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Modos de la metáfora orientalista en la Hispanoamérica del siglo XIX. Soledad Acosta, Jorge Isaacs, Domingo F. Sarmiento y José María SamperModes of the Orientalist Metaphor in Nineteenth-Century Hispanic America. Soledad Acosta, Jorge Isaacs, Domingo F. Sarmiento and José María Samper

Carolina AlzateUniversidad de los Andes, Bogotá[email protected]

Este artículo señala lugares interesantes de la literatura del siglo XIX hispanoameri-cano en los que aparece la metáfora orientalista, estudia estos lugares y ofrece una aproximación crítica a ellos y a sus metáforas. La palabra orientalismo aparece ya en 1867 en uno de los textos estudiados y como comentario irónico que arroja una luz de ficción sobre el discurso fundacional. La autora mencionada en el título hace un llamado de atención sobre la forma en que los relatos europeos describen los territo-rios de ultramar y sobre la India como una de sus metáforas. En los otros dos textos estudiados, la metáfora que orientaliza ciertos lugares del espacio americano y algunas de sus poblaciones se revela esencial a los procesos de fundación nacional. Palabras clave: Literatura de fundación nacional, literatura de viajes, estudios poscoloniales.

This paper focuses on some texts in the 19th Century Hispanic-American literature in which the orientalist metaphor appears. It studies and offers a critical approach to them and their metaphors. The word orientalism already appears in 1867 in one of the texts studied herein and as an ironical comment which throws a light of fiction on the nation-founding discourse. The female author mentioned in the title calls attention to the way in which European narratives describe overseas territories and especially to India as one of its metaphors. In the other two texts studied, the metaphor that orientalizes certain places of the American locus and some of its peoples reveals itself as essential to the processes of national building. Keywords: Poscolonial Studies, Travel Literature, Nation Building.

Fecha de recepción: 08 de marzo de 2009Fecha de aprobación: 05 de agosto de 2009

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... hay algo en las soledades argentinas que trae a la memoria las soledades asiáticas...

D. F. Sarmiento, Facundo. 1845

los mosquitos… me atormentaron a su sabor, haciéndole perder al baño que tomé, la mitad de su orientalismo salvaje.

Jorge Isaacs, María. 1867

A manera de introducción. Una holandesa en América

En enero de 1859 la colombiana Soledad Acosta de Samper (Bogotá, 1833-1913) escribió desde París para Bogotá la siguiente reseña:

Hace como diez o doce días apareció en el mundo literario una novela de una señorita Girard, de la cual empiezan a hablar con elogios. […Esta novela] es una serie de cuadros de la revolución de 93 i de varias descripciones de costumbres de la India. La trama es anticuada i ridícula […] En cuanto a las descripciones de la India, imaginadas por una persona que apenas conoce la Francia, no pueden ser verídicas.[...] Esta moda de componer novelas sobre países que jamás visitó el autor, se está haciendo mui común, […] El autor […] se sueña poemas magníficos en que los personajes son estraños y nobles, i donde el [oro] llueve sobre los héroes con una constancia estraordinaria; i no hai ni serpientes, ni calor ni mosquitos, así es que no se encuentra ningún obstáculo para hacer el bien, o el mal. (“Revista parisiense” 91. Mi énfasis)

Esta preocupación por la manera en que se describen los territorios de ultramar desde las metrópolis acompañará a Soledad Acosta por el resto de su vida. En su novela de 1876, Una holandesa en América (1876, 1888), encontramos el mismo tópico: una jovencita holandesa-británica, que se prepara para viajar a la República de la Nueva Granada en 1852 para reencontrarse con su familia, se ha formado una idea “enteramente poética e inverosímil de aqueste mundo nuevo” (72) a partir de la lectura de las cartas de su padre irlandés y de los relatos de viaje europeos. En América, según las cartas que desde allí le envía su padre, este “era respetado y atendido por todos, y dueño de inmensos y valiosísimos terrenos que beneficiaban en grande escala; su existencia era igual al de un príncipe de la India” (71-72). Por los relatos de viaje, por su parte, Lucía “creía que todo [en América] era dicha, perfumes, belleza, fiestas constantes y paseos por en medio de campos ideales” (72-73). Carlos, un joven romántico francés a quien la holandesa ama en secreto, y de quien cree la seguirá a América, señala lo mismo en su despedida: “–¡Feliz usted!”, le dice, “–Usted se va a un país nuevo donde se desconocen las intrigas y los vicios de esta vieja Europa” (84). “[H]onda-mente conmovida” la holandesa imaginaba que en América, en “la espléndida morada de su padre, […] pasaría una vida como la de aquellas princesas de la India cuyas existencias parecían un sueño de hadas de las cuales había leído tantas veces narraciones que la encantaban” (117). Ya en la hacien-da y por el resto de la novela, la protagonista deberá inventarse un nuevo

