Moral Fundamental

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MORAL FUNDAMENTAL 2021

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MORAL FUNDAMENTAL

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MORAL FUNDAMENTAL

© Convivencia 2021

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ÍNDICE Tema 1: El fin último 1

Tema 2: La libertad 11

Tema 3: ¿Qué es lo bueno? 20

Tema 4: Las fuentes de moralidad 25

Tema 5: Sentimientos, pasiones y afectividad 37

Tema 6: La virtud ayuda al obrar excelente 48

Tema 7: Ley natural, ley positiva, ley de la gracia 58

Tema 8: La conciencia moral 67

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TEMA 1

EL FIN ÚLTIMO Objetivo de la lección

Cuando oímos hablar de moral se piensa enseguida en normas y prohibiciones. Pero en realidad la moral es mucho más. Nació con la pregunta sobre qué hace feliz a un ser humano y en qué consiste ser feliz. ¿Cómo hay que vivir para no tener que arrepentirse de las opciones que uno ha hecho, cuando quizá ya no tengan rectificación? ¿Cómo hay que vivir para que la felicidad no dependa de la suerte en los negocios, o de la propia salud, etc.?

La ética se originó históricamente con la pregunta de si la propia vida considerada globalmente, como un todo, tiene un fin, un propósito; y, si existe, cuál es y cómo alcanzarlo. Interesa partir de una correcta visión del fin global de la vida (fin último, es decir que se desea por sí mismo, no en vista de otra cosa), de vida lograda. A partir de ahí, se puede considerar qué es lo que verdaderamente hace feliz a un ser humano y en qué consiste ser feliz. La pregunta originante de la ética es “si todos desean ser felices, ¿qué hace feliz, dichosa, lograda, una vida?; ¿cómo hay que vivir para no tener que arrepentirse de la vida que uno

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ha vivido, aunque los negocios (o la salud, la suerte, etc.) no hayan ido bien?”. La moral enseña a ser feliz: es el arte de ser feliz.

El fin último del hombre

E s propio del hombre obrar por un fin, por ello todo hombre se plantea el origen y el fin de su existencia: ¿Qué sentido tiene mi vida? ¿Cuál es el fin de mi

existencia? ¿De dónde venimos y a dónde vamos? ¿Qué debemos hacer? La ética griega propuso que el fin último es la “Felicidad” (Aristóteles, Ética a Nicómaco). Más adelante san Agustín reafirmará este pensamiento y lo completará adecuándolo al Evangelio en el que la felicidad, sin menospreciar los bienes terrenos, se identifica con la salvación eterna. (Mt 6, 26 o Mt 19, 16).

Dios, fin último del hombre

Si Dios es el principio de toda la creación también tiene que ser su fin último. “El mundo ha sido creado para la gloria de Dios” (Concilio Vaticano I, DS 3025). De manera especial es el fin de la persona humana y en quien el hombre encuentra la verdadera felicidad. Dado que la Moral es la ciencia que regula la

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conducta que le es propia al ser racional en orden a alcanzar una vida feliz, se sigue que la finalidad del actuar moral es Dios, el cual coincide con el bien de la persona.

Ese fin no es ajeno al hombre, sino que está escrito en su propia naturaleza: la vida feliz coincide con el fin que Dios ha dispuesto para el hombre. Dios ha creado al hombre para su felicidad y lo ha impreso en su corazón. Este conocimiento ha quedado oscurecido por el pecado original haciendo que en ocasiones pueda desearse un fin desordenado o una felicidad aparente. Sin embargo, Dios no deja solo al hombre y dispuso para nuestra salvación la Encarnación del Verbo a fin que el hombre pueda restablecer el proyecto original de buscar en Dios su Felicidad. En ese objetivo final se aúna el querer de Dios y el anhelo del hombre. Por esta razón el hombre debe orientar todas sus acciones hacia Dios: “la vida moral posee un carácter teleológico (finalista) esencial, porque consiste en la ordenación deliberada de los actos humanos a Dios, sumo bien y fin último del hombre. Lo testimonia, una vez más, la pregunta del joven a Jesús: ¿Qué he de hacer de bueno para conseguir la vida eterna?” (Veritatis Splendor, 73). En esta encíclica san Juan Pablo II nos recuerda que la vida moral consiste en la ordenación deliberada de los actos humanos a Dios según el querer de Dios. Para ello debe: tomar decisiones que comprometan su vida y aceptar las privaciones que conlleva la elección total por Dios.

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ptar las privaciones que conlleva la elección total por Dios.

Fin último de toda criatura: la gloria de Dios

Dios se ha revelado al hombre y de esta manera le ha mostrado que el centro del universo es Él, y consiguiente-mente muestra que el último objetivo del actuar humano es reconocerle y darle gloria hechos que conllevaran la verdadera felicidad en la tierra y la salvación futura. La vida del hombre adquiere su máximo sentido en el teocentrismo y no en el antropocentrismo.

Dar gloria adquiere en Dios un sentido más pleno puesto que señala un atributo divino: cuando se menciona “la gloria de Dios” se alude a su misma Persona, casi siempre en cuanto que Él se manifiesta a los hombres. Muestra de ello son los hechos narrados de las diversas apariciones divinas en la Sagrada Escritura. Ante la presencia de la “gloria de Dios” el hombre descubre su pequeñez. Pero esta humildad frente a la grandeza de Dios no humilla, sino que eleva puesto que le muestra su dignidad al ser capaz de reconocer la gloria de Dios. La persona humana debe buscar la gloria de Dios pues de este modo acepta y respeta la grandeza divina.

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Características del fin sobrenatural

Al fin “fin sobrenatural” solo puede aspirar y lograr alcanzarlo el bautizado pues la gracia divina eleva sobrenaturalmente al hombre. Por ser un “fin sobrenatural” para alcanzarlo son necesarios medios sobrenaturales: la oración y la práctica de los Sacramentos que comunican la gracia necesaria y permiten que el bautizado se pueda comunicar con Dios.

El último fin debe ejercer un influjo real en el actuar humano: sirve de criterio para medir la moralidad de los actos individuales del ser humano; serán buenas aquellas acciones que garantizan la consecución de fin último. Cuando el hombre orienta su vida a dar gloria a Dios sus acciones adquieren un carácter nuevo. Finalmente, al tener el fin último como norma da lugar a una moral de altos valores éticos. Pero sobre todo no se reduce sólo la felicidad en esta vida, sino la felicidad eterna.

Jesucristo muestra la grandeza de la vida moral

Sólo en Cristo el hombre se desvela plenamente al hombre. En Cristo se encuentra el origen eterno, el sentido y el fin de nuestra existencia, la sublimidad de nuestra vocación. El hombre ha sido creado a imagen de la imagen de Dios, a imagen de Cristo. En consecuencia, el hombre está llamado a

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ser otro Cristo y a introducirse en la intimidad divina por Cristo.

Cristo es el modelo, el arquetipo con el que toda persona humana debe identificarse. La llamada a la identificación con Cristo, a ser santos, es una llamada universal, pero a la vez personal. Además, es una llamada omnicomprensiva: todas las circunstancias de la vida pueden ser lugar, medio y tiempo oportuno para la santificación. Esta vocación del hombre en Cristo está expresada de un modo especialmente claro en la Carta a los Efesios (Ef 1, 3-5).

Cuestionario

¿Qué significa que nuestra vida tiene un fin último? ¿Cómo se conoce ese fin último? Y ese fin último, ¿es el mismo para todos?

Las cosas (dinero, éxito, bienes, salud, familia, sexo, etc.) parece que dan siempre menos de lo que prometen dar. Uno piensa que será feliz cuando tenga tal o cual cosa, y una vez la tiene ha de reconocer que “no era eso exactamente lo que quería”. ¿Qué es lo que queremos cuando queremos algo? ”Eso” que

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buscamos, ¿es la felicidad? Porque entonces tal vez habría que concluir que la felicidad no existe...

La felicidad, ¿es un tema importante para la ética? Porque generalmente se piensa que la moral es cumplir unas normas y prohibiciones, tanto si gustan como si no.

¿”Hacer el bien” y “pasárselo bien” coinciden, son equivalentes?

El sufrimiento, ¿es un obstáculo para la vida feliz?

¿Qué opinar de la frase “el cielo es para aquellos que han sabido ser felices en la tierra”?

¿Tienen algo que ver la virtud y la felicidad?

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TEMA 2

LA LIBERTAD Objetivo de la lección

En el lenguaje común todos entendemos por libertad el "poder hacer lo que uno quiere, lo que a uno le gusta o desea". Esta frase pone en evidencia que el término libertad se usa en varios sentidos distinto.

Para una parte de la gente eso se traduce en vivir de una manera no comprometida, no vinculada por nadie (relaciones con otras personas) ni por nada (ley moral), siempre abierta a todas las posibilidades de elección a condición solamente de "sentirse libre". En cambio los cristianos entendemos que la libertad no queda mermada ni por la ley moral ni por los vínculos que se han asumido. La verdad acerca del bien (ley moral) es un indicador de dirección de nuestras acciones, no todas "dan lo mismo". El pensamiento cristiano entiende que la libertad es una propiedad de nuestra voluntad, que puede elegir la acción buena sin estar determinada en su elección más que por sí misma. La persona libre no es meramente aquella "que hace lo que le da la gana", sino aquella que lo hace "porque le da la gana”.

