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MUNDO NUEVO LAS AVENTURAS DE BRUJÍN

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MUNDO NUEVOL A S A V E N T U R A S D E B R U J Í N

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MUNDO NUEVOL A S A V E N T U R A S D E B R U J Í N

Reedición nostálgica del libro de lecturas realizado por la Editorial Anaya S. A. para el curso 2º de la Educación General Básica utilizando un ejemplar correspondiente a la

edición del año 1971.Por desgracia, desconocemos la autoría del

texto y de las ilustraciones, razón por la cual no podemos dar crédito de los mismos.

humano

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©EDICIONES ANAYA, S. A. 1971

Edición creada con ITC Bookman.

Depósito Legal, registro e I.S.B.N. pendientes de trámite

Queda prohibida su reproducción mediante cualquier sistema analógico o digital sin el expreso consentimiento de Editorial ANAYA.

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Índice

Prólogo del editor .........................................................................................................7En un lejano país .....................................................................................................9Mangas Anchas limpia su cueva ......................................................13Brujín .....................................................................................................................................19El mal encantamiento .....................................................................................25La aventura de Cubilete ...............................................................................31Barretodo consigue que sea perdonado ..................................39Los trabajos de Brujín y Barretodo ...............................................47Brujín visita al mago Butano ................................................................55La bruja Benigna ....................................................................................................65El gorro de Brujín ..................................................................................................73El brujo Chinote y el Secreto del Arroz ....................................75El molino encantado ..........................................................................................87África .......................................................................................................................................95Brujín se hace amigo de Morenín................................................ 105El Valle de la Dorada Orquídea ...................................................... 113La bruja marciana ............................................................................................ 125La abeja Mielita .................................................................................................... 137La colmena de Mielita .................................................................................. 143Un brujo hecho y derecho ...................................................................... 149

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Prólogo del editor

De la mano de esta historia entré en el maravi-lloso mundo de la lectura. Brujín fue mi primer personaje, mi primer héroe. También fue mi pri-mera ilustración consciente; inocente de mí, me empeñaba, sin saber cómo era aquello, en copiar una y otra vez los sencillos dibujos... siempre sin lograr más que un tosco reflejo.

Ignoro quién fue el autor o la autora. Quizá algún día, alguien decida bucear en la memoria de la Editorial Anaya y los rescate del olvido para todos los que, como yo, quedamos marcados para siem-pre por el amor a las lecturas emocionantes y a las bellas ilustraciones.

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He confeccionado este trabajo a partir de mi ejemplar del colegio, que aún conservo, si bien no se muy bien cómo lo he logrado. Tuve que di-gitalizar las viejas ilustraciones y someterlas a un paciente proceso de restauración; también transcribí el texto con ayuda del escáner. Con la intención de dotar al resultado de mayor di-namismo, decidí retirar las lecturas intermedias que complementaban cada capítulo con un cor-pus cultural riquísimo tanto por sus contenidos literarios como ilustrados; espero que el precio de esta amputación tan atrevida valga la pena.

Quiero dedicar esta reedición a mis hijos, Sara y Pablo y a mi compañera Raquel, para quienes he hecho este trabajo de restauración y puesta en página con la intención de que, en sus manos, estos nuevos libros puedan dar vida a mi viejo amigo y compañero de colegio.

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Esto sucedió hace muchos años. En un lejano país había...

No, no, no. Nuestro cuento no empieza así. Podía haber empe-zado de esta manera. Pero no ha sido así. ¿Por qué? ¡Qué sa-bemos...! Quizás por cualquier cosa. Lo más seguro es que no haya ningún motivo.

Este es un cuento de brujos buenos. Brujos alegres y sim-páticos. Sí, sí, me diréis que salen escobas voladoras, y todo eso. Pero esto no quiere decir nada. Veréis:

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Cuando yo era un niño, le quitaba la escoba a mi madre. La pobre se volvía loca buscándola por toda la casa.

—Mi escoba, ¿dónde está mi escoba?

¡Dónde iba a estar! La tenía yo, naturalmente. Me montaba encima de ella y galopaba. Galopaba, ga-lopaba. Subía a los montes, atravesaba los valles. Cruzaba las grandes llanuras. Mi escoba nunca se cansaba. Se le caían algunas pajas, pero nada más.

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Para mí era como un caballo de carreras. Como uno de esos que vemos en la «tele» o en el cine.

—¡Arre, escobita, arre!

Ella me hacía caso. Trotaba. Saltaba. Elevaba sus pa-tas delanteras. Relinchaba. Las vecinas solían decir:

—¡Este niño...! ¡Mira que divertirse con esas cosas!

Mi juego se acababa pronto. Mi madre se asoma-ba a la puerta.

—Paco, ven aquí. ¡Cómo se te ocurre hacer estas cosas! ¿No ves que las escobas valen dinero?

¡A mí qué me importaban las escobas! Esto era lo que yo pensaba. A mí lo único que me importaba era mi caballo. Había una cosa que no me expli-caba. «¿Cómo es que mi caballo sirve para barrer los suelos? —Pensaba yo—. ¡Bah, son cosas de los mayores!»

Todos los días se repetía la misma función. La es-coba de mi madre era mi caballo. ¡Qué bello era!

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Os preguntaréis por qué os cuento esto. Es para explicar lo de la escoba voladora. Yo no creo que sea cosa de «brujos malos». Las escobas volado-ras las usan los niños y los brujos buenos.

Los brujos feos, sin dientes y con verrugas, ya no existen. Ya sólo quedan brujos buenos, alegres y simpáticos.

El protagonista de este cuento es uno de ellos. Y todos los otros que salen también.

Aquí encontrarás aventuras fantásticas. Cosas que te van a gustar mucho. Nosotros lo hemos escrito pensando en ti. A ti te lo dedicamos.

Una pregunta: ¿Tienes tú un caballo-escoba? Sí. Estoy seguro de que sí. ¿A que es divertido?

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En donde se cuenta cómo Mangas Anchas limpia su cueva

También ahora los niños exploran el campo. Tam-bién ahora vuelan los pájaros. También corren las liebres por el monte. Pero ni los niños, ni los pájaros, ni las liebres pasan delante de la cueva Boca Negra.

La cueva Boca Negra es del brujo Mangas An-chas. Allí ha puesto su casa y su laboratorio. Él no teme la oscuridad.

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Mangas Anchas inaugura hoy su casa. Se ha vestido el traje de gala. Túnica de raso azul con estrellas. Unas estrellas brillantes, resplande-cientes. Las mangas sólo le llegan hasta el codo. Pero son anchas, anchísimas. Le caen hasta las rodillas. Tan amplias que todos le llaman Mangas Anchas. En la cabeza lleva un cucurucho. Un go-rro picudo mágico, de color de oro.

Dos días tardó en adecentar su cueva. Ahora está limpia como un cristal. Brilla como un espejo. No hay una mota de polvo.

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Ya colgó la lámpara de cobre. Su lámpara de siete bra-zos. Tanto la frotó se reduce como el sol. Ahora todo es luz. Bocanegra está llena de claridad y alegría.

Ya colocó los timbres de alarma. Están en la en-trada. Allí donde Boca Negra es oscura. Ningún otro brujo podrá entrar. Será descubierto. No po-drá hacer sus brujerías.

Ya instaló sus altavoces. Mangas An-chas está loco por la música.

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Es un brujo juerguista y bailarín. Está más ágil que su Chinela.

Chinela es la ardilla. Su mensajera y recadista. El mozo de los encargos. Ella también tiene su apo-sento. Y ha preparado un columpio y una soga para trepar.

Ya esta en orden el laboratorio. Ha sido trabajo de Chinela. Ella debe conocer todos los rincones. Y saber todo. Dónde están los polvos, los gases,

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el alcohol... Dónde están los frascos, las cubetas, los cuentagotas. Mangas Anchas le dirá: —Chi-nela, traerme una ampolla de butano. Y ella se dará con la parte la cabeza y dirá: —¡Ah, sí. Ya sé donde está!

Para acabar, colocan los adornos. Son colgaduras. Hilos de coco, de lana, de algodón, de seda. Van desde el centro del techo hasta los extremos del suelo. Aquello parece una tienda de campaña.

Chinela decía a Mangas Anchas:

—Esto es mejor que el palacio del sultán. ¡Hay tanta luz, tanta seda y tanta música!

Mangas Anchas le mandó traer un cojín de plu-mas de cisne. Se sentó bajo la lámpara. Empuñó su varita mágica. Y fue tocando los hilos colgan-tes. Todos cambiaron de color. Con más rapidez que los anuncios de colores. Era como si hubiera un tiovivo en la cueva.

Después chinela le entregó un vaso con espuma de mar. Mangas Anchas sorbía con una paja de

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centeno. Después soplaba. Y las burbujas desha-cían los hilos al chocar con ellos.

Se deshizo el último: chinela apretó un botón. Entonces sonaron los altavoces. Mangas Anchas y Chinela danzaron. Bailaron como unos locos. Bailaron casi sin parar.

Están locos de alegría. Tenían una cueva confor-table. La gente podía llamarla Boca Negra. ¡Qué importaba! Boca Negra no era oscura ni triste. Nadie debía tenerla miedo.

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Donde hace su aparición Brujín

Muy lejos de aquella sierra vivía otro brujo. Un bru-jo joven, pero afortunado: Brujín. Había heredado de su abuela la escoba Barretodo. Una escoba má-gica. Todos los brujos de la región la deseaban.

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A Brujín le picaba la nariz. Es que algo interesan-te pasaba. Su nariz no se equivocaba nunca. Su nariz nunca le engañaba.

Brujín necesitaba aprender las artimañas de los brujos. Quería estar presente a sus ceremonias. Y se deshacía los sesos pensando quién estaría de estreno. Porque su nariz le decía que olía a la fiesta. Algo se inauguraba.

—¡Vaya! Si sólo puede ser Mangas Anchas. Es el vecino más moderno del pueblo. Se presentó en la última asamblea. Y le dieron permiso para ha-cerse la vivienda. ¡Allá me voy!

¡Pobre Brujín! Aún no sabe usar las bolas de adi-vinar. No las hace hablar... Aún no ha logrado encantar su escoba mágica. Y le toca marchar a salto de mata. Ha de cruzar a pie todo el monte. Debe guiarse exclusivamente por su olfato.

Tardó en llegar a Bocanegra. ¡Qué oscuridad! ¿Cómo podría vivir allí Mangasanchas? Avanzó a tientas y a ciegas. Dio unos pasos más. Y saltaron los timbres de alarma. Sonaban desgañitándose. ¿Qué pasaría? ¿Pretendería encantarle?

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Se encendieron las luces y callaron los timbres. Mangas Anchas se acercaba. No había que tener.

—¡Blitiri jalama kitoski! —Dijo Brujín. Qué quiere decir: ¡salud al brujo de la cueva oscura!

Y Mangas Anchas dio su contraseña:

—¡Binda rabunda popostolonda!: “¡Que abunde sangre roja en tus venas!”

Mangas Anchas dio sus típicas volteretas. Y sa-ludo a Brujín con la mano izquierda. El saluda

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siempre con la izquierda. Es la mano del corazón. Después sacó una cajetilla de su bolsillo. Pero no una caja de tabaco. El no fumaba. Era una caja de regaliz. Ofreció un palo a Brujín.

—Hola, nieto de la bruja Chiripa. Bienvenido. To-marás conmigo la copa de inauguración. Después tomaremos el caldo del brujo. Allí están cociéndo-se dos sabrosas patas de cabra.

El joven brujo sólo supo reírse.

—Te ríes como la “tía” Chiripa. Es clavado a ella. Tienen sus ojos de fuego y su nariz aguileña. Ah, pero te falta la verruga. Aquella hermosa verruga de la frente.

Chinela también salió al encuentro de Brujín. Le llevaba avellanas en una cestilla.

—Gracias, Chinela. Las co-meré más tarde. Ahora estoy mascando regaliz.

Chinela saltó hasta el hombro de Brujín. Y le susurró al oído:

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—Tienes que quédate con nosotros. Díselo a Man-gas Anchas.