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destino para sobrevivir a una doble desilusión: nada de lo que había leído sobre América se corresponde con la realidad, y su amado Carlos (inventado también a partir de sus lecturas románticas) no vendrá nunca a buscarla. Lucía enferma pero no muere: se sobrepone y logra sobrevivir, contrario a lo que le habría ocurrido a varias otras heroínas románticas. La América de esta novela se resiste a quedar enmarcada dentro de las dicotomías civilización/barbarie o naturaleza/cultura: la holandesa se enfrenta a una materialidad compleja que pone a prueba sus coordenadas de compresión y que reta la orientalización de América.

1. El orientalismo salvaje del territorio nacional. Jorge Isaacs

La América hispánica no es Oriente1. Sin embargo este territorio sí fue bautizado desde el inicio de las exploraciones europeas como ‘las Indias Occidentales’. Este gesto comienza tal vez la larga tradición de describir con metáforas orientalistas este “nuevo mundo” y se repite en las crónicas de conquista desde los comienzos de la colonización española, cuyos autores emplean con frecuencia metáforas del Oriente en sus descripciones (Nagy-Zekmi 18). Soledad Acosta tiene una aguda conciencia de este fenómeno y lo encuentra pernicioso para los procesos de fundación nacional del siglo XIX. Su novela en buena medida se concentra en desmontar la dicotomía naturaleza/cultura y barbarie/civilización para hablar de América en su relación con Europa, inscribiendo a la Nueva Granada en un mundo tan complejo y convulso como el europeo y buscando quizá su completa inscripción en Occidente (proyecto de inscripción que en sí mismo habría que estudiar).

Jorge Isaacs (1837-1895), autor de una novela paradigmática del romanti-cismo latinoamericano titulada María (1867), es también consciente de ese orientalismo, palabra que aparece incluso en su novela, como vemos en uno de los epígrafes de este trabajo. En el fragmento citado, ubicado hacia el final del relato, los paisajes colombianos han dejado de ser “orientales” para convertirse en “orientalistas”. Por alguna razón el narrador se hace consciente de repente del tipo de metáforas que ha empleado en el relato o quiere hacer consciente de ello a sus lectores.

Mi interés en este tipo de elaboraciones de la realidad americana me ha lle-vado a fijarme con detenimiento en el devenir de esta metáfora en la novela de Jorge Isaacs. He leído con cuidado María para rastrear las formas que toma en ella la descripción de la naturaleza, una de las cuales podríamos llamar orientalista. Las formas de la naturaleza en la novela son variadas. María es recordada principalmente por las descripciones que logran con éxito alejarse de las metáforas consuetudinarias y artificializantes, entre ellas las de montañas de terciopelo y nubes como cintas, que aparecen también de cuando en cuando en el texto. La forma que logra Isaacs y que predomina

1 A lo largo de todo este trabajo escribiré la palabra Oriente en cursivas para señalar el hecho de que Oriente mismo es una creación cultural hecha por autores europeos en contextos culturales, económicos y políticos específicos, como ha señalado Edward Said. La palabra Oriente cubre y encubre, bajo una aparente homogeneidad que los hace colonizables, cul-turas y territorios con enormes diferencias entre sí.