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Visión de conjunto de los temas de la antropología moral cristiana

E l cristiano considera la libertad en el marco de su autocomprensión como hijo de Dios en Cristo, es decir, como la libertad de un hijo que, sobre todo, desea

cumplir la voluntad del Padre.

En el actuar libre es posible distinguir analíticamente cinco elementos fundamentales:

1. Las inclinaciones y las tendencias, que llamaremos genéricamente deseo, en el sentido de deseo previo a la libre elección.

2. La percepción de la presencia o ausencia de bienes a los que propende el deseo humano.

3. Las reacciones afectivas (sentimientos, emociones, pasiones) que siguen a la percepción. La persona reacciona de manera positiva o negativa en función del significado que tiene para las tendencias lo que ha percibido.

4. Los actos humanos o actos libres, gobernados por la inteligencia y la voluntad, a través de los que la persona se conduce a sí misma (conducta) para realizar el tipo de vida que

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ha elegido, dirigiendo sus propias tendencias y respondiendo, en modo positivo o negativo, a la llamada de Dios.

5. Los hábitos, principal expresión de la libertad personal, mediante los cuales la libertad modifica, para bien o para mal, la propia estructura operativa, es decir, las inclinaciones, las tendencias, la capacidad de juzgar, de decidir, de realizar.

De los cinco elementos mencionados, los tres primeros se estudiarán en el capítulo V y son muy importantes para formarse una idea exacta de la libertad humana: es sin duda una realidad espiritual, pero no es la opción pura de un espíritu que está fuera del espacio y del tiempo. El hombre tiene inclinaciones y necesidades relacionadas con el cuerpo, la sensibilidad y la racionalidad, así como “inclinaciones” y exigencias recibidas con la gracia del Espíritu Santo, que pueden realizarse solo mediante una conducta libre.

Los dos últimos elementos, la acción moral y los hábitos morales, son más familiares a la tradición de la teología moral. Les dedicaremos los capítulos VI y VII, respectivamente.

Dimensiones del concepto filosófico de libertad

La ética filosófica, y lo mismo vale para la teología moral, presupone la realidad de la libertad humana. Si no tuviésemos la real posibilidad psicológica de decidir libremente entre bien

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y mal, no existiría la conducta humana (el hombre no podría “conducirse”) ni se nos podría imputar ninguna responsabili-dad y no tendría sentido la alabanza o el reproche sobre nuestro comportamiento. En esta línea, distinguimos varias dimensiones del concepto de libertad:

1. La libertad de coacción

La “libertad de coacción” o “libertad de restricción” es la condición del sujeto que no está obligado o impedido en su actuar por agentes externos. No tienen esta libertad el esclavo, el prisionero y aquellos a los que una ley o la fuerza de otros impide expresarse o hacer lo que querrían. Es una libertad que se refiere principalmente a poder realizar externamente lo que se ha decidido hacer.

2. La libertad de elección

El segundo significado de la libertad se fija en la ausencia de necesidad interna para tomar una decisión u otra. Es propiamente la libertad de querer, que se llama comúnmente libertad psicológica. Esta libertad de elección, llamada “libre albedrío” por la filosofía clásica, implica la realización autónoma de un acto de la voluntad que se coloca entre el “puedo” y el “no estoy obligado”.

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Gracias a la libertad psicológica el hombre es causa y principio de los propios actos (Aristóteles), dueño de las propias acciones (Santo Tomás).

3. La libertad como valor y tarea ética

Se trata de la libertad-de los impulsos desordenados, la libertad del pecado y de la miseria moral. Esta representa la perfección ética de la libertad psicológica, su consolidación en el bien mediante la virtud, que es el fin propio de la educación moral. En la formación de este tercer significado de la libertad ha tenido un influjo decisivo el cristianismo, que la ve como el fruto de la colaboración entre la libertad (psicológica) humana y la gracia de Dios.

4. Libertad y amor

La libertad es la libertad de la persona que “se conduce a sí misma”, lo que plantea la cuestión de la meta propuesta, del “para qué” de la libertad. La “libertad-de” suscita el tema de la “libertad-para” y, por tanto, del bien humano que debe afirmarse y del mal que debe negarse. El estudio de la libertad lleva a la consideración del amor, que en todas sus formas es siempre una libre afirmación del bien.

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La libertad parece animada por una tendencia al bien absoluto. Santo Tomás de Aquino lo designa con el concepto técnico de voluntas ut natura (inclinación natural de la voluntad).

La libertad en la antropología cristiana

1. La libertad como don de Dios en la perspectiva histórico-salvífica

En la Sagrada Escritura la libertad, tanto la de elección como la liberación de la opresión, se considera un don de Dios, ligado a la acción salvífica del que lo concede. En consecuencia, la antropología cristiana, sostiene sin restricción alguna, con “divina” grandeza de ánimo, el valor de la libertad humana, afirmación sobre la que no es posible dudar.

2. «Para esta libertad Cristo nos ha liberado»

La idea central es que toda la humanidad puede ser liberada del pecado, solo si, y en la medida que, acepta la acción salvífica de Dios en Cristo. Esto lo muestra con particular fuerza la Carta a los Romanos, que es la exposición más completa y detallada del evangelio de San Pablo. De este estado de sujeción la humanidad no podía autoliberarse. Solo la gracia que reciben los que creen en Cristo hace posible la victoria completa sobre el pecado. La liberación del pecado es una tarea ética para el creyente, una lucha contra la división

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interior que se experimenta cada día. Pero ahora, con Cristo, la victoria es posible: «Para esta libertad Cristo nos ha liberado».

3. La libertad, la caridad y la ley de Cristo

La ley de Cristo es el impulso hacia el bien y hacia el amor que promana del Espíritu Santo. La libertad cristiana se manifiesta como liberación del propio egoísmo y como disponibilidad para el servicio de Dios, de la justicia y del prójimo.

Pero es una ley que no obliga desde el exterior, sino un principio sobrenatural vital destinado a desarrollarse con espontaneidad y naturalidad; de ahí que también se pueda y se deba hablar de «ley de la libertad» o simplemente de libertad cristiana.

2 versículos del Evangelio de san Juan:

«Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida»

«Si vosotros permanecéis en mi palabra, sois en verdad discípulos míos, conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres» (Jn 8,31-32

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Manifiestan:

• la dimensión ontológica de la filiación divina del cristiano en Cristo;

• la libertad cristiana, que ahora se expresa como vivir en la verdad: vivir según la verdad es seguir a Cristo.

En resumen:

• la libertad cristiana presupone la libertad de elección o libertad psicológica;

• potencia esa capacidad de elección, para que el cristiano puede regular sus acciones y sus sentimientos de modo que en cada momento actualiza el seguimiento y la unión con Cristo.

• Este perfeccionamiento moral estable de la libertad de elección se fundamenta en la gracia y las virtudes teologales y no es otra cosa que las virtudes morales cristianas, que son el fruto de la colaboración entre la libertad humana y la gracia divina.

• colaboración entre la libertad humana y la gracia divina.

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C. Libertad trascendental y opción fundamental

Según la encíclica Veritatis splendor (cfr. nn. 65-70) «la llamada opción fundamental, en la medida en que se diferencia de una intención genérica y, por ello, no determinada todavía en una forma vinculante de la libertad, se actúa siempre mediante elecciones conscientes y libres. Precisamente por esto, la opción fundamental es revocada cuando el hombre compromete su libertad en elecciones conscientes de sentido contrario, en materia moral grave. Separar la opción fundamental de los comportamientos concretos significa contradecir la integridad sustancial o la unidad personal del agente moral en su cuerpo y en su alma».

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TEMA 3

¿QUÉ ES LO BUENO? Objetivo de la lección

La moral considera las acciones humanas bajo un enfoque distinto a como lo hace la medicina (salud/enfermedad) o la economía (beneficio financiero) o la técnica (productividad y rendimiento), etc. ¿Cuál es ese punto de vista propio de la moral?

La moral juzga los actos humanos desde un punto de vista particular, y sigue una lógica que es distinta a la de otras ciencias. La perspectiva de la moral es la perspectiva del bien. Del bien humano, del bien propio del ser humano, un bien que es querido en sí y por sí, no por su utilidad o por el beneficio que comporta. La lógica de la moral no es principalmente la lógica de la utilidad o de la eficiencia u otras lógicas (en medicina, la salud; en economía, los beneficios; en la técnica, el rendimiento a bajo coste; etc.). Sentimos orgullo por el comportamiento de los bomberos de las Torres Gemelas, aunque su acción fuera todo lo contrario de un éxito desde el punto de vista de la salud o de la eficiencia técnica.