Y llegaron al laboratorio. Brujín leyó el letrero.

“Embrujos y hechizos.”

¡Qué suerte, conocer los secretos que allí había! Mangas Anchas adivinó su deseo. Y estuvieron allí horas muy largas. Sólo se detuvieron para brindar. Y para tomar el caldillo de pata de cabra. Así festejaron la inauguración.

Brujín pasó un día divertidísimo. Vio trabajar a Mangas Anchas. ¡Qué habilidad! Se quedaba bo-quiabierto. ¡El gran maestro Mangasanchas! Con el llegaría a ser un brujo excelente. Si; sin duda. Pero le había llegado la hora de despedirse. Tenía que ir a su cueva.

—Brujín, espera. ¿Quienes preparar un “batido de ensueño”? Coge la batidora y hecha polen de amapola, raspadura de hueso, polvo de estrellas y lágrimas de cocodrilo. Procura batirlo con la pluma de avestruz.

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Brujín logró un batido delicioso. El mismo Man-gas Anchas se sorprendió. Le agradó aquella maña del brujo joven. Le miró fijo a sus ojos. Y después le dijo:

—Brujín, regresa a tu cueva y piensa si quieres ser mi ayudante. Te recibiré de mil amores. Trae tu escoba Barretodo. Con eso basta. Y serás un brujo de campanillas.

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Donde se cuenta el mal encantamiento que Brujín hizo de su escoba

Brujín estaba solo en la cueva. Mangas Anchas había salido. Le había encargado limpiar todo. ¡Cuantos trabajo tenía que hacer! Primero, barrer la cueva y fregarla. Después, limpiar las redomas, tubos de ensayo, calderos, pinzas, tenazas... No tendría tiempo para hacer tantas cosas. Luego ven-dría el brujo y no lo encontraría limpio. Se enfadaría gruñiría. Le tiraría de los peligros del cogote.

De todas formas, Brujín no pensó más las co-sas. Y enseguida se puso a trabajar. De pronto se le ocurrió una idea extraordinaria: ¡Barretodo!

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Barretodo le ayudaría. Recordaba las palabras mágicas para encantarla. Se las había oído decir a su abuela, la bruja Chiripa:

“ Pin, piripera,escoba barrendera,

bárreme la sala,friégame la cueva.”

Barretodo se puso a barrer y a limpiar el polvo. Lo hacía con una agilidad portentosa. Luego empezó

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a traer agua para fregar. Traía los cubos con su mango de caña. Y mientras, se balanceaba con gracia. Cantaba canciones. Iba y venía a la fuen-te sin cesar. Traía cubos y cubos; cubos y más cubos... No paraba. La cueva se iba llenando de agua cada vez más.

Brujín no sabía cómo detener a la escoba encan-tada. No se acordaba bien de las palabras para desencantarla. Hacía esfuerzos por recordar. Pero la memoria de traicionaba. Probaba con un mon-tón de fórmulas mágicas:

“Sal del sombrero,sal del plumero...”

—No, no; ésta no es. Probaré con otra:

“Hueso de perdiz,perdiz, perdiguera...”

—Tampoco; tampoco es eso. ¡Qué lío, madre, qué lío! No encuentro la fórmula. Mangas de Anchas está al venir. ¡La que se va armar! Enseña de otra fórmula. Haber si acierto:

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“La lluvia temprana,la lluvia tardía...”

—No doy una en el clavo. Esta fórmula sólo sirve para la cebada. Mientras tanto, la escoba seguía trayendo agua.

La cueva estaba completamente inundada. Ya flo-taban algunas sillas. ¡Qué gran apuro para Brujín! No sabía qué hacer ni qué decir. ¿Cómo arreglaría aquello? A él mismo le llegaba el agua la boca. No podía intentar decir más fórmulas. Corría el pe-ligro de ahogarse. Con sus largas ropas del brujo no podía nadar bien. Ya casi no podía aguantar más la respiración. Se iba a ahogar.

En aquel momento entró Mangas Anchas en la cueva. Vio todo aquel desastre. En-

seguida comprendió quién había sido el culpable. Muy enfurecido, se puso a gritar:

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—¿Qué ha ocurrido? ¡Maldito crío! No se le puede dejar sólo un momento. Pues buena la más prepa-rado. Y encima, el condenado casi se me ahoga. Si ya lo dijo yo, que no se puede; que no se puede estar tranquilo. Cuando menos lo piensas, te la arman.

Mangas Anchas se puso a desencantar la escoba. Trazó varios signos en el aire. Luego dijo, para deshacer el encantamiento:

“Escoba, espadaña,pipirigaña.

Por mi guadaña,erizo de castaña;

por mi sartén,mi saco y mi rapé,

yo te conjuro,escoba de canguro,párate y no traigas

ni una gota de agua.”

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La escoba se paro al instante, pero la cueva se-guía inundada de agua. Entonces el brujo abrió las compuertas secretas. Y toda el agua se escu-rrió por allí.

Luego se volvió hacia Brujín con cara de pocos amigos: —¡Inútil! Sufrirás el castigo que mereces.

Mangas Anchas volvió la espalda. Se marchó a pa-sos lentos. Su ardilla le sacaba la lengua Brujín:

—¡Rabia, que te riñe el brujo! ¡Te espera una buena!

A Brujín se le saltaban las lágrimas de coraje. ¿Qué castigo iba a imponerle el brujo?

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Del castigo del Brujín y la aventura de Cubilete

Brujín marchó cabizbajo. Iba muy enfadado. Se mordió los labios. ¡Qué rabia! ¿Por qué no saldrá nunca bien el primer encantamiento?

—Mangas Anchas tiene razón. Hay que preparar-se mejor. El trabajo del brujo no es un juego. Es algo más.

Brujín se encerró en el rincón del castigo. Al fon-do se veía una bola de cristal. Una obra inmensa. Pensaba un chorro fortísimo de luz. Giraba como los faros de los puertos. Su luz casi cegaba a Bru-jín. No le llegó a deslumbrar, pero sí a adormilar.

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Todavía vio Brujín una bola roja, otra verde, otra azul. Después una amarilla, una azul, una viole-ta, una gris. Hasta que se durmió.

Había quedado como un ángel. Estaba muy can-sado. No tenía fuerza ni para soñar.

Llegó Mangas Anchas. Vio a Brujín dormido. Su rincón mágico y su bola mágica eran poderosos. Podían dormir a cualquiera.

Pero Mangas Anchas tenía preparado algo más. Quería que Brujín escarmentara. Le iba a dar una sesión de cine.

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Chinela puso música ye-ye. Brujín se despabiló poco a poco y se bebió de una tirada un vaso de naranjada.

La bola de cristal se iluminó. Un hombre joven se pa-seaba por ella. Hacía señas para llamar la atención.

No se le veía bien la cara. Pero por su traje tenía apariencia de brujo. Rechoncho y bajito. Pelirrojo y salpicado de pecas rojas. Era Cubilete. Con aires de matasiete. Paseaba siempre despacio. Miraba a los demás con desprecio. Como un perdonavidas.

—Ya lo sabéis. Daré la vuelta al mundo. Tengo pre-parado mi equipo. No me falta detalle. Ni el más mínimo. A ver cuántos de seguís. ¿Quiénes sois ca-paces de una aventura así? ¡La vuelta al mundo en cuatro días! Ahora conoceréis quién es Cubilete.

Subió a la plataforma de lanzamiento. La había construido él mismo. Despegaba desde ella para coger altura más fácilmente. Los otros brujos querían verle partir. Cubilete se ató los esquíes voladores. Se caló las gafas. Miró a todos con bur-la. Tomo impulsó y despegó. Despego mientras la rampa se tambaleaba. Después se derrumbó. ¡Buen comienzo!

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También las aves salieron a despedirlo. Le es-peraban en la cima de un monte. Aunque no le dirían a Dios con sus pañuelos. La lechuza tenía otro plan.

—Él se ríe de nosotras. Nos persigue. Pues vamos ahora a darle una broma. El pasará con la carpa desplegada. Nosotras nos poseeremos encima. Le haremos aterrizar forzosamente.

Pero las aves fueron buenas. Se le arremolinaron sobre su capa. Y Cubilete comenzó a gritar. Per-

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dió el equilibrio. Se balanceaba demasiado. Ellas sintieron pena y levantaron el vuelo.

Tomó la ruta del Polo Norte. Por el continente, las cosas iban bien. Ya se acercaba a las tierras po-lares. Sobrevolaba un bosque inacabable. Pinos, abetos y abedules. Cubilete no encontraban lugar de aterrizaje.

Al amanecer volaba sobre la inmensa llanura blan-ca. Mandó a sus esquíes aterrizar. Tenía apetito. Pero su mochila estaba vacía. Había despreciado las provisiones.

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Cubilete no se desalentó. Se echó la escopeta al hombro. Esperaba volver con una foca.

Pero hacía mucho frío. Eran muchos grados bajo cero. Cubilete se helaba como un témpano. Llegó a la costa. Observo los inmensos iceberg. Tardó un poco en encontrar una foca. Cuando intentó disparar, le fue imposible. Tenía la mano helada. No pudo dar al gatillo de su escopeta.

Volvía hambriento, con las orejas gachas. Se cru-zó con una bandada de pingüinos. Quiso hacer puntería de nuevo. Pero temblaba. Tenía el pulso alterado. Apuntaba con su tembleque en todas direcciones. No consiguió hacer blanco.

Enfundó su escopeta. En aquel desierto de nieve invocó a los brujos del polo. Pero ninguno se dio por aludido. Acaso no se lo merecía.

Cubilete ya se desespera. No se le ocurría ningu-na solución. Por fin, ¡huellas de perros y trineos! Consiguió llegar a un poblado de esquimales. Una familia le alquiló su iglú.

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El brujo aventurero permaneció allí tres semanas. Tres semanas para curar su pulmonía. Después, el brujo fanfarrón emprendió el regreso.

Sus amigos se rieron. Tomaron a chacota sus proyectos. Se burlaron de él largamente.

—¡Mira, el que daría la vuelta al mundo en cuatro días! ¡Muy valiente!

Cubilete se puso triste. Tenían razón sus paisanos y amigos. No había preparado bien su viaje. ¡Qué cabeza de chorlito! ¡Qué brujo de mentirijillas!

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Barretodo consigue que Brujín sea perdonado

Brujín no perdió detalle. Le gustaron las imágenes de la bola mágica. Era muy interesante aquella historia. El título daba en el clavo: “Cubilete, el fanfarrón”.

Mangas Anchas se quedó mirando a Brujín. Y le guiñó el ojo, como diciéndole:

“Amigo, a ti te puede pasar lo mismo. Cubilete fracasó. Y quien hace las cosas a medias, fraca-sará también... Mira, mira.”

Otra vez aparece un brujo en la bola de cristal. Llevaba la cabeza un casco de piloto. Un aficiona-do a la aviación. Si, allí estaba su escoba. Escoba

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voladora del último modelo. Con motor atómico y todo. Iba a cruzar el océano Atlántico. Quería conseguir algún récord.

El brujo quería asegurarse del buen tiempo. Com-probó la dirección del viento. Miró el termómetro. Todo listo.

Pero en medio del océano surgió la sorpresa. El sol se oscureció. Y el huracán rugió potente. La escoba atómica iba a la deriva. Uno de los motores no funcionaba. La reserva de energía descendía rápidamente. El brujo echó mano del micrófono de la radio.

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—Estoy volando sobre el océano. A cien millas de la costa americana. Me rodea un huracán. El pe-dido un motor. Escasea la energía. La estabilidad es difícil. Ayudadme.

Pero no le llegó respuesta. Ni aviadores ni mari-neros le oyeron.

Al brujo le corría por el cuerpo un sudor frío. Pen-sar a los tiburones hambrientos. ¡Pobre de él si caía al mar!

El huracán se alejó. La escoba quedó destroza-da. No podía ser controlada. Un viento fuerte los arrojó a la desembocadura del Amazonas. El bru-jo tuvo que descolgarse en paracaídas. La escoba atómica se incendió al tomar tierra.

