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Mitologika Una visión contemporánea de los seres mágicos de Euskadi
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Aritza Bergara
Mitologika
Una visión contemporánea de los seres mágicos de Euskadi
Ilustraciones de Raquel Alzate y Ricardo del Río
Edición: Fernando Tarancón
Texto: Aritza Bergara
Edición texto: Pedro J.Vallín
Corrección texto: Soraya Pollo
Ilustraciones: Raquel Alzate y Ricardo del Río
Portada: Raquel Alzate
Diseño y maqueta: Equipo Astiberri
©del texto: Aritza Bergara
©de las ilustraciones: sus autores: Raquel Alzate y Ricardo del Río
©Astiberri Ediciones SL
Aptdo de Correos 485. 48080 Bilbao
Tel. 94 4790984
www.astiberri.com
Impreso en España-Printed in Spain
Elkar S. Coop.
Depósito Legal: BI-2218-02
BI-2495-02
ISBN: 84-95825-19-8
84-95825-22-8
Segunda edición: Octubre de 2002
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Direnik ez da siñestu behar;
ez direla ez da esan behar
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ÍNDICE Introducción: Junto al fuego
De cómo conocí a Mari
Mitos y naturaleza
Genios, duendes y otros diablillos
Antes de los cristianos
Entre el cielo y la tierra
El mundo del akelarre
Bibliografía
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JUNTO AL FUEGO
Corría el mes de noviembre cuando fui con unos amigos a pasar unos días a la casa de mis abuelos.
Aunque el caserío no está lejos, lo cierto es que hacía ya algunos años que no iba a visitarlos. La vieja casa
reposa en el fondo del vizcaíno valle de Arratia, al margen de las grandes aglomeraciones, en una zona que
aún conserva los atributos de la vida rural. Ese relativo aislamiento ha permitido al valle guardar intactos
sus secretos, viejas fábulas que han sobrevivido de generación en generación.
La tradición oral hizo que cuantas lenguas contaran estas historias fueran mezclando aportaciones
propias, acaso para hacerlas más interesantes a los oídos de quienes las escuchaban, mezclando lo real con
lo imaginario, las certezas con las fantasías e interpretaciones de quien alguna vez las relató.
En la noche, cuando la oscuridad lo envolvía todo, mi abuelo se sentaba frente a nosotros en un
pequeño taburete de castaño y nos hablaba horas y horas, mientras le escuchábamos poniendo imágenes a
las viejas leyendas que él nos narraba. Lo que se relata a continuación es la transcripción de aquellas
veladas ante la chimenea, cuando nos dijo:
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DE CÓMO CONOCÍ A MARI
Habéis de saber que ha sido precisamente
aquí, en torno a las llamas que durante siglos nos
han proporcionado su luz y calentado nuestros
hogares, donde, desde tiempos que la memoria
no alcanza, se nos han transmitido historias del
mundo antiguo, de las vidas de nuestros
mayores, de su lucha por la supervivencia, de sus
creencias y sus costumbres, del transcurrir de los
días… Y también de sus miedos y sus misterios,
preñados de episodios mitológicos
protagonizados por seres mágicos diabólicos.
Hadas, gigantes, genios, duendes y almas en pena
que, desde siempre, han convivido con las gentes
de estas tierras.
Así pues, poned atención a cuanto os diga,
porque a lo mejor una noche en una acampada,
una excursión, tirados en mitad de una carretera
de montaña por una avería en vuestros
modernos coches, tengáis ocasión de contemplar
alguno de los prodigios que yo he conocido, y
entonces os serán útiles las confidencias que un
día un anciano os hizo al pie de un hogar.
Todo comenzó en aquel 13 de junio de 1952,
apenas media hora después de la puesta de sol.
Para muchos el día de San Antonio es uno de los
más señalados. Son cientos los que se acercan al
santuario del patrón situado en Urkiola, con la
intención de solazarse en la romería y, quién
sabe, encontrar quizás a alguien con quien
compartir el mañana. En aquel tiempo la
tradición tenía gran peso en nuestras
costumbres: solteros y solteras en busca de
pareja, devoción al santo, además de buena
música y mejor comida. Los músicos
mezclábamos nuestro agotamiento con la alegría
de la celebración, mientras recogíamos los
trastos cuando la jornada tocó a su fin.
Un panderetero y yo, que, para los que no lo
sepáis, tocaba la alboka - una especie de gaita
rústica sin fuelle -, nos habíamos trasladado
desde el valle de Arratia hasta el santuario. La
madrugada se nos había echado encima, así que
opté por regresar a campo traviesa. Mi
compañero dormiría en Durango, en casa de unos
parientes, por lo que me separé del grupo y partí,
adentrándome en el inmenso hayedo. Mi sentido
de la orientación siempre ha sido bueno, incluso
en mis años mozos. Pero aquella noche algo
sucedió. Apenas se habían cumplido unos
minutos cuando sentí que aquel estrecho
sendero no era el adecuado. El bullicioso
repertorio de ruidos del bosque había dado paso
a sonidos sordos, casi imperceptibles, como si
algo los absorbiera, apagándolos lentamente.
Seguí, sin embargo, caminando, y poco a poco mi
inquietud se disipó. Al rato observé a escasos
metros, entre el espeso follaje, un pequeño claro.
Alcancé su centro, tratando de atisbar sobre las
copas de los árboles algún signo que me indicara
dónde me hallaba, mas lo único que podía ver era
la sombra de la gran crestería del Anboto situada
sobre mi cabeza.
Estaba escudriñando el lugar, cuando un
fogonazo en el firmamento me hizo volver la
cabeza. En ese instante una gran bola de fuego
apareció sobre la cima del monte Oiz. “Un
cometa..”, pensé. Atravesando el cielo a toda
velocidad, se fue aproximando hasta donde yo
me encontraba. ¡Un gran carro tirado por
enormes y robustos carneros llevaba sobre sí a la
mujer más hermosa que jamás me haya sido
dado contemplar! Paralizado, contuve la
respiración mientras la fabulosa visión tocaba el
suelo a escasos pasos de mí. Con majestuosa
galanura, la perturbadora mujer se bajó del carro,
y sin dejar de mirarme, se acercó y dijo:
- Pocos son los humanos que se atreven a
llegar a las cercanías de mi morada. Mi nombre
es Mari y no debes temer de mí.
La escuchado ensimismado, sin poder
apartar los ojos de ella. Y entonces, comenzó a
caminar seguida por una vaca roja que surgió de
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entre las hayas lanzando un mugido de
bienvenida. Como hipnotizado, fui tras ella. No sé
cuánto anduvimos. Parecía que el tiempo se
hubiera detenido o hubiera perdido toda
importancia. Transcurrido un rato, que bien
pudiera haber sido horas, llegamos a la entrada
de una gran cueva.
- Ésta será mi morada los siete años
venideros, dejando atrás el Mugarra. Puedes
regresar a ella cuando así lo necesites, pues
observo gran bondad en tu corazón y justicia en
tus acciones.
A penas acabó de hablar, se giró y se
adentró en la caverna. Cuando al fin conseguí
reunir los arrestos para entrar, la encontré
sentada sobre Ahari, uno de sus magníficos
carneros. Behigorri, la majestuosa ‘vaca roja’,
estaba tumbada al fondo. Mari hilaba con un
género que parecía oro, y por todos los rincones
brillaban innumerables enseres realizados con
tan finísima materia. Su larga melena rubia se
entremezclaba con los hilos que utilizaba para la
labor. Me sonrió y, por unos instantes, me sentí
el hombre más afortunado de la tierra entera.
Y así fue mi primer encuentro con ella… De
él nació una profunda y sincera amistad, fundada
en un respeto y una admiración que me llevaron
a familiarizarme con un mundo que aún persiste
a lo largo y ancho del país, muy a pesar de la
ignorante obcecación de esta época.
He recurrido a ella en varias ocasiones, pero
recuerdo con especial afecto lo sucedido en los
largos meses de sequía de los 80. Las
restricciones de agua alcanzaron a grandes áreas
urbanas de nuestra tierra, incluso al Gran Bilbao.
Los avances tecnológicos hicieron que, a pesar de
la escasez de lluvias, el agua llegase a la gran
mayoría de los hogares vascos, embotellada o e
camiones cisterna. Pero para nosotros, los
músicos que tenemos como instrumento la
alboka, surgió otro problema de difícil solución.
Al secarse los embalses, las lagunas y aun los
cauces de muchos arroyos, no encontrábamos
juncos con los que construir las fitas. Sin ellas no
podemos hacer sonar nuestros instrumentos.
Después de sopesar largamente mi situación,
acudí de nuevo en busca de Mari para rogarle
que pusiera fin a la sequía.
Ascendiendo por Atxarte, me adentré en el
hayedo de Urkiola. Caminé durante horas y,
cuando estaba a punto de ser vencido por el
agotamiento, apareció en el sendero Behigorri.
Me así a su rabo, tal como se me había
transmitido, y en un abrir y cerrar de ojos estaba
en la entrada de la caverna. A escasos metros se
encontraba Mari y, a su lado, Maju, su pareja,
que peinaba la larga cabellera rubia de su amada
con un peine de oro. Ella, entre tanto, lavaba su
cara con el pie izquierdo. Sorprendido, le
pregunté por qué se acicalaba de aquel modo. Su
respuesta no fue menos enigmática:
- Es que hoy tengo que ir a segar trigo a
Nafarroa.
A mi regreso a la civilización supe que un
pedrisco había asolado los trigales navarros
aquella tarde. Y no solamente eso: a penas en
unos días, una serie de tormentas dejaron tras de
sí semejante cantidad de agua, que las
autoridades consideraron superada la sequía y
levantaron las restricciones.
¡Ah!, debo decir que, siendo uno de los
motivos de mi visita las dificultades de los
“albokariak”, mi alboka no ha vuelto a tener
problemas con las fitas. No sólo no se pudren con
la humedad de la saliva, sino que desde entonces
su afinación es perfecta y motivo de admiración
de otros músicos. Así aprendí que, cuando Mari y
Maju se unen, suelen traer tormentas
memorables.