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El razonamiento moral (tanto en su punto de partida como en su método) se realiza de forma distinta al que se hace en matemáticas o en medicina, porque es distinto el tipo de conocimiento que queremos alcanzar. Hay conocimientos que no comprometen a la persona en su propia libertad, en el rumbo que está dando a su vida, en el ideal de vida humana que se ha propuesto. Para saber si la tierra gira alrededor del sol o es al revés, no importa preguntarle a una persona honesta o un ladrón. Pero las cosas cambian cuando se quiere saber si robar es lícito o no.

Todas las personas desean tomar decisiones correctas, pero a menudo la misma decisión unos la consideran buena y otros mala; no todos coinciden en llamar bueno o malo a lo mismo, y menos aún coinciden en explicar por qué es bueno o malo. ¿De qué maneras la gente justifica moralmente sus acciones?

P Podríamos decir que el “razonar ético” se dirige a dar respuesta a tres cuestiones:

1) cómo puedo discernir el bien del mal, o mejor el bien real del bien aparente;

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2) qué argumentos garant izan la verdad de ese discernimiento;

3) como puedo practicar el bien auténtico y evitar el bien ficticio.

La Teología moral tiene una peculiaridad, y es la de argumentar confrontando lo humanamente razonable con lo conocido por la fe. En consecuencia, en principio la Teología moral se dirige sólo al creyente. Sin embargo, puesto que el objeto de la Moral es el bien del hombre, creyente o no, la Teología Moral debe argumentar respetando el derecho de quien apela a un razonamiento exclusiva y rigurosamente racional. Por eso la Ética ‒el razonar ético‒ tiene una importancia capital.

La Teología Moral recibe de la Ética Filosófica un intento de "justificación razonada" del actuar humano. A su vez, ella misma aporta otra cosa: la "justificación razonada bajo la guía de la fe" del actuar cristiano.

Teniendo en cuenta esto, es obvio que desde la perspectiva teológica las preguntas preliminares son diferentes de las que nacen desde la perspectiva filosófica. Así, por ejemplo, el tratado del fin último de hombre, que determina desde el principio todo el razonamiento moral.

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Para la ética la primera cuestión es la del bien: qué es, en qué se diferencia del mal, su categorización como fin, etc. Esto se estudia en la Metafísica.

Puesto que el bien de que se habla en la Teología moral no es pura abstracción, sino el bonum humanum, las preguntas sucesivas se colocan en el terreno antropológico, tanto a nivel metafísico como a nivel fenomenológico.

En la perspectiva teológica, en cambio, las preguntas adquieren un carácter mucho más vital. Lo que en última instancia interesa a la Teología no es el bonum humanum sino la vida del cristiano.

Además, no hay que olvidar que lo que llamamos fe cristiana no es simple adhesión a una doctrina sino a una Persona concreta realmente existente, Jesucristo. Por eso las cuestiones se proponen en términos más existenciales.

Cuestionario

Un médico mira las constantes vitales para saber si está bien la salud. Un analista financiero mira las cuentas de resultados. Un moralista, ¿qué mira?

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La fragmentación del saber es una de las claves del avance científico. ¿No suena a poco real y descalifica a la ética como ciencia que hable de la vida humana como algo unitario, cuando tenemos la personal experiencia de que cada uno se mueve al cabo del día tras miles de intereses diversos?

Se ha hecho célebre la frase de Sócrates de que es preferible sufrir la injusticia que cometerla, pero ¿de verdad que es preferible; por qué habría de ser preferible?

¿Será posible que algún día las conclusiones éticas estén tan fuera de duda como lo están las de astronomía o las de medicina? ¿Por qué cuesta tanto aceptar las afirmaciones de tipo ético de que, por ejemplo, es inmoral acabar con la vida de un anciano, o utilizar embriones humanos para investigación, etc.?

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TEMA 4

LAS FUENTES DE MORALIDAD Objetivo de la lección

Una vez sabemos que existen (y por qué) acciones buenas o malas, estamos en condiciones de juzgar conductas humanas. Ahora bien, ¿existen criterios objetivos para llegar a hacer ese juicio moral, o eso es más bien algo de lo que cada uno podrá tener su propia opinión? Intentos fallidos de dar una explicación: subjetivismo, proporcionalismo, utilitarismo. En qué consisten y por qué fracasan.

El objeto moral, el fin y las circunstancias son las fuentes para el discernimiento moral. Explicación de cada una de ellas, deteniéndose en explicar qué se entiende por objeto moral. La intención del sujeto y las circunstancias: su influjo en la moralidad.

El juicio sobre la moralidad de las propias acciones tiene en cuenta también que la persona es moralmente responsable de

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lo que elige hacer, no de lo que hace sin darse cuenta o porque le viene impuesto. Por eso hay que señalar cuáles son los elementos subjetivos (es decir, por parte del sujeto que actúa) que inciden en la responsabilidad sobre las propias acciones. Es decir, identificar: 1º) los elementos decisivos de la acción moral (advertencia, consentimiento), 2º) y el papel que desempeñan otros factores que también inciden en la acción y que el ser humano comparte con otros seres vivientes (pasiones). A esta última cuestión se le dedicará un capítulo aparte.

T Toda acción voluntaria merece una valoración moral ya que es fruto de una elección libre. Es la persona quien elige la meta que se propone conseguir (finis

operantis) y selecciona la acción adecuada para lograrlo (finis operis). La moralidad de su conducta dependerá pues de esos dos factores.

Además, la persona actúa dentro de unas coordenadas de espacio, tiempo, relaciones con otros, deberes y derechos, etc. También esas circunstancias pueden incidir aquí y ahora sobre la moralidad de cada acción.

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El fin de la voluntad: la intención

Llamamos intención o también finis operantis al acto interior voluntario de la persona. Precisamente porque se da en la intimidad de la persona, no puede ser conocido por otros a menos que lo manifieste el interesado.

La intención puede ser múltiple: se trabaja para ganar dinero, para sustentar la familia, para satisfacer un deseo personal, etc. Ordinariamente hay una cierta jerarquía, como se ve cuando una persona ya no necesita dinero, pero continúa trabajando.

La intención, en cierto sentido, es independiente de la acción externa, pues es posible ganar dinero jugando a la lotería, robando, presentándose a un concurso, etc.

De ahí que la intención puede ser en sí misma buena o mala: proponerse ayudar a quien lo necesita o descansar para recuperar fuerzas es bueno, buscar engañar o hacer daño al prójimo es malo.

Un fin malo desvirtúa la moralidad de la acción, hasta el punto de que, aunque lo que se haga sea en sí mismo bueno (p. e. comunicar algo verdadero), la acción resulta mala si lo que se busca es ofender o causar sufrimiento a otro.

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En resumen: una buena intención no justifica acciones en sí mismas inmorales: no es lícito hacer el mal para obtener un bien.

Las intenciones, además, expresan el talante moral de cada persona, su disposición habitual con respecto al bien. Por eso las intenciones pueden revelar lo que uno ha elegido como ideal o sentido de su vida. Una persona buena suele proponerse objetivos buenos, una persona que “pasa” de la moral, acepta con facilidad motivos éticamente inadmisibles cuando le conviene.

El fin de la acción (externa): objeto moral

El objeto de la acción externa (finis operis o intencionalidad de la acción misma) depende de la acción misma y no de la voluntad del que actúa; ésta puede sólo elegirla. P. e. 10 mg. de morfina definen una cura analgésica, 1000 mg. en cambio una acción eutanásica. Es posible elegir entre una u otra, pero es evidente que, quien lo hace sabiendo el efecto que produce cada dosis, elige aliviar o matar. Si suministra la dosis letal, puede hacerlo con buena intención (p. e. poner fin a sufrimientos atroces), pero la intencionalidad de su acción es homicida: objetivamente comete un asesinato.

La determinación del finis operis no siempre es sencillo. Para empezar no se debe confundir el acto físico con el acto moral.

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Inyectar morfina, cualquiera que sea la dosis, es un acto físico que se convierte en moral sólo en el momento en que es elegido y por los motivos que es elegido: si el intento es sólo aliviar el dolor del enfermo se optará por una dosis que produzca ese efecto, pero si se quiere poner fin a la vida de un paciente a petición suya se optará por una dosis letal.

En general el finis operis coincide con el efecto propio e inmediato de la acción, y en esto se diferencia del finis operantis que suele apuntar al resultado final. P. e., el efecto inmediato de la limosna es aliviar a una persona necesitada donándole dinero, alimentos, etc. Regalar dinero p. e. a un oficial administrativo o a un pariente, tiene un efecto inmediato diverso al de la limosna: puede corromper a un funcionario o puede manifestar afecto a una persona querida. La sola acción física ‒ dar dinero - no basta, pues, para definir la moralidad de la acción. Igualmente, el acto clínico de retirar la respiración mecánica a un enfermo terminal en sí mismo no significa eutanasia, pues es posible que tal acto sea el único modo de evitar el ensañamiento terapéutico.