El brujo maldecía su suerte. Apareció una tía suya. Vivían en la selva amazónica. Y le dijo:

—No reniegues. La culpa es tuya. Hace días que se le dijo el ciclón. En todos los observatorios del tiempo estaba registrado. El ciclón no respeta a los brujos alegres.

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El brujo se quitó el casco de vuelo. Era Brujín. ¿Brujín?

Brujín, al verse en la bola de cristal, se estreme-ció. ¿Él? ¿Cómo era posible?

—Sí, Brujín. Yo he conseguido meter tu imagen ahí dentro. Porque aquí qué hubiera pasado lo mismo. Ahora espero que no te suceda.

—No me ocurría, Mangas Anchas. Gracias por el aviso. Nunca pretenden cantar sin estar preparado.

Brujín lloró lagrimas como puños. ¡Si le llega su-ceder eso a él! ¡Qué susto! ¡Y qué vergüenza para un nieto de la bruja Chiripa!

Barretodo observó a su amo. Sentía pena de Brujín. Iban a ser compañeros toda la vida. Y decidió in-ventar una treta para aplacar a Mangas Anchas.

Barretodo había recorrido mucho mundo. Se acor-dó de los carnavales de Río de Janeiro. Se escondió en el bosque. Preparó su disfraz. Se vestía de jefe de tribu india. Penacho de plumas. Brazalete de metal y de cuero. Lanza de caña de bambú. Ta-

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parrabos. Pintura de color. Muchos colorines por todo el cuerpo.

Pasó media hora. Barretodo era un indio. Un jefe de tribu. Salió en busca del hombre blanco. Lan-za en ristre. Daba gritos de guerra.

Llegó a la entrada de la cueva del brujo. Se hizo notar. Dio la señal de paz. Guardo la distancia de prudencia. Y se inclinó para saludar.

—Paz, jefe de las tierras subterráneas.

Y Mangas Anchas se extraño. ¿Qué hacía un indio en la cueva? Espió otra vez. Reconoció Barretodo. ¡Vaya una facha que traía! Iba a soltar una carcajada.

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Pero el indio de mentirijillas amenazo. Levantó su lanza. No quería bromas.

—Escúchame, Mangasanchas. Los indios escobones “estar” disgustados. “Estar” en llanto. “Llorar” mucho porque su amigo llora. Tú “tener” cautivo a Brujín. Ellos “querer” la libertad de Brujín. Si no lo haces, “declarar” guerra. Para eso “estar” aquí su jefe...

Barretodo también se apretaba los labios. Sino, también el reiría.

—Yo “entregarte” a Brujín sano y salvo. “Esperar” aquí un poco.

Brujín se entretenía con chinela. Ni lloraba ni te-nía hipo. Todo había pasado.

—Atiende, Brujín. Barretodo tiene ganas de bro-ma. Se ha vestido de indio. Y dice que viene a rescatarte. Vamos a hacerlo serios.

Mangas Anchas ató a Brujín las manos a la espalda. Fueron al encuentro del jefe de los indios Escobones.

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—Aquí “estar” vuestro amigo. “Ser” vuestro des-de ahora. Pero antes “prometer conceder” rescate que te pida.

—Entrégalo, y yo “darte” cualquier rescate.

Mangas Anchas se había puesto un machete. Lo sacó con toda seriedad. Cortó las ataduras de Brujín y lo envió a Barretodo.

Brujín y Barretodo se dieron un abrazo.

—¿Qué rescate exiges?

Mangas Anchas sonrió. Carraspeó por intención, con malicia:

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—Jefe de los escobones, yo “pedirte” este rescate. Y sólo “tener” una hora de tiempo. Yo “querer” ves-tidos de indio. Uno para Brujín y otro para mí. Yo “invitar” a indios escobones a mi cueva de. Aquí “celebrar” carnaval y fiesta de disfraces.

Barretodo y Brujín rieron a carcajadas Mangas Anchas se le unió. Le había gustado mucho la broma. Ya eran todos amigos.

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De los trabajos de Brujín y Barretodo

Era un día de diario. Habían acabado las fiestas, los disfraces y los carnavales. Los tres eran gran-des amigos. Mangas Anchas estaba satisfecho. Le agradaba ver a Brujín optimista. Había aprendido a ser prudente. A hacer las cosas despacio y bien.

—Vengo de darme un baño. Está el agua tibia, deliciosa. Las truchas brincaban. Salían a tomar el aire. Los barbos deben ser más perezosos. Se contentaban con deslizarse por las orillas. Me gus-taría ver a los salmones. Verlos cantar y remontar las pequeñas cataratas. Óyeme, Barretodo. Ven-drás conmigo a mi antiguo pueblo. Verás cómo pesco cangrejos. Las acequias de los labradores

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parecen un hervidero de cangrejos. A mí me gus-ta cogerlos a mano. Me descalzo. Me meto en el agua hasta la rodilla y los saco de su cueva.

—Sí, Brujín. Cuenta conmigo. Nuestros ríos son muy pequeños. Yo te llevaré a ver los ríos más caudalosos. Ríos de grandes cataratas. Ríos de corriente impetuosa... ¿Te gustan los peces? Co-nocerás los de agua dulce y los de agua salada. Conmigo visitarás todo el mundo.

Barretodo hablaba tan convencida. A Brujín se le hacía la boca agua. Se veía pilotando su escoba voladora. Siempre seguro, compañero de las nu-

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bes. Sabiendo levantarse sobre los campanarios de las iglesias. Muy cerquita de las estrellas.

—Pero antes, Brujín, te harás un brujo hecho y derecho. Yo te enseñaré grandes brujerías. Has de conseguir dormirte sobre una cuerda. Hacerte pe-queño como un pájaro. Bramar como un ciervo. Distinguir las setas comestibles de las venenosas...

—Sí, Barretodo. Yo quiero demostrar a Mangas Anchas que valgo. Que seré tan famoso como mi abuela. Pero tienes que enseñarme el encanta-miento de «vuela y barre». Así no fallaré de nuevo.

Barretodo se concentró y declamó con ardor, como en un teatro:

«Que barra, que barra,la escoba encantada;que suba las verdescalladas montañas.

Que cruce los aires y encienda un lucero

al venir el alba.

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Que diga secretosde gallos y garzas;que toque las nubes

y silbe su cañapor los viejos bosques

una copla mágica.

Que vuele la escobaligera y alada,

que vuele la escoba,la escoba encantada.

Brujín repitió las palabras mágicas. Sin intención de encantar. Pero muy en serio. Como si el ensa-yo fuera de veras.

Brujín volvió a enfundarse en su guardapolvo. Volvió a su tarea. Lo suyo era tener la cueva como un espejo. El y Chinela eran los oficiales de lim-pieza. Boca Negra era un hotel limpio y oloroso.

Chinela era la encargada de los perfumes. Ella recogía el romero y las rosas, el tomillo y los jaz-mines. Brujín trabajaba las plantas y flores en el laboratorio. Las transformaba en perfume am-bientador. Unos días la cueva olía a bosque. Olor

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de resina, de eucalipto, de romero, de madresel-va, de tomillo. Otros días olía a jardín, a flor de azahar, a violetas, a azucenas.

Barretodo pasaba el día barre que te barre. Tres veces barría la cueva. No era por capricho. Man-gas Anchas se encargaba de ensuciarla. Su afición era disecar animales. Su deporte, la caza. Por cualquier motivo ensuciaba el suelo.

Ahora se dedicaba a los animales del monte. Que-ría completar su colección. Contaba con el hurón, el gato montés, el erizo, la comadreja. En el in-vierno último atrapó un oso pardo. Y hoy, por fin, había cazado una loba. Era un muestrario comple-to y, sobre todo, vistoso. Primero curtía las pieles.

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Después las rellenaba de forraje y las cosía como un maestro. Todos parecían vivos. El gato montés, dispuesto a soltar el zarpazo. El erizo, en son de guerra. El oso pardo, paseando cachazudamente... Parecía un parque de fieras, no un museo.

Entretanto, Brujín estudiaba. Quería conocer to-dos los secretos del verdadero brujo. Se pasaba las noches en claro. Se estaba haciendo un en-tendido en astrología. Consultaba con frecuencia a Mangas Anchas. Sobre todo, las cosas prácti-cas. Los hechizos y encantamientos.

Brujín se tomaba sus grandes ratos de gimna-sia. Su cuerpo sería fuerte como el roble, flexible como el junco. Había que hacerlo insensible al dolor. Resistente a toda prueba.

Brujín, el aprendiz, progresaba. Salió una tarde con Barretodo.

—Realizaremos un gran experimento.

—¿Cuál? ¿Volar sobre una hoguera?

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No. Su prueba era otra. Iban al río. A la parte que lla-man «Curva sin retorno». Brujín se dejó caer cuando pasaron por encima. Su proyecto era flotar. Flotar a pesar de la corriente impetuosa e irresistible.

Y Brujín flotó como un corcho. Y no fue arrastra-do por la corriente. Esta vez se había concentrado bien. Comenzaba a dominar los secretos del oficio.

Mangas Anchas le felicitó. Y pasaron tres jornadas cazando. Brujín ya era un maestro en la brujería.

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Brujín visita al mago Butano

Un día, Brujín y Barretodo llegaron a una ciudad. Sus altos edificios estaban coronados de antenas de televisión. Sus calles, llenas de coches y de gente. Brujín quería tomar una naranjada en un bar. Pero al entrar, el camarero le echó el alto.

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—No, no, amigo; si quiere tomar una naranjada entre usted solo. Aquí no está permitido entrar con tales cacharros. Así es que deje la escoba fuera.

Brujín no tuvo más remedio que obedecer. Sacó a Ba-rretodo y la puso al lado de un coche. Luego entró de nuevo en el bar para tomarse su naranjada. Bebía tran-quilamente. Un policía de tráfico entró malhumorado.

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—A ver, ¿quién ha tirado una escoba en mitad de la calle?

—¡Oh! He sido yo, señor guardia. Pero no la he tirado. La he dejado aparcada junto a un coche. Es mi escoba voladora.

—¡Ah! ¿Con que es usted? Pues venga, venga con-migo, por favor. Ahí fuera le ajustaré las cuentas.

Brujín salió del bar con más miedo que vergüen-za. Cuando estuvo en la calle, el policía le dijo:

—¿Y usted no lo sabe? ¡Aquí no pueden aparcar las escobas voladoras!

—Pues, pues... no señor.

—Debería saberlo. El sitio para aparcar escobas voladoras es el aeropuerto. ¡Y no la vía pública! ¿Me ha oído?

—Sí..., sí, señor. He entendido perfectamente.

—Aunque, claro, si se trata de escobas... También pueden aparcar en los tejados y en las azoteas.

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—Entonces aparcaré en uno de esos sitios. Hasta la vista, señor guardia.

—¡Oh, no, no, amigo mío! Aún no hemos termina-do. Su escoba no tiene matrícula. Y eso es grave. Muy grave.

—Pero si las escobas no tienen matrícula.

—Las escobas voladoras sí deben tenerla.

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—Entonces, usted dispense, señor guardia. Se la pondré enseguida.

—Antes tendrá que pagarme una pequeña mul-ta. Y veamos otra cosa: el carnet. Su carnet para conducir escobas.

—No tengo. No sabía que fuese necesario.

—Pues sí lo es. Por eso me pagará otra multita. Vamos a ver cuánto es.

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El guardia hizo unas cuentas en su libretilla. Lue-go le dijo a Brujín lo que tenía que pagar. Y Brujín le pagó.

Algo había aprendido aquel día. No se puede descui-dar uno. Hay que llevar todas las cosas en orden.

Circular por la ciudad no es lo mismo que por el campo. Se debe tener cuidado con los, edificios al-tos, con los aviones, con las antenas de televisión, etc. Brujín estaba decidido a sacar su carnet de conducir escobas volantes. Marchó a la Academia Aérea y allí estuvo preparándose varios días. Por fin hizo su examen y superó todas las pruebas. Ya tenía su carnet de conducir. Ahora no habría nin-gún policía que le echase el alto. Además, había arreglado sus papeles y había puesto la matrícula a Barretodo. Todo estaba de acuerdo con la ley.

