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Moral Social 1 Moralidad de la convivencia, datos bíblicos La Biblia no es tratado de moral y menos aún de moral social, pero el hecho de que en el Antiguo Testamento Dios se relacione con un pueblo permite encontrar en la revelación veterotestamentaria numerosas prescripciones morales relativas a la convivencia social en Israel y a las relaciones de Israel con los pueblos vecinos. También en el Nuevo Testamento ofrece una doctrina a este respecto si bien, con carácter más universal. Por ello, en la Biblia se encuentran algunas enseñanzas éticas que revelan el proyecto de Dios acerca de la convivencia social. I. Antiguo Testamento La doctrina bíblica del Antiguo Testamento sobre el orden social sigue el ritmo de las distintas etapas de la historia de Israel. De aquí que en ocasiones esté condicionada por la situación política y económica que atraviesa el pueblo. También es conveniente distinguir los diversos géneros literarios en que se expresa. Con este fin se distinguen tres épocas y tres estilos de escritos: el Pentateuco, los profetas y la literatura sapiencial. 1. Enseñanzas morales del Pentateuco en el orden social Si consideramos el comienzo de la alianza, ya desde Abrahán (s. XX-XIX a. C.), la convivencia entre su parentela fue conflictiva (Gn 13, 7-9). Màs tarde, al constituirse Israel en pueblo, desde la división del territorio por tribus (Nm 26, 52-56), las relaciones sociales no fueron fáciles ni dentro de la comunidad judía y menos aún con los pueblos vecinos. De ahí la amplia legislación del Pentateuco y la abundancia de normas morales que en él se encuentra en relación a la vida social, económica y política de Israel. Cabe esquematizarlas en los siguientes apartados: Clases sociales. El éxodo menciona distintas categorías de personas: esclavos (21,1-11) dueños prestamistas (22,13-14) jornaleros (22,14), forasteros o emigrantes (22,20) jefes o principales (22.27). Había también diferencias económicas. Pero ni la distinción de clases ni las desigualdades económicas eran tan marcadas como en los pueblos vecinos. Israel no fue nunca una nación de castas separadas. Esclavitud. En Israel existía la esclavitud, pero con notables diferencias con la situación del esclavo en Grecia y Roma. En Israel, el esclavo estaba integrado en la

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Moral  Social  

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Moralidad de la convivencia, datos bíblicos

La Biblia no es tratado de moral y menos aún de moral social, pero el hecho de que

en el Antiguo Testamento Dios se relacione con un pueblo permite encontrar en la

revelación veterotestamentaria numerosas prescripciones morales relativas a la convivencia

social en Israel y a las relaciones de Israel con los pueblos vecinos. También en el Nuevo

Testamento ofrece una doctrina a este respecto si bien, con carácter más universal. Por ello,

en la Biblia se encuentran algunas enseñanzas éticas que revelan el proyecto de Dios acerca

de la convivencia social.

I. Antiguo Testamento

La doctrina bíblica del Antiguo Testamento sobre el orden social sigue el ritmo de

las distintas etapas de la historia de Israel. De aquí que en ocasiones esté condicionada por

la situación política y económica que atraviesa el pueblo. También es conveniente

distinguir los diversos géneros literarios en que se expresa. Con este fin se distinguen tres

épocas y tres estilos de escritos: el Pentateuco, los profetas y la literatura sapiencial.

1. Enseñanzas morales del Pentateuco en el orden social

Si consideramos el comienzo de la alianza, ya desde Abrahán (s. XX-XIX a. C.), la

convivencia entre su parentela fue conflictiva (Gn 13, 7-9). Màs tarde, al constituirse Israel

en pueblo, desde la división del territorio por tribus (Nm 26, 52-56), las relaciones sociales

no fueron fáciles ni dentro de la comunidad judía y menos aún con los pueblos vecinos. De

ahí la amplia legislación del Pentateuco y la abundancia de normas morales que en él se

encuentra en relación a la vida social, económica y política de Israel. Cabe esquematizarlas

en los siguientes apartados:

• Clases sociales. El éxodo menciona distintas categorías de personas: esclavos

(21,1-11) dueños prestamistas (22,13-14) jornaleros (22,14), forasteros o emigrantes

(22,20) jefes o principales (22.27). Había también diferencias económicas. Pero ni

la distinción de clases ni las desigualdades económicas eran tan marcadas como en

los pueblos vecinos. Israel no fue nunca una nación de castas separadas.

• Esclavitud. En Israel existía la esclavitud, pero con notables diferencias con la

situación del esclavo en Grecia y Roma. En Israel, el esclavo estaba integrado en la

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familia y, por medio de ella, en la sociedad. Había leyes que regulaban el trato de

los esclavos (Ex 21, 1-16). Si el esclavo era un israelita, seria declarado libre, sin

pago de rescate, a los siete años (Dt 15, 12- 15).

• Cuidado de los pobres, los extranjeros y los transeúntes. Estaba rigurosamente

legislado el cuidado de los pobres (Dt 15, 4-15), la atención a los extranjeros y a los

transeúntes (Ex 22, 20; 23, 9).

• Protección a las viudas y a los huérfanos. Son numerosos los textos que preceptúan

la atención a las necesidades de quienes estaban en tal situación (Ex 22, 21-23; Dt

14, 28-29).

• Regulación del derecho de propiedad. Aquí se sitúan la originalidad del año

sabático (Lv 25, 1-7) y del año jubilar (Lv 25, 8-17): cada siete años y cada medio

siglo se regulaba la propiedad entre los judíos conforme determinaban esas leyes,

que dejaron de tener vigencia después de la cautividad, pero cuyo espíritu

permaneció en Israel.

• Defensa del asalariado. Se prohibía la explotación del jornalero y el retraso del pago

del salario justo. (Dt 24, 14-15)

• Prestamos con interés. Estaban severamente prohibidos entre los judíos (Ex 22, 24-

25)

En el conjunto de esta legislación está presente el concepto bíblico de hombre, imagen de

Dios, que contrasta con las injusticias que existían en los pueblos vecinos.

2. La moral social en la predicación de los profetas

El profetismo destaca la dimensión social, económica, política de la convivencia

más aún que lo hacían los preceptos y la legislación del pentateuco. Además son más

contundentes en la condena de las injusticias.

Es preciso distinguir el estilo de cada profeta, así como la situación social de Israel

en la que enseña a cada uno. Pero, aun con estos límites, la doctrina es muy abundante. He

aquí una enumeración sucinta de los temas más acerca de cómo debería ser la convivencia

social en Israel:

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• Predican el respeto al hombre, especialmente al débil (Is 10, 1-4).

• Por ello reprueban la opresión del pobre (Am 4,1) y el mal trato a los esclavos (Jr

34, 8-11).

• Condenan los salarios injustos (Jr 22, 15-19), el engaño en peso y medidas de los

comerciantes (Am 8, 4-7). Asimismo anatematizan las riquezas injustamente

adquiridas (Am 3, 10-15).

• Reprueban la avaricia en los préstamos (Ez 18, 5-8) y arremeten contra toda clase

de injusticia (Ez 22, 25).

• Denuncian la corrupción de los jueces (Am 5, 7-15) y el abuso de quienes ejercen la

autoridad (Mi, 3, 9-11).

Según los profetas, las injusticias sociales van contra el querer de Dios. La

abundancia de textos que cabría aportar indica que esas enseñanzas no son ocasionales,

sino que constituyen uno de los temas constantes de la enseñanza de los profetas (cfr.III,

71-77).

3. Los libros sapienciales-poéticos y el orden social

En otro género literario, en doctrina moral expresada en adagios o en formas

poéticas, la biblia repite las mismas enseñanzas sobre la dimensión ética de la existencia

humana.

Frente a la filosofía de Grecia o Roma, Israel aporta su doctrina en forma de

proverbios, de anatemas y sentencias cargadas de sabiduría popular: es la enseñanza de

Dios a su pueblo.

La doctrina sapiencial abarca el conjunto de la vida humana, por eso incluye la

convivencia social, el trato con los demás ciudadanos, la función pública de los jueces y de

los que ejercen la autoridad civil, el uso de los bienes de la tierra y el sentido de propiedad,

la importancia del trabajo, el valor de las cosas materiales, etc.

Una novedad de los libros Sapienciales es que exponen en intima unión los deberes

personales y sociales y destacan que es decisivo para la paz social el buen comportamiento

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de cada uno de los ciudadanos. El libro de los Proverbios sentencia: Con la bendición de los

rectos, se levanta la cuidad, la boca de los malos la destruye (Pr 11, 11).

El tono exhortativo y las máximas sapienciales de estos escritos hacen que se

contemple más directamente la conductora personal de cada ciudadano que las estructuras

sociales. Pero, con nuevo estilo, repiten los temas que estaban legislados en el Pentateuco y

cuyo cumplimiento era urgido por los profetas: el cuidado de los pobres y extranjeros (Pr

30, 14); la condena de la usura (Eccl 29, 1-10); la denuncia de la opresión de los pobres por

parte de los poderosos (Sb 6, 1) y, por el contrario, la alabanza a los buenos gobernantes (

Eclo 10, 16-17) y a los que administran la justicia ( Pr 17, 15); la condena de medidas falsas

y pesos fraudulentos (Pr 11, 1); el sentido vano de las riquezas (Eccl 5, 1-8), etc. (cfr. III,

77-79).

En resumen, a pesar de lo fragmentario de los textos y de que con frecuencia algunas

enseñanzas son ocasionales, pues responden a la situación concreta por la que discurre la

historia de Israel, es evidente que la ética social no es extraña a las enseñanzas morales del

Antiguo Testamento. Más aun, dado que Dios había determinado salvar al mundo mediante

un pueblo, la moral personal y la moral social no este sistematizada, el Antiguo Testamento

contiene suficiente para señalar los principios éticos que deben regir en la vida social,

económica y aun política de los pueblos.

La razón de esta doctrina social parte de la antropología. En efecto, mientras en las

demás culturas el hombre era un elemento más de la convivencia, en la historia de Israel

está presente el aliento de la primera página de la Biblia, en la que narra que el hombre ha

sido creado por Dios a su “imagen y semejanza”, y es por ello el centro de la creación. De

aquí que en las relaciones sociales debe ser tratado como tal.

Pero también es preciso resaltar que la ética social en Israel es esencialmente religiosa.

No cabe, pues, entenderla en clave de categorías económico-políticas. Ni siquiera la

liberación de Egipto y la conquista de los reinos vecinos cabe interpretarlos solo como un

hecho social: es sobre todo un fenómeno religioso, que incluye, por supuesto, un dato social

relevante. La Congregación para la Doctrina de la Fe en la instrucción libertatis conscientia,

con ocasión de esclarecer algunos puntos sobre la denominada -teología de la liberación,

hizo esta interpretación de algunos hechos político- sociales del A.T.:

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Si Dios saca a su pueblo de una dura esclavitud económica, política y cultural, es

con miras de hacer de él, mediante la Alianza en el Sinaí, -un reino de sacerdotes y

una nación santa” (Ex 19, 6)… El acontecimiento mayor y fundamento del Éxodo tiene, por

tanto, un significado a la vez religioso y político. Dios libera a su pueblo, le da una

descendencia, una tierra, una ley, pero dentro de una Alianza y para una Alianza. Por tanto

no se debe aislar en sí mismo el aspecto político; es necesario considerarlo a la luz del

designio de la naturaleza religiosa en el cual está integrado- (LC, 44).

A pesar de la significación político-religiosa de estos hechos del A.T., sin embargo,

no es posible elaborar una teología moral acabada a partir de los datos que nos ofrece el

Antiguo Testamento y menos aún el Éxodo.

Una amplia exposición de la moral del A.T., que abarca el conjunto del mensaje ético

veterotestamentario se encuentra en el documento de la Pontificia Comisión Bíblica, Biblia

y moral. Raíces bíblica del comportamiento humano (11-V-2008). En él, dado que las

normas morales contemplan in recto la convivencia de Israel como pueblo de Dios,

sobresalen las leyes éticas relativas a la vida social (BM, 14-20). La razón última de este

mensaje moral es la Alianza de Yahvé con su pueblo, que se reitera a lo largo de los siglos

(cfr. nn. 21-40). Este documento afirma con razón -que la exposición sobre la alianza es

dominante para concebir y describir la relación especifica entre Dios y el pueblo de Israel

(BM, 41).

II. MORAL SOCIAL EN EL NUEVO TESTAMENTO

En el nuevo Testamento se encuentra una enseñanza más perfecta y elevada sobre las

exigencias éticas referidas a la vida social, económica y política. Pero la doctrina es menos

sistemática y aun los principios éticos son más fragmentarios que en Antiguo Testamento.

La razón es que en el Nuevo Testamento concluye la teocracia de Israel y Dios se dirige a

todos y a cada uno de los hombres, pues el cristianismo no es un pueblo socialmente

organizado al modo de Israel. El -ideal de cristiandad- es ajeno al Nuevo Testamento: el

cristianismo significa la primacía de la persona sobre la colectividad. En este sentido, los

sistemas económicos o políticos que antepongan la sociedad al individuo se alejan del

mensaje moral cristiano.

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Pero es evidente que el cristianismo incluye una doctrina moral sobre el

comportamiento social del creyente y aun ciertas exigencias éticas acerca de las leyes e

instituciones que rigen la vida social. El fundamento es doble. Uno antropológico: la

consideración social de la persona humana, pues -ser-hombre- es “ser-co-hombre”, y el

cristianismo apoya y fundamenta esta antropología. El otro es netamente cristiano: la

llamada de Dios (La “Vocación”) que inicia la fe, la cual es una llamada (vocatio) para

formar parte de la colectividad de la iglesia. El cristianismo es un llamado, pero es sobre

todo un “con-vocado”, tal es la etimología de la palabra “Iglesia”. De aquí a que ser-

cristiano equivalga a ser-co-cristiano. Y, por ello tiene un doble título para interesarse por

la vida social, económica y política del país en que vive y aun de la comunidad

internacional.

En consecuencia, posiblemente no exista ni ideología ni confesión religiosa que

proponga con más rigor que en el cristianismo las exigencias éticas de la convivencia

social. Por ello, la ética social es parte integrante del mensaje moral cristiano.

1. situación socio-política de Israel en tiempo de Jesús

Como para la moral personal, también para la moral social, el primer dato a tener en

cuenta respecto a la doctrina moral ha de ser la Persona misma de Jesús, ósea, su actividad

personal y la doctrina por El predicada.

Ahora bien, el ejemplo de Jesús en el comportamiento social y su doctrina ética a ese

mismo respecto, si bien no están claramente formuladas, si expresan un aliento que cabe

destacar, tanto en sus enseñanzas como en sus actitudes.

En efecto, Jesús vive y desarrolla su misión dentro del contexto social, económico y

políticos de su tiempo. Pero, en su conducta, se nota un claro “distanciamiento” de los

problemas socio-políticos que preocupaban a sus conciudadanos, los cuales,

coyunturalmente, por la ocupación romana, tenían unas peculiaridades muy marcadas.

Es evidente que los conflictos que surgen entre Jesús y los directores del pueblo se

gestan en el núcleo mismo de su mensaje: Él no encarna el tipo de mesianismo político que

se había forjado en Israel en tiempo de Jesús. La expectación de un mesías que liberase a

Israel en dominio romano parece que estaba generalizada.

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Pues bien, Jesús no adopta una misión de liberador político ni siquiera de

revolucionario social, a pesar de que las situaciones injustas de la sociedad judía de aquella

época eran notables. Pero ¿esto indica que su existencia personal y sus enseñanzas fuesen

en paralelo a esa situación social que le tocó vivir? Efectivamente, no.

2. Enseñanzas morales de Jesucristo en relación con la convivencia

De los datos que nos transmiten los Evangelios, se deduce que Jesús no fue un esenio

que vivió ni predicó un mensaje religioso retirado del mundo, pero tampoco un zelota

comprometido en la lucha contra el Imperio y menos aún un sicario insumiso. Pero también

consta que no fue ajeno ni a la situación política y menos aún a las injusticias sociales de su

tiempo.

En efecto, como los antiguos Profetas, Jesús desenmascara los malos ejemplos de

quienes encarnan la autoridad religiosa: los sacerdotes son blanco de duras críticas (Mt 21,

23-27.45; Mc 11, 27-33); condena a los escribas y fariseos porque devoran las haciendas

de las viudas (Mc 12,40; Mt 23, 1-35; Lc 11, 39-52). También reciben fuertes

recriminaciones las autoridades civiles: Herodes (Lc 13, 32; Mc 8,15) y Pilato (Jn 18, 8-

12). Algunos exegetas descubren veladas condenas al Emperador (Mc 10, 42; Lc 22, 25).

Pero, aparte esta actitud personal critica, Él cumple sus deberes como ciudadano: aporta

el siclo de plana al templo (Mt 17, 24-27) y acepta la obligación de pagar el tributo al César

(Mc 12, 13-17), con lo que, al menos, no condena la situación política por la que pasa la

historia de Israel. Como es sabido, este texto es paradigmático, pues dilucida las relaciones

entre el poder temporal y el espiritual, hay cosas que pertenecen al poder político (el César)

y otras que se sitúan en el ámbito exclusivamente religioso (las cosas de Dios). Pero es

claro que no toma parte activa en la pasión religioso-política que tenían sus coetáneos. Al

menos, nos consta que no quiere hacer de juez entre partes (Lc 2, 12-13). Y Él mismo

confiesa a Pilato que u reino no es de este mundo (Jn 18, 36). Él vino para llamar a los

pecadores a penitencia (Mc 2, 17) y para salar a todos (Mc 10, 45).

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Además de su actuación, sus enseñanzas hacen referencia a múltiples temas de la

convivencia social y a problemas económicos y políticos que recuerdan la literatura del A.T

ya comentada. Por ejemplo, enseña que se debe superar la discriminación entre judío y

gentil (Mt 5, 43-47; 7, 1-4.12), entre amigo y enemigo (Lcc 6, 27-36); inculca que se ha de

administrar justicia con equidad (Lc 12, 57-59); condena a quienes poseen riquezas injustas

(Lc 6, 24-26) y enseña el verdadero sentido de la posesión de bienes (Mt 6, 19-26) y de la

propiedad (Lc 12, 13-34). Ensalza su misión -por lo tanto pertenece a su mensaje moral-

con el cometido de ayudar a los pobres y liberar a los oprimidos (Lc 4, 18) y el juicio

universal de la historia humana, según el Evangelio de san Mateo, será un examen sobre la

justicia social: entre los que poseen bienes, salud, libertad, cultura, etc., y los que no tiene

nada y no fueron ayudados por quienes disponían de ellos (Mt 25, 31-46).

Habría que analizar sus actitudes profundas, es decir, las líneas que marcan su vida

pública, que son, en el primer lugar, proclamar los derechos de Dios (Mt 5, 33-34; 6, 5-

13.25-34 etc.), pero también la atención a los hombres. Aquí hay que mencionar el sentido

de los milagros como medio para remediar las necesidades más perentorias de los

individuos y de las masas: la curación de los enfermos, la multiplicación de los panes, etc.

Cabría aún comentar alguna enseñanza que entraña una rica filosofía social. Por

ejemplo, la sentencia: no podéis servir a Dios y al dinero (Mt 6, 24) contiene la doctrina

más rigurosa sobre el lugar que debe ocupar la propiedad de bienes en la vida de las

personas, pero ¿no servirá también para la sociedad y como punto de orientación de los

programas políticos de nuestro tiempo, basados principalmente economía? Asimismo, la

fórmula de comportamiento en las relaciones personales: Tratad a los hombres como

queréis que ellos os traten a vosotros (Lc 6, 31) ¿No podría marcar la pauta para las

relaciones entre los sistemas políticos y los distintos pueblos?

En consecuencia, la enseñanza moral de Jesús debe integrar la convivencia social, dado

que el centro de su predicación es el hombre, y este –para bien y para mal- está en

dependencia íntima de las condiciones sociales, económicas y políticas.

Es evidente que, texto a texto, hecho a hecho y actitud a actitud cabe darles otra

interpretación: pero la lectura completa de la vida de Jesús y de su doctrina entrañan

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grandes enseñanzas para la convivencia humana. De hecho, siempre recurre al Evangelio

cuando se pretende que la vida social, económica y política de los pueblos se inspire en la

concepción cristiana de la existencia.

En resumen, la imagen de un Jesús revolucionario está tan alejada de la realidad como

la de un Jesús esenio, retirado del mundo. La vida y la doctrina moral de Jesucristo es la de

un Mesías menos revolucionario del que esperaban los zelotas y más preocupado de los

problemas que atañen a la existencia humana de la que profesan algunas ideologías

espiritualistas. En consecuencia, si Jesús no fue un insumiso ni un revolucionario, tampoco

fue un ciudadano fácil que estuviese al margen de lo que acontecía en su tiempo.

Esta es la enseñanza del Magisterio. Así, la Congregación para la Educación Católica

enseña:

“El Evangelio muestra con abundancia de testigos que Jesús no fue indiferente ni extraño al

problema de la dignidad y de los derechos de la persona humana ni a las necesidades de los más

débiles, de los más necesitados y desdichados; ha luchado contra la injustica, la hipocresía, los

abusos de poder, el afán de lucro de los ricos, indiferentes a los sufrimientos de los pobres, haciendo

una enérgica llamada al rendimiento de cuentas final, cuando vuelva con gloria para juzgar a vivos

y muertos. En el Evangelio se contienen claramente algunas verdades fundamentales que han

forjado profundamente el pensamiento social de la Iglesia en su camino a través de los siglos”

(Orientaciones para el estudio de la Doctrina Social de la Iglesia, 16).

3. La moral social en otros escritos del Nuevo Testamento

Las enseñanzas del Nuevo Testamento, además de recordar la predicación de Jesús,

resaltan otras situaciones a las que deben acomodarse los bautizados en las sociedades

paganas del Imperio. Como es sabido algunas Cartas responden a consultas concretas de las

comunidades demandando una respuesta acerca de la praxis moral que debían seguir. Cabe

distinguir algunos problemas más comunes:

a) Relación con las autoridades civiles

Es un tema importante, pues fija la postura de los cristianos en relación con la situación

social de su tiempo, en la que la autoridad polarizaba en sí el conjunto de la vida social.

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Pues bien, los Apóstoles insisten en que se debe obedecer a la autoridad legítima. Los

textos son muchos y expresivos y tanto más significativos, por cuanto se trataba de

obedecer a aquellas autoridades que les perseguían. Así san Pablo insiste en que se sometan

a las autoridades pues la autoridad viene de Dios. Reconoce el encargo que tiene la

autoridad de castigar incluso con la espada a los que hacen el mal. Y pide a los cristianos de

Roma que paguen el tributo y la aduana debidos y queden el honor que le corresponde a la

autoridad (Rm 13, 1-7).

Esta doctrina paulina sirvió de pauta para el comportamiento social de los cristianos en

las sociedades paganas por las que se extendió el cristianismo. Pablo mismo reconoce el

orden socio-político establecido en Jerusalén, en Grecia y en Roma. El mismo apela a su

condición de ciudadano romano (Hch 16, 19-40; 25, 10-12).

Esta misma conducta es aconsejada por san Pedro en este conocido texto: “por amor al

señor, estad sujetos a toda institución humana; ya sea el emperador, como soberano, ya a

los gobernadores, como delegados suyos para castigo de los malhechores y elogio de los

buenos” (1P2, 13-14).

Es más de admirar esta enseñanza, por cuanto se aconseja la sumisión en tiempos en

que los cristianos eran injustamente condenados.

b) Situación social de los esclavos

Se elige este polémico tema porque explica cómo, sin cambios sociales estructurales, el

espíritu cristiano fue capaz de mudar una de las situaciones sociales más claramente

injustas: la esclavitud.

En efecto, ni de las ideas de la época ni las estructuras políticas y sociales, menos aún

los recursos jurídicos de que se disponía, permitían un cambio en la condición social de los

esclavos. Ni siquiera era demandado por los que sufrían la condición de tales. En aquella

sociedad así estructurada, para no pocos la solución era, precisamente, encontrar un amo

que la aceptase en su condición de esclavo. Por lo mismo, pedir a la enseñanza del Nuevo

Testamento una protesta revolucionaria contra esa situación no solo no era reclamada por

los hombres de aquel tiempo- incluidos, posiblemente, los Apóstoles-, sino que habría

producido un verdadero caos social.

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Pues bien, como confirman numerosos textos de las Cartas, los Apóstoles cambiaron el

estatuto social del esclavo de dos planos. En el doctrinal, afirmando la igualdad de todos los

hombres: “Ya no hay judío ni griego, circuncisión ni incircuncisiòn, bárbaro o escita, siervo

o esclavo” (Col 3, 11; cfr. 1 Tm 6, 1-2; 1 P2, 17-23; Ef 6, 5-9), pues “Dios no hace

acepción de personas” (Ef 6, 9). Y en la práctica, predicando un tipo de relaciones

fraternales entre los esclavos y sus respectivos señores, san Pablo escribe a Filemón en

relación a su esclavo Onésimo: “No es siervo, sino hermano… según la carne y según el

espíritu” (Flm 16).

De este modo, el cambio de la condición de esclavo precedió a la norma jurídica, que

casi siempre es provocada por el cambio de los espíritus.

Situación bien distinta es, por ejemplo, la del pensamiento griego, que considera a los

esclavos como hombres de segunda clase. En este contexto intelectual se sitúa la doctrina

de Aristóteles, que juzgaba al esclavo como ser humano de naturaleza distinta al hombre

libre: el esclavo es a modo de un instrumento viviente (Politica I, 3, 1252b).

c) El uso de las riquezas

Conforme a la doctrina tan explícita de Jesús sobre la propiedad de bienes, también es

abundante la enseñanza de los Apóstoles sobre el tema. En efecto, se condena la riqueza

injusta, pues es una especie de idolatría (Col 3, 5) y el avaro es un adorador de ídolos (Ef 5,

3-5); se advierte del peligro que encierra la riqueza, pues lleva a los ricos a ser altivos (1

Tm 6, 17) y conduce a la codicia… y a la avaricia (1 Tm 6, 8-10); se anima a que quien

tenga riqueza haga buen uso de ella (1 Tm 6, 18); se recomienda vivamente la limosna (2

Co 9, 5-7; Ef 4, 27) y que los ricos den con generosidad (2 Co 6, 9). En los catálogos de

pecados, se menciona a los avaros y a los ladrones (1 Co 5, 11; 6, 10; 2 Tm 3,2), los cuales

son excluidos del Reino.

A este propósito sobresale la enseñanza del Apóstol Santiago, con la durísima condena

del trato diverso que se da a los pobres y a los ricos (St 2, 2-4). Algunos piensan que esas

diferencias tan marcadas no se daban en la comunidad cristiana de Jerusalén. La carta de

Santiago recuerda el lenguaje de los Profetas y contiene la repulsa más contundente de la

diferencia injusta de clases sociales (St 5, 3-6).

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d) Las clases sociales en el cristianismo antiguo

No es fácil deducir, como lo hace la sociología empírica actual, a qué capa social

pertenecían los cristianos del tiempo apostólico. Pablo escribe que no hay entre vosotros

muchos sabios según la carne, ni muchos poderosos, ni muchos nobles (1 Co 1, 20). Pero el

Apóstol habla de una comunidad muy concreta, Corinto; además es preciso fijar el sentido

de término “muchos”. Por la Carta a los Colosenses sabemos que había cristianos en la casa

del César (Col 4, 22). En las cartas paulinas se mencionan 65 persona, de algunos sabemos

su profesión. Por ejemplo, Filemón tenia esclavos (Flm 2); Aquila y Priscila eran

industriales de cierto rango (Hch 18, 2; Rm 16, 3); Erastos fue tesorero municipal (Rm 16,

24); Crispo, jefe de la sinagoga (Hch 18, 8); etc.

Lo que consta con más detalle es que algunas comunidades pasaban necesidades y eran

socorridas con las limosnas de otras. La comunidad de Jerusalén pasó por extrema

necesidad y fue socorrida por la de Macedonia (2 Co 8,2). Los Hechos dan noticia de la

colecta que Pablo hace entre las demás comunidades para subvenir a las necesidades de la

iglesia madre de Jerusalén (Hch 11, 28). De esta sabemos con detalle que fue la única que

hizo el ensayo de poner en común los bienes (Hch 4, 32) y que el resultado no fue alentador

(Hcch 5, 1-14; 6, 1.2). Quizá por eso no se imitó en las demás iglesias.

Conclusión: los datos bíblicos en relación a la moral social son abundantes, si bien con

diferencias entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, pues, mientras en el Antiguo se

contemplan diversas instituciones y leyes que regulan la convivencia, debido a que Israel

formaba una colectividad organizada, el Nuevo sobresale por el espíritu que debe reinar

entre todos los hombres.

No obstante, en ningún caso cabe el recurso a la Biblia para extraer fórmulas concretas

de cómo se debe organizar la vida social, económica y política de un pueblo. La Biblia lo

que comunica es una enseñanza moral y en ocasiones ofrece algunas normas, pero, sobre

todo, enseña que no es posible separar la conducta personal de la condición social de

hombre y por ello se concluye que la moral cristiana contempla ambos aspectos del

comportamiento humano.

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Moral  Social  

13    

En consecuencia, esa es la misión de la Iglesia: exigir una conducta coherente al

cristiano, al mismo tiempo que hace juicios éticos de situaciones sociales concretas. En

ambos campo, el Magisterio tiene una misión íntimamente unida, pues como enseña la

Encíclica Redemtoris misio: “entre el anuncio del Evangelio y la promoción del hombre

hay una estrecha conexión” (RM, 59).

Esta enseñanza ha ido profesada siempre por la Iglesia católica. El Concilio Vaticano II

la formuló en los siguientes términos:

“La misión propia que Cristo confió a su Iglesia no es de orden político, económico o social. El

fin que le asignó es de orden religioso. Pero precisamente de esta misma misión religiosa derivan

tarea, luces y energías que pueden servir para establecer y consolidar la comunidad humana según

la ley divina. Más aún, donde sea necesario, según las circunstancias de tiempo y de lugar, la misión

de la Iglesia puede crear, mejor dicho, debe crear, obras al servicio de todos particularmente de los

necesitados, como son, por ejemplo, las obras de misericordia u otras semejantes” (GS, 42).

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14    

El hombre y su dignidad

La persona, centro de la ética social

La conducta ética es una de las notas que diferencian al hombre del animal, de

forma que las corrientes del socio-biologismo ético, al negar el espíritu como lo específico

del ser humano, no pueden justificar una ética ni personal ni social.

También niegan el ser propio del hombre aquellos sistemas colectivistas que tratan a

la persona humana como un “número” más dentro del sistema. Por eso, tampoco estas

ideologías pueden fundamentar una ética personal, dado que pretenden situar al individuo

por debajo y al servicio de la sociedad o del Estado.

Para salvar al hombre de las tentaciones de convertirlo en un animal cualificado o

en elemento más de la sociedad, es preciso valorar lo que el hombre realmente es; es decir,

es preciso mostrar la grandeza del ser humano y de su dignidad frente a los demás seres y, a

su vez, situarlo por encima dela sociedad y del Estado.

I. La dignidad de la persona humana

La moral social trata de que la convivencia se rija por criterios justos, de forma que

se respeten los derechos de cada ciudadano y, a su vez, todos cumplan sus respectivos

deberes. Pues bien, esto supone la dignidad de la persona humana, como sujeto de derechos

y deberes.

1. El hombre, centro de la moral social, económica y política

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15    

Efectivamente el centro de la moral social es el hombre y su dignidad. El conjunto

de la vida social ha de ser un servicio al hombre con el fin de que viva con la dignidad de

hijo de Dios, creado a “su imagen y semejanza”. El hombre es el fundamento de la

sociedad.

De aquí que las normas de la convivencia, las instituciones sociales y los demás

elementos que convergen en la vida social, en la política o en la economía no pueden ser fin

en sí mismos, sino que han de estar en favor del hombre, a quien sirven: su fin es el

hombre.

La sociedad debe ser creación del hombre y no de fuerzas extrañas: cuando la

sociedad, la economía o la política no tienen en su origen al hombre responsable, se

construyen sobre elementos instintivos o irracionales en favor del grupo partido. Y así se

deshumanizan y avasallan a la persona humana. En consecuencia: el hombre no es efecto,

sino la causa que da origen a la sociedad.

El hombre es el fundamento, el fin y la causa de la sociedad. Así enseña Juan XXIII:

“el hombre es necesariamente fundamento, causa y fin de todas las instituciones” (MM,

219). Sobre este fundamento antropológico, afirma el Papa, se asienta la doctrina moral

cristiana acerca del orden social:

“Desde este trascendental principio, que afirma y defiende la sagrada dignidad de la

persona, la Santa Iglesia, con la colaboración de sacerdotes y seglares competentes, ha deducido,

principalmente en este siglo, una doctrina social para ordenar las mutuas relaciones humanas”

(MM, 220).

Hombre y dignidad deben orientar las reflexiones éticas acerca de la convivencia

humana. Este binomio puede ser la plataforma común donde la Iglesia dialogue con los

demás sistemas éticos, pues, como enseña el Concilio Vaticano II, “según el parecer de

creyentes y no creyentes, todo lo que hay en la tierra se ordena al hombre, centro y cima”

(GS, 12).

2. El hombre, uno en cuerpo y alma

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16    

Con este enunciado el Catecismo de la Iglesia Católica quiere acabar con toda clase

de dualismos antropológicos (CEC, 362). Pero también pretende afirmar la existencia del

alma, como elemento especifico del ser humano, pues, como escribe el Apóstol Santiago,

“el cuerpo sin el alma es un cadáver” (St. 2, 26).

