use of non-intrusive and ethological styles of observation makes it pertinent to reflect on the necessity of re-establishing certain naturalist predispositions in ethnographic fieldwork and the lea- ding role, now somewhat forgotten, of description in the resulting reports. In the case at hand, to speak of naturalism supposes, not only the invoca- tion of a certain type of scientific research, but also implies asking anthro- pology to assume as its own a certain manner of seeing typical of literary, representational, or cinematographic naturalism. KEY WORDS: urban ethnography, methodology, naturalism, behavior, scienti- fic observation, representation.

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R e v i s t a C o l o m b i a n aR e v i s t a C o l o m b i a n aR e v i s t a C o l o m b i a n aR e v i s t a C o l o m b i a n aR e v i s t a C o l o m b i a n a d e A n t r o p o l o g í a d e A n t r o p o l o g í a d e A n t r o p o l o g í a d e A n t r o p o l o g í a d e A n t r o p o l o g í a

Volumen 39, enero-diciembre 2003, pp. 7-39

NATURALISMO Y REALISMO EN ETNOGRAFÍA URBANA.Cuestiones metodológicas

para una antropología de las calles

MANUEL DELGADO

UNIVERSITAT DE BARCELONA

[email protected]

Resumen

E STABLECER LAS BASES PARA UNA ETNOGRAFÍA DE LA CALLE COMO ESPACIO SOCIAL REQUIE-re un balance previo relativo a la vigencia de los modelos teóricos pro-

curados por la tradición de la antropología social y a cuáles pueden ser los instru-mentos de registro y descripción adecuados. En relación con esto último, elpapel central que desempeñarían los estilos etológicos y no intrusivos deobservación hace pertinente una reflexión sobre la necesidad de restaurarla predisposición naturalista en el trabajo de campo etnográfico, así como elprotagonismo en cierto modo perdido de la descripción en los informesresultantes. Hablar de naturalismo supone, en este caso, no sólo evocar uncierto tipo de investigación científica; implica también solicitarle a la an-tropología que asuma como propia una cierta manera de mirar característi-ca del naturalismo literario, pictórico o cinematográfico.

PALABRAS CLAVE: etnografía urbana, metodología, naturalismo, comporta-miento, observación científica, representación.

Abstract

E STABLISHING THE BASIS FOR AN ETHNOGRAPHY OF THE STREET, CONCEIVED AS A

social space, requires previously reviewing the validity of those theore-tical models used by the tradition of social anthropology as well as deter-mining the appropriate instruments for describing and recording behavior.In terms of the latter, the use of non-intrusive and ethological styles ofobservation makes it pertinent to reflect on the necessity of re-establishingcertain naturalist predispositions in ethnographic fieldwork and the lea-ding role, now somewhat forgotten, of description in the resulting reports.In the case at hand, to speak of naturalism supposes, not only the invoca-tion of a certain type of scientific research, but also implies asking anthro-pology to assume as its own a certain manner of seeing typical of literary,representational, or cinematographic naturalism.

KEY WORDS: urban ethnography, methodology, naturalism, behavior, scienti-fic observation, representation.

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ESTRUCTURA Y FUNCIÓN

EN ESPACIOS PÚBLICOS*

E S COMO SI AÚN ESTUVIERA TODO POR HACER. LA VIDA HUMANA PRE-senta todavía un inmenso continente no explorado por lasciencias sociales, hecho de toda esa profusión poco menos

que infinita de residuos que deja tras de sí la vida social antesde cristalizar y convertirse en no importa qué. La labor de laincongruencia, todo lo inconstante, lo que oscila negándose aquedar fijado. Todo lo imprevisto y lo imprevisible. No hay unahistoria, ni una sociología, ni una geografía de lo irrelevante, delo sobrante luego de aplicar lo que –evocando el título de unaconocida pieza de Bach– bien podríamos llamar el objeto deconocimiento bien temperado, sumiso al método, obediente aldiscurso, dócil al lenguaje. En el caso de los antropólogos, al-guien, alguna vez, debería consagrarse a recoger todos los des-cartes etnográficos –el equivalente de lo que Foucault llama los

descartes enunciativos en cualquiercampo del saber–, todo lo que nocupo en los informes finales; todolo que, aun estando ahí, no se pudoo no se quiso tomar en cuenta.

Se antoja que esa pérdida masivade información –lo que se resistió,en su día, a darle la razón a nuestrashipótesis o todo lo que estuvo a pun-to de desmentir la infalibilidad denuestros diseños formales de inves-tigación– resulta especialmenteabundante en marcos definidos poruna aceleración máxima de la com-plejidad. Entre ellos acaso destaquenlos espacios públicos urbanos, consu crónica tendencia a la saturaciónperceptual, con su aspecto estocás-tico y en perpetuo estado de altera-ción. Como reconoce Lluís Mallart alprincipio de uno de sus excelentestrabajos sobre los evuzok1, está pen-diente una etnografía de las calles,lo que equivale a decir un registro

* Un esbozo de este artículo se presentó enel marco del seminario Cuerpos/Ciudad. Lacalle compartida, impartido en agosto de 2003en el teatro Porfirio Barba Jacob de Medellín.Recuerdo con afecto los dos días posterio-res, ocupados en un debate interminable conmis amigos semióticos del posgrado de es-tética de la Universidad Nacional de Colom-bia, Jaime Xibillé, Juan Gonzalo Moreno yJairo Montoya, en casa de este último enSanta Fe de Antioquia. Mi fe en los hechosles debió parecer una especie de alta traicióno de apostasía imperdonable, y tuve que so-portar horas y horas de ataques teóricos, enel curso de los cuales fui varias veces abofe-teado argumentalmente con la anti-naturale-za de Clément Rosset. Este artículo estádedicado a ellos, así como a los profesoresMara Viveros y Carlos Miñana, cuya hospita-lidad humana e intelectual pude disfrutar pocodespués, durante mi estadía en Bogotá, invi-tado por la maestría en antropología de laUniversidad Nacional de Colombia.

1. Culminando una larga evocación de suvida de niño por las calles del barrio deSarrià, en Barcelona, antes de viajar aCamerún, primero como misionero, luegocomo etnólogo, Mallart concluye: “Quizásno habría hecho falta ir a África. La etno-grafía de la calle todavía está por hacer”(Mallart, 1992: 13).

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de esas formas de sociabilidad hiperactiva que conocen las ace-ras, los andenes, los transportes públicos, los vestíbulos de lasestaciones, los bares... La sociología y la antropología clásicasse han centrado en las estructuras estables, en los órdenes soli-dificados y en los procesos positivos, siempre en busca de lodeterminado y sus determinantes. En paralelo, haciendo pocoruido y ocupando un lugar periférico en los programas académi-cos, otros –deudores siempre de Simmel, de los teóricos de Chi-cago, de Birdwhistell y Goffman– han atendido lo pequeño, lasmigajas de lo social. Allí donde las macroteorías sociológicas oantropológicas no distinguirían más que la sombra de lógicasinstitucionales y causalidades estructurales, otros enfoquesmenores reconocían dramas, transacciones, etiquetas casi eto-lógicas que recordaban la condición biótica y subsocial de lasrelaciones humanas en público.

La cuestión, en cualquier caso, ha sido siempre la misma.¿Cómo superar la perplejidad que despierta ese puro acontecerque traspasa y constituye los espacios públicos? ¿Cómo captary plasmar luego las formalidades sociales inéditas, las improvi-saciones sobre la marcha, las reglas o códigos reinterpretadosde una forma inagotablemente creativa, el amontonamiento deacontecimientos, previsibles unos, improbables los otros? ¿Cómosacar a flote las lógicas implícitas que se agazapan bajo tal con-fusión, modelándola? Son esos asuntos los que han hecho elabordaje de la sociedad pública una de las cuestiones que másproblemas ha planteado a las ciencias sociales, que han encon-trado en ese ámbito uno de esos típicos desequilibrios entremodelos explicativos idealizados y nuestra competencia real ala hora de representar –léase reducir– determinadas parcelas de lavida social, sobre todo aquellas en que, como es el caso dela actividad social que vemos desarrollarse en las aceras de cual-quier ciudad, pueden detectarse altos niveles de complejidadlejos del equilibrio.

Ello no debería querer decir que no es posible llevar a caboobservaciones, ni elaborar hipótesis plausibles que atribuyan alo observado una estructura, ni tampoco que no sea viable se-guir los pasos que nos permitirían actuar como científicos so-ciales en condiciones de formular proposiciones descriptivas,relativas a acontecimientos que tienen lugar en un tiempo y unespacio determinados, y, a partir de ellas, generalizaciones tan-to empíricas como teóricas que nos permitan constatar –directa

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e indirectamente, en cada caso– la existencia de series de fenó-menos asociados entre sí. Lo que se sostiene aquí es que sonparticularmente agudos los problemas suscitados a la hora deidentificar, definir, clasificar, describir, comparar y analizar unaespecie de fenómenos sociales como los que tienen lugar enespacios públicos. Ahí tenemos lo que, siguiendo a Bourdieu,cabe reconocer sin duda como un campo social, como red oconfiguraciones de relaciones sociales objetivas –polémicaso no– sometidas a regulaciones tácitas, pactos prácticos y es-trategias diferenciadoras. Lo que ocurre es que las proposicio-nes y las generalizaciones deben ser aquí, por fuerza, muchomás modestas y provisionales, pero no como consecuencia delo que las tradiciones idealistas han sostenido como una singu-laridad de la naturaleza humana, sino porque las organizacionessociales cuya lógica deberíamos establecer están sometidas asacudidas constantes y presentan una formidable tendencia a lafractalidad.