A partir de entonces, Brujín voló con su escoba a don-de quiso. Nadie tendría que decirle nada por ello.

Un día oyó hablar del mago Butano y decidió ir a verle. El mago Butano no vivía en una cueva. Vi-vía en una gran nave de cemento, hierro y cristal. Allí hacía todos sus prodigios.

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Para ello, el mago Butano se servía de algo espe-cial: de un gas.

El gas también se llamaba «butano». Pero el mago lo llamaba cariñosamente «mi butanito». Con él hacía grandes cosas.

Podía encender estufas, cocinas, calentadores de agua, etc. Además, como el gas era tan abundan-te, el mago se ocupaba de repartirlo. Lo metía en unas vasijas de metal pintadas de rojo minio. A estas vasijas, el mago las llamaba «bombonas».

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Las tenía de diversos tamaños. Así distribuía el butano por las casas para que se utilizara en to-dos los usos.

La gente de la ciudad estaba muy contenta con el mago Butano. Por eso le habían hecho un monu-mento en medio del parque municipal.

También había una calle que llevaba su nombre. Y una placa con dedicatoria. Se la dedicaban los vecinos. La ciudad entera se lo agradecía.

Brujín visitó el gran almacén del mago Butano. Quería aprender de él a ser un mago moderno. Sí, sí; él tenía que estar al día en todo.

El mago le enseñó cómo había hecho el gas. Luego le dijo cómo se utilizaba, para qué cosas servía. También le advirtió la precaución que hay que tener con él. Al menor descuido puede explotar y causar muchos daños. Por eso hay que ser preca-vidos al usarlo.

Brujín lo observaba todo con suma atención. Observaba cómo funcionaban las estufas y las cocinas. Cómo salía el gas y cómo había que

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encenderlo. Aquello era más interesante que cual-quier brujería de Mangas Anchas.

Al marcharse, el mago le regaló una estufa con su bombona de butano. Brujín no cabía en sí de alegría. ¡Qué rabia le iba a dar a Mangas Anchas! Se comería las uñas de envidia.

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La bruja Benigna

Brujín volaba con su escoba sobre un bosquecillo de almendros.

Era el mes de febrero. Cuando las heladas con-gelan los estanques. Cuando la Luna alumbra los carámbanos de las fuentes.

El olor de la flor del almendro se extendía por el campo. Olor denso y penetrante. Todo lo cubría y lo encantaba.

En la sierra se respiraba bien. Por los caminos no se veía ningún viajero. Ningún guardia de cami-nos. Ningún perro ni ave nocturna.

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Los cortijos estaban silenciosos a aquellas horas. Brujín los veía desde su escoba. Parecían gotas de cal dispersas por el campo.

Barretodo volaba cada vez más arriba. Lo hacía para no chocarse con las peñas más salientes. Por aque-llas alturas soplaban los vientecillos serranos. Todo lo revolvían. Jugaban con las nevadas cumbres. Y con las hierbecillas que crecían en los huecos de las rocas. También con la capa de Brujín, que se arremolinaba en torno suyo. Varias veces estuvo a punto de caérsele su gorro de cucurucho.

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Poco a poco, la altura de las sierras fue hacién-dose menor. Barretodo fue descendiendo hasta la llanura. Ahora volaba sobre las tierras de labor.

Todas estaban preparadas para los cultivos de primavera y verano. Los árboles estaban aún sin hojas. Y la vega se divisaba matizada de colores ocres y pardos.

A lo lejos relumbraba una hoguera sobre otros montes. Allí empe zaban otra vez las sierras a ser más altas.

—¡Es allí! —Dijo Barretodo al verla.

Pronto llegaron al sitio donde habían visto brillar la hoguera. No ca bía duda. Tenía que ser aquella la hoguera de la bruja Benigna. ¡Cómo relucía de-lante de la cueva! Cualquiera diría que quemaba el oro y el cobre de una mina. Era una lumbre hermosa y grande.

La Benigna era una bruja muy bien arreglada. Llevaba pulseras, mantón de Manila y una flor de papel colorado en el pelo.

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No salía de su cueva. Allí echaba las cartas. Adivinaba en su bola de cristal. Y echaba la buenaventura.

Brujín golpeó en la puerta de su cueva. Se oyó ruido de cacharros y la voz de la bruja Benigna:

—¿Quién es a estas horas?

—Soy Brujín, aprendiz de mago.

La bruja abrió la puerta de la cueva.

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—Pase usted, señorito. Aquí está la reina de la brujería.

Brujín y Barretodo entraron en la cueva. Era una cueva distinta a la de Mangas Anchas. Las paredes eran de tierra blanda. Muy encaladas y blancas. En ellas había colgados calderos, puche-ros, sartenes, candiles, tenazas...

La bruja andaba de un lado para otro. Cocía hier-bas. Preparaba po tingues. Observaba los astros...

Los cuervos de la bruja chillaban inquietos. En-tonces ella les echó sus miguitas de pan. Pero los cuervos volvieron a chillar y chillar.

—Malo, malo —dijo la Benigna—. Algo malo pasa, amigo apren diz. Consultaré con mi bola mágica.

Cogió la bola para ver qué pasaba en el mundo. Brujín también se asomó a la bola. Allí vieron un gorrito de brujo. Iba creciendo cada vez más. ¿Qué significaba aquello?

Brujín miraba con cara de asombro a la bruja Benigna.

Ella levantó su mano y agitó sus pulseras.

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—¡Silencio! Que se callen los cuervos. Que dejen de beber mi acei te mi corneja y mi búho. Que la culebra se esté quieta y no silbe. Que mi gato mal-dito se acurruque en su silla. Voy a interpretar lo que he vis to en mi bola. ¿Sabes qué significa un sombrero de brujo que crece? Pues es lo mismo que un brujo que no sabe y aprende. Tú serás un gran brujo. Lo ha dicho mi bola. Y yo te concedo mi buenaventura.

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El agua revueltapara la tormenta.

Trigo y perejilpara la perdiz.

La suerte en la mesaBrujín se la lleva.

Brujín se admiraba cada vez más de todo aquello. Sin embargo, una cosa quedaba todavía sin saber-se: ¿Por qué los cuervos estaban de mal humor?

Pues te lo diré. Los cuervos son envidiosos. Por eso son tan ne gros. Porque la envidia es negra como un tizón.

Envidiaban la suerte de Brujín. Pero se queda-rían rabiando y graz nando.

Brujín llegaría a ser un gran brujo. Ya se lo había dicho la bruja Be nigna. Y no había más que hablar.

Seguramente los dos cuervos no volverán a co-mer más migas de pan. Y se morirán de hambre y envidia.

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Después de la buenaventura, Brujín se despidió de la bruja Benigna.

Pensaba hacer muchas cosas al día siguiente. ¡Para algo estaba ya de suerte! Iría a algún país lejano.

—¿A dónde, Barretodo? ¿A dónde podríamos dirigirnos?

Barretodo estaba llena de ilusión.

—Hoy cruzaremos tierras y mares. Iremos a pa-sar una temporada en la China.

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El gorro de BrujínMi gorro de fieltro

bordado de estrellas,mi gorro tan altocomo las veletas.

¡Qué envidia de alturale tienen las crestas,

los picos salientesde la cordillera!

Vivo cucuruchocomo un centinela

que vigila el campodesde las almenas.

Mi gorro de fieltro,bordado de estrellas

es un campanariocon cintas de seda.

Mi gorro tan altocomo las veletas.

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Del brujo Chinote y el Secreto del Arroz

La cena de aquel día se alargó. Habían cocinado todo al gusto oriental. Había sido idea de Mangas Anchas:

-Brujín, tu expedición a China será un éxito. Tie-nes todo bien planeado. Todo en orden. Sólo nos falta ensayar cosas de poca monta. Conocer sus costumbres. Ensayar su modo de saludar, de co-mer, de vestir. Antes de que te marches tendremos una cena china.

Todos se esforzaron en preparar la fiesta. Barreto-do quería lucirse. Comenzó a tejerse un quimono. Pero tuvo que dejarlo. No sabía que el quimono es una túnica japonesa. Pero se armó de paciencia.

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Y en poco tiempo tuvo acabado un «kossu». Aque-lla era la auténtica túnica china de seda. Además se maquilló al modo oriental. Se pintó sobre todo unos ojos muy rasgados.

Brujín se entrenó a comer con palillos. Aprendió a saludar. Y decoró la cueva como una pagoda de verdad.

Y Mangas Anchas se vistió de mandarín como los jefes.

-Ahora, Brujín, eres un chino más. El brujo Chi-note estará orgulloso de tu visita.

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Chinote era un brujo amarillo, con piel de lagarto amarillo. Era un brujo de carne blanca, blanca como harina de arroz. Así era el brujo Chinote. Tenía corazón de sardina y cuerpo de arroz mo-lido. Era Chinote un chino de verdad. Se había criado con sardinas y arroz.

Brujín visitó a Chinote.

-Este es mi palacio flotante. Me gusta balancear-me. Por eso mi casa es este junco frágil.

-Pero esto parece una cueva...

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-Sí, amigo Brujín. Todo está oscuro. Los encanta-mientos se hacen en la oscuridad. Y todo debe estar enredado. Los secretos se esconden en los rincones.

-Es cierto. Pero ¿por qué los camarotes son tan bajitos?

-Claro, claro, jovencito. Hay que trabajar sin fati-ga. Yo trabajo tumbado. Así, soy acunado durante todo el día.

-Fantástico, Chinote. Es insuperable este junco-palacio.

-Acércate, Brujín.

-Sí. ¿Qué?

-Verás lo nunca visto.

-¿Qué es?

-Es corazón sin sangre, fruta sin jugo, semilla sin igual...

Chinote descorrió la cortina de seda bermeja. Cruzó sus manos ante el pecho. Se inclinó profundamente:

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«Cofre del cieloremedio del mal.Contienes el pan

de los hijos de Adán.¡Ábrete ya!»

Pero el cofre, el cofre de oro pulido, crujió. Sus bisagras estaban rotas.

-Mal haya el ladrón de mi secreto.

-¿Qué secreto?

-¡Ay, ay! ¡El secreto del arroz! Han robado mi invento.

Pasaron días largos como años.

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Brujín consolaba a Chinote.

-Ya tenemos al ladrón. Barretodo lo atrapará. Es un hacha. Tiene un fino olfato de policía.

-¿Sí? ¡Qué gran amigo!

Al momento, Barretodo llegó sudorosa. Sonreía maliciosamente y no era para menos. Ya tenía al gato encerrado. En un rápido vuelo había encon-trado al brujo ladrón.

-¿No os dije? Es el famoso Malote.

-No debes llorar, Chinote. Y tú, Barretodo, cuéntanos.

-Pues, nada. Ya eché el ojo a Malote. En la jungla verde tiene su escondite.

-¿Dónde?

-Entre la Roca Fuerte y el Paraíso de las Cobras. Labra afanosa mente un escondrijo. Quiere en-cerrarlo en una almena de la gruesa muralla. Allí guardará tu secreto.

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-¿Cómo lo sabes?

-He planeado sobre el lugar. Casi pude traerme a Malote agarrado por los pelos.

-¿Y cuándo le daremos caza, Barretodo?

-¿Podré yo rescatar mi tesoro...?

Hicieron los planes para el asalto final. Chinote se iba tranquilizando. Tenía esperanza de rescatar su tesoro. Comenzaban entonces las lluvias torren-ciales. Pero esto no le atemorizó. Además, Brujín tenía un truco para los días de tormenta. Un un-güento mágico. Con él no se calarían. Ni serían arrastrados por el viento. Se armaron de valor. Y emprendieron la marcha hacia la gran muralla.

Vieron a Malote con la cabeza hundida en el pe-cho. Estaba de pie frente al tesoro.