Las circunstancias

Todo acto moral va acompañado de una serie de circunstancias que no definen la acción pero que tampoco son indiferentes para su valoración moral: quien sustrae un bien

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ajeno sólo por eso es un ladrón, independientemente de la cosa o de la cantidad robada. Sin embargo, estos últimos elementos circunstanciales tienen un claro significado moral adicional: apropiarse de un Mercedes o de millón de euros no es lo mismo que sustraer un billete de autobús.

Las circunstancias son identificables porque, no siendo esenciales a la acción, le confieren mayor o menor gravedad. P. e.: la pérdida de embriones no define moralmente la Fivet, pero agrava la malicia moral del recurso a la fecundación extracorpórea; la difamación consiste en hacer públicas sin motivo justificado las faltas de una persona, pero es evidente que es una injusticia más reprobable cuando el difamador goza de la confianza del difamado o está obligado a guardar reserva (médico, abogado, etc.).

Tradicionalmente, suelen enumerarse las siguientes siete circunstancias principales:

• quién difama,

• qué cosa revela: un pequeño defecto o una falta seria,

• dónde: en familia, en la reunión del condominio, en la TV,

• qué medios usa: el engaño,

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• por qué lo hace: por frivolidad, para vengarse,

• cómo: con vehemencia, y

• cuándo: en el momento en qué el difamado se va a presentar a unas elecciones políticas.

Más importante que la tipología es distinguir entre las circunstancias que modifican la gravedad moral de la acción y las que inciden sobre la imputabilidad de la persona que obra, p. e. en estado de ebriedad o cegado por la ira. Estas últimas no son propiamente circunstancias de la acción, sino de la persona y, por tanto, se estudian en el contexto de la responsabilidad moral.

Circunstancias y consecuencias

Hoy día ha adquirido - justamente - una importancia capital el estudio de los efectos o consecuencias colaterales que se siguen de una acción, sobre todo cuando se trata de fenómenos nuevos y muy complejos (p. e. clonación) en los que no es aún evidente su significado moral: no es lo mismo clonar una célula, un órgano o un ser humano completo.

En estos casos es obvio que la presencia de efectos secundarios muy negativos, e incluso no queridos, sería suficiente por lo menos para introducir una moratoria moral.

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Este procedimiento, que ha dado lugar al principio de precaución, encuentra cada día más campos de aplicación, como p. e. con los organismos genéticamente modificados, la ecología, la introdución de nuevos fármacos inmunosupre-sores, etc.

De todos modos, la ponderación de las consecuencias buenas y malas es sólo un procedimiento razonable y transitorio a la espera de la adquisición de datos más precisos y ciertos que consientan una justa valoración moral.

Conclusión

La moralidad del acto humano se determina a través del fin del agente, de la acción que se elige y de las circunstancias que acompañan a la acción.

Esos tres parámetros constituyen lo que se denominan tradicionalmente “fuentes de la moralidad”.

La moralidad depende principalmente del objeto de la acción voluntaria, es decir, del efecto propio e inmediato de la acción y que constituye además el motivo (finis operis) por el que la persona elige precisamente esa acción y no otra, para conseguir finalmente lo que se propone (finis operantis).

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La interacción entre esas tres fuentes de la moralidad, en sus líneas esenciales, es puesta de manifiesto por el adagio: bonum ex integra causa, malum ex quocumque deffectu. Es decir: un acto es moralmente bueno sólo si son buenos a la vez su objeto, su fin y sus circunstancias.

Lo que dice el Catecismo de la Iglesia Católica

I. Fuentes de la moralidad

1750 La moralidad de los actos humanos depende:

del objeto elegido;

del fin que se busca o la intención;

de las circunstancias de la acción.

El objeto, la intención y las circunstancias forman las “fuentes” o elementos constitutivos de la moralidad de los actos humanos.

1751 El objeto elegido es un bien hacia el cual tiende deliberadamente la voluntad. Es la materia de un acto humano. El objeto elegido especifica moralmente el acto del querer, según que la razón lo reconozca y lo juzgue conforme o no conforme al bien verdadero. Las reglas objetivas de la

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moralidad enuncian el orden racional del bien y del mal, atestiguado por la conciencia.

1752 Frente al objeto, la intención se sitúa del lado del sujeto que actúa. La intención, por estar ligada a la fuente voluntaria de la acción y por determinarla en razón del fin, es un elemento esencial en la calificación moral de la acción. El fin es el término primero de la intención y designa el objetivo buscado en la acción. La intención es un movimiento de la voluntad hacia un fin; mira al término del obrar. Apunta al bien esperado de la acción emprendida. No se limita a la dirección de cada una de nuestras acciones tomadas aisladamente, sino que puede también ordenar varias acciones hacia un mismo objetivo; puede orientar toda la vida hacia el fin último. Por ejemplo, un servicio que se hace a alguien tiene por fin ayudar al prójimo, pero puede estar inspirado al mismo tiempo por el amor de Dios como fin último de todas nuestras acciones. Una misma acción puede, pues, estar inspirada por varias intenciones como hacer un servicio para obtener un favor o para satisfacer la vanidad.

1753 Una intención buena (por ejemplo: ayudar al prójimo) no hace ni bueno ni justo un comportamiento en sí mismo desordenado (como la mentira y la maledicencia). El fin no justifica los medios. Así, no se puede justificar la condena de un inocente como un medio legítimo para salvar al pueblo. Por

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el contrario, una intención mala sobreañadida (como la vanagloria) convierte en malo un acto que, de suyo, puede ser bueno (como la limosna) (cf Mt 6, 2-4).

1754 Las circunstancias, comprendidas en ellas las consecuencias, son los elementos secundarios de un acto moral. Contribuyen a agravar o a disminuir la bondad o la malicia moral de los actos humanos (por ejemplo, la cantidad de dinero robado). Pueden también atenuar o aumentar la responsabilidad del que obra (como actuar por miedo a la muerte). Las circunstancias no pueden de suyo modificar la calidad moral de los actos; no pueden hacer ni buena ni justa una acción que de suyo es mala.

Cuestionario

El deseo de que con la propia conducta se realice el mayor bien para el mayor número posible de personas, ¿no debería ser suficiente criterio de moralidad?

Las consecuencias de los propios actos son un elemento muy importante para un juicio ético. En cambio la moral católica no

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acepta la teoría consecuencialista como criterio para establecer si las acciones son buenas o malas. ¿Por qué ocurre esto?

Si todo el mundo tiene un conocimiento natural del bien y del mal, ¿por qué hace falta recurrir al objeto, fin y circunstancias para establecer la moralidad de los actos? ¿No basta el propio criterio subjetivo de cada cual para discernir la moralidad de la propia conducta? ¿Se puede afirmar con rigor y de modo objetivo que existen acciones malas siempre y en toda circunstancia?

¿Por qué no basta que la intención sea buena para que la acción sea buena?

¿Podrías poner ejemplos de actos malos a causa de su objeto moral?

El objeto moral, ¿es siempre fácil de determinar? ¿Podría decir situaciones en que es difícil determinar su objeto moral?

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TEMA 5

SENTIMIENTOS, PASIONES Y AFECTIVIDAD Objetivo de la lección

Comprender la acción moral requiere examinar, como ya se ha hecho, el papel de las facultades específicamente humanas, inteligencia y voluntad. Pero también es necesario referirse al papel que desempeñan otros factores que también inciden en el comportamiento. Estamos hablando de ese mundo interior de emociones y sentimientos presentes en cada ser humano. Los estudiaremos brevemente desde un punto de vista moral, es decir en tanto en cuanto inciden en el comportamiento libre; el estudio desde otras perspectivas corresponde a la antropología.

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A Aparte de sus facultades espirituales, la persona posee dinamismos comunes a otros seres vivos: un organismo con sus funciones vitales, unas

capacidades cognitivas también a nivel sensorial, un cierto modo de reaccionar (reflejo, instintivo, emotivo) ante estímulos externos e internos.

En el hombre, la unidad substancial entre cuerpo y espíritu hace imposible que se pueda aislar lo puramente sensorial de lo puramente intelectual. Todo, incluso algo tan somático y elemental como un tono vital exaltado o deprimido, puede influir sobre la acción moral.

Entre todos esos elementos no estrictamente racionales, la ciencia moral ha dedicado particular atención a lo que hoy llamamos afectividad. Entre ellos se incluyen, por un lado, las tendencias o instintos, por otro, las reacciones emotivas. Santo Tomás, por ejemplo, ha dedicado en su Suma Teológica 27 cuestiones con un total de 134 artículos al estudio de las pasiones (S Th I-II 22-48).

Por lo que se refiere a las tendencias, se las ha situado a tres niveles: el más bajo, vegetativo, comprende el instinto de conservación, el de perpetuación (procreación) y el de crecimiento; en el nivel intermedio, sensitivo, se colocan otras inclinaciones como el instinto gregario, el de posesión, el de exploración, etc.; en el nivel superior, racional, encontramos las

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tendencias para nosotros mejor conocidas porque son específicas de la persona humana: el deseo de conocer la verdad, de convivir con los demás, de buscar a Dios, etc.