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en la novela es la que se rige por la subjetividad del narrador protagonista, Efraín: la naturaleza se hace melancólica, misteriosa, sollozante; el viento gime, las aves se asustan al tiempo de los protagonistas, el río es iracundo y el paisaje solitario. Una cuarta forma de esa naturaleza es la que se hace desde la perspectiva civilizadora, la que mira la mano del hombre domesti-cándola o la dificultad que supone para la labor civilizadora. Con frecuencia la naturaleza es femenina y toma las formas de la amada. Pero hay mo-mentos en los cuales el personaje femenino de la metáfora es bailarina con turbante, o es odalisca2. Imagino a Isaacs buscando las metáforas menos mediadas por la literatura anterior pero dejándose tentar aún por las del orientalismo. El baño que le prepara María se asemeja a “un baño oriental” (13). La casa de la pampa de Santa Rita “semeja en las noches de luna la tienda de un rey oriental colgada de los árboles de un oasis” (46). En el poema de Efraín que cantan Emma y María aparecen el bambú y “el indo mar” (107), “mar de la India” en otro fragmento y sustituido en la edición final por “el Pacífico” (ver nota de la edición crítica de María Teresa Cristina, 299). Isaacs es consciente, como lo es sobre cada palabra de su novela, de la aparición de estos orientalismos. Más fascinante aún es que en un punto de la novela ese orientalismo se haga tema: Efraín se observa a sí mismo mirando a través de la literatura orientalizante y se ríe de sí mismo. Esto ocurre cuando, en el trayecto de la selva del Dagua, intenta tomar un baño que habría podido ser eco del baño oriental preparado por María en su jardín. Ahora Efraín se prepara para un baño “cuya excelencia dejaban prever las aguas cristalinas”. “Mas no había contado con los mosquitos”, advierte: “me atormentaron a su sabor, haciéndole perder al baño que tomé, la mitad de su orientalismo salvaje” (311, mi énfasis). ¿Cómo se llega del baño oriental de María a esta conciencia de orientalismo?

La sensibilidad de María es una gran lógica reguladora del mundo de la novela. María planta y cuida un jardín vallado. La amada romántica hace para Efraín comprensible el mundo de la naturaleza y de sus “naturales”; los amantes comparten una misma sensibilidad, y en su amada Efraín palpa esa sensibilidad y la confirma. Pero el trayecto del Dagua, río sobre el cual Efraín recorre una de las selvas colombianas, parece estar fuera de esa lógica. El jardín como metáfora reguladora de toda la novela, proyecto riguroso y exitoso de domesticación, es análogo a la adecuada administra-ción de la hacienda del padre, metáfora a su vez de la Patria. La relación de Efraín con el paisaje selvático del Dagua y con sus pobladores, en la medida en que adicionalmente no es propietario, sigue otra lógica que ya no es de apropiación para el cultivo ni de civilización de gentes, y tal vez ni siquiera de apropiación subjetiva a la manera en que lo es en la mayor parte de la novela. El baño, entonces, perfectamente descrito dentro del jardín con el adjetivo oriental en los inicios de la novela, se revela ahora como construcción conceptual a la cual la realidad parece resistirse. Ya no es oriental el baño: es orientalista la mirada.

2 “odalisca. (Del turco ódah liq, concubina, a través del francés) f. Esclava dedicada al servicio del harén del gran turco”. DRAE.

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A Efraín se le van disolviendo en ese trayecto del Dagua las coordenadas a través de las cuales comprende, describe, interpreta la realidad que lo circun-da (sabe que la amada está muriendo, quizá presiente que ha muerto ya). Al regresar a la casa de la sierra para recoger las trenzas y el delantal de la amada muerta, la hermosa tarde es ahora indiferente a su dolor (338): su subjetividad y la naturaleza ya no hablan el mismo lenguaje. La naturaleza que hablaba con el poeta a través de María, el Dios que no había aparecido en el lenguaje de Efraín pero que estaba en él a través de María, ese Dios que todo lo dota de sentido, se convierte en silencio sordo, en eternidad muda (339). El paisaje no responde a sus llamados: es ahora un desierto que solo devuelve el eco de su propia voz, el nombre de la amada ausente (340). La subjetividad se repite a sí misma su sinsentido. Es en esta crisis cuando, en la completud del jardín de María, ahora abandonado, aparece un abismo del que nunca antes se había hablado en la novela: los rosales de María solo cubrían “un fondo informe y oscuro” (340). Lo que aquí encontramos es la ironía romántica, en contraste radical con la analogía que tiene su imperio en la mayor parte de la novela, la ruptura entre el yo y el mundo. La ironía es conciencia de la contingencia del lenguaje, de la muerte de Dios, quien ahora es solo “silencio sordo”, “eternidad muda”. Aunque Efraín se sobrepone a la idea del suicidio, al abismo que lo llama, galopa al final de la novela “por en medio de la pampa solitaria, cuyo vasto horizonte ennegrecía la noche” (345): un abismo tan informe y oscuro como ése que se ha abierto en el jardín. La narración que ha querido confundir sus letras con el paisaje co-lombiano y con la nación, se devela contingente y plena de literatura, como propuesta de interpretación del entorno que contamina de irrealidad ese “cuadro fidedigno” de la nación que alababan sus contemporáneos.