Curiosamente, esa condición alterada de la vida pública –queconfirma radicalmente la apertura a lo impredecible de las con-ductas sociales humanas en general–, lejos de apartarnos delmodelo que nos prestan las ciencias llamadas naturales, hacetodavía más pertinente la adopción de paradigmas heurísticos aellas asociados, sobre todo a partir de la atención que los estu-diosos de los sistemas activos en general han venido prestandoa las dinámicas disipadoras presentes en la naturaleza. Lo quese da en llamar ciencias duras han sido las que han percibido laimportancia de atender y adaptarse a unidades de análisis que,como las sociedades humanas en momentos de tránsito o um-bral, tienden a conducirse de manera discontinua, acentral2. Enla calle, en efecto, siempre pasan cosas, y cada una de esascosas equivale a un accidente que desmiente –a veces irrevoca-

blemente– la univocidad de cual-quier forma de convivencia humana,cuando su dislocación y su fragili-dad aparecen más evidentes que decomún. A merced de una exuberan-cia informativa poco menos que ili-mitada y a la incansable tarea de zapade los continuos avatares, esa com-plejidad acelerada de la comunica-ción que conoce la vida en las calles

2. Un ejemplo de las aportaciones guía quepueden deparar las nuevas corrientes de lafísica en el estudio de la actividad social enespacios públicos lo tenemos en los traba-jos de Dirk Helbing y su equipo sobre laactividad peatonal (cf. Helbing y Monás etal., 1996). En cualquier caso, el análisis delespacio público sería uno de aquellos enque sería más pertinente la aplicación demétodos de investigación inspirados en lacibernética y el análisis de sistemas comple-jos (cf. Gutiérrez y Delgado, 1998).

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se comporta como un atractor/imán que está siempre a puntode convertir lo social en un auténtico agujero negro. A pesar deello, a pesar de la proliferación de encuentros superficiales yfugaces de que está constituida la vida urbana, podemos –y de-bemos en tanto que antropólogos sociales– hacer por reconocerla actividad teleológica de determinadas formas de relación so-cial en busca de unos mínimos de cohesión. Sólo que esa cohe-sión tiene poco que ver con la coherencia y permite reconocerlo que les cuesta a los seres humanos salvar lo que les une deese enemigo perpetuo que siempre conspira y que no es otroque el acaecer.

Un objeto de conocimiento como el descrito plantea proble-mas ciertamente importantes en orden a su formalización, pre-cisamente por estar constituido por entidades que mantienenentre sí una relación que es, por definición, inestable y frágil. Esmás, que parecen encontrar en ese temblor que las afecta el ejeparadójico en torno al cual organizarse, por mucho que siempresea en precario, provisionalmente. En su pretensión de consti-tuirse en las ciencias de un tipo determinado de sistema vivo–el constituido por las relaciones sociales entre seres humanos–la antropología y la sociología han seguido de manera preferen-te un modelo que se ha reconocido competente para analizarconfiguraciones socioculturales estables o comprometidas endinámicas más o menos discernibles de cambio social, realida-des humanas cuajadas o que protagonizan movimientos teleo-lógicos más bien lentos entre estados de relativo equilibrio. Lasciencias sociales han venido asumiendo la tarea de analizar, asípues, estructuras, funciones o procesos que de modo algunopodían desmentir la naturaleza orgánica, integrada y consecuenteque se les atribuía.

A pesar de ello, nada impide continuar insistiendo en la vali-dez de axiomas como los que han venido sosteniendo la grantradición de la antropología social europea. De acuerdo con ello,la tarea de la ciencia social continúa siendo la de explicar, en elsentido más composicional/compositivo que causal del verbo, quese trata de poner de manifiesto cómo unos hechos –y sus propie-dades– están en relación con otros hechos –y con sus propieda-des– y cómo el establecimiento de esa relación entre hechos ypropiedades puede ser reconocido como constituyendo un siste-ma, por muy inestable que sea. Las hipótesis remiten a ese obje-tivo. Otra cosa es que estemos en condiciones de elaborar leyes,

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lo que requeriría que estuviésemos dispuestos a aceptar quecualquier generalización empírica pueda verse –y se vea de he-cho– constantemente alterada en este campo por excepcionesque advierten de la presencia de un orden de fluctuaciones acti-vado y activo en todo momento. Por otra parte, el en tantasocasiones denostado principio funcionalista no deja de encon-trar, en ese contexto definido por la presencia de unidades so-ciales discretas muy inestables, un ámbito en que reconocer susvirtudes, puesto que es en la dimensión microsociológica dondepuede apreciarse mejor que en otro sitio no sólo cómo funcionaun orden societario, sino el esfuerzo de sus componentes psico-físicos por mantenerlo, luchando como pueden contra lo quesúbitamente se ha revelado como la naturaleza quebradiza detoda estructuración social.

Las implicaciones epistemológicas del espacio público comoobjeto de observación, descripción y análisis antropológicos de-ben partir de que la actividad que en él se produce se asimila a lasformas de adaptación externa e interna que Radcliffe-Brown (1996:17-21) atribuía a todo sistema social total. La matriz teórica delviejo programa estructural-funcionalista –expuesto en síntesis enla introducción a Estructura y función en la sociedad primitiva–no pierde vigencia y debería poder ramificar su propia tradiciónhacia el estudio de las coaliciones peatonales, es decir la asocia-

ción que emprenden de manera efí-mera individuos desconocidos entresí que es probable que nunca másvuelvan a reencontrarse3. El tipo desociedad que resulta de la actividadhumana en espacios públicos cum-ple, en cualquier caso, los requisi-tos que, según Radcliffe-Brown,deberían permitir reconocer la pre-sencia de una forma social. Tenemosahí, sin duda, una ecología, un nichoo entorno físico al que amoldarse,no sólo constituido por los elemen-tos morfológicos más permanentes–las fachadas de los edificios, los ele-mentos del mobiliario urbano, losmonumentos, etcétera–, sino tam-bién por otros factores mudables,

3. La definición que Radcliffe-Brown proponede proceso social se antoja especialmenteadecuada para tal fin: “Una inmensa multitudde acciones e interacciones de seres huma-nos, actuando individualmente o en combi-naciones o grupos” (Radcliffe-Brown, 1996:12). Por lo demás, es bien conocido el ascen-dente que Radcliffe-Brown tuvo sobre ErvingGoffman, el referente teórico mayor paracualquier ensayo de ciencia social de los es-pacios públicos. Téngase en cuenta que algu-nos de los maestros que más influenciaronsobre Goffman –como Charles W.N. Hart oW. Lloyd Warner– habían sido, a su vez, discí-pulos directos de la figura más representativadel estructural-funcionalismo. Es significativo,al respecto, lo que Goffman escribe en elpórtico de su Relaciones en público: “Dedica-do a la memoria de A.R. Radcliffe-Brown, aquien casi conocí en la visita que hizo en 1950a la Universidad de Edimburgo” (Goffman,1974: 7).

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como la hora, las condiciones climáticas, si el día es festivo olaboral y, además, por la infinidad de acontecimientos que susci-tan la versatilidad inmensa de los usos –con frecuencia inopina-dos– de los propios viandantes, que conforman un medio ambientecambiante, que funciona como una pregnancia de formas sensi-bles: visiones instantáneas, sonidos que irrumpen de pronto oque son como un murmullo de fondo, olores, colores..., que seorganizan en configuraciones que parecen condenadas a pasarseel tiempo haciéndose y deshaciéndose.

También hay ahí una estructura social, pero no es una estruc-tura finalizada, sino una estructura rugosa, estriada y, ante todo,en construcción. Nos es dado contemplarla sólo en el momentoinacabable en que se teje y se desteje y, por tanto, nos invita aprimar la dimensión dinámica de la coexistencia social sobre laestática, por emplear los términos que el propio Radcliffe-Brownnos proponía (Ibid.: 14-15). Una estructura estructurante, es cier-to –como hubiera escrito Bourdieu–, pero no estructurada, en lamedida que está hecha de situaciones en que los participantesse ven obligados casi siempre a definir sobre la marcha un vín-culo entre posiciones estructurales no del todo clarificadas yque se acoplan siguiendo principios de ajuste automático. Enesas simbiosis sobrevenidas pueden encontrarse, en efecto, nor-mas, reglas y patrones, pero estos son constantemente negocia-dos y adaptados a contingencias situacionales de muy diversotipo. Vemos producirse aquí una auténtica institucionalizacióndel azar, al que se le otorga un papel que las relaciones socialesplenamente estructuradas asignan en mucha menor medida. Exis-ten principios de control y definición, como los que nos permi-tirían localizar una estructura social, sólo que, a diferencia delos ejemplos que Radcliffe-Brown sugería –la relación entre elrey y su súbdito o entre los esposos–, el control es débil y ladefinición escasa. Podríamos decir que la vida social en espa-cios públicos se caracteriza no tanto por estar ordenada, comopor estar permanentemente ordenándose, en una labor de Sísifode la que no es posible conocer ni el resultado ni la finalidad,porque no le es dado cristalizar jamás, a no ser dejando de ser loque hasta entonces era: específicamente urbana, es decir, orga-nizada a partir y en torno a la movilidad.

Por último, y para acabar de cumplir el repertorio de cualida-des propuesto por Radcliffe-Brown a la hora de abordar científi-camente lo social, tenemos ahí una cultura, en el sentido del

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conjunto de formas aprendidas que adoptan las relaciones socia-les, en este caso marcadas por las reglas de pertinencia, asociadasa su vez a los principios de publicidad, cortesía y mundanidadque indican lo que debe y lo que no debe hacerse para ser consi-derado concertante. Ello se traduce, es cierto, en valores socialesy presiones institucionales. Ahora bien, esos valores y esas pre-siones se fundan en el distanciamiento, el derecho al anonimatoy la reserva, al mismo tiempo que, porque los interactuantes nose conocen o se conocen apenas, los intercambios están basadosen gran medida en las apariencias, los dobles lenguajes y los so-breentendidos, por lo que los malentendidos y las confusionesson frecuentes.

Ese triple requisito del objeto de estudio para ser reconocidocomo apto para el análisis antropológico se corresponde, en resu-men, con otro esquema que Chelkoff (2001) ha reconocido orga-nizando la vida social en espacios públicos. En la base, el espaciopúblico en tanto que forma, esto es, como dispositivo arquitectó-nico o urbanístico provisto desde el proyecto y la planificación;este marco morfológico mantiene una relación dialéctica –confrecuencia polémica– en primer lugar con los formantes, aquellosque practican-fabrican ese mismo ambiente, espacio público en-tendido ahora como esfera de y para la aparición de todos y antetodos; pero también con las formalidades, espacio público consi-derado en tanto que conjunto de acciones y competencias quelos formantes –los usuarios o practicantes– siguen y también creande manera concertada. El triángulo ecología-estructura social-cul-tura se asimilaría de este modo a la categorización, también tri-partita, forma-formantes-formalidades.