Lo que distingue cada tendencia de las demás es el bien hacia el cual cada una apunta. En cambio, la modulación de las tendencias es algo peculiar de la naturaleza del sujeto. La tendencia asociativa, p. e., es muy distinta en el hombre respecto a los animales.

Todas las tendencias humanas, en sí mismas, tienen en común el estar ordenadas al cumplido desarrollo y realización del bien del hombre. Por eso orientan a la felicidad y merecen una valoración positiva.

Otra cosa es la concupiscencia que, según la doctrina católica, no es una tendencia natural sino un desorden conflictivo consecuencia del pecado original.

Las pasiones o sentimientos

Si las tendencias son como un movimiento que lleva al sujeto a salir de sí mismo y a proyectarse sobre el mundo en busca de algo mejor, las emociones o sentimientos son la reacción, la resonancia interior consiguiente a la percepción o al contacto con otras realidades.

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La percepción de una cosa como buena para mí despierta el deseo (la tendencia), pero ese movimiento se acompaña, sosteniéndolo, de una emoción, amor, que se trasformará en alegría o en tristeza según se consiga o no se consiga satisfacer el deseo.

Los sentimientos y emociones de por sí no son voluntarios sino espontáneos: el sujeto no los causa directamente, sino que los padece; por eso se denominan “pasiones”: alegría, temor, odio, etc.

De todos modos, sabemos por experiencia que emociones y sentimientos pueden ser excitados y moderados de alguna manera, y ésa es una de las funciones de la virtud.

En la persona humana, las reacciones pasionales tienen una base orgánica (el corazón se acelera), van acompañadas de una vivencia psíquica (el ánimo se exalta) y a veces incluso alcanzan una resonancia espiritual (decimos p. e. que el alma se ilumina).

Las emociones constituyen como una primera e imperfecta indicación o percepción moral, pues alegría, entusiasmo, ternura, estimación, etc. se originan en presencia de un bien, mientras que tristeza, temor, susto, pesadumbre, indignación, preocupación, etc. están relacionadas con la percepción de un mal inminente.

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Afectividad y virtudes

Entre la innumerable multitud de vivencias emocionales que pueden ser experimentadas, en moral se da especial importancia al amor / odio, gozo / tristeza, audacia / temor, esperanza / desesperanza e ira.

Efectivamente, se trata de las reacciones emotivas más comunes y poderosas, que pueden incidir positiva o negativamente sobre el comportamiento moral, y que por tanto es necesario encauzar con la mediación de la razón práctica y el desarrollo de las virtudes correspondientes que casi siempre responden al nombre de la pasión que han de moderar.

• la emoción amor es la manifestación afectiva de la atracción del bien, como el odio lo es del carácter repulsivo del mal.

• el gozo o alegría es estimulado por el bien ya poseído, como la tristeza es causada por la presencia del mal.

• la pasión esperanza nace ante un bien difícil pero posible, mientras que en caso contrario surge la desesperanza.

• la audacia, y su contrario el miedo, responden a amenazas sentidas como superables o insuperables.

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• Finalmente, los sentimientos de ira son provocados por la arrogancia del mal.

La aplicación de estas nociones a la vida moral puede resultar complicada si no se distingue de modo correcto tendencias, pasiones y voliciones. El término amor, p. e., puede significar a) tendencia o deseo (espontáneo) del bien conocido, b) la reacción afectiva (también espontánea) que acompaña al deseo, y c) la tendencia hacia el bien, no ya espontánea sino asumida voluntariamente una vez que la persona, habiendo valorado racionalmente el bien que se le presenta, quiere quererlo o no quererlo aquí y ahora, y decide en consecuencia.

La ciencia moral considera pues las pasiones desde dos puntos de vista:

• en cuanto al influjo que las emociones por sí mismas ejercen sobre la vida moral. Así por ejemplo hay pasiones que empujan a la acción (amor, ira) y otras que paralizan (miedo);

• en cuanto que tendencias y emociones son moderadas, asumidas o rechazadas voluntariamente por la persona, de modo que, porque causa sui est, ya no sólo ama o teme, sino que quiere amar y quiere no temer.

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La “Moral de los sentimientos” es hoy día uno de los principales responsables del grave relativismo moral de la sociedad contemporánea. Pero sería un error pretender contrarrestarla a base de devaluar el papel de la afectividad o de exagerar su supuesta total irracionalidad. La racionalidad humana significa ser causa sui y no se reduce a la sola razón-facultad o la sola voluntad-facultad, sino que incluye una afectividad que es humana y que de algún modo es causada también por la persona y no sólo padecida.

La posición de la teología moral católica respecto de la afectividad podría resumirse así:

• Emociones y sentimientos proporcionan una primera y espontánea percepción acerca del bien o del mal.

• Esos movimientos por sí mismos se dirigen a un bien parcial, a satisfacer una necesidad particular, y por eso mismo constituyen ya una ayuda preciosa para el recto vivir moral: el bien habita más cerca del corazón que de la razón.

• No obstante, los afectos necesitan ser integrados en el bien total de la persona (bonum humanum), lo que se logra con el discernimiento que opera la razón práctica y la elección de la voluntad orientada hacia el bien.

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Pasiones y libertad

Un comportamiento exclusivamente pasional no es propiamente moral: no hay moralidad sin libertad, y no hay libertad sin racionalidad.

Por ese motivo, a veces la teología ha afrontado las pasiones desde un punto de vista reductivo, como si no fueran más que elementos extraños que condicionan el voluntarium.

A esto se añade la evidencia de que el vulnus naturae introducido por el pecado original, y que afecta a toda la persona humana (razón, voluntad y pasiones), se manifiesta con mayor aparato en la esfera afectiva. Un ejemplo de ello es la facilidad con la que se identifican los excesos pasionales con la concupiscencia.

De todos modos, es innegable que emociones y sentimientos pueden interferir en la acción moral, y esto sucede por dos caminos: 1) dificultando y aun impidiendo el discernimiento de la razón, y 2) presionando directamente sobre la elección voluntaria y condicionando así la decisión final.

En el primer caso, se merma la libertad en su raíz, y con ella la imputabilidad y responsabilidad moral (decimos p. e. que la ira ciega). En el segundo caso, de ordinario solo se disminuye o aumenta la responsabilidad (el crimen pasional).

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Un caso al que desde siempre y justamente se ha dedicado especial atención es a las emociones de temor o miedo, porque con cierta facilidad pueden alcanzar una intensidad tal que imposibiliten un consentimiento verdaderamente libre. Además, el miedo, puesto que puede ser inducido desde fuera, se presta a un uso malicioso para forzar la voluntad de una persona.

La ira ‒ otra pasión importante ‒ representa un fenómeno muy diverso al temor, pues es un sentimiento que puede ser evocado voluntariamente para forzar una decisión. Es obvio que en ese caso no disminuye, sino que aumenta la responsabilidad moral.

La educación de la afectividad

Es experiencia común que en el hombre bueno las pasiones se despiertan cada vez más en conformidad con la recta razón. Esa conformidad se logra mediante las virtudes morales, que tienen por misión no la de reprimir la afectividad sino la de encauzarla para que cumpla el papel que le corresponde en la acción moral.

Las virtudes, pues, no sustituyen y menos aún arrinconan la afectividad, más bien la potencian. Las tendencias y los sentimientos debidamente educados facilitan mucho una vida moral coherente y lograda.

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Corrientemente suele decirse que “en el corazón no se manda”, queriendo subrayar que la afectividad no es manipulable a nuestro antojo.

En realidad, emociones y sentimientos son mucho más modulables de lo que se piensa. De hecho, en el hombre virtuoso las pasiones se despiertan cada vez más en conformidad con la recta razón y con sus intereses, mientras que en el hombre vicioso sucede lo contrario, hasta el punto de que, si no se corrige, terminará dominado ‒ esclavizado decimos ‒ por sus pasiones.

Las potencias racionales no tienen respecto a las pasiones, como se decía antes, un dominium despoticum sino politicum: no pueden moderarlas a la fuerza, no deben gobernarlas “contra ellas” sino “con ellas”. Sólo de ese modo tendencias y sentimientos contribuirán con rapidez, agudeza, flexibilidad y acierto a encontrar la solución moralmente correcta a los problemas aquí y ahora.

La educación de la afectividad, como ya se ha apuntado antes, es fundamentalmente educación en la virtud.

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Cuestionario

¿Qué son las pasiones, sentimientos, emociones?

¿El ideal moral es llegar a ser impasibles, o las pasiones facilitan

la vida moral?

¿Cómo influyen las pasiones en la responsabilidad por las

propias acciones?

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TEMA 6

LA VIRTUD AYUDA AL OBRAR EXCELENTE Objetivo de la lección

El propósito de esta lección es una mejor comprensión de la función imprescindible de las virtudes en la vida cristiana. Al entenderlas como perfecciones de la libertad en cuanto que se dirigen al bien de la persona se ve su relación con la coherencia de vida necesaria en el cristiano.

