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Juan Luis Mejía Arango Rector

Julio Acosta ArangoVicerrector

Hugo Alberto Castaño ZapataSecretario General

Jorge Alberto Giraldo RamírezDecano, Escuela de Ciencias y Humanidades

Alberto Rodríguez GarcíaDecano, Escuela de Ingeniería

Francisco López GallegoDecano, Escuela de Administración

Félix Londoño GonzálezDirector, Investigación y Docencia

Martha SennDirectora, Centro Cultural Biblioteca Luis Echavarría Villegas

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Misión

La Universidad EAFIT tiene la Misión de contribuir al progreso social, económico, científico y cultural del país, mediante el desarrollo de programas de pregrado y de postgrado -en un ambiente de pluralismo ideológico y de excelencia académica- para la formación de personas competentes internacionalmente; y con la realización de procesos de investigación científica y aplicada, en interacción permanente con los sectores empresarial, gubernamental y académico.

Valores Institucionales

Excelencia:Calidad en los servicios ofrecidos a la comunidad

Búsqueda de la perfección en todas nuestras realizaciones Superioridad y preeminencia en el medio en el que nos desenvolvemos

Tolerancia:Generosidad para escuchar y ponerse en el lugar del otro

Respeto por las opiniones de los demás Transigencia para buscar la conformidad y la unidad

Responsabilidad:Competencia e idoneidad en el desarrollo de nuestros compromisos

Sentido del deber en el cumplimiento de las tareas asumidas Sensatez y madurez en la toma de decisiones y en la ejecución de las mismas

Integridad:Probidad y entereza en todas las acciones

Honradez o respeto de la propiedad intelectual y de las normas académicasRectitud en el desempeño, o un estricto respeto y acatamiento de las normas

Audacia:Resolución e iniciativa en la formulación y ejecución de proyectos

Creatividad y emprendimiento para generar nuevas ideas Arrojo en la búsqueda soluciones a las necesidades del entorno

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La Revista Co-herencia está registrada en los siguientes índices y bases de datos:

Biblioteca Saavedra Fajardo (Universidad de Murcia, España)

CIBERA (Virtuelle Fachbibliothek Ibero-Amerika / Spanien / Portugal – DFG Alemania) Clase (Universidad Nacional Autónoma de México)

CREDI (Centro de Recursos Documentales e Informáticos – OEI)

CSA (Sociological Abstracts, USA)

DOAJ (Directory of Open Acces Journals – Lund University – Suecia)

Fuente académica (EBSCO)

GOOGLE Académico (-Scholar- USA).

LatAm-Estudios (América Latina y el Caribe)

Latindex (Universidad Nacional Autónoma de México)

Índice Bibliográfico Nacional-Publindex (Colciencias-Colombia) Categoría B

Redalyc (Universidad Autónoma del Estado de México)

Ulrich’s International Periodicals Directory (New York, USA)

Vlex (Argentina, Ecuador, España, Chile, Perú y Venezuela)

Worldwide Political Science Abstracts Database (ProQuest, USA)

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Co-herencia Revista de HumanidadesUniversidad EAFIT - Departamento de Humanidades

ISSN 1794-5887 - Fundada en 2004Periodicidad semestralMedellín, Colombia

Las contribuciones publicadas en esta Revista son responsabilidad exclusiva de sus respectivos autores y no comprometen la posición oficial de ninguna estancia institucional. Se autoriza la reproducción de los artículos con la solicitud expresa de mencionar la fuente. Las obras de arte que acompañan la publicación requieren la autorización escrita del autor o entidad propietaria de las mismas.

DIRECTORALiliana María López Lopera, M.A.Universidad EAFIT, Medellín

COMITÉ EDITORIALIván Orozco Abad, Ph.D. Universidad de los Andes, Bogotá Manuel Alberto Alonso Espinal, M.A.Universidad de Antioquia, MedellínJorge Iván Bonilla Vélez, M.A. Universidad EAFIT, MedellínFrancisco Cortés Rodas, Ph.D.Universidad de Antioquia, MedellínSaúl Echavarría Yepes, M.A.Universidad EAFIT, Medellín Juan Camilo Escobar Villegas, Ph.D. Universidad EAFIT, Medellín Jorge Giraldo Ramírez, Ph.D.Universidad EAFIT, Medellín Enrique Serrano Gómez, Ph.D.Universidad Autónoma Metropolitana de Iztapalapa, México D.F.

EDITOR Leonardo García Jaramillo Universidad EAFIT, Medellín

DISEÑO Y EDICIÓN Universidad EAFIT, Medellín Departamento de Humanidades

DIAGRAMACIÓN E IMPRESIÓNEditorial Artes y Letras Ltda.

COMITÉ ASESOR Carmen Bernand, Ph.D.Universidad de París X-NanterreRoger Chartier, Ph.D.Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales, ParísRoberto Gargarella, Ph.D.Universidad de Buenos Aires, ArgentinaSerge Gruzinski, Ph.D.Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales, ParísAntonio Hermosa Andújar, Ph.D. Universidad de Sevilla, EspañaJesús Martín Barbero, Ph.D.Investigador independienteJerónimo Molina Cano, Ph.D.Universidad de Murcia, EspañaJosé Luis Villacañas, Ph.D.Universidad Complutense, España

ASESORÍA PLÁSTICAImelda Ramírez, Ph.D.Universidad EAFIT, Medellín

SECRETARIAGloria Patricia Escobar Callejas

SuscripcionesNacional anual (2 ejemplares) $27.000Nacional bianual (4 ejemplares) $52.000Exterior anual US$ 36, ejemplar US$ 18Ejemplar $15.000

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Perfil

La Revista Co-herencia editada por el Departamento de Humanidades de la Universidad EAFIT, es una publicación semestral que tiene como propósito difundir informes derivados de investigación, reflexiones teóricas, debates especializados, traducciones, ensayos y reseñas críticas en torno a temas relacionados con los estudios humanísticos en general y con las áreas de literatura, filosofía, comunicación, estética, historia, musicología y ciencia política en particular.

Co-herencia está dirigida a profesores, investigadores, estudiantes y estudiosos de las disciplinas o saberes que concursan en el amplio espectro de los estudios humanísticos, pero también a otros lectores con afinidades por los temas académicos que se priorizan en cada número. Pretende ser un foro de discusión interdisciplinaria y un espacio de diálogo entre pares sobre los aportes de las humanidades en la configuración de una comunidad pensante y deliberante en Colombia.

COMITÉ EDITORIAL

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Co-herencia Revista de HumanidadesUniversidad EAFIT - Departamento de HumanidadesISSN 1794-5887 - Vol. 7, No. 12 (enero - junio) 2010

Medellín, Colombia

Contenido

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John Rawls: una biografía Thomas Pogge

Modelos alternativos de democracia deliberativa.Una aproximación al estado del arteOscar Mejía Quintana

“Hermenéutica y narración”

Ricoeur y el concepto de textoMauricio Vélez Upegui

El concepto de texto en Paul Ricoeury su relación con la lírica breve contemporáneaJuan Camilo Suárez R.

Del mundo del texto al mundo del lector(Ricoeur y Cortázar) Clemencia Ardila J.

Nación y narración: la escritura de la historia en la segunda mitad del siglo XIX colombianoPatricia Cardona

Heidegger y San Agustín: tres consideraciones fenomenológico-hermenéuticas sobre la antinomia del olvidoGermán Darío Vélez López

Derecho y narración: el carácter triplemente mimético de la juridicidadJuan Pablo Posada Garcés

Germán Espinosa y la lección del maestroJuan Manuel Cuartas R.

De las nociones de paradigma, episteme y obstáculo epistemológicoRaúl Gómez Marín

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RESEÑAS

BibliográficasLa nada luminosa. Fernando Pessoa un poeta de la naturaleza, de Carlos Vásquez Tamayo Mateo Navia Hoyos

Guerra civil posmoderna, de Jorge Giraldo Ramírez Enrique Serrano Gómez

Derecho, saber e identidad indígena, de Libardo Ariza Gloria Patricia Lopera Mesa

ArtísticaArquitecturas levesFredy Alzate

Guía para los autores

Guidelines for Authors

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Co-herencia Journal of HumanitiesEAFIT University - Humanities School

ISSN 1794-5887 - Vol. 7, No. 12 (January - June) 2010Medellín, Colombia

Content

DO

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IE

R

John Rawls: A Biography Thomas Pogge

Alternative models of Deliberative Democracy. An approach toward the state of the artOscar Mejía Quintana

“Hermeneutics and Narration”

Ricoeur and the Concept of TextMauricio Vélez Upegui

The concept of text in Paul Ricoeur and its Relationship with the Contemporary Brief LyricsJuan Camilo Suárez R.

From the World of the text toward the World of the reader (Ricoeur and Cortázar) Clemencia Ardila J.

Nation and Narration: The Writing of the History in the second-half of XIX Century in Colombia Patricia Cardona

Heidegger and San Agustín: Three Phenomenological-Hermeneutics Considerations on the Antinomy of ForgettingGermán Darío Vélez López

Law and Narration: The triple mimetic character of the juridicity Juan Pablo Posada Garcés

Germán Espinosa and the Lesson from the Master Juan Manuel Cuartas R.

On the Notions of Paradigm, Episteme and Epistemological ObstacleRaúl Gómez Marín

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Bibliographical Reviews

La nada luminosa. Fernando Pessoa un poeta de la naturaleza, by Carlos Vásquez Tamayo Mateo Navia Hoyos

Guerra civil posmoderna, by Jorge Giraldo Ramírez Enrique Serrano Gómez

Derecho, saber e identidad indígena, by Libardo Ariza Gloria Patricia Lopera Mesa

Artistic Note Minor Architectures Fredy Alzate

Guidelines for Authors

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11Aparato. Acrílico sobre lona (40 x 40 cms.) De la serie “Tempo”, 2008. Fredy Alzate

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13Revista Co-herencia Vol. 7, No 12 Enero - Junio 2010, pp. 13-42. Medellín, Colombia (ISSN 1794-5887)

John Rawls: una biografía*Recibido: enero 25 de 2010 | Aprobado: febrero 12 de 2010

Thomas Pogge**[email protected]

* Traducción del origi-nal en inglés: Leonardo García Jaramillo y María Graciela Otoya Diehn. Publicada por primera vez en español gracias a la autorización de Tho-mas Pogge. Este ensayo apareció originalmente en alemán e hizo par-te del libro John Rawls (Munich: Verlag C.H. Beck, 1994). Se tradujo al inglés y se publicó en: H. S. Richardson – P. J. Weithman (eds.) The Philosophy of Rawls (New York: Garland Press, 1999, vol. 1). Para el libro John Rawls: His Life and Theory of Justi-ce (Oxford University Press, 2007) el texto en inglés se revisó nueva-mente y se amplió gracias a Mardy Rawls, quien lo actualizó con nueva información. Esta tra-ducción fue realizada a partir de la última ver-sión en inglés.

** Doctor en Filosofía, Universidad de Har-vard. Leitner Professor of Philosophy and Internatio-nal Affairs, Universidad de Yale, Estados Uni-dos. Director de Inves-tigaciones, Centre for the Study of Mind in Nature, Universidad de Oslo.

I. Biografía

Es bien sabido que la famosa Teoría de la jus-ticia de John Rawls ha promovido una dramáti-ca revitalización de la filosofía política y ha esti-mulado a muchos filósofos, economistas, juristas y científicos de la política a contribuir a dicho campo. Se han vendido alrededor de un cuarto de millón de ejemplares del libro sólo en inglés y –traducido a veintiocho idiomas– se ha con-vertido en un tema obligado de conversación en las universidades norteamericanas y europeas, y en una inspiración para muchas personas en Latinoamérica, China y Japón. Es un verdadero clásico que muy probablemente se leerá y se en-señará por muchas décadas.

Algo que inmediatamente llama la atención al examinar la vida de Rawls fue su extraordina-ria integridad moral e intelectual. A lo largo de muchos años, adquirió un conocimiento exten-so y riguroso de la filosofía moral y política, es-pecialmente por medio del estudio de las fuen-tes primarias más importantes, así como de la numerosa literatura secundaria sobre ella. Lec-

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tor atento y crítico, retenía en la memoria las sinopsis claramente estructuradas de los textos que estudiaba y de sus diversas fortalezas y debilidades. Las obras de Rawls muestran que era igualmente es-tricto y cuidadoso como escritor, pues dispensaba mucha atención a la elección de los conceptos y las frases, así como a la exposición clara de sus pensamientos, por lo que a menudo se pasaba meses e incluso años produciendo con esmero versiones reelaboradas de un ensayo antes de permitir que una versión definitiva fuera publicada. El mismo cuidado era evidente también en sus conferencias y en sus clases, las cuales siempre estaban organizadas con excepcional claridad y eran tan ricas y densas que era difícil captar todo por com-pleto, incluso si se le prestaba toda la concentración posible.

Los extraordinarios logros de Rawls como académico, autor y profesor pueden atribuirse a diversos factores, tales como su in-mensa capacidad de pensamiento sistemático, excelente memoria, curiosidad natural y actitud crítica frente a su propia obra, la cual le generaba una insatisfacción que se materializaba en progreso ul-terior. Siempre estuvo profundamente comprometido con la vida intelectual de sus estudiantes, de sus colegas, de la universidad y de la sociedad. Adicionalmente, Rawls concentró sus energías en dos preguntas que eran de la mayor importancia para él: ¿cómo es posible que un orden institucional sea justo? y ¿de qué manera la vida humana vale la pena vivirse? Se ocupó de estas cuestiones en la ética y en la filosofía política, y también más allá de los confines tradicionales de estos campos: la teoría económica, la historia polí-tica y constitucional de los Estados Unidos e, incluso, las relaciones internacionales. El profundo deseo de Rawls de responder estas pre-guntas, tan evidente en sus escritos, lo mantuvo ocupado durante toda una vida de arduo trabajo.

Su dedicación a esta gran tarea intelectual y moral también refuerza la característica modestia de Rawls, la cual impresionaba a muchas personas. No ignoraba, por supuesto, su posición en la profesión y siempre estuvo muy feliz porque su obra probó ser muy productiva. Pero siempre consideró su trabajo en comparación a las grandes tareas a las cuales le había dedicado la vida. Esta tarea de hecho debe forjar humildad en quien la tenga presente.

John Rawls: una biografíaThomas Pogge

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1. Familia y educación

John (Jack) Bordley Rawls nació el 21 de febrero de 1921, en Bal-timore (Maryland), siendo el segundo de los cinco hijos de William Lee (1883-1946) y Anne Abell Rawls (nacida Stump, 1892-1954); los otros hijos fueron: William Stowe (Bill, 1915-2004), Robert Lee (Bobby, 1923-1928), Thomas Hamilton (Tommy, 1927-1929) y Ri-chard Howland (Dick, 1933-1967). Sus abuelos maternos provenían de familias acaudaladas que vivían en un suburbio de Baltimore (el Valle Greenspring, inmortalizado en la película “Diner”). Ambos habían heredado algunas riquezas que consistían principalmente en yacimientos de carbón y petróleo en Pensilvania. Sin embargo el abuelo, Alexander Hamilton Stump, perdió la mayoría de los bienes heredados y con el tiempo los abuelos se divorciaron. Tuvieron cua-tro hijas: Lucy, Anna (la madre de Rawls), May y Marnie.

La familia Rawls proviene del sur, donde tal apellido todavía es común en ese lugar. El abuelo paterno de Rawls, William Stowe Rawls, fue banquero en un pequeño pueblo cerca de Greenville, Carolina del Norte. Como sufría de tuberculosis, se trasladó con su familia a Baltimore en 1895 para así estar cerca del Hospital de la Universidad John Hopkins. El padre de Rawls, William Lee, contra-jo tuberculosis algunos años después de mudarse, y su salud continuó débil a lo largo de su vida de adulto. El dinero fue escaso durante los primeros años de William Lee y nunca finalizó el bachillerato. En lugar de esto, comenzó a trabajar desde los 14 años como depen-diente [“runner”] en una firma de abogados. Esto le dio al joven mu-chacho la oportunidad de usar en las tardes los libros de derecho de la firma para educarse a sí mismo adecuadamente para el examen de la barra de abogados [bar exam]1 sin ningún estudio formal. William Lee llegó a ser un exitoso y respetado abogado corporativo en la firma de abogados Marbury (una de las mejores en Baltimore, cuyo

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1 La organización que reúne a los abogados norteamericanos se denomina American Bar Association, la cual aplica los exámenes a los profesionales que pretendan ejercen la profesión. Los exámenes que se aplican en todos los estados, son: Multistate Bar Exam (MBE), The Multistate Essay Examination (MEE), The Multistate Professional Responsability Examination (MPRE), y The Multistate Performance Test (MPT). Cada uno de

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prestigio comenzó con el famoso caso Marbury vs. Madison). En los años posteriores a su examen de la barra, William Lee también en-señó de manera ocasional en la Facultad de Derecho de Baltimore, y en 1919 fue elegido Presidente de la Asociación de la Barra de Baltimore [Baltimore Bar Association], con lo cual probablemente era el hombre más joven en ostentar tal cargo hasta ese momento.

Ambos padres de Jack tenían un decidido interés en la política. Su padre apoyó a Woodrow Wilson y a la Liga de las Naciones, también fue amigo cercano y asesor no oficial de Albert Ritchie, gobernador Demócrata de Maryland (1924-1936). Ritchie le pidió que presentara su candidatura para el Senado de los Estados Unidos y le ofreció un trabajo como auxiliar en el Tribunal de Apelaciones, pero declinó ambas propuestas por razones de salud. Fue un decidido partidario del New Deal de Franklin D. Roosevelt. A pesar de todo, su respeto por Roosevelt terminó abruptamente con la crisis de la Suprema Corte de 1937 [the Court Packing Crisis], cuando Roosevelt intentó vencer la resistencia de la Corte a su legislación del New Deal nombrando seis nuevos magistrados en la Corte. La madre de Jack –una mujer muy inteligente, que sobresalía tanto en el bridge como en la pintura de retratos– fue durante algún tiempo presidenta del capítulo de Baltimore de la recién fundada Liga de Mujeres Vo-tantes. En 1940 trabajó en la campaña de Wendell Willkie, quien había dejado el partido Demócrata para presentarse por el partido Republicano contra Roosevelt. Mientras Jack era bastante distante de su padre, a quien recuerda como en cierto modo frío y alejado de la familia, era muy cercano a su madre y atribuía a su influencia (así como a la de su señora y sus hijas) el interés que tuvo a lo largo de su vida por la igualdad de las mujeres.