Por descontado que la sociedad pública, en tanto que asuntodiscernible desde las ciencias sociales, está dotada –como hubie-ra reclamado Radcliffe-Brown (1996: 18-19)– de estructura y fun-ción. Existe en el espacio urbano una estructura, en el sentido deuna morfología social, una disposición ordenada –en buena parteautoordenada, cabría añadir– de partes o componentes, que sonpersonas, entendidas como moléculas indivisibles que ocupan unaposición prevista para ellas –pero revisable en todo momento–en un cierto organigrama relacional y que se vinculan entre sí deacuerdo con normas, reglas y patrones. Éstos no están nunca deltodo claros, de modo que se han de interpretar y con frecuenciainventar en el transcurso mismo de la acción. Por supuesto que aesa forma social viva le corresponde un sistema de funciones, es

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decir, una fisiología social, cuya tarea es mantener conectada laestructura de ese orden –ciertamente relativo, inacabado e inaca-bable– con un cierto proceso. Tenemos también ahí auténticasinstituciones, puesto que la calle es sin duda una institución so-cial, en el sentido de un tipo o clase distinguible de relaciones einteracciones. En este caso, al espacio público se le asignan ta-reas estratégicas en la conformación de las aptitudes sociales delindividuo, tareas en las que se ponen a prueba las competenciasbásicas de cada cual para la mundanidad, es decir para la relacióncon desconocidos, sin contar toda la ingente cantidad de hechossociales totales –de microscópicos a grandiosos– que la adoptancomo escenario. Tanto para los individuos como para cualesquie-ra colectividades el espacio público es proscenio para dramatur-gias que pueden alcanzar valor estratégico y derivacionesdeterminantes. El espacio público es, de este modo, una estruc-tura social u ordenación de personas institucionalmente contro-lada o definida y en la que cada cual tiene asignado un papel orol, por mucho que cada una de esas posiciones que cada cualocupa se vea afectada por dosis de ambigüedad mucho mayoresde las que podría experimentar en otro contexto.

EL NATURALISMO INTERACCIONISTA

Y EL MUNDO-ACCIÓN

A PARTIR DE ESTA SITUACIÓN DE LA VIDA SOCIAL EN ESPACIOS PÚBLICOS

como un objetivo legítimo y pertinente para las ciencias so-ciales, se plantean diversas cuestiones importantes, todas

ellas relativas a la dificultad inmanente a un objeto de investi-gación de esa naturaleza. Una vez acordado que la vida en lascalles es un asunto dirimible para la antropología, ¿cuáles de-ben ser los procedimientos adecuados para obtener la informa-ción precisa y procesarla luego? Aquí la metodología cobra elvalor de un compromiso especial a la hora de mantener la leal-tad a los principios que exigen una forma y una lógica a la in-vestigación disciplinar.

De entrada, nada se opone a que practiquemos aproximacio-nes a los entornos urbanos basadas en la inferencia inductiva delos hechos. Al respecto, deberíamos darle la razón a HerbertBlumer (1981) cuando, al sentar las bases de una metodología

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específicamente interaccionista, reclamaba un nuevo naturalis-mo en ciencias sociales, un enfoque que practicara un mayorrespeto hacia los datos empíricos, a los que con demasiada fre-cuencia se somete a protocolos de investigación exageradamenteformalizados, que acaban desestimando gran parte de la infor-mación disponible en nombre del cumplimiento de programasmetodológicos dogmáticos, incapaces de ver nada que no seadaptara a sus premisas y a sus objetivos4. Es de tal manera quela observación y la descripción se acaban convirtiendo en un

masivo y acumulativo desperdiciode saber, confirmando ese defectoirónico en que el trabajo científicosuele incurrir y que consiste en pre-ferir lo inteligible a lo real.

No se pierde de vista en ningúnmomento que los modelos metodo-lógicos o teóricos mantienen una re-lación siempre aproximativa yanalógica con los hechos que inten-tan formalizar y explicar respectiva-mente, y que esa relación no puedefuncionar si no es a costa de renun-ciar a grandes parcelas de esa mismarealidad que pretendemos estudiar.

Como escribe Ignasi Terradas acerca de Malinowski: “La etnogra-fía realista se mueve entre una realidad que siempre le sobrepasay una teorización que es aproximación” (Terradas, 1993: 20). Esdecir: sabemos que nuestros trabajos como científicos socialesson intentos mediante los que, con vocación de rigor, intentamosesclarecer los mecanismos de lo real –lo que está ahí– medianteuna simplificación de cuyos efectos reductores somos –o debe-ríamos ser– plenamente conscientes, al igual que de nuestra inca-pacidad para agotar ese mundo real por medio la representaciónmodélica que de él hacemos. Mantener esa prudencia y esa hu-mildad es el requisito para que nuestro trabajo como científicossociales no ignore su incompletitud y su provisionalidad y se nie-gue a reificarse en discurso alguno a propósito de una verdadcualquiera.

Como Blumer nos invitaba a entender, los métodos son merosinstrumentos concebidos para reconocer y analizar lo que él llama-ba “el carácter obstinado del mundo empírico” (Blumer, 1981: 40).

4. La propuesta naturalista de Blumer seprodujo a finales de los años 1960 contra loque se entendía que eran los excesos delcriticismo positivista dominante en aquelmomento en ciencias sociales. La influen-cia de esa llamada en favor de un nuevonaturalismo fue importante no sólo en elinteraccionismo simbólico, sino también encorrientes más cercanas a la fenomenologíay la hermenéutica, como la etnometodología y laetnografía de la comunicación. En el ámbi-to de las investigaciones empíricas de signointeraccionista, estas perspectivas determi-nan, por ejemplo, los trabajos de los Loflandsobre cómo se conforman las sociedadesefímeras entre extraños que caracterizan lavida humana en espacios públicos (cf.Lofland y Lofland, 1971; Lofland, 1973).

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Blumer exhortaba a vencer los prejuicios idealistas y la tenden-cia de las ciencias sociales a configurar descripciones del mun-do de forma que acabasen siempre acomodándose a creencias yconceptos consensuados como incontestables por la comuni-dad científica, modelándolos para que se ciñesen a las exigen-cias de guiones de trabajo de los que bajo ningún concepto habíaque apartarse5. Aquel proyecto de un programa interaccionistade investigación proponía ante todo atender lo que las personashacían tanto individual como colec-tivamente, el flujo de la actividadhumana tal y como podía ser con-templado en el momento mismo deproducirse. El fin era atender y en-tender la acción social, que no a losactores sociales, como tienden a ha-cer las perspectivas psicologistas omentalistas, puesto que la cienciasocial lo es –al menos en primera ins-tancia, siempre– de lo que acaeceante nuestros sentidos, lo que ve-mos o lo que oímos, incluyendo lasracionalizaciones que los protago-nistas nos brindan a propósito de loque hacen y que se toman como actos de habla que hay queexplicar a su vez.

Eso implica también renunciar en buena medida a ese prin-cipio que obliga a los métodos a acudir siempre en auxilio deteorías previas que deben ser confirmadas a toda costa. No setrata de acudir al terreno sin ideas ni intuiciones, sino de nosometer los datos a esas predisposiciones y permanecer ex-pectantes ante cualquier elemento que pueda desmentir o ma-tizar lo dado por supuesto. El mérito de la propuesta blumerianade una actitud naturalista ante los hechos sociales implicabala superación del dogmatismo verificacionista característicode los modelos teóricos y metodológicos del estructural-fun-cionalismo canónico. La sujeción acrítica a un cuerpo teóricopreestablecido que no cabía defraudar y a unos métodos demanual, cuya operacionalidad se daba por descontada, hacíaque los proyectos muy formalizados que se derivaban –plande investigación, modelo, hipótesis, variables por adoptar, ins-trumentos normalizados, muestra, grupo de control– acabaran

5. Blumer escribía su refutación de los mo-delos hiperformalizados de investigación so-cial a finales de los años 1960. Desdeentonces, las ciencias sociales han tendidotodavía más a confiar en metodologíassofisticadas que desatienden a la acciónhumana tal y como se produce a cada mo-mento. Autodiagnósticos, grupos de discu-sión, análisis FODA, matriz de problemascausa y efecto, nudos críticos, focus group,técnicas Delphi son técnicas “cualitativas”de investigación que viven de espaldas a laespontaneidad humana. El protagonismoconcedido de manera creciente a la entre-vista en profundidad en el trabajo etnográficotampoco permite albergar demasiadas es-peranzas sobre el futuro de la vieja observa-ción participante.

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convirtiéndose en sucedáneos inconscientes del examen direc-to del mundo social empírico. Es decir, que las preguntas que seformulaban, los problemas que se planteaban como centrales,los caminos que se decidía seguir, los tipos de datos que se in-dagaban, las relaciones que se tomaban en cuenta y la clase deinterpretaciones que se aventuraban terminaban por ser el re-sultado del esquema de investigación, en lugar de ser productode un conocimiento íntimo del área empírica sometida a estu-dio (Ibid.: 44-45)6.

