Misterio y Terror 5

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  • Direccin y Seleccin: Jos Antonio Valverde

  • O Edita: EDICIONES UVE. S. A Avda. Alfonso XIII, 118. Telfs. 41 3 54 94 y 41 3 55 43. MADRID-16.

    Director Editorial: Jos Antonio Valverde. Jefe de Redaccin: Luciano Valverde. Ilustraciones: Victoriano Briasco. Diserio Grfico : Luis M . de Miguel y Paco Bravo. Opto. de Produccin: Santos Robles. Asesores Especiales. Pedro Montero y Jos Len Cano.

    Imprime: HEROES. S. A. Torrelara. 8.-Madrid-1 6. Depsito legal: M . 17.445-1 981 ISBN: 84.85609-77-8 Distribuye: UVE Distribuciones.

    Impreso en Espaa - Printed in Spain

  • SUMARIO Pg. 8

    EL RUBI DE LOS SIETE ANILLOS Jos Len Cano

    Pg. 26 LOS ULTIMOS DE YIDDI

    Daniel Tubau

    Pg. 46 EL MALETIN GRIS

    P. Martn de Cceres

    Pg. 66 VALENTINE

    Alexander Demarest

    Pg. 80 LA GALICIANA

    Pedro Montero

    Pg. 94 EL CORAZON REVELADOR

    Edgar Allan Poe

    Pg. 104 ME BASTARA CON EL DESCANSO ETERNO

    Ronnie Foster

  • Jos Len Cdno

    El Mal esperaba agazapado entre los objetos de aquella tienda de antigiedudes ... Y, ahora, un

    extrao ser, malvolo y repugnante, habita en los

    dominios negros del subsuelo de Londres.

    A Narciso lbez Serrador

  • UANW procedan a la demoli- cin del viejo manicomio de De- vonshire, en las afueras de Lon- dres, una de las excavadoras que operaban en el jardn extrajo de la tierra un herrumboso cofreci- llo metlico cuyo interior, sin embargo, haba permanecido in- clume al cabo de medio siglo. Esto ocurri a mediados de los

    del cofrecillo no se dio entonces a la publicidad. El director d e la institucin, fuertemente impre- sionado por lo que all haba, consider ms oportuno entre- garlo directamente a Scotland Yard. Al cabo de veinticinco aos, el hallazgo ha permanecido oculto en sus archivos secretos. Y slo ahora, segn ordena la ley, ha podido entregarse a la cu- riosidad de ciertos investigadores

    de lo inslito. Yo soy uno de ellos. Confieso que he dudado mucho antes de dar a mis lectores cumplida noticia de este cofre. Mis dudas no han desaparecido del todo, como no ha desaparecido el tufillo maligno y obsesionante que emana del objeto. Pero tengo tanto derecho a librarme de mis obsesiones como cualquier ser humano, y no encuentro mejor modo de hacerlo que divulgar esta historia.

  • 1 0 EL RUBl DE LOS SIETE ANILLOS

    El cofre contena un cuaderno d e tapas radas, pero cuyo interior era perfectamente legible, y una hoja de papel con cuatro dobleces en la que alguien, con mano firme y viveza de colores, haba dibujado una extraa joya. Se trataba de un rub octogonal cuyo rojo sangrante, violento, contrastaba en el dibujo con la plateada frialdad del engarce. Consista ste, en efecto, en siete crculos concntricos de plata graba- dos con profusin de signos retorcidos, al parecer de carcter alfabtico. Digo al parecer porque si, como se sospecha, la exacta minuciosidad del dibujo quiere representar aqu una escritura, sta no tiene parangn con todas las hasta ahora conocidas en la tierra. La representacin grfica desprende un aroma arcaico y tenebroso. Da la impresin de ser una joya de antigiiedad inconcebible, tanto ms por su ausen- cia de identidad con la orfebrera de cualquier civili- zacin. Si se trata de la obra de un loco (cosa que dudo, despus de haber ledo el cuaderno manuscrito que se encontr junto al dibujo), hay que decir en su descargo que posea una imaginacin absolutamente fuera de lo comn, y una capacidad extraordinaria para representar, con toda la fuerza de la realidad, un objeto imaginario. Tengo la impresin, rayana en el convencimiento total, d e que la joya no era imagina- ria. Y esta impresin proviene, como mis dudas so- bre la insania de su autor, de la lectura del manus- crito. Hay en l prrafos de una lucidez espantosa, intuiciones terribles cuya asimilacin probablemente creara serios problemas el equilibrio psquico del lector medio. Esta es la causa de que slo en parte lo transcriba a continuacin:

    N o estoy loco. Lo cual, escrito aqu, en este hos- pital, no constituye ninguna novedad. Todos los en- cerrados conmigo manifiestan lo mismo. Pero, a dife- rencia de ellos, quisiera estar verdaderamente loco. Pues de esa forma podra considerar producto de mi locura la horrible realidad de mi pasado. Los mdicos piensan que es una consecuencia de la insania el he- cho de que me despreocupe absolutamente de mi

  • Jos Len Cano 11 persona, o de que me pase las horas muertas mirando a la pared de mi celda, ajeno por conipleto al mundo que me rodea. Pero mi mente recuerda el horror, re- vive uno a uno todos los momentos de mi pesadilla. Tengo mucho que pensar, es preciso que comprenda las razones ms ntimas de lo sucedido, aunque con ello no logre alcanzar la paz que anhelo, esa sereni- dad que me ha sido negada para siempre. Para siem- pre! M e estremece imaginar que slo la muerte (y tal vez ni siquiera la muerte) me librar de esta angustia que se ha incrustado en mi corazn ...

    e... N o soy culpable de las muertes que me acha- can. El supuesto cadver del nio no ha podido ha- llarse. Sencillamente, porque ese cadver no existe ... ;Est vivo! Las alcantarillas de Londres, o Dios sabe qu ominosos subterrneos, son ahora su guarida. A veces lo siento bajo mis pies. S que est abajo, muy abajo, quiz alimentndose de carroa, respirando los vapores de la descomposicin, bebiendo licores p- tridos y haciendo crecer incesantemente su odio ha- cia m. Ojal lo hubiera matado, como se asegur en el juicio. Ojal me hubieran ahorcado, como peda el fiscal. Qu felicidad si, como aseguraba mi defensor, yo no fuera otra cosa que un simple loco. Llegaron a esa conclusin porque mis ojos estaban extraviados, porque me negaba a pronunciar palabra alguna, por- que permaneca ajeno e indiferente a, cualquier posi- ble castigo. Si les hubiera dicho la verdad, ni el fiscal misn;? dudara de que, efectivamente, estaba loco. Porque habran preferido mil veces considerarme loco antes que aceptar esa verdad; nada dije de lo que en realidad haba sucedido, y tuve que guar- darme las espantosas evidencias para m solo. Pero el horror almacenado en mi memoria se ha hecho tan insoportable que he decidido vertirlo en este cua- derno. N o espero la comprensin de nadie. D e na- die, al menos, entre mis obtusos contemporneos, fanatizados por la mitologa del racionalismo y de la ciencia emprica. Tal vez en un futuro ms sensato y menos mecanicista alguien pudiera llegar a compren-

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    derme. Y si no es as, qu importa. La tierra devorar estas pginas como ha devorado tantos secretos espe- luznantes a lo largo de los siglos, como acabar devo- rndome a m mismo ... Y tal vez, a fin de cuentas, eso sea lo mejor que pueda suceder.

    Mi esposa, Katherine Taylor, era una mujer de belleza extraordinaria, aunque no de ese tipo de be- lleza que enciende de inmediato la voluptuosidad de los hombres. Era rubia, delgada, de rasgos finos y aristocrticos, y de sus ojos azules, claros como el mar de madrugada, se desprenda una delicadeza tan atractiva que despertaba sentimientos de elevada es- piritualidad an en los caracteres ms groseros. Ni que decir tiene que estaba perdidamente enamorado de ella, y que los cuatro aos transcurridos de nues- tro matrimonio haban constituido para ambos una continua fuente de delicias ... Cuando pienso en la fe- licidad del pasado, casi acepto pagar el horror que ahora me ahoga como se acepta una medida de justi- cia. Slo una sombra haba en nuestro matrimonio, y era que Katherine no me haba proporcionado des- cendencia. La vieron mdicos ilustres, se someti a toda clase de pruebas, intent todos los remedios imaginables sin resultado. Empec a sospechar que proceda de m, y no de ella, la causa de su infertili- dad.

    El dieciocho de noviembre de 189 ..., dos das an- tes de su cumpleaos, me enoj con ella desmedida- mente, por un motivo nimio. Era la primera vez que en nuestro matrimonio suceda tal cosa. Abandon mi hogar dando un portazo. Pero nada ms llegar a la calle comenc a apesadumbrarme por mi despropor- cionada manera de proceder. Saba que haba sido in- justo con ella, que Katherine estaba ahora sola en casa, llorando. Mi primer impulso fue volver de in- mediato, arrojarme a sus pies y suplicarle que me perdonara. Atribu la causa real de mi enojo, la que me tena secretamente malhumorado, al hecho de que no lograra darme un hijo. Pero advert tambin la enormidad de mi conducta, la injusticia de mi ira.

  • J o ~ Len Cano 13 As que me propuse regalarle algo valioso, algo que me ayudara a hacerle disipar su tristeza.

    Portobello Street, la calle de los anticuarios, es- taba cerca de nuestra casa. Eran las cuatro de la tarde y un viento glido torturaba a los escasos viandantes. Niebla, viento y fro invitaban a entrar e n cualquier sitio cerrado y confortable. Lo era la primera tienda de anticuario con que me tropec, a pesar de su es- trechez, escasa iluminacin y tortuosas escaleras que era preciso descender para llegar al pequeo mostra- dor. Al otro lado, un anciano con bonete, de expre- sin difusa y nariz juda, se esforzaba por sonrerme al tiempo que se frotaba incesantemente las manos. En los das que sucedieron jams logr dar con esa tienda; lo que achaqu, en un principio, a lo exaltado de las ensoaciones que me acometieron al entrar all, y que me distraan bastante del mundo exterior. Y me hubiera satisfecho hallarla porque sospecho en la actuacin de aquel anciano un papel de desencade- nador consciente de los acontecimientos que habran de sucederme en el futuro. Lo sospecho ahora, aun- que entonces simplemente estaba algo inquieto por su persistente manera de mirarme, por la inteligencia algo siniestra que desprendan sus ojos oscuros.

    Le expuse mi propsito d e hacerle un regalo va- lioso a mi esposa, con motivo de su prximo cum- pleaos. "Tengo lo que usted necesita", dijo, y de inmediato puso en el mostrador, sobre un trozo de terciopelo verde, el rub de los siete anillos. "S que es muy antiguo -aadi-, y desconozco de dnde procede. Pero se trata, como puede comprobar, de una joya nica". Qued fascinado. N o soy un enten- dido en piedras preciosas, pero aquel colgante ema- naba un fulgor de belleza indescriptible. Si mis dedos no hubieran comprobado la frialdad del cristal hu- biera jurado que se trataba de un ser vivo, clido y sensible, o de un fuego minsculo de incesante radia- cin. Era, evidentemente, el regalo perfecto, segn sugera la poco agraciada voz del anciano. Le ped ex- plicaciones sobre la significacin de los signos con-

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    cntricos que rodeaban la piedra y fingi ignorarlas, si bien cre advertir en su expresin el intento de bo- rrar un gesto maligno. Convenimos el precio -nada elevado, para mi asombro- y lo satisfice en el acto, eufrico por haber realizado una buena y oportuna compra, contento al imaginar la joya sobre los delica- dos senos de mi mujer.