Pero no sólo esta pareja prodigiosa
conforma tan insólita familia. Hace ya mucho, en
los albores de la Historia, nacieron de ellos dos
hijos a los que llamaron con los nombres de
Atarrabi y Mikelats. Ambos estudiaron en una
caverna que el Diablo posee, un paraje recóndito
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y olvidado que algunos localizan en las cuevas
navarras de Zugarramurdi.
Según me contaron, como tributo a los
conocimientos que les eran otorgados, uno de los
hermanos debería quedarse en la cueva al
servicio del Demonio cuando hubiera concluido
su formación. Pese a que el azar designó para tal
fin a Mikelats, finalmente fue su hermano
Atarrabi quien ocupó el lugar de esclavo, pues su
gran corazón le impedía actuar de otro modo. Y
Mikelats fue libre.
Al servicio del Maligno, Atarrabi repetía la
misma tarea una y mil veces sin descanso, ni de
día ni de noche. Su trabajo consistía en tamizar la
harina de la inmensa despensa del Diablo por un
cedazo. Satán, entre tanto, para tenerlo siempre
localizado, pues grande era su temor de que se
fugase, le preguntaba insistentemente:
- Atarrabi, ¿dónde estás?...
- ¡Aquí estoy!
Fijaos si era inteligente el joven, que, largo
tiempo después, logró enseñar al cedazo a
responder por él. Podría, al fin, huir del diabólico
escondrijo, pero debía hacerlo caminando hacia
atrás, pues sólo de esa manera se puede
abandonar la morada del Diablo. Y así lo hizo.
Avanzó de espaldas paso a paso, pero estando ya
cerca de la entrada de la gruta, a punto de
escapar, su Amo se percató del truco y corrió en
pos del muchacho. La rapidez de Atarrabi lo salvó
del mortal ataque, mas no ocurrió lo mismo con
su sombra, que fue apresada.
Tras aquel terrible suceso, Atarrabi tomó el
oficio de cura en la parroquia de Sara, cercana a
la cueva del cautiverio. Vivía sin sombra, pues
ésta únicamente volvía a él cuando, celebrando la
misa, llegaba el momento de la Consagración.
Como me han contado en numerosas
conversaciones mantenidas con teólogos, esa
privación de sombra impediría a Atarrabi alcanzar
la Salvación eterna. Por eso el sacerdote estaba
decidido a recuperarla, aunque no sabía cómo. Se
pasaba las noches en vela tratando de dar con la
forma de engañar por segunda vez al Demonio…
Y dejados atrás muchos desvelos, halló la
solución.
Avanzado ya en edad, solicitó a su sacristán
que lo matara en la misa de la tarde, justo en el
momento en el que la sombra volvía a él. Le
ordenó que luego colocase su cuerpo en una roca
próxima a la iglesia en la que celebraba sus
oficios. Si los animales que acudían a llevárselo
eran palomas, indicarían que había alcanzado la
Salvación. Si eran cuervos, estaría condenado por
toda la Eternidad. La tenaz insistencia de Atarrabi
hizo que el sacristán reuniera el valor y ejecutara
el ominoso encargo.
Por fortuna, cumplidas estrictamente las
instrucciones del párroco, una bandada de
palomas elevó el cuerpo inerte hacia los cielos,
ante la mirada atónita del buen sacristán. Sí,
jovencitos, Atarrabi se salvó nada más y nada
menos que dos veces del Diablo gracias a su
astucia y arrojo.
Cuanto os digo de Atarrabi y Mikelats me fue
conferido hace muy poquito. Desgraciadamente,
nunca he conocido a los hermanos más allá de lo
que me contó Mari y de las innumerables
leyendas que los lugareños me hicieron llegar en
uno de mis viajes. Yo únicamente os traslado lo
poco que sé para que no se pierda el
conocimiento de estos hechos. Pero bueno, se
hace tarde para seguir contando viejas historias.
Mañana, si queréis, y si estos achaques me
respetan, os hablaré de otros asombrosos seres.
Pero eso habrá de ser mañana…
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MITOS Y NATURALEZA
Acercaos en torno al calor que desprende
esta vieja chimenea, pues debéis saber que a mis
años hace bien calentar las destartaladas
articulaciones para paliar los estragos causados
por esta húmeda tierra. Veo la impaciencia en
vuestros rostros, así que no os haré esperar más.
¿Por dónde iba? Ah, sí: Mari y su familia no
son los únicos seres que conviven con nosotros.
Existen muchísimos más… Y no creáis que ella es
el principio de todo sólo porque os la he
mencionado en primer lugar.
Puede que los más antiguos sean los
poderosos seres que manejan las fuerzas de la
Naturaleza. Hasta donde llega mi memoria,
siempre he escuchado relatos que relacionaban
los fenómenos naturales con la intervención de
divinidades o seres mitológicos. Esta devoción
temerosa hacia las fuerzas de la Naturaleza,
común a todos los pueblos, ha perdurado en el
nuestro con un gran arraigo, a pesar de que, tal
vez con demasiada alegría, se han atribuido estas
creencias a la ignorancia de la gente del campo.
Por eso hoy, muchos sois los jóvenes, y no tan
jóvenes, que no sólo presumís de no creer, sino
que lo hacéis desconociendo esas tradiciones que
perviven en muchas zonas inmunes a la
enfermedad de la prisa que padecéis en las
ciudades. Esta noche os hablaré de lo que yo sé
del verdadero origen de estos fenómenos.
En uno de mis encuentros con Mari, hace ya
de esto algunos años, me animé a preguntarle
sobre el comienzo de los Tiempos, los Albores de
la Naturaleza y de esta tierra en la que vivimos.
Reflexionó profundamente y comenzó a
hablarme de los fenómenos naturales; me contó
que de punta a cabo del país se adora a Eguzki, el
Sol que contemplamos en el firmamento. Tradujo
su nombre como la ‘creadora del día’. De las
palabras de Mari supuse que es hija de la Tierra y
que posee la capacidad de ahuyentar a los malos
espíritus. Pensadlo, ¿acaso no os encontráis más
tranquilos cuando sus rayos, penetrando en
vuestras habitaciones, iluminan rincones que
permanecían en penumbra? Prueba de dicha
adoración es el gran número de representaciones
suyas que existen en muchos lugares. Quizás la
más extendida ahora es el Lauburu, que podéis
ver colocado como decoración en estelas
funerarias - para velar por las almas de los
muertos - o a modo de colgante protector.
Pero del mismo modo conocemos la Eguzki-
Lore, o “flor del Sol”, que, colocada en las puertas
de los caseríos, como la que habéis visto en la
entrada de mi casa, ha protegido y protege aún a
sus habitantes, paralizando a esas criaturas
malignas de las que os hablaré en otra
oportunidad. Se trata de una flor que nace en lo
más alto de nuestros montes pirenaicos y que
nos guarda de las brujas, pues al verla en
nuestras puertas cuando se acercan en las noches
oscuras, piensan que es la misma Eguzki y,
creyendo llegado el alba, huyen buscando
refugio. No olvidéis que los poderes de brujas y
otros seres desaparecen con el amanecer. Eguzki
es “el ojo de la divinidad”, una diosa.
Y no es la única. Su hermana, también hija
de la Tierra, es la Luna, conocida aquí con el
nombre de Ilargi. Mari me habló de ella como la
“luz que alumbra a los muertos”. Me contó que si
alguien fallece en cuarto creciente, cuando Ilargi
está apareciendo, su alma se salvará. Al igual que
su hermana Eguzki, es adorada a lo largo y ancho
del país. Si de la primera me dijo que es “el ojo de
la divinidad”, a Ilargi la presentó como su
“rostro”. Debido a esta importancia, ha influido
desde siempre en nosotros, en la composición de
los nombres de los días, de los meses… Todavía
hoy, acampados bajo las estrellas, se l puede
observar en toda su plenitud. Su faz está surcada
de cráteres que, a modo de arrugas, nos señalan
su antigüedad.
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Madre de ambas es la Tierra, conocida en
toda nuestra geografía como Amalur, pues de ella
han surgido tanto Eguzki como Ilargi y el resto de
su vasta progenie. Mari me recordó el respeto
que Amalur merece y que los humanos parecen
haber olvidado. Nuestro progreso, nuestra tonta
ansiedad por cosas insignificantes, están minando
su paciencia. Si no respetamos a la Naturaleza, no
podemos esperar que Ella nos respete. Mari
sostiene que el aumento de terremotos y
volcanes que creíamos dormidos, o las terribles
galernas y temporales que azotan la tierra entera,
son los avisos de Amalur antes de que llegue su
gran cólera. De nosotros depende lo que habrá
de suceder.
De alguno de los seres que me dio cuenta
Mari, he encontrado más referencias y he
observado con espanto su poder y su furia. Me
habló de Odei, el nombre que se les da a las
nubes, y de su historia. Cierto jueves de hace ya
muchos años, volvíamos a casa de mi padre y yo
con el burro cargado de viandas para la casa,
cuando de pronto, a la altura de Igorre, el cielo se
llenó de nubarrones que amenazaban con
descargar una gran tromba de agua. Con el fin de
protegernos, entramos en una taberna que
encontramos en el camino. El mesonero, un
lugareño desconocido para nosotros (a pesar de
nuestras habituales visitas a Igorre para practicar
nuevas coplas con el famoso “albokari” Txikibrin)
no dijo que Odei se había enfadado.
Al insistir con mis preguntas, me contó que
el hijo de Mari y el Diablo es el que crea las
nubes. Pero además me enseñó un conjuro,
aprendido cerca de Zumarraga, que evita los
devastadores efectos de lluvias como las que se
avecinaban. Estas fueron sus palabras:
“- ¡Carga Murumendi, pasa Orendaindi,
descarga Gorrimendi!”.
Según me dijo, “Murumendi” es el monte
desde cuyas simas aparece la tormenta;
“Orendaindi” es el pueblo que se trata de
proteger con el conjuro; y “Gorrimendi” es otro
monte cercano donde ha de descargar la
tormenta sin peligro. Me contó que lo había
aprendido en su juventud y que cambiando el
nombre de los montes y el del pueblo, la
invocación tiene siempre el efecto deseado. Debo
deciros que, pese a mi incredulidad, me ha
funcionado hasta hoy como protectora de este
achacoso caserío.