La crítica interaccionista a la rutinización y al formulismometodológico acompañaba o precedía a otras perspectivas quecoincidían en la denuncia de esquemas metodológicos algorít-micos, obedientes a un conjunto de pautas secuenciales rígidas,

y de instrucciones inequívocas quedeben ser seguidas punto por puntocorrectamente. Esa estipulación se-cuencial canónica se basa sobre todoen el no errar, entendido en el doblesentido –ya de por sí significativo–de no desviarse y no equivocarse.Para ello se requiere un recorridocompleto que impide y previene losolvidos, los saltos, las detenciones

a destiempo o los desvíos (Dávila, 1998). El problema de estesistema es que el proceso –de las premisas a las conclusiones–acaba siendo concebido como un conjunto de relaciones regla-das en que para ir del principio a la conclusión sólo habrá queseguir el procedimiento, lo que, a la manera de un rito mágico,garantizará la validez de la prueba, y todo ello, además, provo-cando una sensación de que el proceso ha sido realmente autó-nomo. Prevención ante lo que Piette (1996: 19) llama efecto bulldozerde las modelaciones metodológicas a la busca obsesiva de laconfirmación de pautas culturales o de lógicas sociales clara-mente inteligibles. Frente a esa forma de actuar, la alternativainteraccionista sugerida por Blumer postulaba un conjunto deprincipios metodológicos que empezaban por el establecimien-to de un conjunto de premisas constituidas por la naturalezaconferida a los objetos clave que han de intervenir en la des-cripción. Con esas consideraciones previas se procedía a un son-deo minucioso y honesto del área estudiada, aplicando en laobservación no sólo la máxima agudización de los sentidos, sino

6. Esa tendencia al endurecimiento de losesquemas metodológicos prefijados pare-ce haberse intensificado, al tiempo que sesofistican cada vez más sus pretensionespreformalizadoras. Las últimas tendenciasen ciencias sociales no han supuesto la res-tauración de los métodos basados en laobservación directa y la participación, sinoque parecen experimentar un cierto placera la hora de arroparse cada vez más endesignaciones altisonantes.

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también una imaginación creativa pero disciplinada, al tiemposeria y flexible, que facilitara lo que luego sería una reflexiónserena sobre los hallazgos realizados y que permaneciera en todomomento abierta a los hallazgos imprevistos. En eso consistíaese juicio naturalista que Blumer demandaba como alternativa alos protocolos dogmáticos que presumen guiar la investigación yque terminan por suplantarla. De este modo, la investigación na-turalista se opondría conceptualmente a la investigación forma-lista, de manera que los problemas, criterios, procedimientos,técnicas, conceptos y teorías se amoldarían al mundo empírico, yno al revés. La principal virtud de esa orientación es que nosvolvía a advertir de la enorme distancia que separa el rigor de larigidez.

Deberíamos reconocerlo. En gran medida, la confianza ciegaque a veces nos merece el método es una variante del papelprimordial e irrevocable que asignamos al lenguaje, a la ideolo-gía, a la representación, a costa de un mundo real que parecehabernos dejado de interesar hace mucho o que acaso hacemoslo posible para mantener a raya como sea7. Abandonados a nues-tra construcción disciplinar particu-lar, da la impresión que nos hemosdesentendido de lo sensible, de loconcreto, de lo palpable. Parafra-seando a Bateson, podemos decirque nuestros trabajos –libros, artícu-los, tesis, informes de investigación–se están convirtiendo en máquinascolosales de digitalizar un mundoque es, de hecho, analógico, gene-rando unidades observacionales yanalíticas discretas y claras –por tan-to excluyentes– a partir de un uni-verso material que, antes de reducirloal lenguaje, habíamos percibido,imaginado y pensado como hechode intensidades y contrastes.

Son justamente los problemasplanteados por el registro y la descripción de la vida en espaciospúblicos los que nos colocan ante la cuestión de cómo enfrentardesde las ciencias sociales la dimensión menos solidificada y másmagmática de lo social humano, lo que aparece determinado por

7. La formalización metodológica rígida y lasumisión del trabajo investigador a los dog-mas académicos funciona, de hecho, comouna ritualización. Una ritualización no sóloen el sentido de que implica un conjunto de cere-monias de aproximación al objeto de cono-cimiento, sino en el de que asume –comoapunta Lévi-Strauss en el “Finale” de susMitológicas (1991: 614-616)– la tarea de devenirinstrumento destinado a aliviar la ansiedadepistemológica que provoca la inaccesibili-dad de lo real, el abismo que se extiendeentre lo pensado y lo vivido. La acciónesquematizadora y conceptualizadora que elrito ejecuta es la misma que la que el “buenmétodo” asegura: la provisión dediscontinuidades radicales que se mueven porprincipios de oposición binaria del tipo todo/nada, sí/no, dentro/fuera, etcétera, y queobtienen habitualmente lo que buscan: unempobrecimiento o la liquidación de la ex-periencia.

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sus propias agitaciones, lo que acontece, en procesos o dinámi-cas que no pueden ser identificados como al servicio de unafinalidad, las energías sociales que se pierden y se disipan sinhaber conseguido objetivo alguno. Hay precedentes teóricos enesa dirección, no plenamente desarrollados, desde Durkheim yGabriel Tarde, mediante los que la antropología y la sociologíahan reconocido esa esfera más intranquila de lo social –allí don-de se confunden las cualidades de potencia e inutilidad– y lohan hecho con cargo a categorías como efervescencia, anomia,emergencia, erupción, liminalidad, intersticialidad..., nocionesque servían para dar cuenta de realidades sociales plasmáticasque en la vida en contextos públicos urbanos –de nuevo la ner-viosidad de la que hablara Simmel para describir la vida en lasciudades– alcanzarían sus máximos niveles de generalización,intensidad y aceleración.

Colocado ante dificultades extraordinarias de formalización–mucho más que de categorización teórica–, el científico socialdebería entender la importancia y la urgencia de ensayar méto-dos de observación y anotación que fueran capaces de captarese puro fluir, inventando unos, rescatando otros del olvido. Enrelación con estos últimos, la evocación de la propuesta meto-dológica de Blumer no deja de ser una invocación a un tipo deobservación naturalista que no es ajena a la del realismo inge-nuo del dieciocho y del diecinueve, aquel mirar con la voluntadde ver. Objetivo inútil, lo sabemos, por esa tiranía del discursoque en nuestra cultura es probablemente mucho más inclemen-te que en otras y que tanto dificulta –acaso impide irrevocable-mente– un acceso a las cosas. Pero, con todo, por inútil quepueda antojarse y resultar, ese esfuerzo es pertinente, merece lapena en pos de una descripción de la vida que, en la medida delo posible, trate de parecérsele.

Por lo que hace a una posible etnografía de los espacios públi-cos –siempre tras el objetivo de regresar a los hechos, por ilusoque pueda antojarse el esfuerzo invertido–, esta debería condu-cirse, por su preocupación por las condiciones del entorno y porlos valores asociados tanto al lugar como a las prácticas que loconstruyen, a la manera no sólo de una modalidad de antropolo-gía del espacio, sino como una forma específica de ecología cul-tural. La ecología, como se sabe, es una disciplina interesada porlas relaciones entre los organismos vivientes y sus medios físicosy bióticos. En el marco de la Escuela de Chicago, Roderick

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McKenzie definía en 1925 la ecología humana como “el estudiode las relaciones espaciales y temporales de los seres humanos(...) Se interesa fundamentalmente por los efectos de la posi-ción, a la vez en el tiempo y el espacio, sobre las institucioneshumanas y el comportamiento humano” (McKenzie, 1984). Yahemos visto cómo, antes de que la ecología cultural surgiesecomo estrategia de investigación de la mano de Julian Steward,en los años 1950, Radcliffe-Brown ya había puesto el acento enlas condiciones de adaptación de los seres humanos a su entor-no. Por encima de su identidad, los individuos y las corporacio-nes sociales eran tenidos en cuenta como entidades que seconstituían como aptos para la supervivencia, en una serie se-cuenciada de momentos adaptativos, en la que la estrategia fun-damental era la manipulación de símbolos almacenados ytransmitidos culturalmente. El ascendente aquí no es sólo de undarwinismo social que los teóricos de Chicago ya habían recla-mado como pertinente para los estudios urbanos, sino el de esemismo pragmatismo del que una de las consecuencias teóricasfuera el interaccionismo simbólico de G.H. Mead. Así, al papelcentral de la adaptación –en clave de competencia, indiferenciao simbiosis– se le añaden las nociones claves de aptitud, efica-cia e idoneidad, de las que la adquisición y el ejercicio se tradu-cen en la no menos fundamental idea de competencia –que node competitividad, por cierto, como quisiera una lectura intere-sada del darwinismo social–.

La asunción de una perspectiva ecológica es fundamental,puesto que hace derivar el centro de la atención del etnógrafode la presunta existencia de comunidades exentas y congruen-tes –etnias o grupos culturales supuestamente homogéneos– apoblaciones, entendidas como comunidades bióticas o bioceno-sis, que forman el componente animado de un ecosistema, eneste caso el espacio público. A un nicho ecológico así la adapta-ción se basa en criterios formales culturalmente pautados, escierto, pero en los que la improvisación ocupa un papel muchomás importante del que merece en contextos espaciales másestructurados. Remitir a la ecología implica asumir un enfoqueque no deja de ser en última instancia funcionalista y que inter-preta los sistemas vivos –para el caso los constituidos por sereshumanos formando sociedad entre sí– como órdenes que bus-can y obtienen un cierto equilibrio por medio de diferentes me-canismos de retroalimentación negativa. Eso es cierto, pero no

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lo es menos que una atención por los espacios públicos comonicho ecológico no podría dejar de advertir la tendencia –yasubrayada– que experimentan constantemente de dejarse atra-vesar por procesos no lineales y cómo se ven una y otra vezsacudidos por emergencias y alteraciones que advierten que sufuncionamiento no es ajeno a lo que los teóricos de los sistemascomplejos han llamado orden de fluctuaciones. Como en cual-quier sistema vivo, como en cualquier orden social, pero toda-vía más intensamente, el modelo funcionalista se ve así matizadopor la presencia siempre al acecho de la irreversibilidad.

La imposición de protocolos formales asfixiantes o cuadroslógico-teóricos que no deben verse bajo ningún concepto des-mentidos acaba haciendo –lo veíamos más atrás– que la tareaetnográfica se ponga toda ella al servicio de la articulación deun relato en gran medida ya preescrito, y, por tanto, prescrito.De ahí que una preocupación central por la observación directalo sea también por la descripción, ese trámite sin el cual es im-pensable tanto la comparación como la elaboración teórica queconstituyen la antropología misma como disciplina con aspira-ciones científicas.