El hombre mediante el cuerpo integra en su ser la riqueza de la creación, por el

espíritu adquiere su peculiaridad irreductible a cualquier otro ser creado. Aceptar esa

dualidad en la constitución del ser humano es enriquecer al hombre haciéndole punto de

encuentro entre la creación material y Dios.

Así lo afirma el Concilio Vaticano II:

“En la unidad de un cuerpo y un alma, el hombre, por su misma condición corporal, es una

síntesis del universo material, el cual alcanza por medio del hombre su más alta cima y alza la voz

para la libre alabanza del Creador. No debe, por tanto, el hombre despreciar la vida corporal, sino

que, por el contrario, debe tener por bueno y honrar a su propio cuerpo, como criatura de Dios que

ha de resucitar en el último día… no se equivoca el hombre al afirmar su superioridad sobre el

universo material y al considerarse no ya como partícula de la naturaleza o como elemento anónimo

de la ciudad humana. Por su inferioridad es, en efecto, superior al universo entero… al afirmar, por

tanto, en sí mismo la espiritualidad y la inmortalidad de su alma, no es el hombre juguete de

espejismo ilusorio provocado solamente por las condiciones físicas y sociales exteriores, sino que

toca, por el contrario, la verdad más profunda de la realidad. (GS, 14).

3. El espíritu, cualidad específica del hombre

Si el hombre requiere un trato especial, es precisamente por su condición de ser

espiritual, y si se le exige un comportamiento correcto, es porque su conducta no puede ser

como la de los animales, que rigen de modo gregario por los instintos.

Precisamente, las cuatro características del espíritu: auto-reflexión, auto-posesión,

auto-determinación, y auto-comunicación son las que fundamentan la racionalidad, la

conciencia, la libertad y la sociabilidad. Si el hombre no es un ser espiritual, ¿Cómo

defender que la persona humana sea sujeto de derechos? ¿Cuál es la razón para exigir los

derechos fundamentales de la persona? ¿Por qué demandamos que el hombre cumpla sus

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17    

deberes? La única explicación posible es reconocer la condición del hombre como ser

espiritual, al que hacemos “sujeto” de derechos y deberes morales.

II. La dignidad de la persona humana

El cristianismo la fundamenta en la “imagen de Dios” y en la condición de ser

incorporado al misterio y a la vida de Jesucristo por el Bautismo. Así la comisión Teológica

Internacional en el documento Comunión y servicio: la persona humana creada a imagen de

Dios (23-07-2004).

“La dignidad de la persona humana se presenta hoy de modos diversos. Algunos ponen esa

dignidad en la autonomía absoluta del hombre sin relación algún al Dios trascendente, más aún

niegan la existencia de Dios creador, Padre Providente. Otros reconocen ciertamente el peso y el

valor intrínseco del hombre y su autonomía relativa, y también el honor que hay que prestar a las

libertades personales, pero ponen el fundamento último de estas cosas en la relación con la suprema

trascendencia divina, aunque la entiendan de modos diversos. Finalmente otros ponen

principalmente la fuente y la significación de la prestancia del hombre, al menos después del

pecado, en la incorporación a Jesucristo el Señor, perfectamente Dios y Hombre (Dignidad y

derechos de la persona humana, 91).

1. La especificidad de la persona. La naturaleza humana

La categoría “dignidad del hombre”, ha de considerarse como un logro, dado que no

siempre el hombre ha sido suficientemente respetado en su individualidad. Tras de esta

apelación está una verdad metafísica, pues entre el concepto de “persona” y el de

“dignidad” existe una íntima relación. Tomás de Aquino hace derivar una de la otra:

“Debido a que en las comedias y tragedias se representaban algunos personajes famosos, se

empleó el nombre de “persona” para designar a los que tenían alguna dignidad. De ahí vino que en

las iglesias se acostumbrase a llamar personas a los constituidos en dignidad. Por eso algunos

definen la persona diciendo que es la hipóstasis que se distingue por alguna propiedad perteneciente

a su dignidad. Y puesto que es gran dignidad subsistir en la naturaleza racional, a todo individuo de

naturaleza racional se le llama persona (Suma teol., I, q. 29. a. 3 ad. 2).

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18    

El concepto de persona incluye el de su dignidad. Por ello, toda persona es digna;

será buena o mala persona, pero siempre es persona, y por ello puede demandar que se le

reconozca como tal y se le debe prestar la dignidad que como tal se merece.

2. Otros elementos constitutivos del ser humano

Pero el ser-hombre no es algo estático, como lo es la naturaleza cerrada de los otros

seres, sino que, precisamente, el ser espiritual es creación continua y actividad. De ahí

brotan algunas características de la naturaleza humana: la historicidad, la socialidad y la

apertura a la trascendencia.

La historicidad: la existencia de cada hombre se concreta en la historia de su vida,

por eso, cuando se narra, es su biografía. El hombre tiene y hace historia. La historicidad se

refleja en la vida social, que está sometida a un continuo desarrollo social: Juan Pablo II

afirma:

“El hombre no ha sido creado, por así decir, inmóvil y estático… La historia del género

humano, descrita en la Sagrada Escritura, incluso después de la caída en el pecado, es una historia

de continuas realizaciones que, aunque puestas siempre en crisis y en peligro por el pecado, se

repiten, enriquecen y se difunden como respuesta a la vocación divina señalada desde el principio al

hombre y a la mujer” (SRS, 30).

Socialidad: el Papa Benedicto XVI argumenta: “la revelación cristiana, según la

cual la comunidad de los hombres no absorbe en sí a la persona anulando su autonomía,

como ocurre en las diversas formas del totalitarismo, sino que valoriza más aún porque la

revelación entre persona y comunidad es la de un todo hacia el todo” (CV, 53).

Trascendencia: entre todas las relaciones que vinculan el ser del hombre, la más

profunda es su ordenación a Dios. Así lo expresa Benedicto XVI:

“El humanismo que excluye a Dios es un humanismo inhumano. Solamente un humanismo

abierto al Absoluto nos puede guiar en la promoción y realización de formas de vida social y civil.

El amor de Dios nos invita a salir de lo que es limitado y no definitivo, nos da valor para trabajar y

seguir en busca del bien de todos, aun cuando no se realice inmediatamente, aun cuando lo que

consigamos nosotros, las autoridades políticas y los agentes económicos, sea siempre menos de lo

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19    

que anhelamos. Dios nos da la fuerza para luchar y sufrir por amor al bien común, porque él es

nuestro Todo, nuestra esperanza más grande”. (CV, 78).

3. La dignidad del hombre como imagen de Dios

Aceptada la dignidad de la persona humana y aun reconocida la realidad del alma, la

Revelación enriquece el concepto de hombre con la afirmación de que, si goza de tal

dignidad, es porque ha sido creado a imagen y semejanza de Dios. Esto es lo que diferencia

una sociedad que reconozca la dignidad del hombre de otra que interprete dicha dignidad en

sentido cristiano. La consideración del hombre como imagen de Dios valora notablemente

la dignidad humana.

4. La antropología sobrenatural, fundamento de la ética social cristiana.

La aportación específica de la moral revelada es, precisamente, la novedad de la

antropología cristiana, según la cual el hombre participa de la naturaleza divina (2P 1,4),

pues ha re-nacido mediante el agua y el Espíritu (Jn 3,3) y por ello la nueva criatura en

Cristo (2Co 5, 17). Y, dado que ha nacido de Dios (1 Jn 3, 20), puede llamar a Dios Padre

(I Jn 3,1) por cuanto es verdadero hijo de Dios (Rm 8, 16). Es, pues, evidente que la

divinización al hombre le hace más hombre.

Si la moral está estrechamente relacionada con la antropología, en consecuenica

lógica, la concepción cristiana del hombre ha de condicionar los principios éticos que

dirijan su conducta social. El Papa León Magno afirma:

“Reconoce, cristiano, tu dignidad y, puesto que has sido hecho partícipe de la naturaleza

divina, no pienses en volver con un comportamiento indigno a las antiguas vilezas. Piensa de qué

cabeza y de qué cuerpo eres miembro. No olvides que fuiste liberado del poder de las tinieblas y

trasladado a la luz y al reino de Dios (Sermo XXI in Nativitate Domini, 3).

“Despierta y reconoce la dignidad de tu naturaleza. Recuerda que has sido hecho a imagen

de Dios; la cual, aunque fue corrompida en Adán, sin embargo, ha sido reparada en Cristo” (Sermo

XXVII In Nativitate Domini, 6).

5. Doble sentido de la palabra “dignidad” referida al hombre

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20    

a). El sentimiento que ha de tener cada uno de su propia dignidad. Todo hombre ha de

ser consciente de su dignidad personal, lo cual comporta al menos dos cosas: respetarse a sí

mismo. Tal respeto conlleva ser fiel a lo que realmente se es. De ahí, la necesidad de una

conducta digna, el hombre se dignifica con su comportamiento. Demandar de los otros el

respeto a la propia dignidad.

b). El reconocimiento y la protección que debe hacerse de esa dignidad. Todo hombre

tiene derecho a que se reconozca y a ser tratado con la dignidad que le es propia. Más aún,

la defensa de la dignidad del hombre demanda que sea protegida e incluso que se

institucionalicen los medios jurídicos para defenderla.

6. Igualdad fundamental de todos los hombres

Todos los hombres tienen la misma naturaleza, todos participan de la misma

condición del ser espiritual, todos tiene el mismo origen divino y todos reflejan la imagen

de Dios. No se es más o menos hombre, sino que se es, simplemente, hombre. Por ello se es

igual en dignidad.

La dignidad de la persona humana es el punto central de la moral social. Pero, a

pesar de que la profesión de esta verdad sea ya patrimonio universal, sin embargo se siguen

cometiendo inmensos crímenes contra el hombre. Es la denuncia que hizo Juan Pablo II:

“Quizá una de las más vistosas debilidades de la civilización actual esté en una inadecuada

visión del hombre. La nuestra es, sin dudad, la época que más se ha escrito y hablado sobre el

hombre, la época de los humanismos y del antropocentrismo. Sin embargo, paradójicamente, es

también la época de las más hondas angustias del hombre a niveles antes insospechados, época de

valores humanos conculcados como jamás lo fueron antes. (Discurso en Puebla de los Ángeles, 28-

2-1979).

Por eso, la Moral Social mantiene una importancia decisiva, pues, al mismo tiempo

que defiende la dignidad del hombre demanda la justicia en las relaciones sociales,

denuncia las injusticias, juzga la legitimidad de las normas, condena las inmoralidades en la

vida política, reclama la existencia de leyes justas.

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21    

Los derechos humanos, exigencias

del mensaje moral cristiano

Dignidad del hombre y derechos humanos se implican mutuamente en la relación de

causa a efecto, pues del hecho de que el hombre sea digno brotan una serie de

prerrogativas, exigencias, privilegios, etc., que se convierten en derechos vinculados a su

dignidad.

El tema de los Derechos Humanos toca diversas fronteras del saber: la Filosofía, la

Ética, el derecho, la Política, la Economía y, por supuesto, la Teología. Si bien esta

pluralidad de enfoques puede ayudar a desarrollar el rico contenido que encierran los

Derechos Humanos, puede ser obstáculo en el caso de que algunas ideologías hagan una

interpretación interesada de estos derechos. De aquí que corresponde a la Teología Moral

proponer la doctrina acertada, si bien el teólogo, a su vez, debe asumir las aportaciones que

le ofrezcan esas otras ciencias.

I. Naturaleza de los derechos humanos

La incorporación del estudio de los Derechos Humanos a la Teología Moral es

reciente.

1. Fundamentación de los Derechos humanos

Tres principios:

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22    

a) El hombre, todo hombre y solo el hombre es sujeto de derechos

b) El fundamento es la dignidad del hombre: el término dignidad se encuentra en la

Declaración de la ONU y se repite en la Constitución Española de 1978. La

Teología Moral sostiene que los Derechos Humanos se fundamentan en la

naturaleza específica del hombre creado por Dios a su imagen y semejanza y en la

dignidad del cristiano, hijo de Dios e injertado en la vida de Cristo. Por lo tanto el

fundamento de los Derechos Humanos es la naturaleza específica y singular del

hombre. De ahí que se apele a la ley natural.

El Papa Benedicto XVI en el Discurso a la Asamblea de la Organización de Naciones

Unidas en New Yor (18-04-2008), expuso el origen de los Derechos Humanos y la raíz que

los sustenta:

“La Declaración Universal de los Derechos del Hombre… fue el resultado de una convergencia

de tradiciones religiosas y culturales, todas ellas motivadas por el deseo común de poner a la

persona humana en el corazón de las instituciones, leyes y actuaciones de la sociedad, y de

considerar a la persona humana esencial para el mundo de la cultura, de la religión y de la ciencia.

Los derechos humanos son presentados cada vez más como el lenguaje común y el sustrato ético de

las relaciones internacionales. Al mismo tiempo, la universalidad, la indivisibilidad y la

interdependencia de los derechos humanos sirven como garantía para la salvaguardia de la dignidad

humana. Sin embargo, es evidente que los derechos reconocidos y enunciados en la Declaración se

aplican a cada uno en virtud del origen común de la persona, la cual sigue siendo el punto más alto

del designio creador de Dios para el mundo y la historia. Estos derechos se basan en la ley natural

inscrita en el corazón del hombre y presente en las diferentes culturas y civilizaciones. Arrancar los

derechos humanos de este contexto significaría restringir su ámbito y ceder a una concepción

relativista, según la cual el sentido y la interpretación de los derechos podrían variar, negando su

universalidad en nombre de los diferentes contextos culturales, políticos, sociales e incluso

religiosos. Así pues, no se debe permitir que esta vasta variedad de puntos de vista oscurezca no

solo el hecho de que los derechos son universales, sino que también lo es la persona humana, sujeto

de estos derechos.

Posteriormente, en su Discurso a la Academia Pontificia de Ciencias Sociales (4-05-

2009), el Papa insistió en que los Derechos humanos se fundamentan en la ley natural.

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23    

“La ley natural es una guía universal que todos pueden comprenderse y amarse

recíprocamente. Por tanto, los derechos humanos, en última instancia, están enraizados en una

participación de Dios, que ha creado a toda persona humana con inteligencia y libertad. Si se ignora

esta sólida base ética y política, los derechos humanos se debilitan, pues quedan privados de su

fundamento.

Del origen y fundamentación, la ética teológica deduce que el cristianismo tiene una

obligación inigualable para asumir la defensa de los DH. En concreto, el Evangelio es la

norma suprema para reconocer, valorar y defender los Derechos Humanos.

c) El animal no es sujeto de derechos: la razón de ser de los Derechos Humanos, como

indica su mismo nombre, es la especificidad del ser humano. Por lo tanto, se trata de

que el hombre, en virtud de su cualificada dignidad, goza de derechos y también

tiene la capacidad de asumir deberes. Derechos y deberes son consecuencia de la

libertad y de la conciencia, manifestaciones del espíritu encarnado. Ahora bien,

nada de eso acontece en el animal. En concreto, si el animal no es capaz de cumplir

deberes tampoco puede exigir derechos. Afirma Millán Puelles:

“Todo deber es espiritual. Lo que pasa es que una clase de deberes se refiere a necesidades

materiales y otra, a las necesidades del espíritu. El animal, por no tener entendimiento, no tiene

necesidades espirituales, pero tampoco ninguna clase de deber. Se limita a sentir necesidad de

índole material y darle satisfacción de una manera instintiva, material también. (Persona humana y

justicia social, 22).

2. Clasificación de los Derechos Humanos

La Declaración de la ONU clasifica los 30 artículos, 10-12-1948, del siguiente

modo:

Derechos y libertades de toda persona humana (3-11)

Derechos del individuo con otros grupos (12-17)

Derechos que defienden las libertades reales (18-22)

Derechos económicos y sociales (22-27)

Nos encontramos con la siguiente clasificación:

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24    

1. Derechos existenciales:

Derecho a la vida

Derecho a la integridad corporal

Derecho a la alimentación y vestido

Derecho a una vivienda digna

Derecho a la seguridad personal

Derecho a la asistencia en casos eventuales

En el desempleo

En la enfermedad

En la vejez

En la viudez

2. Derechos personales

Autorreflexión:

Derecho a la libertad de pensamiento

Derecho a la libertad de conciencia

Derecho a la libertad de educación

Derecho a la libertad de cultura

Derecho a la libertad de religión

Autoposesión:

Derecho a la intimidad

Derecho al honor

Derecho al descanso y al ocio

Derecho al trabajo y justa remuneración

Derecho a la propiedad privada

Derecho a poseer personalidad jurídica

Auto determinación:

Derecho a la libertad psicológica

Derecho a las libertades reales

Derecho a elegir estado de vida

Derecho a la residencia libremente elegida

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25    

Derecho a la emigración interior y exterior

Auto comunicación

Derecho a la libertad de culto

Derecho a la libertad de expresión

Derecho a la libertad de información

Derecho a la libertad de asociación

Derecho a participar en la vida política

Derecho manifestaciones públicas

Derecho a la defensa ante la justicia

Derecho a reunirse

3. Cualidades de los Derechos Humanos

Se señalan siete:

a) Fundamentales: son manifestaciones primarias de la naturaleza del hombre.

b) Originarios: derivan del hombre y no de la ley o autoridad humana alguna.

c) Universales: son comunes y propios de todos los hombres

d) Inviolables: deben ser respetados por sí mismos y no porque lo impone la

ley.

e) Irrenunciables: el hombre es sujeto y por eso no debe renunciar a ellos.

f) Jerarquizados: no todos tienen el mismo valor, el primero es el derecho a la

vida.

g) Correlativos: los derechos se corresponden con los respectivos deberes.

4. ¿Crisis de la formulación de la Declaración Universal?

Las razones que se apelan son diversas:

La manipulación a que está sometida: los gobiernos totalitarios.

El exagerado carácter individualista

Faltan instancias jurídicas que exijan su cumplimiento

No se contemplan los deberes

La banalización a que ha estado sometida

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26    

La violación lacerante

El Papa Benedicto XVI afirma lo siguiente:

“En la actualidad, muchos pretenden pensar que no deben nada a nadie, si no es a

sí mismos. Piensan que solo los titulares de derechos y con frecuencia les cuesta madurar en

su responsabilidad respecto al desarrollo integral propio y ajeno. Por ello, es importante

urgir una nueva reflexión sobre los deberes que los derechos presuponen, y sin los cuales

estos se convierten en algo arbitrario. Hoy se da una profunda contradicción. Mientras, por

un lado, se reivindican presuntos derechos, de carácter arbitrario y voluptuoso, con la

pretensión de que las estructuras públicas los reconozcan y promuevan, por otro, hay

derechos elementales y fundamentales que se ignoran y violan en gran parte de la

humanidad. Se aprecia con frecuencia una relación entre la reivindicación del derecho a lo

superfluo, e incluso a la transgresión y al vicio, en las sociedades opulentas, y la carencia de

comida, agua potable, instrucción básica o cuidado sanitarios elementales en ciertas

regiones del mundo subdesarrollado y también en la periferia de las grandes ciudades.

Dicha relación consiste en que los derechos individuales, desvinculados de un conjunto de

deberes que es dé un sentido profundo, se desquician y dan lugar a una espiral de exigencias

prácticamente ilimitada y carente de criterios. La exacerbación de los derechos conduce al

olvido de los deberes. Los deberes delimitan los derechos porque remiten a un marco

antropológico y ético en cuya verdad se insertan también los derechos y así dejan de ser

arbitrarios. Por este motivo, los deberes refuerzan los derechos y reclaman que se los

defienda y promueva como un compromiso al servicio del bien. En cambio, si los derechos

del hombre se fundamentan solo en las deliberaciones de una asamblea de ciudadanos,

pueden ser cambiados en cualquier momento y, consiguiente, se relaja en la conciencia

común el deber de respetarlos y tratar de conseguirlos… compartir los deberes recíprocos

moviliza mucho más que la mera reivindicación de derechos. (CV,43).

Al menos los católicos deben cumplir este imperativo que señala el Catecismo de la

Iglesia Católica:

“Hay que superar y eliminar como contraria al plan de Dios toda forma de

discriminación en los derechos fundamentales de la persona, ya sea social o cultural, por

motivos de sexo, raza, color, condición social, lengua o religión. (CEC, 1935).

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Moral  Social  

27    

La justicia, virtud humana y cristiana

Si el fundamento, el fin y la causa de la Moral Social es la dignidad de la persona de

la que derivan los derechos fundamentales del hombre, el centro es la justicia, pues la

justicia es la virtud que protege la dignidad del hombre y la que regula los derechos y

deberes de los ciudadanos. Por eso, la protección de la dignidad de la persona y la defensa

delos Derechos Humanos demandan que haya una normativa justa que los defienda. Sin

justicia es imposible la protección del hombre y la defensa de sus derechos. Por ello, enseña

Juan Pablo II, “El amor por el hombre… se concreta en la promoción de la justicia” (CA,

58).

La justicia juega en la vida práctica el papel que en el campo teológico desempeña

la verdad, pues la justicia es la primera virtud de las instituciones sociales, como la verdad

lo es de los sistemas de pensamiento (J. Rawls).

La justicia es una noción fundamental de la existencia del hombre. Constituye, junto

con la verdad y el bien, la trilogía de los grandes conceptos humanos.

1. La justicia en la cultura actual

Nuestro tiempo es, sin duda, una época en la que la justicia tiene gran resonancia,

pues la cultura actual pose especial sensibilidad para condenar las injusticias y, en

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28    

consecuencia, para exigir su cumplimiento. Por ello, es necesario hacer dos

precisiones:

1. Que no se practica con el mismo empeño que se la proclama, así lo denuncia

Juan Pablo II, difícilmente haya habido ninguna otra época en la que sistemas,

ideologías y situaciones hayan protagonizado o al menos asistido a tantas y tan

flagrantes injusticias cometidas contra los individuos y contra colectividades

como en nuestro siglo. A este respecto, citar el Archipiélago Gulap es inevitable,

así como repetir la expresión de que, después de Auschwitz, no tiene sentido

hablar del hombre.

Pero también es preciso añadir que tales injusticias son duramente

condenadas, y que cada día existen más recursos jurídicos para apelar a ellos

cuando la justicia es conculcada. Todo lo cual hace pensar que posiblemente,

nos acercamos a una etapa de una más justa convivencia.

2. La pérdida de su significación originaria: el uso abusivo del término ha llevado

a que se la cargue de ideología. Este pluralismo semántico ha sido denunciado

por el Papa Juan XXIII:

“Aunque el término justicia y la expresión exigencias de la justicia están en boca de todos,

sin embargo, esta palabra no tiene en todos la misma significación; más aún, con muchísima

frecuencia, la tiene contraria. Por tanto, cuando esos hombres de Estado hacen un llamamiento a la

justicia o a las exigencias de la justicia, no solamente discrepan sobre el significado de tales

palabras, sino que, además, les sirven a menudo de motivo para graves altercados. (MM, 206)

Una vez más es conveniente volver a la sentencia aristotélica de que, en cuestiones

complicadas, la mejor praxis es una buena teoría. Por eso, tal confusión conceptual

demanda el recurso a la Biblia con el fin de encontrar el significado verdadero del término.

II. Datos bíblicos en torno al valor y sentido de la justicia

Pero tampoco es fácil dilucidar el sentido bíblico de la justicia, pues, a causa de su

rica significación, también ha sido ideologizada de acuerdo con el concepto que se tenga de

salvación.

1. Los términos justicia y justo en el Antiguo Testamento

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Moral  Social  

29    

El vocabulario es muy abundante: cabe contabilizar hasta 800 textos en los que se

hace de estos vocablos.

a) Justicia. Aparece 213 veces y se expresa con dos términos: sédeq-saddiq-sedaqá-

(81veces) y dága –rasa- (132 veces). Ambos términos se encuentran en el

Pentateuco: así el pueblo practicará la justicia, si cumple los preceptos de Yahvé (Dt

5,25). Con más frecuencia se repiten en los Libros Sapienciales y tiene un sentido

religioso. Significan “ser justos con Dios”, por cuanto se cumple su voluntad (Pr.

21, 7; Jb 8, 3-6; Is 1, 26).

b) Justo. Este sustantivo se encuentra también 213 veces, de las que 189 se expresa con

el término saddúq y 24 con sédeq. También tienen un sentido religioso. “Justo es el

hombre bueno” porque cumple la ley divina (Pr 10, 28; Sb 3, 10).

Así mismo se denomina “Justo” al que realiza la justicia humana, según el dicho de

Ezequiel: “el que es justo practica la justicia y el derecho” (Ez 18, 5).

2. Vocabulario del Nuevo Testamento

El vocabulario neotestamentario para designar la justicia se expresa con el término

“dike” y sus distintos derivados, como “dikaiosíne” (justicia), “díkaios” (el justo),

dikaión (lo justo).

a) Justicia. Se expresa con el sustantivo “dikaiosíne” y se encuentra 91 veces, con

significación diversa, pero con referencia a santidad. En SnMt. Se encuentra 7

veces con sinonimia total de justicia-santidad (Mt 3, 15) y san Lucas los junta

como sinónimos: Santidad y justicia (Lc. 1,75).

b) Justo (díkaios) se repite 79 veces, con significado de hombre bueno, fiel a Dios.

Son justos: Abel, (Mt 23, 35).

Por lo tanto, Justo es sinónimo de “Bueno”

3. Doctrina bíblica sobre la justicia social

Pero, si los términos justicia y justo tienen una marcada relación a la conducta del

hombre frente a Dios, cabe preguntar: ¿Hay una doctrina bíblica que demande justicia en la

sociedad civil?

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30    

La respuesta es, evidentemente, afirmativa. Primero, porque, a pesar de la filología,

cabe encontrar esos mismos términos con una significación que implica también la justicia

entre los hombres. Segundo, porque abundan los testimonios que inculcan el precepto de

cumplir los deberes de justicia en la convivencia.

Allí se distingue el mensaje moral del A.T. transmitido principalmente por el

Pentateuco, los Profetas y lo Libros Sapienciales, en los que se encuentra abundante

doctrina moral sobre la convivencia justa en Israel. Asimismo se recoge la doctrina del N.T

en la existen enseñanzas éticas acerca de la vida social de los creyentes.

Pero se debe dar relieve a un hecho poco comentado: la importancia que tienen los

jueces en el pueblo de Israel. En efecto, apenas constituido como pueblo, Moisés instituye

los jueces con la misión de administrar justicia en la convivencia social (Ex 18, 13-27).

Desde entonces, condenar a los jueces que no administraban con equidad la justicia es una

de las denuncias más duras de los Profetas (Is 10, 1-4; 59, 4-7; Os 4-7 etc).

Esta enseñanza la repite la Congregación para la doctrina de la Fe, pues afirma que

el mensaje moral cristiano abarca también la convivencia social, como lo demuestra el

hecho de que en el A.T. Los Profeta no dejan de recordar, con particular vigor, las

exigencias de la justicia y de la solidaridad y de hacer un juicio extremadamente severo

sobre los ricos que oprimen al pobre. Lanzan amenazas contra los poderosos. Por eso, la

fidelidad a la alianza no se concibe sin la práctica de la justicia. La justicia con respeto a

Dios y a la justicia con respeto a los hombres sin inseparables. Y, en relación con el N.T.,

enseña que esta doctrina aún está más radicalizada, como la muestra el discurso sobre las

Bienaventuranzas (LN, 6,10).

III. La virtud de la Justicia. Doctrina teológica

1. Doctrina de Santo Tomás de Aquino

La novedad tomista en el planteamiento de la Moral Social ha sido empezar el trato

con las cuestiones acerca de los derechos y de la justicia. Santo Tomás estudia la virtud de

la justicia en relación con las demás virtudes, pero escribe: la justicia es la más importante

por estar más próxima a la razón porque se relaciona con los demás. (Sum. Teol., II-11, q.

66, a.4).

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31    

Además de los amplios comentarios a Aristóteles, Tomás de Aquino dedica 23

cuestiones y un total de 111 artículos de la Suma Teológica a comentar esta virtud. Pero, en

total contando otras cuestiones relacionadas con la justicia, son 66 las cuestiones dedicadas

a este tema. Estas son las nociones más importantes:

a) Definición

Justicia es el hábito según el cual uno, con constante y perpetua voluntad, da a cada

cual su derecho (Sum. Teol., II-II, q.58,A.1).

Es una definición clásica. Santo Tomás cita a Aristóteles y comenta también la

definición del jurista romano Ulpiano. Pero subraya tres aspectos que se integran en la

justicia:

El objeto de la justicia es el derecho, pues la justicia trata de dar a cada uno lo

debido.

La justicia dice relación a otro, por ello la alteridad es el constitutivo esencial: nadie

es justo consigo mismo.

La justicia se fundamenta en la igualdad: demanda igualdad entre lo que se debe y

lo que se recibe.

En definitiva, solo se puede hablar de justica, si existen derechos. En efecto, porque

el hombre es sujeto de derechos, estos deben ser respetados: por eso, la justicia trata del

derecho. Pero, dado que la justicia demanda respeto a los derechos ajenos, se sigue que diga

relación a los otros. Finalmente, nadie tiene derecho a más de lo que se le debe. En

consecuencia la justicia está basada en la igualdad en dar a cada uno lo suyo.

Cuestiones morales:

La ética social es más la moral de los derechos y deberes que la moral de la justicia.

La justicia es a modo de un segundo momento: se la reclama, o bien cuando no se respetan

los derechos o cuando no se cumplen los deberes.

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32    

Dado que a todo derecho corresponde a un deber, se ha de exigir tanto los derechos

como el cumplimiento de los deberes. Por eso, no es justa la sociedad que solo reclama

derechos y no cumple deberes.

Los deberes-derechos son valores morales. De aquí la importancia de la educación

moral de los ciudadanos para que tengan la sensibilidad adecuada para detectarlos y

cumplirlos.

b) División y clases de justicia

Si la justicia es la virtud de la alteridad, habrá tantas clases de justicia como

relaciones cabe reducirlas a tres:

Relaciones horizontales. Individuos entre sí. Justicia conmutativa.

Relaciones verticales. De inferior a superior, es decir, de los ciudadanos con la

autoridad legítima. Justicia legal.

Relaciones verticales de la autoridad con los ciudadanos. Justicia distributiva.

2. Moralidad y legalidad

Para que puedan vivirse las exigencias de la virtud de la justicia se requiere un

estatuto jurídico que sirva de marco para la convivencia justa. Es lo que cabría denominar

“estado de derecho”: si el ordenamiento jurídico de un Estado es injusto, es muy difícil que

puedan existir relaciones justas entre los ciudadanos, ya que, por supuesto, no hay justicia

del Estado con los ciudadanos.

Pero el llamado “estado de derecho” puede ser injusto cuando las leyes no están

orientadas a la consecución del bien común, lo que crea conflictos entre norma moral y ley

civil. Las diversas teorías jurídicas en torno al positivismo jurídico pretenden que la justicia

procede del simple cumplimiento de la norma establecida. Se trata de un falso supuesto:

que lo establecido por la ley sea siempre justo. Es la cuestión que suscita entre legalidad (lo

imperado por la ley) y moralidad (bondad o malicia morales). Es evidente que moralidad-

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legalidad no son realidades homogéneas, pues en ocasiones, precisamente, lo que determina

la ley-lo legal-es inmoral.

El papa Pío XII, a mediados del siglo XX, ya denunció que el positivismo jurídico y

el absolutismo del Estado eran las dos causas que pretendían identificar el orden jurídico y

el orden moral, o sea, que igualan legalidad y moralidad:

“Las causas inmediatas de tal crisis (de la conciencia moral cristiana) se han de buscar

principalmente en el positivismo jurídico y en el absolutismo del Estado…quitada, en efecto, al

derecho su base constituida por la ley divina natural y positiva, y por lo mismo inmutable, ya no

queda sino fundamentarlo sobre la ley del Estado como norma suprema… a su vez el Estado

absoluto intentará necesariamente someter todas las cosas a su arbitrio… el positivismo jurídico y el

absolutismo del Estado han alterado y desfigurado la noble fisonomía de la justicia… es preciso que

el orden jurídico se sienta de nuevo ligado al orden moral. Ahora bien, el orden moral está

esencialmente fundado en Dios, en su voluntad, en su santidad, en su ser” (derecho-conciencia.

Discurso a la Rota Romana, 13/11/1949).

Para que moralidad-legalidad se armonicen, es preciso que se consideren estos

supuestos generales:

• Lo establecido por la ley-lo legal- para que sea moral ha de respetar siempre

los principios de la ley natural. Las leyes civiles que no respetan la ley

natural son injustas, por lo que cabe aplicarles el principio: lex injusta, nulla

lex.

• Las leyes positivas deberían ser una explicitación y una ayuda para la

observancia de la ley natural. En este sentido, la legislación positiva de un

pueblo debería contemplar aquellos aspectos que no están suficientemente

explícitos en la ley natural, pero que favorecen la convivencia, cultivan los

valores morales, ayudan a practicar la justicia y fomentan el respeto de los

derechos fundamentales del hombre.

• Las normas civiles abarcan otros aspectos que no están contemplados en la

ley natural. De hecho, la convivencia social exige una normativa amplia que

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abarca muchas dimensiones de la convivencia, en ocasiones simples y en

otras complicadas. Aquí queda un amplio margen para el pluralismo

ideológico y político.

La confusión entre legalidad y moralidad plantea verdaderas crisis no solo a la ética,

sino también al valor de la ley, funcionan a modo de opiniones como estas:

• El legislador ha de legislar lo que demanda la mayoría

• El legislador debe respetar la libertad de los ciudadanos

• La ley debe legalizar lo que se vive en la calle.

De este modo, la ley, en vez de tener un carácter educador, se convierte en

instrumente permisivo. De hecho, tal confusión ocasiona un notable deterioro en la

moralidad pública.