Años después, intenté dar con aquel
desconocido, pero donde se situaba aquella
taberna, únicamente encontré los cimientos y
parte de los muros de una antigua edificación
abandonada hace ya unos siglos.
Más conocido que Odei es Eate, el dios de
las tormentas, el fuego, el viento huracanado, las
inundaciones…
En el refugio del Pagasarri, oí contar en
1985, que la riada que tantos daños había
ocasionado en el Gran Bilbao unos meses antes,
fue obra suya, pues antes de crecer el río,
anunció Eate su regreso con su voz sorda e
imponente. Estoy convencido de que podía
haberse evitado la crecida de haber conocido
alguien el conjuro preciso. Mas solamente me lo
confiaron a mí. Por desgracia, me hallaba
entonces lejos de estas tierras, lo que me causó
una pesadumbre que me acompañará siempre.
Para que hechos como éstos no se repitan, deseo
revelaros dicho conjuro, esperando que hagáis de
él correcto y mesurado uso:
“Sujetando una hierba arco iris en la mano
izquierda, se debe señalar a Eate dónde debe
descargar la tormenta, librándose así de las
consecuencias”.
Mari me habló de Lañaide, cuyo nombre
tradujo como “niebla”. Me dijo que había
adoptado la apariencia del cólera, y quizás
actualmente sea la aparición de otras
enfermedades la que nos anuncia - aunque ni la
gran diosa pudo asegurarlo, pues muchos son los
secretos que guardan para sí estas formas - . La
verdad es que su presencia es muy común en
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muchos lugares del país, pues se cuentan por
docenas los valles en los que surge, un día sí y
otro también, cuando empieza a rayar el alba. Y
no son menos las aldeas y pueblos de la costa
acostumbrados a su aliento, húmedo, frío y
viscoso. Lañaide es así, tan fácil de contemplar
como difícil de atrapar y, aunque sus acciones, en
forma de padecimientos, pueden afectar a
cualquiera, de las palabras de Mari se desprende
su predilección por los mezquinos de corazón que
conviven entre nosotros.
Me explicó que Ortzi es el dios de las
tormentas. Los rayos y los truenos son sus armas
y, en señal de respeto, la Humanidad ha dedicado
el jueves (“ostegun”) a su culto. Las tormentas
son hechos naturales, me diréis, pero, ¿quién de
nosotros no ha comprobado nunca cómo el cielo
parece situarse a escasos centímetros de
nuestras cabezas, rompiendo y descargando una
furia incontrolable? Ése es Ortzi, y según Mari,
ella es la única capaz de controlar sus acciones, su
violencia ante los atropellos que estamos
infligiendo a la Naturaleza. Construimos sin
piedad, sin pensar las consecuencias que
nuestras acciones tendrán sobre el resto de seres
que comparten el planeta con nosotros, y ante
estos hechos resulta difícil para él mantenerse al
margen. Incluso el gran diluvio que se menciona
en la Biblia es atribuido por Mari a este ser.
Os noto cansados… Será mejor que nos
retiremos a descansar, pues mañana nos aguarda
una jornada muy dura. Son muchas las tareas, y
ni la leche de las vacas puede esperar a ser
ordeñada, ni los huevos de gallinas a ser
recogidos.
Dormid tranquilos, os prometo que si al caer
de nuevo la noche, tenéis aún ganas de seguir
escuchando las historias de un viejo, aquí estaré
esperando vuestra llegada.
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GENIOS, DUENDES Y OTROS DIABLILLOS
Esta noche os hablaré de los seres pequeños.
Se trata de los duendes, geniecillos, hadas y
similares. Han sabido adaptarse de un modo
magistral a la convivencia con los seres humanos.
Son huidizos, pero amigables, y nos ayudan en
nuestro quehacer diario; aunque también los hay
tan traviesos, que hacen uso algunas veces de su
picardía para gastarnos bromas pesadas.
Comenzaré hablándoos de los que
posiblemente sean los más conocidos. Los
denominan “Galtzagorri”, que quiere decir
‘calzón rojo’, y los he visto en numerosas
oportunidades. De hecho… debo deciros que
poseo un grupo de ellos. Os contaré cómo lo
conseguí.
Recuerdo que me había trasladado a Zarautz
para tomar parte en las famosas Euskal Jaiak que
allí tienen lugar. Una vez recompensada nuestra
actuación, decidimos ver los Herri Kirolak o
‘deportes rurales’. Se estaba llevando a cabo un
desafío de arrastre de piedra entre dos de las
mejores parejas de bueyes del país, así que me
separé de mi acompañante, que no parecía muy
interesado, y acudí a presenciarlo. Competía una
pareja del municipio de Tolosa frente a otra de la
localidad de Otazu, en Araba. Al principio, la
porfía estaba bastante disputada, sin que ninguna
consiguiera obtener clara ventaja. Pero a medida
que la prueba avanzaba, los animales de las
proximidades de Tolosa fueron, palmo a palmo,
distanciándose de la pareja alavesa.
Su dueño, viendo que los animales
empezaban a ceder terreno, creyó perdido el
desafío y decidió utilizar una última artimaña.
Agachándose cerca de la mole que sus animales
movían sin descanso, sacó con disimulo del
bolsillo de su raída chaqueta un pequeño
alfiletero. Sus manos giraron, temblorosas, hasta
que finalmente consiguió abrirlo. Ante mi
asombro, pues nadie más pareció percatarse de
lo que estaba sucediendo, salieron de su interior
cinco pequeños hombrecillos. Cubrían sus piernas
con unos llamativos calzones rojos.
Desperezándose en un periquete, comenzaron a
girar alrededor de la cabeza de su propietario,
preguntándole constantemente qué quería que
hicieran. Aquel hombre pronunció unas breves
palabras que no alcancé a escuchar y, al instante,
los geniecillos se introdujeron bajo la roca. La
piedra comenzó a deslizarse como si de un saco
de paja se tratara, en medio de los gritos
entusiastas de un público que jamás había
presenciado nada igual. Ganaron la prueba y,
antes de que nadie se acercara, los Galtzagorriak
se introdujeron nuevamente en el alfiletero.
El triunfador recogió el premio a su labor y
se acercó a una sidrería cercana a la plaza. Fui
tras él y rápidamente entablamos conversación.
Le invité a un trago para celebrar la indiscutible
victoria que acababa de conseguir. Nos sentamos
en una mesa apartada del bullicio y allí le
pregunté por lo sucedido, pues no soy de esos a
los que les guste andarse con rodeos. Presa del
pánico, suplicó una y otra vez que no dijera nada.
Le manifesté que mi intención no era delatarle y
logré que, en el acaloramiento, se bebiese dos
jarras enteras de sidra fresca. Relajado su
entendimiento, confesó haber comprado los
Galtzagorriak en el mercado de Baiona a cambio
de una onza de oro.
Hace escasas fechas recibí una llamada de su
esposa. Me requería ante la grave enfermedad
que padecía su esposo, por lo que me trasladé
urgentemente a visitarlo en su residencia de
Otazu, situada en el muro contiguo de la primitiva
iglesia. Cuando llegué, lo encontré
languideciendo en su lecho. Su situación era
extremadamente grave. Al verme, sus ojos se
llenaron de lágrimas y, entre susurros, me indicó
que debía hacerme cargo de sus Galtzagorriak
pues, en caso contrario, su agonía se prolongaría
eternamente. Según me dijo, quien se los vendió
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ya le advirtió de que aquel que poseyera un
grupo de estos seres no podría abandonar este
mundo sin antes hacerlos desaparecer, venderlos
o entregarlos. Quién sabe si una de estas noches
me decida a enseñároslos, pues desde entonces
los llevo siempre conmigo. Allá donde vaya.
Si los Galtzagorriak nos ayudan a realizar
nuestras tareas, existe otra raza, concretamente
la de los Ireltxoak, que disfruta asustando a los
mortales.
En una ocasión me perdí en las cercanías de
Amezketa intentando perseguir a un extraño
pájaro que, en la lejanía, me pareció ver que
escupía llamaradas. Su rastro me extravió y luego
desapareció. Y debí de tener gran suerte, ya que,
según los lugareños a los que conté mi peripecia,
los Ireltxoak tienen la fea costumbre de conducir
a aquellos que osan seguirlos hasta caminos sin
retorno que terminan abruptamente en
barrancos, precipicios o profundas simas. Buscan
de este modo mantener en secreto su morada.
El Ireltxo puede presentarse como una
especie de cerdo, aunque lo distingue algo
extraño - casi humano - en su comportamiento,
en sus andares, en su forma de mirar. Así los he
visto también en Urbasa, aunque en otras
localidades como Bermeo, Busturia, Nabarniz o
Markina, me han hablado de ellos como seres
con forma de pájaro, despidiendo fuego por sus
pequeñas bocas, tal y como yo tuve la
oportunidad de comprobar.
Y hablando de genios, notaréis que mi
garganta no se encuentra todo lo bien que
debiera. Quizá lo hayáis atribuido a un resfriado,
pero lo cierto es que esta última noche he
recibido la visita de un Inguma. Seres malignos al
igual que los Ireltxoak… pero éstos no bromean:
su intención es dañar a las personas. Escuchad lo
que ocurrió.
Después de pasar la velada con vosotros
junto al fuego, me fui derecho a la cama rendido.
Apenas cerré los ojos, comencé a soñar. De qué
trataba el sueño no tiene importancia. Es más, ni
siquiera logro recordarlo, aunque no es una
cuestión que me preocupe en exceso. Lo
realmente curioso es que, pese a encontrarme
bien de salud, comencé a tener problemas para
respirar. Me costaba tomar aire y, una vez que se
introducía en mis pulmones apenas encontraba
resquicios por los que salir nuevamente al
exterior, con lo que mis ronquidos fueron en
aumento, acompañados de gemidos graves y
profundos. Finalmente, los sonidos fueron tan
fuertes que despertaron a vuestra abuela. Abrió
los ojos asustada, justo para ver desapareciendo
entre las sombras la silueta de un Inguma.
- Has tenido una de tus extrañas visitas - me
dijo, mientras yo, aún aturdido, comenzaba a
recuperar el aliento.