La descripción consiste en un conjunto de enunciados que sesupone que remiten a una experiencia. Se supone así mismo quela descripción es algo que puede distinguirse de la evaluación yde la prescripción y que se homologa en tanto que lenguaje deobservación o protocolo de experiencia de los que se extraen lascondiciones lógicas y empíricas de un constructo teórico cual-quiera (Borel, 1996). Pero la descripción no se confunde con losenunciados teóricos que de ella se deriven. La descripción tieneun valor propio. A una institucionalización del sintagma narrati-vo que suponen las técnicas de investigación e interpretación hoyhegemónicas –sumisión de la observación al discurso científicoen cada momento dominante– Barthes (1982) le oponía el valor dela descripción, que pugna –acaso sin conseguirlo del todo, perointentándolo a toda costa– por no obedecer a ninguna marca pre-dicativa, asumiendo una vocación ante todo analógica, organi-zándose como una estructura que es una suma, sin trayecto deelección, a la deriva, absolutamente abierta ante lo que está ahí,ante los sentidos. Tal voluntad por restaurar la dignidad y la elo-cuencia de los hechos, enajenada por la sumisión a los discursoscientíficos, tiene mucho al tiempo de evocación y de invocaciónde la predisposición metodológica propuesta hace ya tanto por

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Malinowski y, antes que él, por la llamada Escuela de Cambrid-ge –Haddon, Rivers, Seligman–, con su distinción entre obser-vación empírica de los hechos y las inferencias del estudioso.Vuelta a la mirada directa sobre la vida, a la atención por losdetalles, al paseo como técnica de campo8.

Ese realismo etnográfico renovado, como primer paso parauna, en gran medida pendiente, antropología de la vida pública,es o debería ser, como veíamos que reclamaba Harold Blumer,ante todo un naturalismo9. La propuesta metodológica de unaantropología naturalista ha sido formulada de nuevo por Frede-rik Barth en su Balinese Worlds (1993), en contraposición en granmedida al autorismo posmoderno, pero también al supuesto se-gún el cual el objeto de la tarea in-vestigadora ha de ser, a la fuerza, ladescripción y análisis de institucio-nes sociales asentadas. El naturalis-mo que Barth sugiere deriva de unaconcepción constructivista de lavida social, que la ve móvil y com-puesta, hilvanada por una tramapoco menos que inextricable de in-teracciones y en que los intereses ylas representaciones se concretan,como establecía Radcliffe-Brown(1975: 82), en un orden hecho “deacontecimientos particulares”, cuyadescripción es la que proporcionalos datos de la ciencia. Esa perspec-tiva no reconoce la existencia de unorden social preexistente, como laarena sobre la que se desarrollan losfenómenos y que organiza formal-mente las acciones a priori y las dotade significado, sino una armaduraprovisional e incompleta que nopuede ser contemplada sino en vi-bración. La observación se planteaentonces como una captación prác-tica y apenas formulada de un mun-do entendido como actividad: elmundo-acción.

8. En su introducción a Los argonautas,Malinowski relata cómo, una vez logrado quesu presencia pasara desapercibida, cadamañana “salía de mi mosquitera, veía cómola vida en el poblado comenzaba a desvelar-se a mi alrededor o cómo la gente ya estabaatareada en sus quehaceres según la hora ytambién según la época del año... A medidaque hacía mi paseo matinal por el pueblo,podía observar detalles íntimos de la vida defamilia, de la condición personal, de la coci-na y de las comidas; podía ver los preparati-vos del trabajo cotidiano, gente que iba ahacer sus encargos o grupos de hombres omujeres ocupados en alguna de sus tareasproductivas. Peleas, chistes, escenas familia-res, acontecimientos por lo general triviales,a veces dramáticos, pero siempre significati-vos, constituían el ambiente de mi vida diariacomo de la suya” (Malinowski, 1986: 59-60).

9. No se pierde de vista que todo lo plantea-do aquí remite a la antigua polémica sobre ladistinción etic/emic en antropología (cf.Harris, 1976). Tampoco se disimula la simpa-tía hacia las posiciones que podríamos lla-mar eticistas, atentas a la forma y a laorganización de las corrientes conductualesobservables y convencidas de que no es po-sible saber lo que la gente piensa. En cual-quier caso, se aplaza una discusión másprofunda al respecto, en la que la posicióncontinuará siendo probablemente la de ladefensa de una posición materialista que ex-plique las cosas –como escribieran Marx yEngels en La ideología alemana– de la tierraal cielo. Amor, en última instancia, por elsuelo; convicción de que lo más profundocontinúa siendo la piel.

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El naturalismo que se sugiere aquí no es exactamente de esaíndole. Se le parece, por lo que hace a la atención por los deta-lles en apariencia superfluos o las revelaciones procedentes deincidentes que se antojarían insignificantes, y, ante todo, por elpapel central asignado a la acción, pero no por el énfasis menta-lista de la propuesta de Barth, con su preocupación por captarel mundo tal y como supuestamente lo perciben los balineses.El naturalismo del que aquí se está hablando no pierde de vistaque su interés no se dirige –como el de Barth– a los individuos-sujeto, sino a los individuos-objeto, en el sentido de los indivi-duos como sometidos a significados que no están en ellos, sinoentre ellos. El objetivo de la atención estudiosa no es en ningúncaso las personas, sino las relaciones entre las personas. Cuan-do aquí se postula un enfoque naturalista se hace, más bien, enel sentido de un tipo de actitud del investigador ante la vitali-dad que tiene ante sí y a su alrededor. El modelo es justamenteel de ese científico que se aproxima a lo que está ahí con lavoluntad de saber algo acerca de su naturaleza, no esencial, sinológico-formal, estructural o funcional. Descartada cualquier pre-tensión de inmanencia, la labor del científico social –tambiénen marcos constantemente alterados, como los que constituyenla vida pública en sociedades urbanizadas– es la de obtener pro-cedimientos que le permitan, lejos de todo dogmatismo, cono-

cer una comarca u otra del universohumano y ver cómo en ella se regis-tran determinadas correlaciones depropiedades y acontecimientos.

La observación naturalista bus-ca constituir proposiciones que des-criban las condiciones en que uncierto fenómeno no planificado niprovocado se ha dado en un esce-nario cuyas condiciones no han sidomanipuladas previamente. Ese pro-tagonismo del medio y sus constre-ñimientos nos lleva a métodosparecidos a los de la etología y ba-sados preferentemente en la obser-vación no obstrusiva (Webb et al.,1999)10, por mucho que no se des-carte el recurso a la entrevista11. La

10. Un ejemplo clásico de método nointrusivo es la investigación de Ryabe ySchenkein (1974) sobre las maneras de ca-minar de los usuarios que atraviesan un de-terminado espacio público, un trabajo enbuena medida basado en el uso intensivo deimágenes captadas con cámaras de vídeo.

11. Las metodologías llamadas no obstrusivas–o no intrusivas, o no reactivas– consistenen formas de registro –simple o con la ayu-da de máquinas– que buscan captar la con-ducta observable, anulando al máximo laeventual incidencia que pueda ejercer el in-vestigador sobre su objeto. La observaciónse lleva a cabo de manera no tanto oculta,como disimulada o encubierta. Plantear estetipo de técnicas de naturalismo radical comono interactivas es inexacto, por cuanto, encontextos públicos, organizados a partir deldistanciamiento y la reserva que mantienenentre sí las personas copresentes, la indife-rencia y el anonimato tienen funcionesestructurantes. El ejercicio de una mirada

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implicación de la etología es problemática, por cuanto su repu-tación se ha visto afectada por la contaminación del biologis-mo, con el que en realidad nada tendría que ver (Di Siena, 1971).El modelo etológico sólo enfatiza la ritualización y, por exten-sión, la condición social en la conducta humana, por cuantoésta sólo puede ser reconocida como en función de los acuerdos–a veces conflictivos– que los seres humanos establecen entresí y con los elementos móviles o estables de su ambiente (Co-nein, 1992)12. Empleando la terminología etológica, el espaciopúblico no se parecería tanto a un territorio –entendido comouna zona que un animal o grupo de animales defiende comoexclusiva– como a lo que los especialistas en conducta animalllaman un área familiar (home range), espacio frecuentado perono reclamado como propio. Así, más que de territorio cabríahablar de territorializaciones, esto es, de apropiaciones efíme-ras de un espacio que nadie puede reclamar como privado, pues-to que es por definición accesible a todos. En ese orden de cosas,el papel central que ocuparían en un enfoque metodológico ade-cuado las técnicas de registro que emplean la fotografía, el cineo el magnetófono, la atención prestada al cuerpo y a sus lengua-jes, el papel menor atribuido a las informaciones orales, no ha-rían sino insistir en ese referente que le prestan los etogramas.La asunción del naturalismo etológico tiene que ver, a su vez,con esa predisposición a captar loque está en todo momento a puntode ocurrir, puesto que a una distri-bución más o menos previsible desucesos se le añaden todo tipo deacontecimientos –a veces mínimos–inopinados. De ahí lo que proponeColette Pettonet (1982): la observa-ción flotante como una estrategiapara la captación de la actividadsocial en espacios públicos, consis-tente en estar atento y abierto a losavatares de una actividad social queno hace otra cosa que fluir.

En cierto modo, la descripciónnaturalista se asemeja a lo que Geer-tz (1987: 21-32) define –siguiendo aRyle– como descripción superficial,

discreta integra al investigador en un me-dio todo él hecho de relaciones sociales nadao poco focalizadas. En cuanto a la entrevistapersonal –que parece usurpar cada vez más ellugar central en los trabajos de investigación–es un recurso pertinente, pero se la devuelve allugar subordinado que le corresponde en elmétodo etnográfico. Por supuesto que estaapreciación es válida especialmente para tra-bajos centrados en usos y prácticas, y lo esmenos cuando –como ocurre con los consa-grados a la memoria o los imaginarios urba-nos– la entrevista es la única fórmula que nospermite acceder a los significados que los ac-tores sociales atribuyen a los elementos de sumedio ambiente.