Introducción

E l tratado de las virtudes está en el nacimiento mismo de la Ética como ciencia -explicación razonada- del comportamiento humano. Cuando se entiende la

propia vida como un camino hacia una meta, hacia una perfección, hacia la felicidad -siguiendo a Aristóteles-, nuestras acciones u omisiones responden a elecciones voluntarias que

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no son indiferentes en relación al fin, sino que unas conducen hacia la meta, mientras que otras nos apartan de ella (por eso las llamamos buenas o malas).

Aristóteles, y luego Santo Tomás, coinciden en definir la virtud como “aquello que hace bueno a su poseedor y buenas sus obras”.

Por tanto, cuando se trata de una virtud, nos referimos: a) a un concepto ético; b) que tiene que ver con la bondad o excelencia; y c) algo que es deseable para alcanzar el bien total de la persona. A la virtud se opone el vicio, que es un mal hábito moral.

Para comprender la importancia de las virtudes en la vida humana ayuda especialmente la consideración de ésta como un TODO y no como serie de acciones y decisiones aisladas. Por esto es tan importante una explicación razonada de la vida moral como el desarrollo de las propias capacidades -divinas y humanas- en orden a la plenitud que es Dios contemplado como fin último del hombre, en quien encontraremos la felicidad definitiva.

Como dice el Catecismo de la Iglesia Católica (CCE, n.1803): “La virtud es una disposición habitual y firme a hacer el bien. Permite a la persona no sólo realizar actos buenos, sino dar lo mejor de sí misma”. Así entendida, designa a la persona bien

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constituida y adiestrada para una vida de “excelencia moral”. Algo, por tanto, sumamente atractivo y deseable.

Las virtudes no son, por tanto, fines en sí mismas, sino medios para alcanzar el Fin último a través de nuestras acciones diarias. Facilitan la práctica del bien, lo hacen “connatural” (se habla de una “segunda naturaleza”, o también del “talante moral” de una persona). Facilitan el conocimiento del bien moral y su realización. Hacen “previsible” a la persona -lo contrario a “caprichosa, inconstante”- y se manifiestan en multitud de acciones de la vida ordinaria.

Sin embargo, históricamente, una visión de la ética centrada en el deber (p.e., en Kant) pone el acento en el esfuerzo que conlleva su adquisición y en la obligación moral de ser ejemplo para los demás. Esta visión no hace amable la virtud. Parece que la virtud es un fin en ella misma.

Es cierto que cada cultura valora más unas virtudes que otras y no todas son igualmente importantes o necesarias. Sin embargo, la virtud en sí no ha perdido importancia, pero reclaman justificarlas en el contexto que llamamos “cristiano”: en primer lugar, porque hay unas que llamamos teologales, que son don de Dios; y, en segundo lugar, otras llamadas cardinales, que son herencia de la ética griega pero reconocidas en un contexto cristiano (tal como las presentaron San Agustín y Santo Tomás, principalmente).

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En la medida que una persona va ejercitando las virtudes se sabe y se siente más libre, es decir, que la atracción y realización del bien auténtico cobra valor frente al que es sólo aparente o de corto alcance.

Algunos autores han explicado cómo determinadas críticas a alguna virtud obedecen a una actitud de “resentimiento” (se dice que no es virtud porque la ven como algo inalcanzable y justifican su “no me interesa”). Otros acusan de hipocresía a los que las practican sin reparar en que de las intenciones sólo Dios puede juzgar.

Aquí trataremos de las virtudes en cuanto manifiestan el “talante” o “modo de ser” del discípulo de Cristo: “Seguir a Cristo: éste es el secreto. Acompañarle tan de cerca, que vivamos con El, como aquellos primeros doce; tan de cerca, que con El nos identifiquemos. No tardaremos en afirmar, cuando no hayamos puesto obstáculos a la gracia, que nos hemos revestido de Nuestro Señor Jesucristo [Cfr. Rom XIII, 14.]. Se refleja el Señor en nuestra conducta, como en un espejo. Si el espejo es como debe ser, recogerá el semblante amabilísimo de nuestro Salvador sin desfigurarlo, sin caricaturas: y los demás tendrán la posibilidad de admirarlo, de seguirlo” (San Josemaría, Amigos de Dios, n.299).

Aristóteles señala que las virtudes se aprenden de las personas, o sea, que una buena pedagogía de la virtud reclama ejemplos

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próximos. Sin embargo, una primera y fundamental justificación de cada virtud debe ponerse en relación con nuestro Modelo que es Jesucristo (“perfectus homo”).

Las virtudes teologales

Las virtudes teologales son infundidas por Dios -gratuitamen-te- y tienen a Dios por fin; en el CCE se dice que tienen como origen, motivo y objeto a Dios Uno y Trino (cfr n.1812).

La fe es “la virtud teologal por la que creemos en Dios y en todo lo que Él nos ha dicho y revelado, y que la Santa Iglesia nos propone, porque Él es la verdad misma” (CCE, n.1814).

En la virtud de la fe podemos distinguir tres elementos: a) la asimilación intelectual de la Palabra de Dios; b) la adhesión libre a lo que manifiesta o revela; y c) la gracia que ilumina el entendimiento y mueve la voluntad. Son inseparables y se trata, por tanto, de un único acto con el que la persona responde al anuncio evangélico cuya aceptación precisa la gracia divina porque las verdades reveladas no son evidentes y las razones para creer nunca son definitivas. La fe exige fiarse de Dios.

Hoy junto al ateísmo teórico de otras épocas, predomina un ateísmo práctico: vivir como si Dios no existiera. Dios no es necesario (un joven exitoso diría: “Dios no me aporta nada”).

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Sin embargo, a lo largo de su vida todo hombre hay algún momento en que se plantea preguntas de sentido: ¿quién soy? ¿de dónde vengo? ¿por qué amo? ¿por qué sufro? ¿qué hay después de la muerte?... La respuesta cristiana es que “Jesucristo muerto y resucitado hace que el hombre sea pregunta”.

La esperanza es “la virtud teologal por la que aspiramos al Reino de los cielos y a la vida eterna como felicidad nuestra, poniendo nuestra confianza en las promesas de Cristo y apoyándonos no en nuestras fuerzas, sino en los auxilios de la gracia del Espíritu Santo” (CCE, n.1817).

Benedicto XVI en su encíclica Spe salvi explica cómo la fe nos da algo: la certeza del Amor de Dios y, al mismo tiempo, una esperanza de vida eterna, de felicidad con El.

Hoy, comprobamos en nuestra cultura una falta de esperanza porque -como también explicó Benedicto XVI- las “esperanzas pequeñas” (un mundo feliz, una ciencia que lo explica todo, las utopías etc.) se han desvanecido. Sólo un Dios que ha muerto y resucitado puede dar sentido completo a la muchas veces difícil existencia humana.

Como también señala el Catecismo, “la esperanza corresponde al anhelo de felicidad puesto por Dios en el corazón de todo hombre; asume las esperanzas que inspiran las actividades de

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los hombres; las purifica para ordenarlas al Reino de los cielos; protege del desaliento; sostiene en todo desfallecimiento; dilata el corazón en la espera de la bienaventuranza eterna” (n.1818).

Finalmente, tenemos la virtud de la caridad, que como dice el CCE, “es la virtud teologal por la cual amamos a Dios sobre todas las cosas por Él mismo y a nuestro prójimo como a nosotros mismos por amor de Dios” (n.1822).

De ella Jesucristo hizo el fundamento de toda la conducta cristiana (“en esto conocerán que sois mis discípulos”): el “mandamiento nuevo”. Jesús se pone como Modelo y medida (un Amor hasta la muerte) y el prójimo ya no es “otro israelita”, sino que cualquier hombre debe ser destinatario de nuestro amor.

Con la ayuda de la gracia el cristiano es capaz de amar a Dios con el Amor que de El ha recibido y al prójimo, viendo en “el otro” al mismo Jesucristo.

Las virtudes cardinales

- El CCE define la virtud de la prudencia como la “que dispone la razón práctica a discernir en toda circunstancia nuestro verdadero bien y a elegir los medios rectos para realizarlo” (CCE, n.1806).

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Aristóteles la definió como la “recta razón sobre lo que hay que realizar”, es decir, la que permite discernir lo que conviene hacer en cada momento.

Conviene advertir que se trata de una virtud muy necesaria y poco considerada actualmente. En el Evangelio encontramos, sin embargo, numerosas llamadas a ser prudentes. San Pablo contrapone la prudencia de la carne a la prudencia del espíritu.

También señala el Catecismo que gracias a esta virtud aplicamos los principios morales a los casos particulares y superamos las dudas sobre el bien que debemos hacer y el mal que debemos evitar.

- En segundo lugar, está la virtud de la justicia, que “consiste en la constante y firme voluntad de dar a Dios y al prójimo lo que les es debido” (CCE, n.1807).

La justicia para con Dios es llamada “virtud de la religión”.

“Para con los hombres, la justicia dispone a respetar los derechos de cada uno y a establecer en las relaciones humanas la armonía que promueve la equidad respecto a las personas y al bien común” (id.).