Los acontecimientos más trascendentales de la infancia de Jack fueron las pérdidas de sus dos hermanos menores, quienes fallecie-ron de enfermedades que sufrieron al contagiarse de Jack. El primero

esos exámenes tiene su propio campo o clase de competencias que evalúa y miden diferentes aspectos de la preparación legal del individuo como también evalúan los planes de estudio, para que la sociedad sepa como las diferentes escuelas de leyes están preparando sus estudiantes, no sólo en el aspecto científico, sino en el ético y de desempeño profesional. [N. de los T.].

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de estos incidentes ocurrió en 1928, cuando Jack se enfermó grave-mente. A pesar de que a Robert Lee (Bobby), 21 meses menor, se le había advertido severamente que no entrara al cuarto de Jack, lo hizo de todos modos algunas veces para que Jack tuviera compañía. Pronto ambos niños estaban en cama con fiebre alta. Como el médi-co de la familia, un pariente, diagnosticó inicialmente la enfermedad de modo equivocado, pasó un largo tiempo antes de que finalmente se descubriera que estaban sufriendo de difteria. El diagnóstico co-rrecto y la antitoxina llegaron demasiado tarde para salvar a Bobby, cuya muerte fue un duro golpe para Jack y, como lo cree su madre, pudo haber desencadenado la tartamudez que fue siempre una seria desventaja para él, aunque disminuyó gradualmente con los años.

Jack se recuperó de la difteria, pero justo en el invierno siguien-te, mientras se recuperaba de una cirugía en la que le extrajeron las amígdalas, contrajo una severa neumonía que pronto contagió a su hermano Tommy. Se repitió la misma tragedia del año anterior. Al tiempo que Jack se recuperaba lentamente, moría su hermanito en febrero de 1929.

Durante su niñez, el sentido de justicia de Jack se despertó de-bido al trabajo de su madre en favor de los derechos de la mujer. También comenzaron sus propias reflexiones sobre los temas de las rasas y las clases sociales. Ya entonces Baltimore tenía una gran po-blación negra (aproximadamente el 40 por ciento) y Jack pronto se dio cuenta de que los negros vivían en condiciones muy diferentes, y que los niños negros asistían a escuelas aparte. También recuerda vívidamente cómo a su madre no le gustó que se hiciera amigo de un niño negro, Ernest, ni siquiera que lo visitara en su casa, una de las casas pequeñas de callejón trasero [back-alley] que eran típicas de la población negra de Baltimore.

Para escapar de los veranos tan calientes y húmedos de Baltimo-re, compró una casa de campo al sur de Blue Hill (con una hermosa vista del monte Desert y de la bahía) y un pequeño bote a motor que usaban para visitar las islas distantes. Jack pasó allí todos los veranos hasta que fue creciendo, pero adquirió el gusto enorme, que perduró toda su vida, por montar en velero. En la pequeña villa de Brooklin, Jack también se enfrentó con muchas situaciones de pobreza que pa-

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decían personas de raza blanca quienes vivían en la villa alrededor de un año mientras trabajaban, la mayoría como pescadores o porte-ros de las grandes residencias de verano. Mientras hacía amistad con los muchachos “nativos” se daba cuenta que sus oportunidades edu-cativas y sus perspectivas de vida en ese pueblito empobrecido eran muy inferiores a las suyas. Estas experiencias de la niñez le produje-ron una impresión duradera, no solamente al despertar su sentido de la justicia sino también al profundizar el sentimiento permanente de haber sido muy afortunado. Había sobrevivido, después de todo, a las enfermedades que terminaron con la vida de sus dos hermanos y gozaba de grandes privilegios inmerecidos de riqueza y educación. Más tarde, pasó por la guerra sin sufrir ninguna herida de considera-ción y fue también muy afortunado en la carrera que escogió.

Jack inició su educación en el colegio privado Calvert, donde completó un año de jardín y su escolaridad elemental (1927-1933). El colegio era mixto pero en los últimos tres grados a los niños y a las niñas se les dictaba clase separadamente. Se enseñaba haciendo hincapié en la actuación y en hablar en público, y Jack aprendió con cierta alegría que podía superar su tartamudez cuando hablaba en rima. (En una presentación de William Tell, de Schiller, confundió las líneas de su parlamento y anunció a la encantada audiencia que la manzana había partido la flecha en dos). El excepcional expe-diente de Jack en Calvert condujo a su elección como valedictorian de su clase. Su desempeño general y la puntuación obtenida en su prueba de coeficiente intelectual también impresionaron a su pro-fesor, John Webster, quién proveyó especial apoyo y mucho ánimo al joven, dándole incluso tutorías privadas tiempo después de que dejara Calvert para ingresar al bachillerato en la Roland Park Junior. Jack fue enviado a esta escuela pública por dos años (1933-1935) porque su padre era entonces el presidente honorario de la junta directiva de las escuelas de Baltimore y quería expresar su apoyo hacia el sistema de escuelas públicas. Al final del período de su pa-dre al frente de la junta, Jack –como no era inusual entre la gente acomodada de Baltimore– fue enviado a una escuela privada donde terminó los últimos cuatro años de su educación.

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El internado al que Rawls asistió de 1935 a 1939 fue Kent School en Connecticut occidental, una escuela de muchachos estrictamen-te religiosa perteneciente a la tradición de la Alta Iglesia Episco-pal, dirigida por un monje de la orden de la Santa Cruz con base en Poughkeepsie. Este director era un hombre severo y dogmático, que dejaba poca libertad a sus profesores y estudiantes. A excep-ción de las vacaciones, a los estudiantes no se les permitía salir de los terrenos de la escuela para ir de compras en la provincia vecina o para ver una película. Todos los estudiantes tenían que cumplir con tareas domésticas y asistir a misa seis días a la semana y a dos misas que se ofrecían los domingos. El paso de Jack por la escuela Kent fue ciertamente muy exitoso, ya que obtuvo altas calificacio-nes, fue nombrado Monitor Mayor [Senior Prefect], ganó un lugar en los equipos de fútbol y lucha libre y fue director de publicidad en la junta redactora del anuario. También jugó hockey, béisbol, tenis y ajedrez, y fue el trompetista en la orquesta de jazz de la escuela. Sin embargo, Jack no disfrutó mucho sus años en Kent, pues la escuela le ofrecía poco estímulo intelectual, por esto no sorprende que re-cuerde su tiempo allí como infeliz e improductivo.

El hermano mayor de Jack, Bill, era más o menos seis años ma-yor, y Jack lo siguió desde las escuelas Calvert y Kent a la Universi-dad de Princeton. Bill era considerablemente más fuerte que Jack y mucho más exitoso en el fútbol, la lucha libre y el tenis. Jack trató de seguir el ejemplo de Bill en los deportes, pero también desarrolló intereses independientes en el estudio de las biografías de científicos famosos, y en la química. Este último interés le había sido fomen-tado por un padrino que fue químico. De niño, Jack tuvo un equi-po experimental de química y, con la ayuda de productos químicos adicionales proporcionados por su padrino, producía toda clase de olores y explosiones, casi siempre después de la escuela dominical.

2. La universidad y la guerra

Después de terminar el internado, Rawls –como su hermano Bill antes de él y su hermano más joven, Dick, después de él– fue

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admitido a la Universidad de Princeton. Ingresó en 1943 en una promoción que contaba con unos 630 jóvenes. En esos días los as-pirantes raramente eran rechazados, así que ingresar era fácil para aquellos cuyos padres, como el suyo, podían pagar la matrícula. Para los menos acomodados, la historia era diferente: las becas eran muy escasas y se concedían sobre todo a los atletas requeridos para las competencias deportivas inter-universitarias.

El inicio de su primer semestre en Princeton coincidió con el ataque alemán contra Polonia (1939), y Rawls recuerda que la mayoría de los estudiantes en su clase supusieron que tendrían que luchar en la guerra. Una fracción grande de la clase se enroló inme-diatamente en el Cuerpo de Entrenamiento para los Oficiales de la Reserva [Reserve Officers’ Training Corps (ROTC)], asegurando con ello la oportunidad de hacer una carrera rápida de oficial después de la graduación. Rawls no se enroló, pero se motivó por la inminente guerra a leer acerca de la Primera Guerra Mundial en la biblioteca de la Universidad. Aunque nadie deseaba la guerra, todos los que estaban alrededor de Rawls (tanto en casa como en Princeton) co-incidían en que los Estados Unidos debían defender a Gran Bretaña. Había oposición separatista (“America First”) en algunos círculos, pero no entre la familia, los amigos y los conocidos de Rawls.

En su primer año en Princeton, Rawls intentó emular el bri-llante ejemplo atlético de su hermano Bill, que había formado parte del equipo de Princeton en tres deportes (fútbol, lucha y tenis) y había sido capitán del equipo de tenis. Rawls fue de hecho aceptado en el equipo de fútbol de los estudiantes de primer año, pero la lu-cha libre resultó ser un desafío más difícil. Rawls no era lo bastante bueno como para conseguir un lugar seguro en la categoría de las 165 libras, por lo que intentó competir en la siguiente categoría inferior (155 libras). Esto significaba sin embargo que debía perder una buena cantidad de peso antes de cada competencia, lo que lo debilitaba para la misma. Dado que no era particularmente exitoso y estaba cada vez más en contra de las competencias individuales, Rawls se retiró del equipo incluso antes del final de la temporada. También abandonó el fútbol después del primer año, pero continuó

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disfrutando de la práctica del béisbol, aunque no como miembro de algún equipo oficial.

Las fraternidades estaban prohibidas en Princeton y la vida so-cial giraba en torno a los clubes gastronómicos a los que pertenecían alumnos de los dos últimos años. Los estudiantes podían solicitar su admisión al final del segundo año de estudio (mediante un proceso llamado “reñir” [“bicker”]) y, si eran admitidos, podían tomar todas sus comidas en el club y también pasar las tardes allí, hablando o jugando pool. Los clubes también organizaban fiestas, especialmente en casas los fines de semana festivos, atendidas simultáneamente por todos los clubes gastronómicos, y atraían jovencitas de todas partes. Sin embargo, el decoro se hacía cumplir estrictamente. No se permitía que las mujeres pasaran la noche en un club gastronó-mico y las visitas a los dormitorios se tenían que interrumpir a las 7 p.m. Todo contacto sexual estaba terminantemente prohibido, y los estudiantes hallados culpables de tales, incluso si se descubría que eran casados, eran expulsados sin contemplaciones de la Universi-dad. Una vez más tras los pasos de su hermano, Rawls fue admitido en el prestigioso Ivy Club, que favorecía tradicionalmente a los es-tudiantes de Baltimore.

Al principio, Rawls no estaba seguro acerca de qué carrera se-guir. Probó con química, matemáticas, música (por dos años fue crítico musical para The Daily Princetonian, que cubría los eventos musicales locales y aquellos presentados en la ciudad de New York) e incluso historia del arte. Encontrándose asimismo insuficiente-mente interesado y talentoso en estos temas, terminó finalmente en filosofía. En esta elección no siguió a su hermano Bill, quien fue a la Escuela de Derecho de Harvard y llegó a ser más tarde abogado en Filadelfia.

Los primeros profesores de filosofía de Rawls fueron Walter T. Stace, David Bowers y Norman Malcolm. Cuando fue estudiante de segundo año, Rawls tomó un curso de filosofía moral con el uti-litarista Stace, en el cual se discutieron la Groundwork de Kant, el Utilitarianism, de John Stuart Mill y la propia obra de Stace, The Concept of Morals (1937). Bowers (quien murió trágicamente du-rante la guerra al intentar saltar a un tren que partía) enseñaba a

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Kant. Sin embargo la influencia más importante la ejercía Malcolm, que era solamente unos diez años mayor que Rawls.

Después de un período de estudio en Cambridge (Inglaterra), donde trabajó con Wittgenstein, Malcolm había vuelto a Harvard para terminar su tesis doctoral bajo la dirección de C. I. Lewis. Con base en una buena recomendación de Lewis, le habían ofrecido un cargo en Princeton. Sin embargo, Lewis llegó a lamentar esta re-comendación. La razón tenía que ver con la actitud de Malcolm hacia el fenomenalismo [phenomenalism] que, defendido por Lewis, era entonces dominante en la epistemología norteamericana. Bajo la influencia de Wittgenstein, Malcolm había venido dejando este enfoque, hecho que se hizo penosamente obvio durante la defensa pública de su tesis. Furioso después de la disertación, Lewis envió una retractación de su recomendación, pero el Departamento de Filosofía de Princeton se sintió comprometido con Malcolm y man-tuvo su oferta. Malcolm enseñó en Princeton hasta abril de 1942, cuando se enlistó en la marina de guerra estadounidense.

El primer encuentro entre Rawls y Malcolm fue desagradable, por lo menos para Rawls. En el otoño de 1941, Rawls le entregó a Malcolm un ensayo filosófico que él consideraba bastante bueno. Malcolm, sin embargo, sometió el ensayo a una crítica muy severa y le pidió a Rawls “retirarlo” diciéndole: “¡Piense sobre lo que está haciendo!”. Aunque temporalmente descorazonadora, esta dura crí-tica contribuyó a profundizar gradualmente el interés de Rawls en la filosofía. Posteriormente reconoció que el ejemplo personal de Malcolm ejerció una gran influencia en el desarrollo de su propia manera de hacer filosofía.

Durante el período académico de primavera en 1942, Rawls tomó otro curso con Malcolm sobre el tema (como decía Rawls) cuasi-religioso del mal humano, con lecturas de Platón, San Agus-tín, el arzobispo Butler, Reinhold Niebuhr y Philip Leon. Este tema no se encontraba dentro de las preocupaciones filosóficas normales de Malcolm, pero su interés pudo haber sido inspirado por la gue-rra. Cuando Rawls le mencionó el curso tiempo después (durante el período de Malcolm como Presidente de la APA) no pudo recordar

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en absoluto haberlo dictado. Esta falta de memoria pudo haberse debido al hecho de que Malcolm se unió a la marina en la mitad del curso, por lo que no pudo concluirlo.

Por el contrario, Rawls había quedado profundamente impre-sionado por este curso. Reencendió en él un latente interés por la religión, conduciéndolo a escribir su tesis senior en esta área, y a considerar seriamente ir al Seminario Teológico de Virginia a es-tudiar para el sacerdocio. Incluso con la mayor parte de sus compa-ñeros de clase yendo a la guerra, Rawls decidió en cambió quedarse para acelerar sus estudios. Se graduó en Princeton un semestre más rápido de lo usual, y se enlistó en el ejército.

Rawls recibió su grado en Filosofía y Letras [Bachelor of Arts -BA-] en enero de 1943 después de haber completado un período especial de verano en 1942, que había sido añadido por motivo de la guerra. Se graduó Summa cum laude en Filosofía, logro que atribuyó, de modo característico en él, a su buena memoria y a su hábito de tomar apuntes precisos y detallados. En febrero, Rawls se enlistó en el ejército y, tras el entrenamiento básico de infantería, comple-tó un curso en el cuerpo de señales. Fue enviado al escenario del Pacífico por dos años, y sirvió en Nueva Guinea, en las Filipinas y finalmente cuatro meses entre las tropas que ocuparon el Japón, tiempo en el que pasaron a través de la recientemente devastada ciudad de Hiroshima). Durante su tiempo en ultramar, Rawls per-teneció al Regimiento 128 de la división 32 de infantería (“flecha roja”). Sirvió tanto en los cuarteles generales del regimiento como en una unidad de Inteligencia y Reconocimiento (I&R), la que, en escuadrones de siete u ocho hombres, iba reconociendo posiciones enemigas. Dijo no haber visto muchos combates, pero a su división le tocó responder a una intensa balacera en la isla Leyte. Hacia el final de la guerra le concedieron la Estrella de Bronce por su trabajo en la radio tras las líneas enemigas a lo largo del sendero traicionero de Villa Verde, sobre Luzón. La única herida que recibió fue cuando se quitó el casco para beber agua de un riachuelo y lo rozó la bala de un francotirador. Rawls se había abierto camino gradualmente hasta llegar al grado de Sargento durante su estancia en al Pacífico,

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pero fue degradado a soldado raso en Japón por rehusarse a castigar un soldado como le ordenó el Primer Teniente a quien el soldado había insultado. Habiendo declinado la oportunidad de conver-tirse en Oficial al final de la guerra, porque no quería permanecer más tiempo del necesario en la que consideraba una “institución deprimente” [“dismal institution”], Rawls dejó el ejército en enero de 1946. Seguía siendo un hombre enrolado y, otra vez, soldado raso. Como escribió en un breve esbozo biográfico (redactado con ocasión de una reunión del Colegio Kent en el aniversario 50 de su graduación) consideró su carrera en el ejército como “excepcional-mente carente de distinciones” [“singularly undistinguished”]. Y muy bien podría parecerle así en comparación con la de su hermano Bill, voluntario para la fuerza aérea aun antes de Pearl Harbor y piloto de bombarderos Liberator de cuatro motores en muchas misiones desde Italia al sur de Alemania, Austria y Polonia.

Como se observó previamente, antes de ingresar al ejército en 1943 Rawls había contemplado la posibilidad de estudiar para el sacerdocio. Sin embargo, ya en junio de 1945 sus experiencias en la guerra del Pacífico habían acabado con su creencia en la cristiandad ortodoxa, haciendo que rechazara, por equivocada, la idea de la su-premacía de la voluntad divina; había acabado también cualquier deseo de convertirse en sacerdote. En un breve ensayo redactado durante los años 90, titulado “On My Religion” [Sobre mi religión] Rawls describió este cambio con las siguientes palabras:

Me he preguntado con frecuencia por qué cambiaron mis creencias religiosas, especialmente durante la guerra. Comencé como creyen-te cristiano episcopal ortodoxo y abandoné esto por completo hacia junio de 1945. No pretendo entender en absoluto por qué cambiaron mis creencias, ni creo que sea posible comprender totalmente tales cambios. Podemos dejar constancia de lo sucedido, contar historias y hacer suposiciones, pero se deben tomar como lo que son. Puede haber algo sustancial en ellas, pero no es probable.