La justicia es una virtud humana y cristiana. Pero a la observancia de la justicia el

cristianismo le añade la ayuda inmensa de la caridad. El modo más seguro para alcanzar la

justicia es añadirle el ejercicio de la caridad, tal como enseña Juan Pablo II:

“La experiencia del pasado y de nuestro tiempo demuestran que la justicia por sí sola no es

suficiente y que, más aún, puede conducir a la negación y al aniquilamiento de sí misma, si no se le

permite a esa forma más profunda que es el amor plasmar la vida humana en sus diversas

dimensiones. Ha sido ni más ni menos la experiencia histórica la que, entre otras cosas, ha llevado a

formular esta aserción: summun ius, summa iniuria” (DM, 12) sumo derecho, suma justicia.

De acuerdo con la importancia del amor que tanto se resalta en la teología

del papa Benedicto XVI, también respecto a la justicia reclama la necesidad de

aunar justicia y cridad. Así, en la encíclica social Caritas in veritate escribe: “La

caridad va más allá de la justicia, porque amar es dar, ofrecer de lo mío al otro. Y

añade la caridad supera la justicia y la completa siguiendo la lógica de la entrega

(CV, 6; cfr.30).

IV. Justicia distributiva y justicia social

La sociabilización, que conlleva el incremento de las relaciones sociales, tal

como lo subrayó la Encíclica Mater et Magistra, es una de las notas más

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características de nuestra época (MM, 59). Esto motiva que las relaciones entre los

ciudadanos no se agoten en la mutua convivencia de unos con otros, sino que se

intercambian con el conjunto de la sociedad. Por ello, el estudio de la justicia

distributiva y legal es urgente.

Primero, porque cada día el Estado intervienen más en la vida de los

ciudadanos y legisla sobre muy diversos asuntos, incluidos temas relacionados con

la ley natural. Segundo, porque, como reacción, los ciudadanos eluden el

cumplimiento de sus deberes cívicos e incluso se conculcan con mayor frecuencia

las leyes, con evidente descuido del bien común.

Sin entrar en el campo de la técnica de gobernar ni el modo concreto de

llevar a cabo la actividad política, la Iglesia tiene el deber de iluminar desde el

ámbito de la moral las diversas situaciones que pueden darse en la convivencia

social, pues tanto la justicia distributiva como la justicia legal implican al ciudadano

en el cumplimiento de los deberes y en el ejercicio de los correspondientes

derechos. Así lo afirma el Concilio Vaticano II:

“La Iglesia, en el transcurso de los siglos, a la luz del Evangelio, ha concretado los

principios de justicia y equidad exigidos por la recta razón tanto en orden a la vida individual y

social como en orden a la vida internacional, y los ha manifestado especialmente en estos últimos

tiempos (GS,63).

En consecuencia, corresponde señalar el ámbito moral en que debe

desarrollarse la convivencia justa entre la autoridad civil y los ciudadanos.

I. Justicia distributiva

La justicia distributiva regula las relaciones de la autoridad con los ciudadanos. Por

ello, en las sociedades democráticas, el Estado debe proteger los derechos humanos de los

ciudadanos y estos han de contar con los recursos jurídicos adecuados para garantizar la

defensa de sus derechos.

1. Objeto y su definición

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La justicia distributiva estudia las relaciones del todo social con los individuos. Es la

virtud del gobernante. La autoridad debe velar para que el ciudadano vea reconocidos sus

derechos tanto ante la ley como en la vida social y cumpla sus respectivos deberes. El

sujeto de la justicia distributiva es el Estado y las demás instancias intermedias, como es la

autonomía, la provincia, el ayuntamiento, etc.

El riesgo de la justicia distributiva es el parcialismo en el ejercicio de la autoridad.

Se conculca cuando, quienes gobiernan, en lugar de dar a cada uno lo suyo, como se define

la justicia, distribuyen conforme a un criterio injusto para favorecer a unos ciudadanos

sobre otros, bien sea a una clase social o a los compañeros de partido… este favoritismo es

el vicio que corrompe la justicia distributiva, porque la autoridad no distribuye a cada

ciudadano lo que le corresponde, sino que percibe lo que les toca según decida

caprichosamente “injustamente” el que manda.

2. Derechos y deberes de la persona como miembro de la sociedad

Los derechos-deberes cívicos brotan de la condición social de la persona humana. El

ciudadano vive y con-vive, y esa convivencia social origina derechos y deberes entre los

ciudadanos, que la autoridad debe reconocer, vigilar y proteger. Estos derechos y deberes

están recogidos en la Declaración de los Derechos Humanos:

1. Toda persona tiene deberes respecto a la comunidad puesto que solo en ella

puede desarrollar libre y plenamente su personalidad.

2. En el ejercicio de sus derechos y en el disfrute de sus libertades, toda persona

estará solamente sujeta a las limitaciones establecidas por la ley con el único fin

de asegurar el reconocimiento y el respeto de los derechos y libertades de los

demás y de satisfacer las justas exigencias de la moral, del orden público y del

bienestar general en una sociedad democrática.

3. Estos derechos y libertades no podrán en ningún caso ser ejercidos en oposición

a los propósitos y principios de las Naciones Unidas (a.29).

La justicia distributiva pretende salvaguardar estos derechos. Solo así se constituirá

una sociedad justa, que es aquella que protege los derechos y exige el cumplimiento de los

respectivos deberes.

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4. Exigencias éticas de la justicia distributiva

Dado que la justicia distributiva es la virtud de los gobernantes, su cumplimiento

exige de la autoridad una serie de actitudes:

a) Cualidades que deben acompañar al gobernante

El buen gobernante debería tener estas cuatro cualidades:

Competencia, con el fin de alcanzar la eficacia en la administración de la

entidad que rige.

Responsabilidad ante la esmerada atención que requiere el gobierno.

Prudencia para tomar decisiones que exige gobernar con eficacia.

Desinterés, pues su fin es el servicio a los ciudadanos y no el propio bien del

que demanda.

El Catecismo de la Iglesia Católica sintetiza la doctrina sobre el papel de los

gobernantes en la sociedad civil en estos términos:

“Una sociedad bien ordenada y fecunda requiere gobernantes, investidos de legítima

autoridad, que defiendan las instituciones y consagren, en la medida suficiente, su actividad y sus

desvelos al provecho común del país. Se llama autoridad la cualidad en virtud de la cual personas o

instituciones dan leyes y órdenes a los hombres y esperan la correspondiente obediencia. Toda

comunidad necesita una autoridad de la rija… su misión consiste en asegurar en cuanto sea posible

el bien común de la sociedad. (CEC, 1897-1898).

b) Cometidos de la función de gobierno

Dado que la misión de la autoridad es tutelar los derechos y exigir el cumplimiento

de los deberes de los ciudadanos, el gobernante ha de velar por los derechos-deberes de

aquellos ámbitos que más influyen en la vida del individuo y de la convivencia. Son los

siguientes:

La familia, porque, como institución natural, es la célula primera dela vida social

(GS, 52; OA, 18).

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La educación, se presenta como imprescindible para la formación del hombre y de

buenos ciudadanos (GS, 31; 60-61).

La moralidad pública, por la influencia que ejerce sobre el comportamiento de los

individuos (PT, 82-85; GS, 74).

El bienestar económico, pues favorece la paz social. Lo cual exige una distribución

justa de la renta nacional. Es la participación equitativa en el producto nacional interior

bruto (PIB) (MM, 54-59; GS, 65).

La GS fijó doctrinalmente la misión de los ciudadanos en la actividad política, al

tiempo que señala que es preciso que se den las condiciones adecuadas para esa

participación:

“Hay que estimular en todos la voluntad de participar en las empresas comunes. Es de

alabar el modo de proceder de las naciones, en donde la mayor parte de los ciudadanos participan

con verdadera libertad en los quehaceres públicos. Sin embargo, hay que tener en cuenta las

condiciones reales de cada país y la necesaria fuerza de la autoridad pública. Para que todos los

ciudadanos se sientan inclinados a participar en la vida de los diferentes grupos que componen el

cuerpo social, es necesario que encuentren en estos grupos viene que atraigan y que los dispongan a

servir a los demás. Podemos, legítimamente, pensar que el porvenir está en manos de quienes saben

dar a las generaciones futuras razones para vivir y para esperar. (GS, 31).

También el Catecismo de la Iglesia Católica urge a todos los ciudadanos esta

obligación:

“La participación es el compromiso voluntario y generoso de la persona en las tareas

sociales. Es necesario que todos participen, cada uno según el lugar que ocupa y el papel que

desempeña, en promover el bien común. Este deber es inherente a la dignidad de la persona

humana” (CEC, 1913).

c) Algunas tareas generales y siempre urgentes

Justa distribución del bien común. El bien común es un concepto muy amplio y

rico. Aquí cabe resaltar la justa distribución de cargas e impuestos.

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Reparto equitativo de subvenciones y ayudas. Los Estados modernos, con unos

sistemas de ayuda tan amplios, deben de cuidar la justicia en la distribución de los mismos

(OA, 46).

Promulgación de leyes justas. Se debe cuidar que las leyes económicas vayan

dirigidas al bien común y no a intereses particulares, de clase social o de partido político.

Se debe guardar la independencia de la justicia que juzgará con equidad los casos de

corrupción. (PT, 38; 48-51; GS, 74-75).

Promover el bien común internacional. Dada la multiplicación de las relaciones

internacionales, la economía debe estar orientada al bien común de todos los pueblos. En la

actualidad, a esta política económica se la denomina solidaridad internacional. (SRS, 38-40:

43).

5. Deberes de los ciudadanos en relación con la justicias distributiva

Si bien la justicia distributiva se dirige a los gobernantes, sin embargo también

origina deberes en los ciudadanos. Estos son los más importantes.

Obediencia a la legítima autoridad. Atañe al cumplimiento de las leyes justas, en

especial, las relativas a la vida económica.

Colaboración en la vida pública. Deben colaborar en las tareas nobles que atañen a

la convivencia social. Además, quienes tengan cualidades no pueden eximirse de tomar

parte activa en los órganos de dirección de la vida social. La GS fijó doctrinalmente la

misión de los ciudadanos en la actividad política, al tiempo que señala las condiciones

adecuadas para su participación (GS, 30-31).

Ejercicio social de la profesión u oficio. Deberes sociales. Es claro que la

aportación más inmediata y eficaz de cada ciudadano es el ejercicio de la propia profesión u

oficio con sentido social. Ninguna aportación iguala a esta, pues redunda directamente en el

bienestar económico.

6. Pecados contra la justicia distributiva

No es fácil tipificar los pecados que puedan cometerse contra la justicia distributiva,

pues en este tema las circunstancias juegan siempre un papel importante. También deben

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cuidarse los pecados de omisión. En ambos casos, lo más decisivo es la formación recta de

la conciencia, que integra el juicio ético sobre el comportamiento en la vida social. Se

distingue entre gobernantes y ciudadanos.

a) Gobernantes

Tiranía o cualquier abuso de poder. No se practica un gobierno con el voto

democrático del pueblo si no se atiende en algunos casos las peticiones justas de la minoría

política. El gobernante puede pecar de soberbia y tiranía.

Incumplimiento de los compromisos electores. A pesar del carácter peculiar de las

promesas electores, deben cumplirse aquellas que determinaron el voto de los ciudadanos.

El gobernante puede pecar de engaño y mentira a la opinión pública.

Arbitrariedades en el ejercicio de gobierno. En ningún caso deben primar los fines

del partido sobre el bien común. Por ello se condenan el tráfico de influencias que tanto

enturbia la ética económica, la corrupción, el escándalo público, etc.

Ejercicio de la justicia. No cuidar el cumplimiento de las leyes o la preparación de

los reglamentos, etc. Cuyo objetivo ha de ser la promoción el bien común.

b) Ciudadanos

El incumplimiento de las leyes justas o de las normas y compromisos para el

desempeño de la profesión u oficio.

Abandonar el ejercicio de las responsabilidades cívicas.

No prestar colaboración o rehuir responsabilidades en la administración pública

Provocar o prestar la colaboración a fines injustos. Como tomar parte, sin motivos

razonados, en manifestaciones de simple protesta que erosionan la autoridad o causan

quebrantos a la economía del país.

Ocasionar daño n las instalaciones públicas, como es el deterioro de los bienes de

servicio público.

II. Justicia Legal

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La justicia legal es la que regula las relaciones del individuo con el conjunto de la

sociedad. Cualquier ciudadano, en razón de su condición social, ha de respetar los vínculos

que le unen a los otros ciudadanos.

1. Deberes de los ciudadanos respecto a la sociedad.

Aquí se exponen los que están más directamente relacionados con la vida

económica.

a) Deberes con los gobernantes.

Cumplimiento de las leyes justas. La primera obligación que impone la justicia

legal es el cumplimiento de las leyes justas del Estado, especialmente, las que se

refieren a la economía de la Nación.

Aceptación del gobierno legítimo. La legitimidad viene por el voto de los

ciudadanos. El gobierno, en legítimo consenso, puede elaborar un programa

económico, el cual, si no hay motivos serios en contrario, debe ser apoyado por

los ciudadanos.

Deber de ejercer una crítica positiva. Con frecuencia, el juicio sobre la política

económica de un gobierno lo ejerce el ciudadano.

b) Deberes con las formas de gobierno

Oposición a las leyes injustas.

Aceptación de la pluralidad de las formas de gobierno. Se admite lo diversos

programas económicos que permitan la iniciativa privada y quemo n justicia,

integren los elementos que confluyen en la producción.

Obligación de votar. Votar es el modo normal de participar el ciudadano en la

vida política y económica.

2. Educación social de los ciudadanos

La educación social tiende a que el hombre desarrolle esa dimensión de subida con

el fin de influir activamente en la marcha de la sociedad. El Concilio Vaticano II lo urge en

con esta fórmula:

“Hay que prestar gran atención a la educación cívica y política, que hoy día es

particularmente necesaria para el pueblo, y sobre todo para la juventud, a fin de que todos los

ciudadanos puedan cumplir su misión en la vida de comunidad política (GS, 75).

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42    

De inmediato, el Concilio anima a los ciudadanos a que tengan amor a la propia

patria:

“Cultiven los ciudadanos con magnanimidad y lealtad el amor a la patria, pero sin

estrechez de espíritu, de suerte que miren siempre al mismo tiempo por el bien de toda la

familia humana, unida por toda clase de vínculos entre razas, pueblos y naciones. (GS, 75).

III. Justicia distributiva y justicia legal en la moralidad de los impuestos.

Las tres clases de justicia: conmutativa, distributiva y legal forman un todo, pues

cubren el amplio marco de relaciones en las que se mueve el ciudadano en la convivencia

social. Ahora bien, pocos temas suscitan tanta confrontación entre la justicia distributiva y

la justicia legal como la cuestión de los impuestos: el Estado, apoyado en la justicia

distributiva, reclama de los ciudadanos el impuesto y los ciudadanos invocan la justicia

legal para esquivar ese deber.

La historia muestra que esa confrontación ha existido siempre y en todas las

culturas. Pero, en las sociedades democráticas debería suavizarse, si se cumple el cambio

que existe entre el gravamen de las contribuciones en la antigüedad y el concepto del pago

a Hacienda en la sociedad moderna.

En efecto, la idea del impuesto en la antigüedad era una imposición al vencido o el

poder del superior sobre el ciudadano. Por el contrario, en la sociedad democrática se

fundamenta en el concepto de colaboración: el individuo colabora en el sostenimiento y en

la marcha de la mejora social, y el Estado devuelve en beneficios sociales lo recaudado.

Pero este cambio no es capaz de superar las tenciones, más aún, en algunos aspectos

hoy son más fuertes que en otra época. Los motivos pueden ser la voracidad de la sociedad

democrática, que cada vez necesita reclamar más de sus ciudadanos y la psicología del

contribuyente que trata de rehuir esa carga, pues se siente defraudado por el Estado.

Nadie niega el derecho del Estado a reclamar los impuestos ni el deber del

ciudadano a colaborar al bien social. Así lo afirma el Catecismo de la Iglesia Católica:

“La sumisión a la autoridad y la corresponsabilidad en el bien común exige moralmente el

pago de los impuestos. (CEC, 2240).

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43    

Y la razón última es la finalidad misma de los impuestos, tal como declara el papa

Juan Pablo II:

“La contribución fiscal favorece una distribución cada vez más equitativa de las riquezas y

procurando los medios para una más amplia red de servicios públicos, abiertos a todos los

ciudadanos, hace posible a la propia economía una más amplia y eficiente expansión privada y

social” (Discurso a los guardias fiscales, 4/07/1964).

1. Moralidad de los impuestos

Dado que la obligación del pago de impuestos vincula la conciencia, la cuestión se

centra en juzgar si la ley es justa y cuándo y cómo obliga en conciencia. Tampoco este

tema es secundario, antes, al contrario, es el más difícil, puesto que las leyes fiscales

están condicionadas por las circunstancias políticas e ideológicas del momento.

Además, suelen ser complicadas, de forma que admiten diversa interpretación. De ahí,

la existencia de la profesión de asesores fiscales. Finalmente, el legislador supone que

se dan numerosas excepciones, por lo que contempla que se pueda recurrir.

La justicia de ley fiscal demanda las mismas condiciones que las otras leyes, pero tiene

sus peculiares. Por ejemplo:

La autoridad legítima requiere que tenga autoridad precisamente para imponer tal

impuesto. (Estado).

La causa justa. ¿Puede un Estado costear obras suntuosas poco rentables, mientras hay

necesidades urgentes sin satisfacer?

La justa proporción, se refiere a cuánto puede imponer la ley, pues, mientras la justicia

conmutativa demanda la igualdad, la justicia legal solo exige la proporcionalidad. Pero, al

contribuir proporcionalmente, ¿qué criterio cabe seguir? ¿Solo la cantidad de ingresos? ¿Es

lo mismo un ingreso extraordinario o de pocos años que los ingresos habituales? Es el caso

de ciertas profesiones cuyo plazo de producción s corto o aleatorio. ¿Tal proporcionalidad

admite circunstancias? Por ejemplo, el caso de familia numerosa, etc. Es cierto que algunas

circunstancias se recogen en las leyes fiscales, pero ¿se contemplan todas o al menos las

más graves? ¿No pueden ocurrir que un contribuyente se encuentre en circunstancias graves

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que no solo no contempla le ley, sino que las admite? ¿Es siempre lícito el impuesto

progresivo que puede elevar a cantidades que superan más del 50% o retraer el capital?

Juan Pablo II habla de que los contribuyentes no pueden ser víctimas de la imposición

tributaria, por lo que debe asistirles el derecho de hacer valer sus derechos y defenderlos

(Discurso a los asesores fiscales, 8/11/1980). La justicia demanda que los ciudadanos

puedan iniciar recursos jurídicos en el caso de que consideren injustamente tratados en

materia fiscal.

Fines honestos.

Transparencia en la administración. Cuando no solo hay transparencia acerca de cómo

y en qué se emplea lo recaudado, sino que se evita y hay motivos racionales de que se

oculta o se falsea, el ciudadano tiene derecho a la sospecha de que tal ley no es justa.

En resumen, es cierto que a Hacienda no se le debe engañar, pero también se le debe

exigir una recaudación y, sobre todo, una distribución justa.

Moralidad del dinero

I. Dimensión ética de la vida económica

Es frecuente que los economistas se sientan críticos ante la doctrina moral acerca de la

vida económica. Ahora bien, la ética económica no invade el campo propio de la

Economía, sino que le ofrece tan solo los criterios morales con el fin de que sea fiel a sus

propios límites.

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Moral  Social  

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1. Más allá de las teorías económicas

La teología moral se sitúa más allá de ellas y se dedica a su cometido: considerar el

aspecto ético de los problemas que plantea. Por ello, en primer lugar advierte si se

respeta la dignidad del hombre o, por el contrario, si la persona humana queda

subordinada a la economía, si el afán de riqueza priva sobre la justicia, si la propiedad

tiene un sentido social o se constituye en patrimonio de una minoría, etc. Esta es la

pauta que el Concilio Vaticano II marca a la ética Económica:

“También en la vida económico-social deben respetarse y promoverse la dignidad de la

persona humana, la vocación íntegra del hombre y el bien de la sociedad entera. Porque es

el hombre en centro y el fin de la vida económico-social” (GS, 63).

2. La función ética de la Economía

La Economía como ciencia autónoma tiene sus leyes y sus fines: busca el bienestar del

individuo y de la sociedad. Tiene un bien utilitario, pues trata de producir para satisfacer las

necesidades de la sociedad. Conforme a ese carácter de atender a la producción de bienes,

se relaciona con el dinero, busca los beneficios, calcula los costes, persigue obtener

ganancias, distribuye bienes en el mercado, etc.

Pero, dado que su fin es satisfacer las necesidades de los hombres, les ofrece lo que

necesitan e incluso puede orientar el modo más humano de satisfacerlas promoviendo otros

productos y servicios.

Pero aquí mismo se presentan los problemas éticos, porque, aun siendo una ciencia

autónoma, puede desviar sus fines y subordinar sus objetivos a otros intereses. Ante estas

posibles desviaciones, es un deber de la ciencia moral recordar a los economistas que, si

bien hacen uso de unos principios independientes, sin embargo su autonomía no es

absoluta, pues, por su misma naturaleza, la economía es un servicio al hombre. Es decir,

que la ciencia económica, desde el punto de vista humano, no es una ciencia neutra, sino

que está subordinada al bienestar de la persona humana y al bien común de la sociedad.

Además, la moral católica, de acuerdo con el mensaje moral cristiano, recuerda que, si la

economía no responde a sus objetivos propios, sus logros son aparente, pues al final se

vuelven contra ella, porque es nociva para el hombre.

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En este sentido, la teología moral presta a la ciencia económica un gran servicio: le

ofrece el criterio para que constate si su teoría es válida o, por el contrario, contiene algún

error de fondo, pues, como afirma Juan Pablo II, dichas teorías: si se constituyen fuera de la

dignidad del trabajo humano, están en el error, son nocivas, están en contra del hombre

(Discurso en Polonia, 9/07/1979).

Por su parte, Benedicto XVI en Caritas in veritate, después de afirmar que la economía

no es neutra (CV, 36), advierte que no toda interpretación ética es válida en el campo de le

economía, por lo que propone una ética económica basada en la verdadera antropología:

“Sobre este aspecto, la doctrina social de la Iglesia ofrece una aportación específica, que se

funda en la creación del hombre “a imagen de Dios” (Gn 1, 27), algo que comporta la inviolable

dignidad de la persona humana, así como el valor trascendente de las normas morales naturales.

Una ética económica que prescinda de estos dos pilares correría el peligro de perder

inevitablemente su propio significado y prestarse así a ser instrumentalizada; más concretamente,

correría el riesgo de amoldarse a los sistemas económico-financieros existentes, en vez de corregir

sus disfunciones. Además, podría acabar incluso justificado la financiación de proyectos no éticos.

Es necesario, pues, no recurrir a la palabra ética de una manera ideológicamente discriminatoria,

dando a entender que no serían éticas las iniciativas no etiquetadas formalmente con esa

cualificación. Conviene esforzarse (la observación aquí es esencial) no solo para que surjan sectores

o segmentos éticos de la economía o de las finanzas, sino para que toda la economía y las finanzas

sean éticas y lo sean no por una ética externa, sino por el respeto de exigencias intrínsecas de su

propia naturaleza. A este respecto, la doctrina social de la Iglesia habla con claridad, recordando

que la economía, en todas sus ramas, es un sector de la actividad humana” (CV, 45).

Es evidente que de esta interdependencia entre economía y ética no se siguen más que

beneficios: la ética ampliará sus conocimientos con el estudio de los datos que le ofrece la

economía y esta, a su vez, sabe que, si no se desvía de la ruta que le señala la ciencia moral,

tiene la garantía de ser rigurosa en sus métodos e incluso será útil a sus propios fines. Esta

interrelación entre economía-ética es reconocida también por algunos economistas. Así lo

expresa el profesor de Teoría Económica Argandoña:

“Las enseñanzas de Juan Pablo II no interfieren en el plano de nuestra ciencia, pero indican

sus limitaciones del análisis puramente económico. Puede llevar esto cabo porque se mueve en un

plano superior, el plano de la ética o la moral… este plano de las enseñanzas pontificias pone de

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manifiesto por qué da recomendaciones a los economistas sin saber necesariamente economía y sin

inmiscuirse, no obstante, en un terreno que no le corresponde. La ética, en efecto, es una dimensión

superior, que respeta la autonomía propia de la economía, la sociología y las demás disciplinas, pero

marcando las limitaciones y restricciones, principalmente en el plano normativo. El lenguaje de

Juan Pablo II es, efectivamente, un lenguaje insólito para nosotros los economistas, al menos no

solo en estos años: estamos demasiado acostumbrados a afirmar no solo la autonomía de nuestra

disciplina, sino aun su superioridad metodológica sobre otras ciencias sociales” (Trabajo, economía

y ética, 297).

Y el papa Benedicto XVI, que subraya el aspecto autónomo y técnico de la economía,

reclama también la importancia de la ética en el campo socio-económico:

“La Iglesia no tiene soluciones técnicas que ofrecer y no pretende de ninguna manera

mezclarse en la política de los Estados. No obstante, tiene una misión de verdad que cumplir en

todo tiempo y circunstancia en favor de una sociedad a medida del hombre, de su dignidad y de su

vocación… (CV, 9)

Esta óptica moral, bajo la cual el Magisterio enfoca los problemas económicos, no se

opone a las leyes que rigen en la Economía, solo señala el horizonte en que esta ciencia

debe desarrollarse para que verdaderamente sirva al hombre y al bienestar social. Es una

llamada de atención que, cuando no es atendida, la misma economía se derrumba porque no

sirve al hombre, y, al contrario, la orientación ética aportará a las soluciones humanas una

dimensión que aclarará la elección de objetivos y medios (discurso a la OTI, 15/06/1982).

En consecuencia, la enseñanza moral católica sobre temas económicos no es una

enseñanza técnica, sino ética y, por eso mismo, agrada el horizonte en el que debe

desarrollarse la ciencia económica. Por ello, las directrices morales del Magisterio, que

hace suyas la ética teológica, no quitan autonomía a los economistas, más bien les indican

los riesgos que deben evitar; si de verdad quieren servir al hombre y a la sociedad, pues el

sistema económico y el proceso de producción son plenamente respetados. (LE, 15).

II. Creación y bienes económicos

La economía influye tanto en la existencia del individuo que ha credo un tipo de

hombre que ya es común denominar el homo oeconomicus. Es evidente que, cuando una

realidad no se somete a sus propios límites, se siguen males para el hombre y para la

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colectividad. Esta es la denuncia que hizo el Concilio Vaticano II a la invasión

economicista de nuestra cultura:

“Muchos hombres, sobre todo en regiones económicamente prósperas, parecen guiarse solo

por la economía de tal manera que casi toda la vida personal y social está como teñida de cierto

espíritu economista” (GS, 63).

Por su parte, Benedicto XVI en Caritas in veritate afirma que la economía tiene

necesidad de la ética para su correcto funcionamiento; no de una ética cualquiera, sino de

una ética amiga de la persona. Pero, de inmediato, hace estas advertencias:

“Conviene elaborar un criterio de discernimiento válido, pues se nota un cierto abuso del

adjetivo ético que, usado de manera genérica, puede abarcar también contenidos completamente

distintos, hasta el punto de hacer pasar por éticas decisiones y opciones contrarias a la justicia y al

verdadero bien del hombre”. (CV, 45).

1. Sentido cristiano de los bienes terrenos

El puesto del hombre en el cosmos y su relación con las cosas, está descrito en el

Génesis. Es aquí donde acude el creyente para descubrir, según los planes de Dios, el

valor del mundo y el sentido del domino que el hombre ejerce sobre él. Conforme a la

enseñanza de Génesis 1, 28-30, la relación hombre-mundo se asienta sobre esta

finalidad:

a) Respeto al mundo

Dios pone al mundo al servicio del hombre. Se lo entrega con el encargo de

perfeccionarlo y servirse de él. (cultivar y cuidar Gn. 2, 15).

Ante el abuso del cosmos por parte del hombre, los últimos Papas han hecho llamadas

frecuentes que reclaman una responsabilidad compartida para el uso moderado de los

bienes creados, de forma que el mundo no deje de ser habitable para las generaciones

futuras. Juan Pablo II afirmo:

“Hoy la cuestión ecológica ha tomado tales dimensiones que implica la responsabilidad de

todos. La razón es que el universo existe en orden que debe respetarse; la persona humana, dotada

de la posibilidad de libre elección, tiene una grave responsabilidad en la conservación de este orden,

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incluso con miras al bienestar de las futuras generaciones. La crisis ecológica es un problema

moral” (Paz con Dios Creador, paz con toda la creación, 15; 8/11/1989).

b) Perfección del hombre

Pero el cultivo y el cuidado del mundo revierte en el bien el hombre, porque le ofrece

los medios necesarios para subsistir y para desarrollarse como persona. En efecto, el

hombre, al cultivar el mundo para su uso, dispone de los viene precisos para alimentarse y

vivir con la dignidad que le corresponde como señor de la creación (Gn 1, 18-30).

La actividad humana sobre el mundo le facilita el desarrollo de su propia persona, ya

que el trabajo constituye para el hombre un medio eficaz para alcanzar la perfección de sus

facultades, desde la fuerza física, la inteligencia y la voluntad, hasta el sentido social al

ofrecer el fruto de su trabajo como aportación a los demás.

En consecuencia el hombre puede sacar ganancia del mundo, debe negociar con él a fin

de satisfacer las necesidades de la humanidad. En este sentido, el mundo tiene una finalidad

económica, y la economía engrandece al mundo cuando lo ofrece como servicio al

bienestar y enriquecimiento de la entera familia humana.

Así lo expreso Juan Pablo II:

“La experiencia de los últimos años demuestra que, si toda esta considerable masa de

recursos y potencialidades, puesta a disposición del hombre, no es regida por un objetivo moral y

por una orientación que vaya dirigida al verdadero bien del género humano, se vuelve fácilmente

contra él para oprimirlo”. (SRS, 28).

2. Ambivalencia del desarrollo económico

Desde el pecado de origen, el hombre es un ser paradójico: capaz de realizar el bien y

también tiene el poder de hacer el mal. Esta bipolaridad se extiende al conjunto de su

actividad; por ello no queda excluida la economía.

Para que el desarrollo económico logre sus fines y no le pase al hombre una factura

excesiva, se deben cumplir, al menos, estas dos condiciones:

a) Ha de atender a todas las necesidades del hombre. Ciertamente, las materiales como

más inmediatas; pero también aquellas otras que respondan a su naturaleza

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específica como persona. Por lo tanto, la economía debe cuidar el desarrollo de los

distintos aspectos de la cultura y de los valores morales y religiosos.

b) La economía, además de contribuir al desarrollo de todo el hombre, debe prestar

sus servicios al progreso de todos los hombres.

III. Moralidad del dinero

El dinero recibe en los diversos estratos de la cultura apelaciones muy diversas: se

le engrandece y se le denigra, pero ambos extremos no alcanzan a valorar el sentido real

del dinero.

1. Sentido del dinero

En sí mismo, el dinero, se dice, es neutro dado que cada día responde a una

realidad más simbólica que efectiva. En épocas muy primitivas de la humanidad, el

dinero no existía. Se cambiaba arco por arco y espada por espada o animal por

animal. Más tarde, se grabaron metales, primero comunes y luego más nobles, hasta

acabar con el oro. En esta etapa, el dinero adquiere un valor real adquisitivo. Pero,

en la actualidad, el dinero es papel moneda, cheques de banco o tarjetas de crédito,

todo ello con un simple valor simbólico.

No obstante, pensar que el dinero tiene solo ese valor simbólico, naturalmente,

es una ingenuidad. El dinero vale y vale mucho, vale todo lo que representa y

simboliza el cheque o la tarjeta de crédito. De aquí que hablar de que el dinero es

neutro es una abstracción.

2. Significado del dinero

El dinero tiene múltiples significaciones, además del económico lo que vale,

también representa valores personales, sociales y éticos:

Personales, cuales son, por ejemplo, representar el sueldo o ganancia personal

como pago al trabajo realizado. Asimismo significa la propiedad de ciertos bienes o

el contrato de compraventa, etc.

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Sociales. Además, el dinero tiene connotaciones sociales: se es rico o pobre; da

poder (todas las puertas se abren con dinero); otorga distinciones y dignidades;

concede seguridad, cubre necesidades.

Morales. El dinero también encierra connotaciones morales: es bueno, si ha sido

legítimamente adquirido y se destina a fines nobles. Pero es malo, si tiene un origen

injusto o si su destino favorece solo el afán de poseer y no se pone en servicio de la

sociedad.

IV. El problema del valor

1. El valor justo

En realidad, las cosas son y valen, pero ¿cuánto valen? Los autores clásicos fijaban

cuatro criterios: el valor real de algo se medía por la utilidad que aportaba, por la

necesidad que llenaba, según el gusto o apetencia que satisfacía y por la abundancia o

escasez que hubiese de aquel producto.

Según esos criterios, la justicia en el precio dependía de la correspondencia

equitativa de estos cuatro componentes. Es claro que hoy esa criteriología, además de

haber cambiado de significado, no es posible aplicarla. Son tales las fuerzas del

comercio internacional que hacen variar las circunstancias, que resulta imposible dar la

medida moral exacta del precio justo. Lo más grave es que esa fijación de las leyes del

mercado tampoco están determinadas por una persona o entidad, sino que son fruto de

la conjunción de múltiples organismos, hasta el punto que resulta difícil señalar a quién

corresponde la responsabilidad última del mercado.