12. Me remito a dos ejemplos de investiga-ciones etnográficas sobre espacios públicoso semipúblicos concebidos desde perspecti-vas cercanas a la etología, uno relativo a larue de la République en Lyon (Cosnier, 2000)y otro sobre el ambiente nocturno de un caféde París (Jarvin, 1999).

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contrastándola con la descripción densa que incorpora las es-tructuras conceptuales complejas que distribuyen y hacen reco-nocible en común el sentido de la acción humana. Esadespreocupación por el supuesto significado profundo es deli-berada y responde a la premisa teórica que reconoce las interac-ciones en público –relaciones transitorias entre transeúntes–como superficiales, no en el sentido de triviales, sino en tantoque basadas en la percepción inmediata de lo mostrado –lo quese ve, lo que se escucha en el transcurso mismo de la acción–.Los enunciados que generan y perciben los transeúntes recuer-dan a lo que los etólogos llaman displays de intención, señalesque los seres vivos emiten acerca de la finalidad inmediata decada uno de sus actos. Ahí hay, entonces, no tanto significadosprofundos –como los que distribuye una determinada cosmovi-sión propia de un grupo culturalmente definido– sino aprecia-ciones prácticas sobre lo inminente, lo que está a punto desuceder. Los lenguajes naturales de los usuarios de un determi-nado espacio público están orientados a organizar una anima-ción social automática, concierto provisional de personas quese reúnen y pactan su copresencia a partir de un mecanismocolosal de desafiliación cultural, entendiendo ahora lo culturalcomo relativo a un orden simbólico compartido en condicionesde jerarquizar los diferentes elementos de la experiencia. Esta-mos ante lo que el interaccionismo goffmaniano llama los ava-tares de la vida pública, entendida como el conjunto deagregaciones casuales que se forman y se diluyen continuamen-te, reguladas por normas conscientes o inconscientes, con fre-cuencia no premeditadas, niveles normativos que se entrecruzany se interponen, traspasando distinciones sociales u órdenes cul-turales más tradicionales.

UN INMENSO LIBRO

QUE ESTÁ ESCRITO POR FUERA

R ECLAMAR UNA ACTITUD NATURALISTA EN EL ETNÓGRAFO DE ESPACIOS

públicos implica, en primera instancia, reclamar la actualidadde axioma de toda perspectiva científica: el mundo existe, está

ahí, y los humanos podemos conocer algo de él si lo observamoscon detenimiento. De esta reivindicación del examen sistemático

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y riguroso de los fenómenos se deriva una no menos convenci-da defensa del papel central que en cualquier intento por cono-cer debe tener la descripción. La descripción es, en efecto, elsoporte material, la infraestructura documental de la que de-penden tanto la comunicación como la discusión y el control delo averiguado13. Ahora bien, además de suponer una defensa ra-dical de la condición empírica de toda investigación antropoló-gica, la vindicación del modelo naturalista para el trabajo decampo etnográfico implica reconocer un ascendente formal –yen cierto modo también moral– de aquella tendencia artístico-literaria que, a mediados del siglo diecinueve y bajo el nombrede naturalismo, concretó la reacción antirromántica y antiespi-ritualista, pero también contraria al optimismo ilustrado14.

Como se sabe, el naturalismo ensayó una aproximación a larealidad social que se inspiraba en las primeras formulaciones delpositivismo científico. El naturalismo científico y el naturalismoartístico-literario tienen en común, en efecto, una fijación por laexterioridad, es decir por la compren-sión de que el mundo es un inmensolibro que está escrito por fuera. A to-das las formas de naturalismo les im-pulsa idéntica ansia por salir,arrastradas por la certeza de que loque importa, una cierta verdad, está,parafraseando el lema de una céle-bre serie televisiva, ahí fuera. Por tan-to, la consecuencia no podía ser másque la de huir de toda introspecciónpara dejarse atraer por lo que apare-ce expuesto a los sentidos. Y eso seríaválido para el naturalismo científico,pictórico, novelístico, pero tambiénpara las corrientes éticas, políticas ysociales que le acompañaron en sunacimiento en todos esos campos amediados del siglo diecinueve, igual-mente determinadas por el mismoimpulso hacia el mundo sensible paraasirlo en sus condiciones reales, comoprimer paso para su transformación.Arnold Hauser supo captar bien ese

13. Como indica Aurora GonzálezEcheverría (2000: 68): “La observación par-ticipante y la reflexión sobre los datosetnográficos son campos irremplazablespara descubrir problemas y correlaciones,al menos en los primeros estadios. Y es,por supuesto, a una nueva investigaciónempírica a donde hemos de volver para lapuesta a prueba”. Cabe sospechar que estacoincidencia por lo que hace al énfasis enlo empírico en antropología y el apremiopor su restablecimiento en el lugar que lecorresponde no tiene porque suponer queGonzález Echeverría comparta la nostalgiadel realismo etnográfico ingenuo y la des-confianza hacia toda hermenéutica que elpresente trabajo destila.

14. La vindicación de una perspectiva natura-lista en las ciencias sociales de la ciudad noes en absoluto novedosa. Recuérdese la in-fluencia naturalista sobre la escritura de losteóricos de la Escuela de Chicago y deantropólogos que les fueron afines –comoOscar Lewis, por ejemplo–, procedente deZola y del naturalismo literario específicamentenorteamericano, representado por las nove-las de Theodore Dreiser y Upton Sinclair. Enparalelo, no se olvide tampoco que existeuna dimensión casi explícitamente etnográficaen la obra del propio Émile Zola (cf. Zola,1986).

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amor naturalista por la intemperie cuando, refiriéndose a la pin-tura de Courbet, Millet y Daumier, dice de ella que parece que-rer decir: “¡Fuera, al aire libre; fuera, a la luz de la verdad!”(Hauser, 1980, volumen III: 82).

El programa naturalista tenía, en literatura, como objetivo de-cirlo todo, hacer de sus ejecutores, en palabras de Émile Zola,“obreros de la verdad, anatomistas, analistas, investigadores dela vida, compiladores de documentos humanos” (Zola, 1988: 138),gentes que, animadas por un obsesivo sentido de lo real, “descri-ben mucho, no por el placer de describir, como se les reprocha,sino porque el hecho de circunstanciar y completar al personajepor medio de su ambiente” (Ibid.: 140), porque entienden que ladescripción es, ante todo, “el estado del medio que determina ycompleta al hombre” (Ibid.: 201). Propuesta para un “estudio delos seres y de las cosas por medio de la observación y del análi-sis, al margen de toda idea preconcebida de lo abstracto” (Ibid.: 98).Existe, además, una intencionalidad de denuncia de lo inacep-table del presente social, que hace inseparable el naturalismodecimonónico de las grandes luchas sociales de su época, algoque interesa recordar aquí tanto como aquella voluntad por co-locar en todo momento lo mirado muy por encima –en cuanto ainterés e importancia– de quien mira. Esa preocupación por cap-tar lo concreto, lo irrepetible, lo específico, aparece plasmadaen las cartas de Vincent van Gogh a su hermano Theo, cuando,sin dejar de pensar en el modelo que le presta Millet, le partici-pa la certeza de que si los grandes maestros no pintaron sereshumanos trabajando no fue porque menospreciasen ese aspectode la realidad, sino porque no supieron cómo hacerlo, de igualforma que es posible sospechar que si las ciencias sociales no sehan acercado apenas a los aspectos más informales y aparente-mente secundarios de la vida social –la polvareda que levantanlas relaciones humanas–, no es porque los despreciasen, sinoporque no han encontrado las herramientas de registro y des-cripción adecuadas. En cualquier caso, la gran obsesión del et-nógrafo de los espacios urbanos sobre el terreno se parecería aaquella que no se apartaba en ningún momento del espíritu delpintor, y no era otra que la de “expresar al aldeano en su acción”(Van Gogh, 1998: 43).

Guy de Maupassant especificó, en su prólogo para Pedro yJuan, las claves del método naturalista en literatura. Frente alpsicologismo, el naturalismo,

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en lugar de explicar extensamente el estado de espíritu de unpersonaje..., busca la acción o el gesto que ese estado de ánimo colocaa ese hombre en una situación determinada. Y hacen que se comportede tal modo, desde el principio al final del libro, que todos sus actos,todos su movimientos, sean el reflejo de su naturaleza íntima, de todossus pensamientos, de todos sus deseos, de todos sus titubeos.

Maupassant explica cómo Gustave Flaubert le inició en losrudimentos de la objetividad naturalista:

Se trata de observar todo cuanto se pretende expresar, con tiemposuficiente y suficiente atención para descubrir en ello un aspectoque nadie haya observado ni dicho. En todas las cosas existe algoinexplorado, porque estamos acostumbrados a servirnos de nuestrosojos sólo con el recuerdo de lo que pensaron otros antes que nosotrossobre lo que contemplamos. La menor cosa tiene algo desconocido.Encontrémoslo. Para descubrir un fuego que arde y un árbol en unallanura, permanezcamos frente a ese fuego y a ese árbol hasta que nose parezcan, para nosotros, a ningún otro árbol y a ningún otro fuego.Esta es la manera de llegar a ser original. Además, tras haberplanteado esa verdad de que en el mundo entero no existen dosgranos de arena, de moscas, dos manos o dos narices igualestotalmente, me obligaba a expresar, con unas cuantas frases, un sero un objeto de forma tal a particularizarlo claramente, a distinguirlode todos los otros seres o de otros objetos de la misma raza y de lamisma especie. “Cuando pasáis –me decía– ante un abacero sentadoa la puerta de su tienda, ante un portero que fuma su pipa, ante unaparada de coches de alquiler, mostradme a ese abacero y a ese portero,su actitud, toda su apariencia física indicada por medio de la mañade la imagen, toda su naturaleza moral, de manera que no losconfunda con ningún otro abacero o ningún otro portero, y hacedmever, mediante una sola palabra, en qué se diferencia un caballo decoche de punto de los otros cincuenta que le siguen o le preceden”(Maupassant, 1982: 73).