-Está tieso a pesar de la tormenta.

—No le estremecen el vendaval y la lluvia del monzón.

—Mirad sus manos huesudas.

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—¡Caramba! ¡Puf, qué uñas tan largas!

—De ladrón...

—Dicen que son durísimas; de acero.

—Chist, chist... ¡Calla, nos ha descubierto!

Malote dio media vuelta. Se quedó mirando al cie-lo sin pestañear.

—Fíjate cómo chorrea agua su larga barba de chivo.

—Nos señala con su dedo sin mirarnos.

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—¿Será capaz de encontrarnos?.

—¿Qué se habrá creído?

Chinote esperó que brillara otro relámpago. Sacó su espejo mágico. Lo enfocó a los ojos de Malote. Brilló el rayo en el espejo... Y Malote cayó herido por la luz.

Barretodo despegó desde la copa de un árbol. Ate-rrizó junto al brujo ladrón. Y Chinote y Brujín lo amarraron con sogas de esparto.

Brujín tuvo una ocurrencia:

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—Aquí están mis tijeras corta-todo.

—¿Para qué?

—Para cortar esas uñas de Malote.

—Sí, es capaz de serrar las ataduras...

Después, Chinote se encapuchó. Y conjuró a su tesoro:

«Escapa de la piedra.Vuelve a esta tierra.Abandona a Malote,

¡tu dueño es Chinote!»

El brujo amarillo abrió el cofre. Y sopló sobre él:

«Espíritu del arroz,bienhechor del chino,

polvo divinorefuerza tu ardor.»

Y el polvo multicolor reverberó. Estaba vivo.

Chinote lo dejaría caer en los arrozales. Nadie lo verá. Sólo la Luna sabrá por qué el arroz de Chi-

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note es el mejor arroz del mundo. Sólo la Luna conoce el secreto de Chinote.

Corre, Chinote,corre a tu junco.

Vuela a esconderte.

Chinote trasladó el cofre con Barretodo. Se hizo los sesos agua para buscar un nuevo escondite. Brujín pasó una temporada con Chinote. Visitaron los palacios y templos de la Ciudad Prohibida. Em-barcaron en un sampán para pescar la sardina. Después hicieron juntos la sementera del arroz. La lluvia había ahuecado la tierra. Aún llovería más. Y saldrían una noche de luna llena a esparcir el polvo maravilloso. Las espigas de su arroz serían las más lozanas. Se doblarían por el peso. Ningún abono es tan fértil como sus polvos.

Brujín vivió como los chinos de verdad. Su casa fue un junco y un sampán. El sembró el arroz y él pescó su sardina.

Chinote le cargó de regalos. Flores exóticas, porcelanas y sedas. Eran los regalos para él y Mangas Anchas.

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De cómo Barretodo enseña a Brujín el molino encantado

Brujín y Barretodo estaban ya de regreso en su cueva.

Descansaban de la aventura que habían tenido en la China lejana.

Pasaron algunos días. Habían repuesto ya sus fuerzas. Y estaban dispuestos a continuar sus aventuras.

Una tarde, Barretodo invitó a Brujín a dar un paseo.

—Tengo una sorpresa para ti, Brujín. Te enseña-ré hoy algo interesante.

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Brujín estaba un poco inquieto por saber lo que era.

«¿Qué será? ¿Qué no será?» De todas formas no podía imaginarlo. Sentía una enorme curiosidad. Pero no le preguntó nada a Barretodo.

Brujín preparó su merienda para merendar en el campo.

Luego montó en Barretodo y salieron volando.

La tarde era espléndida. A su paso se encontra-ron con muchos amigos voladores:

Las libélulas que viven a orillas de las charcas y en los juncales.

Los escarabajos zumbones de la primavera. To-dos con su negro charol reluciente, irisado a la luz del sol.

Los pájaros cazadores de insectos.

Las mariposas mareadas. Que tienen que posarse en los tallos para que allí se les pase el mareo.

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Después de atravesar una alameda, Barretodo di-visó lo que buscaba.

—Estamos llegando, Brujín. Prepárate para la sorpresa.

Aterrizaron en la orilla de un arroyo. Era un lugar agra-dable y fresco, poblado de arboledas y cañaverales.

En las copas de los árboles zumbaban los mos-quitos y otros insectos.

Mientras estuvieran allí arriba no bajarían a mo-lestar a nuestros amigos. Lo peor era que les descubriesen y les estropeasen la tarde.

Por el río corría un agua limpia. En ella crecían algunas plantas acuáticas: juncos, berros...

Brujín se tumbó boca arriba sobre la hierba.

—¡Extraordinario sitio, Barretodo! ¿Esta era la sorpresa, verdad?

—No, no, amigo Brujín. No es ésta la sorpresa que te guardaba.

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Mira, ¿ves aquel molino?

—Sí; parece que está abandonado.

El viejo molino hacía mucho tiempo que estaba abandonado. Seguramente sus dueños tuvieron que dejarlo a causa de la humedad. O quizás lo derribó una crecida del río. Sin embargo, aún que-daban algunas paredes de pie.

El molino había servido en sus tiempos para mo-ler trigo. Después había sido abandonado. Más tarde, sus sótanos sirvieron de guarida a unos

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bandidos. Por fin, un brujo turista se ha-bía instalado allí durante el verano. Esto había

ocurrido en época más reciente. Y la verdad hay que decirla: el brujo turista pasó allí unas sober-bias vacaciones. Mucho mejor que si hubiera ido a la playa. Con más tranquilidad y con menos molestias.

Acabó la temporada veraniega. El brujo turista regresó a su cueva. Pero se había olvidado algo al hacer el equipaje. A los turistas siempre les pasa algo por el estilo: se olvidan de su máqui-na fotográfica, o del transistor, o de las zapatillas playeras, o de las gafas de sol...

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El había dejado abandonado allí un secreto. Nada menos que un secreto de brujería. Era la fórmula mágica para encantar paredes.

En aquel molino, el brujo había encantado una pared. Cuando se marchó se olvidó de desencan-tarla. Algunos brujos son así de despistados. Les ocurre como a nosotros cuando olvidamos desen-chufar el televisor.

Pero el brujo turista no volvió por allí. Abandonó su fórmula mágica. Tal vez no la necesitaba por-que se la sabía de memoria.

Barretodo había entrado allí casualmente un día.

Curioseó por un lado y por otro. Y en un rincón encontró el papelito con la fórmula mágica. Quiso enterarse de lo que allí decía. Y lo leyó en voz alta. Entonces fue la gran sorpresa:

Empezó a verse una ciudad, y otra, y otra. Se veían montañas, ríos, parques, gentes, países lejanos...

Ahora él mismo daría la sorpresa a Brujín.

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-¿Ves esa pared?

-Sí. ¿Qué tiene de extraño? Es una pared de piedra.

-Pues ahora verás. Leeré lo que hay escrito en este papel.

Barretodo le daba a esto mucha coba. Iba dejando caer lentamente las palabras con mucho retintín. La fórmula mágica que leía era:

«A la birlibirlera,la pared de canela;

a la birlibirlí,perfume de jazmín;

a la birlibirlada,la puerta está encantada;

a la birlibirlé,encantada la pared.»

Barretodo acabó de decir las palabras mágicas. Y algo extraño ocurrió en la pared. Empezó a po-nerse blanca, muy blanca. Y unos rayos de luz cruzaron por ella. Igual que cuando ponemos el televisor en casa.

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Parecía una gran pantalla, semejante a las de nuestros cines.

En ella, Brujín y Barretodo vieron muchísimas cosas.

Con aquel secreto de Barretodo habían pasado una tarde excelente. «No estaría mal llevarse el secreto a casa», pensaba Brujín. Allí podría encan-tar alguna de sus paredes. Y los domingos podría ver lo que quisiese: partidos de fútbol, carreras de caballos, dibujos animados, etcétera. Aunque..., no, no. Lo mejor sería dejar el secreto en el viejo molino. Acaso a Mangas Anchas no le gustase.

Por eso, el secreto se quedó allí. Brujín volvería los domingos por la tarde. Encantaría la pared y se divertiría.

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Del viaje de Brujín y Barretodo a África

Por aquellas tierras empezaba a hacer frío. Ha-bían venido ya las primeras heladas. También las primeras ráfagas de viento demasiado fresco. La verdad es que ya no apetecía salir por las noches. Ahora se pasaba el tiempo al lado del fuego.

Aquello no podía seguir así. A él le gustaba viajar. Te-nía que hacer algo. Y el invierno no se lo impediría.

Brujín pensaba y pensaba. Quería ver mundo. Quería salir de aquel aburrimiento.

Mientras miraba arder una brasa, se le ocurrió la solución.

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-¡Ya está! ¡Ya está pensado lo que voy a hacer! Dejaré estas tierras del Norte y me iré a África. Allí no hace frío. Podré hacer excursiones por los ríos. Veré los grandes desiertos con sus oasis y altas palmeras. Veré los grandes lagos, las selvas, los poblados de negros, los animales salvajes... Será un hermoso viaje. Y sobre todo aprovecharé mi viaje para encontrar la Dorada Orquídea. La orquídea que cura tantas enfermedades y tantas fiebres. Mi propósito será, pues, ir al Valle de la Dorada Orquídea.

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A las primeras luces del amanecer, Brujín montó en su escoba Barretodo. Se alejaría de aquellas tierras. Iría a África. Para ello pronunció su fór-mula mágica:

«Los airecillos y las escarchasdeje mi escoba a sus espaldas.

Corte las nubes.Sobre las blancas alas del viento

vamos al África.»

La escoba emprendió un rápido vuelo.

Volaba por encima de montañas, llanuras, lagos, tierras de labor, pueblos...

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Algunas veces se detenía. Necesitaba repostar en las gasolineras mágicas de algún brujo amigo. Luego seguía volando y volando sobre las huertas y las plantaciones.

¡Oh! ¡Qué color tan maravilloso tenían los campos a la luz de la luna! Desde arriba, desde la escoba, parecían un empedrado de plata.

Llegaban ya a las orillas del mar. Allí empezaron a encontrarse con numerosas bandadas de pájaros mi-gratorios. Brujín pudo hablar con algunos de ellos.

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-¿Qué ocurre, amigos? ¿Por qué voláis todos ha-cia el Sur?

-Vamos a África. Es costumbre nuestra pasar allí el invierno. En primavera volvemos a cruzar el mar. Volveremos otra vez a nuestros viejos nidos.

-¿Y por qué no pasáis el invierno en el Norte? ¡Ah! Ya lo sé. No hace falta que me contestéis: tenéis frío. Además, podéis cazar muy pocos insectos. Por eso os vais a África durante el invierno. Tam-bién yo pasaba frío. Por eso hago el mismo viaje que vosotros. Iremos juntos todo el camino. Yo voy en busca del Valle de la Dorada Orquídea.

Seguían volando sobre la superficie del mar. ¡Qué ancho es el mar!

A veces, los pájaros volaban rozando el agua. Con rápidos picotazos pescaban algún pez. Luego re-montaban el vuelo y lo engullían.

Ya se veían las costas africanas. Las gaviotas afri-canas salieron a recibir a nuestros amigos. Les dieron escolta hasta los acantilados.

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Brujín, Barretodo y los pájaros viajeros siguieron tierra adentro. Cruzaron los primeros olivares y las primeras huertas. Pasaron algunas monta-ñas. Luego... ¡Estaba el desierto!

Los pájaros advirtieron a Brujín:

—Ten cuidado, el desierto es peligroso.

De día el calor era insoportable. Por la noche ha-cía demasiado frío.

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También había cuadrillas de bandidos. Se dedi-caban a asaltar caravanas.

Corrían el peligro de que alguno les disparase con su rifle. Otro peligro eran las tempestades de are-na y los fuertes vientos. Y, sobre todo, el gran peligro: la Terrible Sed. No hay ríos, ni fuentes, ni pozos. Rarísimamente llueve. Pero algunas veces se encuentra algún oasis en medio del desierto. Ese es el mejor sitio para descansar y tomar nue-vas fuerzas.