Se destacan en mi memoria tres incidentes: el de Kilei Ridge, la muer-te de Deacon y lo que oía y pensaba sobre el Holocausto. El primero ocurrió a mediados de diciembre de 1944. Había terminado la batalla de la Compañía F del 128o Regimiento de Infantería de la 32a División para tomar la sierra que mira sobre la población de Limon, en Leyte,

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y la compañía simplemente mantenía el terreno ganado. Un día vino un pastor luterano y durante la misa pronunció un breve sermón en el que dijo que Dios apuntaba nuestras balas hacia los japoneses a la vez que nos protegía de las suyas. No se por qué esto me hizo enojar tanto, pero ciertamente así fue. Reproché al pastor (quien era teniente primero) por haber dicho lo que yo suponía que él, siendo luterano, sabía perfectamente bien que eran sencillamente falsedades sobre la divina providencia. Qué razón distinta a la de tratar de reconfortar a las tropas, posiblemente, pudo haber tenido. La doctrina cristiana no debía usarse para eso, aunque supe perfectamente que lo fue.

El segundo incidente, la muerte de Deacon, ocurrió en mayo de 1945, a la altura del sendero de Villa Verde en Luzon. Deacon era un hombre espléndido; nos volvimos amigos y compartimos una tienda de cam-paña en el Regimiento. Un día el Sargento Primero vino donde no-sotros en busca de dos voluntarios, uno para que fuera con el Coronel a donde pudiera observar las posiciones japonesas, y otro para que le donara sangre a un soldado herido, la cual se necesitaba urgentemente en el pequeño hospital de campo en las cercanías. Ambos accedimos y el resultado de cada tarea dependería de quién tuviera el tipo de sangre que se requería. Como yo lo tenía y Deacon no, él fue con el Coronel. Debieron haber sido identificados por los japoneses, porque pronto 150 proyectiles de mortero cayeron en el lugar donde estaban. Saltaron a una trinchera para protegerse pero murieron de forma in-mediata cuando un proyectil de mortero también aterrizó allí. Estuve inconsolable y no podía apartar de mi mente tal incidente. No sé por qué este incidente me impresionó de tal manera, a no ser por mi apre-cio por Deacon, ya que la muerte era un acontecimiento común. Pero creo que produjo un efecto en mí de una manera a la que me referiré en un momento.

El tercero es realmente más que un incidente singular pues duró un largo período de tiempo. Según recuerdo, comenzó en abril en Asin-gan, donde el Regimiento estaba tomando un descanso del servicio [de combate] y consiguiendo reemplazos. Íbamos a las películas del ejérci-to que se exhibían por la tarde y también observábamos los reportes de noticias del servicio de información del ejército. Creo que fue allí donde escuché por primera vez sobre el Holocausto, cuando se dieron a conocer los primeros reportes de las tropas estadounidenses que venían de los campos de concentración. Por supuesto que mucho se había sa-bido con anterioridad a ese momento, pero no había sido información accesible a los soldados en el campo de batalla.

Estos incidentes, y especialmente el tercero tal como se llegó a conocer ampliamente, me afectaron de manera semejante. Esto tomó la forma

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de la pregunta por si la oración era posible. ¿Cómo puedo orar y pedirle a Dios que me ayude, que ayude a mi familia o a mi país, o cualquier otra cosa querida que me importe, si Dios no había salvado de Hitler a millones de judíos? Al Lincoln interpretar la Guerra Civil como el cas-tigo de Dios por el pecado de la esclavitud, merecido igualmente por el norte y por el sur, se ve a Dios como si actuara justamente. Pero el Holocausto no se puede interpretar de esa manera, y todos los intentos de hacerlo sobre los que he leído son horribles y perversos. Para inter-pretar la historia como la expresión de la voluntad de Dios, la voluntad de Dios tiene que concordar con las ideas más básicas de la justicia, tal como las conocemos. Pues ¿qué más puede ser la justicia más básica? Así, pronto comencé a rechazar también la idea de la supremacía de la voluntad divina como de igual forma horrible y perversa.

Los meses y años siguientes me llevaron a un rechazo creciente de mu-chas de las principales doctrinas de la cristiandad, y esta se volvió algo cada vez más y más ajeno a mí (…).

Al haber declinado así la idea de realizar estudios teológicos, Rawls comenzó sus estudios de postgrado en filosofía en Princeton a comienzos de 1946, gracias a la ley GI2. Luego de tres semestres, pasó el año 1946-1947 con una beca en la Universidad de Cornell, donde Malcolm y Max Black estaban trabajando sobre Wittgens-tein. Al año siguiente (1948-1949) estaba de vuelta en Princeton, escribiendo su tesis doctoral bajo la supervisión de Walter Stace. Después de haber completado su educación filosófica en Dublín, Stace fue Alcalde de Colombo (capital de Ceylán, hoy Sri Lanka) y, a pesar de sus deberes oficiales, continuó sus estudios filosóficos, especialmente de Berkeley y Hegel, e incluso escribió un libro, The Theory of Knowledge and Existence. Las tesis de Rawls enfocadas en valoraciones del carácter y desarrolladas en un procedimiento anti-fundacionista –en cierto modo semejante a su idea posterior del “equilibrio reflexivo”– para corregir los propios juicios morales ponderados [“considered moral judgments”3] iniciales sobre casos par-ticulares, tratando de explicarlos todos mediante un conjunto de

2 Ley promulgada después de la guerra (GI Bill) la cual reglamentaba que el gobierno pagaría los estudios de todas las personas interesadas en ingresar a la universidad que habían servido en el ejército. [N. de los T.]

3 En su sentido literal el adjetivo ‘considered’ significa ‘considerado’, pero más adecuadamente suele tradu-cirse en este contexto como ‘bien reflexionado’ o ‘bien establecido’. Optamos por ‘ponderado’ aquí y en lo sucesivo. [N. de los T.]

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principios morales. (Su primera publicación, “Outline of a Decision Procedure for Ethics” (1951) resume partes de esta obra). Mientras estaba terminando su tesis a finales de 1948, Rawls conoció a quién se convertiría en su esposa, Margaret (Mardy) Warfield Fox (nacida en 1927), quién era entonces estudiante de último año universitario en el Pembroke College de la Universidad de Brown. Se casaron en junio de 1949 y pasaron el verano en Princeton elaborando el Ín-dice del libro de Walter Arnold Kaufmann, Nietzsche: Philosopher, Psychologist and Anti-Christ (Princeton, 1950), a cambio de la exigua suma de 500 dólares.

Inclinada principalmente hacia el arte y la historia, campos en los que Rawls también tuvo interés toda su vida, Mardy desempeñó igualmente un papel cada vez más activo en la obra de su esposo, ayudándole con la corrección de pruebas, haciendo sugerencias de estilo y editando sus libros y ensayos. También le hizo notar la im-portancia de la igualdad de oportunidades para las mujeres. Cuando se casaron (después de tratarse durante sólo seis meses) le contó que sus padres optaron solamente por financiar la educación superior de sus dos hermanos, no la suya ni la de su hermana menor, pues con-sideraban que la educación de los muchachos era más importante. Mardy, en consecuencia, tuvo que aplicar a una beca académica completa en la Universidad de Brown, que obtuvo exitosamente, y se las arregló para pagar sus propios estudios universitarios –su Bache-lor of Arts– con ingresos adicionales provenientes de varios trabajos. La joven pareja decidió que darían las mismas oportunidades a sus hijas y a sus hijos. Y así lo hicieron, pues los cuatro hijos estudiaron con su apoyo: dos en la Universidad de Massachusetts en Amherst, y los otros dos en el Reed College y en la Universidad de Boston.

Rawls había ganado una beca para el año académico 1949-1950, por lo que le convenía pasar otro año en Princeton como estudiante, aunque su tesis estaba terminada en lo esencial. Durante ese año trabajó principalmente fuera del Departamento de Filosofía. En el período académico de otoño participó en un seminario de economía con Jacob Viner, y en la primavera tomó un seminario con Alpheus T. Mason, sobre la historia del pensamiento político y el derecho constitucional norteamericano, en el cual el texto principal era una

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antología editada por Mason: Free Government in the Making: Rea-dings in American Political Thought. En este seminario, Rawls estudió las concepciones más importantes sobre la justicia política que se habían articulado a lo largo de la historia de los Estados Unidos, y desarrolló cada una de ellas hacia una concepción sistemática de la justicia.

3. Carrera académica

Rawls enseñó los dos años siguientes (1950-1952) en calidad de instructor en el Departamento de Filosofía de Princeton. Eran los tiempos de las acusaciones y las audiencias del senador McCar-thy, de las que, no obstante, Princeton estuvo bastante aislada. A pesar de sus obligaciones de enseñanza, Rawls continuó sus estudios fuera de la filosofía. En el otoño de 1950, asistió a un seminario orientado por el economista William J. Baumol, que se centraba principalmente en Value and Capital, de J. R. Hicks y en Founda-tions of Economic Analysis, de Paul A. Samuelson. Estas discusiones continuaron durante la primavera siguiente, en un grupo de estu-dio informal. Rawls también estudió Elements of Pure Economics, de Leon Walras y Theory of Games and Economic Behavior, de John von Neumann y Oskar Morgenstern. Al mismo tiempo, entabló amistad con J. O. Urmson, un filósofo de Oxford que se encontraba en Prin-ceton como profesor visitante en 1950-1951. Gracias a Urmson, Rawls supo acerca de todos los interesantes desarrollos en la filosofía británica, particularmente en la de Oxford, la que pasaba enton-ces por una fase especialmente creativa gracias a John L. Austin, Gilbert Ryle, Herbert L. A. Hart, Isaiah Berlin, Stuart Hampshire, Peter Strawson, H. Paul Grice y R. M. Hare. Siguiendo el consejo de Urmson, Rawls aplicó a una beca Fulbright que efectivamente obtuvo, por lo cual pasó el año 1952-1953 en Oxford en calidad de miembro de la mesa directiva del Christchurch College de Urmson.

El año en Oxford fue el más importante filosóficamente para Rawls desde su primer año como estudiante de filosofía, bajo la in-fluencia de Malcolm (1941‑1942). Por intermedio de Urmson llegó a conocer a los filósofos más importantes de Oxford. Asistió a un

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curso magistral orientado por Herbert L.A. Hart, quien había sido recién promovido al profesorado y estaba exponiendo algunas de las ideas que más tarde publicaría en The Concept of Law. Le impresio-nó especialmente un seminario dictado en el invierno de 1953 por Berlin y Hampshire, con la participación activa de Hart, que com-prendía: Condorcet, el Contrato Social de Rousseau, Sobre la libertad de John Stuart Mill, Alexander Herzen, George E. Moore, y dos ensayos de John M. Keynes. Rawls siempre consideró este seminario como un modelo de excelencia en la enseñanza que él debería tratar de emular.

Durante este período, comenzó a desarrollar la idea de justificar los principios morales sustantivos mediante la referencia a un proce-dimiento deliberativo construido apropiadamente. Rawls dijo que la inspiración para esta idea pudo haber venido de un ensayo de Frank Knight, que menciona la organización de una situación comunica-tiva razonable. La idea inicial de Rawls era que los participantes deberían deliberar independientemente unos de otros y remitir sus propuestas de principios morales a un árbitro. Este proceso debería continuar hasta que se llegara a un acuerdo. Como con las versiones posteriores de la “posición original”, Rawls esperaba que se pudieran derivar resultados sustantivos a partir de una especificación exacta y justificada detalladamente de una situación hipotética, es decir, sin tener que implementar un procedimiento con participantes reales. En este punto su enfoque ha sido siempre diferente del enfoque de Jürgen Habermas de una situación ideal de habla4.

Tras su regreso de Oxford en 1953 Rawls aceptó el cargo de pro-fesor asistente en la Universidad de Cornell, donde fue promovido a profesor asociado con tenure en 1956. En los años cincuenta, Cor-nell tenía un Departamento de Filosofía bastante interesante, cuyo perfil fue moldeado por Malcolm y Black. Entre sus otros colegas estaban Rogers Albritton y David Sachs, quienes habían sido com-pañeros de estudio de Rawls en Princeton. El Departamento publi-

4 Esta referencia a Habermas aparece en el texto original de Pogge en el primer capítulo de su libro en alemán, no así en su versión al inglés: “In diesem Punkt unterschied sich sein Ansatz schon immer von Jürgen Habermas’ Idee einer idealen Sprechsituation”. [N. de los T.]

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caba (como lo sigue haciendo todavía) un periódico muy elogiado, el Philosophical Review, y Rawls se convirtió en uno de sus editores.

Aunque profesionalmente estaba muy satisfecho con su trabajo en Cornell, Rawls consideraba que la ubicación de la Universidad era una desventaja importante. Ithaca es una pequeña municipa-lidad en el Estado de New York, alejada cientos de millas de los centros culturales más cercanos de la ciudad de New York, Prince-ton, Filadelfia, Baltimore y Boston. Aunque la región es muy her-mosa, sus severos inviernos tienden a intensificar la sensación de aislamiento. Esta desventaja se acrecentó más en cuanto la familia Rawls tuvo rápidamente cuatro nuevos miembros: Anne Warfield (nacida en noviembre de 1950), hoy profesora de sociología en el Bentley College en Waltham, con dos hijos; Robert Lee (nacido en marzo de 1954), ahora diseñador de productos e ingeniero mecánico independiente, cerca a Seattle con un hijo y una hija; Alexander (Alec) Emory (nacido en diciembre de 1955), carpintero, capataz en la construcción de edificios y escritor, en Palo Alto, y Elizabeth (Liz) Fox (nacida en junio de 1957), una directora financiera, escri-tora eventual, diseñadora de modas y competitiva bailarina de salón en Cambridge, Massachusetts.

La oportunidad de dejar Ithaca, al menos temporalmente, sur-gió en 1959 cuando Rawls, que había publicado durante ese tiempo varios ensayos importantes5, fue invitado como profesor visitante durante un año a Harvard, donde su antiguo colega Albritton había asumido un cargo permanente. Rawls impresionó a muchos filósofos locales durante ese año (1959-1960), y el Massachusetts Institute of Technology (M.I.T.) le ofreció un cargo de profesor con tenure. El M.I.T. estaba entonces fuertemente concentrado en las ciencias y en la economía, pero también estaba empezando a construir una presencia importante en la filosofía, con un profesor asociado, Ir-ving Singer, y dos profesores asistentes, Hubert Dreyfus y Samuel Todes. Sin embargo, no había un departamento independiente y

5 Son estos: “Outline of a Decision Procedure for Ethics” (1951), “Review of Axel Hägerstrom’s Inquiries into the Nature of Law and Morals” (1951), “Review of Stephen Toulmin’s An Examination of the Place of Reason in Ethics (1951), “Two Concepts of Rules” (1955), “Justice as Fairness” (1957), “Review of A. Vilhelm Lundstedt’s Legal Thinking Revised (1959) [N. de los T.]

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los filósofos eran parte de una Facultad de Humanidades mucho más grande. Rawls aceptó la oferta y vino a ser el único profesor con tenure en el M.I.T. Esto le permitió fortalecer sus amistades en Harvard (especialmente con Burton Dreben) y continuar su vieja amistad con Albritton y con Sachs.

Resulta comprensible que la administración del MIT quisiera concentrar su presencia filosófica en la historia y la filosofía de la ciencia. Con la ayuda de Noam Chomsky y otros, Rawls debió cons-truir una subdivisión de las humanidades en ese campo, y para ello contrató a James Thompson y luego a Hilary Putnam. Habiéndo-le dedicado considerable tiempo y energía a un campo en el que personalmente tenía poco interés, fundamentalmente en el servicio administrativo, Rawls recibió complacido una oferta de Harvard en la primavera de 1961. No obstante, decidió posponer un año el traslado a fin de concluir exitosamente los cambios en el M.I.T. Rawls enseñó en el Departamento de Filosofía de Harvard desde 1962 hasta su retiro obligatorio en 1991. Con un permiso especial del Rector de Harvard, continuó enseñando, por un pago nominal, hasta que la primera de una serie de embolias cerebrales, en 1995, le hizo imposible la enseñanza.

4. La década turbulenta de 1962‑1971

Los años siguientes se dedicaron principalmente a la termina-ción de A Theory of Justice. En la medida de lo posible, Rawls procu-ró combinar el trabajo en su libro con sus deberes docentes. Algunos de sus cursos estaban basados, en parte, en borradores del libro, que en ocasiones se distribuían entre los estudiantes. Rawls también uti-lizó sus cursos para el estudio de las grandes figuras históricas de la filosofía política, comenzando en su primer año en Harvard con un curso sobre Kant y Hegel, para el que preparó un extenso ensayo sobre la filosofía de Hegel6.

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6 Estos ensayos, entre otros, se encuentran recogidos en su libro Lectures on the History of Moral Philosophy. Barbara Herman (ed.) Cambridge, Mass.: Harvard University Press, 2000. Trad. cast. de Andrés de Fran-cisco, Lecciones sobre la historia de la filosofía moral. Barcelona: Paidós, 2002. [N. de los T.]

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Políticamente, el final de los años sesenta estuvo dominado por la guerra de Vietnam. Desde su comienzo, Rawls consideró que esta guerra era injusta y reiteradamente defendió en público su opinión. Junto a su colega Roderick Firth tomó parte en una conferencia an-tiguerra en Washington, en mayo de 1967. En el período académico de la primavera de 1969, dictó el curso “Los problemas de la guerra”, en el cual discutía varias perspectivas acerca de si Estados Unidos estaba justificado para ir a la guerra en Vietnam (ius ad bellum) y en conducir tal guerra en la manera en la que la hizo (ius in bello). El úl-timo trimestre de este curso se canceló debido a una huelga general del cuerpo estudiantil de Harvard.