    Como haba sospechado, encontr a Katherine secndose las ltimas lgrimas. Mis palabras de con- suelo, acompaadas por el regalo, surtieron el efecto deseado, y pude complacerme nuevamente al con- templar su rostro radiante, al estrecharla y sentir so- bre los mos el calor de sus labios. De inmediato se colg la joya del cuello y me dijo: "Aqu la llevar siempre. Slo me desprendera de ella si volviramos a enfadarnos. Le asegur que, en ese caso, la joya le acompaara hasta la tumba ... Cmo me maldigo ahora por haber pronunciado esas palabras!

    En efecto, Katherine, mientras vivi, no se separ nunca de la piedra. Recuerdo que aquella noche, cuando le hice el regalo, se disip la niebla. Haba luna llena y, segn mi costumbre, la contemplaba ab- sorto desde los ventanales del saln. Escuch a mis espaldas los tnues pasos de sus pies descalzos, y luego su voz, llamndome por mi nombre:

    -a iEdgard ! >> Volv la cabeza. El fuego del hogar lanzaba clidas

    oleadas de luz rojiza, que incida con la luz plida de la luna sobre el cuerpo desnudo de mi mujer. Porque as, sin ms atavo que la piedra pendiente de su cue- llo, se ofreca a mis ojos, ansiosa de amor. Jams ol- vidar, mientras viva, aquel momento de felicidad suprema, ese recuerdo ardiente que trata en vano de mitigar, a veces, los espantosos acontecimientos que le sucedieron. La pose sobre la alfombra, al calor del fuego, bajo la turbadora mirada de la luna. Fue her- moso y terrible. El rub rozaba la punta de sus senos. Sus gemidos, que al principio eran de placer, se pro- longaron an despus de que la unin hubiera con- cluido. En el momento cumbre, cuando el orgasmo

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    nos envolva, sent una sombra entre nosotros, una presencia intangible cuyos dedos de hielo quisieran desgarrar nuestra gozosa intimidad. El fuego bram de pronto, como impulsado por una inexistente co- rriente de aire, y sus llamas se agigantaron. Katherine se estremeci y, como digo, sigui gimiendo an cuando yo hube deshecho nuestro abrazo. A duras penas consegu tranquilizarla. Sus ojos se haban con- tagiado del tenebroso brillo del rub. Le pregunt qu le haba sucedido y si, como tema, no haba lo- grado yo, con mis amorosas acometidas, hacerle par- ticipar por completo d e mi placer.

    -No lo s -me respondi-, pero tuve la sensa- cin ... Debo decrtelo: tuve la sensacin de que no eras t quien me poseas. Fue horrible ..., horrible ...

    Sus ojos se humedecieron mientras pronunciaba esas ltimas palabras.

    Pas el tiempo. Katherine, despus de aquella noche, ya no era la misma. Tena frecuentes'crisis de malhumor, absolutamente injustificadas. A menudo, su tensin y su desasosiego eran permanentes, ha- cindose ms agudos a la cada de la tarde. Entonces slo yo, con toda la paciencia que el amor me inspi- raba, poda soportarla. Me senta vagamente culpable, sin saber por qu. Pens en la posibilidad de consul- tar a un mdico. Al cabo de tres meses me anunci, menos feliz de lo que poda esperarse, que estaba embarazada.

    Mi jbilo fue enorme. El de ella, inexistente. Atribu las irregularidades de su carcter a su nuevo estado. En vano trat de engaarme pensando que, cuando el embarazo fuera en aumento, la alegra na- tural de la maternidad borrara todas las melancolas de su espritu. Estaba completamente equivocado.

    El suyo no era un embarazo normal. Katherine iba enflaqueciendo da a da, mientras su vientre cre- ca y se abultaba de un modo anormal. Era evidente la vampirizacin de que el feto le haca objeto. Un hili- llo de sangre acuosa le brotaba con frecuencia de la nariz y, lo que resultaba mucho ms espantoso, de los

  • 16 EL R U B I DE LOS S I E T E A N ~ L L O S ojos y de los odos. Su aliento se fue haciendo ms ftido d e da en da, hasta el punto de que difcil- mente poda soportar su presencia en la cama comn. Dios me haba dado, sin embargo, infinitas provisio- nes de paciencia. Mi amor por ella fue poco a poco transformndose en una agria compasin. Su estado era en extremo lamentable, hasta el punto de que las ojeras, amoratadas, cercaban sus ojos como dos sen- tencias de muerte. Con frecuencia abandonaba yo la casa, porque la creciente alteracin de sus nervios es- taba contagiando los mos. Pero se negaba empecina- damente a dejarse visitar por un mdico, ya que to- dos esos sntomas los consideraba normales de su nuevo estado.

    Eran frecuentes sus explosiones de clera. Su tensa sensibilidad le impeda soportar el menor ruido. Su mente se debilitaba tanto como su cuerpo, y fue presa de las obsesiones ms extravagantes. Aunque su capacidad mental disminua, dio en pensar que yo maquinaba un secreto plan para asesinarla. Quise convencerla del absurdo de semejante suposi- cin, pero no lo logr. Sus movimientos fueron ha- cindose nerviosos, frenticos hasta el paroxismo, y desplegaba, a veces, una energa insospechada. Se pona en guardia de un modo animal, automtico, cuando por descuido, me acercaba yo a su deforme vientre algo ms de lo que ella estimaba conveniente. Por mi parte, sospech que de la misma forma que aquel odioso feto (el estado de su madre no me per- mita albergar hacia l otros sentimientos) se alimen- taba cruelmente de su sangre, la mente que en l es- taba encarnndose absorba con avidez creciente la energa cerebral de Katherine. Mi mujer, o mejor di- cho, lo que de ella quedaba, haba adoptado el hbito de tomar ingentes cantidades de estimulantes, tal vez en un esfuerzo desesperado por permanecer cons- ciente, pese a lo cual pareca estar, a menudo, con la mante en blanco. Soport todos estos sntomas con la agitacin y tristeza que cabe imaginar, pero nada me dola tanto como su desconfianza hacia mi persona,

  • Jos Len Cano 17 que lleg a hacerse casi absoluta, como su mutismo.

    Las costumbres de la casa no haban variado, sin embargo, substancialmente. Aunque sus tensiones me impedan dormir muchas noches, seguamos com- partiendo la cama. Hacia el octavo mes, muy prximo ya el alumbramiento, me despert una noche con un grito terrible. M e apresur a encender el quinqu de la mesilla de noche. La vi incorporada en la cama, con el rostro congestionado, presa de agudos espasmos. Su vientre monstruoso se agitaba a intervalos, sacu- dido por movimientos concntricos de dudosa natu- raleza. Me est ahogando! -dijo- Mtalo, mtalo ahora mismo! Me ahoga! Aquellas expresiones me inmovilizaron hasta el estupor. Logr calmarla un tanto con grandes esfuerzos. Su crisis histrica se manifestaba ahora con lgrimas incontenibles. En medio de las cuales, entre sollozos, aadi: '' Mi vien- tre est inmundo ... Siento las manos sucias, sucias, cada vez ms sucias". N o cesaban las sacudidas de su vientre. Puse la palma sobre l y, por vez primera, Katherine no me lo impidi. El feto, al notar el con- tacto de mi mano, ces en sus movimientos y se con- trajo hasta ponerse duro como una piedra. Asombro- samente, el vientre estaba fro. N o s de dnde pro- ceda la insufrible sensacin de asco que me hizo apartar la mano de inmediato. Tal vez fue el presen- timiento de que ese feto, aunque vivo, tena la sangre helada. Katherine ces de llorar, sufri un ltimo es- pasmo y qued rgida, tendida en la cama. Sobresal- tado, me incorpor del lecho. Tem seriamente por su vida. Sin embargo, aunque de forma dbil, segua respirando. Y su vientre, antes duro y contrado, se mostraba ahora blando y mvil, en contraste con la rigidez general de su cabeza, pecho y miembros. Comenc a vestirme apresuradamente, para llamar a un mdico, pero no tard Katherine en recobrar el sentido. Al cabo de un minuto, estremecindose, me asegur que tena mucho fro. Sent por ella una honda compasin. La arrop con la manta y fui a estrecharla entre mis brazos, pero me rechaz.

  • 18 EL R U B I D E LOS SIE7'E A N I L L O S

    "No me toques! -dijo- Estoy maldita ... ! Mal- dita!"

    Tres das despus lleg el momento horrible del alumbramiento. Katherine me lo anunci, plida como el papel, Con el rostro helado, la respiracin afanosa y todo su ser temblando por los efectos de una oscura premonicin. Descubr en el fondo de sus ojos algunos restos resplandecientes de la antigua Katherine y me conmov hasta los tutanos, porque yo tambin intua que su fin estaba prximo. La abrac fuertemente, sin poderme contener y mis 1- grimas se sumergieron en su todava hermoso cabe- llo. Pero el feto, al sentir mi contacto, se retorci en el flccido y abultado vientre y Katherine, lanzando un grito de dolor, cay desmayada.

    La deposit sobre la cama. Su corazn lata acele- radamente. Sus ojos giraban sin cesar, con movimien- tos desacompasados. Su aliento era ms ftido que nunca. Sal de casa corriendo, en busca de la coma- drona. Al regresar con ella, Katherine gritaba, desde la alcoba, como una poseda. Subimos las escaleras lo ms rpido que nos fue posible. La encontramos au- llando, retorcindose entre las sbanas. N o me cre con fuerzas para asistir al alumbramiento, y no s cmo pude resistir hasta el final. Mi cuerpo estaba tenso, mi mente inquieta, mi corazn sobresaltado por un tenebroso sentimiento que me mantena para- lizado, a los pies de la cama, desde las primeras con- tracciones de Katherine.

    Por el ensangrentado tero asom una pequea mano. La comadrona cruz conmigo una mirada sig- nificativa: el parto no se presentaba nada bien. Mi mujer, continuamente sacudida por espasmos doloro- sos, no tena ya fuerzas ni para gemir y permaneca semiinconsciente. La comadrona introdujo de nuevo la pequea mano y trat de cambiar la posicin del feto para que saliese primero la cabeza. Mientras es- taba realizando esas operaciones observ algo sobre el pecho de Katherine que me cort la respiracin. Era que en el nacimiento de los senos, justamente

  • l o s Ltn Cano 17

    debajo de donde sola apoyarse el rub, haba surgido la mancha de una quemadura cuya forma coincida, punto por punto, con la de la joya, que segua pen- diente de su cuello. Cruz por mi mente, con la rapi- dez de un impulso instintivo, el propsito de arran- crsela. Pero en ese momento la comadrona solici- taba mi ayuda. Quera que yo sujetase, firmemente abiertas, las piernas de mi mujer, mientras ella tra- taba d e extraer la cabeza. Me aferr a las pantorrillas de Katherine conteniendo sus convulsos temblores. Desde mi posicin poda observar perfectamente la salida del feto ... Mi mano tiembla, como temblaban las pantorrillas de Katherine, al recordar lo que v.

    Su crneo era anormalmente grande, de color amarillento y desprovisto de pelo como la cabeza de un anciano. Me negaba a aceptar que semejante en- gendro pudiera ser mi hijo, y eso fue lo primero que pens al ver la arrugada piel del crneo, sys orejas membranosas. Pero nada me inquiet tanto como descubrir su rostro renegrido y tembloroso, sus ojos abiertos, su boca llena de diminutos y puntiagudos dientecillos.. . Adivin que la comadrona trataba de contener un grito de asco y horror. Por mi parte, es- taba tan fascinado ante el inslito espectculo del re- cin nacido que no me di cuenta, en aquellos mo- mentos, de que las piernas de Katherine haban de- jado de temblar. Creo que muri momentos antes de que la comadrona cortara el cordn umbilical.