Hoy por la mañana, al despertarme con la
garganta dolorida, he meditado largamente sobre
lo ocurrido. Tengo la certeza de que fue él, el
Inguma, quien me transportó a ese estado de
sueño profundo en el que casi no se percibe lo
que sucede a nuestro alrededor. De esta suerte
pudo apretarme la garganta y el pecho, y
disminuir mi ritmo sanguíneo, causa última de mi
angustia. He oído casos en los que algunos han
llegado incluso a perder la vida, y yo mismo, de
no ser por la abuela, no sé si me encontraría aquí
contando esta historia. Seguro que intentaba
evitar que os hablase esta noche de ellos, y ése, y
no otro, pudo ser el motivo de este ataque. Estos
genios nos visitan constantemente, ¿no os habéis
levantado nunca con la garganta dolorida, sin
poder pronunciar palabra y sin motivo aparente?
En Isaba, hermosa zona de montaña a la que
acudo de cuando en cuando, al referir alguna de
estas visitas de los Ingumak, me han hablado de
Gauargi, la “luz nocturna”, una gran familia de
amigos y protectores. Me contaron que, entre
otras cosas, se recurre a ellos para expulsar a los
Ingumak, pues nos protegen de ellos. Sólo hay
que pronunciar las siguientes palabras:
“Hi, aldiz, jin hakitala Gauargia”.
Mitologika Una visión contemporánea de los seres mágicos de Euskadi
14
Quiere decir: “Que en cambio vengas tú a
mí, Gauargi”. Son genios escurridizos los
Gauargiak, tímidos, difíciles de observar, y no
vamos a tener la certeza de si se trata de ellos.
En cierta ocasión recibí su ayuda… o eso al
menos creo yo. Me encontraba descendiendo del
Toloño, cuando anocheció repentinamente. No
me pareció prudente viajar y preferí pernoctar al
raso, pues es temerario y conlleva gran peligro el
andar por sitios que no se conocen bien cuando
la luz es escasa. Así nos lo han prevenido
montañeros y caminantes mucho más
experimentados.
Decidido como estaba a afrontar el frío de la
noche invernal, una extraña luz sobre un peñasco
llamó mi atención a lo lejos. Me acerqué, pero
me restaban escasos metros para llegar al lugar, y
la luz desapareció. Quedé absorto, sin poder
encontrar una explicación a lo sucedido;
entonces, en apenas un segundo más, surgió una
nueva luz unas decenas de metros más alejada
que la anterior, sobre un roble del camino.
Nuevamente me puse en marcha, apretando
el paso a medida que la distancia se reducía. Pero
de nuevo se apagó el resplandor antes de
alcanzarlo y surgió otro algo más lejos. ¡Os
aseguro que dentro de aquel pequeño círculo
brillante se observaba la figura de un pequeño
personaje que me sonreía!, y no tengo ninguna
duda de que las luces no eran sino uno o varios
Gauargiak, mostrándome el sendero.
Siguiendo las luces que se encendían ante mi
proximidad, conseguí llegar a la localidad de
Biasteri, justo a donde me dirigía, a tiempo para
encontrar alojamiento en un hostal y
resguardarme de la que resultó ser la más fría de
las noches que se recuerdan por esta comarca:
los termómetros descendieron de madrugada
hasta los doce grados bajo cero. ¿Hubiera sido
capaz de soportar esa temperatura en el monte
sin el equipo adecuado? Lo dudo mucho. Sé que
les debo la vida. Jamás he podido entablar
contacto directo con estos seres, mas tengo la
certeza de que saben que contraje una deuda con
ellos. Sólo espero, más pronto o más temprano,
poder pagarles tamaño favor.
Ya lo veis: seres que nos ayudan, seres que
nos causan daño. La eterna lucha del Bien y el
Mal. Pero la encarnación última de la maldad es
Gaizkin.
Escuchad: en navarra, en la localidad de
Zuñiga, se encontraba enferma una familia entera
sin que su sufrimiento hallara fin y sin que nadie
supiera a qué se debía su dolor. Cediendo
finalmente ante la curiosidad que me turbaba,
acudí a averiguar más sobre tan extraña
maldición. Mas debo decir que me costó dar con
el causante de este mal. El misterio residía en que
los miembros de esa familia se acostaban
lozanos, pero al despuntar el alba y tratar de
levantarse, prácticamente no se podían mover.
No hallaban fuerzas, se sentían consumidos,
desvalidos y desposeídos de toda energía. El
sueño, en lugar de serles de reparo, constituía el
germen último de su desdicha, sin que nadie
acertase con el motivo.
Pasé varias noches en vela intentando
descubrir al Inguma (a quien yo atribuía la causa
de aquella aflicción) cuando intentara penetrar
en alguna de las habitaciones, mas no observé
rastro alguno de su presencia. Por fin, decidí
cambiar de táctica.
Realicé un listado de las posesiones que
existían en la habitación principal y saqué los
armarios, cómodas y mesillas, reduciendo de este
modo los posibles puntos de atención. Hecho
esto, distribuí el mobiliario que quedaba entre los
días de la semana, estando cada sesión atento a
uno solo de los enseres.
La noche del lunes no quité ojo de las
cortinas ni por un instante. Permanecí horas y
horas sin pestañear, pero nada descubrí… Y el
mal continuaba.
El martes, mi pesquisa se centró en las
alfombras. Pero tampoco hubo resultado…
Mitologika Una visión contemporánea de los seres mágicos de Euskadi
15
Llegado el miércoles, posé mis ojos sobre la
almohada. (Debo admitir que no esperaba
encontrar nada en ella y que, a pesar de mi
optimismo inicial, empezaba a dudar de que mi
presencia pudiera servir de alguna utilidad). Sin
embargo, al poco tiempo de quedar dormida
sobre el colchón la infortunada pareja,
comenzaron a moverse las plumas sobre las que
reposaban sus cabezas, formando una especie de
cabeza de gallo. Tomé de un tirón la almohada.
Era la presencia de Gaizkin la que había llevado el
dolor y la enfermedad a aquel hogar, por lo que
la única solución, el único modo de terminar con
el maleficio, era prender un buen fuego y quemar
allí todas y cada una de las almohadas, pues es en
ése, y no en otro lugar, donde habita la maligna
criatura. El fuego de la chimenea y su poder
protector y purificador, borró todo rastro de
aquella maldita presencia, llevándose con él a
Gaizkin, lo que puso fin a las misteriosas
dolencias que habían perturbado a aquellas
humildes gentes.
Como habéis podido comprobar, hasta ahora
os he hablado de personajes que, a excepción de
los Galtzagorriak, rara vez se presentan juntos.
Por eso en una fecha cercana a 1994, al observar
en la lejanía a un pequeño enjambre de diablillos
moviendo una gran piedra, estuve seguro de que
su existencia me era desconocida.
Me encontraba en las afueras de la ribereña
localidad de Lodosa, paseando por las orillas del
Ebro, cuando un gran crujido llamó mi atención.
Parecía como si la tierra estuviera siendo
desgarrada. Cinco diminutos seres se afanaban
en arrancar una gran porción de roca de la
montaña. En la distancia distinguí sus
vestimentas, que delataban que no se trataba de
Galtzagorriak. Aquello sólo podía ser un grupo de
Mikolasak. ¡Aún existían! Me mantuve lejos para
no llamar su atención, mientras observaba en
silencio cómo, en apenas unos minutos,
levantaban una construcción espectacular. Unían
grandes peñascos de manera casi milagrosa, sin
dejar apenas resquicios entre roca y roca, en lo
que más tarde serían los pilares de un
espectacular puente de piedra. Las juntas me
recordaron a las fortalezas incas, sin ningún tipo
de argamasa como yunta, encajadas en una
armonía natural difícilmente igualable.
Cuando acabaron, echaron un trago de un
odre de vino que habían colocado en mitad de la
corriente para que se mantuviera fresco, y
emprendieron la marcha. En unos segundos se
perdieron en la espesura. No intenté seguirlos,
pues bien sabía que, sería tarea imposible. Decidí
quedarme y analizar con más detalle la creación
que habían abandonado ante mis maravillados
ojos. Con una ejecución impecable, contemplé la
obra típica de los Mikolasak: un gran puente de
cuatro arcos que, desafiando la bravura del río,
cruzaba el cauce por una zona en la que los
humanos habían renunciado tiempo atrás a
construir paso alguno… Y, lo que es aún más
admirable, ¡levantado ante mí en apenas unos
minutos!
Según me aclararon luego gentes de esta
tierra, ellos son los autores de los puentes de
Azelain, situado en la guipuzcoana localidad de
Andoain, y de Kastrexana, en la provincia de
Bizkaia. Afamados arquitectos han creído
reconocer su estilo en algunos otros puentes,
acueductos y edificios de belleza singular a lo
largo y ancho del territorio, pero no existen
testigos de su intervención y nadie posee pruebas
para afirmarlo con rotundidad.
Bueno, nuevamente las horas han volado
casi sin darnos cuenta, como corresponde a tan
buena compañía. Ahora será mejor dejar algunas
de las historias que aún faltan por contaros para
otro día, pues es hora de retirarse a descansar
antes de que algún Gaueko intente venir a
castigarnos… ¿Que quién es él?... Buena
pregunta… Él es “El de la noche”, y debéis saber
que controla cuanto hacemos - nuestras palabras,
nuestros movimientos - cuando cae la oscuridad.
No nos permite realizar determinadas tareas a
partir de ciertas horas, y pobre de aquellos que,
sin escuchar a sus mayores, osen desafiarlo. Pero
Mitologika Una visión contemporánea de los seres mágicos de Euskadi
16
tranquilos, sus poderes no tienen efecto alguno
cuando uno se recoge al abrigo del hogar.
Concluiré, pues, la velada con el relato de lo
que presencié en el pueblo costero de Lekeitio.
Sucedió que, observando una marca de gran
profundidad en la puerta de roble de un viejo
caserío, me quedé intrigadísimo por la causa de
tan enigmática cicatriz.
Se veía claramente la huella de cinco garras
que, con un tamaño que doblaba al de una mano
humana, parecía llevar largo tiempo grabado. Me
deshice de mis titubeos y, haciendo uso de una
vieja aldaba roñosa que colgaba de la puerta,
decidí llamar.