Resulta interesante ver en qué forma el naturalismo litera-rio ha tenido una continuidad en obras y autores que aparente-mente rompieron con la tradición. Joyce, Proust y Musil,escritores tan asociados al surgimiento de las vanguardias delsiglo veinte, no sólo no negaron la obsesión descriptiva del na-turalismo sino que exacerbaron su intención central de agotartodo lo que se sometiera al imperio de los sentidos, siendo lanueva naturaleza por inventariar con el máximo escrúpulo ydetalle la vida urbana, los objetos cotidianos de apariencia más

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irrelevante o incluso la propia subjetividad15. Algo parecido po-dría decirse en relación con el naturalismo pictórico del siglodiecinueve, cuya herencia ha sido recogida por un determinadotipo de cine tanto documental como de ficción. No es casual

que una de las reflexiones más pro-fundas que se hayan hecho sobre lalabor de compilar lo que está ahí, aveces casi como deshechado o in-significante, haya sido la película Lesglaneurs et la glaneuse, de la direc-tora francesa Agnès Varda (1999), unameditación visual sobre la vigenciadel gesto de agacharse para recogercosas del suelo que Jean-FrançoisMillet supo retratar de manera su-blime en su cuadro Las espigadoras,

expuesto por primera vez en el Salón de París de 1857. Homenajede Varda a Millet y a las campesinas indigentes del cuadro, queson autorizadas a recoger lo que los jornaleros han desdeñado.Tributo también a todos los seres humanos que en nuestros díascontinúan mimando su mismo ademán de encorvar su espaldapara tomar lo que otros no han querido: traperos, rebuscadoresen la basura, recicladores, recogedores de restos de cosecha...Entre ellos, la propia cineasta –por extensión, el propio etnógra-fo–, que es la espigadora a la que se refiere el título del film yque no hace sino eso mismo: recolectar instantes parecidos aesos objetos viejos, gastados o humildes que otros rescatan en-tre la inmundicia o del suelo. Pero en ese homenaje a Millet hayalgo más que un elogio de una humanidad hiperconcreta –esecuerpo que trabaja inclinándose–. Hay también una llamada enfavor de recuperar ese giro posromántico que el naturalismo pic-tórico encarna y que encuentra lo esencial, como señalan De-leuze y Guattari (1994: 346), “no en lo que transporta un campesino,por ejemplo un objeto sagrado o un saco de patatas, sino elpeso exacto de lo que transporta”. Traslación que la etnografíaurbana debería reeditar y que entiende que lo que importa noson las formas, las materias o los temas, sino las energías, lasdensidades y las intensidades.

En esa misma línea, una etnografía de los espacios públicosdebería reclamar, así mismo, su precedente y su modelo en lacámara frenética de Dziga Vertov, aquel cineasta soviético que,

15. Agradezco la ayuda que me han brinda-do las conversaciones con Antoni Martí,profesor de teoría literaria en la Universitatde Barcelona, para entender la continuidadentre estados de ánimo literarios que sueleninterpretarse como rupturistas unos respec-to de los otros –romanticismo, naturalismo,simbolismo, vanguardia...–, así como lacontribución que para mis argumentos su-pondría tomar en consideración, en el con-texto de la literatura española moderna, laobra de Larra o la del injustamente ignora-do costumbrismo de Gómez de la Serna.

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en los años 1920 y como contribución al ánimo de las vanguar-dias, aspiró a captar “la vida de improviso” por medio del métododel cine-ojo, con el objetivo de obtener “el estudio científico-experimental del mundo visible” (Vertov, 1973: 98). Como se sabe,Vertov, quienes le imitaron entonces –Oliveira, Kaufman, Rut-mann, Vigo...– y más tarde –Wiseman, Van Keuken–, se dedica-ron a recorrer las calles de las ciudades a la captura deacontecimientos con frecuencia de aspecto banal, llevando al pa-roxismo la percepción estupefacta, aguda, apasionada, impacien-te, candorosa, que Charles Baudelaire y luego Walter Benjaminatribuían al flânneur, merodeador incansable en busca de ilumi-naciones. Para Vertov, la obra cinematográfica se presentaba comoel estudio acabado de un campo visual que es la vida, cuyo mon-taje es la vida y cuyos decorados y actores son la vida. Su instru-mento: el ojo maquínico que busca “a tientas en el interior delcaos de los acontecimientos visuales” (Ibid.: 28). Lo que se obtie-ne, de entrada, es una acumulación en principio desordenada dedatos empíricos en bruto, hechos silvestres que llaman la aten-ción del observador entrenado y que este recoge al momento,con la misma excitación con que se producen. Luego los almace-na cuidadosamente, a la espera de que él mismo o alguien –acasogeneraciones después– llegue a dar algún día con las claves quepudieran hacerlos mínimamente inteligibles16.

Es pertinente aquí recuperar la distinción entre naturalismo yrealismo que apuntara György Lukács (1965) en su análisis de lanovela decimonónica francesa. ParaLukács, el realismo extrae un frag-mento de lo que se supone que es larealidad y lo eleva a paradigma o ilus-tración de cuestiones de orden ge-neral, a la manera de esa figura de laretórica que es la sinécdoque. Frentea lo que Lukács define como la “seu-doobjetividad naturalista” –pero tam-bién frente a la falsa subjetividad delpsicologismo–, el realismo buscapruebas de lo que toma por real queconfirmen su sentido oculto. Mientras que el naturalismo de Zolase empecina en “la expresión exasperada de aquello que es únicoe irrepetible”, el realismo de Balzac trata de unir orgánicamente,según Lukács, lo genérico y lo individual; no retrata aspectos del

16. La tarea del camarógrafo vertoviano separece a la de la alegoría en el pensamien-to de Walter Benjamin, que “carga con todala materialidad del mundo y, como en unarchivo, coloca las cosas unas al lado delas otras sin saber muy bien cómo relacio-narlas ni qué hacer con ellas aún. Pero, a lavez, tratando de recoger todos los objetosposibles, recolectándolos con la avidez deltrapero, como si un desastre inminente pu-diese acabar con todos ellos, reproducién-dolos sin haberlos comprendido, como unmonje ante el texto sagrado aún sin desci-frar” (Gamarra, 2003: 122-123).

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ser humano o de la vida social, sino, a partir de un ejemploconcreto, la totalidad de lo humano y de lo social. Frente al“relieve excesivo del lado fisiológico de la existencia humana”del naturalismo, el realismo opone conflictos morales y sociales

de orden superior, en la línea deaquella predilección de lo total so-bre lo particular tan cara a la estéti-ca lukácsiana17.

Lo que Lukács reprocha al natu-ralismo es precisamente lo que aquímerece su elogio: no aspira a pro-bar nada; muestra, pero no demues-tra; describe, pero no prescribe; trata–sabiendo que no se puede; deses-peradamente por ello– de ver y re-latar luego lo que sucede18. Esenaturalismo andaría en pos de unaciencia de lo prediscursivo, una cien-cia que, en tanto que lograse pare-cerse a su objeto, podría ansiar noreconocer origen ni destino en dis-curso alguno. Ese momento por re-cuperar es el mismo que MichaelFoucault asocia con el nacimientode la primera medicina clínica,aquel “amontonamiento, apenas or-ganizado, de observaciones empíri-cas, de pruebas y de resultadosbrutos” (Foucault, 2003: 303). Etapahermosa y efímera de los Bichat ylos Laennec, en que la ciencia médi-ca no era un orden cerrado de enun-ciados privilegiados –como lo serámás adelante el discurso médico–,sino una amalgama heterogénea deaveriguaciones dispersas y sin sedi-mentar todavía, a las que se habríallegado mediante la mirada, el pal-pamiento, la auscultación, directoso mediante instrumentos que agudi-zan la percepción. Lo que surgía eran

17. Ese agnosticismo moral del naturalismo,ese “brutal fisiologismo” que le reprochabaLukács, tiene implicaciones morales a lasque es difícil no aludir. “Nuestra impasibili-dad, nuestra tranquilidad de analistas delantedel bien y del mal son absolutamente culpa-bles” (Zola, 1988: 123), escribía Zola en de-fensa propia; pero ello resulta de que “no sepuede ser moral al margen de lo verdadero”(Ibid.: 48). En ese desprecio naturalista haciacualquier idealismo, en ese extraño placerpor lo que sus críticos llamaron la “retóricade la inmundicia”, incluso cuando esta essórdida y pútrida, hay una percepción lúcidade todo aquello que, en el centro mismo delo que sucede, trama contra cualquier mo-dalidad de orden, y que no es sino lasombra destructiva de lo real. Es Gilles Deleuzequien lleva su reflexión sobre Zola y sobre Labestia humana en particular –en las últimaspáginas de su Lógica del sentido– a una teoríageneral sobre la grieta, a partir de lo que elprotagonista de la obra, Jacques Lantier, vivecomo “repentinas pérdidas de equilibrio,como fracturas, agujeros por los cuales suyo se le escapaba en medio de una especiede gran humareda que lo deformaba todo”(Deleuze, 1989: 316-329).

18. Al principio de Tokyo-ga (1983), oímos lavoz del director de la película –WinWenders– mientras mira por la ventanilla delavión que le lleva a Tokyo para reencontrarsecon el universo de Yasuhiro Ozu, el cineastajaponés al que está dedicado el film. “Sifuera posible mirar como se mira a veces alabrir los ojos; mirar, mirar sólo, sin tenerque demostrar nada”. Ese ánimo es el mis-mo de Jean-Luc Godard al final de Le Mépris(1963), cuando asimila la cámara a la prime-ra mirada que dirige Ulises a su patria, Itaca,de regreso de su viaje. Ese es el tema queretoma la posterior La mirada de Ulises, deTheo Angelopoulos (1995), sobre la búsque-da iniciática de unas películas perdidas dedos hermanos directores de cine que, enlos Balcanes de principios del siglo veinte,intentaron lanzar una mirada, afanosa, im-paciente, sobre lo que les rodeaba: unaprimera mirada.