    Tras la tensin acumulada, aquella horrible escena me hizo perder el conocimiento. N o lo recobr ente- ramente sino cinco das despus, gracias a la solicitud de mi hermana Lucille, que vino a cuidar de m y del engendro nada ms enterarse de lo sucedido. Pas esos cinco das enfebrecido, asaltado por multitud d e pesadillas, negndome a salir de la cama para enfren- tarme con la realidad; mucho ms espantosa, enton- ces para m, que todas esas pesadillas. Lucille, mos- trando una entereza d e nimo que yo mismo estaba muy lejos de poseer, se ocup tambin del entierro de Katherine y de hacer que, en la medida de lo po-

  • 20 EL RUBI DE LOS SIETE ANILLOS

    sible, el ritmo de la casa regresara a los cauces de la normalidad.

    Consent a salir de la cama pero me negu a ver a mi presunto hijo. Lucille haca el papel de madre a la perfeccin, aunque su extrao aspecto le inquietara y los mltiples dientes de la criatura le produjeran un cierto temor. Pronto se dejaron sentir las huellas de esos dientes en el bibern con que lo alimentaba.

    Por intermedio de Lucille llegu a conocer algu- nas otras particularidades de aquel ser que, a los po- cos das de su nacimiento, empezaba a demostrar un apetito insaciable y una movilidad absolutamente desproporcionada para su edad. N o dorma nunca, pero semejante circunstancia no pareca afectar para nada a su fisiologa. Sus cortas y velludas piernas se fortalecieron pronto lo bastante como para poder so- portar el peso del cuerpo. Tena las manos pequeas y delicadas, pero sus brazos eran igualmente robustos y velludos. El vientre, fuerte pero abultado en ex- ceso, daba muestras de la incipiente capacidad de su estmago. Al cabo de una semana, la leche result insuficiente para alimentarlo y Lucille prob, con xito, a ofrecerle alimentos slidos, que aquel raro organismo devoraba a satisfaccin. Mordisqueaba y engulla la carne con especial avidez.

    Eran, sin embargo, sus ojos, lo que ms inquie- taba a Lucille. Tan claros que apenas si se distinguan de la crnea. Parecan los ojos de esos ciegos ataca- dos de tracoma, pero vea perfectamente. A menudo permaneca quieto como una estatua de s mismo, pero reaccionaba con extraordinaria celeridad al me- nor estmulo exterior. La temperatura de su cuerpo, segn yo haba intuido, era sensiblemente ms baja de lo normal, pero ni el fro ni el calor parecan afec- tarle demasiado ... Slo la infinita compasin de Luci- Ile, la gran bondad de su corazn podan hacerle me- dianamente llevadero el cuidado de semejante bestia que permaneci oculta, por expreso deseo mo, a la vista de familiares y curiosos.

    ~Lucille comenz tomando su ingrata tarea con

  • Jos Len Cano 2 1

    apasionamiento, pero al cabo de quince das le re- sult difcilmente soportable. Prejuicios de carcter moral y, sobre todo el temor y la repugnancia que me impedan acercarme al engendro, conservaron su in- tegridad fsica, ya que la idea de darle muerte em- pez a ser acogida por mi espritu como la nica libe- racin posible. D

    El desenlace, sin embargo, ocurri de una manera mucho ms horrible. Una noche, hacia las tres de la madrugada, un grito espantoso rompi violentamente mi sueo. Reconoc la voz de Lucille. Encend una vela y baj corriendo a la planta baja. La puerta del dormitorio estaba entreabierta. De su interior se es- cuchaba una respiracin entrecortada y violenta. Confieso que sent un miedo cerval antes de empujar esa puerta. Un olor acre y fuerte, que al principio no logr identificar, inundaba el ambiente. Atraves al fin esa puerta, con la vela levantada y el color de la sangre, espantosamente esparcida por todo el cuarto, me confirm la ominosa naturaleza del olor que haba percibido.

    Hubiera preferido arrancarme los ojos para no haber visto el atroz espectculo que la macilenta llama de la vela me ofreca. Sobre la cama, el cuerpo destrozado a mordiscos de Lucille se estremeca con los ltimos estertores. Me miraba sin ser capaz ya de percibirme, con los ojos abiertos a un horror infinito. Vi sus vsceras despedazadas, sus pechos horrible- mente mutilados ... Dios mo! Y o tambin grit, re- troced ahogado de espanto. Y entonces una negra figura, de ojos centelleantes, cruz rpidamente la puerta, rozando mis piernas con su asquerosa frial- dad, manchndome de sangre fresca las pantorrillas. Cuando al fin pude reaccionar trat de salir en su persecucin por la oscuridad del pasillo. Me detuve, sin embargo, al escuchar un ruido de cristales rotos procedente de la puerta. Cuando comprend al fin lo que suceda era demasiado tarde. El monstruo, en- vuelto en girones rojos, escapaba corriendo por la ca- lle. La dbil luz de un farol de gas me permiti ver

  • 22 EL RUBl DE LOS SIETE ANILLOS todava cmo aquella masa infrahumana, con inima- ginable fuerza, levantaba la tapa de una alcantarilla y se hunda en las profundidades subterrneas. Si en- tonces hubiera cedido al imperioso deseo de acabar con mi vida, me hubiera ahorrado para siempre el horror de estos recuerdos. Esa misma noche profana- ron la tumba de Katherine. El rubi que colgaba del cuello del cadver haba desaparecido.

  • Daniel Ttlbau

    Qu extraa lengua era aquella que l podia leer y sin embargo

    desco nocia ? Cul era la verdad del misterio qzle se ocultaba en el stano de la

    vieja mansin Chambers:?

  • UERIDO Robert: N o sabes cmo agradezco tu

    carta, tus comentarios, tus frases de afecto y el contnuo ofreci- miento de ayuda que reflejas en ella. Todo eso me hace compren- der que en ti tengo un fiel ai

    T e doy gracias infinitas igo . Dor

    haberme inJitado a tu casa dudes que ir en cuanto me sea posible. Me siento orgulloso de tu amistad y, aunque t les quie- ras restar importancia, de todos es conocida la brillantez de tus trabajos cientficos que aunque yo no comprendo en su totalidad (nunca se me dieron bien las ciencias), te convierten en uno de los ms avanzados investiga- dores del pas y (por qu no de- cirlo?) del mundo. El haberte alentado en tus comienzos repre- senta para m un motivo de gran

    satisfaccin como lo es el hecho de que t no hayas olvidado los das de nuestra infancia en Newport- bury. Te acuerdas de aquella casa abandonada que convertimos en nuestro cuartel general? Yo s, y es- toy deseando volver all para revivir tan lejanos das.

    T siempre me comprendiste y aceptaste mi forma de ser, mis espantosos sueos y mis momentneos delirios fantasmagricos ...

  • 2 8 LOS ULTIMOS DE Y I D D ~

    Cuando intent quitarme la vida, todos me catalo- garon de loco y slo t comprendiste que el motivo de mi accin era el trance psicolgico que arrastro desde mi niez. Me gustara hablar contigo de este tema, pues tus investigaciones acerca de la gentica y la herencia me parecen muy acertadas y pudiera ser que me afectaran personalmente.

    Tengo que acabar la carta, pues ante m est la mo- lesta enfermera que me atiende dispuesta a inyec- tarme otro de sus desagradables productos farmacu- ticos. En cuanto este cancerbero insolente me deje en libertad, reunir mis pertenencias y me pondr en camino hacia Newportbury para reunirme contigo.

    Esperando verte pronto, se despide, Arthur.

    Querido Arthur: A modo de devolucin de cumplidos me parece

    obligado responderte que todas esas investigaciones que tanto alabas no son suficientes para interpretar tus onricas visiones que con tanta maestra reflejas en tus cuadros y en tus libros y que muchas veces he pensado son ms reales que todos mis elucubrados estudios. N o debes, por tanto, considerar tus sueos producto de la fantasa; pues quiz con el tiempo se demuestre, a la luz de la ciencia, que son tan consis- tentes como la teora de la evolucin lo es ahora. Esto te lo dice un cientfico materialista que no se atreve a negar (con toda su ciencia a cuestas) los fe- nmenos que escapan al campo de la lgica. Desde luego no acepto en su totalidad las connotaciones cientficas de tus sueos; pero, de igual modo, t no deberas aceptar mis teoras en su totalidad por muy comprobadas que estn. En fin, no creo que este sea un tema apropiado para discutirlo en una carta, as que lo. relegar para un momento posterior en que podamos mantener una conversacin atete-a-tete.

    El autntico motivo de esta carta es el comunicarte

  • Daniel Tubau 2 9 que me veo obligado a ausentarme de mi casa, por lo que te dejo las llaves de la misma en la taberna Blach Eagle, de Newportbury (j te acuerdas de ella?). Con solo dar tu nombre te las entregarn. En la mansin estarn el viejo Josh, la seora Simpson y dos nuevas criadas, pero he credo conveniente que seas t quien tenga las llaves de todas las habitaciones. N o te has d e preocupar por nada, pues he dejado todo dis- puesto para t llegada. Acomdate en el ala oeste y comprtate como si estuvieras en tu propia casa. Es- pero encontrarte ya instalado 2 mi regreso.

    Robert

    12 de octubre Del diario de Arthur Elliot:

    Siguiendo el consejo del profesor Ashton, reanudo mi diario. Ayer sal del hospital d e Milwaukee tras pasar en l ms de un mes. Cuando me dispona a emprender viaje hacia Newportbury para reunirme con Robert, me lleg una carta suya en la que me explicaba que deba ausentarse por un tiempo, lo que le impeda recibirme personalmente. N o obstante, me daba las instrucciones necesarias para instalarme en su hogar, lo que es de agradecer pues no tengo otro sitio a donde ir. Ya estoy completamente resta; blecido y, gracias a un medicamento que me han proporcionado en el hospital, puedo dormir tranqui- lamente sin temer a las pesadillas y visiones a causa de las cuales intent quitarme la vida.

    Un carro de caballos me conduce a la antigua man- sin de los Chambers; no puedo evitar recordar aque- llos das que Robert, mi hermana y yo pasamos en la casa del bosque. Me es imposible olvidar aquella no- che en la mansin abandonada ni a aquel vagabundo que tanto espanto nos caus. Era una fra noche de invierno; como tantas veces nos encontrbamos en aquel ttrico casern cuando l apareci ante noso-

  • 3 0 LOS ULTIMOS DE YlDDl

    tros y nos habl de un crimen que tiempo atrs se haba cometido all mismo; despus -mirando a mi hermana-, dijo: El crimen no ha sido olvidado por ellos, y las visiones que golpean tu mente noche tras noche slo son recuerdos de una anterior existencia que, poco a poco, se aduear de ti hasta que slo seas una parte de ellos. Puedo ver en tu frente la fatdica seal que ha de convertirte en su emisario. Mas no ser asi mientras yo viva y cuando se cumpla el tiempo fijado. Y o ser el que acabe contigo. Nos asust de tal modo su historia que huimos despavori- dos como si tras nosotros galoparan todos los demo- nios del infierno. Semanas ms tarde -ya repuestos del susto-, volvimos a la mansin pero no encon- tramos al vagabundo que tan profunda huella dejara en todos nosotros, especialmente en mi hermana.

    Aquel suceso habra quedado en el olvido de no ser porque diez aos despus mi hermana desapare- ci de modo misterioso y nunca ms la he vuelto a ver. Si a esto se aade lo que descubrimos semanas ms tarde en la mansin ...