La travesía del desierto la realizaron nuestros amigos sin novedad.

A la salida del desierto, los oasis se multiplicaban cada vez más. Llegó un momento en el que todo era un gran oasis. Era el África verde.

El África de los ríos y las cascadas. El África de los mil animales y los mil frutos. ¡Excelente tem-porada de invierno para nuestros amigos!

La selva era una magnífica alfombra verde que se extendía bajo ellos. Cantos de pájaros. Rugidos de fieras. Silbidos de serpientes.

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¡Cuántos extraños y misteriosos ruidos llenaban la selva! Todos se oían perfectamente desde la escoba.

Eran ya muchas las horas de vuelo. Barretodo empezó a sentirse cansada.

—Tenemos que aterrizar pronto, Brujín. No me encuentro bien. Tal vez sea una avería.

—Espera, amiga escoba. Miraré con mi catalejo.

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Brujín miró y vio algo terrible.

—No, Barretodo. Ahora no podemos aterrizar. Re-siste un poco, por favor. Debajo de nosotros hay una manada de fieras.

Barretodo hizo un esfuerzo y continuó volando.

Los pájaros compañeros de viaje se iban dis-persando y despidiendo poco a poco. Unos se quedaban en los cañaverales de las orillas de los lagos. Otros poblaban revoloteando las chozas de los negros. Muchos hacían sus nidos en medio de las plantaciones. Cada uno pasaría el invierno donde mejor le apeteciese.

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Brujín se hace amigo de Morenín

Brujín y Barretodo siguieron volando hasta en-contrar un sitio donde aterrizar. Por fin tomaron tierra sobre una amplia sabana. Muy cerca había un poblado de negros.

Los habitantes del poblado les habían visto bajar. Estaban completamente asombrados.

Nunca habían visto aviones. Ni helicópteros. Ni escobas voladoras.

Por eso los recibieron con mucho temor. Pero Brujín les dijo:

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-No tengáis miedo, amigos; no os haremos ningún daño. Mi escoba voladora ha tenido una avería. Nos quedaremos algún tiempo con vosotros.

El jefe de la tribu se adelantó para saludarles. Luego les hizo señas de que le siguieran. Les lle-vaba a su casa. Allí les hospedó. Por la noche les obsequió con un espléndido banquete. Comían en torno a una gran hoguera. Mientras comían, unos negros tocaban extraños instrumentos mu-sicales. Otros bailaban alrededor de la hoguera.

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Barretodo comió demasiado aceite de palma. Le hizo daño y tuvo que acostarse.

Brujín se hizo amigo del hijo del hechicero. Esta-ba sentado junto a él. Le contaba algunas de sus costumbres. El negrito, hijo del hechicero de la tribu, se llamaba Morenín.

Morenín y Brujín eran casi de la misma edad.

Al día siguiente, los dos nuevos amigos salieron fuera del poblado. Morenín quería que Brujín vie-se los animales de la sabana.

Era el primer safari de Brujín. Los dos iban arma-dos con lanzas. Se las habían dado en la aldea.

Habían andado ya un buen rato cuando llegaron a una laguna. Un grupo de elefantes chapoteaba en el agua. Después se revolcaban en el cieno de las orillas. Era su aseo. Brujín y Morenín los contem-plaban escondidos detrás de unos matorrales.

Los elefantes salieron del agua. Empezaron a de-vorar los tallos tiernos de las plantas.

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Uno miró inquieto hacia los matorrales. Les ha-bía descubierto. ¿Sería un elefante enloquecido?

Por si acaso, los dos amigos echaron a correr. No pararon hasta llegar al poblado.

A la hora de la siesta hacía mucho calor. Morenín y Brujín estaban sentados debajo de un árbol.

En la explanada se veía un grupo de negros. Re-lucían al sol como carbones brillantes. Brujín le preguntó a Morenín:

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—¿Qué hacen ahí con tanto calor?

—Se ejercitan en el tiro de la lanza. Esos son los que este año deberán «ensangrentar su lanza».

—¿Y qué es eso?

Morenín le explicó:

—Es una costumbre de nuestra tribu. Cuando un muchacho ha cumplido veinte años tiene que matar un león. Eso es “ensangrentar la lanza». Para matar al león hay que hacer muchos prepa-rativos. Primero salen del poblado los batidores. Ellos son los que buscan al león. Luego avisan dónde se encuentra.

—Pero ellos están lejos. ¿Cómo pueden avisar?

—Pues tocando el tambor mágico. Se oye en toda la sabana. Cuando lo oímos en la aldea, salen los cazadores. Van armados de una lanza, una espa-da corta y un lazo. Caminan por la sabana hasta donde está el león. Cuando lo han encontrado, forman un círculo en torno al león. Y van estre-chando el cerco. Poquito a poco, poquito a poco,

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hasta acercarse a pocos pasos de la fiera. De en-tre todos los cazadores, uno se adelanta. Le tira al león de la cola y rápidamente le clava su lanza. El es el cazador del león. Así ha ensangrentado su lanza.

—Pero eso es muy peligroso. El león puede matar a algún cazador.

—Hay que correr ese riesgo. Luego ya podrá decir uno que es un hombre. Todos los muchachos de la tribu aspiramos a «ensangrentar nuestra lan-za» y ganar el honor de ser matadores de leones.

Pasaban los días. La avería de la escoba voladora estaba arreglada. Todo gracias al sabio brujo de la tribu.

A Brujín le daba pena pensar en la marcha. Pero tenía que ponerse en camino. Quería encontrar el Valle de la Dorada Orquídea.

Allí tenía que recoger la flor mágica. Servía para curar muchas enfermedades.

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Brujín tuvo que preparar su pequeño equipaje para la marcha. También se aprovisionó de al-gunos víveres: cocos, plátanos y otras frutas. Morenín estaba muy triste. Barretodo se dio cuen-ta. Se lo dijo a Brujín.

—No te preocupes, Morenín. Os visitaremos otra vez.

—Sí, volved pronto por aquí. ¡Lo habíamos pasa-do tan bien!

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—Pues claro que volveré. ¡Adiós, amigos! ¡Adiós, Morenín! Cuando yo vuelva habrás matado ya mu-chos leones. Guárdame sus pieles. ¡Adiós! ¡Adiós!

Alzaron el vuelo sobre el poblado. Cruzaron ríos, de-siertos, aldeas de barro y ramas secas. Por ningún sitio se divisaba el Valle de la Dorada Orquídea.

«Tal vez esté en alguna isla próxima a las costas africanas», pensó Brujín. Luego le dijo a su escoba:

—Barretodo, vamos rumbo a alguna isla. Tenemos que explorarla para saber dónde está el Valle.

La escoba mágica torció su rumbo. Y se adentra-ron en el océano.

Pronto empezó a cubrirse el cielo de nubes. Un viento fuerte silbaba sobre alta mar. Arrastraba de un lado para otro a la escoba y a Brujín. A ve-ces casi rozaban las encrespadas olas.

¿A dónde irían a parar? ¿Naufragarían? ¿Encon-trarían tierra nuevamente?

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El Valle de la Dorada Orquídea

Habían pasado toda la noche en alta mar. Zaran-deados de un lado para otro, habían perdido el rumbo. ¿En qué punto del océano se encontra-rían? Estaba ya amaneciendo. La tempestad se había calmado.

Brujín pensó que lo mejor sería dirigirse hacia el Este. Y así dio su orden a Barretodo:

—Iremos hacia donde nace el Sol. Allí explorare-mos algunas islas. Tal vez encontremos el Valle de la Dorada Orquídea.”

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Barretodo puso rumbo al Este.

Durante unas horas sólo vieron cielo y agua. El agua estaba calmada. Saltaban peces voladores. Los tibu-rones se asomaban hambrientos. Por fin vieron volar las primeras gaviotas. Estaban cerca de alguna isla. A lo lejos se divisaban ya algunas palmeras.

—Estamos llegando a una isla, Barretodo. Parece una isla para guardar tesoros de piratas. Echare-mos un vistazo.

Volaron sobre la isla unos minutos. Era una isla muy pequeña, sin montes ni valles. Por eso Ba-rretodo y Brujín siguieron su rumbo.

Muy pronto se hallaron frente a una tierra muy extensa. Allí sí que había montes y valles en abun-dancia. ¿Sería aquello un continente? ¿Estaría allí el Valle de la Dorada Orquídea?

Sí, amigos; habéis llegado a un continente. Es Asia. Lo que no sabemos es si estará allí el valle que buscáis. Eso tendréis vosotros que buscarlo.

En efecto, la tierra se abría amplia delante de ellos.

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Volaron y volaron. Pero sólo encontraron desier-tos. En ellos se divisaba una vegetación raquítica. Plantas bajas y resecas. Ciertamente, no podía haber por allí ninguna orquídea.

Detrás del desierto se extendían grandes monta-ñas. Y más allá de las montañas empezaban los bosques. Brujín y Barretodo se iban cansando ya de tanto vuelo. No les vendría mal un descansito a la sombra del bosque. Pero, al descender, un nuevo contratiempo les sobrevino: Barretodo quedó enre-dada en las ramas de un árbol bastante alto. ¡Vaya una mala suerte! ¿Cómo podrían bajar de allí?

—¡Eh, amigo!

Brujín volvió la cabeza. ¿Quién lo llamaba? ¿Quién podía conocerle en aquellas tierras tan lejanas? Era una ardilla, una simpática ardilla, quien lo había llamado.

—Veo que estás en un apuro. ¿No puedes bajar a tierra, verdad?

—Mi escoba se ha enganchado en estas ramas. ¿Qué puedo hacer?

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—No te preocupes. Yo te ayudaré. Soy una ardilla voladora, ¿sabes?

—No sabía que las ardillas pudieran volar. La ar-dilla de mi amo Mangas Anchas no vuela. Y eso que es una ardilla de brujo.

—Entiéndeme, amigo. No es que yo tenga alas. Ni vuelo como los pájaros. Me llamo ardilla voladora por una razón muy sencilla: puedo lanzarme des-de los árboles más altos y planear como un avión. Para ello tengo una membrana entre mis patas.

—No conocía a ninguna ardilla así.

—Pues sí; algunas ardillas podemos hacerlo.

—Es una cosa estupenda. Sois las ardillas más adelantadas del mundo.

—Bueno, no hablemos ya más. Os ayudaré a bajar a ti y a tu escoba. ¡Eh, hermanas ardillas voladoras, venid!

Un grupo de ardillas trepó hasta la copa del ár-bol. Sobre ellas se montaron Brujín y Barretodo.

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Todas a la vez dieron un salto y desplegaron sus membranas. Planearon en línea oblicua y con gran seguridad. Su aterrizaje fue como el de los paracaidistas: con un pequeño revolcón sobre la blanda hierba.

Brujín se hizo amigo de las ardillas. Les contó su historia y las peripecias que le habían llevado allí. También les preguntó si sabían algo del Valle de la Dorada Orquídea. Pero las ardillas no sabían nada.

Después de un corto descanso, Brujín se despidió. Y emprendió de nuevo su vuelo en Barretodo.

Ahora volaban sobre Australia. Tuvieron el pri-mer accidente. Barretodo sintió un duro golpe en su caña por abajo. Perdió el equilibrio. Dio unas cuantas volteretas en el aire. Y casi se cae al sue-lo del mareo. Pero volvió a recobrar el equilibrio y siguió volando.

¿Qué había sido aquel extraño golpe? Os lo diré:

En Australia hay unos animales grandotes llama-dos canguros. Sus patas traseras son grandes y

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poderosas. También su cola es fuerte. Esto les permite dar grandes saltos.

En uno de sus saltos, un canguro ha chocado con Barretodo. Ese había sido el accidente que estuvo a punto de derribarles.

Brujín miró para el suelo. Vio que el canguro seguía dando saltos hasta caer sin fuerzas. Estaba herido.