Pasaron unos segundos antes de que una
mujer encorvada, que parecía hallarse próxima a
celebrar su centenario, abriera la puerta con
parsimonia tal, que no supe si atribuirla a la edad
o a la desconfianza. El quejoso chirrido de las
bisagras me produjo un escalofrío. El pelo de la
anciana era tan blanco como la nieve, y sus ojos,
hundidos en unas profundas cuencas, me
miraban con incómoda intensidad.
Mas no observé maldad en ellos, acaso
temor… Me presenté y le pedí que me revelara
todo lo que supiera sobre su origen. En un
principio se negó a hablar de ello, decía no saber
de su causa, pero ante mi tenaz insistencia,
accedió a detallarme, con voz débil y
entrecortada, lo ocurrido en julio de 1976.
Unas chicas del lugar volvían de fiestas de
Magdalenas, al parecer con unos tragos de más
en el cuerpo. La noche se había echado encima
hacía ya varias horas, y de pronto, escucharon un
bramido en la lejanía. Respondieron ellas con un
sonido similar, entre risas, pensando que alguno
de los jóvenes con los que habían bailado unas
horas antes estaba intentando gastarles una
broma.
Siguieron caminando y, transcurridos unos
instantes, el grito se repitió. De nuevo las
muchachas respondieron. La tercera vez que
volvió a escucharse el aullido, mucho más
cercano, no pudieron evitar volver la cabeza. En
la oscuridad vieron un ser que, en desbocada
carrera, avanzaba hacia ellas. Aterradas,
emprendieron una enloquecida huida. Cuando ya
estaban extenuadas por el esfuerzo, toparon con
un caserío y aporrearon la puerta hasta que se
abrió y se lanzaron dentro. Sin poder terminar de
echar la cerradura, oyeron un fuerte manotazo
que, haciendo temblar la estructura de todo el
edificio, dejó marcadas las huellas de los cinco
dedos del Gaueko.
Entonces, una voz terrible que jamás
olvidarían atronó enfurecida:
“¡¡La noche, para los de la noche!!”
Desde aquel día chirriaban las bisagras de la
vieja puerta, pues incluso las jambas y el dintel
habían sido desencajados por aquel golpe
descomunal.
Desde aquella madrugada, casi treinta años
atrás, la anciana que me hablaba tenía el pelo
cubierto de canas. Tenía, desde aquel momento,
negras y profundas ojeras, producto del insomnio
y de las pesadillas que la atormentaban. Y desde
aquel instante, desconfiaba de quien llamara a
aquel portón, pues ella - y sólo ella - había visto al
Gaueko y había sentido su aliento junto a su cara
cuando, tras permitir la entrada en su casa a las
aterradas jovencitas, cerraba la puerta a la noche.
Algo similar escuché en Ataun, pero ésa es
otra historia…
Mitologika Una visión contemporánea de los seres mágicos de Euskadi
17
ANTES DE LOS CRISTIANOS
Ya os he hablado largamente de seres cuyos
testimonios se remontan a tiempos anteriores a
la llegada de la religión cristiana a nuestras
tierras. Sin embargo, hay un grupo a los que la fe
y la ortodoxia de sus sacerdotes colocaron al
borde del mismo olvido. Muchos que se dicen
sabios y que han escrito cientos de páginas sobre
Mitología se olvidan de ellos. Pero os aseguro que
existen pruebas de que siguen con nosotros,
ocultos en remotos lugares.
Hace ya algunos años tenía la sana
costumbre, común por estas tierras, de dedicar
algunos días a pasear en cuadrilla por alguno de
los montes más hermosos de la cordillera; un
lujo, como podéis suponer, porque en el cuidado
de los caseríos no existen las vacaciones y la
holganza a menudo se paga.
En aquella ocasión, corría el año de 1953,
nos trasladamos al Aitzgorri. Teníamos la
intención de bajar hasta Zegama al finalizar
nuestra excursión y pasar allí la noche, para
regresar al amanecer a nuestras obligaciones.
Ascendíamos a buen paso hacia la cumbre, pero
yo tuve que hacer un pequeño alto, por
imperativo metabólico, por así decir. Mis
compañeros continuaron ascendiendo con paso
relajado para que los alcanzara. Estaba a punto
de reemprender el ascenso, pero algo me detuvo.
Creí ver una gran sombra que se internaba entre
los árboles que rodeaban la senda. Animado por
la curiosidad, me acerqué sigilosamente y cuál no
sería mi sorpresa al ver desaparecer en la
espesura a un gigantón peludo que se alejaba a
pasos ágiles. Antes de perderlo de vista, alcancé a
distinguir que portaba un gran garrote. Me
reincorporé a la marcha de mi cuadrilla sin decir
nada, por evitar las chanzas que a menudo siguen
a mis aventuras. Y continuamos nuestro camino.
Anochecido el día, al calor de las brasas del
hostal en que nos hospedábamos, el vino de la
cena hizo su efecto y, como habréis sospechado,
me fui de la lengua. Para mi sorpresa, el dueño
del hospedaje no sólo no se burló de mí, sino que
con semblante grave me habló de un personaje al
que pocos visitantes veían ya en aquel tiempo,
pero con el que los lugareños tropezaban
frecuentemente. El anciano me explicó que se
trataba de Basajaun, el “señor del bosque”, un
sujeto cuya presencia imponía gran respeto a
todos los parroquianos. Sin embargo, era un
gigante bonachón que ayudaba a los pastores,
avisándolos a gritos cuando se aproximaba una
tormenta. Además, su sola presencia, imponente,
ahuyentaba a los lobos. Los pastores sabían que
si escuchaban sonar nerviosos los cencerros de su
rebaño, Basajaun andaba cerca, y respiraban
tranquilos con la confianza de que sus ovejas
estaban seguras.
Los vaqueros de Esterenzubi lo llamaban
Anxo, y todas las noches antes de retirarse a
descansar, dejaban un gran trozo de pan en el
alféizar de sus ventanas o junto a las jambas de la
puerta para él, en justo agradecimiento.
También me contaron que tiene compañera.
Basandere, la llaman. Y parece ser que la adornan
las mismas virtudes. Según me explicaron, se la
ha visto en la entrada de las cuevas. En Ataun se
dice que con frecuencia camina cerca de la
caverna de Muski, aunque no di con nadie que
me pudiera explicar más.
Emparentados con el Basajaun están los
Gentiles. Tienen un tamaño descomunal, habitan
en cuevas o bajo tierra, y por eso circulan
numerosas leyendas sobre enormes rocas
arrojadas por los aires cual pelotas - aseguran
que jugaban a los bolos con ellas -, como ocurrió
con el puente de Jentilzubi, en el concejo de
Dima.
Su sabiduría los llevó a descubrir cómo
tomar los bienes que la Tierra ofrece, y así
enseñaron a los humanos la agricultura.
Mitologika Una visión contemporánea de los seres mágicos de Euskadi
18
En la zona de Leitza debían existir en gran
número, pues los hombres se acostumbraron a
disimular ante ellos levantando también grandes
piedras, con el fin de confundirlos. Los Gentiles,
al verles en esta posición, pensaban que se
trataba de seres más pequeños de su propia
especie, ignorando su presencia. No os extrañe
pues, que sean los mejores Harrijasotzaileak o
“levantadores de piedras” del país, llegando a
alzar moles de más de 300 kilogramos en sus
exhibiciones.
Ancianos del lugar me han contado que en
sus años mozos, cuando la visita de los Gentiles
era más común, llegaban a levantar rocas de más
de media tonelada.
Y todos habréis oído hablar del Gentil más
conocido, Olentzero. Lo asociamos con la
Navidad, pues cuando se enteró del adviento de
Kixmi - es como los Gentiles llaman a Jesucristo -
bajó a los pueblos a anunciar la Buena Nueva. Las
veces que yo lo he visto, siempre iba vestido con
atuendos propios de las ferias del siglo XIX, con
sus abarcas, su “gerriko”, camisa y blusa, y su
inseparable chapela. Incluso ahora, en la
Nochebuena, encendemos el llamado Olentzero-
enbor, o “tronco del Olentzero”, pues sabemos
que el carbonero entra por la chimenea a
calentarse al amor del hogar. La quema del
tronco y su visita protegen el caserío y a sus
habitantes gran parte del año. Aprendí esta
costumbre de mis padres, ellos de los suyos, y así
de generación en generación desde tiempos muy
remotos.
De estos seres, hay uno al que por fortuna
jamás he llegado a conocer. Es Torto, al que
llaman Tartalo o Alarabi en Markina.
Las gentes lo pintan con un aspecto similar al
de los Gentiles, salvo porque tiene un solo ojo.
Vive en cuevas o chozas en los montes. Fue en su
día el primer pastor de ovejas, y se alimenta de
los animales que caza y, en algunos casos, hasta
de hombres…
Muchos pueblos he recorrido rastreando sus
historias. En Zegama encontré un dolmen al que
llaman Tartaloetxea o “casa del Tartalo”, y es
precisamente en esa comarca donde me fue
referida una terrible tragedia. Dos hermanos
salieron al monte para cazar, pero, sorprendidos
por una gran tormenta, se refugiaron en una
choza que encontraron. Al rato, entró todo un
rebaño de ovejas en la chabola, seguidas de su
pastor, que no era otro que Torto. El coloso cerró
tras de sí la entrada con una gran piedra. Al
reparar en los intrusos, agarró al más viejo y dijo:
- Tú para hoy, el otro para mañana.
Y lo asó y se lo comió. Con la tripa satisfecha,
se echó a dormir. El otro hermano, aterrado por
la escena, se quedó inmóvil. Esperó a que Torto
se hubiera dormido y, al escuchar sus poderosos
ronquidos, cogió el hierro del asador y lo calentó
en las brasas candentes. Reuniendo el suficiente
valor, clavó la punta del metal en el único ojo del
pastor y corrió a esconderse entre las ovejas. El
alarido fue descomunal, ensordecedor, pero el
gigantón herido reaccionó, dio un salto y se lanzó
furioso a buscarlo a tientas. Como no lo
encontraba, apartó la piedra de la entrada, se
colocó en el umbral con las piernas abiertas y
comenzó a coger una a una a las ovejas. Una vez
las examinaba, las sacaba de la choza. Pero el
joven, con gran astucia, se envolvió en algunas de
las pieles que Torto tenía secando y fue
expulsado al exterior como un ovino más. El
muchacho bajó al pueblo y pudo contar su
odisea, que ahora enseñan los abuelos a sus
nietos para que nadie olvide que, en una choza
abandonada de las montañas, habita Torto.