    En fin, no debo recordar aquello, al menos por el momento, pues Newportbury ya est cerca.

    1 4 de octubre Querido Arthur:

    Dos das despus de que abandonases el hospital, fui all para decirte algo que considero de la mayor importancia. N o te encontr, pero me dijeron que Robert te haba ofrecido su casa y como an con- servo sus seas, espero que esta carta llegue a tus manos.

    Analizando la copia que me diste de tu diario y las grabaciones que me permit tomar en tus sueos y delirios, he llegado a importantes conclusiones. Creo haber descifrado parte de las palabras que aparecen en las cintas magnetofnicas. Son frases de una lgica escalofriante y guardan relacin con otras que he ha-

  • Daniel Tubau 3 1 llado en antiguos volmenes de la Universidad de Miskatonik. N o puedo darte ms detalles, pero he decidido reunirme contigo y con Robert en cuanto me sea posible e n Newportbury. N o hagas nada hasta que yo est all y por lo que ms quieras, no visites la mansin abandonada. N o bromeo. Pronto me reu- nir contigo.

    Frank L. Ashton

    Del diario de Arthur Elliot: Estoy en casa de Robert, llegu hace tres das.

    Qu podra yo decir de este lugar que tan lejanos recuerdos me evoca?

    En la mansin viven conmigo el .viejo Josh, que ahora desempea el cargo de jardinero; la seora Simpson, que, con ms benevolencia que antao, contina rigiendo los destinos de este lugar y dos nuevas criadas que se ocupan de la limpieza y de la comida. La seora Simpson me pidi perdn por el desprecio que siempre nos mostr a mi hermana y a mi desde que fuimos adoptados por el padre d e Ro- bert. An as, a menudo la he descubierto mirn- dome con extraa fijeza y, por qu n'o decirlo?, con miedo, ese miedo que siempre inundaba su rostro ante la ms mnima mencin a mi padre. Creo que ha llegado el momento de averiguar quin era mi padre, por qu todos se niegan a pronunciar su nombre y por qu el seor Walter Chambers nos adopt a mi y a mi hermana. Espero con ansiedad el regreso de Ro- bert, pues intuyo que l sabe ms que yo de mi ori- gen. Se a ciencia cierta que Walter Chambers habl, en el momento de su muerte, de un libro que mi padre siempre llevaba consigo y de una misteriosa mujer que ambos conocieron en su juventud y que pudiera ser mi madre.

  • 32 LOS ULTIMOS DE YIDDI

    Del diario de Arthur Elliot: H e recibido una carta del profesor Ashton en la

    que me dice ha descubierto algo de gran importancia. Me ruega encarecidamente que no visite la mansin abandonada. D e todos modos no pensaba hacerlo, al menos hasta que Robert regrese.

    Anoche sucedi algo que an me asombra y a lo que no puedo hallar una explicacin lgica. Llova como slo llueve en Newportbury y la noche era fra, glida, por lo que suprim mi habitual paseo por los alrededores de la mansin para refugiarme en la bi- blioteca. En la chimenea crujan las brasas y un suave olor a bosque se apoderaba clidamente de la estan- cia. Buscaba un libro que me distrajera cuando, en el ngulo ms escondido de la biblioteca, mi vista se en- contr con varios volmenes que en seguida me inte- resaron. Sus ttulos no eran los de cualquier libro y todos ellos daban la sensacin de esconder un saber oculto entre sus pginas. All estaban Los caminos de Wolftung de Von Kampf; Estrabonius nota- rium, de Odevios y El campo de lo irracional, de Pietro Mannara. Sin embargo, me decid por un vo- lumen de gruesas tapas y hojas apergaminadas en el que puede leer, Los ltimos de Yidd. Me aco- mod junto a la chimenea y comenc a leer. Era uno de esos libros que hablan de dioses paganos y maldi- ciones olvidadas. Comenzaba con una invocacin a un dios llamado Yidd que, segn el libro, era un ser que habitaba en los pantanos esperando paciente- mente el da de su venganza. Despus se perda en absurdas divagaciones acerca de otros dioses (los que desterraran a Yidd a los pantanos) y con este mtodo - e l de citar continuamente, sin ninguna lgica, dio- ses y ms dioses de sonoros nombres-, trascurran sus pginas en un ambiente de total artificialidad que cansaba al ms sesudo lector. Cuando ya me dispona a dejarlo a un lado, entr una de las criadas con un t que yo le haba pedido anteriormente. Entonces,

  • Daniel Tubau 33 mientras colocaba el t, vi que miraba el libro, que yo haba dejado abierto sobre la mesa. Despus alz la vista y me mir extraada.

    -Dgame, jsucede algo? -le pregunt. -No, nada, perdone - c o n t e s t ella evasivamente

    ya que, al fin y al cabo, yo era husped de quien ha- ba contratado sus servicios.

    -Me pareci -insist- que ese libro le ha intere- sado. Lo conoce acaso?

    -No -dijo-, es que desconozco el idioma en que est escrito y me deja perpleja el que usted pueda entender esos extraos signos.

    -Extraos signos? -inquir sorprendido y cog el libro para demostrarle que estaba escrito en ingls (el nico idioma que yo crea conocer), pero al hacerlo me di cuenta de que ella tena razn. El libro no es- taba escrito en ingls sino en un idioma que era des- conocido para m y que sin embargo poda leer con toda facilidad. Sorprendido por mi descubrimiento, y no queriendo alarmar a la criada, arg embarazado que slo lo estaba hojeando y que yo --como ella- desconoca el idioma en que estaba escrito. Cuando la criada se retir, qued a solas con mi asombro. Aquel libro estaba escrito en unos caracteres que yo antes nunca haba visto y que, sin embargo, me eran familiares hasta el punto de no darme cuenta al leerlo de que aquel no era el idioma britnico. Dej el libro en su sitio y me retir a mis habitaciones perplejo. por aquel suceso que an no puedo explicarme. Quiz sea el mismo idioma que yo hablo en mis sue- os y que el profesor Ashton ha conseguido desci- frar.

    Del diario de Arthur Elliot: Ayer lleg Robert. Le habl del libro y desde en-

    tonces no ha habido otro tema de conversacin entre nosotros; dice que de nuevo su ciencia ha sido derro-

  • 3 4 LOS ULTIMOS DE YlDDI

    tada por lo inexplicable y me tiene todo el da tradu- ciendo aquel complicado y aburrido volumen. An as, he de decir que algunos prrafos me resultan fa- miliares. ..

    Hemos recibido carta del profesor Ashton en la que nos anuncia su llegada el da 27 de este mes. Estoy impaciente por verle de nuevo y saber qu es lo que ha descubierto.

    Del diario de Arthur Elliot: Hoy me he despertado muy tarde y al buscar a

    Robert le he encontrado en la biblioteca enfrascado en el estudio de mis traducciones de

  • Daniel Tubau

    Del diario de Arthur Elliot: Ayer por la noche visitamos aquel terrible lugar. La

    puerta se encontraba atrancada pero, al estar totai- mente podrida, la echamos fcilmente abajo. Al en- trar, lleg hasta nosotros una rfaga de aire pesti- lente. En toda la mansin se respiraba una atmsfera de suma putrefaccin y abandono, la pintura del te- cho se haba desprendido a causa de las lluvias; al ca- minar sobre el segundo piso exista el peligro de pisar en falso y caer al piso inferior. Fue entonces, cami- nando sobre las resquebrajadas maderas de la se- gunda planta, cuando se nos ocurri la idea de que aquella mansin deba tener un stano. Convencidos de que as era comenzamos a buscarlo encontrando, por fin, una losa que -no caba duda- comunicaba con el stano. En la losa no haba ninguna argolla que permitiera levantarla, pero entre los dos conseguimos apartarla a un lado. Robert entr primero y desde abajo me indic que las escaleras eran seguras por lo que baj yo tambin. Con las linternas encendidas comenzamos a recorrer el lugar. Era inmenso, pues al parecer haban sido demolidos los tabiques y las se- paraciones interiores. All el olor a putrefaccin era an mayor y las telaraas formaban tupidos cortinajes que resultaba difcil esquivar; las ratas corran libre- mente de un lado a otro y descubrimos en ellas una osada nunca observada en estos pequeos y repug- nantes animales. Algunas se acercaban hasta nosotros desafindonos a travs de sus brillantes ojillos y era difcil rechazarlas, tan slo la potente luz de las lin- ternas nos permita mantenerlas a distancia. Robert extendi la linterna ante s y pudimos ver, en el fondo de la estancia, una especie d e plpito que constitua, al parecer, el nico mueble del stano. Sobre el plpito distinguimos las pginas de un libro. Guindome por mi linterna, caminaba hacia all, cuando sent que algo tocaba mi espalda. Un sudor fro recorri mi cuerpo, pues Robert caminaba de-

  • 3 6 LOS ULTIMOS DE YIDDI lante mo. Sobreponindome al espanto, gir sobre mi mismo y -puedo jurarlo- contempl el rostro de un cadver que me miraba fijamente a travs de sus ojos mortecinos. Toda su carne era blancuzca, pastosa, y revelaba una profunda putrefaccin. Los labios sangrantes acentuaban sus plidas facciones; y el cuello, aquel horrible cuello, estaba atravesado de parte a parte. La sangre coagulada de la herida desta- caba sobre la griscea piel. N o pude evitar desma- yarme y ca al suelo con la horrenda sensacin de ha- ber visto antes aquel rostro. Cuando recobr el sen- tido, Robert sala de la mansin llevndome en sus brazos y su rostro revelaba un profundo descon- cierto. Una vez a salvo de aquel horror, le cont a Robert lo que haba visto y el insisti en que no ha- ba visto nada y atribuy, vagamente, lo sucedido a mi imaginacin. Sin embargo no le dije que aquel rostro me era conocido, que aquel rostro putrefacto, de una persona a la que tanto quise, fue la autntica causa de mi horror ...

    Siguiendo el consejo de Robert, he tomado un sonmfero y me he retirado a descansar.

    29 de octubre

    Del diario de Arthur Elliot: Por fin. Hoy llega el profesor Asthon; en el mo-

    mento en que me encuentro necesito su ayuda y su consejo, pues despus de lo que vi hace dos noches en la mansin abandonada, temo por m mismo y presiento que ya no podr dormir con la seguridad de no ser asaltado por las demenciales pesadillas que ya antes hicieron peligrar mi vida. Sin embargo, du- rante el da no hay nada que temer y, as, esta maana Robert y yo retomamos Los ltimos de Yidd; he- mos decidido pasar por alto toda la primera parte para. analizar la segunda (llamada

  • En este momento, Josh nos comunica que ha lle- gado el profesor Ashton ...

    31 de octubre Del diario de Arthur Elliot:

    Desde que lleg el profesor Ashton, han sucedido cosas horribles. Intentar explicarlas con calma a pe- sar del febril estado en que me encuentro:

    Nada ms llegar, le contamos todo cuanto haba sucedido en los ltimos das y se alarm sobremanera cuando le dijimos que habamos visitado la mansin abandonada. El desech la idea de que aquel rostro cadavrico fuera producto de mi imaginacin y, diri- gindose a Robert, dijo:

    -Deja por un momento tu ciencia aparte porque nos enfrentamos a algo desconocido, algo a lo que hemos de vencer o nos arrastrar a los abismos d e la locura y de la muerte. Me conoces bien y sabes que nunca exagero al hablar.

    La declaracin del profesor nos alarm y por un momento pensamos que realmente estaba loco. En- tonces me pregunt:

    -Aquel rostro que viste, jera el de ella, verdad? Era tu hermana jno es as? ...