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Quiso bajar a socorrerle pero no se atrevió. Va-rios hombres corrían detrás de la presa. Llevaban unas armas extrañas y gritaban triunfantes. Eran cazadores de canguros. Salvajes de la pradera que vivían de la caza. Su arma principal era un objeto de madera afilada. Un poco curvo, como una hoz de segar. Ellos lo llaman «boomerang». Lanzan este arma con gran fuerza y habilidad.

Así cazaban canguros y otros animales.

Brujín le dijo a Barretodo que acelerase. Que-ría alejarse pronto de allí. Tenía miedo de que le lanzasen a él también un «boomerang». Si los in-dígenas lo veían podía correr este peligro.

Pero ahora ellos no se fijaron en Brujín. Todos ponían su atención en el canguro cazado. Aquella noche comerían su carne en la tribu.

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Barretodo volaba a toda prisa. Habían cruzado ya casi toda Australia y el Valle de la Dorada Orquí-dea seguía sin aparecer.

Ahora volarían hacia las islas del este de Austra-lia. Tal vez en ellas estuviera el Valle.

Volaron sobre el océano. Y pasaron por muchas islas. Todas con palmeras y pájaros de cien co-lores. Todas con playas de arena finísima. Eran pequeños paraísos en medio del mar.

Entre aquellas islas, una llamó la atención de Brujín.

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El corazón comenzó a latirle fuertemente. Sin duda era allí.

Barretodo iba volando ya a menor altura. Casi ro-zaba las hermosas palmeras de la isla.

Brujín le dio órdenes de aterrizar.

La isla era grande y verde. Pero estaba deshabi-tada. Todo estaba en silencio. No se oía cantar a los pájaros. Ni el ruido de ningún animal. ¿Qué ocurriría allí?

Brujín miró a una y otra parte. No lejos de él, algo le llamó la atención. Era un cartel. Estaba todo

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escrito. Brujín sintió curiosidad y se acercó para leerlo. Las primeras letras eran grandes:

«VALLE DE LA ORQUÍDEA DORADA»

Brujín dio un salto de contento.

—¡Es aquí, Barretodo! ¡Aquí! ¿No te lo decía yo? Seguiré leyendo lo que hay escrito debajo.

Pero lo que siguió leyendo ya no le alegró tanto. Barretodo miró a Brujín.

—¿Qué te ocurre, Brujín? Te has puesto triste.

—Barretodo, estamos en un valle maldito. Lo he leído en ese cartel. Es la leyenda del Valle.

—¿Y qué dice?

—Mira allí. ¿Ves aquella montaña que echa humo?

—Sí.

—Es un volcán. La leyenda dice lo siguiente. Te lo leeré:

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«Que nadie toque la flor.Que nadie arranque la orquídea encantada.

Si alguno se atreve a hacerlo, que se prepare.Que se prepare para el gran castigo:

explotará el volcán de la isla.Y el extranjero morirá en el Valle.»

¿Te das cuenta, Barretodo? Hemos hecho el viaje en balde. Tantos peligros y aventuras para esto.

—Es verdad, Brujín. Hemos tenido mala suerte. Pero... ¡qué caramba! No hay que desanimarse. Podemos hacer algo. Burlaremos la vigilancia del volcán. Verás: tú te montas en mi caña. Arrancas la flor y en seguida salgo yo volando a toda velocidad. La explosión del volcán no podrá alcanzarnos.

Todavía Brujín tenía algún miedo. Hizo como Ba-rretodo le decía y, en un periquete, tuvo la flor en sus manos. Sin darse cuenta, volaban ya lejos de la isla.

Mientras tanto, se veía explotar el volcán en la le-janía. Era un hermoso espectáculo de fuego en el horizonte. Las llamas rojas del volcán se refleja-ban en el océano. Y espantosos truenos hicieron

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saltar en pedazos la isla. El mar comenzó a agitar-se bruscamente. Y por todas partes se levantaban gigantescas trombas de agua. Una nueva tempes-tad se desencadenaba en el océano.

Pero ya Brujín estaba a kilómetros de distancia. Había conseguido la deseada flor.

Ahora volaba tranquilo tierra adentro.

Estaba satisfecho de su hazaña. Y muy contento con la ayuda de Barretodo.

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La bruja marciana

Brujín traía la orquídea prendida en su túnica de raso azul. Era semejante a un misterioso pájaro de fuego. Como uno de esos pájaros que brillan al atardecer.

Pero Brujín no sabía que también llevaba un enorme peligro encima. La Dorada Orquídea po-día despertar muchas envidias. Habría gente que quisiera arrebatársela a toda costa: sobre todo, los piratas aéreos. Seguro que habréis oído mu-chas veces hablar de los piratas aéreos. Y también de los piratas de mar.

Acostumbran a no dejar tranquilo a nadie: ni en el aire ni en el mar. Secuestran aviones y roban barcos.

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Con alguno de estos piratas tendrá que vérselas Brujín muy pronto. Sí, ya está ahí.

Un aparato vuela detrás de ellos desde hace unos minutos. Brujín se ha dado cuenta.

De vez en cuando mira a sus espaldas. Les van si-guiendo. Brujín se extraña. No logra averiguar qué clase de aparato es aquél. Pero le parece sospechoso.

Es un cacharro brillante. Tal vez sea de aluminio. Su forma es plana, con dos antenas en la par-te superior. ¿Sería un platillo volante? Giraba a gran velocidad. Y ya casi alcanzaba a la escoba voladora de Brujín.

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—Barretodo, acelera. Ese maldito cacharro viene persiguiéndonos.

La escoba voladora iba todo lo deprisa que podía. Pero todo inútil. El platillo volante estaba cada vez más cerca. Una voz metálica salió de él. La voz se oía potente y sonora:

—¡Atención, terrícola! ¡Atención, terrícola! Había la bruja Marciana.

Brujín empezó a temblar de miedo. Barretodo temblaba igualmente. Y perdía todo su control.

La bruja Marciana volvió a repetir:

—Atención, terrícola. Obedece mis órdenes. Des-ciende lentamente en la cumbre de esa montaña.

Un extraño rayo brilló en la superficie del platillo volante. El rayo tocó la escoba voladora envolvién-dola en un gran reflejo. Barretodo comenzó a perder fuerza. Cada vez se sentía más débil. No tenía más remedio que aterrizar. Poco a poco fue perdiendo altura. Y se posó lentamente sobre aquella cum-

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bre. El platillo de la bruja también se posó cerca. Sequía despidiendo rayos por todas partes.

Una puerta se fue abriendo lentamente. Detrás de ella apareció la bruja de pie. Su aspecto era de lo más raro. El color de su piel tenía un tono verdoso. Y sus orejas y narices eran tres grandes aros de cristal. En lugar de cabellos tenía nume-rosas placas metálicas. Todas ellas unidas entre sí por un fino alambre. Al mover la cabeza, produ-cían un gran ruido. Su traje era todo de plástico. Cortado en grandes láminas. Le llegaba hasta los

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pies. De la cabeza le salían dos varillas de ace-ro. Eran de acero inoxidable, como la peluca. Los marcianos están muy avanzados.

Brujín y Barretodo esperaban que la bruja habla-se otra vez.

En efecto. La voz que ya antes habían oído vol-vieron a oírla de nuevo. Las palabras le salían en forma de círculos rojos. Esto ocurría porque su boca tenía forma de embudo. Y también porque se alimentaba de fuego marciano.

La bruja dijo:

—Por lo que veo, eres un atrasado brujo terrícola. ¡Je, je, je! Todavía usas escoba. Sin embargo, me gusta tu flor. Esa flor dorada que llevas prendida en la túnica. En mi planeta no se cría esa clase de flo-res tan bellas. Si quieres podemos hacer un trato: Te la cambio por un importante secreto marciano.

Brujín se quedo callado. No sabía qué contestar.

Por nada del mundo quería desprenderse de su Dorada Orquídea.

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Pero en aquellos momentos estaba a merced de la bruja.

Ella parecía ignorar las propiedades mágicas de la flor. Sólo le gustaba por su belleza.

Brujín quería disimular. Que la bruja no supiera que aquélla era una flor «maravillosa». Pero ella insistía cada vez más:

—Vamos, hagamos el trato. Te venderé un secreto muy útil.

—Es que..., verá usted... La flor no es mía. Es un encargo. Comprenderá que no puedo dársela.

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—No seas tonto. Una flor no vale para nada. Tú saldrás ganando.

—Ya le he dicho que no es mía, señora bruja. ¿Para qué iba a querer yo una flor? Pero no tengo más remedio que llevársela a su dueño. Es de él y basta; no puedo hacer con usted ningún trato. Y ahora, perdone. Tengo que llegar a casa antes de que anochezca. Los luceros dan poca luz y hoy no sale la Luna. Hasta la vista, señora.

Brujín se disponía rápidamente a montar sobre su escoba. Pero la bruja no se lo permitió.

—Espera un momento, joven. Todavía no hemos terminado. Has escuchado mis proposiciones pací-ficas. Y no has hecho caso de ellas. ¡Ahora tendrás que oír mis voces de rabia! ¡Dame esa flor!

Con un ademán brusco, la bruja le arrebató la or-quídea. Brujín se echó mano a la túnica. Pero ya se la había quitado, haciéndole un desgarrón.

—Ahora te las tendrás que ver conmigo. Desde este momento eres mi prisionero. Tú lo has que-rido así. Vamos, entra en mi platillo volante.

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Te llevaré a una cueva que tengo cerca de aquí. Y dentro de varios días emprenderemos viaje a Marte. Allí me prestarás algunos servicios.

Brujín no tenía más remedio que obedecer. Esta-ba muy nervioso y los dientes le castañeteaban de miedo. Al inclinarse para recoger a Barretodo, la bruja le dijo:

—Puedes dejarla ahí. No te va a hacer falta. Además, no me gusta llevar trastos en mi mo-

dernísimo vehículo.

Barretodo tuvo que quedarse fuera. Con gran pesar de

Brujín, pero se que-

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dó. El platillo volante despegó de la cumbre. Y en unos segundos llegó a la boca de una amplia cueva. Allí, la bruja Marciana ató de pies y manos a Brujín. Luego puso la orquídea en un hermo-so jarrón marciano. Y lo colocó cerca de donde estaba Brujín. No había peligro de que él la vol-viese a coger. Estaba bien atado y amordazado. Ni siquiera podía gritar. Así, la bruja estaba más segura y más tranquila. Nadie podría socorrer a Brujín mientras permaneciera en la Tierra.

Entre tanto, Barretodo no permanecía inactiva. Había seguido con su radar el rastro del platillo volante. Al llegar a la cueva, no entró en ella. Po-dría descubrirla la bruja Marciana. Lo mejor era idear un plan de rescate. Y ponerlo en práctica durante la noche.

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Barretodo se dedicó a inspeccionar los alrededores de la cueva. Tenía que pensar una estratagema.

Apenas dio una vuelta por el montecillo, se le ocu-rrió algo extraordinario. Había visto un rebaño de cabras. Ellas le servirían para rescatar a Brujín.

Al anochecer, Barretodo reunió a todas aquellas cabras. Y les fue atando una antorcha en cada cuerno. Luego esperó a que fuese noche cerrada. Prendió fuego a las antorchas. Y dejó que las ca-bras corrieran por el monte.

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Ella se adelantó hasta la boca de la cueva y dijo:

—¡Aquí están todos los brujos de la Tierra para rescatar a Brujín!

Cuando oyó esto la bruja, abrió y salió a la puerta. Vio aquel terrorífico espectáculo y comenzó a tem-blar de miedo. ¿Qué sería aquello? ¿Un ejército de brujos que todo lo arrasaba? Lo mejor sería huir cuanto antes. No lo pensó dos veces. Montó en su platillo y ni siquiera se acordó de la orquídea.

El engaño de Barretodo había dado resultado. ¡Magnífica estratagema!

Luego entró en la cueva para ver a Brujín. Le quitó la mordaza y las ataduras. ¡Qué contentos estaban los dos!

—Mira, Barretodo, la bruja Marciana dejó aquí la Dorada Orquídea.

—Seguro que no volverá por aquí. ¡Buen susto lle-va en el cuerpo! Ya podemos seguir nuestro viaje.