La palabra paraíso, de origen árabe, significa lugar cercado, cercado como el jardín de María. El vallado del jardín que Efraín salta cada vez que regresa de sus paseos es un cercado protector, defensa ante un desierto amena-zante que en Sarmiento es la amenaza de barbarie. La “pampa solitaria” no deja de hacer eco a la de Sarmiento, esa pampa que el autor argentino domesticaría finalmente cercándola y exterminando a los salvajes. Hay que señalar que la palabra pampa no existe en el vocabulario colombiano para hablar de su propio paisaje: el origen de su uso en Isaacs bien podría estar en la obra de Sarmiento.

2. Domingo Faustino Sarmiento. Camellos en la pampa

En la pampa argentina de Sarmiento abundan las caravanas de camellos. Cuando leí por primera vez su Facundo, civilización y barbarie (1845), me causó gran curiosidad el uso de la metáfora orientalista dentro de su propues-ta de comprensión de la realidad argentina. Me asombró la tintura asiática de esas llanuras, la tropa de carretas solitarias del desierto argentino cual caravana de camellos que se dirige hacia Bagdad o Esmirna, los caudillos que semejan jefes de caravanas asiáticas (Sarmiento 62).

Hoy la metáfora orientalista sigue causándome curiosidad pero se me aparece cada vez más familiar: la encuentro repetidamente en la literatura hispano-americana de mediados del siglo XIX, la colombiana incluida. El mismo José María Vergara y Vergara (1831-1876), figura de primer orden en la escena

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literaria colombiana de mediados del siglo XIX, en el artículo que presenta a María como nuestra novela nacional, exalta “los magníficos paisajes del Cauca” de la novela, “émulos de los paisajes orientales” (350). La metáfora es de origen literario. Sarmiento no ha estado en el Oriente cuando escribe su Facundo (viajará por Argel uno o dos años después. Ver Sena), pero la descripción de ese Otro abunda en la literatura europea decimonónica. Veamos un ejemplo, documentado en el mismo texto del autor argentino:

Muchas veces, al salir la luna tranquila y resplandeciente por entre las hierbas de la tierra, la he saludado maquinalmente con estas palabras de Volney en su descripción de las Ruinas: “La plein lune a l’Orient s’elevait bleuâtre aux plaines rives de l’Euphrate”. Y en efecto, hay algo en las soledades argentinas que trae a la memoria las soledades asiáticas. (mi énfasis, 63)3

Aunque con frecuencia la metáfora en Sarmiento tiene mucho de exaltación lírica, no está hecha en general para exaltar la pampa bárbara ni al caudillo. Sabemos que Sarmiento cifra la civilización de la Argentina en la desaparición de este personaje y de “su justicia administrada sin formas ni debate” (63), en la desaparición del desierto. Como han mostrado Edward Said y Hayden White, entre otros, la Europa del siglo XIX se define a sí misma a través de su descripción del Otro oriental4. Los letrados hispanoamericanos se gestan como escritores en esas lecturas (Humboldt, Volney, Chateaubriand), inscritos como están en el sistema literario occidental, y cargan a partir de allí con una ambigüedad: nuestros letrados hacen parte de la cultura letrada europea que define a ese Otro, pero a través de la metáfora que asumen para su espacio geográfico terminan al parecer auto-exotizándose, convirtiéndose en el Otro de ese otro europeo que quieren ser. Quizá no sea, sin embargo, una auto-exotización, sino más bien la exotización del Otro que vive en sus propios países y en contraste con el cual deben constituirse como occiden-tales capaces de asumir la civilización de un territorio que reclaman como propio y cuya propiedad deben defender ante los nuevos imperios europeos. La otredad que experimentan nuestros letrados al relacionarse con la natu-raleza no domesticada y con el bárbaro compatriota la elaboran dentro de un campo semántico imperial europeo que quedaría así y, dramáticamente, inscrito en los orígenes de nuestras conciencias nacionales: la descripción de un territorio como desierto y del Otro como bárbaro hace parte del discurso de legitimación de las campañas colonizadoras, como señaló Martí ya en 1883 (442), sean éstas internas o externas.