    -S -musit ante la certeza de que no haba sido un sueo, ante el convencimiento de que aquello ya era conocido por el profesor Ashton antes de que yo se lo revelara.

    -Nuestras vidas corren peligro -dijo-, pero an no es demasiado tarde. Estaba escrito que ella haba de morir, pero s por las traducciones que he logrado hacer de tus sueos que el horror que nos amenaza puede ser vencido si actuamos con rapidez. Aquel vagabundo que encontrsteis en la mansin la mat, mas ella an se veng y se lo llev consigo a las tinie- blas. La prxima vctima sers t, Arthur; y o tambin he logrado traducir Los ltimos de Yiddn y en el segundo captulo esta escrito:

  • 3 8 LOS ULTIMOS DE YIDDI Y Yidd Despertar De Su Letargo. Estirpe Anti-

    gua Lo Convocar Y El Mundo D e Nuevo Ser D e El. Mas El Bien Y El Mal Batallarn En El Seno D e La Familia Del Brujo. Durante Dcadas El Bien Y El Mal Enfrentados Por El Regreso D e Yidd Cambia- rn Sus Mscaras Contnuamente Hasta Que La Vic- toria Se Incline Por Uno D e Los Dos Bandos.

    -Walter Chambers -prosigui el profesor Ash- ton-, intent salvaros a ti y a tu hermana de vuestro padre, mas ella sucumbi y se uni a las huestes del mal, a la estirpe de su padre, Broderick Chambers.

    -Entonces, musit Robert, mi padre y el de Art- hur eran hermanos ...

    -Hermanos, primos, padre e hijo ... no lo s. Pero ambos perterlecan a la misma estirpe. Broderick Chambers era (o es) inmortal o al menos extraordina- riamente longevo, sin embargo, Walter Chambers muri a la edad de setenta y seis aos, pues he ha- llado su ficha entre los registros de nacimientos. Sea como fuere, Walter se percat de la maldad de Bro- derick y descubri sus horribles propsitos. Le com- bati ingresando en sus filas, consiguiendo vencerle al menos momentneamente; pero l (Broderick) ha regresado y ya Walter no vive para detenerle otra vez, slo quedamos nosotros y no se si lograremos derrotarle de nuevo.

    El profesor, advirtiendo entonces nuestra conster- nacin, nos propuso descansramos hasta el da si- guiente, pues nos esperaban horas de horror y muerte.

    -Si sobrevivimos -dijo-, tendremos tiempo para discutir largamente de Broderick Chambers, de tu hermana y de todos nosotros.

    Desped a Robert y al profesor Ashton y sub a mi habitacin. Estaba inquieto por todo lo que nos haba sido revelado y por lo que an nos esperaba. Tom varios somnferos pero no pude conciliar el sueo; a pesar de que no haca calor todo mi cuerpo sudaba y las sbanas se pegaban a m como fantasmas. Era ya noche cerrada y sin saber qu hacer daba vueltas en

  • Danzel Tubau 39

    la cama intentando dormir. Mas me era imposible, por lo que me levant decidido a ir a la biblioteca. Me puse una bata y abr la puerta con cuidado, la casa estaba silenciosa, demasiado silenciosa, pero no le di mayor importancia y baj lentamente por las escale- ras. Con una mano apoyada en la pared y la otra de- lante mo baj uno a uno los escalones sin atreverme a asirme a la barandilla como temiendo encontrar a un ser extrao sobre ella. Por fin llegu a la biblio- teca y encend dos velas; una la dej sobre el escrito- rio y la otra la coloqu en un candelabro que no ha- bra soltado por nada del mundo. La luz de las velas proyectaba extraas formas que se arrastraban entre los libros y sent que una presencia extraa me vigi- laba. Sin dar importancia a esta sensacin, cog

  • 40 LOS ULTIMOS DE Y I D D I alguien con la esperanza de que el horror que ame- naza a la tierra sea desterrado al lugar de donde vino. Quiz consideren esta carta obra de una mente retor- cida o piensen que intento burlarme de ustedes, pero debo escribir esta ltima carta para poder morir con la conciencia tranquila. Si alguien recoge mi llamada, encontrar aqu, en mi casa d e Nawportbury, el dia- rio y las cartas de Arthur Elliot que he reunido junto a mi diario y las notas del profesor Ashton.

    Anoche, Arthur, el profesor Ashton y yo nos diri- gimos a la mansin abandonada. En nuestro pensa- miento solo viva la idea de enfrentarnos a Broderick Chambers. Durante el camino, el profesor Ashton nos revel algunos datos que nos eran desconocidos y que nos afectaban personalmente a Robert y a m.

    -Broderick -dijo el profesor- descubri la trai- cin de Walter, pero durante el tiempo que este se fingi aclito suyo tuvo tratos carnales con la esposa del brujo. De esta unin naciste t (me dijo), mien- tras que Arthur y su hermana nacieron del brujo. Al morir Broderick, Walter os llev consigo y en todo momento intent apartaros del camino emprendido por Broderick. Mas ste, al regresar de su letargo, uni a la hermana de Arthur a sus huestes y no con- siguiendo hacer lo mismo con Arthur, llen su mente de espantosos sueos tratando de conducirle al suici- dio. En cuanto a ti, Robert, l nunca repar en ti ni te consider una amenaza.. .

    La mansin abandonada ya estaba cerca y como respetando su imagen dejamos interrumpida la con- versacin. La noche haba cado sobre los campos de Newportbury; guindonos gracias a tres potentes lin- ternas, caminbamos lentamente y con gran precau- cin. Pasamos sobre la puerta que habamos echado abajo das atrs y penetramos en el interior. Despus de mirar largamente a su alrededor, el profesor Ash- ton, nos pidi que le indicramos el lugar donde se hallaba el stano. N o pude reprimir mi asombro al ver la losa colocada de nuevo en su sitio. En aquel momento comenc a pensar en la visin que Arthur

  • Daniel Tubau 4 1 haba tenido en aquel lugar y no pude evitar el creer en su autenticidad. Sin embargo, no dije nada a mis compaeros; levantamos la losa y nos dispusimos a bajar al stano. El profesor Ashton lo hizo primero e inmediatamente le seguimos Arthur y yo. La atms- fera era irrespirable, ms que nunca, y el ftido olor a tumba y a carne putrefacta nos hizo retroceder mo- mentneamente. Ya desde el primer momento las ra- tas nos atacaron llevndonos hacia el fondo de la es- tancia. Omos un murmullo lejano, un cntico que poco a poco se aproximaba hacia nosotros. Sin em- bargo no vimos a nada ni nadie, solo ratas, horribles ratas saltando unas sobre otras en su afn por alcan- zarnos. Un golpe seco nos revel que la losa haba vuelto a ser colocada en su sitio. El profesor Ashton, que iba en ltimo lugar, tropez y cay al suelo. En- focamos nuestras linternas sobre l y slo vimos ra- tas, gigantescas ratas que lo cubran ya por entero. Corrimos en su ayuda y con las linternas comenza- mos a golpear a aquellos repugnantes seres. Una de las ratas salt sobre m y apenas tuve tiempo de gol- pearla con la linterna, vi como su cabeza estallaba por el golpe y mi rostro se llenaba de su sangre. Casi al instante otra rata, an ms grande que la anterior, hundi sus uas en mi pierna y comenz a morderme con sus afilados dientes. Golpe una y otra vez a aquel ser que pareca querer arrancarme la pierna, pero no logr separarlo de m. Una y otra vez esqui- vaba mis golpes y hunda sus dientes en mi carne. Por fin, ya muerta, tuve que arrancarla de m, pues an as segua agarrada.

    Con todo, logramos liberar al profesor Ashton y huimos de las ratas. Estbamos cerca del plpito cuando una sombra apareci ante nosotros, el profe- sor y yo no nos movimos, pero Arthur se acerc a aquel ser demoniaco y descarg su linterna sobre l. El golpe nunca lleg a su destino, pues una garra ve- locsima surgi de debajo de la tnica y agarr en el aire el brazo de Arthur, hacindole soltar la linterna y obligndole a arrodillarse. Slo tenamos una lin-

  • 42 LOS ULTIMOS DE Y ~ D D I terna, la ma. Se la lanzamos al ser que aprisionaba a Arthur pero la esquiv y se inclin sobre nuestro compaero. Al rato, Arthur comenz a entonar una invocacin. Sus palabras fueron repetidas desde el fondo de la estancia. Se desat una fuerte tormenta y el stano comenz a encharcarse; sin embargo, el cntico no cesaba. Sintiendo que algo maligno se adueaba de aquel lugar, el profesor Ashton musit no es l, no es l y sacando un pual de su cinto se lanz sobre Arthur. Los infernales seres que nos ro- deaban se abalanzaron sobre el profesor pero no pu- dieron evitar que este matara a Arthur. Pude notar que al cesar el cntico la presencia que antes domi- nara la estancia retroceda dejando solos a los aclitos de Broderick. Hu de aquel repugnante lugar perse- guido por aquellos seres. Levant la losa haciendo un esfuerzo sobrehumano y no par de correr hasta que me encontr tras la puerta de mi mansin. Desped a la seora Simpson y a las dos criadas y ped a Josh que se quedara conmigo.

    En este momento se acerca Broderick seguido de sus infernales criaturas. Ya no hay salvacin para m pero no permitir que se apoderen de los secretos que pueda esconder esta casa. Josh me trae unas an- torchas en este momento. Prender fuego a la casa y entregar esta carta a Josh con la esperanza de que se salve. Cada vez suenan ms cercanos los cnticos: Yidd ... Yidd ... Yidd~ . Por favor ... por favor ...

  • P. Martn de Ccerej

    El viaje prometia ser feliz... El tren era rpido y confortable y su circzlnstancial compaero de

    departamento u n elegante caballero de refinados y exqzlisitos modales.

    Sin embargo ...

  • L caballero se levant corts- mente y ayud a Marcela a colo- car sus maletas en la red. Extre- madamente elegante y ataviado con toda pulcritud, aparentaba unos cincuenta aos. Su rostro de formas angulosas y las sienes ligeramente plateadas permitie- ron a Marcela calificarle en el acto dentro de la categora inte- resante.

    Una vez instalado el equipaje, el caballero en cuestin, extra- yendo una pitillera de plata del bolsillo de su chaqueta, ofreci un cigarrillo a Marcela que lo re- chaz dndole las gracias.

    -Le molesta que yo fume? -pregunt solcito.

    -En absoluto -repuso ella. Y acto seguido, el caballero se

    enfrasc en la lectura de un mon- tn de peridicos. Marcela agra-

    deci que su compaero de viaje no se sintiera obli- gado a forzar una conversacin salpicada con los tpi- cos de rigor acerca d e los retrasos ferroviarios y otros lugares comunes que suelen sacaise a relucir cuando se inicia un viaje en tren. En cierto momento le pare- ci advertir que su acompaante sostena el diario demasiado alto, como si ms que leer reten diera ocultar su rostro. Al momento siguiente sus miradas

  • 4 8 EL MALETIN GRIS se encontraron reflejadas en el cristal de la ventanilla. Marcela retir apresuradamente la vista y el caballero se concentr en la lectura, lo que pudo advertirse porque, poco a poco, el peridico fue descendiendo hasta situarse a una altura ms natural.

    Apenas se inici el viaje y un camarero recorri los vagones anunciando la apertura del bar, su compa- ero de departamento se dirigi a Marcela.

    -Puedo invitarla a tomar un caf? -Ms tarde quizs -repuso sta-. Es probable

    que en estos momentos todo el mundo haya tenido la misma idea. N o soporto las aglomeraciones- aadi sin perder la sonrisa.