V. Los valores cristianos de la pobreza y de la riqueza

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Pobreza y riqueza definen, dos situaciones sociales, pero significan también dos

posturas en la teología ante el Evangelio.

En efecto, en la injusta distribución de la renta a nivel mundial se da un reparo de

bienes radicalmente injusto. Juan Pablo II lo describe así: “este es el cuadro: los pocos que

poseen mucho… y los muchos que poseen poco o nada (SRS, 28).

1. Algunos supuestos que es preciso destacar

En relación al tema riqueza-pobreza, la cultura mundial está sometida actualmente a

una triple fuerza: la íntima relación del hombre con las cosas; la pasión por el dinero y el

afán de poseer. Esa triple situación afecta a todos: las naciones ricas la padecen y las

naciones pobres la envidian y aspiran a alcanzar ese estado de bienestar.

En efecto, el hombre no solo necesita de las cosas, sino que las cosas entran dentro del

hombre y le configuran porque despiertan deseos y contribuyen a crear valores, pues las

cosas son útiles o perjudiciales, bellas o feas, agradables o desagradables, buenas o malas.

De aquí que tener influye notablemente en la actitud vital y en la psicología de la persona

humana.

Pero, dada la cuantificación de las cosas que ofrece el desarrollo técnico de nuestros

días, esos efectos se multiplican hasta el punto de que el deseo de poseer y la pasión por el

dinero señalan una de las características de la cultura actual. Cabe aún decir más: la técnica,

que produce la cuantificación de las cosas es el único campo en el que cabe señalar el

avance más poderoso y espectacular de la cultura humana, pues en los demás saberes

humanistas, como la filosofía, el arte, etc., el desarrollo no es lineal sino circular y por ello

no cuantitativo, sino cualitativo.

Esta pasión por tener, aun siendo exagerada, no puede negar la tesis cristiana de que las

cosas, además de ser necesarias y útiles para el hombre, son buenas en sí mismas. De aquí

que sea preciso conocer la enseñanza de la Revelación acerca del verdadero sentido de las

cosas así como el modo de comportarse el hombre en la posesión de ellas.

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2. Datos bíblicos sobre la pobreza y la riqueza

La aportación doctrinal de la Biblia acerca del sentido de las cosas y sobre la posesión

que da lugar a la pobreza y a la riqueza es abundante y precisa.

En el A.T. pobreza-riqueza, además de situación económica, tienen significación

religiosa: son actitudes concretas del hombre frente a Dios. El prototipo es el “anawin”,

cuya raíz etimológica “anaw” significa, pobre, humilde y confiado. Los Salmos, los

Profetas y los Libros Sapienciales ensalzan a los pobres porque son orgullosos e impíos.

Pero otras vece arremeten contra los ricos que oprimen a los débiles y maltratan a los

pobres. Por eso, la riqueza injusta es condenada. Los textos son muy abundantes, dado que

se trata de una enseñanza clave del mensaje moral del A.T.

En el N.T. sobresale la vida histórica de Jesús que nace pobre y vive pobre. Y, si bien

en la vida pública destacan menos las manifestaciones de pobreza, esta es más

interiorizada, por cuanto revela una distancia de las cosas y unas disposiciones internas de

cumplimiento de la voluntad del Padre y de servicio total a los hombres. Los cuatro

Evangelios son unánimes en esta enseñanza, aun cuando señala que el Evangelio de Lucas

tiene trazos más marcados.

De las enseñanzas bíblicas cabe deducir las siguientes afirmaciones:

El mensaje moral cristiano contiene como un elemento constitutivo el amor a la

pobreza, que significa la disposición del hombre a no poner el corazón en las riquezas,

manteniendo una cierta lejanía de ellas.

La doctrina de Jesucristo es una clara y reiterada advertencia acerca del peligro de las

riquezas para alcanzar la salvación (Mc 10,23). Parece que la riqueza afecta a dos ámbitos:

a la comprensión del mensaje cristiano y, por ello, a la salvación final.

La dificultad de la riqueza radica en varios puntos: en el peligro de absolutizarlas que

toma origen en el ser mismo del hombre, abierto a las cosas y en dependencia de ellas, así

como en la soberbia que engendra la misma posesión hasta no sentir la necesidad de Dios.

Es la advertencia de Jesús de que no se puede servir a dos señores (Mt. 6, 24).

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Asimismo, el afán de riqueza y la dinámica a que da lugar motiva que el hombre no se

pare en medios para aumentarla. De ahí nacen las riquezas injustas, que el Evangelio

denomina riqueza de iniquidad (Lc 19, 11). Y que San Pablo advierte con estas duras

palabras: los que quieran enriquecerse caen en muchas tentaciones, en lazos y en muchas

codicias locas y perniciosas (1 Tim 6,9).

Pero, ni el valor de la pobreza, ni el peligro real que entraña la riqueza, ni siquiera el

riesgo de las riquezas injustas pueden conducir al cristiano a negar la licita posesión de

bienes y, menos aún, a despreciarlos. Frente al pauperismo, que con alguna frecuencia

aparece en la vida de la Iglesia, el cristiano debe saber conjugar el valor que tienen las

cosas en sí mismas, utilizar el servicio que pueden prestar y, al mismo tiempo, estar

advertido del riesgo que tiene de absolutizarlas, separándolo de Dios y del servicio a los

demás hombres. La síntesis entre estos elementos dispares supone una vida de fe, junto con

una ascética, que, al mismo tiempo que despierta al amor de Dios, distancia del goce

desmedido de poseerlas y las dispone en servicio del prójimo.

En atención al valor evangélico de la pobreza y a que el pobre está de ordinario

sometido a las injusticias, la Iglesia asume como misión especial suya la atención

preferencial, ni excluyente ni exclusiva, por los pobres. Esta misión no es un eslogan que se

repite en los Documentos magisteriales, sino un imperativo que el Evangelio asigna a la

misión de la Iglesia como continuadora de la acción salvadora de Jesús, pues, como enseña

la encíclica Sollicitudo rei socialis, la opción por los pobres es una forma especial de

primacía en el ejercicio de la caridad cristiana. (SRS, 42; CA, 11). Con esta actitud, la

Iglesia imita la predilección que mostró Jesús frente a los pobres y enfermos de su tiempo.

En efecto, el ejercicio de la caridad es un elemento constitutivo del ser mismo de la

Iglesia. Como señala el Papa Benedicto XVI en Deus caritas est, la misión propia de la

Iglesia se concreta en tres grandes funciones: proclamar el Evangelio, administrar los

sacramentos y ejercitar la caridad.

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55    

Sentido cristiano del trabajo

La actividad humana está íntimamente unida a la ética, ya que el desempeño de la

actividad laboral ocupa una parte muy importante en la vida del hombre y de la mujer.

Además, a través del trabajo, la persona humana manifiesta algunas de las aspiraciones más

nobles de su ser.

Sin embargo, solo fechas aún recientes, el trabajo entró como objeto de reflexión

teológica. La teología moral se limitó a condenar algunas situaciones inmorales que se

debatían en el mundo laboral, como el salario injusto, el derecho a la huelga, etc. Pero el

aspecto positivo del trabajo estuvo ausente de los manuales.

En el mundo laboral se debatieron en este último siglo los grandes temas de la Ética

Económica. En efecto, la economía cambió notablemente con el comienzo de la

industrialización. Asimismo, la cuestión social, en su origen, se denominó la cuestión

obrera y, en el ámbito de la convivencia, apareció una nueva clase social que se denominó

la clase obrera. Estas novedades sociales aportaron notables connotaciones económicas.

La cuestión obrera, en lugar de acercar al trabajador a Dios, le separó de la Iglesia,

hasta el punto de que Nietzsche haya escrito que el trabajo ateíza. Y, en el mundo

occidental industrializado, una parte considerable de obreros dejaron de ser cristianos, de

forma que los Papas lamentaron que la Iglesia había perdido a la clase obrera (QA, 123-

124).

No es el momento de juzgar el pasado, sino de orientar el presente y de proyectar el

futuro. Pues bien, la realidad del trabajo tiene tal densidad moral que tanto el individuo a

través de su trabajo profesional como la sociedad entera pueden recibir una renovación

ética, si logran orientar el conjunto del mundo laboral por caminos de eticidad.

I. Importancia del mundo laboral

En el trabajo confluyen una serie de hechos que condicionan la vida económica, cabe

citar los siguientes:

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a) Relación capital-trabajo. El capitalismo liberal que condena la DSI progresó a

fuerza de privilegiar el capital sobre el trabajo y ocasionó grandes injusticias

sociales. Por su parte, la economía planificada del socialismo marxista quiso

anteponer el trabajo al capital y además de la grave violación de los derechos

humanos que cometió, tampoco supo activar la economía.

b) Las ideologías liberal y socialista. También las ideologías se alinearon en torno a la

relación trabajo-capital, pues liberalismo capitalista y socialismo marxista no solo

se debatieron en las fábricas, sino también en la vida económica y en la política. Así

se dieron lugar a dos sistemas económicos y a dos modos de entender la vida

política.

c) El puesto del mundo laboral en la vida social. Como resultado de la lucha, los

obreros van ocupando lentamente el puesto que les correspondía en la vida social y

cada día juegan un papel más decisivo en la economía, y en general, en la marcha

social y política de los pueblos.

d) El papel de la Iglesia. La Iglesia contribuyó eficazmente en la valoración del mundo

obrero. Así las encíclicas sociales destacaron la importancia del trabajo; se

organizaron diversos movimientos apostólicos para evangelizar el mundo obrero y

para luchar por la justicia social.

e) Revalorización del trabajo y de las profesiones. Este conjunto de hechos dio como

resultado que el trabajo profesional se revalorice en el contexto de la vida social. Es

un hecho lamentable que, hasta época muy reciente, el trabajo se llegó a considerar

como una triste necesidad de determinada clase social. En la actualidad las

profesiones gozan de cierto de relieve en la convivencia.

Frente a esos valores positivos es preciso mencionar dos:

a) El bajo rendimiento laboral. En el conjunto de las instancias laborales se advierte la

poca capacidad productiva que el trabajo desarrolla en los medio de producción.

Parece un contrasentido que una cultural que valora el trabajo y reivindica sus

derechos en la marcha de la vida social y política de los pueblos no cumpla con su

obligación.

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b) El paro obrero. El hecho sociológico del paro obrero en las naciones democráticas

representa uno de los más grave males sociales. Los cambios en la técnica en los

que la máquina quita esfuerzos al hombre y las leyes de la economía que no son

capaces de crear puestos de trabajo, han llevado a una cultura en la que falta de

empleo afecta a una parte considerable de la población.

Por esta razón, la Ética Económica debe prestar atención al valor y sentido del trabajo.

El trabajo humano es una clave, quizá la clave esencial de toda cuestión social, si tratamos

de verla verdaderamente desde el punto de vista del bien del hombre (LE, 3).

II. Doctrina Bíblica sobre el valor del trabajo

Más que una doctrina expresa, en la Biblia se encuentra una cultura subyacente que

valora el trabajo. El pensamiento hebreo contrasta con la cultura pagana antigua, mientras

el ideal del mundo greco-romano era el ocio, el judío cifra su vida en el trabajo.

En su obra Política, Aristóteles escribe que el ocio es preferible al trabajo, pues el ocio

encierra en sí mismo el placer y la felicidad, de lo cual no disfrutan los que trabajan

(Política V, 3, 1338ª.). Parece que Aristóteles incluso pretendía cuestionar la condición de

ciudadano a los trabajadores manuales:

“Si se quiere que el artesano sea también ciudadano, entonces la virtud del ciudadano, tal

como la hemos definido, debe entenderse en relación, no a todos los hombres de la ciudad ni aun a

todos los que tienen solamente la cualidad de ser libres, sino tan solo respecto a aquellos que no

tienen que trabajar necesariamente para vivir. Trabajar para un individuo en las cosas

indispensables de la vida es ser esclavo; trabajar para un individuo en las cosas indispensables de la

vida es ser esclavo; trabajar para el público es ser obrero y el mercenario serán de toda necesidad

ciudadanos; en la de otro punto no podrían serlo de ninguna manera; por ejemplo, en el Estado que

nosotros llamamos aristocrático en el cual el honor de desempeñar funciones públicas está

reservado a la virtud y a la consideración, porque el aprendizaje de la virtud es incompatible con la

vida del artesano y del obrero (Política, III, 5, 1278ª).

Y el poeta griego Hexíodo (s VIII a.c) presentaba el origen de la raza humana libre del

trabajo: al inicio, los hombres vivían como los dioses, sin trabajar:

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“Y los hombres vivían como dioses, pues sus corazones estaban todavía libres de las

preocupaciones humanas, del trabajo y de toda tribulación… La tierra se encargaba ella sola de

producir frutos y alimentos… y vivían en medio de abundantes bienes” (Trabajos, 112-121).

De esta concepción del trabajo humano en el mundo griego cabría citar testimonios

similares en la cultura de Roma, se distingue profundamente la creencia bíblica que concibe

el trabajo como una colaboración del hombre a la obra creadora de Dios. Así interpreta

Juan Pablo II esa doble comprensión del trabajo:

“La edad antigua introdujo entre los hombres una propia y típica diferenciación en gremios,

según el tipo de trabajo que realizaban. El trabajo que exigía de parte del trabajador el uso de sus

fuerzas físicas, el trabajo de los músculos y manos, era considerado indigno de los hombres libres y,

por ello, era ejecutado por los esclavos. El cristianismo, ampliando algunos aspectos ya contenidos

en el Antiguo Testamento, ha llevado a cabo una fundamentación transformadora de conceptos”

(LE, 6).

1. Enseñanza del Antiguo Testamento acerca del sentido del Trabajo

Esa cultura del trabajo, la religiosidad hebrea la deduce de la Biblia. En concreto, de

estos dos hechos: que el mundo tenga origen en la creación y que el hombre fue puesto en

el mundo con el encargo de completar la obra creadora de Dios. El Génesis lo expresa con

la fórmula de “dominad la tierra” (Gn 1, 28) y señala que la misión del hombre en el

paraíso es el trabajo (Gn 2, 15). Juan Pablo II hace esta reflexión:

“Esta descripción de la creación que encontramos ya en el primer capítulo del Génesis es,

en cierto sentido, el Evangelio del trabajo. Ello demuestra, en efecto, en qué consiste su dignidad,

enseña que el hombre, trabajando, debe imitar a Dios, su creador… el hombre tiene que imitar a

Dios tanto trabajando como descansando, dado que Dios mismo ha querido presentarle la propia

obra creadora bajo la forma del trabajo y del reposo (LE, 25)

A partir de este primer dato, la Biblia supone que el hombre trabaja y por ello merece el

elogio, mientras que al holgazán se le vitupera. Este tema aparece en los Libros

Sapienciales, que son los que reflejan la sabiduría de Israel. (Pr 6, 8-11; 10, 4-5; 15. 26; 24,

30-34; Eccl 31,25-32; Sb 14, 5).

2. Doctrina del Nuevo Testamento sobre la dignidad del trabajo

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59    

Ese mismo presupuesto está vigente en el Nuevo Testamento. Pero la importancia del

trabajo en los Evangelios no deriva tanto de una doctrina, cuanto del hecho mismo de que

Jesucristo desarrolle la mayor parte de su vida en el desempeño de un trabajo profesional,

hasta el punto de calificarlo como el trabajador (Mc 6,3) y el hijo del trabajador (Mt 13,

55). Juan Pablo II comenta:

“Lleva a cabo una transformación total, partiendo del hecho de que aquel que, siendo Dios,

se hizo semejante a nosotros en todo, dedicó la mayor parte de los años de su vida terrenal al trabajo

manual junto al banco del carpintero. Esta circunstancia constituye por sí sola el más elocuente

Evangelio del trabajo, que manifiesta como el fundamento para determinar el valor del trabajo

humano” (LE, 6).

Más tarde, en su predicación, no aparece una enseñanza expresa sobre el trabajo porque

el tema está presenten como presupuesto de la existencia humana. El telón de fondo de su

doctrina es la condición trabajadora del hombre. Por eso en sus enseñanzas menciona casi

todas las profesiones. A los discípulos los elige en el desempeño de su trabajo profesional

(Mt 4, 18-22; Mc 1, 16-20; Lc 5, 10) y la misión futura de los Apóstoles la denomina con el

nombre de una profesión: ser pescadores de hombres (Mc 1, 17; Lc 5, 11).

En este mismo sentido es preciso entender las enseñanzas de los otros escritos el Nuevo

Testamento. Por ejemplo, la condena de san Pablo a los tesalonicenses con esa expresión

que ha pasado a la historia: el que no trabaje que no coma (2 Ts 3, 10). Y su insistencia en

que se dediquen con empeño a su profesión (Ef 4, 23-28; 1 Ts 4, 11-12).

Estas enseñanzas bíblicas fijaron el sentido cristiano del trabajo. Así lo concreta el

Concilio Vaticano II:

“Una cosa hay cierta para los creyentes: la actividad humana individual y colectiva o el

conjunto ingente de esfuerzos realizados por el hombre a lo largo de los siglos para lograr mejores

condiciones de vida, considerando en sí mismo, responde a la voluntad de Dios. (Gs, 34).

III. Ideas en torno a la teología del trabajo

En este apartado se enuncian las principales ideas que justifican el sentido, la dignidad

y la finalidad del trabajo; es decir, las realidades que se integran en la teología del trabajo.

1. El trabajo, expresión del hombre como imagen de Dios

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60    

Se destaca que una de las manifestaciones del hombre como imagen de Dios se

descubre en el trabajo, mediante el cual emplea su inteligencia para el desarrollo del

cosmos. Frente al animal que pone la fuerza, el hombre hace uso de la razón. Por eso se

afirma que solo el hombre trabaja, e incluso cabe definirlo como un ser trabajador: el

trabajo es una de las características que distinguen al hombre del resto de las criaturas (LE,

intr.).

2. El trabajo, exigencia del espíritu

El hombre, en cuanto ser espiritual, puede trascenderse a sí mismo. Es decir, no

solamente piensa, quiere, actúa…, sino que objetiviza sus pensamientos, su querer y su

acción. El hombre materializa su espíritu en lo que hace. Esta objetivación de sí mismo

aparece en la teoría que inventa o en la obra de arte que realiza, pero también en la obra

material que lleva a cabo. Por medio de la actividad, el hombre crea realidades, sobre las

que proyecta su ser.

3. La naturaleza demanda la acción transformadora del hombre

El trabajo viene demandado no solo por parte del hombre, sino también de la

naturaleza: por medio del trabajo se descubren y explicitan las grandes potencialidades que

contiene la creación. Conocer lo profundo de la naturaleza, explicar sus fuerzas, aplicarlas

al desarrollo, etc., depende de que el hombre con su trabajo lo lleve a término. A esto

responde el mandato que Dios ha dado al hombre de dominar la tierra (Gn 1, 28). Por el

trabajo, el hombre prolonga el séptimo día de la creación y se hace con-creador: los

hombres y mujeres… con su trabajo desarrollan la obra de la creación (GS, 34) y prestan su

cooperación para perfeccionar la creación (GS,57).

4. El trabajo ayuda al hombre a su propia perfección. La santificación del

trabajo.

El trabajo es el gran medio de perfección del hombre. Por el trabajo, la persona humana

desarrolla la inteligencia con el fin de realizar un trabajo eficaz; fortalece la voluntad con la

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constancia que exige permanecer en él; cultiva la vida efectivo-sentimental mediante el

cuidado de la labor bien hecha; ejercita su socialidad porque lo ofrece como un servicio a

los demás; pone en juego su vida sobrenatural, santificando su actividad… en una palabra,

el hombre, mediante el trabajo, desarrolla todo su ser. De aquí que quien no trabaja es

imposible que adquiera una fuerte personalidad. Más aún, puede cargar con todos los

defectos humanos: tal es el caso del “vago” y del “señorito”, en sentido sociológico.

Tal doctrina la recoge la Constitución GS en estos términos:

“Cuando el hombre cultiva la tierra con sus propias manos o con ayuda de la técnica, para

que dé fruto y se convierta en habitación de toda la familia humana, y cuando conscientemente

toma parte en la vida de los grupos sociales, está siguiendo el designio de Dios, puesto de

manifiesto al comienzo de los tiempos, de someter la tierra y de perfeccionar la creación, y así él

mismo se perfecciona” (GS, 57).

5. Ayuda que el trabajo ofrece a la familia

El trabajo es el medio normal de sustento de la familia. Por eso, un criterio que juzga la

justicia del salario es si resulta suficiente para la sustentación digna de la familia del

trabajador. Además, mediante el trabajo de cada uno de los miembros, todos de una u otra

forma colaboran a la armonía familiar. Esto es lo que valora el trabajo de la madre de

familia en el hogar y lo que exige que los hijos, según su edad y condición, cooperen en el

trabajo de la casa.

Como enseñó Juan Pablo II, la familia es, al mismo tiempo, una comunidad hecha

posible gracias al trabajo y la primera escuela interior de trabajo para todo hombre (LE,10).

6. Valor social del trabajo

Si el hombre es por naturaleza un ser social, tal socialidad se manifiesta de una forma

eminente en la aportación social que el ciudadano lleva a acabo ofreciendo como un

servicio el ejercicio de su trabajo profesional. De aquí el carácter social que tienen las

profesiones. Asimismo, el cristiano no puede rehusar su aportación a la vida social y

política, si tiene cualidades o es requerido para ello.

7. Significación redentora del trabajo

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62    

Desde el pecado de origen, el trabajo viene cargado con el castigo del sudor (Gn 3, 17-

19). Esa penosa añadidura significa un dolor que acompaña inevitablemente a la actividad

humana. Por eso, para el cristiano, el trabajo tiene el sufrimiento como un valor añadido

que puede ofrecer, junto a la cruz de Jesucristo, por la salvación de los hombres. Pero no es

suficiente el ofrecimiento del sudor y de la fatiga, sino que, al modo como la Cruz es la

señal máxima del amor de Dios a los hombres (Jn 3, 16), así el cristiano, mediante el

sufrimiento del trabajo, expresa su amor a Dios y al prójimo. Así escribe San José María

Escrivá: “El trabajo nace del amor, manifiesta el amor, se ordena al amor (Es Cristo que

pasa 111). Esta es la conclusión de la grandeza del trabajo que este santo resume en los

siguientes términos:

“Es hora de que los cristianos digamos muy alto que el trabajo es un don de Dios y que no

tiene ningún sentido dividir a los hombres en diversas categorías según los tipos de trabajo,

considerando unas tareas más nobles que otras. El trabajo, todo trabajo, es testimonio de la dignidad

del hombre, de su dominio sobre la creación. Es ocasión de desarrollo de la propia personalidad. Es

vínculo de unión con los demás seres, fuente de recursos para sostener a la propia familia; medio de

contribuir a la mejora de la sociedad en la que se vive y al progreso de toda la Humanidad (ibíd.,

110).

8. Sentido escatológico de la actividad humana.

El trabajo no solo contribuye al adorno del cosmos y a la perfección del hombre, sino

también a la maduración de la humanidad que está a la espera de la venida última del

Señor. Mediante el trabajo, el hombre prepara la Parusía, pues ayuda a que exista un mundo

más humano y más justo que permite a la historia humana participar ya, pero todavía no de

los nuevos cielos y de la nueva tierra (Ap 21, 1). Pues ¿Acaso no es ya este nuevo bien

fruto del trabajo humano una pequeña parte de aquella nueva tierra, en la que mora la

justicia? (LE, 27).

IV. Derechos subjetivos del trabajo: los derechos del trabajador

La dignidad del trabajo en sí mismo es el criterio que marca los derechos del trabajador.

1. Derecho al trabajo

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63    

Si una idea fundamental de la teología del trabajo es su contribución a la perfección de

la persona y la cooperación del individuo al bien común de la sociedad, no se puede negar

al hombre este derecho y la sociedad tampoco puede ser privada de la aportación de sus

ciudadanos. Y, en efecto, como un derecho fundamental se enumera en la Declaración de

los Derechos Humanos (a.23) y en la Constitución Española (a. 35).

De aquí la gravedad del paro obrero que niega este derecho fundamental, como todas

las consecuencias individuales, familiares y sociales que lleva consigo el desempleo. Por

ello, en caso de paro, el individuo tiene derecho al pago de desempleo. Pero tal subsidio

representa solo la ayuda económica, pero no cubre los demás bienes que conlleva el

trabajo. Por eso, quien está en paro, aunque cobre el subsidio de desempleo, tiene

obligación de buscar trabajo. Por su parte, los gobiernos deben tener como finalidad

destacada la creación de puestos de trabajo. Porque el desempleo, si al individuo le des-

moraliza, para la sociedad puede convertirse en una verdadera calamidad social.

2. Remuneración del trabajo. El salario justo

La dignidad del trabajo demanda que sea considerado con dignidad tanto la persona del

trabajador como las condiciones del lugar de trabajo, pero también que sea suficientemente

remunerado.

El salario justo es reclamado por la Biblia y los defraudadores del salario merecen las

denuncias más graves de la Escritura (Dt 24, 14-15: St 5,4). Esta misma conducta la

siguieron los Santos Padres y los teólogos. Pues bien, en la época de la Revolución

Industrial, en la que imperaron las leyes del capitalismo liberal que aspiraba a apropiarse de

todos los beneficios, las Encíclicas de los Papas demandan de continuo el salario justo para

el trabajador.

A este respecto, los Papas enseñan la licitud del sistema de salario, que era reprobado

por el marxismo duro del siglo XIX, pues lo consideraban como una compra-venta del

trabajador. Pero, seguidamente, afirman que el salario debe ser justo. Ya León XIII, en la

Encíclica Rerum Novarum, entiende por salario justo, un salario suficientemente amplio

para sustentarse a sí mismo, a su mujer y a sus hijos, así como para que incline fácilmente

al ahorro, de forma que el obrero pueda constituir un pequeño patrimonio (RN, 33).

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León XIII, sin nombrarlo, defiende ya el que, a partir de Pio XI, se denominará el

salario familiar, que Pío XII denominará salario familiar absoluto, con el que quiere

significar que el salario sea un medio normal de acceso a la propiedad, por lo que concede a

la trabajador una independencia y seguridad, con el fin de que las familias participen en los

bienes del espíritu y de la cultura. Pío XII habla de un dinamismo continuo, pues jefes de

empresa y obreros son cooperadores de una obra común, llamados a vivir juntos del

beneficio neto y global de la economía. (Discurso, 7/7/1952).

Con esta enseñanza, el Papa anima a que se ponga por obra lo que ya había enseñado

León XIII cuando escribió que el contrato de trabajo que suavice mediante el contrato el

contrato de sociedad (RN, 65).

A partir de esa fecha, los Papas insisten en la legitimidad del sistema de salario, pero

animan a que patrones y obreros busquen fórmulas de mayor colaboración. Así, Juan Pablo

II admite la licitud del sistema de salario junto con otras prestaciones sociales (LE, 19).

Pero también ofrece algunas propuestas, tales como la copropiedad de los bienes de

producción o la participación de los trabajadores en la gestión y/o en los beneficios de la

empresa o el llamado accionariado del trabajo y otras semejantes (LE,14).

En la Centesimus annus, el Papa reconoce que las fórmulas pueden ser plurales, por ello

se deben buscar diversos modos, siempre de acuerdo entre empresarios y obreros, pero con

la supervisión del Estado para asegurar unos niveles salariales adecuados (CA, 15).

Por su parte, la Encíclica Caritas in veritate de Benedicto XVI propone una apología del

trabajo. Y a partir de la expresión de Juan Pablo II, que demandó una coalización mundial a

favor del trabajo decente (1/5/2000), el Papa se pregunta:

“Pero ¿qué significa la palabra decencia aplicada al trabajo? Significa un trabajo que, en

cualquier sociedad, sea expresión de la dignidad esencial de todo hombre o mujer: un trabajo

libremente elegido, que asocie, efectivamente, a los trabajadores, y mujeres, al desarrollo de su

comunidad; un trabajo que, de este modo, haga que los trabajadores sean respetados, evitando toda

discriminación; un trabajo que permita satisfacer las necesidades de las familias y escolarizar a los

hijos sin que se vean obligados a trabajar; un trabajo que consienta a los trabajadores organizarse

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libremente y hacer oír su voz; un trabajo que deje espacio para reencontrarse libremente y hacer oír

su voz; un trabajo que deje espacio para reencontrarse adecuadamente con las propias raíces en el

ámbito personal, familiar y espiritual; un trabajo que asegure una condición digna a los trabajadores

que llegan a la jubilación” (CV, 63).

En estas palabras, el Papa resume todos los derechos del trabajador, a partir

de la dignidad del trabajo.

3. Trabajo y propiedad

Salario justo y acceso a la propiedad son dos factores que, como se ha visto, los Papas

implican mutuamente. En efecto, el salario justo es un medio para que el obrero pueda

acceder a la propiedad de algunos bienes. Y parece lógico que, si el hombre tiene derecho a

adquirir la propiedad de bienes, entre los diversos modos de adquirirla (creación propia,

donación, etc) el trabajo debe representar el medio por excelencia. De ese modo, la

propiedad es como lo remanente del salario, es su fruto normal.

Sin señalar los medios concretos para que el trabajador acceda a la propiedad mediante

el trabajo, el Papa Juan Pablo II enseña:

“Independientemente de la posibilidad de aplicación concreta de estas diversas propuestas,

sigue siendo evidente que el reconocimiento de las justa posición del trabajo y del hombre del

trabajo dentro del proceso productivo exige varias adaptaciones en el ámbito del mismo derecho de

propiedad de los medios de producción (LE, 14; Cfr. CA, 31-32).

4. Trabajo y ocio

Trabajo y descanso es la imagen de Dios que presenta el Génesis. Y esa misma

alternancia marca la vida humana. Por eso, la vida moral, que abarca la totalidad de la

persona, integra el trabajo y el tiempo libre. Pues bien, el ocio se presenta con más

urgencia en nuestra generación que cada día dispone de más tiempo libre.

Si se quiere que el ocio no se convierta en ociosidad, que connota ruina moral, debe

orientarse de forma que cumpla, al menos, estos dos cometidos: atender a la propia

formación integral de la persona y ocuparse en tareas que ayuden a dimensiones esenciales

del hombre, como son la familia, la sociedad, la colaboración en actividades apostólicas,

etc.

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66    

5. Derecho sindical

Otro derecho subjetivo del trabajo es que el trabajador, en defensa y atención de sus

derechos, pueda asociarse formando sindicatos. La defensa del derecho de asociación de

obreros y patrones es un punto destacado de la enseñanza moral del magisterio. Los Papas

lo fundamentan en el derecho natural de asociación. Su finalidad es la defensa de los justos

derechos, pero su cometido no es de índole política. Tampoco se puede reducir solo a la

defensa del salario, sino a otras actividades de nivel educativo, etc. Su finalidad tampoco es

la lucha obrera, sino una lucha en favor del bien común. (LE, 20).

Sobre la relación de los sindicatos con los partidos políticos, el Papa Benedicto XVI

sentencia: sigue siendo válida la tradicional enseñanza de la Iglesia, que propone la

distinción de papeles y funciones entre sindicato y política (CV, 64).

6. Derecho de huelga

Finalmente, el obrero tiene derecho a la huelga y el patrono, al cierre patronal. Pero

estos derechos tienen sus limitaciones. En concreto, el derecho a la huelga es un medio

último, que se puede aplicar después de haber agotado los medios que ofrece el diálogo. El

empleo de la huelga debe ser, además, para la defensa de una causa justa. Y, aún justificada

la huelga, se prohíbe el recurso a medios violentos. En cuanto al cierre patronal, siendo un

derecho, debe ser regulado jurídicamente.

Los problemas que implica la huelga, sobre todo si se emplea por sindicatos vinculados

estrechamente a partidos políticos, demanda cada día más que se regule jurídicamente. Son

tantos los males que pueden seguirse para la economía de una noción, que se impone que

haya una ley de huelga, en servicio de la paz y de la justica.

Conclusión: el factor fundamental del desarrollo de la vida económica de un pueblo se

lleva a cabo mediante el trabajo conjunto de la entera sociedad. Pero esa conjunción de

intereses es siempre costosa y frecuentemente es inalcanzable. De aquí que la moral

cristiana oferte, entre otros, estos dos medios: primero, la necesidad de regular

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jurídicamente, mediante una normativa laboral justa, el conjunto del mundo del trabajo,

desde el salario hasta una ley de huelga. Segundo, inculcar en los ciudadanos el

valor humano y cristiano que entraña el trabajo como aportación social del ciudadano a

la convivencia justa. En este sentido cobra importancia decisiva el sentido cristiano de la

profesión, como medio de santificación personal y de servicio de la recta ciudadanía.

Derecho a los bienes económicos

La propiedad

La propiedad viene demandada como una garantía de protección a la

dignidad del hombre, se reconoce como un derecho fundamental de la persona, está

regulada por la virtud de la justicia y es reclamada por el trabajo que reinvidica su

derecho a poseer bienes como propios. Además, el tema de pobreza-riqueza está

íntimamente relacionado con el de la propiedad de bienes.

Asimismo, en la concepción teórica y en la práctica de la propiedad, se

distancian las ideologías que tanto protagonismo han jugado hasta épocas muy

recientes: el liberalismo capitalista y el socialismo colectivista. El último siglo

asistió a la confrontación más dura entre propiedad sí o propiedad no, que dio lugar

a esos dos sistemas económicos y políticos tan antagónicos.