Aunque es hora avanzada, aún he de
sorprenderos con más sucesos asombrosos antes
de que os vayáis a descansar. Y el que os voy a
relatar es uno de los que más honda impresión
me ha causado. Fue mi encuentro con la Lamia.
Era de madrugada, en un riachuelo próximo
a la localidad de Gernika (a donde me dirigía para
vender los productos de nuestro caserío, pues era
Mitologika Una visión contemporánea de los seres mágicos de Euskadi
19
el último lunes de octubre). Como siempre, y con
mi terca costumbre de atajar, tomé el camino
más recto, a campo traviesa, acompañado de mi
burro. A mi lado discurrían las límpidas aguas
plateadas de un riachuelo. Dada la pesada carga
que transportaba el animal, decidí hacer un alto y
permitirle que bebiera y recuperase fuerzas para
el trecho final. De pronto, un cántico susurrante
atrajo mi atención… En una gran roca, frente a
mí, se encontraba lo que la iconografía popular
llama una sirena: un ser que era pez y bellísima
mujer a un tiempo. Sus cabellos caían rozando su
cintura, y dejaban al aire, con total naturalidad,
unos senos perfectos. Enmudecí por unos
segundos, pero mis anteriores aventuras con
seres fabulosos me sirvieron para recomponerme
y dirigirme a ella. Me habló de su linaje,
condenado a trasladarse cada vez a partes más y
más remotas, pues la Iglesia lo consideraba
diabólico. Su nombre era Aztira y, según sus
palabras, descendía de una raza que había
residido hasta principios del siglo XX en la
desembocadura del Ibaizabal. La aparición de los
Altos Hornos la obligó a trasladar su morada.
Pero tras su marcha quedaron pruebas de su
presencia, como lo atestigua el propio barrio de
Lamiako en Leioa, o la presencia de la Lamia
Ibaitxu en los festejos de San Juan que se
celebran en el concejo de Sestao.
Conversamos durante horas, prendido como
estaba yo de la dulzura de su voz. Pero, ¡ay!, al
caer la tarde, se sumergió en las cristalinas aguas
del arroyo, brindándome un apasionado beso
antes de alejarse para siempre.
No hace falta decir que mi viaje había
perdido ya todo su sentido. Tomé el camino de
vuelta, pensando qué le diría a vuestra abuela,
pues regresaba sin haber realizado una sola venta
y sin un duro en el bolsillo. Mas cuál no sería mi
sorpresa cuando al llegar al caserío y comenzar a
abrir los fardos, en lugar de pimientos, acelgas,
alubias… ¡encontré un montón de monedas de
oro y plata cuyo importe correspondía, cuando
menos, al trabajo de todo un año!
Pese a mis intentos por volver a encontrarla,
no la he vuelto a ver en toda mi vida, aunque
algo en el fondo de mi corazón me dice que Aztira
sigue ahí en algún arroyo recóndito.
Pero no penséis que todos estos seres a los
que la religión cristiana y la civilización
arrinconaron, poseen un físico extraordinario.
Recuerdo una vieja charla que mantuve en Dima
con dos hermanos solterones que, sabiendo de
mi interés por la Mitología, me invitaron a
almorzar, pues ellos también tenían algo que
confesar, algo que habían callado durante
décadas.
Me hablaron de Sugaar, un personaje mitad
humano, mitad serpiente, con el que se toparon
en la cercana cueva de Baltzola. Cuentan que,
observando la presencia de una serpiente, el
menor de los hermanos le cortó la cola de una
pedrada. Al hacerlo, escuchó un gran estruendo
en el interior de la gruta y salieron huyendo
despavoridos. Antes de llegar a su casa, el mayor
de ellos recriminó al joven su salvaje conducta,
pues según decía, todos los animales son seres de
Dios.
Años después, el mayor de los hermanos se
encontraba cumpliendo el servicio militar en
lejanas tierras. Llegada la Nochebuena, un
hombre se ofreció a llevarlo a su casa, a
condición de que transportara consigo dos
objetos que le entregaría a la entrada de Baltzola.
Accedió al ventajoso ofrecimiento y, en un abrir y
cerrar de ojos, se encontraron ambos en la gruta.
Aquel hombre le regaló entonces una arqueta
llena de oro para él y un cinturón de seda roja
para su hermano menor. Como el más joven se
negó a ponérselo, lo anudaron a un viejo nogal
que crecía frente al caserío. Al instante el nogal
ardió y se abrió y se abrió en el lugar de una
profunda sima. Al día siguiente se trasladaron en
busca de aquel hombre a Beltzola, donde salió a
su encuentro un viejo al que, misteriosamente, le
faltaba el brazo derecho.
Mitologika Una visión contemporánea de los seres mágicos de Euskadi
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Sin mediar saludo, se dirigió al menor de los
hermanos y preguntó:
- ¿Por qué me dejaste manco?
El joven no entendía nada, hasta que el
anciano le contó que él era Sugaar, a quien había
apedreado tiempo atrás, y que la cola que le
había arrancado era su brazo. Mas observando
contrariado que del pecho del joven colgaba un
medallón con un motivo cristiano, añadió:
- Da gracias a esa imagen que te cuelga del
pecho, pues sin ella no hubieras salido vivo de
aquí. Pero te lanzo esta maldición: no faltará
jamás manco, cojo, sordo o ciego en
Iturriondobeitia.
Me dijeron con gran pesar, pues se
consideran culpables de aquel hecho, que en
efecto así ha sido. Y la maldición continúa hoy.
Ahora debo hablaros de un pariente de
Sugaar, llamado Herensuge, cuyos restos he visto
con mis propios ojos.
Todo comenzó hace escasamente un par de
años, cuando habiéndome levantado como de
costumbre antes del amanecer, decidí ir hasta
Arrasate-Mondragón. Allí me senté en la plaza del
pueblo, donde escuché una desventurada
leyenda acerca de un animal sanguinario y
despiadado que había asolado la localidad
centurias atrás. En la charla nombraron un monte
cercano en el que, supuestamente, vivía dicho
ser, al que definían como un dragón cubierto de
pelo y habituado a comer carne humana.
Contaban que por sorteo, cada semana le
era entregada una doncella para que aplacara su
salvaje apetito, librándose así de los ataques del
hambriento Herensuge. Quiso el azar designar a
una muchacha del pueblo, cuyo joven amante
decidió ascender a la cima para dar cuenta del
dragón y terminar de una vez por todas con tan
terribles sacrificios.
El enamorado acabó ciertamente con la
amenaza, pero ocultó cómo había matado a la
bestia. Desde entonces, al municipio de Arrasate
también se le conoce con el nombre de
Mondragón, derivado del castellano “Monte del
Dragón”. Según estos indicios, sus restos aún
reposan en las profundidades de una caverna
situada en dicha cima. Los lugareños me
indicaron el escondite exacto, pero me
advirtieron que nadie, desde que el joven les
librase de la maldición, había osado profanar la
sepultura de Herensuge.
Durante varias semanas me preparé para
entrar en las cuevas. Provisto del material de
espeleología necesario, accedí a la gruta. Tras un
larguísimo descenso por una profunda y negra
sima, hallé en lo más hondo de la oscuridad los
restos de aquel maravilloso ser. Sus huesos
superaban los seis metros. Maravillado por el
descubrimiento, pero azorado por mi temeridad,
decidí dejar el osario y jurarme que jamás
revelaría a nadie la tumba en la que reposaba el
dragón.
Pero no era este descomunal monstruo el
único de aquella especie. Los Herensugeak siguen
viviendo en Aralar, Urbasa, Belagoa… Las huellas
que alegremente atribuyen a Camile no pueden
variar tanto sus dimensiones de un año para otro,
¿verdad? Es posible que haya variado su “dieta”,
pero sus ataques a la ganadería siguen
repitiéndose. Por eso, si visitando estos lugares
por casualidad observáis algo extraño, no dudéis
en huir lo Más rápido que vuestras piernas os
permitan.
Os haré partícipes de algo que presencié en
Cianuro hace pocas semanas. Me encontraba en
el monte, regresando ya a casa en compañía de
otras tres personas, a eso de las siete de la tarde.
La noche estaba cayendo ya, y los últimos rayos
de sol se filtraban oblicuos entre las montañas,
permitiéndonos observar cuanto teníamos a
nuestro alrededor. De pronto, un sonido metálico
llamó nuestra atención. En una loma cercana, una
mujer caminaba sin percatarse de que un horrible
Mitologika Una visión contemporánea de los seres mágicos de Euskadi
21
ser - mitad hombre, mitad lobo - le pisaba los
talones. Cargado de cadenas, corría encorvado
persiguiendo a la aldeana, a la que gritamos tan
fuerte como pudimos:
- ¡Que viene Gizotso!, ¡que viene Gizotso!
- ¡Apresúrate, que viene el Gizotso!
Al escuchar nuestras palabras, la mujer se
lanzó a la carrera tratando de alcanzar refugio en
un caserío cercano. Pero a pesar de su esfuerzo,
Gizotso se adelantó, le dio alcance y la hirió en la
espalda. Ahuyentada la bestia, conseguimos
frenar la hemorragia. Avisamos a los equipos de
urgencias, que la trasladaron al hospital de
Galdakao. He sabido que se recuperó. Según el
parte médico, sufrió el ataque de un perro
asilvestrado. Nuestro testimonio sirvió para
apoyar la versión que la mujer contó a los
médicos y a la policía, pero, como imagináis, nada
de esto ha trascendido.
Era Gizotso, el “hombre lobo”, que anda por
estas tierras merodeando en zonas boscosas o
escasamente pobladas: el Gorbea, Urbasa,
Karrantza y el Roncal. Sus ataques continúan
atemorizando a los habitantes de esos valles y
sierras, pero nada se dice de ellos en estos días
de culto descreimiento.
Os veo cansados. Perdonad a este viejo que
ha perdido la noción del tiempo… Y no le digáis
nada a la abuela, que luego dice que descuido
vuestro descanso. Mañana habrá más y, si creéis
que lo que os he contado esta noche era
extraordinario, esperad, porque aún muchos más
sucesos portentosos os están esperando.