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descripciones puramente perceptivas, que no daban lugar a nin-gún encadenamiento lineal constituyente o normativo, sino a“enunciaciones diversas que están lejos de obedecer a unas mis-mas reglas formales, lejos de tener las mismas exigencias de vali-dación, lejos de mantener una relación constante con la verdad,lejos de tener la misma función operativa” (Foucault, 1982: 77). Deese tipo de aproximación a lo sensible surge el proyecto de unamedicina positiva, que Claude Bernard entiende, en 1865, en bue-na medida como ciencia de la observación y que tan determinan-te será tanto para el primer positivismo sociológico como para lasensitividad naturalista: “... Razonar sobre lo observado, compa-rar los hechos unos con otros, encararlos con hechos preestable-cidos que sirvan de control” (Bernard, 1983: 47)19.

Esta defensa del papel del ojo, del oído y de la piel en la labordel antropólogo –defensa al fin de una etnografía radical, atenta alos actos mucho más que a los discursos, incluidos los de los acto-res mismos– lo es también del modelo científico de escudriñamientodel mundo. Importante matizar aquí que defender la ciencia comomanera de interpelar y ser interpelados por lo dado no implica de-fender discurso científico alguno20. La finalidad de la tarea científi-ca es conocer las cosas que están o que suceden; la del saber essimplificarlas, esquematizarlas, some-terlas a todo tipo de encorsetamien-tos y jerarquías que han exiliado desus explicaciones buena parte de lopercibido: todo lo que se resistiese ala reducción, es decir, a la representa-ción. Los saberes –incluyendo la an-tropología cuando ha devenido tal–han asumido la función no de estu-diar el mundo, sino de inventarlo aimagen y semejanza de sus amos, con-siguiendo además hacer pasar por in-contestablemente reales sus propiosartificios categoriales, distribuyendonormas y protegiendo del azar, filtran-do la realidad, rescatándola de la mul-tidimensionalidad en que se agita. Enotras palabras, los saberes científi-cos –que no las ciencias– han aca-bado convirtiéndose en gestores

19. Es inspirándose en ese doble referente–el naturalismo científico de la medicinaclínica y la literatura naturalista– que la pri-mera etnología francesa aspira a conquis-tar su positividad. Ya en el arranque de suManual, Marcel Mauss (1974: 14) establece:“La ciencia etnológica se plantea como metala observación de las sociedades... Eletnógrafo ha de preocuparse por ser exac-to, completo, debe tener el sentido de loshechos y de sus relaciones mutuas, asícomo el de las proporciones y lasconcexiones“ (Mauss, 1974: 14). Para ello,lo que Mauss llama la etnología descriptivale exige al investigador, “que sea al mismotiempo, archivero, historiador, técnico esta-dístico y hasta novelista, capaz de evocar lavida de una sociedad entera“ (Ibid.: 15).

20. Cabe recordar aquí la distancia queFoucault advierte, en el capítulo final de suArqueología del saber, entre ciencia y sabero entre ciencia y discurso científico, demanera que lo primero que cualquier for-mación discursiva excluye es precisamentela cientificidad (Foucault, 2003: 298-333).

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de la misma realidad que previamente habían recibido el encar-go de generar.

Concluyendo. Las páginas precedentes han querido ser unavindicación de una etnografía de los espacios públicos urbanosque lo fuera, por extensión, de lo incierto e inestable de cualquiersociedad. Etnografía en muchos sentidos todavía en fase de cons-trucción metodológica –por mucho que los ensayos sean impor-tantes y no puedan ser ignorados21–, que nos coloca en una faseaún atenta a los datos de la observación –posiciones, trayecto-rias, tiempos–, en el camino de etapas ulteriores en que nuestroconocimiento nos letigime alguna vez a establecer propiedades yprocesos. Ese nivel exploratorio y descriptivo está todavía porcubrir y es un naturalismo. Frente a ese naturalismo, como pri-mer paso o paso previo en orden a una antropología de la vidapública y, más allá, de las inconsistencias sociales en general, selevantan, como sendas murallas, dos arrogancias. De un lado, ladel cientificismo estrecho y pacato, escandalizado ante cualquierexperimento de formalización no previsto en sus manuales debuena caligrafía etnográfica. Del otro, la de esa etnografía pos-moderna policroma, esa suerte de fantasía objetiva narcisista quepretende –y consigue– disolver la antropología en la pura litera-tura. El intento de descripción naturalista no se presenta justifi-

cado por ninguna finalidad que nosea el reflejo fisiológico de los he-chos y sus actores, incluso de losmás irrelevantes –o acaso de estosmás que de los otros–, datos infun-cionales, detalles inútiles, desperdi-cios de lo social en los que el buenobservador sabría descubrir una lu-minosidad especial. Los pequeñosgestos, los ademanes apenas percep-tibles, las palabras filtradas por en-tre las rendijas de lo explícito, loinsinuado, lo que tiene o ha tenidolugar. Vuelta a una elementalidadetnográfica de la que Malinowskicontinúa siendo el paradigma22. Ir,como proponía el título español deun libro de Clifford Geertz (1996), traslos hechos, perseguirlos, acecharlos

21. Esos ensayos son curiosamente esca-sos en la antropología urbana latinoameri-cana, en la que la hegemonía de los estudiosculturales ha determinado una atención pre-ferente por los imaginarios a costa de lasprácticas. Hay excepciones bien interesan-tes. Entre ellas, destacaría el trabajo de Ma-ría Teresa Salcedo, orientado desde unaperspectiva teórica alejada de la que inspiraestas páginas, pero dotados de una inteli-gencia y una sensibilidad descriptivas que esinevitable vindicar como ejemplo a seguir(como muestra, cf. Salcedo, 2000).

22. “Por lo que hace al método en sí deobservar y registrar en el trabajo de campoestos imponderables de la vida real y delcomportamiento típico, no hay duda de quelas cualidades personales del observador sonaquí más relevantes que en la recogida dedatos etnográficos cristalizados. Pero tam-bién en este caso el principal afán del inves-tigador es hacer que los hechos hablen porsí mismos” (Malinowski, 1986: 73).

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o esperar pacientemente a que emerjan o se crucen en nuestrocamino; capturarlos o recogerlos luego con el fin de averiguar dequé están hechos esos hechos; tarea de cazador-recolector que eletnógrafo asume y que se traduce luego en una labor tan difícil–no nos engañemos: imposible, puesto que lo visto y lo oído esen realidad indescriptible– como la de adaptar-reducir lo percibi-do a lo narrable.

Ahora bien, esas dificultades no niegan la posibilidad de ha-cer ciencia y de hacerla reconociendo que existen hechos, actosy objetos que existen antes o detrás del discurso, que sus pro-piedades funcionales o lógicas se relacionan entre sí de acuerdocon un determinado orden, orden en el que hemos descubierto,de pronto, insospechadas cualidades de reversibilidad y autoor-ganización. En tanto que humanos, esos asuntos nos interesancomo antropólogos y nos obligan a repetirnos la pregunta sobrela que Simmel, dialogando con Kant –¿cómo es posible la natu-raleza?– elaborara una célebre digresión: ¿cómo es posible lasociedad? (cf. Simmel, 1988: 46-65). Las respuestas posibles a talcuestión se encuentran con dificultades constantes, que no sono no deberían ser un obstáculo sino la superación del obstáculo,puesto que la labor del científico no es resolver problemas, sinoplantearlos. Y es que somos antropólogos. Eso implica que –pormucho que nos cueste encontrar definiciones precisas acerca deen qué consiste nuestro oficio– lo único que hoy por hoy nos defi-ne y nos distingue es que tenemos una forma singular de dar conlas cosas, en el sentido tanto de hallarlas como de toparnoscon ellas23. Ese estilo propio es el trabajo de campo, esa especiede artesanía o trabajo a mano del que hacemos depender nues-tras hipótesis y nuestras teorías y que, a despecho de la malareputación que arrastran desde hace un tiempo, responden alconvencimiento que tenemos de que los hechos continúan siendolocuaces.

Todo lo que antecede es un elogio de lo exterior, lo que flotaen la superficie –pero que no es su-perficial–, lo sentible, lo que surgeo se aparece. Esa exaltación delafuera promueve un naturalismo quecree en la naturaleza tal vez porquela añora y está convencido de queel mundo no miente. Pasión casi naïfpor ver, escuchar, tentar...; urgencia

23. “Lo que nosotros hacemos y otros nohacen o al menos no lo hacen ni tancontinuadamente ni tan bien, es hablar conel hombre que trabaja en el campo de arrozo con la mujer en el bazar, en un estilo libre,de modo que una cosa lleve a la otra, todoremitiendo a todo..., sin dejar en todo eltiempo de observar, desde muy cerca,cómo se comporta” (Geertz, 1986: 61).

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por regresar a las cosas anteriores al lenguaje, por aprehenderlas yaprender de ellas, por rescatarlas de toda ideología. Esfuerzo tam-bién por tratar de transmitir a otros lo percibido lo más lealmenteque seamos capaces, haciendo que nuestra traición a los hechos,convirtiéndolos en lenguaje, sea lo más leve y perdonable que ha-yamos merecido. No se ignora que la naturaleza es dudosa, que nopodemos huir del dominio y la miseria de la representación, que esprobable que tengan razón quienes repiten que nadie ha podidotraspasar nunca los límites del discurso. ¿Naturalismo?: “un sue-ño”, se nos dirá (Guermonprez, 1998). Puede ser. Pero los fenóme-nos están ahí y hay fenómenos. En nombre de tal certeza se mantieneese anhelo furioso por hacer de la etnografía una práctica tan pocodiscursiva como arreglar una máquina. Afán por hacer eso que lla-man ciencia, manera de escrutar lo dado, tanto si es pensable comosi no, en lucha por constatar y entender los hechos medibles ycalculables, pero también los acontecimientos más dispersos e in-conmensurables. Lo dicho, pero también lo murmurado, lo mascu-llado, lo indecible. Posibilidad todavía abierta de un positivismopoético. Antropología que, de bruces con lo inconstante –la vidaen las calles–, se postule como un conocimiento, pero no como unsaber, puesto que ese conocimiento conoce, pero no sabe. Sólomira y pregunta.

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