    -Le ruego que me excuse, entonces - d i j o l-. La acompaar ms tarde si me lo permite. Los tra- yectos se me hacen ms cortos visitando el bar de vez en cuando.

    Cuando Marcela se qued sola en el departamento se dispuso a ojear uno de los peridicos de su acom- paante, y ya extenda la mano hacia ellos cuando qued inmovilizada por el sobresalto.

    -De veras no quiere venir? - d i j o el caballero reapareciendo sbitamente en la puerta.

    Ella se sinti como si un polica la hubiera sor- prendido robando una manzana de un puesto ambu- lante. El caballero debi de notar su embarazo por- que aadi:

    -Le recomiendo un artculo de Semanario Mun- dial. Segn su autor el tren es el medio de trans- porte ms seguro- y con una leve inclinacin de ca- beza desapareci camino del bar.

    Marcela se llam estpida por experimentar aque- lla sensacin de intimidacin y, cruzando los brazos, se mordi el labio inferior hasta hacerse dao. Unos momentos despus tom un diario y lo hoje sin concentrarse demasiado en lo que haca. Pens que debera haber aceptado la invitacin.

    Unos minutos ms tarde le asalt la duda de si ha- bra o no guardado en el maletn el regalo para su madre, y bajndolo de la red, introdujo la diminuta

  • P . Martn de Creres 49 llave en la cerradura. Forceje un momento sin con- seguir abrirlo hasta que se apercibi enojada de que lo haba dejado abierto. Hasta transcurridos unos se- gundos no se dio cuenta de que aquella maleta no le perteneca. La suya, casi exactamente igual a sta, permaneca situada un poco ms all. Volvi a coio- car apresuradamente todo en orden y de pronto ad- virti que sus manos tropezaban con una peluca. Con un rpido movimiento separ una camisa sin poderse impedir la curiosidad y sus ojos se detuvieron en algo que en principio tom por un soporte para mantener la peluca sin que sta perdiera su forma. Pero al se- gundo siguiente, mientras sus manos trmulas se es- forzaban por no desordenar ms el contenido del ma- letn, tuvo que admitir que lo que sus ojos estaban contemplando era una cabeza humana, y junto a ella, la mano derecha de un hombre, ambos miembros 1i3- rrendamente ensangrentados y como si apenas hiciera unas horas que haban sido seccionados del resto del cuerpo al que haban pertenecido.

    A pesar de que lo ms urgente era cerrar de nuevo el maletn antes de que el caballero regresara, cosa que poda ocurrir en cualquier momento, Marcela permaneci petrificada por el espanto, incapaz de reaccionar. Una sombra cruz por el pasillo camino de otro departamento. Finalmente cerr la maleta, y no haba hecho ms que derrumbarse sobre su asiento, cuando hizo su aparicin su compaero de viaje.

    -Tena usted razn -dijo-. El bar estaba com- pletamente lleno.

    Marcela le mir intentando sonrer, pero com- prendi que tan slo haba esbozado una mueca este- reotipada. El caballero la mir fijamente a su vez, y despus tom asiento.

    Ella deseaba salir del departamento, pero estaba segura de que, antes de que lograra alcanzar la puerta, caera desvanecida al suelo. Por otra parte, un temblor convulsivo comenzaba a agitar su cuerpo y tuvo que emplear todas sus energas en conrrolarlo a

  • 5 0 EL MALETIN GRlS fin de que l no lo advirtiera. El caballero se levant de nuevo y cerr del todo la puerta corrediza cuyo pestillo no haba encajado. A continuacin tom un peridico y comenz a leer.

    Necesitaba tomar algo que la hiciera reaccionar. Tena el estmago revuelto, y el copioso sudor pro- vocado por la impresin de lo que haba visto se en- friaba sobre su piel provocndole nuevos escalofros y temblores. Por ltimo, sintiendo que la nusea in- vada su garganta, se levant camino de la puerta del departamento, pero sus fuerzas estaban tan mengua- das que no fue capaz de descorrerla. El caballero, al advertirlo acudi en su ayuda.

    Marcela sali al pasillo y se encamin al W.C. El traqueteo del tren disimul su propia falta de estabi- lidad. Un segundo antes de entrar en los servicios volvi la vista atrs. Su compaero de viaje se haba instalado junto a una de las ventanillas del pasillo y pareca observar atentamente el paisaje.

    Cuando, tras vaciar su estmago, se sinti ligera- mente aliviada, pasaron rpidamente por su imagina- cin las diferentes opciones que le caba adoptar. Debera acudir al revisor y contarle lo sucedido? {Habra polica en el tren? N O sera preferible no darse por enterada? ...

    Necesitaba con urgencia una taza de t, pero al sa- lir de nuevo al pasillo advirti que el caballero conti- nuaba en la misma posicin, y al or la puerta del W.C. se volvi hacia ella. Marcela, temiendo que re- celara o le resultara extrao que, tras haber rehusado haca poco, la viera encaminarse ahora hacia el bar, regres en direccin al departamento como quien no puede impedirse caminar hacia su propia perdicin. El caballero le abri gentilmente la puerta y perma- neci fuera dndole la espalda y contemplando el pa- norama. Tena la sensacin de que haba comenzado a vigilar sus movimientos.

    Acurrucndose en un rincn, cerr los ojos e in- tent poner en orden sus pensamientos. Una oleada de tranquilidad mitig su inquietud cuando se le ocu-

  • P . Mart n de Cceres 5 1

    rri que el caballero no tena por qu sospechar que ella haba abierto la maleta debido a una confusin y estaba enterada del macabro contenido de la misma. Aparentando naturalidad, poda llegar tranquilamente al fin del viaje y denunciarlo luego a la polica, afir- mando que no lo haba hecho antes por las circuns- tancias de obligada proximidad, temor, etc.

    Abri nuevamente los ojos y con gran recelo elev la vista hasta el maletn. Estaba pensando si sus ner- vios no le habran jugado una mala pasada cuando se dio cuenta de que una de las dos pequeas cerraduras permaneca abierta. Seguramente, en su confusin, la haba cerrado mal y con el movimiento del tren se haba desenganchado el mecanismo. La posibilidad de que el propietario de tan fnebre equipaje se aperci- biera de la situacin volvi a sumirla en un gran es- tado de nervios. Ahora, el caballero se hallaba lige- ramente vuelto hacia el departamento, y tao pronto diriga su vista hacia el exterior como hacia el fondo del pasillo. N o poda arriesgarse a intentar trabar el mecanismo de cierre sin grandes posibilidades de ser vista, pero tampoco resultaba conveniente dejarlo en aquel estado.

    En tan inquieta situacin, sus ojos fueron a parar sobre uno de los peridicos extendidos por el asiento. Dos columnas de la ltima pgina estaban ocupadas por un artculo cuyos titulares rezaban: Salvaje asesinato. La vctima aparece decapitada y con las manos seccionadas. Ahora ya no le caba duda de que lo que haba visto era absolutamente real.

    Decidida a jugarse el todo por el todo, se levant aprovechando que el caballero se encontraba de es- paldas, y aproximndose al maletn, alarg una mano temblorosa hacia la cerradura. En aquel momento se oy el ruido de la puerta al descorrerse. Marcela, sin saber a ciencia cierta lo que haca, dio un paso ms y tom convulsamente su propio maletn. A su espalda alguien dijo:

    -Billetes, por favor.

  • 5 2 EL MALETlN GRIS El temblor d e sus manos hizo que tardara ms de

    lo normal en encontrarlo. Finalmente, volc todo el contenido de su bolso sobre el asiento hasta que apa- reci.

    El caballero continuaba en el pasillo, y, al salir del departamento, el revisor solicit amablemente la ex- hibicin de su billete. Despus de que lo hubo mos- trado, entr con intencin d e sentarse. Marcela pali- deci al ver que su compaero de viaje diriga la vista hacia su maletn y reparaba en la cerradura.

    -He perdido las llaves- dijo el caballero, y con una ligera presin del dedo encastr el mecanismo de cierre. Marcela suspir hondamente. Su aspecto era el de una persona prxima a sufrir un desvaneci- miento.

    Se encuentra mal, querida? -pregunt su ele- gante compaero de tren.

    Ella estaba decidida a poner aquel macabro hecho en conocimiento de la mxima autoridad del convoy, para lo cual debera alejarse del departamento.

    -Una taza de t me vendr bien, disculpe - d i j o levantndose.

    -Permita que la acompae -manifest el caba- llero.

    -No se moleste, se lo ruego -repuso Marcela poniendo excesivo nfasis al rechazar la oferta.

    -No puedo permitir que salga sola en esta situa- cin -aadi l.

    -En qu situacin? -balbuci la muchacha. -Est usted plida como un cadver - c o m e n t su

    compaero de viaje. -S? -articul ella sin fuerzas. Abri la puerta corrediza y la tom por el brazo

    con firmeza sin que ella opusiera resistencia. - Adnde ... adnde me lleva? -Al bar, naturalmente. ?Dnde si no? -repuso el

    caballero. Mientras permanecan en el concurrido saln-

    cafetera, Marcela experiment la sensacin de que todo el mundo estaba pendiente de ella y esperaban

  • P. Martn de Ccere~ 5 3 una denuncia del terrible hallazgo. Hasta la pregunta del camarero le result significativa.

    -Qu desea, seorita? Ella pidi un t y su acompaante un caf solo. -Nada ms? -inquiri el camarero con lo que

    ella en su estado de nervios lo tom por doble inten- cin.

    -No -repuso secamente el caballero abonando las consumiciones.

    Marcela tom el t a grandes sorbos. El lquido ca- liente consigui reanimarla, pero segua teniendo la sensacin d e que se hallaba inmersa en una pesadilla de la que iba a despertar de un momento a otro. A su lado una pareja charlaba animadamente. Ms all tres mujeres maduras escuchaban ensimismadas a un cua- rentn con aspecto d e seductor de provincias.

    -Regresamos? -pregunt a Marcela su acompa- ante.

    En la plataforma de uno de los vagones se cruzaron con el revisor. Marcela le mir intentando transmi- tirle su inquietud, pero el empleado se limit a pedir- les de nuevo los billetes.

    El caballero se dedic a la lectura atenta de los dia- rios, y ella se acurruc en su asiento. Qu ocurrira si de pronto sala al pasillo y gritaba que aquel hom- bre era un asesino? Se abalanzara sobre ella antes de que tuviera tiempo de descorrer la puerta? N o iba a pensar la gente que haba perdido el juicio?

    Lo nico sensato, suponiendo que l no sospechara que su maletn haba sido abierto, era alejarse sola del departamento y poner el hecho en conocimiento del revisor y de la polica, si acaso viajaba en el tren algn agente. Otra opcin consista en mantenerse ajena a lo que haba descubierto y esforzarse por conservar la serenidad hasta el final del trayecto. Pero, y si el asesino decida elegirla como prxima vctima y se abalanzaba contra ella en cualquier mo- mento? En la parte superior, encima de la puerta, ha- ba espacio ms que sobrado para ocultar un cuerpo. Bastara cubrirlo con una manta para que nadie se

  • 54 EL MALETIN GRIS apercibiera de que all haba un cadver. La nica es- peranza de seguridad consista en que alguien ms se acomodara en aquel departamento, pero examinando con disimulo la cabecera de los asientos comprob que solamente los dos ya ocupados ostentaban el car- tel de reservados.

    Cuando dejaron atrs la estacin de El Ro, Mar- cela record que dentro de pocos minutos llegaran a la zona de los tneles. Aquella sera una buena oca- sin para abandonar el departamento sin ser vista. Aprovechando la oscuridad reinante saldra al pasillo y escapara hacia una zona ms alejada para denunciar lo que haba descubierto. Todo esto suponiendo que el asesino no tuviera la misma idea y se arrojara sobre ella apenas penetraran en el primero de los tneles.