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ENTRE EL CIELO Y LA TIERRA
¿Acaso no os sentís nunca observados pese a
encontraros solos? ¿No soléis notar una mirada
extraña que parece seguiros, estudiando cada
uno de vuestros movimientos? Pues se debe a la
existencia de unos seres de los que en seguida os
hablaré. No se ven, pero en su presencia un
temblor recorre nuestra espalda, la temperatura
desciende a nuestro alrededor sin motivo
aparente y un sudor frío empapa nuestro cuerpo.
Son las almas en pena, espíritus de fallecidos que
no han podido - o no han querido - abandonar
por completo esta tierra. Algo los retiene entre
nosotros, y algunos, entre los que me cuento,
hemos sido bendecidos con la gracia de poder
contemplarlos en su interminable vagar.
Recuerdo un día de invierno en el que me
encontraba junto a la abuela y un pequeño grupo
de amigos, sentado alrededor de esta misma
mesa que ahora ocupáis. Era una reunión
amigable, motivada por alguna excusa que
habríamos buscado para juntarnos y vernos. La
cena había concluido hacía ya horas, pero la
charla no decaía, así que ninguno de los
presentes nos levantábamos siquiera a retirar la
vajilla. Platos con restos de comida, cucharas y
tenedores sucios, copas de vino a medio vaciar
conformaban el panorama de nuestra animada
cháchara. Entre trago y trago de buen pacharán,
contábamos historias acerca de nuestros
familiares, de sus andanzas y peripecias, lanzando
alguna que otra carcajada de cuando en cuando.
Hasta que, de pronto, observé a un hombre
vestido con antiguas prendas, ropas en desuso
hacía ya mucho tiempo, que me miraba desde la
entrada de la estancia. A través de él podía
apreciar tenuemente cuanto se encontraba al
otro lado. Sus rasgos eran similares a los de mi
padre, aunque sabía con seguridad que no se
trataba de él. Era Etxejaun, el espíritu de un viejo
antepasado mío que, pese al tiempo transcurrido,
aún se preocupaba de mi protección. No le vi
mover un solo músculo, no le escuché pronunciar
ninguna palabra, puedo jurar que sus labios no se
movieron. Pero de algún modo me indicó que
dejáramos la tertulia para cuando las tareas
estuvieran concluidas. Nadie excepto yo había
observado nada extraño, ninguno oyó nada. Yo
me levanté y comencé a recoger la mesa.
- No pretendo interrumpiros, pero creo que
nos encontraremos más cómodos cuando
termine - acerté a decir.
Y todos ellos colaboraron de buen grado,
con lo que en apenas unos minutos pudimos
proseguir la velada. Nada más levantarme al día
siguiente, revisando viejas fotografías encontré
finalmente lo que buscaba. Hacía casi un siglo
desde que mi bisabuelo había emigrado a Chile
en busca de una vida mejor, dejando tras de sí a
su única hija. Y no me cabe ninguna duda de que
la extraña visita era él. De alguna manera, había
estado protegiendo a sus descendientes,
enseñándonos la importancia en el cumplimiento
de nuestras responsabilidades.
Si en todos los hogares habitan Etxejaunak -
aunque pocos seamos los que podamos verlos -,
no es menos cierta la existencia de algunas almas
en pena muy singulares de las que se habla en el
país entero. Es el caso de Mateo Txistu, apodo
con el que todos le conocemos, y su rastro lo
encontramos hace ya algunos años en la ermita
del Kolitza, cercana a la localidad de Balmaseda,
en la que, según documentos de la época, ejerció
el oficio de sacerdote. Fue un hombre común.
Aunque famélico y desgarbado, era agradable en
el trato, cariñoso con sus feligreses y aficionado a
la caza - abundante, debo decir, en aquel agreste
entorno -.
Diciendo misa de madrugada, escuchó
repentinamente el ladrido de sus perros, que
delataban la cercana presencia de alguna pieza.
Abandonó el oficio precipitadamente y,
deteniéndose solamente a coger su escopeta,
Mitologika Una visión contemporánea de los seres mágicos de Euskadi
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salió corriendo mientras introducía los dos
primeros cartuchos en el interior de su reluciente
arma. Mas se rumorea que el cielo le castigó por
descuidar sus ocupaciones; y de esta suerte vaga
sin descanso, corriendo a través de valles,
mesetas, montes y praderas, terrenos llanos y
abruptos, acompañado de sus fieles perros. Yo,
que he visto tanto, no he tenido la ocasión de
toparme con él. Pero lo que sí que es verdad es
que, cuando amanece húmedo y brumoso el día,
he llegado a advertir su presencia, he oído sus
silbidos, el triste aullar de sus perros y, quizás,
algún disparo perdido en la lejanía. Algunos
octogenarios de Zalla y villas próximas afirman
que se puede ver a través de su cuerpo, pues al
igual que el de los Etxejaunak, éste ha de ser casi
transparente. Espero, en el fondo de mi alma,
que pueda encontrar pronto el descanso eterno,
pues ningún acto humano merece un castigo sin
final, un vagar eterno, una penitencia de tamaña
magnitud. Diréis que no me corresponde a mí
juzgarlo, y a lo mejor tenéis razón…
Para concluir, os hablaré de un ser que,
estoy seguro, pocos de los que lo han logrado ver
han vivido para contarlo. Yo tuve la desgracia de
que acudiera a mí hace unos años y, aunque me
gustaría pensar que no lo veré más, sé que los
días avanzan e ineludiblemente llegará la hora en
que volvamos a encontrarnos. Es Erio, la
mismísima muerte en persona. Ocurrió que,
regresando del monte de cuidar el rebaño, me
sentí desfallecer. Las fuerzas me iban
abandonando y, para cuando el doctor llegó a mi
lecho y comprobó que había contraído unas
terribles fiebres, me encontraba más cerca de la
muerte que de continuar en esta vida. Me
administró una inyección, mientras pedía a mi
mujer que se preparara para lo peor, pues mi
situación era ya crítica y no esperaba que pasara
de aquella misma noche. Yo escuchaba estas
palabras tumbado sobre la cama, bañado en
sudor. Y fue en ese preciso instante cuando vi
aproximarse a la cabecera del lecho una sombra
que parecía proceder de un largo y oscuro túnel.
Era Erio. Oí, a medida que se acercaba
pesadamente, cómo los perros aullaban en el
exterior, tratando de avisar a los allí presentes de
tan indeseado advenimiento. Cuando por fin
llegó a mí, arrimó su rostro a mi oído y con una
voz dulce y hosca a la vez, me dijo lo que yo ya
sabía… Había venido a por mí con la intención de
trasladarme a un lejano lugar, mejor o peor en
función de mis merecimientos. Mas entre los
espasmos de mi maltrecho cuerpo, tirando Erio
de mí para arrastrarme a sus dominios, su figura
comenzó a desvanecerse al tiempo que yo
gritaba de dolor y desesperación. ¡Me escapaba!
El remedio había hecho su efecto. Y mi cuerpo
inició una lenta recuperación desde el umbral de
la muerte hasta la vuelta a la vida.
Sé que algún día regresará a por mí y no
podré ofrecer resistencia, pero aún tendrá que
esperarme. Al menos ésa es mi intención y mi
esperanza.
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EL MUNDO DEL AKELARRE
¿Alguien puede decir que no ha oído hablar
jamás de las brujas, esos personajes a los que por
estos lares llaman Sorgiñak? Seguro que no, pues
sus historias se cuentan por cientos. Lo que
ocurre es que muchos de los hechos que a ellas
se atribuyen fueron desterrados por los antiguos
cristianos, en su afán por apartar de las
conciencias cualquier conocimiento primitivo,
antiguo o pagano. Por eso algunas gentes hablan
de ellas como seres repugnantes, seguidoras y
adoradoras del Diablo que se valen de sus
poderes para hacer el mal. Otras, sin embargo,
aclaran que han existido desde siempre en el País
Vasco personas, sobre todo mujeres, vinculadas a
la Medicina natural. Poseían amplios
conocimientos sobre la Naturaleza y sus árboles y
arbustos, sus plantas y hierbas, sus hongos y
raíces. De ellos se valían para elaborar pócimas,
bebedizos y ungüentos, siguiendo antiquísimas
fórmulas transmitidas de generación en
generación, y cuyo único fin era prestar ayuda y,
quizás, consuelo. Aunque, en honor a la verdad,
también causaron padecimientos a algún infeliz.
Cuando la religión cristiana logró penetrar
en este pequeño reducto, que pese al avance de
los siglos aún se mantenía al margen de su
influencia en el Viejo Continente, se produjo un
auténtico rechazo de estas prácticas,
consideradas sacrílegas. Se desencadenó una
cruenta cruzada contra quienes, rechazando la fe
del Crucificado, mantenían las costumbres y
credos del mundo natural. Se las denominó
“Sorginak” y, a pesar de su persecución
incansable y cruel, incluso hoy sobreviven
algunas.
Hace unos pocos años - o pudieron ser
muchos, la precisión en este caso baldía -, me
salieron en la espalda unas manchas extrañas. Del
mismo modo que actuaríais vosotros, acudí a
visitar a mi médico de cabecera. Tras
examinarme, me envió al hospital de Cruces. Allí
varios especialistas me realizaron todo tipo de
pruebas médicas, para determinar finalmente
que me encontraba infectado por un virus de
origen desconocido. Con la intención de no
alarmarme, me indicaron que las consecuencias
eran únicamente las mencionadas manchas, pero
no se atrevían a afirmar que no pudiera aparecer,
a corto o medio plazo, otro tipo de síntomas. O lo
que es lo mismo, no me dijeron nada, excepto
complicadas palabras imposibles de entender
para un aldeano como yo. Tampoco aportaron
ninguna solución, con lo que consiguieron justo lo
contrario de lo que pretendían: angustiarme más
aún.
Las semanas se sucedían, y las manchas en
lugar de remitir aumentaban de tamaño, tanto,
que hasta llegaron a cubrir más de la mitad de mi
cuerpo. Convencido de que los doctores no me
sabrían dar remedio y habiendo escuchado el
consejo de un viejo, me trasladé a las
proximidades de la sierra de Aralar.