Rawls estaba profundamente preocupado por entender qué fa-llas en su sociedad podrían explicar la continuación tan feroz de una guerra tan claramente injusta, y qué podrían hacer los ciudadanos para oponerse a esta guerra. Con respecto a la primera pregunta, ve el problema principal en el hecho de que la riqueza está distribui-da de manera muy desigual y se convierte fácilmente en influencia política.

El proceso político de los Estados Unidos está estructurado de manera que permite a las personas ricas y a las empresas poderosas (entre las que se encuentran notablemente aquellas pertenecientes a la industria de la defensa), que predominen en la competencia política a través de sus contribuciones a los partidos y a las orga-nizaciones políticas. Escrita durante esa época, A Theory of Justice muestra rastros de esos pensamientos: “Aquellos dotados y motiva-dos de manera similar deberían tener básicamente la misma opor-tunidad de alcanzar las posiciones de autoridad política sin tener en cuenta su clase económica y social. (…) Históricamente uno de los principales defectos del gobierno constitucional ha sido el fracaso en asegurar el justo valor de las libertades políticas. (…) Las diferencias en la propiedad y en la riqueza que exceden con creces lo que es compatible con la igualdad política, han sido generalmente toleradas por el sistema jurídico”7. Esta crítica se amplía bastante en

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7 John Rawls, A Theory of Justice. Cambridge, Mass.: The Belknap press of Harvard University press, 1971, 225 f.

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un ensayo posterior: “The Basic Liberties and their Priority” (1983), donde también reprocha severamente a la Suprema Corte por blo-quear, en el caso Buckley vs. Valeo, la legislación sobre la reforma de las campañas electorales.

Con respecto a la segunda pregunta, Rawls estima importante fomentar una cultura pública donde la desobediencia civil y la ob-jeción de conciencia se entiendan y se respeten como apelaciones de la minoría a la conciencia de la mayoría8. En el contexto de esta discusión, Rawls ofrece una explicación muy breve de la ética inter-nacional9, que se elabora bastante (y en cierto modo se corrige) en su libro posterior The Law of Peoples (1999).

Fue esta segunda pregunta la que confrontó Rawls de mane-ra más inmediata. Muchos jóvenes no estaban dispuestos a pres-tar el servicio militar, que era obligatorio para los hombres hasta los 26 años de edad. El Departamento de Defensa había decidido no reclutar estudiantes con un buen promedio académico, dando con ello a los profesores un poder y una responsabilidad inusuales: una calificación reprobatoria podía causar que un estudiante fuera llamado a enlistarse en el servicio militar. Rawls pensaba que esos “aplazamientos 2-S” [“2-S deferments”] para los estudiantes eran in-justos, cuestión aparte de la injusticia misma de la guerra. ¿Por qué los estudiantes deberían ser tratados mejor que los otros, especial-mente cuando los padres ricos tienen una ventaja significativa para asegurar una plaza para sus hijos en una u otra institución educativa? Si de alguna manera se debe forzar a los hombres jóvenes a que par-ticipen en la guerra, entonces por lo menos los hijos de los ricos y de los bien relacionados deberían compartir ese destino de manera igual al resto. Si no son necesarios todos los jóvenes aptos, entonces el número requerido debe ser seleccionado por suerte.

Junto con siete colegas del Departamento de Filosofía (Al-britton, Dreben, Firth, Putnam– quien se había vinculado a Har-vard después de Rawls–, Stanley Cavell, G. E. L. Owen y Morton White –no Willard V. Quine ni Nelson Goodman–) y otros ocho de

8 John Rawls, A Theory of Justice. Op. cit., §56 – §59.9 Ibídem, pp. 377 – 79.

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Ciencia Política, entre los que se encontraban Judith (Dita) Shklar, Michael Walzer, Stanley Hoffmann, Harvey Mansfield y Edward Banfield, Rawls defendió esta posición y propuso su adopción en dos reuniones de la Facultad a finales de 1966 y principios de 1967. Hubo oposición a la propuesta por parte de algunos de sus colegas y también por parte de la administración de la Universidad (enca-bezada por el conservador Rector Nathan Pusey) por considerarla una interferencia inapropiada en asuntos externos a la Universidad. En respuesta a esta acusación, los proponentes pudieron señalar que el mismo Procurador General, Burke Marshall, había pedido a las universidades sus puntos de vista sobre la materia. Finalmente la propuesta se sometió a votación y fue derrotada. Pero el intenso des-acuerdo en relación con la guerra de Vietnam continuó en Harvard por muchos años.

Rawls pasó el año académico 1969-1970 en el Centro para Es-tudios Avanzados de la Universidad de Stanford, donde terminó finalmente A Theory of Justice. Llegó allí con un escrito a máqui-na de aproximadamente 200 páginas a espacio sencillo, que estaba corrigiendo continuamente mediante adiciones y sustituciones. Las partes corregidas eran escritas de nuevo por una secretaria, Anna Tower, y así el escrito a máquina crecía y proliferaba (con páginas insertas numeradas alfabéticamente) de manera tal que eventual-mente se hacía difícil de revisar. ¿Podemos imaginar todavía, sólo 35 años atrás, cómo la gente escribía libros sin las computadoras? Es más fácil para nosotros, gente de la era electrónica, imaginar la pérdida súbita de un libro en progreso. Esto es lo que casi le sucede a Rawls a fines de su año en Stanford. A comienzos de abril, el di-rector del Centro lo llamó alrededor de las 6 de la mañana con la terrible noticia de que algunas bombas incendiarias habían explo-tado en el Centro durante la noche, y concluyó diciendo: “a usted lo borraron” [“You have been wiped out”]. Rawls había dejado la últi-ma versión del escrito a máquina en el escritorio de su oficina, y la única versión que quedaba era la inicial del verano de 1969. Ocho meses de intensa labor parecían irrecuperablemente perdidos. Pero una vez más Rawls tuvo suerte. Su oficina había sido respetada en gran parte por las llamas y manuscrito simplemente había sufrido

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daño debido al agua. Aunque el precioso escrito a máquina estaba totalmente empapado, era todavía bastante legible. Rawls lo puso a secar y entonces lo usó como base para modificaciones posteriores.

En septiembre de 1970, Rawls regresó a Harvard y se convir-tió en el jefe del Departamento de Filosofía. Este exigente trabajo que requirió mucho tiempo se hizo más difícil todavía debido a las circunstancias políticas. Los miembros del Departamento tenían puntos de vista muy variados sobre la guerra y sobre los temas que ésta hacía surgir dentro de la Universidad. Putnam, por ejemplo, era miembro del Partido Laborista Progresivo Maoísta, mientras que Quine y Goodman sostenían puntos de vista conservadores. Estas diferencias intra-departamentales, aunque tratadas de manera cor-tés y civilizada, requerían de Rawls tiempo y energía extra. Como también debía encargarse de sus cursos, tenía que usar las tardes y las noches para el pulido final del escrito a máquina.

Rawls recuerda este año académico como el más duro de su carrera. Pero a finales del mismo tenía un texto con el que estaba satisfecho. Como el escrito a máquina estaba lleno de insertos, no tenía idea de su verdadera extensión y se quedó pasmado cuando la editorial de la Universidad de Harvard [H.U.P.] le mandó las 587 páginas de prueba para las correcciones y el Índice, el cual Rawls mismo preparó. El libro larga y ampliamente anticipado apareció en los Estados Unidos a finales de 1971.

5. Después de A Theory of Justice

Las décadas siguientes transcurrieron con mayor tranquilidad. Desde 1960, la familia Rawls ha vivido en Lexington, a unas ocho millas de Cambridge. Esta población está gobernada por cinco per-sonas selectas que son elegidas popularmente, que trabajan sin re-muneración y que integran la junta que diseña las políticas, y por una Asamblea Representativa del Pueblo conformada por 189 de-legados electos, que opera como legislatura local. Mardy Rawls ha sido miembro de la Asamblea del Pueblo por cerca de treinta años. En su calidad de tal, ha centrado sus esfuerzos en los asuntos de la planeación del uso de las tierras y la protección ambiental, y oca-

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sionalmente se ha comprometido profesionalmente en el trabajo de protección ambiental por el Estado de Massachusetts. Reciente-mente, ha continuado su carrera artística, comenzada originalmen-te en la Universidad de Brown. Sus acuarelas se han exhibido en varios sitios (incluida la Universidad de Harvard), y uno de ellos, un retrato de Lincoln, adornó la oficina de Rawls en Harvard. Uno de los retratos de su esposo aparece en la portada de The Cambridge Companion to Rawls, editado por Samuel Freeman.

Rawls mismo continuó dedicando la mayor parte del tiempo a su trabajo intelectual, que llevó a cabo principalmente en su casa. También continuó interesado en el trabajo artístico de su esposa, y disfrutó varios viajes en velero a lo largo de la costa de Maine. Trató de conservarse en buena salud manteniendo un estricto régimen de dieta y ejercicio regular. Sin embargo, en 1983 tuvo que interrumpir su ejercicio de una hora diaria porque se lesionó un tendón saltando la cuerda. Se cambió al ciclismo, ya que gracias a una bicicleta está-tica podía practicarlo todo el año.

En 1979 Rawls fue promovido al rango académico más alto en Harvard, a saber, a profesor universitario. Los miembros de este ex-clusivo grupo no solamente reciben un salario especialmente alto, sino también completa libertad con respecto a su enseñanza: si de-sean pueden ofrecer cursos en otros departamentos u omitir la en-señanza en un período académico para dedicarlo a la investigación (aunque Rawls no hizo uso de estas prerrogativas). Harvard tenía entonces ocho cátedras universitarias y a Rawls se le asignó la Cáte-dra Universitaria James Bryant Conant, llamada así en honor a un antiguo Rector de Harvard, en la cual le había precedido Kenneth Arrow, economista laureado con el premio Nobel.

Rawls enseñó en Harvard hasta 1995. Sus colegas más cerca-nos allí fueron Albritton (quien pronto partió para Los Ángeles) y Dreben, así como Firth, Cavell, Dita Shklar, Charles Fried, y en los años siguientes también los recién llegados, Thomas M. (Tim) Scanlon, Amartya K. Sen y Christine Korsgaard, vinculados no mu-cho tiempo antes del retiro de Rawls. Solamente salió de Massa-chusetts por el año en Stanford (1969-1970), un año sabático en la

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Universidad de Michigan (1974-1975), un período académico en el Instituto para Estudios Avanzados de Princeton (otoño de 1977) y otro período académico en Oxford (primavera de 1986). En Michi-gan se hizo amigo de William K. Frankena y de Richard B. Brandt; en Oxford se reunió de nuevo con muchos de sus antiguos amigos del año 1952-1953 (En particular con Hart, Hampshire y Berlin) así como con Philippa Foot, quien había sido profesora visitante en el M.I.T. a comienzos de los años sesenta.

Como antes, Rawls invirtió mucho esfuerzo en sus cursos (nor-malmente tres por año, divididos durante los dos semestres), que siempre fueron muy concurridos y respetados. Ofreció regularmente dos cursos históricos, aunque con lecturas algo variables, sobre Fi-losofía Moral (Butler, Hume, Kant, Sidgwick) y Filosofía Política y Social (Hobbes, Locke, Rousseau, Mill, Marx y algunas veces tam-bién A Theory of Justice). Estos cursos estaban abiertos a estudiantes de postgrado y a estudiantes avanzados de pregrado, y generalmente contaban con una inscripción de 30 a 50 estudiantes. Consistían en dos excelentes conferencias por semana (que con frecuencia Rawls resumía para los estudiantes en una sola hoja escrita a mano) más una sesión de discusión de una hora que dirigía Rawls mismo para los estudiantes de postgrado, y para los de pregrado la dirigía un estudiante avanzado de postgrado. Aún si la conferencia había sido dictada muchas veces con anterioridad, la preparaba para cada clase examinando de nuevo los textos primarios y familarizándose con todas las fuentes secundarias nuevas e importantes. No resulta sor-prendente, entonces, que muchos estudiantes de postgrado hayan asistido al mismo curso año tras año para profundizar sus conoci-mientos en la materia y para tomar parte en el desarrollo del pensa-miento de Rawls.

He esbozado la imagen de una persona muy seria, lo cual es esen-cialmente cierto respecto a Rawls, quien además siempre se sentía incómodo cuando debía dirigirse a grupos muy numerosos de perso-nas, especialmente con extraños y más aún cuando él era el centro de atención, por ejemplo, cuando debía dictar una conferencia pú-blica. En tales ocasiones podía parecer tenso o tímido y algunas ve-

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ces su tartamudez le molestaba todavía. En el salón de conferencias de Harvard, sin embargo, estos problemas escasamente se notaban, especialmente después de la primera o la segunda semana del perío-do académico. Para entonces la audiencia ya se había hecho familiar y ocasionalmente Rawls incluso decía un chiste, siempre de manera inexpresiva, de modo que los estudiantes tardaban un momento en captar que efectivamente Rawls había hecho un chiste. En ambien-tes informales, tales como un almuerzo con una compañía conocida, o en cualquier caso con pocas personas, Rawls se sentía muy a sus anchas y hablaba con sensibilidad y calidez acerca de la vida y de los problemas de los otros, o sobre cualquier tema dentro de un amplio rango, tal como la política, la meteorología, la vida académica, la nutrición sana o una película reciente sobre la guerra de los Estados Unidos en Vietman. En tales ocasiones se le notaba muy animado, incluso bromista, y realmente se divertía. Quizás solamente algunos entre nosotros, los más jóvenes, llegamos a conocer este aspecto de su personalidad, yo lo hice sólo después de haber concluido mi tesis doctoral, especialmente a través de las conversaciones que tuvimos para la preparación de un libro que publiqué recientemente10.

Rawls también dictó regularmente seminarios de postgrado y cursos tutoriales (cursos similares a los seminarios, para 4 a 6 estu-diantes avanzados de filosofía de pregrado) en los cuales discutían las obras nuevas importantes en la ética y la filosofía política, así como también otros temas relacionados, tales como la libertad y la fortaleza de la voluntad (Kant y Donald Davidson).

También, por supuesto, dirigía tesis doctorales y a través de los años entrenó un impresionante grupo de filósofos que incluye a Da-vid Lyons (ahora en la Universidad de Boston), Tom Nagel (Uni-versidad de New York), Tim Scanlon (Harvard), Onora O’Neill (Cambridge), Alan Gibbard (Michigan) y Sissila Bok (Brandeis) en los años sesenta; Norman Daniels (Facultad de Salud Pública

10 Thomas Pogge, John Rawls: His Life and Theory of Justice. Op. cit. El contenido de este libro es el siguiente: 1. Biography. 2. The Focus on the Basic Structure. 3. “Justice as Fairness”. 4. The Second Principle of Justice. 5. The First Principle of Justice. 6. A Rawlsian Society. 7. On Justification. 8. The Reception of Justice as Fairness. 9. The Law of Peoples. 10. Appendix. [N. de los T.]

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de Harvard), Michael Stocker (Syracuse), Tom Hill (Chapel Hill), Barbara Herman (Universidad de California en Los Ángeles), Ste-ven Strasnik, Josh Cohen (M.I.T.), Marcia Homiak (Occidental) y Christine Korsgaard (Harvard) en los años setenta; y desde enton-ces, Jean Hampton (fallecido, quien estuvo en la Universidad de Arizona), Adrian Piper (artista en New York), Arnold Davidson (Chicago), Andrews Reath (Universidad de California en River-side), Nancy Sherman (Georgetown), Thomas Pogge (Columbia), Daniel Brudney (Chicago), Sam Freeman (Pennsylvania), Susan Neiman (Einstein Forum, Potsdam), Sibyl Schwarzenbach (Uni-versidad de la Ciudad de New York), Elizabeth Anderson (Michi-gan), Hannah Ginsborg (Universidad de California en Berkeley), Henry Richardson (Georgetown), Paul Weithman (Notre Dame), Sharon Lloyd (Universidad de Southern California), Michelle Mo-ody-Adams (Cornell), Peter de Marneffe (Universidad estatal de Arizona), Hilary Bok (Johns Hopkins), Erin Kelly (Tufts) y An-thony Laden (Universidad de Illinois en Chicago).

Esta lista demuestra que Rawls hizo mucho para hacer posible y atractiva la carrera profesional en filosofía para las mujeres. Tam-bién demuestra que la mayoría de los buenos departamentos de fi-losofía en los Estados Unidos, cuentan ahora por lo menos con un estudiante prominente de Rawls. Es notable que muchos de estos estudiantes no solamente han producido textos creativos y origina-les en filosofía política y moral, sino también obras excelentes de erudición histórica. Aunque Rawls mismo haya publicado sólo algu-nos de sus muchos escritos históricos muy tarde en su vida (Lectures on the History of Moral Philosophy, 2000), hizo mucho para ampliar y mejorar el estudio de la historia de la filosofía política y moral en los Estados Unidos. Este logro de su docencia es celebrado en un volumen de ensayos de sus estudiantes, Reclaiming the History of Ethics: Essays for John Rawls, que le ofrecieron como regalo cuando cumplió 75 años.

Debido a sus cualidades docentes y al enfoque y la presentación interdisciplinarias de su obra, Rawls también ejerció un impacto du-radero sobre muchos otros estudiantes que recibieron sus clases en

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pregrado y postgrado en ciencia política, derecho o economía. Ellos han llevado la influencia de su enseñanza y de sus escritos al ámbito de estas disciplinas afines y han ayudado a hacer su recepción más precisa y comprensiva.

Tristemente, Rawls sólo disfrutó saludable cuatro años de vida luego de su retiro. En una conferencia sobre su obra en California en 1995, sufrió la primera de una serie de embolias cerebrales que le causaron una declinación mental y física sustancial. Sin embargo, con notable disciplina y contando con la incansable ayuda de su esposa y de algunos antiguos estudiantes, llevó el trabajo de su vida hacia su culminación mediante varias publicaciones planeadas con mucha antelación que explican, defienden, extienden y también re-visan su teoría de la justicia.