- La virtud de la fortaleza “asegura en las dificultades la firmeza y la constancia en la búsqueda del bien” (CCE, n.1808). En la

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Tradición cristiana se presenta el ejemplo heroico de los mártires por su testimonio de fe. Sin embargo, es una virtud muy necesaria para afrontar las contrariedades de la vida corriente y a la hora de corresponder a la gracia de Dios por alcanzar la santidad. Se unen a ella la magnanimidad y la magnificencia.

- “La templanza es la virtud moral que modera la atracción de los placeres y procura el equilibrio en el uso de los bienes creados. Asegura el dominio de la voluntad sobre los instintos y mantiene los deseos en los límites de la honestidad” (CCE, n.1809).

La templanza es “señorío”, ser dueño de sí mismo. En el Nuevo Testamento abundan las exhortaciones a ser sobrios y templados para llevar una conducta digna de la vocación frente a la de los paganos cuyo Dios son los bienes materiales, la comida y la bebida, el placer, etc.

Cuestionario

Cuando se califica a alguien de ser una persona virtuosa no

suele ser para destacar un carácter enterizo y deseable. Sino

más bien a una rectitud moral más bien rígida y fría, ajena a

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la gama de tonos emotivos que acompañan un

temperamento que reacciona incluso emotivamente ante

el mal y el bien. ¿Disponemos hoy día de algún concepto

análogo al de virtud, que nos permita hablar de lo mismo?

Se ha dicho, quizá demasiadas veces, que la virtud se

adquiere por la repetición de actos. ¿Realmente es así? ¿Es

el hecho de "repetir" acciones lo que desarrolla la virtud, o

no es más bien el motivo por el que elegimos hacer esas

acciones buenas?

Muchas veces se presentan los comportamientos que han

tenido los santos como ejemplos para seguir. Pero

pensándolo bien, realmente dos personas virtuosas que

tengan temperamento distinto, diferente edad, más o

menos experiencia de la vida, etc., pueden tener ante el

mismo hecho, en relación con la misma virtud, reacciones

distintas: siempre buenas, pero distintas. ¿Ha entendido

bien la virtud quien afirme esto?

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TEMA 7

LEY NATURAL, LEY POSITIVA, LEY DE LA GRACIA Objetivo de la lección

El ser humano tiene como una capacidad innata de discernir el bien del mal. Nadie dice que todo da lo mismo: las promesas no se deben romper, el juez debe ser justo, la convivencia es mejor sin el terrorismo, la paz es preferible a la guerra, el perdón es mejor que la venganza, son malas la esclavitud y el canibalismo y la violencia de género y la envidia...

Tal conocimiento natural de la moralidad de las acciones se ha denominado tradicionalmente ley natural; hoy lo habríamos llamado quizás “discernimiento ético universal” o “sentido común moral” o “percepción de que ciertos bienes no son negociables”. Realizamos ese discernimiento entre lo bueno y lo malo mediante la razón, facultad natural del ser humano,

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que de modo también natural sabe distinguir lo que se debe hacer y lo que se debe evitar. Esa capacidad es común a todos los seres humanos por el mero hecho de ser inteligentes. Al crearnos como seres racionales, Dios nos hace capaces de reconocer naturalmente las acciones que nos impiden alcanzar el bien propio de un ser humano.

Ese conocimiento moral asume en cada persona el imperio y la fuerza de una ley (“debo hacer...”; o “no debo comportarme de un determinado modo”), no es una simple opinión. Esto es porque la razón humana está constituida naturalmente de forma que conoce los bienes prácticos (o sea, los bienes que se alcanzan mediante acciones), como “algo que debe ser hecho” y viceversa conoce el mal como “algo que debe ser evitado”. Dios ha confeccionado a la razón humana de tal modo que reconoce naturalmente (o sea, mediante sus actos cognoscitivos propios, normales) el bien, el bonum humanum, y ha puesto también en su funcionamiento natural, en su modo natural de trabajar (podríamos decir que la razón “es así”, “está así hecha”) el imperativo de hacer el bien y evitar el mal. Ese modo de funcionar se denomina técnicamente sindéresis.

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L a ley moral contribuye al bien de la persona de varias maneras:

• da a conocer el “buen camino” (p. e., la necesidad de nutrirse confirma que en principio es bueno alimentarse);

• mueve a recorrerlo (no sólo nos damos cuenta de que debemos alimentarnos, sino que además “sentimos hambre”).

• indica el modo práctico de hacerlo: no mecánico ni instintivo, sino razonable: según la recta razón, evitando extremos tanto por defecto como por exceso: la anorexia y la bulimia.

Una de las dificultades más importantes hoy día para entender la naturaleza de la ley moral, y no reducirla a un elenco de preceptos, es el hecho de que el término ley se usa también para referirse a otro tipo de indicaciones normativas o reglas que tienen muy poco que ver con la moral, especialmente se tienen como referencia las leyes civiles o positivas.

Ley moral natural

Se llama ley moral natural la indicación de lo que es bueno para la persona y en qué medida es bueno, en tanto que dictada por la razón práctica (no por la innata sensibilidad

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moral, o por experiencia personal, o porque lo diga una reconocida autoridad moral, etc.).

El adjetivo natural aquí no hace referencia a la naturaleza del cosmos ni a la constitución física de los seres, sino al hecho de que esa razón, que traduce un acto (alimentarse) en norma moral (debo alimentarme con medida), pertenece y define la naturaleza humana.

La naturaleza de la persona humana, su ser o humanidad, es la regla, la medida del obrar, de manera que una acción aquí y ahora será buena o mala según sea conforme o disconforme con la humanidad de la persona, con el ser hombre (no sólo con el ser sano o enfermo, inteligente o necio, etc.). Sin embargo, el discernimiento de esta conformidad o disconformidad entre acción y naturaleza es obra de la razón práctica.

Se llama ley porque su función no es sólo conocer o discernir, sino además ordenar, indicar lo que se debe hacer y/o lo que se debe evitar.

¿Cómo la razón práctica convierte el discernimiento en ley? Gracias al hábito de la sindéresis (debemos hacer el bien y evitar el mal), por el cual el conocimiento práctico de un bien o de un mal se convierte espontáneamente en ley: lo conocido

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como bueno debe ser deseado, lo conocido como malo, evitado.

En la elaboración de los juicios normativos, la razón práctica no parte de cero, no es una tabula rasa:

• en primer lugar, porque es informada por el instinto moral innato;

• en segundo lugar, porque es también informada por la ciencia y la experiencia moral adquirida: “sabe” que respetar lo que pertenece a cada uno (justicia), decir la verdad (las palabras coinciden con lo que se piensa), etc., son comportamientos que conducen a una vida buena, como “sabe” que comer en exceso es perjudicial.

Precisamente porque la ley natural no es una ley escrita como en un código, sino el ordo rationis, la persona (de naturaleza racional) ante una agresión mortal, p. e., entiende que el bien “respeta la vida” en ese momento significa “haz lo que puedas para salvaguardar tu vida y la de otros”.

No se debe identificar la ley natural con los elementos de naturaleza física, biológica, psicológica, espiritual, que componen la naturaleza humana.

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Las inclinaciones naturales, y en especial las que llamamos básicas porque tienen por objetivo bienes indispensables para la supervivencia y desarrollo de la persona, son como una especie de preámbulo de la ley natural, en cuanto que son indicadores de cosas que le son conformes (sentir hambre, amar, decir la verdad) o le son contrarias (odiar, mentir).

Esos indicadores forman parte del instinto o sensibilidad moral natural, y constituyen una ayuda inestimable a la razón práctica que es la que confirma o no en cada situación si el bien al que se dirige cada tendencia está integrado en el bien entero de la persona.

Con un lenguaje rigurosamente normativo, que es el que corresponde al concepto de ley, el primer mandamiento de la ley natural que comprende todos los demás podría formularse así: “persona, compórtate como lo que eres”, o “actúa como corresponde a tu dignidad de persona humana”.

El Catecismo de la Iglesia católica da una definición más tradicional en la que el acento se pone sobre el origen del poder normativo de la razón práctica. Y así la define como “luz de la inteligencia infusa en nosotros por Dios. Gracias a ella conocemos lo que se debe cumplir y lo que se debe evitar. Esta luz y esta ley, Dios las ha dado en la Creación”.

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Lo característico de la ley respecto a otras formas de conocimiento es que la verdad se propone como un deber, como una condición para conseguir un determinado bien. En consecuencia, una propiedad esencial de toda ley, también de la ley natural, es su obligatoriedad.

Dios, al crear el hombre y conferirle un específico modo de ser, al mismo tiempo le da una ley, la de vivir y comportarse de acuerdo con el ser recibido (persona humana). El relato de la creación del Génesis confirma esta tesis: allí se dice expresamente que el hombre es y debe comportarse como imagen y semejanza de Dios, por eso se le confía la custodia de lo creado, se le ordena trasmitir a otros la vida, etc.

La nueva ley o ley de la gracia

Por la fe en Cristo, el cristiano se adhiere al mensaje del Señor y a su vida, dando acogida así a la gracia divina, y entrando a participar de la misma naturaleza divina.