En el relato de Sarmiento, “El mal que aqueja a la República Argentina es su extensión” (56), el desamparo de su desierto. El territorio es desierto en tanto no poblado –por población civilizada, habría que aclarar-, y en esta forma aparece reiteradamente en la literatura de la época, europea e hispanoamericana. A nuestro lector contemporáneo no deja de resultarle

3 “La luna llena en el Oriente se elevaba azulada sobre las llanuras del Éufrates” (traduc-ción de C. Alzate). Constantin Volney (1757-1820), escritor francés, autor de Ruines ou Méditations sur les révolutions des empires.4 Edward Said, autor de origen palestino, estudió este tema en detalle en su libro Orientalism. En él hace un seguimiento de la construcción europea de la idea de Oriente.

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hoy extraño ese empleo de la palabra desierto, hoy que nuestra noción está quizá poblada de arena5. Tal vez en el siglo XIX también lo estaba, aunque metafóricamente, como lugar de soledades inabarcables y resistentes a la civilización elaboradas a partir de la construcción del Oriente. Por esto hay desiertos extensísimos en las selvas que bordean el río Magdalena de Honda hacia abajo en los relatos de José María Samper (1858) y los hay no muy lejos de la casa la paterna en la novela María. También los hay en las llanuras de la Luisiana de Chateaubriand (Atala, 1801); este orientalismo del autor francés es responsable de las imposibles metáforas supuestamente indígenas de cabelleras como ondulantes campos de arroz en su novela Atala (17), cuyo carácter romántico aparentemente cerrado en sí mismo no puede ocultar el contexto imperial en el que emerge y que hace tan complejo el hecho de su apropiación en nuestros países.

Atala, intertexto destacado de María, no se lee impunemente. Chateubriand sostiene, mentirosamente, haber visto las soledades americanas de su relato, y haber escrito su novela en el desierto y bajo las chozas de los salvajes (3) (estuvo en Nueva Inglaterra y, aunque planeó un viaje a Luisiana, nunca lo realizó). El “Meschacebé, verdadero nombre del Misisipí”, es según él en su novela otro “Nilo de los desiertos” (7) que derrama sus desbordadas aguas en derredor de las columnas de los bosques: su conocimiento de la Luisiana es también literario.

3. José María Samper, Viajes de un colombiano en Europa

José María Samper, en su relato de viaje “De Honda a Cartagena” (1858), afirma que Honda parece una ciudad oriental o morisca, “ya por su caprichosa situación y sus edificios de pesada mampostería, ya por el contraste de los colores, […] las formas extravagantes y los balcones y azoteas, ya en fin por los penachos de los altos cocoteros” (7). Este fragmento asombra más cuando sabemos que Samper nació en Honda y allí vivió toda su infancia, que allí vivía su familia. En esta narración de su ciudad para compatriotas y extranjeros, por alguna curiosa razón la familiarización se intenta a través del Oriente. Un grupo de gigantescas guaduas se explica como bambú, su-giriendo mayor familiaridad de sus lectores con esa forma vegetal oriental, y traza caprichosos arabescos y mosaicos (385). Samper está recorriendo por primera vez en su vida el territorio nacional Magdalena abajo y lo hace de la mano de la metáfora oriental. Encuentra “chozas rústicas de habitación de bogas y pobres agricultores del desierto” (386), desierto despoblado pero solo de cierto tipo de habitantes y que pide a voces la civilización:

Hasta un poco más bajo del brazo o canal de Loba la desolación es completa, y su espectáculo aflige profundamente el corazón del via-jero. A juzgar por las relaciones de los viajeros del Asia, se cree uno transportado al fondo de sus interminables desiertos, descendiendo el Éufrates y oprimido por la majestad de una soledad asombrosa. (28)

5 La palabra desierto se emplea, como adjetivo, para calificar los lugares despoblados, inhabitados; como sustantivo significa lugar estéril y sin vegetación.