Su libro Political Liberalism (1993) incluye muchas de tales adi-ciones y mejoras, pero tiene un enfoque diferente al de A Theory of Justice en la medida en que elabora el rol que la teoría de la justicia debe desempeñar en una sociedad democrática y en la vida de sus ciudadanos. Al hacer esto, se refiere de modo destacado a la relación entre religión y democracia, así como a las condiciones para que sean compatibles. La perspectiva de Rawls sobre esta cuestión se en-cuentra expresada más claramente en su ensayo posterior “The Idea of Public Reason Revisited” incluido en sus Collected Papers (1999), el cual contiene casi la totalidad de sus ensayos publicados desde 1951. Justice as Fairness: A Restatement (2001) resume una concepción de justicia modificada, que va más allá de los cambios introducidos en la edición revisada de A Theory of Justice (1999), la cual incluye sólo revisiones hechas antes, en 1975. The Law of Peoples (1999) extiende esta teoría a las relaciones internacionales, mejorando y ampliando significativamente una conferencia de idéntico titulo que había dictado para Amnistía Internacional seis años antes. Un segundo volumen de sus conferencias y clases sobre historia, en esta ocasión sobre filosofía política, fue editado por Samuel Freeman con la ayuda de la esposa de Rawls, Mardy, y apareció como su último libro hace poco tiempo.

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6. El sentido del proyecto de Rawls

Toda su vida Rawls estuvo interesado en la cuestión de si la vida humana es rescatable y hasta qué punto lo es: si es posible para los seres humanos, individual y colectivamente, vivir de manera que sus vidas valgan la pena vivirse o, en palabras de Kant, de modo que exista valor en el vivir de los seres humanos sobre la tierra. Esta cuestión se relaciona estrechamente con el mal en la naturaleza hu-mana, con la que Rawls, todavía bajo la influencia de su formación religiosa, había estado tan fascinado durante sus años estudiantiles. Pero incluso la vida de alguien cuya conducta y carácter son irrepro-chables, puede parecer carente de valor. Tanto tiempo y energía hu-manos se desperdician en proyectos personales y profesionales que finalmente son inútiles, no promueven realmente la excelencia y el florecimiento humanos. A la luz de tales pensamientos, Rawls trató de llevar una vida valiosa en parte intentando mostrar qué podría hacer valiosa la vida humana.

Enfocó estas contribuciones al plano político: ¿Es posible con-cebir una sociedad en la cual la vida colectiva de los seres humanos pueda ser valiosa? Uno se puede imaginar todo tipo de cosas, por supuesto. Para que tenga sentido, la pregunta debe entenderse en un sentido realista, esto es, dentro del contexto de las circunstan-cias empíricas de este mundo y de nuestra naturaleza humana. La pregunta es entonces si podemos concebir una utopía realista, una sociedad ideal que se pueda alcanzar a partir del presente en una trayectoria de transición que sea creíble y que, una vez alcanzado, se pueda mantener en el mundo tal como es. Al construir tal utopía realista, Rawls ha buscado mostrar que el mundo es bueno al menos en este sentido de hacer posible la vida colectiva valiosa de los seres humanos.

Ahora bien, se podría pensar que nuestra valoración de la bon-dad del mundo no debería afectarse por una demostración mera-mente teórica del ordenamiento social que sería ideal y estable, que incluso se podría alcanzar desde donde estamos. Lo que importa es la calidad moral de nuestra vida colectiva real. Pero Rawls sostuvo

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una perspectiva diferente: sin negar que el actual logro político de un mundo social ideal es importante, creyó que una creencia bien fundamentada en la posibilidad de alcanzarlo nos puede reconciliar con el mundo. Mientras tengamos suficiente confianza en que entre los seres humanos es posible de modo realista un orden social auto-sostenible y justo, podemos esperar que nosotros u otros, algún día, en alguna parte, lo logren, y podremos entonces también trabajar para conseguirlo. Al modelar una utopía realista como meta moral final para nuestra vida colectiva, la filosofía política puede proveer la inspiración que disipe los peligros de la resignación y el cinismo, y puede enriquecer el valor de nuestras existencias incluso hoy.

El 24 de noviembre de 2002 John Rawls falleció en su hogar en Lexington, con su esposa Mardy junto a él, después de una rápida pero indolora declinación de su salud. El martes 3 de diciembre, día de su funeral en la First Parish Church junto al campo de Lexington, la Alcaldía de Lexington11, en una inusual muestra de respeto para un filósofo, hizo ondear la bandera a media asta sobre el histórico campo de batalla “como homenaje a la memoria de John Bordley Rawls, cuya sabiduría y honor inspiraron a muchos de nosotros”

11 Obsérvese sobre el particular, http://www.eyewitnesstohistory.com/lexington.htm [N. de los T.]

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Modelos alternativos de democracia deliberativa.Una aproximación al estado del arte*Recibido: enero 18 de 2010 | Aprobado: febrero 24 de 2010

Oscar Mejía Quintana**[email protected]

La democracia deliberativa, concepto inferido de los modelos de democracia constitucional de Rawls y de democracia discursiva de Habermas, se

ve confrontada posteriormente por una serie de reacciones críti-cas que en sus proyecciones alternativas radicalizan la propuesta rawlsiano-habermasiana en las interpretaciones de la tercera Es-cuela de Frankfurt, la de Negri y Hardt y la del republicanismo. El artículo presenta la cartografía de este debate en la perspectiva de sugerir sus diferencias, tensiones y encuentros que permitan ubicarnos en lo que constituye uno de los debates teóricos y empí-ricos determinantes de la teoría política del siglo XXI.

Palabras claveDemocracia deliberativa, democracia constitucional, democracia discursiva, estado de excepción, violencia ética.

Alternative models of Deliberative Democracy. An ap‑proach toward the state of the art

Deliberative democracy, the concept that comes from the models of constitutional democracy and discursive democracy, defended respectively by

Rawls Habermas, is confronted lately by several critical reactions that make more radical its alternative projections of the proposal of Rawls and Habermas approaches in the interpretations of the Third Frankfurt School, as well as republicanism and Negri and Hardt. This essay show the cartography of this debate suggesting its differences, tensions and affinities, which let us take place in that that constitute one of the most key theoretical and empiric debates in the political theory of XX century.

Key wordsDeliberative democracy. Constitutional democracy. Discursive democracy. State of exception. Ethical violence.

Resumen

Abstract

* Este artículo se inscri-be en la línea “Cultura política y democracia” del Grupo de investi-gación Cultura Política, Instituciones y Globali-zación (clasificado B en Colciencias), adscrito al Departamento de Cien-cia Política de la Uni-versidad Nacional de Colombia.

** Doctor en Filosofía Po-lítica, Pacific Western University, Los Ángeles. Profesor Titular, De-partamento de Ciencia Política, Facultad de De-recho, Ciencias Políticas y Sociales, Universidad Nacional de Colombia.

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Introducción

A partir de los setenta, en el marco de la crisis del estado de bienestar y del régimen de acumulación fordista, el capitalismo glo-bal intenta no solo reconceptualizar su noción de sistema político adaptable al entorno sino también, y en consonancia, replantear el modelo de democracia participativa y Estado social (Offe, 1990), (Dubiel, 1993). En este contexto es que se consolida, por un lado, el planteamiento luhmanniano de un sistema político autorreferen-te, clausurado operativamente al entorno, así como las propuestas de Estado Mínimo de Nozick y contrato constitucional restringido de Buchanan, funcionales al nuevo régimen global de acumulación posfordista, y el modelo de democracia funcional restringida de Dahl, donde el poder se desplaza del pueblo y la ciudadanía a las elites tecnocráticas de las facciones de clase, incluso en la interpre-tación de un (contra)poder global en Beck (Luhmann, 1994, 1999), (Dahl, 1991), (Nozick, 1990), (Buchanan, 1975), (Beck, 1999).

Paralelamente se va consolidando una crítica postliberal a la democracia liberal de mayorías en el modelo de democracia consen-sual rawlsiano y más tarde, desde la tradición marxista crítica, un modelo de democracia discursiva habermasiano igualmente alterna-tivo que, pese a la caída del muro de Berlin y la supuesta “victoria” de la democracia liberal, comienza a poner en entredicho la supues-ta hegemonía conceptual de la misma. De estos modelos de Rawls y Habermas se inferirá lo que el estado del arte denominará demo-cracia deliberativa, que progresivamente irá sitiando teóricamente a la democracia liberal, y que enseguida se multifurca en varias in-terpretaciones desde los diferentes paradigmas políticos contempo-ráneos. En esto se origina que encontremos versiones de la misma en Rawls, el republicanismo y el neomarxismo angloamericanos y europeo, el marxismo analítico y el utilitarismo, entre otros (Rawls, 1996, 2002), (Sandel, 1996), (Gutmann & Thomson, 1996), (Els-ter, 1998), (Bohman, 1996), (Benhabid, 1996).

Pero la democracia deliberativa sufre a su vez un cuestionamien-to por una serie de reacciones críticas que en sus proyecciones alter-

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nativas radicalizan la propuesta rawlsiano-habermasiana –lo que se calificó como la eclosión de teorías democráticas–. De ahí las tres variantes a nivel de la teoría política que se trifurcan en tres versio-nes que, además de confrontar al modelo sistémico, radicalizan el modelo de democracia deliberativa.

Una primera variante es el de la democracia radical con una versión proveniente de la tradición heterodoxa de la Escuela de Frankfurt, particularmente de la segunda y tercera generación de la Teoría Crítica, y otra en la propuesta de Laclau & Mouffe (Well-mer, 1996), (Dubiel, 1997, 2000), (Laclau & Mouffe, 1987). Una segunda variante, de democracia real o absoluta, en la versión mar-xista semiortodoxa de Negri & Hardt, heredera del marxismo ita-liano y el postestructuralismo francés (Negri, 2003, 1994), (Negri & Hardt, 2001, 2003, 2004). Y una tercera variante, inscrita en el amplio abanico del republicanismo (Pettit, 1999). Frente a los modelos anteriores, se han planteado unos puntos de fuga, frente a la democracia liberal en las lecturas, más agudas y no muy lejanas a aquellas, de Virno, Agamben y Žižek (Virno, 2003), (Agamben, 2004), (Žižek, 2004, 2004: 67‑78; 79‑88; 107‑117).

En ese orden, la hipótesis de trabajo que se buscará explorar será la siguiente: el modelo de democracia constitucional de John Rawls y política deliberativa de doble vía de Jürgen Habermas, de donde el estado del arte ha fundamentado la denominación de de-mocracia deliberativa, se ve confrontado por una serie de reacciones críticas que en sus proyecciones alternativas radicalizan la propuesta rawlsiano-habermasiana (en lo que se ha denominado la eclosión de teorías democráticas y la socialización de la política) en las interpre-taciones de la tercera Escuela de Frankfurt en torno a la democracia como dispositivo simbólico, las negri-hardtianas de la democracia real de la multitud y la republicana de la democracia disputatoria que permiten rescatar la defensa activa de la constitución, confron-tando con ello los modelos de democracia restringida propiciados originalmente por el neoliberalismo filosófico, frente a todos los cuales se configuran varios puntos de fuga que buscan desbordar la democracia liberal desde las figuras del éxodo (Virno), la consti-

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tucionalización del estado de excepción (Agamben) y la violencia ética (Žižek).

En lo que sigue se presentará la extensa geografía de este debate, básicamente con el objeto de ubicar los hitos significativos de su cartografía, en la perspectiva de sugerir sus diferencias, tensiones y encuentros que permitan ubicar al interesado en lo que constituye, sin lugar a dudas, uno de los debates teóricos y empíricos determi-nantes de la teoría política del siglo XXI.

1. La Democracia Consensual y Discursiva

1.1. Crítica consensual a la democracia liberal

La Teoría de la Justicia (1971) representa una crítica de carácter postliberal a la democracia liberal decimonónica y funcional, opo-niendo al modelo de democracia de mayorías un modelo consensual donde la posibilidad de desobediencia civil deviene un puntal estruc-tural de la legitimidad del sistema y el reconocimiento y subsunción de la disidencia el imperativo, moral y político, del ordenamiento. La Teoría de la Justicia termina de redondear la crítica al utilitarismo que Rawls había emprendido 20 años atrás, cuando decide acoger la tradición contractualista como la más adecuada para concebir una concepción consensual de justicia, inaugurando con ello un proyec-to alternativo, similar al de Habermas, que hoy se inscribe en lo que ha dado por llamarse democracia deliberativa (Rawls, 1979).

Para ello concibe un procedimiento de consensualización, la po-sición original, de la que se derivan, en condiciones simétricas de libertad e igualdad argumentativas, unos principios de justicia que orientan la construcción institucional de la estructura básica de la sociedad, a nivel político, económico y social. En ella ya es evidente el bosquejo de una nueva teoría constitucional que rebalancea las dimensiones de la moral, la política y el derecho o, si se quiere, las de la legitimidad, la validez y la eficacia en una nueva fórmula que sin duda es donde reside el impacto de la teoría rawlsiana.

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El planteamiento rawlsiano genera un debate sin precedentes en el campo de la filosofía moral, política y jurídica que, aunque se ini-cia en los Estados Unidos, se extiende rápidamente a Europa y otras latitudes por sus implicaciones para la reestructuración institucional de la democracia liberal decimonónica, en el marco tanto de una severa crisis de legitimidad como de una tendencia globalizadora, de carácter neoconservador –en nuestras latitudes, neoliberal– que exige radicales reformas internas a la misma.

Las primeras reacciones a la propuesta rawlsiana, en la misma década del 70, van a provenir, desde la orilla liberal, de los modelos neocontractualistas de Nozick y Buchanan, siguiendo a Hobbes y Locke respectivamente, y más tarde, aunque en forma menos sis-temática, la del mismo Hayek. Un tanto tardía, diez años después, Gauthier igualmente se inscribe en el marco de esta crítica liberal a Rawls. Todas teniendo como denominador común la reivindicación de la libertad sin constricciones, la autorregulación de la economía sin intervencionismo estatal, la minimización del Estado y la rei-vindicación del individuo y su racionalidad instrumental, de don-de se deriva claramente un modelo de adjudicación constitucional que prioriza las libertades individuales (Nozick, 1988), (Buchanan, 1975), (Hayek, 1995), (Gauthier, 1994).

Iniciando la década de los 80 se origina la reacción comunitaris-ta de MacIntyre, Taylor, Walzer y Sandel que da origen a una de las más interesantes polémicas filosófico‑políticas del siglo XX quienes configuran una especie de versión contemporánea de los “Jinetes del Apocalipsis” por lo radical de la misma y la sustancial confrontación que le plantean a todo el proyecto liberal de la modernidad. De allí también logra inferirse, en especial en el caso de Sandel, un modelo de adjudicación constitucional de corte comunitarista-republicano (MacIntyre, 1981), (Taylor, 1989), (Walzer, 1983), (Sandel, 1982), (Mulhall & Swift, 1992).

Dworkin, con su propuesta de una comunidad liberal y la necesi-dad de que el liberalismo adopte una ética de la igualdad, fundamen-ta la posibilidad de que, coexistiendo con sus principios universales de tolerancia, autonomía del individuo y neutralidad del Estado,

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el liberalismo integre valores reivindicados por los comunitaristas como necesarios para la cohesión de la sociedad, tales como la soli-daridad y la integración social, en un nuevo tipo de “liberalismo in-tegrado o sensible a la comunidad” (Dworkin, 1996). Mientras que Will Kymlicka tercia en toda esta discusión intentando crear una teoría liberal sensible a los supuestos comunitaristas que equilibre tanto los derechos humanos, irrenunciables para la tradición libe-ral, como los derechos diferenciados en función de grupo, aquellos que permitirían la satisfacción de las exigencias y reivindicaciones de las minorías culturales que no pueden abordarse exclusivamen-te a partir de las categorías derivadas de los derechos individuales (Kymlicka, 1995).

La discusión se revigoriza con la publicación del libro de Rawls, Political Liberalism, en sus dos ediciones de 1993 y 19971. Liberalis-mo Político representa la asunción crítica de los argumentos comu-nitaristas, mediado por la lectura tanto de Hegel, y sus conceptos de reconciliación y eticidad, como de la tradición republicana, y su concepto de deliberación ciudadana, permitiéndole a Rawls su ruptura definitiva con el liberalismo doctrinario y su concreción de un modelo de sistema político normativamente incluyente donde, sin embargo, el acento en la posibilidad de la desobediencia civil se ve reemplazado por la capacidad de consensualización política del sistema (Rawls, 1996).

En efecto, para Rawls la concepción más apropiada para espe-cificar los términos de cooperación social entre ciudadanos libres e iguales, dado un contexto democrático compuesto por una diversi-dad de clases y grupos a su interior, es la de un pluralismo razonable de doctrinas omnicomprensivas razonables en el marco de una cul-tura tolerante y unas instituciones libres. El fundamento normativo de este pluralismo razonable debe ser, según Rawls, una concepción política de la justicia consensualmente concertada por el conjunto de sujetos colectivos comprometidos con una sociedad. El pluralis-mo razonable tiene como objetivo la obtención de un consenso en-

1 Ver, sobre esta segunda etapa del debate comunitarista-liberal, el ensayo de Alessandro Ferrara, “Sobre el concepto de comunidad liberal” (1994: 122-142).

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trecruzado (overlapping consensus), el cual constituye el constructo principal de la interpretación rawlsiana sobre una democracia con-sensual. El consenso entrecruzado viene a ser el instrumento proce-dimental de convivencia política democrática que solo a través de él puede ser garantizada (Rawls, 1996: 165-205; 2002: 254-258).

Este liberalismo consensual, que Rawls califica como político en oposición al liberalismo procedimental, formalista y de mayorías, cuya fuerza y proyección reside en la flexibilidad y transparencia del procedimiento político de deliberación e intersubjetividad ciudada-nas, supone la existencia en el seno de la sociedad de varias doctri-nas omnicomprensivas razonables, cada una con su concepción del bien, compatibles con el pluralismo que caracteriza a los regímenes constitucionales. La concepción política de la justicia es el resulta-do del consenso entrecruzado de la sociedad, definiendo principios y valores políticos constitucionales suficientemente amplios como para consolidar el marco de la vida social y especificar los térmi-nos de cooperación social y política que este liberalismo consensual intenta sintetizar y sobre los cuales los ciudadanos, desde su plena libertad de conciencia y perspectiva omnicomprehensiva, concilian con sus valores políticos y comprensivos particulares.