    Como presintiendo los pensamientos de Marcela, el caballero abandon la lectura de los peridicos, y sonrindola distradamente, sali al pasillo y, apoyn- dose en la barra metlica antepuesta a la ventanilla, se dedic a la contemplacin de la campia.

    Marcela advirti con temor que no poda arries- garse a abandonar el departamento en aquellas condi- ciones. Tan pronto abriera la puerta, l podra dete- nerla tan solo con darse media vuelta.

    Durante unos segundos, y cuando ya el convoy ro- daba cindose a la muralla rocosa que pronto habra de atravesar subterrneamente, pens que lo mejor sera atraer la atencin del caballero, de tal modo que se viera obligado a sentarse de nuevo. Podra fingir que se encontraba pero o simular un mareo, pero descart tal hiptesis debido a que, probablemente, su compaero se sentara an ms cerca de ella. Lo ms acertado sera salir tambin al pasillo y esperar la llegada del primer tnel. En cuanto se hiciera la oscu- ridad correra pasillo adelante hasta desaparecer.

    Cuando estaba a punto de levantarse se abri la puerta corrediza y entr el caballero, que, ocupando su asiento, la mir fijamente.

    -Se encuentra mejor? -pregunt.

  • P. Martn de Cceres 5 5

    Marcela movi afirmativamente la cabeza y se puso en pie dispuesta a abandonar el departamento.

    -No debe salir ahora -manifest l-. Nos apro- ximamos a una zona de tneles. Y como ella hiciera ademn de dirigirse hacia la puerta, el caballero aa- di-: Est usted muy plida todava. N o puedo permitir que salga sola. Y se puso en pie a su vez.

    -Puedo ir sola ... -balbuci ella. -Naturalmente, pero si no le molesta yo me veo

    en la obligacin de velar por usted. Soy su compa- ero de viaje, y me siento responsable de lo que pueda ocurrirle.

    -Voy a ir ... -comenz Marcela, pero de ptonto se hizo la oscuridad. Haban entrado en el primero de los tneles.

    El olor a carbonilla inund el departamento, y Marcela, desorientada, avanz un paso en direccin a la puerta. D e pronto el tren dio un bandazo, y per- diendo el equilibrio, cay sobre su compaero. Not que unas manos de hierro la asan por sus muecas sostenindola con firmeza. Unos segundos ms tarde se hizo de nuevo la luz. Su rostro estaba muy cerca del del caballero. Unos ojos de aceradas pupilas se clavaban en los suyos. El afloj la presin de sus ma- nos e hizo regresar a Marcela a su asiento.

    -Lo ve? -coment-. Poda haberse hecho dao.

    D e nuevo se hizo la oscuridad. Marcela estaba se- gura de que los ojos del caballero continuaban fijos en su rostro. Los notaba igual que dos saetas certe- ramente dirigidas. Con toda seguridad se encontraba al acecho, y quiz sus brazos estaban abiertos como las alas desplegadas de un gran ave, prestos a atrapar a su vctima si intentaba el menor movimiento.

    Cuando volvi la luz, se encontr sola en el depar- tamento. Su acompaante haba salido sin producir el menor ruido, o quizs el retumbar del convoy dentro del tnel haba ahogado el sonido de la puerta. Casi inmediatamente despus, el tren penetr en el ltimo de aquellos parntesis de oscuridad, y Marcela sali

  • 56 EL MALETIN GRIS al pasillo dispuesta a alejarse todo lo posible. Camin a tientas hasta el extremo del vagn, pas al si- guiente, y cuando el tren abandon el seno de la montaa, Marcela entr en el primer departamento que encontr vaco y se sent en un rincn corriendo las cortinillas de la puerta. Permaneci all amodo- rrada hasta que la despert el silbato de la locomo- tora. Ya era casi de noche.

    Momentos despus se abri la puerta del departa- mento y entr el revisor.

    -Me he dejado el billete en ... - c o m e n z Mar- cela.

    -No se preocupe -repuso el empleado-. Ya me lo ha enseado en dos ocasiones.

    -Yo.. . -balbuci ella-. Tengo que decirle.. . El revisor permaneci atento a las palabras de la

    muchacha. -El hombre ... Mi compaero de departamento ... El continuaba mirndola interesado. De pronto

    Marcela comprendi que todo lo que la situacin te- na de terrible y angustiosa vivida en su departa- mento, se trocaba aqu en algo ridculo y sin sentido.

    -No va a creerme ... -dijo. El revisor no movi un msculo de su rostro. -El hombre que viaja en mi departamento ... Ese

    caballero ... vaci l- . Ese hombre es ... -Un asesino? -inquiri el revisor. -Cmo lo sabe? -pregunt ella estupefacta. -Por qu no regresa a su asiento? -rog el em-

    pleado-. All tiene usted su equipaje. -El maletn pequeo ... -S -afirm el revisor. -En ese maletn hay ... -La escucho. -Dentro del maletn hay ... una cabeza humana ... y

    una mano -solloz Marcela. El revisor no pareci inmutarse. -Lo he visto -grit. -Tranquilcese, seorita. -En el maletn gris ... N o ha visto el maletn gris?

  • P. Martn de Cceres 5 7 -Desde luego que lo he visto. -NO me cree! - e x c l a m Marcela-. N o ha

    ledo los peridicos? -S -repuso el revisor-. Un crimen horrible.

    Las manos seccionadas.. . la cabeza. Por favor, tiene que volver a su departamento.

    -Ese hombre.. . -Estar sola. Ese caballero ya no se encuentra all. -2 Le ... le han detenido? -pregunt. -Tranquilcese. Vamos - d i j o el revisor tomn-

    dola amablemente por el brazo. -El maletn.. . -Tampoco est ya. Clmese, seorita. El maletn gris haba desaparecido, pero el resto

    del equipaje y el montn de peridicos continuaban all.

    -Lamento haberla asustado. Marcela se volvi violentamente. Su compaero de

    departamento acababa de entrar. El revisor los con- templ un momento a travs del cristal de la puerta y luego desapareci.

    -No le haban.. . ? ' - c o m e n z a decir Marcela. -Se encuentra mejor ya? -pregunt el caba-

    llero. -El revisor ... -Muy comprensivo - c o m e n t l. -D jeme pasar -pidi Marcela. -Le ruego que me excuse -repuso el caballero

    apartndose gentilmente a un lado. Ella asi la mani- lla de la puerta, pero sus menguadas fuerzas no basta- ron para descorrerla. Fue necesario que su acompa- ante lo hiciera por ella.

    Con paso vacilante Marcela sali al pasillo. Un via- jero que caminaba en direccin opuesta se qued mi- rndola cuando dijo:

    -Aydeme, por favor. Me quiere ... Dios Santo! Aydeme! -grit.

    Una mujer se asom a la puerta de otro departa- mento. Al cabo de un momento varios rostros curio- sos asistan a la escena.

  • 5 8 EL MALETIN GRlS -;Quiere matarme! -exc lam Maicela. Los viaje-

    ros se miraron con cara de circunstancias-. Por fa- vor! El es el asesino! Lleva la cabeza y las manos en el maletn! Avisen a la polica!

    Uno o dos pasajeros volvieron a entrar en sus de- partamentos cerrando a continuacin la puerta. Una dama con gafas de concha se asom al suyo y, llevn- dose el ndice a los labios, solicit silencio.

    -Por favor! -gimi Marcela aferrndose a la ba- rra metlica que protega la ventanilla, y not que las fuerzas la abandonaban. Instantes despus perdi el conocimiento y se desplom exnime.

    -Pobrecilla - c o m e n t uno de los viajeros. -Hace mucho que sufre esas alucinaciones? -Lamento el espectculo - c o m e n t el caballero

    dirigindose al revisor y a las dems personas presen- tes en el pasillo-, pero por eso me tom la libertad de advertir a ustedes acerca del estado de mi sobrina.

    -Puedo hacer algo ms? -pregunt el revisor. -Ya ha sido usted suficientemente amable -re-

    puso el caballero. Ahora le dar un calmante y espero que descanse el resto de la noche. Si no le molesta -aadi-, tenga la amabilidad de devolverme m maletn. Lo situar de tal modo que ella no pueda verlo.

    El revisor entr en un departamento vecino y re- gres un momento despus con el maletn. Una de las cerraduras estaba destrabada. Cuando ya iba a en- tregrselo a su propietario, el empleado perdi el equilibrio, y la pequea maleta tropez con la pared. Al instante cedi el segundo cierre, y todo el conte- nido del maletn se desparram por el suelo.

    -Cunto lo siento! -exc lam el revisor discul- pndose.

    -No tiene mayor importancia -repuso su propie- tario-. H e perdido las llaves, y las cerraduras no pa- recen muy firmes.

    Ayudados por uno de los viajeros, fueron reco- giendo las prendas desperdigadas, y cuando hubieron dado fin a la tarea, el caballero les dio las gracias y,

  • P. Martn de Ccew 59 desendoles un feliz descanso, entr en su departa- mento.

    -No olvide lo del ltimo coche - d i j o el revisor un segundo antes d e que el propietario del maletn corriera la puerta.

    El departamento estaba envuelto e n una tnue luz violcea que propiciaba el sueo y permita ver lo su- ficiente si alguien deseaba permanecer en vigilia. El suave traqueteo del tren fue desgarrando las brumas que envolvan el cerebro de Marcela, la cual, poco a poco, regres a la realidad.

    En principio, su mente permaneci en blanco, y no supo ms que se encontraba tumbada y cubierta con una manta. El suave movimiento de la estancia le re- cord que se encontraba en el tren, y volviendo sus ojos hacia la ventanilla vio al caballero que la con- templaba atentamente. Su rostro, bajo el influjo de aquella luz violeta, adquira matices siniestros. Era como una esfinge inmvil pero acechante que se hu- biera arrogado la tarea de velar por ella. Lentamente, los ltimos acontecimientos regresaron a su memoria y su mirada intent penetrar ms intensamente aque- lla inquietante iluminacin. La pequea lmpara mo- rada pareca vibrar en el techo, y sus velocsimas osci- laciones se transmitan a todo el departamento ba- ando cada rincn con un temblor sin pausa.

    -Se encuentra mejor, querida? -la voz lleg a los odos de Marcela atravesando millones de kilme- tros-. Ya ha pasado todo.

    Marcela contempl los bultos del equipaje situados sobre la red. Los dos maletines gemelos estaban muy prximos.

    -Usted... -musit sin fuerzas. Las pupilas del ca- ballero se contrajeron y su rostro lupino prest aten- cin a las entrecortadas palabras de la muchacha-. Esa horrible cabeza ... La mano ... -aadi ella con extrema debilidad.

    -No hay horrible cabeza -repuso su compaero de viaje-. Ni tan siquiera mano ... Ya no las hay

  • 60 EL MALETIN GRIS -conc luy con lo que acaso pudiera tomarse por un gesto de melancola.

    -Yo... -Usted es mi sobrina, y ya no hay mano ni cabeza

    -aadi el caballero tajantemente. -Yo lo he visto ... -balbuci la joven. -Usted lo ha visto ... -reflexion l en voz alta. -He visto una cabeza ... y una mano cortada ...

    Por qu lo hizo? -Por qu, por qu ... Todo ha de tener un por qu? -Entonces admite que ah hay una cabeza, una ho-

    rri ble cabeza.. . -solloz Marcela. -No era horrible -repuso el caballero-. Pero ya

    no est. Su inoportuna equivocacin me ha obligado a arrojar esos, diramos, recuerdos a la va del tren.