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José María Samper (1828-1888) es uno de los letrados colombianos liberales más prolíficos e influyentes de nuestro siglo XIX. La publicación titulada Viajes de un colombiano en Europa reúne en dos tomos los viajes que realizó el autor entre 1858 y 1860. En ellos encontramos el relato de su primera experiencia europea en Inglaterra, así como un detallado relato de su viaje por España y por Suiza y Bélgica. Este relato de viajes está dedicado al Director del periódico El Comercio de Lima, Manuel Amunátegui, defensor de la libertad y difusor de la civilización (xi-xii). En este periódico, dice el autor, apareció la primera versión de las secciones que componen el libro. En el prólogo, “Dos palabras al lector”, el autor señala que éstas son las “reflexiones de un viajero” que lleva a cabo una “peregrinación desde el corazón de las selvas colombianas hasta el centro de (las) viejas sociedades europeas, repletas de recuerdos, grandiosos monumentos y amargos desengaños” (1). Este viajero se describe como un “demócrata” que abandona la patria porque “necesita nutrir su espíritu con la luz de la vieja civilización y fortalecer su corazón republicano con las severas enseñanzas de una sociedad ulcerada profundamente por la opresión y el privilegio (2). “Si Colombia es la tierra del porvenir, de la esperanza y de la idea, Europa es el mundo de lo pasado, los recuerdos y los hechos” (2. Mi énfasis). El prólogo destina un fragmen-to relativamente extenso a presentar la patria, Colombia y América, como naturaleza en estado primigenio (1), disponible y en espera de una labor civilizadora que aprenda de Europa, lugar de la historia, los caminos de la civilización y sus escollos. Su propuesta en buena medida contrasta con la de Soledad Acosta, su esposa, quien como sugerí antes busca hacer de América otro lugar de la historia, plena de pasado, recuerdos y hechos.

Aunque el libro de Samper en su título menciona solo a Europa, el texto se abre con el relato detallado y relativamente extenso del adiós a la patria mencionado antes aquí como “De Honda a Cartagena” (1858). La manera en la que Samper elabora su texto nos hace pensar que de alguna manera su país conocido terminaba a orillas del Magdalena. El autor envía su relato al periódico colombiano El Mosaico como parte de su correspondencia desde Europa a unos lectores ávidos como él de saber qué hay allende los mares, o más bien de constatar la Europa leída y soñada leyéndola ahora en los escritos de sus compatriotas. Pero Samper nunca ha ido Magdalena abajo y decide comenzar desde allí su relato. Este gesto, con todo, no es sim-plemente el comienzo de su viaje, este relato de la porción americana del trayecto no es cualquier introducción de un viaje a Europa: por el contrario, marca el acercamiento a Europa, espacial y conceptualmente, y argumenta a favor del proyecto modernizador que motiva el viaje. El trayecto de Honda a Cartagena aparece registrado como lo que hay entre la patria y Europa, como lo que separa la una de la otra en términos espacio-temporales, pero también conceptuales, como se verá más adelante: esta es “la región que […] debía atravesar, siguiendo la corriente del Magdalena, al darle (el) adiós a la tierra natal” (9. Mi énfasis). Samper viaja en vapor entre caimanes y cocoteros hacia el lugar donde se produjo la hazaña humana que significa su barco a vapor, al lugar donde el espíritu republicano de la libertad ha logrado vencer a la materia, como repetidamente señala el autor en su relato. Este viajero sabe que aunque el país conocido termina en Honda, lo que hay de Honda a Cartagena es también la patria; por ello se impone la tarea de dar sentido a aquello y de incluirlo en una descripción que hace parte del proyecto político modernizador que presenta a sus lectores letrados.

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La apropiación eurocentrada que hace de ese entorno conflictivo podríamos llamarla libresca si fuera posible matizar el componente peyorativo que tiene esta palabra6. Por las lecturas europeas en las cuales se gesta el discurso letrado transitan los conceptos de lo mismo y lo otro: lo mismo es Europa y lo otro es Oriente. El paisaje y las gentes del comienzo del relato tomarán repetidamente alguna de estas dos formas. La topografía queda apropiada en la forma de un paisaje a veces oriental, a veces europeo; la heterogénea población, que pone al discurso de Samper en los límites de su comprehen-sión, toma la forma del Pueblo nacional en vías de domesticación, a veces civilizado, a veces bárbaro.