El procedimiento de consensualización política para lograr ello debe cumplir determinadas etapas. Una primera la constituye lo que Rawls denomina el consenso constitucional que es la respuesta rawl-siana a la figura del contrato constitucional buchaniano. Esta etapa define los procedimientos políticos de un sistema constitucional de-mocrático para moderar el conflicto social, abriendo el poder a los grupos que luchan por él. Esto propicia un momento intermedio de convivencia ciudadana, cuya característica esencial es generar un espectro de virtudes cívicas que al propiciar un clima de razona-bilidad, de espíritu de compromiso, de sentido de equidad política y de reciprocidad, sienta las condiciones mínimas de deliberación pública necesarias para la etapa subsiguiente.

La segunda etapa es la del consenso entrecruzado, el consen-so de consensos, que fijará el contenido de la concepción pública de justicia que determinará el carácter de la estructura básica de la

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sociedad. Fruto de la más amplia deliberación ciudadana, incluye para su proyección la consideración de un mínimo de bienes socia-les primarios y no solo libertades políticas, y, por tanto, los grupos políticos deben plantear alternativas que cubran la estructura básica y explicar su punto de vista en una forma consistente y coherente ante toda la sociedad.

El espacio donde el consenso entrecruzado se constituye es el foro público de la discusión política, donde los diferentes grupos políticos rivales y sujetos colectivos presentan sus correspondientes perspectivas. Ello supone romper el estrecho círculo de sus concep-ciones específicas y desarrollar su concepción política como justifi-cación pública de sus posturas. Al hacer ello, deben formular pun-tos de discusión sobre la concepción política de la justicia, lo cual permite la generalización del debate y la difusión de los supuestos básicos de sus propuestas.

La concepción rawlsiana del liberalismo político se cierra con el momento de la razón pública. Rawls comienza recordando que la prioridad de la justicia sobre la eficacia y el bienestar es esencial para toda democracia consensual. Tal prioridad significa que la con-cepción política de justicia impone límites a los modelos de vida permisibles y los planes de vida ciudadanos que los transgredan no son moralmente justificables ni políticamente legítimos. La misma define una noción de neutralidad consensual sin acudir a valores morales legitimatorios y sin ser ella misma procedimentalmente neutra (Rawls, 2002: 128-135).

La razón pública no es una razón abstracta y en ello reside la diferencia con la noción ilustrada de razón. Posee cuestiones y foros concretos donde se expresa y manifiesta. En una sociedad compleja su expresión es, primero que todo, una razón ciudadana donde sus miembros, como sujetos colectivos son quienes, en tanto ciudada-nos, ejercen un poder político y coercitivo, promulgando leyes y enmendando su constitución cuando fuere necesario.

La razón pública no se circunscribe al foro legislativo sino que es asumida por la ciudadanía como criterio de legitimación de la es-tructura básica de la sociedad en general, es decir, de sus institucio-nes económicas, políticas y sociales, incluyendo un índice de bienes

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sociales primarios consensualmente concertado. El contenido de la razón pública es, pues, el contenido de los principios fijados por la concepción de justicia públicamente concertada y aunque su prin-cipal expresión, en un régimen democrático, es el Tribunal Cons-titucional, los esenciales constitucionales que este debe preservar y defender son los derivados del consenso político de los diferentes sujetos colectivos que componen la ciudadanía (Mejía, 1996).

1.2. La democracia discursiva

El programa de investigación de Jürgen Habermas, desarrollado a lo largo de su vida en tres grandes momentos teóricos, responde a dos propósitos centrales: primero, la refundamentación epistemoló-gica del materialismo histórico con base en el análisis de las condi-ciones reales de emancipación que se evidencian en el capitalismo tardío y, segundo, articulado con ello, la reconstrucción normativa de la legitimidad en las sociedades complejas.

El pensamiento de Habermas puede interpretarse como una pro-puesta integral de la teoría política, moral y jurídica contemporánea en tres orientaciones que, a su vez, constituyen tres etapas en el desarrollo del mismo. En una primera etapa, Habermas propugna por redefinir los nuevos términos de la problemática política en el capitalismo tardío, derivando de ello un proyecto de reconstrucción del materialismo histórico así como asignándole a la comunicación un papel específico en el contexto de ello.

En una segunda etapa, su reflexión se centra en la fundamenta-ción de una teoría de la acción comunicativa como estrategia cen-tral de relegitimación de la sociedad capitalista, a partir de un agudo e implacable diagnóstico de la colonización que sobre el mundo de la vida ha ejercido el derecho, generando un proceso de desintegra-ción acelerada a su interior en cuyo contexto se desarrolla su teoría de la argumentación. Estrategia que Habermas complementa con la concepción de su ética discursiva, inmediatamente después.

Ante las críticas de Robert Alexy en cuanto a que su propuesta no podía seguir ignorando en su estrategia de solución el derecho como instrumento, Habermas inicia lo que puede denominarse el

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“giro jurídico” hacia la reconsideración proactiva del derecho cuya tensión entre legalidad y legitimidad se resuelve con una procedi-mentalización radical de la soberanía popular que deshipostasia la misma de la fijación positivista liberal con que el pensamiento bur-gués la quiso caracterizar.

En el marco de este giro, Habermas desarrolla, en una tercera etapa, una teoría del estado democrático de derecho que, de una parte, profundiza sus reflexiones tempranas sobre la legitimación en el capitalismo tardío que le permite replantear y complementar su propia teoría de la acción comunicativa y, de otra, proponer un nue-vo paradigma jurídico-político y un modelo de democracia radical cuyo objetivo es superar la crisis de las sociedades complejas a través de la reconstrucción normativa de la legitimidad fracturada, conci-liando la dicotomía entre el mundo de la vida y los subsistemas eco-nómico y político-administrativo a través de un modelo de política deliberativa como expresión del poder comunicativo de la sociedad civil y la opinión pública (Habermas, 1998)2.

En ese contexto, la figura del tribunal constitucional, y su mo-delo normativo de adjudicación, está llamado a garantizar, al nivel más alto de justicia constitucional, decisiones justas para todos y no buenas para algunos que posibiliten moderar esa tensión, acudiendo a procesos de deliberación pública que aseguren la más amplia parti-cipación de todos los actores sociales (Mejía, 2002).

El significado de la teoría del estado democrático de derecho de Habermas proviene de la convergencia de dos problemáticas diferentes: en primer lugar, por cuanto representa un giro radical frente a la valoración que la teoría marxista clásica había hecho del derecho y la democracia, considerándolo como la derivación su-perestructural de una formación económico-social dada, cuya única función es la de garantizar el dominio de clase y la supervivencia de una estructura económica como la capitalista. En segundo lugar, porque su teoría del estado democrático de derecho resuelve el con-

2 Sobre Facticidad y validez, de Habermas, se pueden consultar, en castellano, a (Hoyos, 1995: 49-80), (Es-tevez, 1994) En inglés, ver (Outhwaite, 1994: 137-151), (Baynes, 1995: 201-232), (Bohman, 1994: 897-930), (Rosenfeld, 1995: II63-II89), (Michelman, 1996: 307-315). En francés: (Gerard, 1995).

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flicto mismo que el desarrollo teórico de Habermas no había podido superar entre sistema y mundo de la vida por considerar que la sola acción comunicativa bastaba para resolver las mediaciones dilemá-ticas entre ambas esferas, sin acudir al derecho como instrumento de reconciliación social.

El giro que representa su propuesta de un paradigma discursivo del derecho y un modelo de democracia radical constituye el reco-nocimiento de que los procedimientos institucionales y democráti-cos, en tanto sus contenidos garanticen la multiplicidad de perspec-tivas del mundo de la vida, puede ser el elemento más eficaz para rehacer el lazo social desintegrado desde una posición dialogal que supere los límites del paradigma monológico de la modernidad. En ese orden, el estado democrático de derecho representa no sólo el médium de la integración social sino la categoría de la mediación social, reconociendo Habermas con ello –contrario a su diagnóstico de TAC– que este tiene un papel proactivo, más que de mera domi-nación, en las sociedades modernas..

En este punto, Habermas, reivindicando lo que denomina la “cooriginalidad del derecho y la política” y para ilustrar la tensión –nunca conciliada totalmente– entre facticidad y validez, entre he-chos y normas, entre sistema y mundo de la vida, explora las poten-cialidades del estado democrático de derecho donde él considera se expresa el nivel más alto de justicia, la justicia constitucional.

Allí analiza la metodología de trabajo del tribunal constitucional alemán que descarta precisamente por sus instrumentos centrales, la ponderación y el caso concreto, que lo inscriben en la perspectiva axiológica de “decisiones buenas para algunos” y no “justas para to-dos”, acudiendo entonces al constitucionalismo estadounidense y los dos paradigmas de adjudicación constitucional que allí se con-frontan, el liberal y el republicano, que le permite mostrar que de-trás de los mismos se mimetizan, en las decisiones constitucionales, posturas políticas que defienden ya un modelo liberal de democracia formal, ya un modelo republicano de democracia directa, a lo que Habermas opone la necesidad de considerar un tercer modelo de democracia radical, en orden a conciliar –siempre de manera mera-mente pasajera– la tensión entre facticidad y validez.

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Es en este punto donde Habermas expone los tres grandes mo-delos normativos de democracia en conflicto en la actualidad –en la línea de ilustrar el por qué las decisiones constitucionales son en muchos casos políticas– oponiendo al modelo de democracia libe-ral representativa y al modelo de democracia republicana directa un modelo de democracia radical fundado en lo que denomina un modelo sociológico de democracia deliberativa de doble vía (Haber-mas, 1999: 231-246).

Habermas destaca una comprensión genuinamente procedi-mentalista de la democracia, en la cual el procedimiento democráti-co institucionaliza discursos y negociaciones con ayuda de formas de comunicación que para todos los resultados obtenidos conforme al procedimiento habrían de fundar la presunción de la racionalidad; en éste sentido, la política deliberativa obtiene su fuerza legitimado-ra de la estructura discursiva de una formación de la opinión y la vo-luntad que solo puede cumplir su función socio integradora gracias a la expectativa de calidad racional de sus resultados (Habermas, 1998: 589-618).

Bajo este marco, debe entenderse la democracia radical haber-masiana como la apuesta por la consolidación de una autolegisla-ción democrática en donde todos los ciudadanos son productores del derecho que los rige como sujetos jurídicos, de esta manera, las libertades subjetivas de acción del sujeto de derecho privado se co-rresponden con la autonomía pública del ciudadano. Este tipo de-mocrático da cuenta de una unión de los ciudadanos en un contexto compartido intersubjetivamente de entendimiento posible “institu-cionalización jurídica de la comunicación ciudadana”.

En éste sentido, el proceso democrático tiene un sentido inclu-sivo de una praxis autolegislativa que incluye a todos los ciudada-nos por igual –inclusión del otro–; de tal suerte que únicamente la formación de la opinión y de la voluntad estructurada democráti-camente es lo que posibilita un acuerdo normativo racional entre extraños. Tenemos entonces, el procedimiento democrático como un proceso de aprendizaje para la integración social, el cual propen-de por un tipo de sociación intencional entendida como la regu-lación normativa de la convivencia, sostenida por el asentimiento

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de todos y asegurada por relaciones inclusivas de reconocimiento simétrico mutuo que propenden por la integridad de cada individuo particular.

2. La Eclosión de la Democracia Deliberativa

Es este complejo marco donde tiene que examinarse la posibili-dad del poder constituyente actual y el carácter que la lucha por la democracia puede tener en la sociedad global, tal como hemos visto se viene caracterizando desde la sociología (Quesada, 2004: 11-44). Obviamente no se trata de reeditar la tipología convencional sobre la democracia que, como Iris Young han mostrado, ha sido amplia-mente desbordada en los últimos 15 años por la teoría política con directas repercusiones en la teoría constitucional en lo que la segun-da ha denominado la “eclosión de teorías democráticas” del periodo de la postguerra fría (Young, 1998: 479-502).

Incluso tampoco se trata de explorar la extensión de ese nuevo continente epistémico que se ha ido formando desde la práctica de los modelos contemporáneos, el de la democracia deliberativa, en la convicción –ya previamente verificada– de que este ha sido rápida-mente colonizada por el “pensamiento unidimensional” del sistema capitalista global, despojándola de sus contenidos, si no críticos, por lo menos contestatarios con que surge inicialmente. Se trata más bien de adentrarse en cuatro propuestas que se inscriben, sin duda, en ese polisémico espectro pero que rápidamente se van dife-renciando de las propuestas conservadoras y liberales, bosquejando unas posibilidades de acción e interpretación políticas y constitu-cionales más complejas

Aquí es imposible obviar cómo en la obra de Marx podemos advertir una secuencia hilvanada donde el concepto de alienación va sufriendo una interesante metamorfosis del joven Marx al Marx maduro, llevándolo a un nivel de conceptualización más profundo e integral que el hegeliano.

La reconstrucción de Paul Ricoeur, en Ideología y Utopía, mues-tra cómo en los Manuscritos Económico‑filosóficos del 44 Marx dis-

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tingue en el concepto de alienación, entre el de objetivación, como fenómeno proactivo ante la realidad humana, y el de enajenación del trabajo, como fenómeno patológico propio del capitalismo. Pero ya entonces se empiezan a desarrollar, junto al de trabajo enajenado, los conceptos de democracia plena y hombre total en cuanto la su-peración de la alienación constituye la verdadera emancipación del ser humano y la sociedad y estas connotan la realización plena de las potencialidades humanas en un contexto político que lo posibilite.

La categoría de emancipación no puede por tanto entenderse en Marx sino estructuralmente relacionada con la superación de la alie-nación y esta con la de hombre total y democracia plena. Aquella, la alienación, se mantiene y se reformula en términos explícitamente marxistas en La Ideología Alemana donde, para Ricoeur, se metamor-fosea en tanto división del trabajo, enriqueciendo la categoría más adelante con las nociones de autoactividad, con lo que se consagra el paso de esta problemática del joven Marx al Marx maduro, obje-tando así la consideración althusseriana.

Y aunque en su etapa intermedia Marx no desarrolla la catego-ría de democracia plena, la retoma explícitamente en la Crítica al Programa de Gotha, donde la propuesta de una democracia radi-cal proletaria surge ya enriquecida por la experiencia histórica de la Comuna de Paris. Veremos entonces de qué manera se retoma el concepto de democracia radical en dos versiones adicionales del marxismo heterodoxo, la de la tercera generación de la Escuela de Frankfurt y el marxismo revolucionario de Negri y Hardt, así como en la versión más radical del republicanismo contemporáneo, y la relación de todas estas con la desobediencia civil.

2.1. Teoría Crítica y democracia radical

La primera variante es la representada por la tercera generación de la Escuela de Frankfurt que indudablemente profundiza la pro-puesta habermasiana de una democracia radical, bastante sistémica pese a la significativa crítica que hiciera del abandono de la cuestión democrática por parte de Marx reivindicándola desde el anarquismo.

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En efecto, su propuesta, basada en un modelo sociológico de política deliberativa de doble vía termina estando más cerca de Luhmann, vía Teubner, que de Bakunin, obviamente por el excesivo cuidado habermasiano de no apostarle a propuestas normativas que no estén solidamente afianzadas en estudios empíricos y sociológicos, pero igualmente por un exagerado realismo político y la necesidad de proponer modelos plausibles y no meras utopías irrealizables.

Pero esa carencia de utopía sin duda es rescatada por la tercera generación de la Escuela de Frankfurt (denominación que muchos de ellos rechazarían pero que los distingue en el flujo de una misma tradición marxista, heterodoxa y crítica), sin caer en los proyectos desmedidos de las filosofías de la historia del siglo pasado. Offe, We-llmer, Dubiel, Honneth retoman la bandera de la democracia radi-cal para radicalizarla (valga la redundancia) y mostrar –hasta donde sus propias condiciones históricas y sociales lo permiten– hasta que punto la cuestión democrática es propia del pensamiento marxista en general, no solo el heterodoxo, y en qué términos la reflexión postsocialista puede asimilarla como propia, sin concesiones al pen-samiento burgués liberal (Offe & Schmitter, 1995: 5-30), (Well-mer, 1996: 77-102), (Dubiel, 2000, 1997: 137-192).

Para Dubiel, siguiendo a Claude Lefort, el comienzo del proceso de secularización de la política, en el que se separan lo simbólico y la facticidad del poder, está relacionada con la metáfora de los dos cuerpos del monarca. La ejecución del monarca en las revoluciones democráticas (Jacobo II y Luis XVI) liquida a la vista de todos la personificación del lado de acá del orden intocable del lado de allá. El lugar del poder queda vacío, creando tanto una despersonifica-ción de la sociedad como del poder. El régimen absolutista renuncia a la justificación religiosa y aparece como usurpador. Se presenta el conflicto de una nueva ordenación social y gubernamental, creando un nuevo significado social imaginario, que se personifica en la ima-gen de si mismo como sociedad autónoma, capaz de obrar y decidir sobre su destino e historia (Dubiel, 1997: 141).

Con la ejecución del soberano absolutista como ocupante ile-gitimo de la posición del poder, este queda vacío en el plano sim-

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bólico de la representación. En adelante, ninguna persona ni grupo puede formular frente a la sociedad civil una exigencia legítima de ocupar y personificar el poder. La autoinstitución de una sociedad civil autónoma, interviene mediante el restablecimiento de una es-fera de lo político y de lo político frente al lugar vacío del poder. El anterior dispositivo plantea la cuestión democrática: la democracia moderna es la forma de gobierno que separa lo simbólico y lo real, donde ni el príncipe o un pequeño número (oligarquía) se pueden adueñar del poder (Dubiel, 1997: 143-144).