El anciano amigo aseguraba que allí residía
una vieja llamada Etrairu. Sorgiña malvada para
algunos, curandera benefactora y protectora para
otros, desde que me hablaron de ella, su nombre
venía noche tras noche a mi cabeza como la única
solución posible al problema. Llegado junto a una
decrépita cabaña que apenas sí se mantenía en
pie, esperé impaciente el crepúsculo. Contaban
algunos viejos lugareños que sus padres les
contaron que sus abuelos les habían Conrado,
que la vieja choza ante la que me encontraba
estaba maldita, que nadie sabía cuánto llevaba de
pie, y que había sido ocupada varios siglos atrás
por una criatura infernal - acaso el mismísimo
Diablo -, por lo que todo el mundo procuraba
mantenerse alejado.
Cuando el sol se ocultó en el firmamento,
apareció ante mí una decrépita vieja, como
surgida de la nada. Debía de tener muchísimos
años, tantos como estáis pensando… o quizá
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alguno más, pues en su alargada y sombría cara
se veían profundas arrugas, inequívocas señales
del tiempo que serpeaban entre restos de
sangrientas llagas. Podían apreciarse
innumerables venas en sus sienes y párpados
latiendo al ritmo que su fatigado corazón
marcaba. Su nariz era puntiaguda hasta el exceso,
y de su cabeza, que cubría con un sucio y
mugriento paño enrollado, brotaba una larga y
grasienta cabellera blanca. Una pequeña araña y
otros insectos, que bien podrían ser piojos, se
movían por su pelo. Su cuerpo, raquítico, se
ocultaba detrás de una larga, deshilachada y
agujereada túnica color vino, que apenas tenía
tres palmos seguidos entre uno y otro de los
incontables parches que la mantenían unida.
Pese a su dejadez en la higiene y el vestir, mi
rostro no se torció. En ningún momento mostré
rechazo o desconfianza. Habéis de saber que es
bueno mirar más allá de la primera apariencia
que se nos ofrece. Mirad en el corazón hasta ver
el alma: allí reside la verdad. Mi reacción fue,
pues, la acertada. Su rostro pareció contraerse en
una leve sonrisa y, haciéndome pasar en su
choza, me dijo:
- Tú debes ser, en efecto, el humano a quien
Mari suele recibir. Ahorra tu aliento y tu saliva,
pues sé cuál es el motivo que te ha traído a mí.
Y con estas palabras, sin tan siquiera mirar
las manchas que me poblaban, extrajo de entre
una infinidad de frascos de diferentes tamaños,
de diferentes colores, de diferentes
procedencias, uno más bien pequeño que
contenía un extraño y pastoso líquido de un color
azul verdoso. Me quitó la blusa y comenzó a
aplicarme aquel ungüento, elaborado a partir de
ciertas ramas y raíces de plantas cuyos nombres
recitaba de memoria con soltura. Cuando me
hubo untado, me aseguró que antes de que se
cumpliera un día, mi piel recobraría su aspecto.
Dando por seguro que la solución estaba en
camino, intenté entregarle unas monedas de oro
a cambio de sus atenciones curativas, pero
rechazó mi dinero. Sintiéndome en deuda con
ella, le expliqué que para poder estar en paz,
debía corresponderle de alguna manera.
- Si ése es tu deseo, tu música será
bienvenida a la fiesta que esta noche
celebraremos. El sonido de la “alboka” animará
nuestras danzas, siempre que prometas
mantener en secreto la identidad de quienes
asistan.
Prometí, por supuesto, aceptar sus
condiciones, y comencé a alejarme rumbo a mi
casa, pues según dijo, ella se encargaría de venir
a recogerme a la hora indicada. Y así fue. Apenas
se había puesto el sol cuando, nuevamente, y de
modo tan repentino como la primera vez,
apareció ante mí. Sin mediar saludo, me preguntó
si estaba listo. Asentí mientras una duda
intentaba abrirse paso en mi cabeza. Mas no
hubo tiempo para arrepentimientos. En apenas
unos segundos me había untado todo el cuerpo
con una poción pestilente. Me agarró de la mano
y, tirando con gran fuerza, me levó hacia el cielo.
Al igual que en otros episodios, no puedo precisar
cuánto duró el viaje. Sólo recuerdo que
aterrizamos en una campa cercana a un monte
de Mañaria, a la que llamaban “Aquelarre”,
campa del ¡macho cabrío’. Era viernes, se
celebraba la noche de San Juan, aunque para los
allí reunidos la festividad era el solsticio de
verano. Según me explicaron más tarde, no
creían en santos ni vírgenes. Más de un centenar
de almas nos esperaban impacientes.
Al tomar tierra quedé maravillado. A mi
alrededor se amontonaban gentes llegadas de
distantes y recónditos caseríos, pueblos, villas y
ciudades de los más variados puntos del país.
Podéis imaginaros personas de todas las edades,
ansiosas por celebrar el acontecimiento que las
diferentes razas han festejado desde épocas
remotas en todos los rincones de la Tierra. Era la
noche más corta del año y debíamos darnos
prisa. En un peñasco situado en uno de los
extremos de la explanada, surgió de pronto un
ser de piel azabache, mitad humano, mitad
macho cabrío. El silencio que se impuso ante su
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presencia fue absoluto. Una pequeña corona de
cuernos rodeaba su cabeza, con tres astas que
destacaban sobremanera. Semejantes a las del
animal, dos de ellas se situaban en los laterales
de su cabeza, mientras el tercer pitón surgía de la
mitad exacta de su frente. De modo súbito,
girando su cabeza, clavó sus grandes y gélidos
ojos en mí. Y todo empezó en aquel instante.
Comenzó a hablar con un trueno ronco que
inundó aquel vacío de los ecos de una lengua
ignota, incapaz de ser pronunciada por ser
humano alguno. Y como respuesta a aquel sonido
gutural, uno a uno fueron acercándose al
Akerbeltz, susurrándole actos que sería incapaz
de repetir ante vosotros. Cuando dejaron de
hablarle, comenzaron a untarse unos a otros con
plantas alucinógenas, a la par que ingerían
brebajes totalmente desconocidos para mí. Fue
entonces cuando la Sorgiña se me acercó y, con
su voz cascada, me ordenó que tocara. El sonido
de la “alboka” apenas se abría paso sobre el
alboroto que se organizó en unos segundos.
Los festejantes, alterados por los vapores de
las substancias entremezcladas con el sudor de
sus cuerpos y quién sabe si por los efluvios de
tantas pócimas que rebosaban de los metálicos
calderos y, se pusieron a bailar frenéticamente.
Hombres con hombres, mujeres con mujeres,
mujeres jóvenes con hombres de les doblaban la
edad, ancianas con jóvenes aún imberbes: ambos
sexos en común con Akerbeltz. Jamás observé
nada similar en ningún otro lugar.
Las melodías se sucedían, las canciones se
ligaban unas a otras sin descanso para mis dedos.
Antes del amanecer, algunas parejas de
muchachos, totalmente fuera de sí, empezaron a
golpear unos troncos que habían situado sobre
montones de hojas de maíz, a fin de que éstas
permitieran la vibración de los tablones. Con dos
pequeños bastones de madera cada uno, hacían
sonar la “txalaparta”, que así se llamaba el
instrumento. Los golpes se desgranaban
enredándose en ritmos que hacían bailar en
estado de trance a todos los presentes. Hasta que
finalmente, se escuchó el canto del gallo. Todos
emprendieron con sigilo pero sin demora, el
camino de regreso a sus hogares. Caí rendido por
el esfuerzo. Y allí mismo me dormí.
Desperté día y medio después. Me
encontraba tumbado bajo el roble que proyecta
su sombra hacia mi ventana. Estaba aquí, en la
puerta de esta misma casa. Con esfuerzo, me
puse en pie. Entonces noté un extraño bulto en el
bolsillo del pantalón. Metí la mano y extraje un
saquito en cuyo interior hallé un pequeño frasco
con el ungüento que la Sorgiña utilizó para
hacerme volar. Comprendí que de mí dependía
volver en el próximo solsticio, o acaso al
siguiente. Tal era la invitación. He de confesaros
que a pesar de haberme sentido tentado en más
de una ocasión, nunca me he visto con ánimo de
participar de nuevo en tan extraña y maravillosa
celebración. Tomad… a lo mejor es éste el
momento en que os corresponde a vosotros
disfrutar de los secretos fenómenos de estas
tierras.
El abuelo depositó sobre la mesa la diminuta
vasija y se fue, dejándonos frente a las brasas
dormidas de la vieja chimenea contemplando,
absortos y maravillados, aquel diminuto prodigio.
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BIBLIOGRAFÍA
Aunque hay un gran número de enciclopedias y monografías centrados en el estudio de la Mitología vasca,
es de ley señalar el trabajo de toda una vida de José Miguel de Barandiarán, precursor y referente
fundamental para todo aquel que se haya interesado por las tradiciones del pueblo vasco.
Las obras citadas a continuación sólo pretenden ayudar al lector inquieto a profundizar en los temas
tratados en este libro. No es nuestro empeño hacer aquí una enumeración minuciosa, sino más bien trazar
un punto de partida. La cantidad de bibliografía que se ocupa de esta manera es, afortunadamente, muy
abundante.
BARANDIARÁN, José Miguel de: Diccionario de Mitología vasca. Ed. Txertoa. San Sebastián, 1984.
BARANDIARÁN, José Miguel de: El mundo de las divinidades en la mitología vasca. Ed. Pamiela. Pamplona,
1984.
BARANDIARÁN, José Miguel de: Obras completas. La Gran Enciclopedia Vasca. Bilbao, 1973.
CARO BAROJA, Julio: Brujería vasca. Ed. Txertoa. San Sebastián 1982.
DUESO, José: Mitos, creencias y costumbres. 5 volúmenes. Lur Argitaletxea. San Sebastián 1986-1994.
GARMENDIA LARRAÑAGA, Juan: Mitos y leyendas de los vascos. Haramburu editor. San Sebastián, 1995.
PEÑA, Santiago: Leyendas y tradiciones populares del País Vasco. Ed. Txertoa. San Sebastián, 1989.