Si “A juzgar por las relaciones de los viajeros del Asia se cree uno transportado al fondo de sus interminables desiertos, descendiendo el Éufrates y oprimido por la majestad de una soledad asombrosa” (28), como mencioné antes, en otro fragmento hay “A cada paso islas tan primorosas, tan pintorescas que, salvo el calor y las plagas, hacían pensar en los archipiélagos del Mediterráneo” (21). En otro lugar “Las preciosas islas que surgen de trecho en trecho, […] le dan al paisaje […] una increíble semejanza con el bajo Danubio” (17). Magdalena abajo predominan por mucho “las soledades infinitas, los desiertos ardientes y la monótona uniformidad” (8); “El río, como para revelar mejor el carácter salvaje que le rodea, se hace más perezoso en su marcha”, “sus ciénagas y barrancos de salvaje tristeza revelan que allí no ha fundado el hombre su poder” (8-9). La región se puebla de “los gritos salvajes de los bogas” que luchan con el río por entre “monstruosos peñascales” (9). “Por todas partes lujo y extravagancia de vegetación”, “pero ausencia absoluta de población y de cultivo” (9-10). Allí “[e]l hombre [desaparece] para ceder el campo exclusivamente a la vegetación” (9). ¿Pero qué hombre es el que desaparece?, ¿cuál es la población absolutamente ausente? Porque hay hom-bres y aldeas al margen del río: pero aldeas de bogas sin orden alguno, y “bogas que gritan atrozmente y parecen una legión de salvajes del desierto” (11). Samper, más bien europeo que boga del bajo Magdalena, asume las coordenadas del paisaje americano que ya Humboldt había “despoblado” y declarado disponible (como ha señalado Mary L. Pratt)7, y orientalizado (ver Lubrich), para hacerlo más fácil objeto de apropiación. Nuestros letrados no se consideran a sí mismos, ni son considerados, parte de Oriente o de lo Otro, sino una extensión de la mismidad (ver Mignolo, 174); pero la fracción no domesticada del territorio y de la población queda cobijada bajo el concepto de lo bárbaro que clama y está destinado a ser civilizado.

La naturaleza indomada le produce “al viajero” sobrecogimiento, pero no repulsión. La relación con sus salvajes pobladores es menos matizada: el boga, “primitivo, tosco, brutal […], con su fanatismo estúpido, su cobarde petulancia” contrasta con el pasajero del vapor: “el europeo, activo, inte-ligente, blanco y elegante” (11). El vapor prueba que “aún en medio de las soledades y del misterio sublime de la naturaleza, […] el hombre va a

6 Samper es consciente del carácter imaginado de su Europa: más adelante dirá que el viejo mundo habría luego de parecerle “muy inferior a lo que los libros [se] lo habían hecho soñar” (47).7 Ver Ojos imperiales. Buenos Aires: Universidad Nacional de Quilmes, 1997.

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fundar su soberanía universal, haciendo triunfar en todas partes la fuerza del espíritu sobre el poder de la materia” (11). En algún lugar en medio de esa naturaleza indómita hay sin embargo un “oasis de verdura suntuosa”: las cercanías de la ciudad de Mompós son descritas como un “paraíso”, un “jardín”, un “huerto”: es la naturaleza hecha a la medida del hombre, con la forma del hombre, como en el paraíso de la novela de Isaacs (30-31).

La fracción europea del relato ofrece otras apariciones de Oriente, las cuales, si bien ya no aparecen como metáfora del espacio americano, sin duda la alimentan. Oriente, “o lo que queda de él” (144), está en Londres: en el Museo Británico y en el Palacio de Cristal. En el Museo está “lo que la civilización moderna ha podido recoger de más admirable y más curioso y característico entre los restos de la civilización antigua, convertida por el tiempo en escombros y cenizas” (144. Mi énfasis). En el Palacio de cristal está la India, “con su grandeza que asombra, sus estranguladores, sus mito-logías que espantan, sus miserias sociales, su exuberancia física que abruma al espectador nacido en Occidente” (162): Samper es aquí ese espectador nacido en Occidente que nos relata la disposición de las culturas colonizadas dentro del imaginario metropolitano. El Palacio de cristal “es el orgullo del poder industrial de Inglaterra y el más noble testimonio de su cosmopolitismo civilizador”: es también “la fotografía admirable de la HUMANIDAD […] que va elaborando día por día, […] sobre la faz entera del globo esa inmensa obra de luz, fuerza, vida y bienestar que nos protege a todos y se llama la CIVILIZACIÓN!..”. (163).

Y ¿de dónde sale la “savia” que “vivifica todas las empresas industriales del globo”? (164), se pregunta Samper. No sale de los bosques americanos o asiáticos: sale del Banco de Londres y de los centenares de bancos parti-culares que también lo sobrecogen allí. En este sentido, este relato de José María Samper se abre como un texto en el cual puede resultar especialmente fructífero el análisis de la modernidad en tanto colonialidad, en el sentido de Walter Mignolo8, así como del sujeto moderno-colonial que tendría en Samper una de sus múltiples expresiones.