El tema de la propiedad es, ciertamente, un problema económico, pero sobre

todo es de índole antropológica, dado que plantea la relación íntima que existe entre

el hombre y las cosas. Como es sabido, desde que Heideger formuló uno de los

existenciales del hombre como ser-en-el-mundo, la filosofía existencialista, primero,

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y, después, el personalismo no dejaron de reflexionar sobre el sentido de la

existencia humana en medio de las cosas. En este texto de Zubiri dispensa de

cualquier otra reflexión:

“No es que el sujeto exista y “además” haya cosas, sino que ser sujeto consiste en

estar abierto a las cosas. La exterioridad del mundo no es un simple factum, sino la

estructura ontológica formal del sujeto humano. En su virtud, podría haber cosas sin

hombres, pero no hombres sin cosas, y ello no por una especie de necesidad fundada en el

principio de casualidad, ni tan siquiera por una especie de contracción lógica, implicada en

el concepto mismo de hombre, sino por algo más: porque sería una especie de contra-ser o

contra-existencia humana. La existencia del mundo exterior no es algo que le viene al

hombre desde fuera; al revés: le viene desde sí mismo… sin cosas, pues, el hombre no sería

nada” (Naturaleza. Historia. Dios, 313).

Esa relación íntima entre el hombre y las cosas “le vienen desde sí mismo” no solo

justifica la propiedad, sino que explica otras muchas cuestiones. Por ejemplo, el deseo

desordenado de poseerlas, la capacidad de absolutizarlas, el afán de consumirlas… etc.,

¿estos desórdenes de la propiedad no tendrán aquí la causa no inmediata, sino última?

Es cierto que, a nivel teórico, el tratamiento de la propiedad actualmente tiene

menos interés que lo tuvo en los autores de los siglos XVI-XIX. A ello ha contribuido el

nuevo nivel social que cubren los seguros (MM, 105) y el valor que merece una profesión

justamente retribuida (MM, 106). No obstante, en relación a las personas perduran los

mismos deseos de poseer. La llamada sociedad de consumo, además de ser una prueba de

ello, es también un estímulo más para poseer con el fin de consumir más.

Parece que, en la situación cultural actual y ante las sensibilidades de nuestro

tiempo, el planteamiento de la propiedad debe atender a dos frentes: combatir el

consumismo por el cual el hombre de los países ricos se muere de bienestar y denunciar la

injusta distribución de bienes, pues, mientras unos países están en la abundancia, otros se

mueren en la miseria.

I. Doctrina bíblica en torno a la propiedad de bienes

La cultura bíblica acepta como un hecho indiscutible que el hombre pueda poseer

cosas. La enseñanza del Génesis es tan clara que, expresamente, consigna que Dios crea al

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hombre como la cúspide de la creación y le entrega el conjunto de los seres creados para

que domine sobre los peces del mar; las aves del cielo y los animales de la tierra… (Gn 1,

28-30). Más adelante, el Génesis describe al hombre, siguiendo un mandato de Dios,

poniendo nombre a todas las cosas (Gn 2, 19-20). Poner el nombre significa adquirir

dominio sobre lo que se nombra: de algún modo pasan a su propiedad.

Con este supuesto, la narración de la historia humana es lógico que relate el

quehacer de Caín y Abel y les describa en función de sus oficios y posesiones (Gn 4, 1-5).

Lo mismo cabe hablar de los grandes personajes bíblicos. Abrahán era muy rico en ganado,

plata y oro (Gn 13, 2); las bendiciones de Isaac (Gn 27, 27-29) y Jacob (Gn 48, 22)

incluyen la herencia económica. Instalando el pueblo de Israel en Palestina, se accede al

reparto de la tierra entre las Doce Tribus (Nm 32-34). En la ley, el séptimo precepto

condena el robo (Ex 20, 17; Dt 5, 19-21) y, a partir del supuesto de la posesión de bienes,

se regula con una normativa casuística el respeto a la propiedad y la condena del hurto (Ex

21-22).

Pero el sentido de la propiedad en Israel no era absoluta como lo era en los pueblos

paganos. El israelita tenía siempre a la vista esta enseñanza de Yahvé: la tierra no se

venderá para siempre, por cuanto es mía y vosotros sois advenedizos y colonos míos (Lv

25,23).

Esta verdad fundamental para entender el sentido de la propiedad se plasmó en dos

leyes que regulaban la función de la propiedad a corto y a largo plazo. El año sabático,

entre otras prescripciones, imponía que, cada siete años, la tierra se dejaba en barbecho para

que coman los pobres, y se perdonaban las deudas contraídas por los judíos entre sí con el

fin de que no haya pobres en Israel (Ex 23, 10-11; Lv 25, 1-7; Dt 15, 1-11).

Pero, si cada siete años la propiedad de bienes se sometía a esa reforma, cada 50

años casi se instalaba un nuevo sistema de propiedad. El año jubilar determinaba: en este

año jubilar recobraréis cada uno su propiedad. Si vendéis algo a vuestro prójimo o le

compráis algo, sabed que nadie dañe a su hermano (Lv 25, 8-17).

Es evidente que estas dos instituciones, mientras tuvieron vigencia, conservaban el

sentido social de la propiedad de la tierra, que era entonces el símbolo de la riqueza. Y,

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cuando dejaron de cumplirse después del exilio, la idea que las había encarnado se mantuvo

e hizo de correctivo, de forma que en Israel nunca hubo excesivas diferencias sociales.

1. Doctrina del Nuevo Testamento.

En tiempo de Jesús, había cambiado la situación económica. En efecto, frente a

algunos ricos, se movían las masas de pobres, incluso de mendigos. Pero tampoco los ricos,

si exceptuamos a los que se movían en torno a la Corte, disponían de muchos bienes.

Sin embargo, Jesús fustiga las riquezas injustas (Lc 12, 13-21), condena la avaricia

en la posesión de bienes (Mc 7, 22) y, en la parábola del rico Epulón y Lázaro, narra una

situación injusta que merece condena (Lc 16, 19-31). Pero no se trata de una reprobación

absoluta de la propiedad, pues pobres y ricos cuentan su vida pública y ocupan un lugar en

el Evangelio: es el caso de Simón el Leproso (Lc 7, 36-50; Mc 14, 3-9), de Leví el

publicano (Mc 2, 13-22) y de la familia de Betania (Jn 11, 1-44).

Las mismas enseñanzas se repiten en los demás escritos del Nuevo Testamento. San

Pablo advierte contra el peligro de la riqueza y anima a la comunicación de bienes. El

Apóstol no quiere imponer un precepto, pero invita al desprendimiento voluntario y

generoso: porque no se trata de que para otros haya desahogo y para vosotros estrechez,

sino de que ahora, con equidad, vuestra abundancia alivie la escasez de aquellos, para que,

asimismo, su abundancia alivie vuestra penuria, de manera que haya equidad (2Co 8, 12-

14).

El respeto a la propiedad fue un presupuesto en la organización de las primeras

comunidades. Porque, aun la experiencia de Jerusalén de poner los bienes en común

suponía la disposición libre de las propias posesiones (Hch 5, 1-11). No obstante, el espíritu

con que la vivieron los cristianos estaba muy lejos del régimen de propiedad que imperaba

en la sociedad de su tiempo.

II. Enseñanza de la Tradición sobre la propiedad de Bienes

Tres tesis fundamentales:

1. El hombre puede disponer de cosas propias

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En efecto, el derecho a la propiedad privada de bienes es una tesis supuesta y

expresamente defendida por los Padres. San Agustín, por ejemplo, condena a los llamados

espirituales porque afirman que los cristianos no podían disponer de propiedades. Y san

Agustín argumenta:

“Pero, si el Apóstol dijo: Manda a los ricos de este mundo que no sean soberbios ni esperen

en las riquezas inciertas, para que los ricos vendan lo que posean y distribuyan a los pobres…

¿cómo pueden realizar esto si no tuviesen casa y algún bien familiar? (Epístola, XLVII, 30).

Como es lógico, dado que admiten el derecho de propiedad, los Padres llaman la

atención sobre el peligro de las riquezas (Cfr. 122-134).

2. Función social de la propiedad

Aun poseyendo las cosas como propias, los cristianos tenían un gran sentido de la

función social de la propiedad. Un precepto que recogen los primeros documentos

cristianos: la Dídaque y la carta a Bernabé determina: Comunicaras todas las cosas con tu

prójimo, y no dirás que las cosas son tuyas propias.

En ocasiones, tanto subrayan la función social, de servicio para solucionar la

pobreza de los demás, que, en el lenguaje retórico, parece que niegan la propiedad privada.

He aquí un testimonio de san Juan Crisóstomo que, aun cargado de retórica, expresa esta

verdad:

“De donde se concluye que lo común nos conviene más y se conforma mejor con la

naturaleza. ¿Por qué nadie jamás arma un pleito por la pública plaza? ¿No es porque pertenece a

todos? Sobre una cosa, empero, sobre cuestiones de dinero, vemos que los pleitos no tienen fin. Ahí

están las cosas necesarias que no son comunes; en las mínimas, en cambio, no guardamos esa

igualdad o comunidad. Sin embargo, Dios nos puso en común aquellas para que aprendiéramos a

tener también en común estas otras; pero no hay manera de que aprendamos la lección” (Homilía

XII a 1 Tim., IV, 4).

A continuación, el Crisóstomo analiza la situación a la que había llegado la posesión

privada en la sociedad de su tiempo. Sostiene que es preciso corregirla y, a modo de justa

devolución, recomienda la limosna y la comunicación de los bienes que se poseen.

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Por consiguiente, San Juan Crisóstomo no niega que se puedan poseer cosas, pero

bajo dos condiciones: que se comuniquen con los necesitados y que, en todo momento, el

poseedor se considere un simple administrador.

3. Primacía del destino general de los bienes sobre el principio de propiedad

privada

Los Padres fundamentalmente hablan de la limosna, pero fustigan tanto las riquezas

que afirman que las cosas han sido dadas por Dios para todos los hombres, por lo que

comunicar sus bienes con los pobres es absolutamente obligatorio. No niegan, pues, la

propiedad de las cosas, pero sí afirman que comunicarlas mediante la limosna está por

encima del derecho a poseerlas. La doctrina sobre el destino universal de todos los bienes,

como proyecto primigenio de Dios, es enseñanza reiterada de los Padres y escritores

cristianos. Así se expresó el sabio y humanista Lactancio, el cual, al mismo tiempo,

reconoce la propiedad privada de algunos bienes de la creación:

“Dios entregó la tierra en común a todos los hombres con el designio de que gozasen todos

los bienes que produce en abundancia, no para que cada uno, con avaricia furiosa, vindicare para sí

todas las cosas ni para que alguno se viese privado de lo que la tierra producía para todos. Sin

embargo, no debe entenderse que entonces no existiese absolutamente ningún bien privado. Cuando

los poetas dicen que todas las cosas eran comunes, usan de una expresión figurada para poner de

manifiesto la liberalidad de los ´primeros hombres, que, lejos de encerrar y guardar

avariciosamente para sí solos los frutos de la tierra, admitían a los pobres a la participación en

común de los frutos de su propio trabajo” (Institutiones divinae, V, 5).

Y, respeto a la importancia de la limosna como medio de distribución de bienes,

también los testimonios son abundantes. Así se expresa la primera obra conocida de la

literatura cristiana, la Dídaque:

“No seas de los que extienden la mano para recibir y la encogen para dar. Si adquieres algo

por el trabajo de tus manos, da de ello como rescate de tus pecados. No vacilarás en dar ni

murmurarás mientras das, pues has de saber quién es el recompensador de tu limosna. No

rechazarás al necesitado, sino que comunicarás en todo con tu hermano, y de nada dirás que es tuyo

propio. Pues, si os comunicáis en los bienes inmortales, ¿cuánto más en los mortales? (IV, 5-8).

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73    

La literatura posterior repite esta misma enseñanza. Los testimonios son muy

abundantes. Baste citar a san Ambrosio:

“No le das al pobre de lo tuyo, sino que le devuelves lo suyo. Pues lo que es común y ha

sido dado para el uso, lo usurpuras tú sólo. La tierra es de todos, no solo de los ricos; pero son

mucho menos los que gozan de ella que los que no la gozan. Pagas, pues, un débito, no das

gratuitamente lo que no debes” (Libro de Nabut., 53).

Estas tesis, formuladas así o con otro lenguaje, son compartidas por los Santos

Padres y no de pasada, sino con reiteración.

III. Las enseñanzas del Magisterio sobre la propiedad

Las enseñanzas del Magisterio en torno a la propiedad tienen como tema de fondo la

fuerte dialéctica planteada entre el liberalismo capitalista, defensor sin límite alguno de la

propiedad privada, y el socialismo colectivista que, en sus extremos, llegó a negar no solo

la propiedad de los bienes de producción, sino incluso de los bienes de consumo. Sin este

presupuesto ideológico es imposible comprender la rotundidad con que los Papas condenan

ambos sistemas. Además, estas dos ideologías, tan opuestas en la comprensión de la

propiedad, tomaron origen de dos concepciones aún más radicales, totalmente encontradas,

acerca de la naturaleza del hombre y de la sociedad.

1. Ideologías en torno a la propiedad privada

Aunque no es fácil establecer todas las peculiaridades de estos dos sistemas, que se

han ido fraguando a lo largo del siglo XIX, sin embargo, reducidas al campo económico,

cabe fijar las siguientes tesis fundamentales así como las diferencias que les caracterizan:

Capitalismo liberal

- Defensa de la propiedad

privada tanto de los bienes de

consumo como de los bienes

de producción.

- Distinción entre el capital y

trabajo al momento de reparto

de beneficios.

- Remuneración del trabajo

mediante el salario.

- Negación de la intervención

del Estado. Libertad de

producción.

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74    

- El mito del progreso al que

llegará la sociedad con la

libertad de mercado.

Socialismo colectivista

- Negación de la propiedad

privada, incluso la de la tierra.

- Prioridad del trabajo con el

capital. El trabajo con el

Estado son dueños de los

beneficios.

- Negación del sistema del

salario.

- El Estado dirige la economía y

dicta las leyes del mercado.

- El mito de la revolución que

conducirá a la igualdad de

todos los ciudadanos.

Los testimonios magisteriales que se oponen a las tesis aquí formuladas por ambos

sistemas son muy numerosos. Recogemos algunos más recientes. Por ejemplo, esta

afirmación solemne de Pablo VI en la Encíclica Octogesima adveniens:

“El cristiano que quiere vivir su fe en una acción política… tampoco puede adherirse sin

contradicción a sistemas ideológicos que se oponen radicalmente o en lo puntos esenciales a su fe y

a su concepción del hombre: ni a la ideología marxista, a su materialismo ateo, a su dialéctica de

violencia y a la manera como ella entiende la libertad individual dentro de la colectividad, negando

al mismo tiempo toda trascendencia al hombre… ni a la ideología liberal que cree exaltar la libertad

individual sustrayéndola a toda limitación, estimulándola con la búsqueda exclusiva del interés y

del poder (OA, 26).

Por su parte, Juan Pablo II, al celebrar los cien años de la DSI formulada en la

Encíclica Rerum novarum, reitera el rechazo de ambos sistemas en su tesis más genuinas y

originarias. En primer lugar, el Papa describe las características originales de ambas

ideologías: respecto al capitalismo liberal escribe: se puede hablar justamente de lucha

contra un sistema económico, entendido como método que asegura el predominio absoluto

del capital, la posesión de los medios de producción y la tierra respecto a la libre

subjetividad del trabajo del hombre.

De inmediato expresa su rechazo a las tesis límite del socialismo económico: en

lucha contra este sistema no se pone, como modelo alternativo, el sistema socialista, que de

hecho es un capitalismo de Estado, sino una sociedad basada en el trabajo libre, en la

empresa y en la participación.

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Seguidamente, el Papa expone un juicio moral sobre ambos sistemas: la Iglesia

reconoce la justa función de los beneficios como índice de la buena marcha de la empresa.

Pero añade: los beneficios son un elemento regulador de la vida de la empresa, pero no el

único; junto con ellos hay que considerar otros factores humanos y morales que, a lo largo

plazo, son por lo menos igualmente esenciales para la vida de empresa. Finalmente

reconoce los errores que han conducido a la derrota del consumismo. Pero, ante el fracaso

de la ideología económica de este sistema totalitario, el Papa advierte que la solución no

viene de liberalismo clásico, sino que, a su vez, este sistema debe tener a la vista un

horizonte nuevo de la economía:

“Queda mostrado cuán inaceptable es la afirmación de que la derrota del socialismo deje al

capitalismo como único modelo de organización económica. Hay que romper barreras y los

monopolios que dejan a tantos Pueblos al margen del desarrollo, y asegurar a tantos individuos y

Naciones- las condiciones básicas que permitan participar en dicho desarrollo. Este objetivo exige

esfuerzos programados y responsables por parte de toda la comunidad internacional. Es necesario

que las Naciones más fuertes sepan ofrecer a las más débiles oportunidades de inserción en la vida

internacional; que las más débiles sepan aceptar estas oportunidades, haciendo los esfuerzos y los

sacrificios necesarios para ello, asegurando la estabilidad del marco político y económico, la certeza

de perspectivas para el futuro, el desarrollo de las capacidades de los propios trabajadores, la

formación de empresarios eficientes y conscientes de sus responsabilidades” (CA 35).

La síntesis doctrinal del magisterio sobre este importante tema la formula el

Catecismo de la Iglesia Católica en estos términos:

“La Iglesia ha rechazado las ideologías totalitarias y ateas asociadas en los tiempos

modernos al comunismo o socialismo. Por otra parte, ha reprobado en la práctica del capitalismo el

individualismo y la primacía absoluta de la ley de mercado sobre el trabajo humano (CA, 10,

13.44). La regulación de la economía únicamente por la planificación centralizada pervierte en la

base los vínculos sociales; su regulación únicamente por la ley de mercado quebranta la justicia

social, porque existen numerosas necesidades humanas que no tienen salida en el mercado (CA 34).

Es preciso promover una regulación razonable del mercado y de las iniciativas económicas, según

una justa jerarquía de valores y atendiendo al bien común. (CEC, 2425).

Ahora bien, es preciso reconocer que, mientras que la tesis fundamentales del

socialismo son opuestas al humanismo cristiano, pues subordina la persona a la sociedad, el

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capitalismo liberal puede adaptarse más a este ideal ético, pues la persona y su libertad de

acción no se subordina ni a la sociedad ni al Estado, sino que es capaz de crear una

economía en servicio del hombre.

Es digno de notar que la Encíclica Caritas in veritate del Papa Benedicto XVI no

menciona ni el comunismo ni el liberalismo. Pero sí deja constancia de que las ideologías

negativas surgen continuamente. El término ideología se repite algunas veces, pero con

referencias más amplias, al tiempo que menciona la ideología tecnocrática, hoy

particularmente arraigada, contra la cual advierte acerca del gran riesgo de confiar todo el

proceso del desarrollo solo a la técnica (CV, 14). No obstante, a lo largo de la Encíclica, se

consignan los logros y riesgos del libre comercio.

En resumen, además de los respectivos errores en el campo económico, no son

menores los peligros que estas dos ideologías significan para la comprensión total de la

vida humana. Por eso, ambos sistemas, al menos por diversos Documentos del Magisterio y

de forma reiterada. Y, desde el siglo XIX hasta los últimos documentos magisteriales, al

ritmo en que ambas ideologías han ido corrigiendo sus propios principios, los Papas han

sido constantes en demostrar las insuficientes de estos dos sistemas. En concreto, los puntos

más destacados de la enseñanza pontificia acerca de la propiedad privada son los

siguientes:

2. Doctrina del Magisterio

a) La propiedad se fundamenta en la Biblia y en la Tradición

Es común a estos documentos la apelación a la Biblia y a la Tradición para

demostrar el origen del pensamiento cristiano sobre la propiedad. Así argumenta Juan

XXIII:

“La autoridad del sagrado Evangelio sanciona, sin duda, e derecho de propiedad privada de

los bienes; pero, al mismo tiempo, presenta a Jesucristo ordenando a los ricos que cambien en

bienes espirituales los bienes materiales que poseen y los den a los necesitados” (MM, 121).

b) Condena del colectivismo socialista y del capitalismo liberal

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Aquí basta citar la enseñanza del Catecismo de la Iglesia católica que resume la

doctrina anterior:

“Un sistema que sacrifica los derechos fundamentales de la persona y de los grupos en aras

de la organización colectiva de la producción es contrario a la dignidad del hombre (GS, 65). Toda

práctica que reduce a las personas a no ser más que medios con vistas al lucro esclaviza al hombre,

conduce a la idolatría del dinero y contribuye a difundir el ateísmo…” (CEC, 2424).

c) La propiedad privada es de derecho natural

Con la fórmula la propiedad es de derecho natural secundario se ha defendido en

ocasiones la propiedad privada como algo absoluto. Los Papas prefieren otros modos de

decir, como, por ejemplo, que poseer bienes es conforme a la naturaleza o que le es dado al

hombre por la naturaleza, etc. Lo que se requiere expresar con tales expresiones es que es

de derecho natural el destino, el uso y la apropiación de cosas por parte del hombre. Es

decir, que es conforme a la naturaleza humana apropiarse y tener como suyos los seres

credos por Dios con destino universal para todos los hombres.

Los argumentos que exponen son siempre los mismos. La demandan: la dignidad del

hombre; el sentido racional del trabajo; el carácter provisor del ser humano; el bienestar de

la familia; estimula la producción, etc. El Concilio Vaticano II sintetiza así estas razones:

“La propiedad privada y las otras formas de dominio privado sobre los bienes externos

contribuyen a la expresión de la persona…garantizan a cada cual una zona absolutamente necesaria

de autonomía personal y familiar, y deben ser considerados como prolongación de la libertad

humana. Por último, como son estímulo para el ejercicio del deber y de la responsabilidad,

constituyen una condición de las libertades civiles” (GS, 71).

Uno a uno estos argumentos cabe refutarlos; pero, en su conjunto, son tan convincentes

que la defensa de la propiedad privada es más razonable que el socialismo utópico.

d) Función social de la propiedad

Con esta terminología y otras similares, los Papas afirman el carácter social que tiene la

propiedad privada de bienes. Así se expresa Juan Pablo II:

“La tradición cristiana no ha sostenido nunca este derecho (el de propiedad privada) como

absoluto e intocable. Al contrario, siempre lo ha entendido en el contexto más amplio del derecho

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común a todos usar los bienes de la entera creación: el derecho a la propiedad privada como

subordinado al derecho al uso común, al destino universal de los bienes” (LE, 14).

El Papa resume en este texto la doctrina de la Tradición acerca de los tres principios

éticos que regulan la propiedad privada de bienes: el derecho a la propiedad, la función

social de la misma y la subordinación del primer principio al segundo.

e) La socialización. Propiedad privada y propiedad pública

En razón del principio social de la propiedad, el Magisterio admite, en determinadas

circunstancias, la legitimidad de la socialización e incluso de la estatificación. Juan Pablo II

afirma: “Tampoco conviene excluir la socialización, en la condiciones oportunas, de ciertos

medios de producción” (LE, 14).

A este respecto, tanto a la socialización como la estatificación de algunos medios debe

hacerse conforme a estos cuatro principios, que deben ser respetados: principio de la

propiedad privada, principio del bien común, principio de subsidiaridad y principio de

solidaridad. Es decir, que, aceptada la propiedad privada y justamente recompensada, en

caso de que lo demande el bien común y que no sea posible que entidades sociales

intermedias den solución al caso, por solidaridad compartida, el Estado puede asumir la

propiedad de algunos medios que contribuyen al bien común de la comunidad social.

Así se expresa la Encíclica Populorum progresio del Papa Pablo VI:

“El bien común exige algunas veces la expropiación, si por el hecho de su extensión, de su

explotación deficiente o nula, de la miseria que de ello resulta a la población, del daño considerable

producido a los intereses del país, algunas posesiones sirven de obstáculo a la propiedad colectiva”

(PP, 24).

También el Papa Juan Pablo II escribe que en ciertas situaciones no debe excluirse

la posibilidad de que algunos bienes pasen a control del Estado: tampoco conviene excluir

la socialización, en las condiciones oportunas, de ciertos medios de producción” (LE, 14).

IV. Modos de adquirir la propiedad

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Los manuales clásicos han estudiado detenidamente los cinco modos de adquirir la

propiedad: la ocupación, el hallazgo, la accesión, la donación y el trabajo.

Es claro que estas cinco formas enuncian verdaderos títulos de acceso a la propiedad

privada de bienes. La novedad se cifra, fundamentalmente, en el destino rango que adquiere

cada uno de ellos. A este respecto, es evidente que destaca el trabajo sobre todos los demás

porque el trabajo representa la actividad más personal y en él sujeto compromete toda su

vida.

En todos los tiempos, pero especialmente en la sociedad actual a pesar del rigor de las

leyes, se dan modos injustos de acceder a la propiedad. Por ello, además del robo y la

rapiña, la legislación en los diversos Estados se ha ocupado de otros delitos que provocan el

enriquecimiento injusto, por ejemplo, el denominado tráfico de influencias, el uso indebido

de la información privilegiada, el soborno, el sistema de regalos para obtener algún favor

(la mordida, las comisiones, la figura del testaferro…), el uso abusivo del denominado

dinero negro, etc. Estos medios irregulares e injustos son los que conducen a una sociedad

corrompida, hasta el punto que en la cultura actual se ha llamado la expresión lacra de la

corrupción.

Es un dato incuestionable que la corrupción es uno de los males sociales que ponen en

riesgo la convivencia justa en la sociedad, dado que se trata de un fenómeno que se repite

en las diversas naciones, no solo en las denominadas en vías de desarrollo, sino en las

culturas democráticas más avanzadas. El Papa Juan Pablo II hizo este jucio:

“La corrupción sin guardar límites afecta a las personas, a las estructuras públicas y

privadas de poder y a las clases dirigentes. Se trata de una situación que favorece la impunidad y el

enriquecimiento ilícito, la falta de confianza con respecto a las instituciones políticas, sobre todo en

la administración de justicia y en la inversión pública, no siempre clara, igual y eficaz para todos.

A este propósito, deseo recordar… la lacra de la corrupción ha de ser denunciada y combinada con

valentía por quienes detentan la autoridad y con la colaboración de todos los ciudadanos, sostenidos

por una fuerte conciencia moral (Exhortación Apostólica Ecclesia in America, 23).

Conclusión: es claro que la defensa de la propiedad privada, aun limitada por la función

social que le es propia, no justifica el reparto actual de la propiedad privada en el mundo.

Incluso los Códigos de Derecho de los estados democráticos defienden un derecho de

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propiedad que protege ese estado injusto en que se encuentra la propiedad repartida entre

los hombres y entre los diversos pueblos.

La distribución actual de la renta mundial es tan injusta, que la simple lectura de las

estadísticas de las Naciones Unidas señalan diferencias abismales entre los habitantes del

planeta. Según los datos del Banco Mundial del año 2008, mientras los 20 países más

pobres no alcanzan los 500 $ de renta per capita, los 20 países más ricos superan los 40.000

$.

Juan Pablo II ha hecho en diversas ocasiones una descripción de esa flagrante e injusta

desigualdad. El siguiente texto figura en la Carta sobre la dignidad de la mujer:

“Todo esto se desarrolla sobre el fondo de un gigantesco remordimiento constituido por el

hecho de que, al lado de hombres y de las sociedades bien acomodadas y saciadas, que viven en la

abundancia, sujetos al consumismo y al disfrute, no faltan dentro de la familia humana individuos ni

grupos sociales que sufren hambre. No faltan niños que mueren de hambre a la vista de sus madres.

No faltan en diversas partes del mundo, en diversos sistemas socio-económicos, áreas enteras de

miseria de deficiencias y de subdesarrollo. Este hecho es universalmente conocido. El estado de

desigualdad entre hombres y pueblos no solo perdura, sino que va en aumento. Sucede todavía que,

al lado de los que viven acomodados, otros viven en la miseria y con frecuencia mueren incluso de

hambre; y su número alcanza decenas y centenares de millones. Por esto, la iniquidad moral está en

la base de la economía contemporánea y de la civilización materialista, que no permite a la familia

humana alejarse, yo diría, de situaciones tan realmente injustas” (MD, 11).

Esta situación es tan angustiosa que demanda una urgente reforma de la economía

mundial. Las dificultades técnicas de realizarla no pueden frenar a la Iglesia su insistencia

en recordar a los poderes de la tierra que tengan conciencia de esa gran injusta mundial y

que, en la medida en que se posible, se pongan los medios adecuados para solucionarla.

Es evidente que no es fácil una solución inmediata al conjunto de la situación. Pero sí

resulta factible tomar medidas a un plazo inmediato. Ya Juan XXIII afirmó que existen

medios técnicos para solucionar tales situaciones (MM, 200-211). Y los Papas, aunque su

papel no es presentar soluciones técnicas, han ofrecido algunos remedios. Por ejemplo,

Pablo VI propuso que se crease un Fondo Mundial para ayudar a lo más desheredados (PP,

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51). Juan Pablo II ha propuesto otras medidas, tales como la reforma del sistema fiscal y del

comercio internacional, la condonación de la deuda a los Estados del Tercer Mundo o al

menos ofertar condiciones favorables para su pago a largo plazo, etc.

La enseñanza de la moral católica acerca del derecho a la propiedad privada no

alcanzará su pleno sentido mientras no se cumpla esta advertencia del Papa Juan XXIII:

“No basta afirmar que el hombre tiene un derecho natural a la propiedad privada de los

bienes, incluidos los de la producción, si, al mismo tiempo, no procura, con toda energía, que se

extienda a todas las clases sociales el ejercicio de este derecho” (MM, 113).

Pues bien, la moral católica no dejará de enseñar que el estado actual de la propiedad es

injusto mientras no exista una distribución equitativa de la riqueza entre el conjunto de los

pueblos del planeta, pues, según el proyecto original de Dios, la tierra ha sido creada para

uso de todos los hombres.

El cristiano en la vida política

Si bien el adjetivo social incluye la política, sin embargo, la ciencia y la acción

política de partidos, tiene hoy tanta densidad social e influye tan decididamente en la

convivencia humana, que merece un tratamiento específico y singular.

Aquí no se busca ninguna fórmula de integrar catolicismo y política, sino que se

pretende ofrecer los criterios éticos para que la actividad política logre su finalidad; o sea,

que consiga el bien común de la sociedad y ayude al hombre a alcanzar su propia

perfección.

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Aquí se afirma como postulado previo que, si bien como teoría de la convivencia

conserva su autonomía, sin embargo no es una ciencia absolutamente autónoma, dado que

los elementos que la constituyen, o sea, el sistema jurídico que la rige, el modelo

económico que promueve, las formas de gobierno que elige, etc., dicen relación al hombre

y favorecen o entorpecen la vida social. Por lo que la doctrina y las actuaciones concretas

no son ajenas a la valoración ética.

En este sentido, la moral política, respetando la autonomía de la política como

ciencia, se sitúa en un plano distinto: su fin es ayudar a que la política no pierda de vista sus

propios objetivos. Más aun, puede hacer de conciencia crítica ayudándola a ser fiel a su fin

específico. Como parte de la teología, la teología política deduce sus principios de la

Escritura, de la Tradición y del Magisterio. Estas son las fuentes de las que brotan los

criterios morales.

I. Datos bíblicos en torno a la moralidad de la vida política

Seguimos un planteamiento lineal: se trata de encontrar en la Escritura aquellos

criterios éticos que deben regir el comportamiento humano dentro de la actividad política.

Pero, además de la conducta individual, interesa el juicio ético sobre el conjunto de

instituciones que rigen la vida política de un pueblo. Pues, si el Magisterio habla de pecado

social y de estructuras de pecado, es porque las instituciones no son ajenas a la moral. En

efecto, en la vida política existen instancias sociales y jurídicas que pueden ser inmorales,

por cuanto obstaculizan el desarrollo de la dignidad del hombre.

1. La convivencia política en el Antiguo Testamento

Desde la constitución de Israel como pueblo (Ex 19, 5-6; Nm 1-4) y el reparto de la

tierra de Canaán (Nm 33, 50-56), la historia del pueblo judío pasó por las circunstancias

históricas y políticas que narran los dos libros de Samuel y los cuatro libros de los Reyes.

Pero el régimen político de Israel asume siempre una forma peculiar, que se ha

denominado teocracia. En efecto, el cambio de la administración policía de los Jueces a los

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Reyes es típicamente religiosa. Así mismo, la sucesión de los Reyes obedece a una

designación de Dios (1 S 9, 15-27; 16, 1-13).

Al regreso de la cautividad, el pueblo se organiza conforme a los designios de

Yahvé que ejecutan Esdras y Nehemías (Esd 3-12). Después del Imperio de Alejandro

Magno (336-323), bajo el control de los Tolomeos (300-200), se mantiene un gobierno de

signo religioso, presidido por el Sumo Sacerdote. Bajo los Seléucidas (200-135), después

de la derrota de Tolomeo V, se consolida ese gobierno de estructura político-religiosa.

La dominación de Roma (63 a.C. 138 d.C) introduce en Palestina diversas formas

de gobierno, pero todas ellas de evidente signo religioso, pues, bien sea bajo el largo

periodo de Herodes el Grande (37 a.C 4 d. C), o la administración romana de las distintas

provincias, Galilea, Judea… (Lc 3,1). Israel siempre conservó el espíritu jurídico y político

de sus orígenes.

En consecuencia, la organización política de Palestina, hasta su destrucción (70

d.C), gozó de un régimen político-religioso, en el que la Torah-la ley- marcaba por igual el

comportamiento de los individuos y la conducta de la comunidad. La justicia la

administración los 70 miembros del Sanedrín, presidido por el Sumo Sacerdote. Su objetico

era cumplir lo prescrito en la Ley. Por eso, el bien común estaba condicionado a la fidelidad

al querer de Dios.