Los procesos constituyentes republicanos-democráticos presen-tan históricamente el primer acto de autoinstitución explicita de la sociedad civil. El dispositivo simbólico de la república democrática se traslada a las instituciones que inauguran el ámbito de la actuación de una esfera de lo político, dentro de la cual quiere y puede ejercer el poder sobre sí misma. La cuestión es si la sociedad retrocede al carácter de su historia y se doblega a las duras realidades institucio-nales buscando seguridad o aprovecha el potencial de la revolución democrática. Si soporta –se pregunta Dubiel– la tensión entre la visible realidad institucional del poder real y la invisible realidad del poder simbólico que está vacío (Dubiel, 1997: 146-147).

El régimen totalitario, contrario a la cuestión democrática, des-emboca en la destrucción del dispositivo simbólico y el sometimien-to de la sociedad por la violencia a una ideología determinada. El poder se fortalece como poder social, representa a la misma sociedad en la medida que es consciente y activa: la línea de separación de Estado y sociedad civil se desvanece como también la línea que se-para el poder político del administrativo. El poder deja de denotar un lugar vacío y se presenta como un órgano personificado capaci-tado para reunir todas las fuerzas de la sociedad. La fusión simbólica de sociedad y poder político, origina el poder de la sociedad relacio-nada consigo mismo instrumentalmente comportándose como un objeto, que está dirigido para lograr objetivos de desarrollo social.

En contraposición, el poder político de la sociedad civil debe ser representado de manera múltiple (concejos, federación de con-sejos de trabajadores y parlamentos), diferenciado y fragmentado de

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acuerdo con las contradicciones y conflictos de intereses dentro de la sociedad. La ironía de la historia es que el totalitarismo considera insurrección popular lo que antes era entendido como revolución. El interés de Dubiel es poner de manifiesto como en los regimenes totalitarios se llevan a cabo intentos de establecer en el plano sim-bólico la supuesta unidad de poder político y sociedad civil (Dubiel, 1997: 154).

Acercándose a las transformaciones revolucionarias de la mo-dernidad que edificaron constituciones republicano‑democráticas que representan históricamente el primer acto de autoinstitución explicita de la sociedad civil, Dubiel señala cómo el dispositivo sim-bólico de una republica democrática se traduce en instituciones. El acto constituyente representa a la sociedad civil como pueblo soberano o nación que contrapone un lugar de poder vacío a su esfera autónoma de actuación y crea una forma institucional a esta contraposición: pueblo y nación son representaciones simbólicas que dotan de imagen pluralista unitaria a lo social. Ni el pueblo ni la nación pueden apropiarse del lugar de poder, contrapuesto a la sociedad civil solo institucionalmente: la soberanía popular secular garantiza que este lugar quede vacío.

El dispositivo simbólico de la democracia, que reconoce a los miembros de la sociedad el derecho de acceder al espacio público y participar en solucionar conflictos sociales, despliega una fuerza de atracción, que moviliza desde hace doscientos años movimien-tos sociales renovados que revindican derechos. Esta lucha extrae sus energías de la autodeterminación, que pone en movimiento la imaginación política y la praxis reivindicativa y se opone a los pri-vilegios y jerarquías sociales tradicionales de un orden social he-terónomo. Esta lucha se basa en la imagen de una sociedad que se autogobierna por medio del dispositivo simbólico de la democracia. Lo que importa es siempre mantener vacía la posición de poder de la sociedad sobre si misma como momento de dispositivo simbólico de la republica democrática (Dubiel, 1997: 169-171).

Para Dubiel, es importante ubicarse en el punto central de la dimensión simbólica de la democracia y distanciarse de su inter-

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pretación instrumental como modo de integración y producción de consenso. Lo interesante es permitir la representación simbólica del poder de la sociedad sobre si misma, sacando a escena los conflic-tos internos a modo de controversia pública permanente acerca de la ocupación transitoria del lugar de poder. Los conflictos sociales no son domesticados en el sistema representativo, sino trasladados simbólicamente a una lucha por el poder cuyo resultado decidirá el recuento de votos, sin que se de una identidad colectiva de la so-ciedad. El sufragio universal es crucial en esta traslación simbólica: lo simbólico se torna realidad. La sociedad civil cuando deposita el voto es un conglomerado desunido de votos como unidades de recuento. El lugar de poder, es reconocido como un lugar vacío, que por definición no puede ser ocupado, un lugar simbólico no real (Dubiel, 1997: 172-175).

2.2. Globalización y democracia real

La segunda variante la representa la propuesta de Negri, poste-riormente desarrollada en Hardt, de una democracia real o absoluta, en la línea de Spinoza la cual tiene tres momentos en la obra de Negri. Poder Constituyente desarrolla histórica y estructuralmen-te el eje que se presenta entre revolución-democracia-multitud a lo largo de la modernidad mostrando las respectivas revoluciones que expresan grados de proyección del poder constituyente, siempre canalizados por el poder constituido. Negri reivindica varios mo-mentos de clímax político en este largo proceso, momentos donde la democracia real o absoluta, como la denomina en la línea de Spi-noza, alcanza sus expresiones más plenas y radicales, pese a terminar prisioneras del poder constituido respectivo.

La revolución francesa y la revolución rusa sin duda representan los puntos más altos del poder constituyente de la multitud donde, sin embargo, la democracia burguesa e incluso la estalinización de los soviets terminan coartando la potencialidad constituyente de la multitud. Pero el punto de máxima ruptura es, para Negri, la Revo-lución de Mayo del 68 donde la multitud parecería eclosionar en

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un espectro de nuevas subjetividades que aunque no concretan una revolución social constituyen lo que podría denominarse la sociali-zación de la revolución (Negri, 1994, Negri & Hardt, 2004).

Un segundo momento lo representa Imperio, escrito conjunta-mente con Hardt, que da razón de una etapa última del capitalismo donde pasamos definitivamente de un régimen de acumulación ca-pitalista de carácter fordista basado en la industria y el estado de bienestar a un régimen postfordista basado en el sistema financie-ro y un estado mínimo neoliberal. La pregunta que se hacen Negri y Hardt en este contexto es ¿de dónde proviene la resistencia en una sociedad donde el capital todo lo invade? La respuesta reside en la noción de multitud. El concepto de multitud quiere afrontar la cuestión del nuevo sujeto de la política. La multitud no es ni los individuos ni la clase, sino un conjunto amplio de subjetividades que no actúan ni de manera contractual ni por toma de conciencia. La acción que Hardt y Negri plantean como alternativa a la guerra globalizada es la construcción de una democracia radical sin poder constituido (Negri & Hardt, 2001).

La multitud es el sujeto político en el contexto del imperio. Se trata de una potencia autónoma que debe a sí misma su existencia y que tiene como dirección la inversión del orden imperial. N&H de-finen la multitud como el nuevo proletariado del capitalismo global que reúne a todos aquellos cuyo trabajo es explotado por el capital y no una nueva clase trabajadora industrial, distinguiéndose del pue-blo, la nación y la clase y poseyendo una naturaleza revolucionaria.

Se torna política cuando comienza a afrontar las acciones repre-sivas del imperio, no permitiéndoles reestablecer el orden y cruzan-do y rompiendo los límites y segmentaciones que se imponen a la nueva fuerza laboral colectiva, así como unificando experiencias de resistencia y esgrimiéndolas contra el comando imperial Su proyec-to político se articula con demandas de ciudadanía global, derecho a un salario social y derecho a la reapropiación de los medios de producción. De esta forma, la multitud empieza a constituir la so-ciedad sin clases ni estado bajo el imperio, esto es una democracia sin soberanía.

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N&H reivindican la tradición republicana radical como el pa-radigma más apropiado para este pasaje entre la modernidad a la posmodernidad desde el cual afrontar al imperio. Esta versión de republicanismo postmoderno se construye en medio de las expe-riencias de la multitud global. Su característica principal es, como lo enfatizan, de la manera más básica y elemental, la voluntad de estar en contra, la desobediencia a la autoridad como uno de los actos más naturales del ser humano. Y que frente al imperio global se manifiestan hoy en día en la deserción y el éxodo como formas de lucha contra y dentro de la posmodernidad imperial, pese al nivel de espontaneidad con que se manifiestan.

Por su parte, Multitud intenta responder a las críticas suscitadas por Imperio puntualmente sobre el carácter y proyección de la mul-titud como sujeto revolucionario. No deja de ser sintomática la divi-sión triádica del texto que recuerda las dialécticas triadas hegelianas donde el tercer término constituye el momento de la subsunción y superación de los anteriores. En ese orden de razonamiento, el libro expondría inicialmente el momento de la guerra, en segundo lugar, como momento negativo, la multitud, uno de los polos de la misma en tanto sujeto emancipador, y en tercer lugar la democracia como último momento de conciliación y concreción de una nueva reali-dad (Negri & Hardt, 2004).

“Guerra”, en efecto, busca dar razón del estado de conflicto global que se viene dando desde la Segunda Guerra Mundial, las diversas formas de contrainsurgencia que se han ido concibiendo e implementando por el capitalismo imperial y las expresiones de resistencia que se han venido oponiendo de forma correspondien-te. Básicamente, N&H abordan la dialéctica militar entre el poder imperial del capitalismo y el contrapoder de la resistencia, la na-turaleza biopolítica que adopta este conflicto mundial y las diver-sas expresiones de dominación militar y de resistencia global que se contraponen a su dinámica, incluyendo manifestaciones nove-dosas como puede ser la resistencia virtual (Negri & Hardt, 2004: 21-124).

La segunda parte, Multitud, muestra primero el cambio profundo que el postformismo ha provocado en la vida social, la conversión

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que ello genera en el trabajo productivo y el ocaso para el mundo campesino que esto ha generado, de manera definitiva. La multi-tud que el postfordismo lleva a su máxima expresión la entroniza sistémicamente con el capital global mismo. En este contexto se ha impuesto la coordinación que las elites económicas, políticas y jurídicas han generado para garantizar el orden capitalista global que, después del 11/S, acentúa un estado de excepción permanente. La multitud se revela dualmente como sujeto productivo y potencial sujeto emancipador, el único capaz, como antaño el proletariado en el capitalismo industrial, de hacer saltar el capitalismo financiero postfordista por medio de lo que N&H denominan la “movilización de lo común” (Negri & Hardt, 2004: 125-264).

Pero es la tercera parte, “Democracia”, la que paradójicamente cierra la triada. Es interesante observar que a lo largo de esta última parte, N&H hacen una reconstrucción paralela, de una parte, del desarrollo de la democracia en la modernidad, el proyecto inaca-bado que representó tanto la democracia burguesa como la socia-lista, y la crisis que sufre en medio del estado de excepción global permanente que el mundo vive actualmente, apuntando a las de-mandas mundiales por una democracia global y presentando incluso una muy pragmática agenda de reformas para democratizar el orden internacional. Y, por la otra, una reconstrucción, que quizás es el aporte más significativo del libro, de las diversas expresiones con-testatarias de la multitud contra el orden global que vienen produ-ciéndose en determinados encuentros de los organismos políticos y económicos de coordinación del imperio, a todo lo largo de la mitad del siglo XX y, en especial, desde 1989 para acá (Negri & Hardt, 2004: 257-406).

Y aunque la fórmula de unir a Madison y Lenin, es decir, al republicanismo con el marxismo, haciendo una vez más alusión a figuras un tanto controvertibles del cristianismo popular, no parezca realmente la más convincente, la limitación en ofrecer una pro-yección y orientación estratégica de la proyección de la multitud y su lucha por la democracia tiene que ser interpretada más como la imposibilidad histórica por desentrañar, no la dirección pero si los

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medios concretos para materializar esta democracia revolucionaria de la multitud.

2.3. Republicanismo y democracia disputatoria

La tercera variante a explorar, determinante hoy en día en la comprensión de la teoría política y constitucional contemporánea e igualmente en la concreción de marcos normativos que permitan proyectar líneas de acción, es la del republicanismo. Definir los al-cances del mismo, sus diferentes matices y su proyección en la teo-ría jurídica y política contemporánea es un objetivo colindante que debe ser esclarecido dado que son varias las tendencias que pueden distinguirse a su interior3.

En efecto, pueden observarse por lo menos dos ramificaciones en la tradición republicana: una, que se ha denominado “neo-repu-blicanismo”, se identificaría con su vertiente anglosajona, donde, sin embargo, pueden distinguirse tres versiones: la del humanis-mo cívico de Pocock, la del republicanismo liberal de Skinner y la republicana radical de Pettit (Pocock, 1975), (Skinner, 1990), (Sunstein, 1990), (Pettit, 1999). Y, en la otra ramificación, la fran-coparlante, lo que podría denominarse “postrepublicanismo” que igualmente admite varias versiones, la de Ferry y Renaut, por un lado, y la de Mouffe, por otro, completando así una geografía con-ceptual con directas consecuencias en los modelos de democracia y de adjudicación constitucional, así como del papel potencial de los tribunales constitucionales en las sociedades contemporáneas que es imprescindible esclarecer (Mesure & Renaut, 1999: 319-359), (Fe-rry & Renaut, 1990), (Pettit, 2004: 115-136).

El concepto de democracia disputatoria, en una de sus más com-pletas formulaciones, tiene lugar en la obra de Philip Pettit, Repu-blicanismo. Para el autor, que se ubica en el debate de la libertad en sentido positivo (o de los antiguos) y negativo (o de los modernos), resulta fundamental distinguir un tercer tipo de libertad, a saber, la

3 Para una visión crítica alternativa de la tendencia republicana ver los decisivos estudios de (Gauchet, 1989), (Kriegel, 1996), (Renaut, 1999), y especialmente (Mesure, 1999).

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libertad como no dominación, la cual es entendida ya no en térmi-nos de autodominio o ausencia de interferencia, como lo hiciesen las anteriores nociones, sino en términos de ausencia de servidum-bre (Pettit, 1999).

Dentro de las estrategias para conseguir la no dominación, Pet-tit identifica la necesidad de un gobierno que satisfaga condiciones constitucionales tales como imperio de la ley, división de poderes y protección contramayoritaria. En adición, se hace necesaria la pro-moción de un tipo disputatorio de democracia. Tal necesidad par-te del reconocimiento de una posible falibilidad de las condiciones constitucionales. De esta suerte, para excluir la toma arbitraria de decisiones por parte de los legisladores y los jueces, fundadas en sus intereses o interpretaciones personales, se hace imperativo garan-tizar que la toma pública de decisiones atienda a los intereses y las interpretaciones de los ciudadanos por ella afectados.

La garantía de ello no se encuentra en la apelación a consensos como en el criterio de disputabilidad, pues solo en la medida en que el ciudadano es capaz de disputar y criticar cualquier interferencia que no corresponda a sus propios intereses e interpretaciones, puede decirse que la interferencia del legislador no es arbitraria, y que por lo mismo no es dominador (Pettit, 1999: 96).

Con esto, Pettit subvierte el modo tradicional de legitimación de las decisiones fundado en el consentimiento, para definirlo en clave de contestación o apelación efectiva. A fin de que la toma pública de decisiones sea disputable, Pettit señala al menos tres pre-condiciones que deben quedar satisfechas. En primer lugar, que la toma de decisiones se conduzca de modo tal que haya una base po-tencial para la disputa. Esta forma se corresponde más con el tipo de toma propio del debate que con el inherente a la negociación. Las disputas surgidas por el debate deben estar abiertas a todos los que consigan argüir plausiblemente en contra de las decisiones públicas, sin requerir de un gran peso o poder para el logro de una decisión razonada.

En segundo lugar, que haya también un canal o una voz por cuyo cauce pueda discurrir la disputa. Se trata en últimas de asegurar la

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existencia de medios a través de los cuales los ciudadanos puedan responder en defensa de sus intereses e interpretaciones. Esto impli-ca que la democracia, para ser realmente disputatoria, debe ser in-cluyente y deliberatoria. Más allá de la representación, la inclusión implica la posibilidad de que todos los grupos puedan ejercer la pro-testa ante los cuerpos estatales, manifestando sus quejas y solicitan-do su compensación. La tercera precondición es que exista un foro adecuado en el cual hacer audibles las disputas. Para que sirva a los propósitos republicanos este foro debe ser capaz de dar audiencia a alianzas y compromisos y estar abierto a transformaciones profundas y de largo alcance. Además, deben existir procedimientos a fin de asegurar que las instancias a las cuales se apela no harán caso omiso de las impugnaciones de que son objeto (Pettit, 1999: 266).

Si bien esta democracia disputatoria no parece concebir, en una primera reflexión, más que la desobediencia civil en términos más enfáticos por el carácter mismo que la disputación entraña y puede adquirir en la práctica, sin duda la apelación a la contestación ciu-dadana abre las puertas a expresiones de desobediencia ciudadana más radicales y extremas, exponencialmente proporcionales a la no satisfacción de las condiciones institucionales de disputabilidad enunciadas. Si estas condiciones no son cumplidas para una dispu-tación institucional de la ciudadanía, se dan por contraposición las condiciones para una contestación ciudadana más radical en aras a garantizar el contrapeso fáctico de la legalidad desbordada4.

3. Puntos de Fuga Frente a la Democracia Liberal

Las distintas aproximaciones teóricas expuestas en el apartado anterior han develado un panorama bastante amplio sobre la posibi-lidad de encontrar en la democracia un escenario de emancipación para los sujetos políticos y sociales. Sin embargo, existen algunas teorizaciones que rechazan el escenario de la democracia como po-tencial emancipador del poder constituyente contemporáneo, ya

4 En este punto, Pettit parece coincidir con otros teóricos de la democracia deliberativa como Cass Suns-tein y Quentin Skinner. Al respecto véanse (Skinner, 1978, 1981, 1998, 1986), (Sunstein, 2003, 1993, 2001).

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que ven los regímenes democráticos, la expresión más acabada de la dominación burguesa, aquí se destacan los trabajos de Paola Virno, Giorgio Agamben y Slavoj Žižek.