    -Djeme salir - e x c l a m ella incorporndose-. Quiero salir -repiti-. H a conseguido engaar al revisor. Qu es eso de que soy su sobrina? Los de- ms viajeros me ayudarn. iOh, Dios mo! Djeme salir!

    El caballero permaneci inmvil. En su rostro no se reflejaba emocin alguna, si no era una cierta nos- talgia.

    -NO me impedir salir! -grit Marcela. - O h , querida, me decepciona usted. Una mucha-

    cha que pareca tan independiente y segura de s misma. N o ha vivido usted nunca en Londres, por casualidad? Uno nunca debe perder la calma, el buen tono. Lo importante son las buenas maneras, inde- pendientemente de que nos encontremos rebanando una manzana o una garganta de mujer -conc luy con parsimonia.

    -;Asesino! -grit Marcela-. i Sulteme! -Yo dira que me encuentro sentado aproxima-

    damente a un metro de usted. N o puedo soltarla, puesto que ni siquiera la sujeto - d i j o , y levantn- dose antes de que pudiera hacerlo Marcela, se apro- xim a la puerta y la descorri invitando gentilmente con un gesto a la muchacha.

    -Est usted libre, tesoro.

  • -No va a retenerme? -pregunt ella desde el umbral.

    -No -repuso el caballero, para precisar a conti- nuacin- no enteramente.

    Al or estas ltimas palabras, Marcela sali veloz- mente al pasillo, y pidiendo socorro, se precipit en el departamento contiguo. Al ver que estaba vaco, entr en el siguiente, y despus en otro ms alejado, pero en ninguno de ellos encontr un alma. Enloque- cida de terror, fue recorriendo la totalidad del vagn. El caballero se asom indolentemente a la puerta del departamento que ocupaba y encendi un cigarrillo con parsimonia.

    -iSocorro! -grit Marcela-. Aydenme, por favor! -pero nadie acuda en su auxilio. El caballero entr de nuevo en el departamento, y poco despus sali nuevamente provisto de un par de guantes de goma de color ladrillo. Con mucha calma comenz a calzrselos.

    -iAuxilio! -gritaba Marcela abriendo las puertas de los desiertos departamentos-. Finalmente lleg al extremo del vagn y forceje con la portezuela, que no se abri.

    -No era lgico turbar la paz de los dems viajeros - c o m e n z a decir el caballero a la vez que iniciaba la marcha pasillo adelante en direccin adonde se en- contraba Marcela.

    -Por favor! Por favor! -rogaba la muchacha. -Por esa razn, el revisor ha sido tan amable de

    . prestarme este ltimo vagn, en el que no viaja na- die, a fin de que, si acaso mi sobrina -di jo con in- tencin- volva a sufrir uno de sus ataques, en el transcurso de los cuales es asaltada por extravagantes alucinaciones, el resto de los viajeros no viera tur- bada la paz de su descanso -prosigui mientras avanzaba por el pasillo.

    -No se acerque! -gritaba Marcela-. Me arro- jar a la va!

    El caballero chist en tono desaprobatorio. -No lo consentir. Eso es algo que me correspon-

  • 62 EL MALETIN GRIS de a m, y nadie me arrebatar el placer de empujarla hasta que su cuerpo sea destrozado por las ruedas de este ltimo vagn. N o todo su cuerpo -puntualiz.

    -Por favor! Por favor! -sollozaba Marcela-.

  • P. Martn de Cceres o 5 El caballero elegantemente vestido abri un depar-

    tamento en el que dormitaba el revisor y tendindole la manilla metlica dijo:

    -Muy agradecido por todo. Aqu tiene su Iiave. -No hay de qu -repuso el revisor-. Me alegro

    de haberles sido til. Cmo se encuentra su sobrina? -No del todo bien -repuso el caballero. Los dos hombres se encaminaron hacia el ltimo

    vagn, en la plataforma del cual se hallaban varias ma- letas y dos maletines casi idnticos.

    -Dnde est su sobrina? -No puede andar lejos - c o n t e s t el caballero-. Y

    aadi a continuacin-: seguramente se habr refu- giado en la estacin huyendo del relente maanero. Le repito las gracias - d i j o disponindose a bajar.

    -Permita que le ayude -pidi gentilmente el re- visor tomando un maletn gris.

    -No, ese no -rog el caballero apresurndose a cogerlo-. Si desea ayudarme cargue con sta - d e - clar refirindose a la maleta grande.

    - C m o pesa -manifest el probo empleado alar- gndosela hasta el andn.

    - C o n gusto la abandonara. Es tan incmoda ... Adems, todo lo importante lo llevo aqu - d i j o se- alando el maletn gris-. El resto no es ms que mo- rralla.

    -Poda haberla facturado. -La prxima vez seguir sus consejos -repuso el

    caballero-. A mi me gusta viajar con poco equipaje. Justamente lo necesario - d i j o , y sealando el male- tn sonri complacido.

    La locomotora silb estridentemente y el convoy se puso lentamente en marcha.

    -Muchas gracias por todo -aadi el caballero. -Qu seor tan amable -reflexion el revisor

    mientras haca ondear su mano en seal de despe- dida-. Espero que su sobrina se recupere por com- pleto. -Y cerrando la puerta del vagn se dispuso a picar los billetes de los escasos pasajeros que ha- ban subido en la estacin.

  • Afexander Demarest

    Su cuerpo parecia haber abandonado la vida, pero sus inmviles ojos conservaban un

    brillo indescriptible, una mirada ftla que sigzli presente, taladrndolos, cuando fueron

    cerrados sus prpados.

  • @f . DIO visitar los cementerios el

    Da de Todos los Santos. El es- pectculo de las ofrendas florales multitudinarias, rito mediante el cual los que estn arriba tratan de aplacar el terror que les inspi- ran quienes ya estn abajo, me

    Pe- ta-

    lismo. Cuando veo esas ancianas rigurosamente enludas moverse entre las tumbas floridas, como diligentes abejas de la muerte, deseara no llegar a morir nunca para no sentir el renqueante sa- dismo de sus pasos sobre la hierba que, indefectiblemente, me cubrir. Compadezco a los espritus sensibles; desde sus p- tridas mazmorras subterrneas, sentirn el peso de esas vidas mi- \\ serables sobre sus crneos como la ms horrible de las maldicio-

    nes. La paz de los muertos no debera violarse jams. Pero ya no creo, despus de la atroz experiencia

    que he vivido, en esa supuesta paz de los muertos. 0, mejor dicho, en la paz de algunos supuestos cadve- res, si es que por este trmino entendemos a los cuerpos cuya descomposicin nos induce a creer que estn absolutamente privados de sensibilidad. Una oscura intuicin, que mi mente se esfuerza en vano

  • 68 VA L E N T I N E por no considerar una evidencia, me dice que el im- perio de la muerte no es a veces tan completo como desearan algunos desdichados.

    Ineludibles obligaciones de amistad me forzaron a acudir al cementerio del Pre Lachaise en la fecha anteriormente sealada. Un antiguo camarada, viudo desde haca varios meses, me rog que le acompaase a visitar la tumba de su esposa, joven de veinte aos que se haba ido marchitando sin que los mdicos lo- grasen atajar los sntomas de su extraa anemia. Y digo extraa, porque pese a que Valentine no haba perdido nunca el apetito, y pese a la tenacidad con que se aferraba a la vida, su cuerpo haba ido enfla- queciendo da tras da, hasta quedar reducido a piel y huesos, y sus mejillas, en otro tiempo frutalmente luminosas y sonrosadas, acabaron adquiriendo la re- pulsiva y amoratada palidez de los cadveres. Era, en verdad, lamentable contemplar la fogosidad casi hi- riente de sus ojos oscuros, cuyo perenne brillo per- maneci an despus de la muerte, resaltando como lcidos tizones en un rostro tan demacrado que los pmulos parecan desgarrar la delgada capa cerlea que los envolva.

    La enfermedad de Valentine se afianzaba tan lenta como inmisericordemente, y comenz a alterar su " agitado psiquismo de forma tal que, pese a la enorme cantidad de sedantes que se vea obligada a ingerir, no lograba conciliar el sueo. Durante las frecuentes visitas que, en los ltimos tiempos, haca al desdi- chado matrimonio, qued fascinado por una circuns- tancia inslita. Era que sus ojos, siempre magnficos, parecan haberse agrandado en la constante contem- placin de una idea cuya naturaleza terrorfica in- tuamos mi amigo Gustave y yo, sin que ninguno de los' dos nos atreviramos a hacerle preguntas sobre ella. Aunque mostraba un dominio absoluto de su persona, aparentaba una calma interior que estaba

  • muy lejos de sentir, a juzgar por la sobrehumana fi- jeza de aquellos ojos aterrorizados. Cuando todava poda caminar lo haca como un fantasma, dando in- cluso la impresin de casi flotar en el aire, a tanto se haba reducido la consistencia de su cuerpo. Era pe- noso ver sus manos esquelticas, la nerviosa celeridad de sus gestos, los frecuentes y convulsos escalofros de que era vctima. U n fro mortal sellaba mis labios cada vez que, por cortesa, besaba sus mejillas. Poco antes de que se viera obligada a guardar cama murie- ron, inexplicablemente, las numerosas plantas de la casa. Una densa y maligna atmsfera comenz a flotar en ella. El da en que Valentine no pudo abandonar su lecho, Bub, el hasta entonces fiel y carioso cani- che, se mostr extraordinariamente agitado y arisco, llegando a morder a Gustave e n la mano cuando ste trat de hacerle una caricia. Sin que pudiera averi- guarse la causa, el animal estaba aterrorizado.- Tanto, que en cuanto vio la puerta abierta ech a correr ha- cia la calle para no regresar jams.

    El hecho haba ocurrido por la maana. Por la tarde, a la hora en que tena por costumbre visitarles, Gustave me coment lo ocurrido como la gota que haba colmado el vaso de su difcil serenidad. Se ech a llorar en mi hombro, como un nio, compungido no tanto por la desaparicin del animal y la muerte sbita de las plantas como por la intuicin de que el fin de Valentine estaba prximo. Trat de serenarle y le inst a que se secara las lgrimas para que su mujer no le viera en tal estado. Cuando al fin logr dar a su rostro una apariencia casi normal entramos en el dormitorio de la moribunda.

    Valentine, en efecto, pareca sostener a duras pe- nas un hilo de vida. Paradjicamente, sobre la mesilla de noche reposaba una bandeja con los restos de una copiosa comida que la joven acababa de devorar, pues tal era lo que Valentine, en su afn por aferrarse a la vida, haca con los alimentos. Pese a lo cual, cre encontrarme con una vvida representacin de la muerte. Su belfo, medio cado, dejaba asomar una

  • 70 V A L E N T ~ N E dentadura amarillenta, cuyos colmillos me parecieron particularmente afilados. Confieso que me estremec al comparar la Valentine que yaca medio recostada en la almohada con aquella muchacha vivaracha y ale- gre de apenas unos meses antes. La secreta obsesin que acompaaba a su mal se haba traducido en una especie de indolencia hacia el cuidado de su persona, pues no de otro modo podra explicarse, en un esp- ritu de tanta sensibilidad como el suyo, el hecho de que mostrase unas uas retorcidas y sucias. La habita- cin cerrada, en la que Gustave haba encendido momentos antes de mi llegada unos palillos de sn- dalo, despeda sin embargo un olor muy caracters- tico, acre, dulzn, hiriente, que me record, con toda exactitud, el de la tierra removida d e alguna tumba reciente, salvo que se expanda con mayor sutilidad. Gustave se dio cuenta de la desagadable impresin de mi olfato, y me mir consternado.

    Valentine era una delgada mancha