2. Jesús y las condiciones socio-políticas de su tiempo

También en la moral política el dato primero es la Persona de Jesús y sus

enseñanzas. En efecto, en la medida de lo posible, la Teología Moral deduce la eticidad de

la convivencia política de la conducta de Jesús frente a la política de su tiempo y de las

enseñanzas que Él expresó sobre el tema. Para ello se hace imprescindible exponer algunas

ideas sobre aquella situación.

En tiempos de Jesús, la simbiosis político-religiosa había dado lugar a tres grupos

religiosos: saduceos, fariseos y esenios. A su vez, principalmente, de los saduceos

derivaron dos grupos políticos: los herodianos o los colaboracionistas con el sistema

político Herodes y los publicanos o comprometidos con el sistema establecido en Roma.

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Por su parte, de los fariseos se nutrían, fundamentalmente, los zelotas, empeñados en la

lucha contra el Estado invasor, y los sicarios, partidarios de la lucha violenta contra Roma.

Por el contrario, el grupo de los esenios que significa los puros o piadosos, vivían

retirados en comunidades y no tomaban parte en la vida pública de Israel. Era una secta

judía de carácter monástico.

Jesús no se encuentra en ninguno de esos grupos, pero sí consta de la afiliación

político-religiosa de algunos discípulos. Por ejemplo, a Simón se le denomina el Zelota (Lc

6, 15); Mateo es publicano (Mt 10,4). Parece que Judas, por la etimología de su apodo

Escariote, procede de “iskarioth” traducción popular de sicario, y algunos autores (O.

Culllmann, J. M. Casciaro) opinan que san Pedro, a partir del apodo Bariona (Mt 16, 17),

podría significar hijo de Iona, término de origen acádico que significaría hijo del terror, con

lo cual lo inscriben entre violentos sicarios.

Si, pues, Jesús no se encuentre en ninguno de estos grupos y los Apóstoles proceden

de afiliación político-religiosa dispar, ¿de dónde cabe tomar criterio para juzgar la conducta

política de Jesús? ¿Cuál es la actitud de Jesucristo frente a la sociedad política de su

tiempo? ¿Cómo deducir del Nuevo Testamento unos principios éticos para la acción

política de los cristianos?

3. Jesús revela el verdadero sentido de su mesianidad

Ante la situación político-religiosa de Israel. Jesús toma postura afirmando su

mesianidad independientemente de la concepción mesiánica de los judíos de la época.

Parece ser que, en su tiempo de Jesús, se había generalizado la opinión de que el

Mesías sería un libertador temporal que acabaría con a calamitosa situación de Israel,

sometido por la fuerza a una nación pagana. En este contexto se explican las diatribas con

los jefes del pueblo, con las minorías y hasta con sus discípulos para demostrar que Él era

en verdad el Mesías, pero no el tipo de mesías político que ellos se habían ideado.

En consecuencia, la vida pública de Jesús hay que interpretarla en clave de un

continuo esfuerzo por explicar que su mensaje salvador no cabe en los moldes de aquella

concepción político-religiosa. Es preciso decir más: los mismos Evangelios se escribieron

con esta misma finalidad: Jesús fue es el Mesías, a pesar de que no encarnó el tipo de

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Mesías que el pueblo se había forjado. Jesús no fue aquel caudillo liberador que esperaban,

sino el siervo de Yahvé profetizando, que murió por la salvación del mundo. Como escribió

el Card. Ratzinger: “el cristianismo no comenzó con un revolucionario, sino con un mártir

(Iglesia, ecumenismo y política, 193).

De este dato, cabe deducir dos consecuencias. Primera, Jesús no fue un político y su

mensaje no cabe interpretarlo como una actividad vinculada a la vida política. Segunda,

Jesús enseña una doctrina que distingue y separa la religión y la política. En este sentido, la

afirmación de “dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” (Mt 22,21)

rompe no solo con la concepción teocrática de Israel, en la que lo religioso dirigía la vida

política, sino la laicocracia del Imperio, donde, al contrario de la teocracia judía, quien

ostenta el poder sobre los asuntos religiosos era la autoridad civil.

La historia de la Iglesia testifica que, de tiempo en tiempo, surgen movimientos que

se acercan a esos dos modelos. Por eso, cuando algunos autores de la Teología de la

Liberación intentaron que la fe católica asumiese una misión política interpretando en este

sentido la Persona y la enseñanza de Jesús, la Congregación para la Doctrina de la Fe

rechaza esa versión de la fe cristiana, que sustituye al Jesús muerto y resucitado por todos

los hombres por una especie de símbolo que recapitula en sí exigencias de la lucha por los

oprimidos, dando así una interpretación política de la muerte de Cristo (LN, 10-13).

En efecto, la actitud de Jesucristo a lo largo de su existencia terrenal, al no asumir el

tipo de mesianismo político que demandaban de Él las autoridades de Israel, es la

confirmación exacta de esa enseñanza del Magisterio actual.

Si esta fue la actitud personal asumida por Jesús y tal fue su enseñanza, el teólogo, al

enseñar la misión de la Iglesia con la vida política de los pueblos así como al exponer los

criterios éticos para la actuación del cristiano en la comunidad política, tiene fundamentos a

partir de ese modelo. Los presupuestos doctrinales son los que se exponen a continuación.

II. Fundamentos teológica

El estudio acerca de la relación entre la fe católica y la vida política requiere un

planteamiento más amplio que el que fue clásico a lo largo del siglo XIX y bien entrado el

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Moral  Social  

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siglo XX sobre las relaciones entre la Iglesia y el Estado. En ese planteamiento conyuntural

había una pugna de competencias, y la misma acritud con que se planteaba daba ocasión a

que algunos criticasen a la Iglesia de meterse en política. Asimismo, explica la oposición

con que tantos políticos atacaron a la Jerarquía de la Iglesia. El Concilio Vaticano II rehusó

ese planteamiento y en la Constitución Gaudium et spes se trata de las relaciones de la

Iglesia con el mundo y no de la relación Iglesia-Estado.

Para fundamentar la Moral Política, a fin de que justifique los juicios morales que

hace respecto a la vida política de los pueblos, cabe plantear dos temas previos, pero

fundamentales: la relación que existe entre la historia de la salvación y a historia humana y

la relación entre la Iglesia y el mundo. Las dos cuestiones se implican mutuamente, pero de

la primera se deduce con más lógica la segunda. Y de las dos deriva la doctrina acerca de la

relación de la Iglesia con la vida política de los pueblos.

1. Historia humana e historia de la salvación

Es preciso distinguir entre la historia que hacen los hombres, la crónica de los

avatares humanos, o sea, la que realiza la fuerza creadora de la libertad y la historia de la

salvación, en la que Dios toma la iniciativa, si bien requiere la colaboración del hombre. En

este sentido, señalar las relaciones y diferencias que existen entre la historia humana y la

historia salutis se concreta en estas tres tesis: historia humana-historia salutis, se distinguen,

pero se implican, si bien de modo subordinado:

a) Historia humana e historia salvífica se distinguen

En efecto, la historia humana es la historia de la libertad que tiene avances y

retrocesos, conoce épocas de bienestar económico y de miseria, realiza grandes progresos

en la cultura y entra en momentos de oscuridad, alcanza cotas de alto nivel ético y se hunde

en abismos de degradación. La historia salvífica no se identifica con esta gráfica. Si

elegimos, por ejemplo, el criterio de progreso, no son coincidentes: épocas de progreso

técnico pueden ser de regreso en valores religiosos y morales y, al contrario, algunos

descalabros de la historia humana significan un bien para la historia salutis. Pablo VI habló

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de la ambigüedad del progreso (OA, 41). Paradójicamente, el progreso cristiano se sitúa en

la Cruz y el humano, en el triunfo.

b) Historia humana e historia salvífica se implican

Siendo distintas, sin embargo, la historia de los hombres y la historia salutis no van en

paralelo, sino que se implican mutuamente. La distinción no quiere decir separación y

menos aún negación u oposición, pues Dios tiene un solo proyecto sobre el hombre. De

aquí que todo lo humano, progreso o retroceso históricos, tengan su significación para la

historia salvífica de la humanidad. Ambas historias van siempre juntas, de forma que la

historia humana implica la historia salvífica, y esta, a su vez, se lleva a cabo a través de la

historia humana. Como es obvio, esa relación no es solo subjetiva, en la intención del

hombre, sino objetiva, tal como enseña el Concilio Vaticano II:

“Las realidades temporales y las realidades sobrenaturales están estrechamente unidas entre

sí y la Iglesia se sirve de medios temporales en cuanto su propia misión lo exige” (GS, 76).

Sin referirse expresamente a nuestro tema, Juan Pablo II expone esta misma doctrina:

“Lo que la Sagrada Escritura nos enseña respecto de los destinos del Reino de Dios

tiene sus consecuencias en la vida de la sociedad temporal, la cual-como indica la palabra-

permanece a la realidad del tiempo con todo lo que conlleve de imperfecto y provisional. El

Reino de Dios, presente en el mundo sin ser del mundo, ilumina el orden de la sociedad

humana, mientras que las energías de la gracia la penetran y vivifican. Así se perciben

mejor las exigencias de una sociedad digna del hombre, se corrigen las desviaciones y se

corrobora el ánimo para obrar el bien” (CA, 25).

Y la Conferencia Episcopal Española se expresó en estos mismos términos:

“Cualquier separación o contraposición entre la esperanza de la vida eterna y la

responsabilidad del hombre sobre la creación y sobre la historia atenta contra la unidad

indivisible de Dios y de su plan de salvación… La separación o contraposición entre el

interés y empeño en los asuntos y realidades temporales de este mundo y los dedicados a la

propia salvación eterna contraría la unidad del proyecto de Dios creador y salvador,

deforma la vida cristiana y empequeñece la grandeza del hombre sobre la tierra” (Los

católicos en la vida pública, 42-43).

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c) Historia humana e historia de la salvación se incluyen, pero de modo

subordinado

Tal implicación no iguala ambos proyectos, porque, en todo caso, la historia

humana ha de subordinarse al plan de Dios en su obra salvadora en favor del mundo. Y es

que la historia humana no es fin en sí misma, sino que todo lo creado tiene un fin último,

que es Dios.

Como es obvio, en la concepción cristiana del mundo, tal subordinación en modo

alguno significa un dominio del poder religioso sobre el civil. Pero tampoco se debe

interpretar como si la historia salutis desvalorizase a la historia humana, sino que, por el

contrario, reconoce el valor que tiene y no la hace desmerecer, sino que la sitúa en el lugar

propio que le corresponde. Por eso la vida del cristiano, que solo absolutiza el futuro del

más allá, no solo no desatiende la actividad política, sino que la asume y la integra. Este

principio guarda cierto paralelismo con esta doctrina del Concilio Vaticano II:

“La espera de una tierra nueva no debe amortiguar, sino más bien avisar la

preocupación de perfeccionar esta tierra, donde crece el cuerpo de la nueva familia

humana… por ello, aunque hay que distinguir cuidadosamente progreso temporal y

crecimiento del reino de Cristo, sin embargo, el primero, en cuanto puede contribuir a

ordenar mejor la sociedad humana, interesa en gran medida al reino de Dios. Pues los

bienes de la dignidad humana, la unión fraterna y la libertad; en una palabra, todos los

frutos excelentes de la naturaleza y de nuestro esfuerzo… volveremos a encontrarlos

limpios de toda mancha, iluminados y transformados, cuando Cristo entregue al Padre el

reino eterno y universal… el reino está ya misteriosamente presente en nuestra tierra;

cuando venga el Señor, se consumara su perfección” (GS, 39).

2. Relaciones Iglesia-mundo

La doctrina que marca las implicaciones entre la historia humana y la historia de la

salvación ilumina las relaciones que deben existir entre la Iglesia y el mundo: de hecho

cabría formular las mismas tesis. Pero aquí, en relación directa con la política, hacemos una

sola afirmación: existe una íntima relación entre la Iglesia y el mundo, pero es distinto el

tipo de relación según los diversos sentidos que entraña el término Iglesia. O, en otros

términos: qué relación existe entre la Iglesia y el mundo depende de qué clase de ciudadano

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se es en la Iglesia. Así es distinta la relación del laico, del religioso, de la jerarquía y de la

Iglesia entendida como institución con la misma realidad mundo. Seguimos este esquema:

a) Misión específica de los laicos

La misión del laico con el mundo es llevar a cabo la síntesis entre su estado civil de

ciudadano y su condición de fiel en el seno de la Iglesia. En consecuencia, no puede separar

ambas realidades de su ser en la existencia cotidiana: él es la Iglesia en el mundo y, por

medio de él, el mundo se hace presente en la Iglesia.

En relación con su acción en la actividad temporal y, concretamente, en la vida

política, el Magisterio insiste en que el laico debe prestar su colaboración a la vida política.

Los textos constituyen una verdadera y amplia antología. Por vía de ejemplo, citamos esta

enseñanza del Concilio Vaticano II:

“La Iglesia alaba y estima la labor de quienes, al servicio del hombre, se consagran

al bien de la cosa pública y aceptan el peso de las correspondientes responsabilidades” (GS,

75).

b) Los religiosos y la comunidad política

En cierto sentido, significa el otro extremo: los religiosos no deben tomar parte

activa en la vida política, pues precisamente, el estado religioso deja más libres a sus

seguidores frente a los cuidados terrenos (LG,44).

Pero esto no significa que se desinteresen del mundo, pues, además que como

ciudadanos, pueden y deben cumplir sus deberes y exigir sus derechos cívicos, también con

su tarea específica religiosa, como afirma Juan Pablo II, prestan su colaboración en favor de

la vida social y política:

“Esto no significa que vuestra consagración religiosa y vuestros ministerios

eminentemente religiosos no tengan una repercusión profunda en el mundo y en el cambio

de sus estructuras… el ministerio de los religiosos se ordena principalmente a obtener la

conversión de los corazones a Dios, la creación de hombres nuevos y a señalar esos campos

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donde los seculares consagrados o simples cristianos, pueden y deben actuar para cambiar

las estructuras del mundo (discurso en Madrid, 2/11/1982).

c) Misión propia de la Jerarquía

Otra es la misión de la Jerarquía, pues, en su condición de hombres públicos es el

servicio de la dirección de la Iglesia, tampoco actúan de una forma directa. Su misión se

concreta en emitir juicios morales en situaciones concretas acerca de la vida social,

económica y política de los pueblos. Esta doctrina está literalmente expuesta por el

Concilio Vaticano II:

“Pertenece a la jerarquía… emitir un juicio moral incluso sobre cosas que afecten

al orden político cuando lo exijan los derechos fundamentales de la persona o la salvación

de las almas, aplicando todos y solo aquellos medios conformes al Evangelio y al bien de

todos según la diversidad de tiempos y condiciones” (GS, 76).

En consecuencia, los juicios de la Jerarquía en el ámbito de la política no son juicios

técnicos, sino juicios morales. Con ello se salvaguarda la independencia de los políticos

como gestores de la acción pública, pero la jerarquía les ofrece un criterio moral para que la

función pública cumpla con su misión de ser servidora del bien común, como servicio a los

ciudadanos.

Así se expresó el Concilio Vaticano II:

“Los obispos, que han recibido la misión de gobernar a la Iglesia de Dios,

prediquen justamente con sus sacerdotes el mensaje de Cristo, de tal manera que toda la

actividad temporal de los fieles quede como inundada por la luz del Evangelio” (GS, 43).

Y el Papa Benedicto XVI, con referencia a su oficio de pastor universal, justifica en

estos términos el deber que le incumbe de emitir esos juicios éticos acerca de la

convivencia social:

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“Al ser pastor de la comunidad y ante el hecho de que las crisis y las renovaciones

que padece la cultura e incluso la Iglesia actual, (el Papa) se ha convertido cada vez más

también en una voz de la razón ética de la comunidad” (Discurso en la Universidad “La

Sapienza” de Roma 17/01/2008).

d) Relación de la Iglesia, entendida como institución, con la acción política

La Iglesia como entidad social –sociedad espiritual- convive con la sociedad civil y

mantiene con ella múltiples relaciones, si bien, en ningún caso, su misión debe interpretarse

ni como inmiscuirse directamente en la acción política, ni tampoco ir en paralelo con la

vida ciudadana. El Concilio Vaticano II formula diversas aserciones sobre la misión de la

Iglesia en el mundo. Estas son las tesis más repetidas:

La misión de la Iglesia no es de orden político, económico o social, sino religioso.

La Iglesia promueve y respeta la libertad y la responsabilidad política.

La Iglesia utiliza para su misión los medios propios del Evangelio

Los laicos, con el fin de que su actividad sea iluminada por la luz del Evangelio,

esperan de la Iglesia orientación moral e impulso espiritual (cfr. GS, 43, 76, 85).

Estas tesis están lejos de cualquier postura clerical o laicista de entender las

relaciones de la Iglesia-institución con la vida política de los pueblos.

III. Historia de la ética política

La vida histórica de Jesús y sus enseñanzas no coinciden con la concepción judía de

la teocracia ciudadana, como ocurría con los esenios. Su vida concreta en medio de la

sociedad de su tiempo puso las bases para una nueva orientación de la vid política en

relación con la confesión religiosa cristiana. Esta nueva orientación es la que marca la

doctrina de la Iglesia a través de la historia.

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Así desde la formación de las primeras comunidades, los Apóstoles alientan a los

cristianos a que obedezcan a las autoridades superiores… pues quien resiste a la autoridad,

resiste a la disposición de Dios (Rm 13, 1-5). Les instan a que recen por los reyes y por

todos los constituidos en dignidad (1 Tm 2, 1-2). San Pedro les alienta a que estén sujetos a

toda la institución humana… al emperador y los gobernadores, como delegados suyos (1

P2, 13-17). San Pablo manda que, al bautizarse, cada uno permanezca en el estado en que

fue llamado (1 Co 7,20).

Pero es preciso interpretar la doctrina de San Pablo en un sentido genérico, sin

especificar los modos concretos de relacionarse la Iglesia y el Estado. A este respecto, la

Pontificia Comisión Bíblica se expresa en los siguientes términos:

“Las teologías sobre las relaciones Iglesia-Estado, en la tradición, se basaron casi

exclusivamente sobre Romanos 13, 1-7 (cfr. 1 Tm 2, 1-2; Tt 3,1; 1P 2, 13-17), e incluso

gobiernos autocráticos reclamaban obediencia refiriéndose a este texto. Pablo no hace otra

cosa que una constatación sobre la autoridad legítima, basándose sobre la convicción de que

Dios desea orden, y no anarquía y casos, en el interior de la sociedad” (BM, 118).

La misma doctrina se expresa en la tradición. Los Padres Apostólicos dan

testimonio de cómo los cristianos conviven las mismas preocupaciones sociales que los

demás. He aquí un testimonio de la Epístola a Diogneto:

“Los cristianos no se distinguen de los demás hombres ni por su tierra, ni por su

habla, ni pos sus costumbres… sino que toman parte de todo como ciudadanos” (V, 1-5-VI,

1).

Orígenes, a pesar de las persecuciones sufridas, repite en el siglo III esta misma

enseñanza:

“Sostened al Emperador con todas vuestras fuerzas; colaborad con él para la

defensa del derecho; combatid por él si las circunstancias lo exigen, asistidle en el mando

de sus ejércitos; aplicaos al gobierno del Estado, si es necesario para defender las leyes y la

piedad” (contra Celso, VIII, 73).

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San Agustín, en la Ciudad de Dios, enseña que esta nueva situación política de los

estados que él diseña no excluye la pluralidad de instituciones y de ideas, no suprime la

diversidad de costumbres, leyes e instituciones que aseguran o mantienen la paz. Y, en la

enseñanza catequética, consigna este precepto: todo ese conjunto de instituciones humanas

que son útiles para las necesidades de la vida jamás debe repudiarlas el cristiano. (Doctrina

cristiana, II, 40).

Cabría seguir el estudio de la historia de la Iglesia, desde los Santos Padres hasta

nuestros días, pero el resultado es la confirmación de la misma doctrina (III, 824-839).

Aquí es suficiente citar la doctrina del Concilio Vaticano II:

“La comunidad política y la Iglesia son independientes y autónomas cada una en su

propio terreno. Ambas, sin embargo, aunque por diverso título, están al servicio de la

vocación personal y social del hombre. Este servicio lo realizarán con tanta mayor eficacia,

cuanto más sana y mejor sea la cooperación entre ellas, habida cuenta de las circunstancias

de lugar y tiempo (GS, 76).

Esta doctrina ha sido así comentada por Juan Pablo II:

“Justamente esta doctrina evangélica sobre la distinción y sobre la cooperación

entre lo que es humano y lo que es divino constituye el patrimonio permante de Roma”

(Discurso, 15/03/1994).

Finalmente, el Papa Benedicto XVI repite, ilustra y argumenta de continuo esta

misma enseñanza.

Es estos últimos años, la Moral Política, además del cumplimiento de la justicia en

la administración pública, enseña con insistencia estos otros principios éticos:

• La actividad política es una tarea urgente y necesaria, pero está subordinada

al bien común y, en todo caso, debe ayudar al hombre a que vive de acuerdo

con la dignidad que posee.

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• La Iglesia reconoce la autonomía de la vida política y admite un sano

pluralismo, pues no existe un modo único de dirigir la convivencia

ciudadana.

• Alienta a todos los cristianos a que cumplan con sus deberes ciudadanos y se

distingan, precisamente, por su servicio al bien común.

• La Jerarquía de la Iglesia insta de continuo a que los cristianos no solo no

rehúsen la participación en la vida política activa, sino que los invita a que se

comprometan en las diversas instancias de la vida política.

Las obligaciones de los ciudadanos en la vida política quedan así consignados en el

Catecismo de la Iglesia Católica:

“Deber de los ciudadanos es cooperar con la autoridad civil al bien de la sociedad

en espíritu de verdad, justicia, solidaridad, y libertad. El amor y servicio a la patria forman

parte del deber de gratitud y del orden de la caridad. La sumisión a las autoridades legítimas

y el servicio al bien común exigen de los ciudadanos que cumplan con su responsabilidad

en la vida de la comunidad política” (CEC, 2239).

Finalmente, la teología católica, de acuerdo con la enseñanza del Magisterio, se

empeña en justifica su papel en la vida política, y, ante la afirmación de la cultura laicista

que niega toda intervención de la Iglesia en la comunidad política- que se denomina a sí

misma como “laica”, pero en sentido laicista-, se esfuerza en dejar patente la distinción

entre laicidad y laicismo. De acuerdo con la DSI, es evidente que el mundo civil es laico, o

sea goza de verdadera autonomía frente a la Iglesia, dado que tanto la política como la

economía y, en general, la ciencia tienen sus propias leyes y se rigen por ideas y normas

ajenas a la religión. No obstante, desde el punto de vista ético, la realidad política no goza

de total autonomía, pues la vocación originara del hombre está abierta a la trascendencia,

por lo que en última instancia, también hace relación a Dios. Por ello, el laicismo que

pretende situarse al margen de instancias religiosas y, en la práctica, niega ciertas

dimensiones éticas derivadas de la ley natural, es reprobable. En consecuencia, cabe

afirmar, a modo de formulación final, la siguiente tesis: laicidad, sí; pero laicismo, no.

Ante las diatribas a las que se ve sometida la Iglesia en algunos ámbitos de la

cultura laicista, el Papa XVI se ocupa de un modo reiterado de esa cuestión. En su visita a

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Francia –nación con una Constitución laica-, el Papa hizo suya la expresión del Presidente

de la Republica de laicismo positivo, o sea, que supone ciertas referencias éticas y está

abierto a la religión.

También se habla de sana laicidad, la cual distingue claramente entre Iglesia y

Estado, entre religión y política, entre orden natural y orden sobrenatural, pero no consiste

en negar a Dios ni tampoco en la independencia absoluta-menos aún, en la negación- de un

orden moral natural y universal. Eta sana laicidad se aleja tanto del clericalismo clásico

como el laicismo moderno.

La comunidad política

Analizaremos la moralidad de las instituciones. Se trata de la vida política

institucionalizada, o sea, de que las instituciones sociales, jurídicas, etc., estén de acuerdo

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con las exigencias éticas. En la vida política actual, las instituciones cobran especial relieve

debido a la importancia que cada día juega el Estado en la actividad política.

Asimismo, se presta atención a algunos campo que demandan de la Moral Política

un juicio moral más urgente; en concreto, la cultura, la paz y la ecología. Algunos son

temas nuevos que deberían ser ajenos a la vida política. Pero, de hecho, la política, a pesar

de la ambigüedad del término, tiene cada vez más campo de acción, hasta el punto de que

casi todas las cuestiones sociales concluyen en un problema político:

“Ciertamente, sobre el término político son posibles muchas confusiones y deben

ser esclarecidas, pero cada uno siente que, en los campos social y económico tanto

nacionales como internacionales, la decisión última recae sobre el poder político” (OA, 46).

El juicio ético sobre esos temas no es arbitrio, porque de ellos se ocupa también el

Magisterio de los últimos años.

I. Estado y sociedad

Se trata de fijar los conceptos de las instituciones socio-políticas más importantes.

Aunque no concuerdan los tratadistas, aquí diferenciamos en lo posible el Estado, la

Sociedad, la Nación, el Gobierno, el Régimen y los Partidos Políticos con el fin de

especificar, desde el punto de vista ético, el cometido de una de estas instituciones. De

especial interés es la distinción entre Estado y Sociedad porque su confusión es lo que

define un régimen político democrático o totalitario. Más aún, liberalismo y socialismo

políticos se confrontan en la comprensión de estas dos instituciones.

1. Elementos de la vida política

Los tratadistas enseñan que la vida política está integrada por tres elementos: la

organización, el orden jurídico y la autoridad.

• La organización: precisamente la política tiene a organizar a un pueblo. Para

ello es imprescindible que exista un organismo centralizador, que será

diverso de acuerdo con el sistema político elegido.

• Orden jurídico: la organización, si quiere ser estable y justa, necesita un

orden jurídico que proteja los derechos y exija el cumplimiento de los

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deberes de los ciudadanos que integran esa organización. De aquí, la

necesidad del derecho.

• La autoridad: es necesario un poder que legisle y haga eficaz el orden

jurídico. Sin la autoridad, tampoco existe una sociedad jurídicamente

organizada.

Estos tres elementos integran y convierten a una comunidad en comunidad política,

que cabría definir como la sociedad gobernada y dirigida por un Estado.

Ahora bien, la organización política del Estado puede admitir formas diversas según

las épocas y las diversas culturas de cada pueblo. Así la reconoce la doctrina de la

Constitución Gaudium et spes:

“Las modalidades concretas, con las que la comunidad política determina su propia

estructura y el equilibrio de los poderes públicos, pude ser diversas, según la distinta

manera de ser de los pueblos y la marcha de su historia; pero siempre deben servir para

formar hombres cultos, pacíficos y bien dispuestos hacia todos, para provecho de toda la

familia humana” (GS, 74).

2. Estado

El término Estado es antiguo. Para Occidente, el Estado es heredero de la

concepción griega de la polis, o sea, la ciudad autónoma, que se rige conforme a un orden

fijo y determinado. De la palabra “polis” deriva el término política y, precisamente, el

Estado dice relación a la organización política. Cabe definirlo así:

“El Estado es una comunidad organizada en un territorio definido, mediante un

orden jurídico servido por un cuerpo de funciones y garantizado por un poder jurídico,

autónomo y centralizado que tiende a realizar el bien común en el ámbito de esa

comunidad” (L. Sánchez Agesta).

La comprensión adecuada de cada uno de los términos de la definición explica el

conjunto de elementos que integran el Estado. En resumen, según esta definición, los

elementos que entran en la constitución de un Estado son los cinco siguientes: una

comunidad, un territorio, un poder soberano, un orden jurídico y que todo ello esté

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orientado a la consecución del bien común. El estado es la unidad política superior, pues

goza de una amplia autonomía frente a la competencia de otros Estados. La política

internacional es, en concreto, la relación entre los distintos Estados.

3. El Estado y otras instituciones

Si bien el Estado es la unidad política superior, sin embargo no agota los elementos

que constituyen esa comunidad organizada en un territorio definido.

Se advierte cada día con más urgencia que el Estado debe ceñirse a su cometido

propio con el fin de que él solo no agote la jefatura y menos aún la vida de un pueblo. Su

importancia puede llevar al Estado a sentirse el único protagonista de la marcha social. Por

ello, con el fin de señalar su cometido, es preciso integrar estas otras instancias políticas: la

Sociedad, la Nación, el Gobierno y el Régimen.

a) Estado y Sociedad

Si aceptamos la imagen del cuerpo humano, el Estado sería la cabeza, la Sociedad,

el cuerpo. La simple imagen hace idear lo que sería una cabeza (el Estado) sin cuerpo o un

cuerpo (la Sociedad) sin cabeza. La Sociedad sin Estado está decapitada, es una sociedad

ácrata. Pero un Estado sin cuerpo es deforme, es un monstruo: una cabeza inmensa de

burocracia sin un cuerpo social o, mejor aún, es una cabeza que arrastra un cadáver. Desde

múltiples instancias culturales se advierte que el riego actual es que la cabeza del Estado

asuma funciones que acaben con la dinamicidad del cuerpo de la sociedad.

Cuando el Estado sustituye a la Sociedad, se está en vísperas del Estado totalitario.

Cercano a ese totalitarismo político se dan etapas intermedias, que suelen preceder a

aquella situación: tal sucede cuando se toma al Estado como patrón único o, al menos,

privilegiado de la vida social.

b) Estado-Nación

Estado y Nación no son dos realidades coincidentes. La Nación es la agrupación de

personas que tiene la misma historia. Por eso, es habitual que procedan de la misma raza y

posean una tradición común.

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c) Estado y Gobierno

Tampoco son coincidentes. El Gobierno es el órgano que ostenta el poder del

Estado. Con imagen de movimiento, el Estado simboliza la estabilidad, el Gobierno, el

cambio. Por eso, el Estado permanece a lo largo de sucesivos cambios de gobierno.

El Gobierno representa la autoridad política, por lo que debe buscar y defender el

bien común de la sociedad, pero no puede monopolizar el dinamismo social y debe actuar

siempre dentro de los límites de la moral:

“El ejercicio de la autoridad política. Ya sea en la comunidad como tal o en los

organismos representativos del Estado, debe siempre desenvolverse dentro de los límites del

orden moral, para procurar el bien común (concebido en un sentido dinámico) según un

orden jurídico legítimamente establecido o que haya de establecer. Entones los ciudadanos

están obligados a obedecer en conciencia” (GS, 74).

d) Estado y régimen Político

El régimen es el sistema político (ideología, constitución, leyes, etc.) por el cual se

rige el Estado. Un Estado puede asumir regímenes políticos diversos. Así puede pasar de la

Republica a un régimen monárquico, y viceversa.

El régimen político no se identifica necesariamente con los partidos políticos, si

bien se acerca, pues el Régimen obedece a una ideología muy concreta, la cual profesa o al

menos pretende llevarla a efecto el partido político.

La política de un pueblo debe armonizar (distinguiendo y no unificando, sino

armonizando) estas diversas y complejas estructuras. El mayor riesgo actual es que el

Estado asuma todas las funciones y convierta en sombras las demás instituciones. La

máquina del Estado tiende a ser un gigante que deglute la vida de un pueblo. Este riesgo

hace tiempo que ha sido advertido. He aquí algunas llamadas de atención. Ortega y Gasset

lo hacía ya en la década de los años veinte:

“En nuestro tiempo, el Estado ha llegado a ser una máquina formidable que

funciona prodigiosamente…plantada en medio de la sociedad, basta tocar un resorte para

que actúen sus enormes palancas… el mayor peligro que hoy amenaza a la civilización es la

estatificación de la vida, el intervencionismo del Estado, la absorción de toda espontaneidad

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histórica que, en definitiva, sostiene, nutre y empuja los destinos humanos… El resultado

será fatal. La espontaneidad social quedará violentada una vez y otra por la intervención del

Estado; ninguna nueva simiente podrá fructificar. La sociedad tendrá que vivir para el

Estado; el hombre, para la máquina del gobierno. Y como a la postre no es sino una

máquina cuya existencia y mantenimiento depende de la vitalidad circundante que la

mantenga, el Estado, después de chupar el tuétano a la sociedad, se quedará hético,

esquelético, muerto con una muerte herrumbrosa de la máquina más cadavérica que la del

organismo humano” (La rebelión de las masas, Obras, IV, 224-225).

El mismo Ortega advierte del riesgo que el Estado protagonice él solo la vida

política y prescinda de la Sociedad y de los demás órganos de la vida social y política de un

pueblo:

“Consideramos al Estado como uno de los órganos de la vida nacional; pero no

como el único, ni siquiera como el decisivo. Hay que exigir a la máquina del Estado, mayor,

mucho mayor rendimiento de utilidades que hasta aquí, pero, aunque diera cuanto

idealmente le es posible dar queda pero exigir mucho más a los otros órganos nacionales

que no son el Estado, que es el gobierno, que es la libre espontaneidad de la sociedad”

(Vieja y nueva política, Obras, I, 277).

La relación Estado-Sociedad es contemplada por diversos Documentos del

Magisterio. Juan Pablo II lo propuso en la primera Encíclica en los siguientes términos:

“El sentido esencial del Estado como comunidad política consiste en el hecho de

que la sociedad y quien la compone, el pueblo, es soberano de la propia suerte. Este sentido

no llega a realizarse, si, en vez del ejercicio del poder, mediante la participación moral de la

sociedad o del pueblo, asistimos a la imposición del poder por parte de un determinado

grupo a todos los demás miembros de esta Sociedad” (RH, 17).