Southampton es el centro y punto de partida de muchas grandes líneas de paquebotes que giran entre Inglaterra y las Antillas, Francia, el Norte de Europa, España, Portugal, todo el Mediterráneo, el Brasil, África y la India. Esta circunstancia es la que ha contribuido más poderosamente a darle mucha importancia comercial a Southampton y crear allí un movimiento poderoso en la telegrafía, los ferrocarriles, la comisiones

8 Ver Walter Mignolo, “La razón postoccidental”. Mignolo inscribe su producción teórica como parte de la poscolonialidad: “discurso crítico que pone en primer plano la cara colonial del sistema-mundo moderno” (160). En este mismo texto, Mignolo cita a Dussel para señalar cómo “La modernidad surge cuando Europa se afirma a sí misma como ‘centro’ de la historia mundial inaugurada por esta; la ‘periferia’ que rodea este centro es consecuentemente parte de su definición” (Dussel, 65): “La modernidad es para muchos (para Jürgen Habermas o para James Taylor, por ejemplo) un fenómeno esencial o exclusivamente europeo. En estas clases voy a argumentar que la modernidad es, de hecho, un fenómeno europeo, si bien constituido en una relación dialéctica con una alteridad no europea que es su contenido último” (ibid).

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de cambio, las industrias marítimas, las construcciones navales, los correos y las grandes importaciones de metales preciosos, tientes finos y otros artículos de producción transatlántica. (72)

Los Docks “de las Indias Orientales” [sobre el Támesis] son enormes. Es allí donde se acumula esa famosa escuadra pacífica, si se me permite la expresión, compuesta por millares de navíos de grandes dimensiones, que alimentan el comercio entre Inglaterra y las regio-nes del Indostán y China que han sido exploradas hasta ahora por la compañía de las Indias. (123)

El otro lugar de Oriente en Europa que comentaré aquí está en España: la Alambra y su herencia en el pueblo español. “Madrid es la imagen de la España política, mediocre, artificial y contradictoria”; “desde que se llega a Madrid se comprende que allí reina en todo su poder y su abandono una autoridad que no emana del pueblo” (268)9; la Plaza Mayor y sus callejuelas prueban “que todavía resisten a la acción del progreso las raíces de la España antigua, azadonada, rezandera. Tolerante de la mugre, amiga del silencio y de la oscuridad” (269). Esta imagen de una España “atrasada”, con la cual contrasta el relato sobre Cataluña, hunde quizá sus raíces en el pasado moro español, tópico que según Hernán Taboada caracterizó parte del discurso independentista hispanoamericano (27): “visires” y “sátrapas” llamaron los patriotas a los administradores coloniales.

El presente español ha heredado de los moros las “pasiones vigorosas”, el “abandono” y la “voluptuosidad” (250, 350). Su herencia material está en la Alambra:

Lo que resta de [ella], que es una fracción no más, es curiosísimo pero no grande ni noble: es lindo pero no bello. Allí todo revela al esclavo, no al verdadero artista; todo es profundamente voluptuoso y artificioso; todo habla a los sentidos, a las pasiones brutales (al amor lúbrico, el juego, el odio y la venganza); nada hay que dirija al pensamiento, al alma divina; nada que sea noble, delicado y sublime. (359)

Cierre

La exploración del tema del orientalismo hecha hasta aquí en cinco textos hispanoamericanos muestra, por una parte, que el tema está allí y que sobre él hay algún nivel de conciencia. Muestra también que las posiciones de nuestros letrados decimonónicos con respecto a la orientalización de América son diversas, pero que hacen parte siempre de posturas políticas y dependen de ellas.

9 “La grande obra de la raza española en la civilización fue la conquista del Nuevo Mundo. Cumplida esta grandiosa y trascendental epopeya, el pueblo español ha debido buscar su fuerza y sus elementos de actividad en alianza con otras familias de la humanidad, so pena de descender” (342).

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Soledad Acosta señala la exotización orientalizante, la critica e intenta des-montarla, todo ello en un relato que evita la dicotomía Europa /América y que busca quizá una plena historización del espacio americano y su plena inserción en occidente. La de Isaacs podría ser una crítica a la metáfora orientalizante y un reconocimiento del carácter preformativo del lenguaje en el corazón mismo de la narrativa de construcción nacional: podría ser, en contra de la lectura nostálgica y dulzona que ha querido hacerse tradicionalmente de la novela, el testimonio de un momento de escepticismo de un autor en tránsito del conservatismo al liberalismo. En Sarmiento y en Samper la orientalización, la exotización del Otro que habita la nación, tiene una función doble: descalifica las poblaciones subalternas como incapaces de autogobierno y caracteriza al letrado como occidental criollo a quien corresponde legítimamente la apro-piación del territorio nacional y el diseño de su destino.

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