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La abeja Mielita

El bosque se dormía. Una abeja lloraba.

Aquella abeja estaba disgustada. No le importaba nada. No se acordaba de su reina. No se preocupaba de las flores. Ni siquiera del brillo de su cuerpo. Se había perdido y es-taba desesperada.

Ya oscurecía. Eran dos días sin probar una gotita de dulce. Puso en movimiento las hélices de las alas.

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Y ella misma se extrañó del zumbido. ¡Zum..., zum..., zum...!

Se dirigió lentamente hacia una cueva ilumina-da. Era la cueva de Boca Negra. Atravesó el túnel de entrada. Como era tan pequeñita, los timbres centinelas no la notaron. Se fue derechita a la lámpara de Brujín.

—Zum, zum, zum...

—¡Mielita! ¿Cómo has podido llegar hasta aquí?

Mielita revoloteó. Y se posó en una redoma. Esta-ba cansadísima.

—Me separé de mi enjambre. Quedé perdida en el bosque. El abejorro Zumbón no quiso ayudarme. Ahora salí a correr mi última aventura. Y me he encontrado contigo...

—Mielita, no llores. ¡Hala! Tómate esta cuchara-dita de miel. Todo se arreglará.

La abeja abandonada se limpió las lágrimas con las patitas. Brujín era su gran amigo. Habían sido

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vecinos al otro lado del monte. Ella le llevaba los domingos una cestita de miel. Y ahora se lo pa-gaba.

—¿Sabes una cosa, Mielita? Tengo una escoba voladora.

—¿Sí?

-¡Eh, Barretodo! Ven acá, Barretodo. ¿Te acuerdas de Mielita? Vas a demostrarle que eres más veloz que ella... Sí, Mielita; Barretodo es más veloz que la nube. Los dos te llevaremos con tu enjambre.

Pero Mielita no sabía por dónde andaba. ¡Qué más quisiera ella!

¿Dónde estaría el en-jambre errante? ¿Quién lo adivinaría?

—Eso es misión mía. Lo sabremos. Emplearé el arte de birlibirloque.

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Cogió las bolas de adivinación. Dejo el laboratorio casi a oscuras. Y sopló a las bolas mientras decía:

«Mi bola encantadabrillante y dorada:

¿Dónde está el enjambrey el panel de cera?Familia colmenera

dueña de la pradera¿Resides en el pradoo vas por el vallado?»

Una bola se iluminó al instante:

—¿Ves, Mielita? ¿Reconoces este lugar?

—Sí, sí. Es la vega del naranjal. A doce millas de aquí. Están en plan de alerta. ¿Ves aquel colmenar de adobe? Allí estarán las exploradoras recono-ciendo la colmena. Cuando lleguemos habrán tomado posesión. La reina estará en su cámara.

Brujín montó en su escoba. Invitó a Mielita a aco-modarse delante de él. Pero ella prefería ir atrás. Donde hiciera menos viento.

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-Me quedo aquí entre los pajotes. Aquí no me llevará el viento. Me aga-rraré bien, no sea que me caiga. Como Barre-todo es tan rápida...

Brujín pilotó rumbo al valle del naranjal. So-plaba viento del Sur. Les daba en el costado derecho. No era peligroso.

—¿Vas cómoda, Mielita?

—Sí, muy bien.

Pero de repente, Mielita se descuidó. Perdió el equilibrio. Y quedó descolgada. Perdió contacto con Barretodo. Intentó perseguir a la escoba. Quería alcan-zarla. No. Era inútil. Pronto perdió el cono-cimiento. Volaban a mucha altura...

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Brujín maniobró. Hizo una cabriola con Barreto-do. Tomó su red de cazar mariposas. Calculó la distancia que les separaba de Mielita. Planearon para asegurar el rescate. Al pasar a su lado, la prendieron con la redecilla.

¡Pobre Mielita! ¡A dón-de la hubiera llevado el viento! Ya no quiso separarse de Brujín.

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La colmena de Mielita

La vega del naranjal era un paraíso de pájaros e insectos. Allí siempre había primavera. Todo ver-de, todo florido. Sólo una casita ocre. El colmenar de adobes, de paredes insensibles al frío y al ca-lor. Una residencia con aire acondicionado.

Mielita se adelantó:

—¿Sois el enjambre emigrante?

—Psch, psch... ¡Silencio!

Era una orden de la abeja guardiana.

—¿Qué pasa? -Preguntó Brujín.

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—Nada. Las obreras saldrán a libar ahora.

Al momento, la abeja guardiana danzó. Era una danza maravillosa

—Es la danza de orientación. Ella señalará a las obreras los campos de recolección. Allí encontra-rán el mejor néctar. El agua más clara. También la cera más fácil de amasar.

—Mielita, amiga, pero ¿cuál es el secreto de la danza?

Mielita se calló. Era un secreto de familia. No podía comunicárselo a un brujo. Ni aunque fuera amigo... Brujín lo comprendió.

Partió la caravana de obreras. Partió al compás de su zumbi-do. Mielita se coló en la colmena. La reina, al verla, interrumpió

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su trabajo. Mielita era su abeja preferida. ¡Qué sorpresa!

La abeja reina mandó suspender el trabajo. Las abejas-carteros y las abejas-mensajeras llevaron la noticia por las praderas. La reina quería que conocieran al brujo salvador.

—Puedes pasar, Brujín. La reina te espera.

Brujín creía que Mielita le tomaba el pelo.

—¿Cómo quieres que entre? No quepo ahí dentro.

—Anda, Brujín. Con tu encantamiento lo conse-guirás. ¡Prueba, tunante!

Brujín tenía curiosidad por entrar. Pero creía que el encantamiento le iba a fallar. Era el momento más difícil de su vida.

Barretodo le animaba:

—Brujín, amigo; tú puedes con esto y con más. ¡Animo!

Brujín comenzó:

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Tan pequeñín te harásque te colarás.

Por el hueco pasarásy no lo creerás.

Y Barretodo repitió:Tan pequeñín te harás

que te colarás.Por el hueco pasarás

y no lo creerás.

Ya estaban dentro. Pequeñitos como las abejas. Mielita los condujo a la cámara de la reina. La orquesta entonó el himno del enjambre. La reina les saludó. Habló con ellos. Y comieron jalea real. Las abejas-ventiladores abanicaban con sus alas. El palacio estaba fresco.

Barretodo hizo amistad con la reina. Quería que hiciera con ella un viaje largo. Pero ¡claro!, era im-posible. Ella no podía abandonar el palacio. Toda su corte moriría. Barretodo lo sentía mucho.

Visitaron el parque de las princesas. Dormían tranquilamente en sus capullos de seda.

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Después recorrieron las celdillas de miel. Oyeron como un gran ruido. ¡Qué horror! La abeja de guar-dia hizo sonar la alarma. Era un terremoto. Dos panales se desprendieron. La reina se presentó allí con Brujín y Barretodo. Y se pusieron a repararlo.

Dos partidas de obreras trajeron la resina. Bru-jín y Barretodo sostenían los panales. Y mientras, dos peritos soldadores los soldaban. Quedaron como nuevos.

La reina estaba orgullosa de los amigos de Mielita. ¿Qué les daría de recuerdo? Salió todo el enjambre a despe-dirlos. La reina lloraba. Preguntó a las princesas:

—¿Quiénes quieren vivir junto a Brujín? Yo quie-ro que nosotras estemos siempre a su lado. Así él gustará siempre de nuestra miel. Se merece esto y mucho más.

Se ofrecieron doce princesas. La reina escogió a dos: Mielita y Ojos Claros.

Brujín y Barretodo cruzaron la puerta. Cuando el sol les dio en los ojos se volvieron grandes. Como eran antes.

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La reina se acercó a Brujín. Voló hasta su na-riz. Primero le besó la mejilla derecha. Después lo hizo en la izquierda. Brujín la tomó en su mano. Sopló sobre ella y la reina voló.

Era el pacto del brujo y la reina. Brujín nunca mata-ría una abeja y las abejas nunca picarían a Brujín.

Brujín y Barretodo iniciaron el regreso. Les seguían las princesas Mielita y Ojos Claros con sus cortes.

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De cómo Brujín se hace un brujo hecho y derecho

Mangas Anchas tenía encendida la luz de su bi-blioteca. Ya hacía rato que pensaba y pensaba... Se sentaba en su sillón. Apoyaba los codos en la mesa. Luego se levantaba nervioso. Daba un pa-seíto por la biblioteca. Y otra vez volvía a sentarse. Tamborileaba con sus dedos sobre los libros. Mi-raba al techo. Se levantaba de nuevo. Y repetía el Paseo de una pared a otra.

¿Qué estaría pensando? ¿Algún nuevo encantamiento?

Pues no. No era precisamente en un encanta-miento. Mangas Anchas pensaba en otras cosas.

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Pensa-ba en Brujín. Últimamente lo no-taba cambiado. Ya casi parecía un brujo hecho y derecho. Brujín había aprendido bastante con él. Y había que pensar en el futuro.

Lo mejor sería hablarle.

Mangas Anchas llamo a Brujín. Tenía que hablar con él de todo aquello. Brujín llegó sin Barretodo. Mangas Anchas le dijo:

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—Tenemos que hablar, Brujín, Siéntate. Has es-tado conmigo algún tiempo. Y has aprendido algo. Ya vas siendo mayor. Y tienes que pensar en tra-bajar por tu cuenta.

—Ya lo había pensado, señor. Además tengo mis secretos.

—Sí, lo sé. Pero aún son pocos. Yo ya soy viejo. Te dejaré en herencia todos los míos. También te daré la mitad de mi laboratorio. ¿Te parece bien?

—Pues claro que me parece bien.

Mangas Anchas abrió un cajón. Allí estaban guar-dados los secretos más importantes.

—Mira, Brujín. Aquí están mis grandes secretos:

—La fórmula para ser invisible—La fórmula para hacer oro y plata—La fórmula para domesticar animales—La fórmula para hacer llover

—Y otras mucho más importantes que irás viendo. También te regalo mi bola mágica. En ella podrás

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ver el futuro. Ella te dirá todas las cosas que quie-ras saber. Además, te dejo todos mis inventos:

—La calefacción—La lavadora automática—La olla exprés—El aparato de radio—La televisión—El tocadiscos...

—En fin: todos. Cuando quieras los puedes tras-ladar a tu cueva. Eso, a tu cueva. Supongo que ya habrás visto alguna por estos montes.

—Sí; conozco una cueva grande y espaciosa. Pien-so instalarme en ella.

—¿Y cuándo piensas hacerlo?

—Pues, muy pronto. Si a usted no le parece mal.

-¡Oh!, de ninguna manera. Puedes trasladarte cuando gustes. Yo mismo te ayudaré a trasladar todas tus cosas.

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Siguieron hablando un rato más. Cuando termi-naron, Brujín se fue a su cuarto y empezó a hacer su equipaje.

Dos días estuvo empaquetando cosas: las suyas y las que le dio el brujo.

Por fin llegó la hora de la marcha. Brujín se des-pidió de la cueva. En ella había pasado horas tristes y alegres. En ella se había hecho un gran brujo. Allí había estudiado. Y allí había recibido lecciones de Mangas Anchas.

Eran buenos recuerdos. Sentía dejarla. Pero era necesario. Su porvenir estaba en otra cueva.

Brujín montó sobre Barretodo.

Mangas Anchas le acompañaba en el viaje.

Llegaron a la cueva. A Mangas Anchas le gus-tó el sitio. Entraron y estuvieron preparando un poco todo aquello. Al anochecer, Mangas Anchas y Brujín se despidieron.

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—¡Adiós, señor Mangas Anchas! Iré a visitarle y a aprender más cosas. ¡Hasta la vista!

—¡Que seas un buen brujo! Yo también te visita-ré con frecuencia. Aún tienes que aprender algo más. ¡Adiós! ¡Y mucha suerte! ¡Adiós!

—¡Adiós, adiós!

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Se acabó de editar en Oviedo, en el mes de Abril del 2011

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