Este riesgo que denuncia Juan Pablo II es más grave cuando el Estado se politiza,

más aún cuando priva la política de partido y trata de imponer a la Sociedad una

determinada cultura. Y, más grave aún, su propone a la sociedad un tipo de conducta moral.

Es lo que condena la Conferencia Episcopal Española:

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Moral  Social  

101    

“El Estado o los poderes públicos no pueden tratar de imponer, en el conjunto de la

Sociedad, determinados modelos de conducta que implican una forma definida de entender

al hombre y su destino. No pertenece al Estado ni tampoco a los partidos políticos tratar de

implantar en la Sociedad una determinada concepción del hombre y de la moral… todo

dirigismo cultural vulnera el bien común de la Sociedad y socava las bases de un Estado de

derecho” (La verdad os hará libres, 66).

4. Principios éticos que regulan la acción del Estado

El Estado responderá a sus verdaderas funciones en la medida en que conduzca su

acción de acuerdo con estos cuatro principios morales. Precisamente, en hacerlos cumplir y

en respetarlos, el Gobierno que ostenta el poder del Estado realiza su misión rectora en

eficacia y eticidad.

a) Principios de libertad personal

Si la finalidad de la Ética Política es la persona humana, es lógico que el Estado

deba respetar en todo momento al hombre y su libertad, siempre que la acción del individuo

no se convierta en un elemento perturbador de la convivencia social.

No se trata de que el Estado no violente la libertad individual de los ciudadanos,

sino que debe respetar y defender las libertades formales: de expresión, de asociación, de

culto, etc. En la medida que un Estado hace imposible el ejercicio de las libertades reales, el

Estado pierde legitimidad. Por eso, tanto la libertad personal como las libertades formales

son innegociables cuando se trata de proteger las garantías del Estado: es el Estado el que

debe defender las libertades formales de los ciudadanos que viven en libertad. A este

respecto, tal como enseña el Concilio Vaticano II, el Estado se ve obligado a intervenir con

frecuencia para garantizar las condiciones que faciliten el ejercicio de la libertad de los

ciudadanos:

“A causa de la complejidad de las circunstancias actuales, la autoridad pública se ve

obligada a intervenir con frecuencia en cuestiones sociales económicas y culturales, para

crear condiciones más favorables, que ayuden a los ciudadanos y a los grupos a alcanzar

libremente con mayor eficacia el bien humano completo” (GS, 75).

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Moral  Social  

102    

También respecto a la economía, aún supuesta la libertad del mercado, ante una

economía globalizada y frente al riesgo de graves crisis económicas, la Encíclica Caritas in

veritate subraya la importancia de la intervención el Estado:

“En nuestra época, el Estado se encuentra con el deber de afrontar las limitaciones

que pone a su soberanía el nuevo contexto económico-comercial y financiero internacional,

caracterizado también por una creciente movilidad de los capitales financieros y los medios

de producción materiales e inmateriales. Este nuevo contexto ha modificado el poder

política de los estados. Hoy, aprendiendo también la lección que proviene de la crisis

económica actual, en la que los poderes públicos del Estado se ven llamados directamente a

corregir errores y disfunciones, parece más realista una renovada valoración de su papel y

de su poder, que han de ser sabiamente re examinados y revalorizados, de modo que sean

capaces de afrontar los desafíos del mundo actual, incluso con nuevas modalidades de

ejercerlos” (CV, 24; Cfr. 41).

b) Principio de subsidiaridad

Este principio cuenta con una larga tradición en la ética Política. Según este

principio, lo que puedan llevar a cabo los ciudadanos, individualmente o asociados, no debe

ser asumido por el afán centralizador del Estado. Este principio fue ya tenazmente

defendido por Pio XI (QA, 79-80) y es recordado por los Documentos magisteriales

posteriores. Juan Pablo II apela a él con frecuencia:

“No serían respetadas las libertades, ni en la letra ni en el espíritu, si prevaleciese la

tendencia a atribuir al Estado y a las otras expresiones territoriales del poder público una

función centralizadora y exclusivista de organización y gestión directa de los servicios, o de

rígidos controles, que acabarían por desnaturalizar su legítima función propia de

promoción, impulso, de integración y también (si es necesario) de suplencia de las

iniciativas de las libres instituciones sociales, según el principio de subsidiaridad” (Discurso

a los juristas, 25/11/1978).

La misma doctrina se repite en la Encíclica Centésimas annus, nn.11, 13,15 y en el

Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 13183-1385. Y el Papa Benedicto XVI lo califica

como expresión de la inalienable libertad humana (CV, 57).

c) Principio del Bien Común

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Moral  Social  

103    

En razón del bien común se define la autoridad, la ley y la sociedad. Por

consiguiente, si la autoridad, la ley y la sociedad son un servicio a bien común, en lógica

consecuencia, también el deber del Estado será velar por el bien común de la sociedad

política.

El bien común se encuentra hoy especialmente amenazado por la injerencia de las

ideologías políticas, las cuales, de modo inconsciente o interesadamente buscado, hacen

prevalecer la ideología del propio partido por encima del bien común, al que tienen

obligación de servir.

d) Principio de solidaridad

A estos tres principios clásicos, la Moral Política, siguiendo la doctrina social del

Magisterio, añade este cuarto principio. La razón es la internacionalización de la vida

política.

En efecto, la situación concreta de una nación influye en la vida política de otros

pueblos. En este sentido, el principio de solidaridad sería una consecuencia del principio de

subsidiaridad. O, como enseña el Documento Libertatis nuntius, el principio de solidaridad

y el principio de subsidiaridad están íntimamente ligados. (LN, 73).

A partir del siglo XX en que existen influencias políticas internacionales, Juan

Pablo II llamó la atención sobre los riesgos del individualismo nacional de los países más

ricos que se muestran insolidarios con los problemas de las naciones más necesitadas.

“Una nación que cediera más o menos conscientemente a la atención de cerrarse en

sí misma, olvidando la responsabilidad que le confiere una cierta superioridad en el

concierto de las naciones faltaría gravemente a un preciso deber ético” (SRS, 23).

El Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica se pregunta: ¿Cómo se expresa

solidaridad humana? Y responde:

“La solidaridad, que emana de la fraternidad humana y cristina, se expresa ante

todo en la justa distribución de bienes, en la equitativa remuneración del trabajo y en el

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Moral  Social  

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esfuerzo a favor de un orden social más justo. La virtud de la solidaridad se realiza también

en la comunicación de los bienes espirituales de la fe, aún más importantes de los

materiales” (CEC, 414).

Y de cara a la globalización en el campo económico, el Papa Benedicto XVI,

después de afirmar que el principio de subsidiaridad debe mantenerse íntimamente unido al

principio de solidaridad, lo razona en los siguientes términos:

“Así como la subsidiaridad sin la solidaridad desemboca en el particularismo social,

también es cierto que la solidaridad sin la subsidiaridad acabaría en el asistencialismo que

humilla al necesitado. Esta regla de carácter general se ha de tener muy en cuenta incluso

cuando se afrontan los temas sobre las ayudas internacionales al desarrollo. Estas, por

encima de las intenciones de los donantes, pueden mantener a veces a un pueblo en un

estado de dependencia e incluso favorecer situaciones de dominio local y de explotación en

el país que las recibe” (CV, 58).

Estos principios morales, al mismo tiempo que ayudan al Estado a cumplir su

misión propia, son el mejor antídoto para que el Estado no sea fin en sí mismo, pues el

estatalismo es una tentación siempre actual, incluso en las naciones democráticas.

5. El Estado y las minorías étnicas

En la unidad de territorio, de cultura, de historia… que define a una Nación, puede

subsistir diferentes étnicas entre los grupos que integran esa comunidad nacional. En

ocasiones, estas diferencias son notables, pues afectan a la lengua, a la religión, tradiciones,

etc., factores que condicionan las costumbres de un pueblo e influyen en la sensibilidad de

los individuos. Pues bien, estas diferencias deben ser respetadas.

Con ocasión de la Segunda Guerra Mundial, ante el hecho de que numerosas

fronteras adquirirían nuevos límites, Pio XII advirtió sobre la necesidad de respetar a las

minorías étnicas que resultasen de la nueva geografía de la futura Europa:

“En el campo de un nuevo orden fundado sobre principios morales, no hay lugar

para oprimir abierta o encubiertamente las peculiaridades culturales y lingüísticas de las

minorías nacionales… cuanto mayor sea la conciencia con que la autoridad competente del

Estado respete los derechos de las minorías, tanto más segura y eficazmente podrá exigir de

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Moral  Social  

105    

sus miembros el cumplimiento leal de sus deberes políticos, comunes a los demás

ciudadanos” (Radiomensaje de Navidad, 24/12/1941).

Posteriormente, Juan XXIII levantó acta de este problema de extrema gravedad.

(PT, 94) y enseñó que reprimir la vitalidad y el desarrollo de tales minorías viola

gravemente los deberes de la justicia (PT, 95). El Papa no solo demandó el respeto a esas

peculiaridades de las minorías, sino que animó a que el Estado las cultive:

“Que los gobernantes se consagren a promover con eficacia los valores humanos de

dichas minorías especialmente en lo tocante a la lengua, cultura, tradiciones, recursos e

iniciativas económicas” (PT, 96).

Estos principios han sido consagrados por la ética internacional, así los recoge el

Código de Malinas (n. 35).

Con relativa frecuencia, no es fácil conjugar la unidad del Estado con las

pretensiones de esas minorías, en ocasiones, excesivas. Juan XXIII contempla también esta

situación, pues estas minorías étnicas…propenden muchas veces exaltar más debido sus

características raciales propias, hasta el punto de anteponerlas a los valores comunes…

como si el bien de la entera familia humana hubiese de subordinarse al bien de una estirpe

(PT, 97). El Papa demanda de las minorías que acepten los valores comunes, con los cuales

se enriquecen, y les anima a que participen amistosamente en los usos y tradiciones de los

pueblos que los circundan. (PT, 97).

También esta situación de minorías étnicas se propende a exagerar sus

características, se contempla en el Código de Malinas (n. 35). El art. 2 de la Constitución

Española ha querido ser fuel a esta enseñanza ética:

“La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española,

patria común e indivisible de todos los españoles, y reconoce y garantiza el derecho a la

autonomía de las nacionalidades y regiones que integran y la solidaridad entre todas ellas.

6. Las minorías políticas y sociales en los gobiernos democráticos

Las democracias se rigen por el voto de la mayoría. No obstante, incluso las

mayorías absolutas y hegemónicas casi nunca representan la mayoría absoluta de un

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Moral  Social  

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pueblo, sino que son, simplemente, una mayoría relativa. Pues bien, el gobierno

democráticamente elegido, aun con mayoría hegemónica, no puede gobernar sin tener en

cuenta esas minorías reales o esa mayoría absoluta de ciudadanos a los que, en verdad no

representa.

Es claro que de modo habitual las decisiones debe tomarlas el gobierno en virtud del

poder recibido del pueblo, pues, en efecto, representa a una mayoría que le dio su confianza

mediante el voto. Pero, en cuestiones de especial gravedad para el futuro de la nación e

incluso en algunos temas menores (al menos, por razón de eficacia), debe atender las justas

reivindicaciones de las minorías representadas en el Parlamento.

II. Algunos problemas más urgentes de la ética política

La influencia de la política cada día abarca ámbitos más extensos de la vida social,

de forma que el conjunto de la actividad ciudadana depende de decisiones políticas.

Algunos de estos problemas son nuevos, otros son antiguos; pero, dada la universalidad de

la política actual, adquieren mayor gravedad por cuanto se convierten en problemas

mundiales. Aquí no es posible aludir a todas estas cuestiones. Solo se estudian estas tres

que parecen más urgentes y más universales: la cultura, la paz y la ecología.

1. La cultura

El tema de la cultura es tan extenso e importante que una exposición correcta exigirá

un tratamiento interdisciplinar. Del tema se ocupó ampliamente el Concilio Vaticano II

(GS, 53-62). En la exhortación Apostólica Christifideles laici, Juan Pablo II afirma que,

especialmente en nuestros días la cultura constituye una de las más graves

responsabilidades de la convivencia humana y de la evolución social (ChL, 44). Esto

explica que las diversas ideologías políticas traten de dominar los resortes culturales,

especialmente cuando se hacen con el gobierno de una nación.

Partimos del concepto de cultura, tal como la define el Vaticano II:

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Moral  Social  

107    

“Por palabra cultura,, en un sentido general, se indican todos los medios por los que

el hombre perfecciona y despliega las diversas cualidades espirituales y corporales; por el

conocimiento y el trabajo, se esfuerza en someter bajo su dominio el universo mismo; por el

progreso de las costumbres y de las instituciones, hace más humana la vida social, tanto en

la familia como en toda la comunidad civil; por último, expresa comunica y conserva en sus

obras, a través de los tiempos las grandes experiencias espirituales y las aspiraciones, para

que sea útiles a muchos otros, e incluso a todo el género humano” (GS, 53).

Según esta definición, la cultura abarca la perfección de la integridad del hombre en

su doble dimensión anímico-corporal y el cultivo de esta raíz deriva el término cultura, del

entorno creado por él. Según Pablo VI, la ruptura entre el Evangelio y la cultura es, sin

duda alguna, el drama de nuestro tiempo. (EN, 20). Y Juan Pablo II enseña que la f no

inculturizada n es la verdadera fe (CT, 53).

La cultura así entendida es evidente que está íntimamente relacionada con la ética

porque hace referencia al desarrollo de la integridad de la persona y de las instituciones en

medio de las cuales el hombre desenvuelve su existencia.

También es claro que la fe y por ello la moral debe acoger y adaptarse a los logros y

sensibilidades culturales de cada época. No obstante, con el fin de evitar el relativismo

ético, la teología moral advierte que hay valores irrenunciables en ese dialogo entre fe y

cultura. Al menos, además de la apertura a la trascendencia propia del ser humano, no son

negociables los siguientes valores:

• La dignidad de la persona humana como imagen de Dios, de la que derivan

los derechos fundamentales del hombre.

• La prioridad de la vida como valor primero: sin ella, nada vale. Por eso,

frente a la llamada cultura de la muerte, la ética cristiana profesa la

civilización de la vida.

• La existencia y el valor de la libertad personal responsable, frente a los

totalitarismos y los fanatismos fundamentalistas.

• La prioridad del ser sobre el tener, que valora la perfección de la persona

frente a la posesión de cosas.

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Moral  Social  

108    

• El valor de la justicia en las relaciones interpersonales y entre los distintos

pueblos y culturas. De ahí la solidaridad como medio para acabar con los

injustos niveles sociales entre los individuos y entre las naciones.

• Mantener el principio de la cultura no es patrimonio del Estado, sino que la

misión de este es posibilitar y favorecer el acceso a la cultura de los

individuos, de las familias y de las instituciones intermedias. Al Estado le

pertenece una misión subsidiaria, de vigilancia y de suplencia.

• Proponer y urgir a los medios de comunicación social los principios de la

ética profesional, por la importancia que tienen en la actualidad como focos

de creación y transmisión cultural.

Estos principios deben ser expuestos en diálogo, pero sin complejos, con la

convicción de que, si se es fiel al espíritu católico, la moral cristiana ofrece elementos muy

válidos para el desarrollo cultural, tal como enseña el Concilio Vaticano II:

“La buena nueva de Cristo renueva constantemente la vida y la cultura del hombre

caído y combate y aleja los errores y los males que proceden de la seducción permanente

del pecado. Purifica y eleva sin cesar las costumbres de los pueblos. Con las riquezas de lo

alto, fecunda desde dentro las cualidades espirituales y las dotes de cada pueblo o de cada

época; les da solidez, la enriquece y las restaura en Cristo. Así, la Iglesia, por el solo hecho

de cumplir su propia misión, impulsa la cultura humana y contribuye a ella” (GS, 58).

Pero, frente a la grandeza y los bienes que aporta la cultura, en amplios ambientes se

habla de la sub-cultura, o sea, de expresiones que denigran al hombre y su saber, pues son

negadores del bien y de la verdad o que, en vez de belleza, apuestan por el feísmo, los

disforme y repulsivo, fenómeno que abunda en no pocas manifestaciones del arte en sus

diversas formas de expresión. Tales formas de pensamiento débil, de algunas

manifestaciones del arte, etc., cabría incluirlas en lo que el papa Benedicto XVI denomina

una cultura sin verdad (CV, 3).

Cuestión aparte es el hecho de la convivencia de diversas culturas a causa del

fenómeno actual de la emigración, lo cual, si bien puede ser un dato enriquecedor, sin

embargo, cuando se superponen y se aceptan de manera acrítica, sin discreción alguna,

según el Papa, puede originar un doble error: 1. Un eclecticismo universal, porque se piensa

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Moral  Social  

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en las culturas como superpuestas unas a otras sustancialmente equivalentes e

intercambiables. 2. El peligro opuesto de rebajar la cultura y homologar los

comportamientos y estilos de vida. La solución ante este fenómeno lo señala también el

Papa: no deben considerarse los diversos fenómenos culturales como homogéneos e

idénticos, pues no todos gozan del mismo valor y sentido. Esto conduciría a un relativismo

cultural (CV, 26).

2. La paz y la guerra

El ideal bíblico se señala con el término hebreo “Shalom”. La Paz se presenta

también como la consigna del Nacimiento del Salvador (Lc 2, 14) La enseñanza moral de

Jesús es la de amor fraterno, de modo que con su mensaje elimina la ley del talión (Mt, 5,

38-47). No cabe aludir a signos de violencia en ciertos dichos paradójicos de Jesús, Mc 11,

15-19; Lc 12, 51-53; 22, 35-38, pues no se trata de violencia física, sino en sentido figurado

y religioso.

Este ideal de paz atraviesa las páginas de la tradición de los Santos Padres. Las

condiciones de la guerra justa de la teología posterior eran unas orientaciones morales para

limitar los conflictos bélicos que confrontan la historia de los hombres y el ideal cristiano

de la paz.

El ideal de la paz se ha extendido en nuestro tiempo debido a las numerosas guerras

habidas y a las muertes que han producido a lo largo del siglo xx. Según el Programa de

investigación de EE. UU., Correction of war, en el periodo 1945-1999, se registraron 25

guerras interestatales, que han producido cerca de 3,3 millones de muertos en combate. Y,

en el mismo espacio de tiempo, han estallado 127 guerras civiles que han dejado sobre el

campo de batalla 16, 2 millones de muertos (Informe de Zenit 17/01/2008).

Según otras informaciones, a lo largo del siglo XX, hasta la guerra de Bosnia, han

muerto 150 millones de hombres en los numerosos conflictos bélicos, tanto en el campo de

batalla, como en los campos de concentración, deportaciones, hambre, etc., acaecidos en

dicho siglo.

Ante tantos conflictos, se reclama de continuo la existencia de un organismo

internacional que favorezca el diálogo entre las naciones o grupos étnicos que recurren a la

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Moral  Social  

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guerra para solucionar sus diferencias. Con esta finalidad se institucionalizó la ONU, el año

1945, pero su eficacia no ha sido esperada: de hecho no fue capaz de evitar esos numerosos

conflictos bélicos que tuvieron lugar después de la segunda guerra mundial. Por ello, se

demanda una reforma de la Organización de las Naciones Unidas. A esa reforma aludió, sin

éxito, el Papa Juan XXIII en la encíclica Pacem in terris (PT; 145).

Pero Benedicto XVI, ante el fenómeno de la globalización, urge la necesidad de la

reforma de esa institución mundial con el fin de superar las injusticias sociales y lograr la

deseada paz entre las naciones:

“Ante el imparable aumento de la interdependencia mundial, y también en

presencia de una recesión de alcance global, se siente mucho la urgencia de la reforma tanto

de la Organización de las Naciones Unidas…Esto aparece necesario precisamente con

vistas a un ordenamiento político, jurídico y económico que incremente y oriente la

colaboración internacional hacia el desarrollo solidario de todos los pueblos. Para gobernar

la economía mundial, para sanear las economías afectadas por la crisis, para prevenir su

empeoramiento y mayores desequilibrios consiguientes, para lograr un oportuno desarme

integral, la seguridad alimenticia y la paz, para garantizar la salvaguardia del ambiente y

regular los flujos migratorios, urge la presencia de una verdadera Autoridad política

mundial… esta Autoridad deberá estar regulada por el derecho, atenerse de manera concreta

a los principios de subsidiaridad y de solidaridad, estar ordenada a la realización del bien

común, comprometerse en la realización de un auténtico desarrollo humano integral

inspirado en los valores de la cridad en la verdad. Dicha Autoridad, además, deberá estar

reconocida por todos, gozar de poder afectivo para garantizar a cada uno la seguridad, el

cumplimiento de la justicia y el respeto de los derechos. Obviamente, debe tener la facultad

de hacer respetar sus propias decisiones a las diversas partes, así como las medidas de

coordinación adoptadas en los diferentes foros internacionales… el desarrolla integral de

los pueblos y la colaboración internacional de tipo subsidiario para el gobierno de la

globalización, que se lleve a cabo finalmente un orden social conforme al orden moral, así

como esa relación entre esfera moral y social, entre política y mundo económico y civil, ya

previsto en el Estatuto de las Naciones Unidas” (CV, 67).

El Concilio Vaticano II, no solo debido a la circunstancia del recrudecimiento de los

medios mortíferos de las ultimas guerras, sino como consecuencia del amor cristiano a la

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Moral  Social  

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paz, sometió a una profunda revisión las condiciones en las que pueda ser lícita una

confrontación bélica (GS, 80).

A partir de las enseñanzas de la Constitución Gaudium et spes, las Conferencias

Episcopales de los diversos países democráticos han publicado Documentos de condena de

la guerra y de educación para la paz. La Conferencia Episcopal Española afirma:

“En una situación como la que vivimos es muy difícil que se den las condiciones

mínimas para poder hablar de una guerra justa. La capacidad de destrucción de las armas

modernas, nucleares, científicas y aun convencionales, escapa a las posibilidades de control

y proporción. Por ello hay que tender a eliminación absoluta de la guerra y a la destrucción

de armas tan mortíferas como las armas nucleares, biológicas y químicas. Esto no será

posible sin un cambio de conciencia que lleve a rechazar la guerra y extirpar las injusticias

que la alimentan, es preciso llegar al desarme de las mismas conciencias. (Constructores de

la paz, II, 5,1.)

Juan Pablo II prestó atención frecuente al tema de la guerra, pero su doctrina se

resume en los diversos discursos que pronunció con ocasión de la guerra del Golfo Pérsico.

La gravedad del momento movió al Papa a trabajar por la paz imposible y lo hizo

reiteradamente con fórmulas muy diversas, siempre con rechazo total a la guerra y sin

condiciones. La condena de la guerra, Juan Pablo II lo hizo con estas y otras a fórmulas:

“El comienzo de esta guerra marca una grave derrota del derecho internacional y de

la comunicación internacional. La guerra no puede ser un medio adecuado para resolver

completamente los problemas existentes entre las naciones. No lo ha sido nunca y no lo será

jamás” (Alocución, 17/01/1991).

Y, en el discurso al Cuerpo Diplomático, el Papa pasó revista al derecho

internacional y afirmó:

“El recurso a la fuerza por una causa justa no será admisible a no ser que este

recurso sea proporcional al resultado que se quiere obtener y su se piensa en las

consecuencias que las acciones militares, cada vez más desbastadoras por la tecnología

moderna, tendrían para la supervivencia de las poblaciones y del planeta mismo… la guerra

sería la decadencia de toda la humanidad” (17/01/1991).

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Moral  Social  

112    

El juicio ético acerca de la legitimidad de la guerra cada día será más negativo, por

eso la moral católica se consagra principalmente a promover una cultura de la paz.

Últimamente, con ocasión de las dictaduras que se dan en ciertos países en los que

no solo se niegan los derechos humanos más elementales, sino que se llevan a cabo grandes

crímenes contra los ciudadanos, se planea la necesidad de iniciar un conflicto armado

contra esos régimenes, con el fin de finalizar con tales abusos que en ocasiones cometen

verdaderos crímenes contra la humanidad. Con este fin se evita el término “guerra justa” y

se ideó otro sintagma menos belicista: Derecho de injerencia por motivos humanitarios”.

En la I Conferencia Internacional sobre el Derecho y Moral Humanitarios (París,

enero de 1987) se propuso que tal injerencia fuese admitida por el derecho internacional. Y

el en año 1988, la Resolución 43/131 del Consejo de Seguridad de la ONU admitió como

legitimo este principio de intervención. No obstante, ante el riesgo de que fuese ocasión

para caer en un nuevo colonialismo tal derecho no fue admitido por la Asamblea General

de la ONU del 20/11/1999.

Por el contrario, ante los hechos tan lacerantes de la época como acontecieron en el

Kurdistán, en el Timor Oriental y en Bosnia-Herzegobina, el papa Juan Pablo II, en el

mensaje para la jornada Mundial de la Paz (1/01/2000), afirmó:

“Cuando la población civil corre el riesgo de sucumbir ante el ataque de un agresor

injusto y los esfuerzos políticos y los instrumentos de la defensa, no violenta no han valido

para nada, es legítimo, e incluso obligado, emprender iniciativas concretas para desarmar al

opresor”

Seguidamente, el Papa razona la legitimidad y limita tal derecho de intervención a

estas condiciones:

“Estas han de estar circunscritas en el tiempo y deben ser concretas en sus

objetivos, de modo que estén dirigidas desde el total respeto al derecho internacional,

garantizadas por la autoridad reconocida a nivel supranacional y en ningún caso dejadas a la

mera lógica de las armas”.

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Moral  Social  

113    

Sobre el mismo tema se expresó el Papa Benedicto XVI en el discurso a las

Naciones Unidas (18/04/2008). Y volvió a repetir las mismas ideas en otro Discurso al

personal de la Organización de las Unidas (18/04/2008).

Sobre la objeción de conciencia en asuntos relacionados con el servicio militar,

basta recoger la enseñanza de la Constitución Gaudium et Spes:

“Parece razonable que las leyes tengan en cuenta, con sentido humano, el caso de

los que se niegan a tomar las armas por motivo de conciencia y aceptan al mismo tiempo

servir a la comunidad humana de otra forma” (GS, 79).

3. La ecología

El desastre ecológico de los últimos años ha sido la ocasión para que la Moral

Política reflexionase de nuevo sobre la doctrina bíblica acerca del ámbito de dominio que

tiene el hombre sobre la naturaleza y de la finalidad del cosmos como medio de

susbsitencia para toda la humanidad.

Los resultados de los estudios bíblicos son patentes: solo Dios tiene domino

absoluto sobre la obra creada: el hombre es solo su administrador. En su misión de buen

gestor, al hombre le compete cuidar, y desarrollar el patrimonio recibido por Dios. Por,

ello, no puede ejercer un dominio despótico de forma que pueda usar y ab-usar a capricho

de la naturaleza y, menos todavía, destruirla. Además, el mundo ha sido creado para uso de

todos los hombres y de todas las generaciones.

A la vista de esta enseñanza bíblica, la ciencia moral expone que el uso de la

naturaleza debe estar sometido a los siguientes principios éticos:

• El hombre ha de cultivar el respeto a la naturaleza, de modo que no pueda

abusar de ella.

• El hombre puede usar de la naturaleza para su servicio, en cuanto le ofrece

los medios normales de subsistencia.

• Se han de condenar los desastres ecológicos, fruto de un uso abusivo de la

naturaleza por parte del hombre.

• Los recursos de la naturaleza son limitado, por lo que pesa sobre cada

generación el grave deber de usarlos con parquedad.

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114    

• Solidaridad a nivel de humanidad, lo cual conlleva dos limitaciones.

Primera: la tierra debe servir a todos los hombres y no solo a quienes

disponen de mayor poder para explotarla. Segunda: se debe pensar en las

generaciones futuras, dado que el mundo ha sido creado por Dios para uso y

servicio de todos los hombres en todos los tiempos.

Estas enseñanzas han sido recogidas en el Catecismo de la Iglesia Católica con el

fin de que sirvan de orientaciones para la formación de la conciencia de los creyentes:

“El séptimo mandamiento exige el respeto de la integridad de la creación. Los

animales, como las plantas y los seres inanimados, están naturalmente destinados al bien

común de la humanidad pasada, presente y futura (cfr. Gn 1, 28-31). El uso de los recursos

minerales, vegetales y animales del universo no puede ser separado del respeto a las

exigencias morales. El dominio concedido por el Creador al hombre sobre los seres

inanimados y los seres vivos no es absoluto; está regulado por el cuidado de la calidad de la

vida del prójimo incluyendo la de las generaciones venideras; exige un respeto religioso de

la integridad de la creación. (CEC, 2415).

En esta misma doctrina incide Benedicto XVI en la encíclica Caritas in veritate. El

Papa insiste en la importancia de la enseñanza bíblica y en la condena del abuso que se

hace de la naturaleza. No obstante, rechaza algunos excesos del ecologismo, pues algunos

parece que consideran la naturaleza como más importante que la persona y otros practican

tal veneración que conduce actitudes neopaganas o de nuevo panteísmo (CV, 48). Dentro

de la temática ecológica, Benedicto XVI dedica espacios a reclamar el derecho de todos al

agua y a la energía (CV, 49-51).

Asimismo, el Papa formula una grave acusación: es una gran incoherencia cultural

proclamar la salvaguarda de la naturaleza y, al mismo tiempo, defender otros delitos contra

la vida, tales como el aborto, la eutanasia,, etc.:

“Es una contradicción pedir a las nuevas generaciones el respeto al ambiente

natural, cuando la educación y las leyes no les ayudan a respetarse a sí mismas. El libro de

la naturaleza es uno e indivisible, tanto en lo que concierne a la vida, la sexualidad, el

matrimonio, la familia, las relaciones sociales, en un palabra, el desarrollo humano integral”

(CV, 51).

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Moral  Social  

115    

Finalmente, Benedicto XVI aunó el problema de la ecología al tema de la paz en el

mensaje para la jornada mundial de la paz (1/01/2010) bajo el lema: “si quieres promover la

paz, protege la creación”.

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Moral  Social  

116    

El bien común

No es frecuente que la exposición de la moral política finalice con el tema del “bien

común”, pues es tradicional situarlo al exponer los fundamentos de la moral social. Aquí,

intencionadamente, se concluye con este tema, pues es como la finalidad de la moral

política, dado que, si bien es cierto que el punto central es el hombre y el centro, la justicia,

su fin es el bien común. En efecto, el bien común es lo que justifica la actividad política:

“La comunidad política nace para buscar el bien común, en el que encuentra su

justificación plena y su sentido y del que deriva su legitimidad primigenia y propia” (GS,

74).

Además, resaltar que el bien común es el fin de la moral política, emplaza a los

partidos políticos a que juzguen excesiva la densidad política por ellos creada, lo cual es

contraproducente para la sociedad. Por lo que, en la política de partidos, lo más decisivo no

son los éxitos electorales ni el triunfo de la ideología ni el denominado estado de bienestar,

sino del bien común de la sociedad.

Finalmente, el bien común es un buen colofón para cerrar el estudio de la ética

social y de la ética económica, dado que también su fin es el bien común de la entera

sociedad.

I. Concepto del bien común

En el bien común se resuelve la antinomia que subyace a lo largo de la Moral Social

entre individuo y sociedad. En efecto, individualismo y colectivismo encuentran en el bien

común su síntesis más acertada.

Pero la dificultad reside exactamente en definirlo, pues el concepto de bien común

es complejo y por ello no es fácil de precisar: de hecho, ha sido objeto de discusión por

parte de los autores. Por su parte, el Magisterio ha ido lentamente fijando su significado

exacto.

1. Algunas definiciones magisteriales

León XIII afirmó que el bien común es la razón suprema y origen de la humana

sociedad (discurso, 16/02/1892), pero no lo definió. Desde Pío XI, los escritos de los Papas

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Moral  Social  

117    

contienen distintas aproximaciones a este concepto. La definición más concisa es esta de

Juan XXIII:

“Un sano concepto del bien común abarca todo un conjunto de condiciones sociales

que permitan a los ciudadanos el desarrollo expedito y peno de su propia perfección” (MM,

65).

El Concilio Vaticano II se inspira en esta definición, pero la completa del modo

siguiente:

“El bien común abarca el conjunto de aquellas condiciones de la vida social, con las

cuales los hombres, las familias y las asociaciones pueden lograr con mayor plenitud y

facilidad su propia perfección” (GS, 74; DH, 7).

En consecuencia, el bien común integra los siguientes elementos específicos:

Un conjunto de condiciones sociales. En la definición no se especifican, pero no es

difícil señalar algunas. Por ejemplo, el equilibrio económico, la paz, la regulación jurídica

justa, la moralidad pública, el reconocimiento de las libertades formales, la seguridad

ciudadana… el Catecismo de la Iglesia Católica menciona otras más inmediatas: facilitar a

cada uno lo que necesita para llevar una vida verdaderamente humana: alimento, vestido,

salud trabajo, educación y cultura, información adecuada, derecho de fundar una familia,

etc. (CEC, 1908).

Esas condiciones sociales no solo se refieren al individuo, sino también a la familia

y a las asociaciones intermedias. En consecuencia, el bien común demanda facilitar, la

atención a las familias numerosas, la subvención a situaciones penosas, como son los hijos

minusválidos, la ayudad a los ancianos, etc. En relación a las sociedades, el bien común

demanda no solo aceptarlas, sino defenderlas y fomentarlas. Es lógico que entre las

asociaciones que se deben fomentar para el bien común de la sociedad son las que más

promueven la formación de los individuos y de los grupos humanos.

Para lograr con mayor plenitud y facilidad su propia perfección. Esta es la finalidad:

posibilitar y facilitar que individuo, familia y asociaciones alcancen su propia perfección.