El vivir cristiano, pues, significa que no se razona ni se decide sólo con las luces naturales: se discierne también con la ayuda de la fe, se toman decisiones con el apoyo de la gracia.

Como señala Santo Tomás, las nuevas orientaciones morales que derivan de la condición de cristiano, no eliminan las exigencias de la ley natural, sino que las confirman y

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perfeccionan. Explica que, mientras que por la ley natural el hombre participa de la ley eterna en la medida de su capacidad natural, para ser conducido al nuevo fin sobrenatural ‒ la identificación con Cristo - necesita algo más que su inteligencia y buena voluntad, por eso, con la gracia bautismal: esta nueva ley mira a lo que el hombre es actualmente y a lo que está llamado a ser (hijo de Dios en Cristo).

De esta Ley nueva, los Evangelios, los demás escritos del Nuevo Testamento y la Tradición de la Iglesia, son una manifestación escrita. Lo más importante de la moral cristiana no son las fórmulas, p. e. amarás con un amor gratuito y desinteresado como el de Cristo, sino el Espíritu Santo que viene infundido en el alma del creyente, por el cual el fiel cristiano acabará logrando amar de esa manera.

El cristiano está llamado a ser una criatura nueva en Cristo, lo que significa que debe moverse con el mismo espíritu, las mismas intenciones que el Señor, o, como dice San Pablo, con los mismos sentimientos de Cristo Jesús (cfr. Phil. 2,6).

El papel del Espíritu Santo en la Ley nueva es fundamental, no sólo porque está en su origen, sino también porque acompaña y mueve la vida del cristiano como una especie de discreto instinto sobrenatural, que precede a toda deliberación y a todo acto de voluntad.

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Cuestionario

¿Cuándo empezó a hablarse de “ley natural”?

¿Qué es la ley natural? ¿Por qué se dice “natural”; en qué sentido es “natural”?

¿Existe otro modo de referirse al mismo concepto sin usar la expresión “ley natural”?

¿Quién determina qué es la ley natural? ¿Es cada uno?

¿Caben excepciones a la ley natural, situaciones excepcionales en que la ley natural no obligue?

¿Por qué la gente se equivoca, llamando buenas a conductas malas y al revés?

¿Hasta qué punto puede perderse ese conocimiento de la ley natural (terroristas, p. ej.)?

¿En qué sentido ha dicho la ética clásica que “haz el bien y evita el mal” es la primera norma moral?; ¿no es más bien la condición misma del obrar humano?

¿Existe algún comportamiento que sea de ley natural y que no esté recogido en el Decálogo?

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TEMA 8

LA CONCIENCIA MORAL Objetivo de la lección

Entender qué significa y por qué se dice que la conciencia es norma próxima de moralidad.

El papel de la conciencia para personalizar la norma moral. Gracias a ella me siento responsable de lo que he realizado.

La conciencia no es infalible: puede errar y de hecho yerra no pocas veces. Los modos de alcanzar una conciencia que señale con acierto el bien que se debe realizar y el mal que se debe evitar. Los modos de salir del error.

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Qué dicen la Sagrada Escritura y el Magisterio sobre la conciencia

L a conciencia moral es la vía para conocer la voluntad de Dios, que se manifiesta de muchas maneras, pero especialmente a través de la ley natural y de la ley

revelada.

El Nuevo Testamento suele utilizar el concepto “corazón” para referirse a la conciencia.

El Concilio Vaticano II describe la conciencia como el lugar donde habla Dios (GS, 16), la instancia que personaliza la verdad y el bien moral expresados por la ley.

El Catecismo de la Iglesia Católica, después de citar GS 16, centra la exposición sobre la conciencia en cuatro cuestiones:

Es juicio de la razón práctica por el que la persona reconoce la cualidad moral de sus acciones.

La dignidad de la persona exige la rectitud de la conciencia y esto reclama su formación.

Hace falta actuar siempre “en conciencia” buscando lo que es justo y bueno, aunque sea costoso.

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Al ser un juicio, la conciencia se puede equivocar; pero hace falta seguir siempre el juicio cierto de la conciencia, aunque sea un juicio erróneo.

En la encíclica Veritatis splendor, de San Juan Pablo II, se trata con profundidad del tema de la conciencia para responder a las doctrinas que otorgan a la conciencia individual las prerrogativas de una instancia suprema del juicio moral. Estas doctrinas suelen atribuir a la conciencia autonomía y creatividad: ella decidirá sobre la bondad o malicia del acto moral.

Naturaleza de la conciencia

La conciencia moral es un juicio de la razón, por el que la persona reconoce la calidad moral de un acto concreto, que piensa hacer, está haciendo o hará (CIC, 1778). Al ser un juicio es un acto, y no un hábito ni una potencia.

Hace falta distinguir la conciencia moral de la conciencia psicológica, que es la capacidad de conocer y advertir que se conoce.

Para entender bien la naturaleza de la conciencia moral conviene tener en cuenta su relación con la sindéresis (hábito de las primeras verdades morales), con la prudencia (virtud que lleva a decidir en cada caso cuál es la elección más

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acertada para conseguir un fin bueno) y con la ciencia moral (conocimiento de verdades sobre el bien y el mal, fruto del estudio, la lectura, las enseñanzas de los padres y profesores, etc.)

Diversas clases de conciencia

Será antecedente si juzga la acción antes de hacerla ay consecuente si es un juicio sobre el acto ya realizado.

Al ser un juicio de la inteligencia, la conciencia puede errar. Es una luz que nunca se apaga pero que puede equivocarse. La conciencia se llama verdadera cuando juzga rectamente el bien y el mal, y es errónea cuando emite un juicio equivocado.

Por razón de la fuerza del asentimiento, la conciencia se llama cierta cuando hace un juicio sin miedo a equivocarse. Será probable cuando se inclina a una de las posibilidades y dudosa cuando suspende el juicio porque no está nada segura.

Principios generales sobre el deber de seguir el juicio de la conciencia

a) La conciencia que procede de una voluntad recta se tiene que seguir siempre, tanto si es verdadera como inculpable-mente errónea.

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b) La conciencia verdadera se tiene que seguir siempre porque presenta la voluntad de Dios: cuando la persona actúa de buena fe, procurando conocer la voluntad de Dios, lo normal es que su conciencia sea verdadera, que descubra lo que la ley divina le exige en el caso particular.

c) Hace falta seguir la conciencia inculpablemente errónea mientras se mantenga de buena fe. El motivo es que, con voluntad recta, se juzga que ésta es la voluntad de Dios. El mal que comete la persona en este caso no es imputable, pero es un mal. Por esto hace falta trabajar para corregir la conciencia moral de sus errores.

d) No se puede seguir la conciencia culpablemente errónea, ya que esta no es recta. Se reconoce este tipo de conciencia porque no proporciona la debida certeza.

e) Solamente puede ser regla de conducta la conciencia cierta. No es lícito obrar con la duda práctica y positiva. Para obrar bien hace falta tener certeza o seguridad de juicio, al menos la que nace de haber puesto los medios a nuestro alcance para eliminar la duda. No es suficiente con una certeza moral práctica, que se manifiesta por la ausencia de un temor razonable a equivocarse.

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Formación de la conciencia moral

Por todo lo que se ha visto, tenemos que procurar con una oportuna solicitud tener siempre una conciencia verdadera y cierta. La rectitud en el obrar depende de la rectitud en la conciencia. La formación de la conciencia es una responsabilidad personal de cada uno delante de Dios.

Este deber de formar la propia conciencia exige poner unos medios. Destacamos:

La adquisición del debido conocimiento de la ley moral, a través del estudio, la petición de consejo y la oración que requiere el amor a la verdad.

Vivir las virtudes, dado que la rectitud de la voluntad es muy importante para que la razón juzgue rectamente y son las virtudes las que hacen recta la voluntad.

La confesión frecuente, también de las faltas veniales, ayuda a formar la conciencia y a luchar contra las malas inclinaciones.

Pedir ayuda al Espíritu Santo y seguir sus inspiraciones.

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Cuestionario

¿A qué se le llama conciencia?

Para muchos hoy día la conciencia es como un refugio para defenderse de la obediencia a leyes morales que no se entienden; ¿es correcto este enfoque? ¿Se ha entendido del mismo modo a lo largo de los siglos qué es la conciencia moral?

Hombres como Tomás Moro, o el Card. Newman, o tantos mártires estuvieron dispuestos a dar su vida por no renunciar a lo que para ellos era verdadero. ¿Qué relaciones existen entre la verdad y la conciencia?

Nadie discute que cada uno debe tomar sus decisiones conforme a los dictados de su conciencia. ¿Es que la conciencia es infalible?

Ha habido en la historia personas que a sabiendas, reflexivamente, han hecho cosas malvadas pensando que hacían bien. ¿Se puede afirmar que alguien como Hitler, o los terroristas, por ejemplo, han actuado bien cuando dicen que lo hacen según su conciencia?

¿En qué consiste “actuar en conciencia”? ¿Existe alguna relación entre conciencia y madurez personal?