Por consiguiente, el bien común supone el cultivo de los valores que son propios de la

persona; en concreto, los bienes materiales: alimentación, vivienda, etc., pero también los

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Moral  Social  

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morales: cultivo social de los valores éticos, moralidad pública, etc. Y los valores

religiosos.

2. Interpretaciones contradictorias

Ninguna de las ideologías sociales, económicas o políticas renuncian al concepto

del bien común. Sin embargo, varía notalmente la comprensión de cada una de ellas. En

concreto, las dos grandes ideologías que abarcan el espectro social, liberalismo y

socialismo, proponen conceptos dispares. Para el liberalismo, el bien común es,

preferentemente, de orden económico y entiende como tal aquellas condiciones que

posibilitan la producción de bienes de consumo, facilitan el comercio, etc. Por el contrario,

para el colectivismo socialista, el bien común tiene acentos más políticos y lo refieren al

bien del Estado y de la colectividad, por eso el bien común para ellos e identifica con el

bien social.

Ambas concepciones son estrechas, pues consideran al individuo y a la sociedad

solo desde la óptica económica y política. Pero la Teología Moral, sin descuidar esos dos

aspectos, tiene una visión más extensa y profunda, en efecto, el bien común para la Moral

Política parte de la antropología, del hombre en la unidad radial cuerpo-espíritu y de su

apertura a la trascendencia.

Los Papas han denunciado ese reduccionismo del bien común. Así frete al nazismo,

Pio XI afirmó que el verdadero bien común se determina y se conoce mediante la

naturaleza humana. Y, por encima de los ideales sociales de la ideología nazi, el Papa

propone “valores más universales y más altos… que tienen, por voluntad del Creador… el

desarrollo natural y sobrenatural del hombre” (MBS, 35).

Por su parte, el Papa Pío XII, en momentos de grandes convulsiones sociales en

Europa y ante el peligro de los totalitarismos nazista y comunista, denunció las reducciones

a las que estos sistemas sometían al concepto mismo del bien común de la entera sociedad:

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Moral  Social  

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“El bien común no puede quedar determinado por el capricho de nadie ni por la

exclusiva prosperidad temporal de la sociedad civil, sino que debe ser definido de acuerdo

con la perfección natural del hombre, a la cual está destinada la sociedad política por el

Creador como medio y como garantía” (Summi pontificatus, 45).

II. Característica del bien común

Como se ha visto, el bien común que define la ética no siempre se identifica con el

propuesto por la política, la economía o la sociología. Tampoco es el mismo que propone la

ética filosófica y la teología. La diferencia se sitúa en tres niveles: los bienes que integra, la

cualidad de los valores que se proponen y el fundamento sobre el lo que lo asientan. Según

la concepción de la Moral Política, el bien común debe explicarse conforme a estos tres

principios fundamentales:

1. El bien común es un bien y no un mal

Este enunciado es una obviedad, sin embargo, el punto focal del bien común en la

concepción teológica no es tanto evitar un mal cuanto llevar a cabo el bien de la sociedad.

En este sentido, por ejemplo, no es un bien levantar cárceles para asegurar la seguridad

pública, sino que el bien común demanda que, precisamente, se lleva a cabo una educación

preventiva contra el delito. Porque el sentido positivo del bien común tiene como fin no

tanto prohibir los vicios, cuanto crear un ambiente social que favorezca el bien.

Un gobierno que, en vista a un pretendido bien común, dé garantía jurídica a

situaciones anormales, no parece que favorezca el bien común. En tales casos, más que en

un bien común habría que pensar que se conduce a la sociedad a un estado de mal común.

Los ejemplos se podrían multiplicar, pero caen dentro de ese mal común, por ejemplo, la

legalización del aborto, de la eutanasia, de la droga…, la negación de las libertades

formales, el no castigo de los verdaderos delitos, como el terrorismo, el comercio de

drogas, y de energía atómica, el tráfico de influencias, los sobornos, etc.

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2. El bien común no es la suma de los bienes particulares

Algunos pretenden que el bien común equivale a la suma de los bienes totales de los

ciudadanos: una especie de bolsa común, resultante del despojo de los bienes particulares.

Es evidente que, cuando se cercenan los bienes del individuo, se quebranta el primer

principio del bien común, que es facilitar la perfección de cada persona. Este ha sido el

error de los socialismos históricos. El colectivismo marxista tampoco consigue el bien

común, sino el mal común. Y los hechos de la historia reciente confirman en error teórico

del bien común identificado en el pretendido bien social, que luego se reparte

equitativamente entre los ciudadanos.

Por el contrario, el bien común no es una suma, sino un valor nuevo resultante de

una concepción de la vida social que no se identifica ni con el bien individual no con la

suma de los bienes de los particulares. No es un problema entre el individualismo y

colectivismo, sino una síntesis que armoniza individuo y sociedad. Como escribe Juan

Pablo II: la persona se ordena al bien común, porque la sociedad, a su vez, está ordenada a

la persona y a su bien común (Alocución, 7/12/1979).

3. El bien común no es lo que resta en el reparto general

Este puede ser el error del capitalismo liberal que profesa solo la producción con la

utopía de que las leyes del mercado son autónomas, ellas mismas producen el reparto,

alcanzan el bien general con un remanente que servirá para utilidad del bien común.

También la experiencia muestra que el liberalismo capitalista, llevado al extremo, es

devorador y después del reparto de las ganancias no queda nada: no hay respeto para

repartir, sino que despierta tales avideces que se consume todo y lo que sobra se guarda.

Ese liberalismo, el Papa Juan Pablo II lo sigue denominando capitalismo rígido (LE, 14).

Además, el bien común no es el que produce una sola clase social, sino aquel en que

todos colaboran en su creación: porque todos aportan, consecuentemente, todos perciben.

La ley que rige el bien común es doble: cooperación común y reparto proporcional.

Estas tres explicaciones del bien común son reduccionistas y no logran alcanzar su

verdadero sentido. Padecen un error de fondo: concebir el bien común solo desde la óptica

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economicista o política. Por ello han rebajado la altura del bien común que integra tantos y

tan elevados valores y lo han reducido al denominado estado de bienestar que se concreta

casi exclusivamente en los elementos de la economía.

III. Principios morales del bien común

Expresada la naturaleza del bien común y rechazadas las teorías insuficientes, ahora

se intenta formular los principios éticos que lo regulan. Cabe numerar los ocho siguientes:

1. Bien particular y bien común no se contraponen

Este principio parte de la verdadera antropología que explica el ser del hombre en la

singularidad del individuo y en la dimensión social de la persona. Por ello, en teoría, no

puede haber contraposición entre el bien particular y el bien común.

El conflicto se presenta en la vida práctica cuando se trata de armonizar la esfera

privada y la esfera pública o en los casos en que entran en consolidación los derechos

personales con las exigencias de la sociedad. Cuando se originen tales conflictos-que será

con demasiada frecuencia-, la solución viene no por la simplificación de anular una

dimensión del hombre, sino por el esfuerzo de salvar las dos. Como enseña Juan Pablo II:

“La persona se ordena al bien común porque la sociedad, a su vez, está ordenada a

la persona y a su bien, estando ambas subordinadas el buen supremo, que es Dios. Partiendo

de estos supremos principios es como puede encontrarse la luz necesaria para plantear

rectamente las relaciones entre la esfera privada y pública y para superar los eventuales

contrastes que se presenten” (Discurso, 7/12/1979).

Contraponer bien particular y bien público no solo es optar por una antropología

insuficiente, sino que es poner los cimientos de un desorden social.

Esta afirmación no va en contra de la disputa acerca de la primacía del bien común.

Esta discusión se sitúa en el terreno teórico, pero aun en estos casos no debe haber

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contraposición, pues, como se dice en el principio 7, incluso en el bien común debe respetar

la ley natural que rige la conducta singular del individuo.

2. Igualdad de los participantes ante el bien común

Este principio ético demanda que, ante el bien común y en la escala de bienes los

ciudadanos situados en el mismo plano no pueden ser privilegiados frente a otros. O sea,

que se condenan los “favoritismos” y se defiende la “igualdad de derechos” e “igualdad de

oportunidades”.

A la luz de este principio se han de juzgar las irregularidades administrativas, en las

que se benefician a personas cercanas al poder o a la información. En concreto, este

principio condena el llamado “tráfico de influencias” y profesa la igualdad de todos los

ciudadanos ante la ley. Respecto a los partidos políticos, el Concilio Vaticano II advierte:

“Los partidos políticos deben promover todo lo que crean que es necesario para el

bien común; pero nunca es licito ante poner el propio interés al bien común” (GS, 75).

Este riesgo es difícil de evitar cuando en la vida política se da una densidad excesiva

de “política de partido”.

3. Limitación de derechos particulares frente a las demandas del bien común

El bien común no es un bien colectivo, por el contrario, mira por igual al individuo

y a la colectividad, pero, en ocasiones, el bien común demanda que el bien particular se da

ante las exigencias de la colectividad es una doctrina clásica en la enseñanza del

Magisterio. Así se expresaba Pío XI:

“Quedando siempre a salvo la esencia de los derechos primarios y fundamentales,

como el de la propiedad, algunas veces el bien común impone restricciones a estos

derechos” (Firmissimam Constatiam, 22, 28/03/1937).

El Papa cita expresamente los “derechos fundamentales”, los cuales deben siempre

ser respetados y lo ejemplifica con la propiedad. Pero es, precisamente, la posesión privada

la que puede ceder ante un mayor bien social. En todo caso, siempre debe ser reconocida,

por lo que el propietario ha de ser recompensado convenientemente. Este respecto, la

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casuística es extensa y por ello se presta a irregularidades administrativas e incluso a

injusticias.

Ya Tomas de Aquino explicaba –si bien no contempla los casos singulares ni las

circunstancias que pueden incurrir- que la dialéctica que puede surgir entre el bien del

individuo y el bien social debe solucionarse a favor de este último:

“Si un mismo bien puede valer para un solo hombre o para toda la sociedad,

evidentemente es mucho mejor y más perfecto decidirse por lo que es bueno para esta que

por lo que es para a aquel”. No cabe duda de aquel el amor que debe existir entre los

hombres autoriza a procurar también lo que es bueno para uno solo. Pero es mucho mejor y

más divino que se actúe en beneficio de todos” (In Ethicorum, I, 2, 3).

4. Gradualidad en la aplicación del bien común

El bien común debe redundar en beneficio del conjunto de los ciudadanos, pero no

del mismo modo y en el mismo grado. Es evidente que han de ser beneficiados los más

débiles y los más necesitados en los distintos niveles de la vida.

Un trato por igual a todos puede comportar una grave injusticia, que, por definición,

demanda “dar a cada uno lo suyo”. Por lo que cierto igualitarismo social equivale a una

injusticia social generaliza.

En la Encíclica Pacen in Terris, el Papa Juan XXIII explicaba así la gradualidad

según la cual deben participar los ciudadanos de los bienes que ofrece y garantiza el bien

común:

“Todos los miembros de la comunidad deben participar en el bien común por razón

de su propia naturaleza, aunque en grados diversos, según la categorías, méritos, y

condiciones de cada ciudadano. Por este motivo, los gobernantes han de orientar sus

esfuerzos a que el bien común redunde en provecho de todos, sin preferencia alguna, por

persona o grupo social determinado… sin embargo, razones de justica y de equidad pueden

exigir a veces, que los hombres de gobierno tengan en especial cuidado de los ciudadanos

más débiles, que puedan hallarse en condiciones de inferioridad para defender sus propios

derechos y asegurar los legítimos intereses” (PT, 56).

5. El bien común abarca a todo el hombre

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Como queda dicho, el bien común no se concreta solo en los bienes económicos,

sino que tiene a la vista la riqueza de la persona, -incluidos los valores del espíritu-, las

necesidades de la familia y el bien de las sociedades intermedias. La Encíclica Pacem in

Terris expresó que la totalidad de la persona íntegra por igual los valores del cuerpo y los

correspondientes a la vida del espíritu:

“El bien común abarca a todo el hombre, es decir, tanto las exigencias del cuerpo

cono alas del espíritu. De lo cual se sigue que los gobernantes deben procurar dicho bien

por las vías adecuadas y escalonadamente, de tal forma que, respetando el recto orden de

los valores, ofrezcan al ciudadano la prosperidad material y al mismo tiempo los bienes del

espíritu” (PT, 57).

Es lógico que entre las necesidades que debe atender el bien común cabe distinguir

entre las más urgentes, por ejemplo, los bienes de subsistencia física, la vivienda, etc., y las

más importantes, como son la educación, los valores éticos, o religiosos. Las necesidades

urgentes deben ser pronto atendidas, pero no deben hacer olvidar las que son

verdaderamente importantes. Aquí tiene validez el principio: es preciso hacer esto sin

omitir aquello. En todo caso, se debe tener presente esa jerarquía de objetivos que incumbe

al bien común, tal como señala Pio XI:

“ El bien común… es para que los hombres sean mejores, por lo que debe colocarse

principalmente en la virtud. Sin embargo, para la buena constitución de una nación es

necesaria también la abundancia de los bienes de cuerpo y bienes externos, cuyo uso es

necesario para la práctica de la virtud” (RN, 25).

Entre estos valores importantes hay que destacar los que defienden la vida, los

referentes a la educación y los que defienden la familia.

6. Valores concretos que integran el bien común

Lo que permite salir de la mera teoría acerca del bien común es anunciara los bienes

concretos que lo integran. Pero, al momento de catalogar la suma de esos bienes, cada autor

hace su propio inventario. También aquí entra en juego la ideología.

Es claro que cada época demanda nuevas concreciones conforme a las necesidades

que suscitan de hecho, tanto los papas como los autores de la teología moral no enuncian

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los mismos. Si hacemos un recorrido por los Documentos Magisteriales, sin la pretensión

de una enumeración ni plena ni jerarquizada, cabría citar los siguientes:

La defensa y protección del territorio propio; el cultivo de la lengua; la justa

regulación jurídica e independencia la justicia respecto del poder legislativo; los servicios

sociales como la enseñanza a distinto nivel y el recto funcionamiento de los servicios

públicos, tales como la asistencia sanitaria, los transportes, la vivienda, el comercio, el agua

potable, la energía eléctrica, etc; Garantizar la previsión social para los casos de

emergencia, tales como la enfermedad, vejez, viudez, desempleo, etc.; la tranquilidad y

seguridad pública; la regulación justa en el campo laboral, garantizando los derechos y

deberes de empresarios y trabajadores; la defensa y protección de los derechos ciudadanos;

Las exigencias jurídicas acerca del cumplimiento de los respectivos deberes: la

defensa de la libertad personal y de las libertades sociales; la protección de la moralidad

pública; el cuidado y preservación del medio ambiente; la previsión de los bienes de

consumo y la regulación del intercambio comercial; garantías jurídicas que protejan la

libertad de conciencia, de religión y de culto; la armonía y conjulcion entre las diversas

clases sociales y profesiones; la vigilancia sobre el recto funcionamiento de los poderes del

estado, etc; etc.

Y, por ultimo una función genérica, que es la educación cívica a todos los niveles:

cultura, preparación técnico-laboral de los ciudadanos, atención a las diversas

manifestaciones artísticas, la oferta de medios educativos para el tiempo de óseo y de

descanso etc.

7. El bien común debe respetar la ley natural

Es evidente que en este catálogo cabe hacer una graduación de valores. Algunos, en

razón de una convivencia pacífica según el principio de tolerancia, pueden ser postergados

en favor de un bien superior. En ocasiones, el bien común permite el mal menor.

Pero ¿dónde se debe poner límite? El límite lo fijan los derechos exigidos por la ley

natural. Cuando se trata de hacer prevalecer ciertos valores personales o colectivos por

encima de otros, también individuales o colectivos, se debe tener en cuenta que no se puede

pasar la frontera que fija la ley natural. Pues, si el bien común está íntimamente ligado a la

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naturaleza humana. (Pt, 55), es lógico que en su obtención se sigan los dictámenes de la ley

que rige esa naturaleza, o sea, la ley natural.

La tolerancia en el gobierno de un pueblo tiene sus límites. El gobernante en

ocasiones no puede legislar lo mejor, pero tampoco puede gobernar permitiendo que se

quebrante el orden de valores que integra la ley natural. Un teórico, ya clásico, del bien

común, J. Maritain, escribe:

“El bien común de la ciudad o de la civilización… no se mantiene en su verdadera

naturaleza si no respeta aquello que es superior a él, sino está subordinado…al orden de los

bienes eternos y a los valores supratemporales de los que depende la vida humana. Tal

subordinación intrínseca se refiere … a todo aquello que, al permanecer por naturaleza al

orden de lo absoluto, trasciende de por sí a la sociedad política: me refiero a la ley natural y

a las reglas de la justicia y a las exigencias del amor fraterno…, a la vida del espíritu… a la

dignidad inmaterial de la verdad… y a la dignidad inmaterial de la belleza… si la sociedad

humana intenta desconocer esta subordinación…, pervierte automáticamente su naturaleza

y la naturaleza del bien común, y destruye ese mismo bien” (La persona y el bien común,

69-70).

8. El bien común y el bien posible

Pero, salvados los principios de la ley natural, al gobernante le queda al margen para

buscar el bien común, sin legislar lo mejor, sino lo que sea posible.

A este respecto, los Documentos del Magisterio recuerdan la doctrina clásica que

afirma que la prudencia es la virtud del príncipe. Pío XII reconoce que, es esa situación de

legislar el bien posible, puede encontrarse también el gobernante cristiano:

“En un tiempo como el nuestro, que los errores se convierten fácilmente en

catástrofe, un político cristiano no puede-hoy menos que nunca-aumentar las tensiones

sociales internas, dramatizándolas, descuidando lo positivo y dejando perderse la recta

visión de lo racionalmente posible” (Il Popolo, 21).

Estos ocho principios logran explicar, desde el punto de vista ético, el valor del bien

común en la Teología Política.

IV. El bien común Internacional

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La internacionalización de la vida política, tal como se ha hecho alusión en páginas

anteriores, demanda que el bien común sea un concepto que trasciende las fronteras de una

nación y alarga sus límites a la comunidad internacional. Cada día, la vida política adquiere

caracteres más universales.

Más aún, la internacionalización de la política es exigida en algunos sectores, como

en el control de la energía atómica, pero también es demandada en otras materias, por

ejemplo, en la venta de armas, el terrorismo, en la lucha contra el tráfico de droga, en el

comercio entre los distintos bloques de economía de mercado, etc. Omitiendo otros

testimonios anteriores, Juan XXIII lo expresó en estos términos:

“Deben coordinarse, de una parte, los individuos y los Estados y, de otra, la

comunidad mundial de todos los pueblos, cuya constitución es una exigencia urgente al bien

común universal” (PT, 7).

Es de justicia afirmar que el Magisterio se adelantó a hablar del bien común

internacional antes de que la geografía política se internacionalizase. La razón es obvia:

ninguna ideología integra tantos valores universales como el cristianismo. Precisamente, el

término católico significa universal y las grandes verdades que profesa la fe católica son

universales: el origen común de todos los hombres; el pecado original que atañe a todos; la

redención alcanzada por Jesucristo en favor de toda la humanidad; en el amor fraterno a

todos los hombres, etc. En consecuencia, el bien común, en sentido cristiano, integra el bien

común internacional.

En cierto sentido, la profesión de este bien común de límites mundiales es lo que

persigue alcanzar la solidaridad a la que Juan Pablo II denominó “nueva virtud cristiana”.

El Papa hablo continuamente de la solidaridad internacional y la describe y define en los

siguientes límites:

“Ante todo se trata de la interdependencia percibida como sistema determinante de

relaciones en el mundo actual, en sus aspectos económicos, cultural, político, religioso, y

asumida como categoría moral. Cuando la interdependencia es conocida así, su

correspondiente respuesta, como actitud moral y social y como virtud, es la solidaridad, esta

no es, pues, un sentimiento superficial por los males de tantas personas, cercanas o lejanas.

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Al contrario, es la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común; es

decir, por el bien de todos y de cada uno, para que todos seamos verdaderamente

responsables de todos. Esta determinación se funda en la firme convicción de que lo que

frena el pleno desarrollo es aquel afán de ganancia y aquella sed de poder de que se ha

hablado” (SRS, 38).

Pues bien, esta universalización de problemas es coincidente con la universalización

del género humano, tal como profesa la fe católica; en consecuencia debe ser exigencia de

la moral política la preocupación por los problemas que hoy se ciernen sobre toda la

humanidad. Esta obligación moral esta así recomendada por el Catecismo de la Iglesia

Católica:

“Las interdependencias humanas se intensifican. Se extienden poco a poco a la

tierra entera. La unidad de la familia humana que agrupa a seres que poseen una misma

dignidad natural implica un bien común universal. Este requiere una organización de la

comunidad de naciones capaz de proveer a las diferentes necesidades de los hombres, tanto

en los campos de la vida social, a los que pertenecen la alimentación, la salud, la

educación… como no pocas situaciones particulares que pueden surgir en algunas partes,

como son socorrer en sufrimientos a los refugiados dispersos por todo el mundo o de ayudar

a los emigrantes y a sus familiares” (GS, 84, 2) (CEC, 1911).

La cosmovisión de la fe cristiana, nacida del concepto universal de creación, de la

condición pecadora de todos los hombres desde el origen, de la salvación universal

alcanzada por Jesucristo, así como del destino último de la humanidad entera, ofrece los

elementos válidos para asentar y defender una política planetaria. Ninguna orientación

cultural ni religiosa profesa tantos elementos universalizadores como el cristianismo. De

aquí que el mismo origen y la misma esperanza escatológica constituyan los supuestos

primero y último de la fe que demanda la universalización del bien común de la humanidad

entera. El Papa Benedicto XVI, en la Encíclica Caritas in Veritate, se detiene a describir la

naturaleza y la razón del bien común en estos términos:

“Hay que tener también en gran consideración el bien común. Amar a alguien es

querer su bien y eficazmente por él. Junto al bien individual, hay un bien relacionado con el

vivir social de las personas: el bien común. Es el bien de ese “todos nosotros” formado por

individuos, familias y grupos intermedios que se unen en comunidad social. No es un bien

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que se busca por sí mismo, sino para las personas que forman parte de la comunidad

social, y que solo en ella pueden conseguir su bien realmente y de modo más eficaz. Desear

el bien común y esforzarse por él es exigencia de justicia y caridad. Trabajar por el bien

común es cuidar, por un lado, y utilizar, por otro, ese conjunto de instituciones que

estructuran jurídica, civil, política y culturalmente la vida social, que se configura así como

pòlis, como ciudad. Se ama al prójimo tanto más eficazmente, cuanto más se trabaja por un

bien común que responda también a sus necesidades reales… el compromiso por el bien

común, cuando está inspirado por la cariad, tiene una valencia superior al compromiso

meramente secular y político… En una sociedad en vías de globalización, el bien común y

el esfuerzo por él han de abracar necesariamente a toda la familia humana, es decir, a la

comunidad de los pueblos y naciones, dando así forma de unidad y de paz a la ciudad del

hombre, y haciéndola en cierta medida una anticipación que prefigura la ciudad de Dios sin

barreras” (CV, 7).

Conclusión: Los problemas que deben afrontar hoy la reflexión ético-teológica son

difíciles, también a causa de su novedad. Se pretende asumir ese juicio de Juan Pablo II,

pues intente aunar la Tradición con los nuevos problemas que suscita la vida ética de

nuestro tiempo.

Ante el pluralismo ético que ofrece la cultura actual, la moral cristiana no ha de

presentarse como una oferta más. El carácter profético y de constetaciòn que caracterizó a

la fe católica frete a situaciones históricas similares ha de ser hoy un estímulo para

presentar los principios éticos del cristianismo a nuestro tiempo, tan decaído en valores

morales y religioso. La historia es testigo de que la moral católica, rectamente interpretada

y exigentemente vivida, ha prestado un fuerte apoyo a la convivencia humana ya ha servido

de estímulo para retomar épocas de desmoralización general.

Para cumplir este cometido, la Ética Teológica debe ser fiel a su origen: ha de

volver a la fuente bíblica, debe recoger la reflexión ética que acompaño la vida histórica de

la Iglesia, al mismo tiempo que ha de asumir las aspiraciones éticas de nuestro tiempo. Esa

síntesis entre lo nuevo y lo viejo bíblico- nova et vetera- (Mt 13, 52) se presenta como una

tarea urgente. Hasta época reciente, a la enseñanza manualistica de la etapa inmediata

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Moral  Social  

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anterior no le era fácil asumir la novedad que representó la doctrina del Concilio Vaticano

II.

Se pretende plasmar la enseñanza del Concilio que ofreció el siguiente programa de

reforma: Aplicase un cuidado especial en perfeccionar la teología moral, cuya exposición

científica, más nutrida de la doctrina de la Sagrada Escritura, explique la grandeza de la

vocación de los fieles en Cristo y la obligación que tienen de producir su fruto para la vida

del mundo en la caridad” (OT, 16).

Esquema de Moral Social

Moralidad de la convivencia. Datos Bíblicos

I. Antiguo Testamento

1. Enseñanzas morales del Pentateuco en el orden social

2. La mora social en la predicación de los Profetas

3. Los libros Sapienciales-poéticos y el orden social

II. Moral social en el Nuevo Testamento

1. Situación socio-política de Israel en tiempo de Jesús

2. Enseñanzas morales de Jesucristo en relación con la convivencia

3. La moral social en otros escritos del Nuevo Testamento

a) Relación con las autoridades

b) Situación social de los esclavos

c) El uso de las riquezas

d) Las clases sociales en el cristianismo antiguo

El hombre y su dignidad. La persona, centro de la ética social

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Moral  Social  

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I. La dignidad de la persona humana

1. El hombre, centro de la moral social, económica y política

2. El hombre, uno en cuerpo y alma

3. El espíritu, cualidad especifica del hombre

II. La dignidad de la persona humana. Diversidad de uso de esta expresión

1. La especificidad de la persona. La naturaleza humana

2. Otros elementos constitutivos del ser humano

a) Historicidad

b) Socialidad

c) Apertura a la trascendencia

3. La dignidad del hombre como “imagen de Dios”

4. La antropología sobrenatural, fundamento de la ética social cristiana

5. Doble sentido de la palabra dignidad referida al hombre

a) El sentimiento que ha de tener cada uno de su propia dignidad

b) El reconocimiento y la protección que debe hacerse de esa dignidad

6. Igualdad fundamental de todos los hombres

Los derechos humanos, exigencias del mensaje moral cristiano

I. Naturaleza de los Derechos Humanos

1. Fundamentación de los Derechos Humanos

a) El hombre, todo hombre y solo el hombre es sujeto de derechos

b) El fundamento es la dignidad del hombre

c) El animal no es sujeto de derechos

II. Clasificación de los derechos Humanos

1. Cualidades de los Derechos Humanos

2. ¿Crisis de la formulación de la Declaración Universal?

La justicia, virtud humana y cristiana

1. La justicia en la cultura actual

I. Datos bíblicos en torno a valor y sentido de la justicia

1. Los términos justicia y justo en el Antiguo Testamento

2. Vocabulario del Nuevo Testamento

3. Doctrina bíblica sobre la justicia social

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II. La virtud de la justicia. Doctrina teológica

1. Doctrina de Santo Tomás de Aquino

a) Definición

b) División y clases de justicia

2. Moralidad y legalidad

III. Justicia distributiva y justicia social

I. Justicia distributiva

1.1 Objeto y definición

1.2 Derechos y deberes de la persona como miembro de la sociedad

1.3 Exigencias éticas de la justicia distributiva

a) Cualidades que deben acompañar al gobernante

b) Cometidos de la función de gobierno

c) Algunas tareas generales y siempre urgentes

1.4 Deberes de los súbditos en relación con la justicia distributiva

a) Obediencia a la legitima autoridad

b) Colaboración en la vida pública

c) El ejercicio social de la profesión u oficio. Deberes sociales

1.5 Pecados contra la justicia distributiva

a) Gobernantes

b) Súbditos

II. Justicia Legal

1. Deberes de los ciudadanos respecto a la sociedad

a) Deberes con los gobernante

b) Deberes con las formas de gobierno

2. Educación social de los ciudadanos

III. Justicia distributiva y justicia legal en la moralidad de los impuestos

1. Moralidad de los impuestos

Ética del dinero

I. Dimensión ética de la vida económica

1. Más allá de las teorías económicas

2. La función ética de la Economía

II. Creación y bienes económicos

1. Sentido cristiano de los bienes terrenos

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a) Respeto al mundo

b) Perfección del hombre

2. Ambivalencia del desarrollo económico

3. La globalización

III. Moralidad del dinero

1. Sentido del dinero

2. Significado del dinero

IV. El problema del valor

1. El valor justo

V. Los valores cristianos de la pobreza y de la riqueza

1. Algunos supuestos que es preciso destacar

2. Datos bíblicos sobre la pobreza y la riqueza

Sentido cristiano del trabajo

I. Importancia del mundo laboral

II. Doctrina bíblica sobre el valor del trabajo

1. Enseñanzas del Antiguo Testamento acerca del sentido del trabajo

2. Doctrina del Nuevo Testamento sobre la dignidad del trabajo

III. Ideas en torno a la Teología del Trabajo

1. El trabajo, expresión del hombre como imagen de Dios

2. El trabajo, exigencia del espíritu

3. La naturaleza demanda la acción transformadora del hombre

4. El trabajo ayuda al hombre a su propia perfección. La santificación del trabajo

5. Sentido escatológico de la actividad humana

IV. Derechos subjetivos del trabajo: los derechos del trabajador

1. Derecho al trabajo

2. Remuneración del trabajo. El salario justo

3. Trabajo y ocio

4. Derecho sindical

5. Derecho de huelga

Derechos a los bienes económicos: la propiedad

I. Doctrina Bíblica en torno a la propiedad de bienes

1. Enseñanza de la Tradición sobre la propiedad de bienes

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2. Doctrina del Nuevo Testamento

II. Enseñanza de la Tradición sobre la Propiedad de bienes

1. El hombre puede disponer de codas como propias

2. Función social de la propiedad

3. Primacía del destino general de los bienes sobre el principio de propiedad privada

III. Las enseñanzas del Magisterio sobre la propiedad

1. Ideologías en torno a la propiedad privada

2. Doctrina del Magisterio

a) La propiedad se fundamente en la Biblia y en la Tradición

b) Condena del colectivismo socialista y del capitalismo liberal

c) La propiedad privada es de derecho natural

d) Función social de la propiedad

e) La sociabilización. Propiedad privada y propiedad publica

IV. Modos de adquirir la propiedad

El cristiano en la vida política

I. Datos bíblicos en torno a la moralidad de la vida política

1. La convivencia política en el Antiguo Testamento

2. Jesús y las condiciones socio-políticas de su tiempo

3. Jesús revela el verdadero sentido de su mesianidad

II. Fundamentación Teológica

1. Historia humana e historia de la salvación

a) Historia humana e historia salvífica se distinguen

b) Historia humana e historia salvífica se implican

c) Historia humana e historia de la salvación se incluyen, pero de modo

subordinado

2. Relaciones Iglesia-mundo

a) Misión específica de los laicos

b) Los religiosos y la comunidad política

c) Misión propia de la Jerarquía

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d) Relación de la Iglesia, entendida como institución con la acción política

III. Historia de la ética política

La comunidad política

I. Estado y sociedad

1. Elementos de la vida política

2. El Estado

3. El Estado y otras instituciones

a) Estado y sociedad

b) Estado-Nación

c) Estado y Gobierno

d) Estado y Régimen Político

4. Principios éticos que regulan la acción del Estado

a) Principio de libertad personal

b) Principio de subsidiaridad

c) Principio del bien común

d) Principio de solidaridad

5. El Estado y las minorías étnicas

6. Las minorías políticas y sociales en los gobiernos democráticos

II. Algunos problemas más urgentes de la ética política

1. La cultura

2. La paz y la guerra

3. La ecología

El bien común

I. Concepto del bien común

1. Algunas definiciones magisteriales

2. Interpretaciones contradictorias

II. Características del bien común

1. El bien común es un bien y no un mal

2. El bien común no es la suma de los bienes particulares

3. El bien común no es lo que resta en el reparto general

III. Principio morales del bien común

1. Bien particular y bien común no se contraponen

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2. Igualdad de los particulares ante el bien común

3. Limitación de derechos particulares frente a las demandas del bien común

4. Gradualidad en la aplicación del bien común

5. El bien común abarca a todo hombre

6. Valores concretos que integran el bien común

7. El bien común debe respetar la ley natural

8. Bien común y bien posible

IV. El bien común Internacional

Teología moral

Curso fundamental de la moral católica

Aurelio Fernández

Ed. Palabra

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GUÍA PARA EL EXAMEN 1. De acuerdo a los datos bíblicos ¿Por qué es importante la moralidad de la convivencia?

2. ¿Por qué la Iglesia tiene el deber de tratar los problemas sociales? (Rerum Novarum)

3. ¿Por qué en la moral social es importante el hombre y su dignidad?

4. En la Teología Moral ¿dónde se fundamentan los Derechos Humanos?

5. Señale siete cualidades de los Derechos Humanos

6. ¿Por qué la justicia juega un papel importante en la dignidad y en los Derechos

fundamentales de la persona?

7. ¿Por qué la economía tiene necesidad de una ética?

8. Mencione cuatro ideas en torno a la Teología del trabajo

9. Mencione los derechos subjetivos del trabajo

10. ¿Por qué el hombre tiene derecho natural a la propiedad privada?

11. ¿Cuál es la relaciono de justicia distributiva y social?

12. ¿Cuál es la misión específica de los laicos en la vida política?

13. Mencione los principios éticos que regulan la acción del Estado

14. Mencione cuatro principios morales del bien comun