3.1. Virno: postfordismo y éxodo

Virno sostiene que se está viviendo una parálisis en la experien-cia contemporánea de la acción política. La acción política histó-ricamente esta circunstancia a dos líneas divisorias: la primera en relación al trabajo y la segunda en relación al pensamiento puro. Para Virno, el trabajo absorbió los rasgos de la acción política y esta anexión se hizo posible por la convivencia de la producción contemporánea y un intelecto que se ha vuelto público y que hizo irrupción en el mundo de las apariencias: es la simbiosis del trabajo con el general intellect o saber social general. Es por eso que los proce-dimientos productivos requieren un grado de virtuosismo asemejado a las acciones políticas (Virno, 2003: 90).

En el postfordismo el general intellect se presenta como un atri-buto del trabajo vivo, donde la producción postfordista es la inte-racción de una pluralidad de sujetos vivos, viniendo al primer plano las actitudes genéricas del espíritu: facultad del lenguaje disposición al aprendizaje, capacidad de abstracción y de conexión, acceso a la autorreflexión. Su carácter heterogéneo se vuelve requisito técnico previo al trabajo y está sometida a criterios y jerarquías que caracte-rizan el régimen en la fábrica. Esta situación paradójica se refleja en la forma del poder político que se manifiesta en el Estado a través del crecimiento hipertrófico de los aparatos administrativos, siendo la administración el corazón de la estatacidad que se representa en la concreción autoritaria del general intellect o estatización del in-telecto (Virno, 2003: 93-95).

La acción política consiste entonces en desarrollar el carácter público del intelecto fuera del trabajo. En la empresa están com-plementados bajo dos perfiles: por una parte, el general intellect se afirma como una esfera pública autónoma, evitando el traspaso de su propio poder al poder absoluto de la administración. Por otra, la subversión de las relaciones capitalistas de producción se manifiesta

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en la constitución de una esfera pública no-estatal, de una comuni-dad política que tenga como propio gozne al general intellect. Los rasgos distintivos del postfordismo postulan, una forma nueva de de-mocracia. Virno denomina éxodo a la defección de masas fuera del Estado, a la alianza entre el general intellect y la acción política, que es el transito hacia la esfera pública del intelecto, siendo por tanto el éxodo un modelo de acción política (Virno, 2003: 95-97).

Esta circunscripción saca a la luz la libertad contenida de en-trelazamiento inédito entre trabajo, acción e intelecto. La acción política del éxodo consiste pues en una evasión ambiciosa a través de actos-palabras claves: desobediencia, multitud, ejemplo, derecho de resistencia, milagro, intemperancia. La desobediencia civil forma hoy lo fundamental de la acción política pero despojándose de la tradición liberal y debe cuestionar la facultad de disponer del Esta-do. La desobediencia radical “precede a las leyes civiles”, puesto que no se limita a violarlas, sino que invoca el fundamento mismo de su validez (Virno, 2003: 99-100).

En ese contexto, la multitud está en contra de la unidad polí-tica, es recalcitrante ante la obediencia, no se amolda al estatus de persona jurídica, y por ello no puede pactar, ni adquirir ni transmitir derechos. Los ciudadanos cuando se revelan contra el Estado, son la multitud contra el pueblo. Para Virno, la multitud más que consti-tuir un antecedente natural se presenta como un resultado histórico: surge a escena en el momento que entra en crisis la sociedad de tra-bajo. La multitud es la forma de existencia política que se afirma a partir de una unidad heterogénea en relación al Estado: el intelecto público. La multitud converge hacia una voluntad general porque comparte un general intellect. La multitud desmonta los mecanismos de representación política, al expresarse como un conjunto de mi-norías de la cual ninguna aspira a transformarse en mayoría (Virno, 2003: 104-105).

3.2. Agamben: democracia y estado de excepción

En el marco de sus reflexiones sobre el Homo Sacer, Agamben aborda lo que a su modo de ver determina el paradigma político de

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la sociedad contemporánea: el estado de excepción. El estado de excepción está ubicado ambiguamente entre lo jurídico y lo polí-tico. Los límites excepcionales se dan entre los periodos de crisis política y deben ser comprendidos desde el terreno político cons-titucional. Es una situación de procedimientos jurídicos que no se comprende desde el derecho: el estado de excepción es “forma legal que no puede tener forma legal”. El estado de excepción está entre lo jurídico y la vida. La dificultad de definir el estado de excepción es su relación con la guerra civil, la insurrección y la resistencia. La guerra civil es opuesta al estado normal, y se responde con estado de excepción, que el siglo XX ha conocido como guerra civil legal (Agamben, 2004: 9-50).

El estado de excepción es una práctica de los estados contem-poráneos, incluso en sociedades democráticas, frente a una guerra civil mundial y tiende a presentarse como el paradigma de gobierno dominante en la política contemporánea, siendo una medida provi-sional y excepcional que amenaza con transformar radicalmente la estructura y el sentido de las formas constitucionales. El significado biopolítico del estado de excepción es cuando el derecho incluye al viviente, se elimina el estatuto jurídico para determinar individuos, produciendo un ser jurídico innombrable e inclasificable, que pier-den el estatuto de prisionero, detenidos indefinidamente tanto en sentido temporal como de naturaleza, sustraídos de la ley y el con-trol judicial: vida nula indeterminada (Agamben, 2004: 10).

La definición del estado de excepción en Alemania es conocido como estado de necesidad y en la doctrina anglosajona se determina como martial law o emergency power. El estado de excepción no es un derecho especial, pero, cuando suspende el orden jurídico define el umbral o concepto limite. El estado de excepción es una creación de la tradición democrática‑revolucionaria y no absolutista, confi-riendo plenos poderes al ejecutivo con fuerza de ley, siendo esta la modalidad de acción del poder ejecutivo durante el estado de excep-ción pero sin coincidir con él.

La teoría del estado de excepción aparece con Schmitt con su planteamiento de la dictadura comisarial, influyendo en una serie

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de teóricos que registran la transformación de los regimenes demo-cráticos por consecuencia de la progresiva expansión de los poderes ejecutivos durante las guerras mundiales. Desde entonces el estado de excepción se presenta como técnica de gobierno y deja apare-cer su naturaleza paradigmática y constitutiva del orden jurídico. La extensión de poderes al ejecutivo sobre el legislativo (decretos y disposiciones), materializada en los plenos poderes concebidos para hacer frente a circunstancias excepcionales de necesidad y urgen-cia, quebrantan la jerarquía entre la ley y el reglamento, base de las constituciones democráticas, delegando al gobierno un poder que debería ser competencia exclusiva del parlamento (Agamben, 2004: 12-13).

Un carácter esencial del estado de excepción –abolición de la distinción entre poderes legislativo, ejecutivo y judicial–, es su ten-dencia a transformarse en forma de gobierno dudativo. La distensión de Schmitt entre dictadura comisarial y dictadura soberana es una oposición entre dictadura constitucional y dictadura inconstitucio-nal. La dificultad de definir la transición de la primera a la segunda genera un círculo vicioso en el cual las medidas excepcionales que se imponen para la defensa de la constitución democrática, son las mismas que originan su ruina. Las disposiciones causidictatoriales de los sistemas constitucionales modernos –ley Marcial, estado de sitio, emergencia constitucional–, no realizan controles efectivos sobre la concentración de poderes, y esas instituciones corren el peligro de convertirse en sistemas totalitarios. La dictadura constitucional se ha convertido en un paradigma de gobierno.

El estado de excepción como el de la revolución se presenta en una zona ambigua o incierta donde los procedimientos no jurídicos se convierten en derecho y las normas jurídicas se indeterminan por hechos de facto: un umbral en que hecho y derecho parecen hacerse indecibles. En el estado de excepción, pues, el hecho se convierte en derecho y viceversa: el derecho se suspende y anula en el hecho (Agamben, 2004: 16-17).

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3.3. Žižek: más allá de la democracia liberal

En este punto quisiera tomar como punto de inflexión del pen-samiento de Žižek el 11‑S en cuanto esta experiencia parecería permitirle el inicio de una reconceptualización sobre el problema de la violencia que estructura a partir de la reacción occidental a los ataques. Para Žižek, mediante la excusa de eliminar la amenaza terrorista, el absolutismo liberal creó el ardid de ofrendar su inter-vencionismo militar a la compostura democrática de los pueblos sin derechos humanos víctimas del “totalitarismo religioso”. Y con esta técnica demagógica han globalizado la tiranía igualitarista de los derechos humanos, consolidando a escala mundial la potestad del fundamentalismo ateo‑económico y tiránico‑democrático (Žižek, 2005: 69-90).

A partir de este desenmascaramiento, Žižek diagnostica el pe-ligro autodestructivo al que se expone la democracia liberal: en su cruzada antirreligiosa de liquidar el terrorismo musulmán, “acabarán eliminando la libertad y la democracia mismas, sacrificando así aque-llo que pretendían defender” y extendiendo para el mundo entero la condición de homo sacer descrita por Agamben. Žižek problema-tiza, adicionalmente, el concepto de democracia como significante amo ideológico en la actualidad (Žižek, 1992). Según éste autor, la democracia se ha presentado como el mejor régimen político para la sociedades liberales, generando el imaginario de una falsa apertura, que esconde de este modo, el problema de la dominación e imposi-bilita de paso la búsqueda de escenarios alternativos que propendan realmente por la emancipación social y política (Žižek, 2004: 165).

La democracia liberal, no es otra cosa que la formula política para la legitimación del orden social existente, un orden que gene-ra genocidio y masacres. En efecto, la democracia se erige como el constituyente ontológico positivo del orden existente, un constitu-yente que castra, que impide, que despolitiza, que niega y destruye el antagonismo social y político. Es por eso que no podemos caer en la trampa democrática, no podemos ni siquiera aceptar la consoli-dación de una democracia deliberativa como muestra de emancipa-

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ción social, ya que esta acepta y cae en la lógica legalista del poder dominante.

El escenario de la democracia como campo de lucha y reivin-dicación del constituyente primario, no es más que una alternativa virtual. No es otra cosa que la aceptación de la dominación por la posibilidad de cambio, así como lo expresa Žižek “lo que la referen-cia a la democracia entraña es el rechazo de los intentos radicales de salir, de arriesgarse al corte radical, de seguir la tendencia de los colectivos autogestionados en áreas fuera de la ley”. Desde esta pers-pectiva, la búsqueda de la utopía exige una completa negación del espacio social existente, requiere de un rechazo total del enemigo, de escapar al horizonte de la política democrática, ya que solo en el escenario de un cambio verdadero y radical es posible encontrar los modos de practicar la utopía pospolítica

Para Žižek, la actual crisis obliga a repensar la democracia como el significante amo de la actualidad y a los opositores de la globaliza-ción capitalista les gusta subrayar la importancia de mantener vivo el sueño: el capitalismo global no es el final de la historia, es posible actuar de forma diferente. La democracia no es el poder de, por y para el pueblo, no es solamente la hipótesis de que la democracia es la voluntad y el interés de la mayoría que determina las acciones del Estado. Para Žižek, la democracia se refiere al legalismo formal: su definición es la adhesión incondicional a cierto conjunto de reglas formales que garantizan que los antagonismos sean absorbidos en el juego agonista (Žižek, 2004: 186‑187).

“Democracia” significa que cualquiera que sea la manipulación electoral que se produzca, los agentes políticos respetaran los resul-tados. Para Žižek, es interesante comprobar un caso en el cual los demócratas tolerarían la suspensión de la democracia: cuando en elecciones libres gane un partido antidemocrático prometiendo la abolición de la democracia. En ese momento muchos demócratas considerarían que el pueblo no era maduro para la democracia y es preferible un despotismo ilustrado para educar a la mayoría y con-vertirlos en demócratas. Incluso la democracia deliberativa cae en la trampa de la democracia liberal ante lo cual solo queda la suspensión

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política de la ética, es decir, la asunción de una violencia redentora, de carácter inocente y ético-simbólico, contra la democracia, los derechos humanos y la universidad como amo‑significantes.

Conclusión

Este escrito ha buscado mostrar el origen del concepto de de-mocracia deliberativa y las tensiones y encuentros que ha partir de ahí se dan entre los diferentes modelos. En ese orden se quiso definir inicialmente los términos de la crítica postliberal rawlsiana a la de-mocracia liberal y su propuesta de una democracia consensual, así como de la crítica habermasiana al capitalismo tardío y su apuesta por una democracia discursiva, desde una perspectiva emancipatoria.

En efecto, la teoría de Rawls representa una crítica postliberal a la democracia procedimental de mayorías, oponiendo a esta un modelo de democracia consensual que admite la figura de la des-obediencia civil así como la radicalización deliberativa de la razón pública, mientras que la teoría habermasiana, desde una preten-sión crítico-emancipatoria, después de reconstruir el materialismo histórico en términos de una teoría de la acción comunicacional, reorienta su teoría hacia la reconsideración normativa del estado democrático de derecho desde la perspectiva de una democracia ra-dical, coincidiendo las dos en un modelo de democracia delibera-tiva que abreva en las fuentes del republicanismo contemporáneo, donde el papel de la ciudadanía procesalizada en términos tanto de razón pública como de formación de voluntad y opinión públicas constituye la instancia social que potencialmente vehiculiza y con-creta tanto el sujeto como la acción emancipatorias.

Igualmente, el escrito ha querido determinar el sentido y al-cances de las propuestas de democracia radical y disputatoria en la teoría política contemporánea abordando el modelo de democracia radical en la de la tercera generación de la Escuela de Frankfurt (Dubiel, Wellmer, Honneth), que confronta el modelo sistémico luhmanniano y desborda el talante sistémico de la propuesta haber-masiana, acercándose sustancialmente al planteamiento disputato-

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rio del republicanismo y reivindicando el carácter contestatario que debe asumir un sistema político.

En general, podemos concluir que frente al paradigma sistémico autopoiético de la política que, en sus diferentes variantes funcio-nal, neoliberal o poliárquica, concibe la democracia como un siste-ma clausurado, autorreferencial y excluyente, cuyo imperativo es la adaptación a su propia complejidad, en últimas la del mercado y sus circuitos globales, supeditando a su lógica restrictiva las necesidades del entorno social, se opone una concepción abierta, antisistémica e incluyente de democracia, representada en la de la tercera genera-ción de la Escuela de Frankfurt que desborda el talante sistémico de la propuesta luhmanniana y, acercándose sustancialmente al plan-teamiento disputatorio del republicanismo, reivindican el carácter contestatario que debe asumir un sistema político.

Y, segundo, por el modelo de democracia real y absoluta de Ne-gri & Hardt, que si bien no logra conceptualizar de manera clara el carácter alternativo que la multitud puede connotar como sujeto emancipatorio y no exclusivamente de resistencia, cayendo en pro-puestas reformistas funcionales al sistema global, son complementa-das por las reflexiones de Agamben y Virno quienes logran señalar el carácter autoritario que adopta la política sistémica y la democra-cia liberal contemporánea y, frente a ello, las tareas contestatarias que el movimiento antisistémico puede adoptar frente al capitalis-mo postfordista imperante.

Podemos dar, por tanto, como ilustrada nuestra hipótesis de trabajo inicial, a saber: El modelo de democracia constitucional de John Rawls y política deliberativa de doble vía de Jürgen Habermas, de donde el estado del arte ha fundamentado la denominación de democracia deliberativa, se ve confrontado por una serie de reac-ciones críticas que en sus proyecciones alternativas radicalizan la propuesta rawlsiano-habermasiana (en lo que se ha denominado la eclosión de teorías democráticas y la socialización de la política) en las interpretaciones de la tercera Escuela de Frankfurt en torno a la democracia como dispositivo simbólico, las negri-hardtianas de la democracia real de la multitud y la republicana de la democracia

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disputatoria que permiten rescatar la defensa activa de la constitu-ción, confrontando con ello los modelos de democracia restringida propiciados originalmente por el neoliberalismo filosófico, frente a todos los cuales se configuran varios puntos de fuga que buscan desbordar la democracia liberal desde las figuras del éxodo (Virno), la constitucionalización del estado de excepción (Agamben) y la violencia ética (Žižek)

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Dossier

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83Campamento. Acrílico sobre lona (40 x 40 cms.) De la serie “Tempo”, 2008. Fredy Alzate

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Ricoeur y el concepto de texto*Recibido: marzo 24 de 2010 | Aprobado: abril 19 de 2010

Mauricio Vélez Upegui**[email protected]

Aunque la expresión “texto” deriva del latín (y por ende arrastra consigo siglos de uso cotidiano), sólo después de la segunda mitad del siglo XX alcanza

estatuto conceptual. ¿De qué modo un autor como Paul Ricoeur convierte la expresión “texto” en un concepto? Sugerir una res-puesta a tal interrogante es el propósito que anima este escrito. Para tal finalidad se propone la siguiente conjetura, dividida en tres componentes proposicionales: a) aquello realizado como dis-curso escrito detenta la condición de texto; b) aquello que de-tenta la condición de texto se destina a un lector para que lleve a cabo una interpretación; y c) el lector que interpreta un texto puede abrirse a la comprensión de sí.

Palabras claveTexto, hermenéutica, comprensión, explicación, interpretación, sí mismo.

Ricoeur and the Concept of Text

Although the concept “text” derive from the Lat-in (and therefore carries with it centuries of daily use), only achieve conceptual status after of the

second half of the twentieth century. How does an author such Paul Ricoeur makes the expression “text” in a concept? The pur-pose of this paper is to suggest an answer to such question. For this aim it is proposed the following conjecture, divided into three propositional components, namely, a) that performed as written discourse, holds the condition of text; b) that which holds the condition of text is assigned to a reader to carry out an interpre-tation; c) the reader who interprets a text may be open to the understanding of oneself.

Key wordsText, hermeneutics, understanding, explanation, interpretation, oneself.

Resumen

Abstract

* Este artículo procede de la investigación “Her-menéutica y los modos de ser del texto narra-tivo y poético”. Grupo: Estudios sobre política y lenguaje (Categoría A de Colciencias) Universidad EAFIT, Departamento de Humanidades.

** Magíster en Literatura Colombiana, Universi-dad de Antioquia. Pro-fesor, Departamento de Humanidades, Univer-sidad EAFIT.

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“La hermenéutica [en Ricoeur] ya no se dedicará solamente al desciframiento de símbolos con doble sentido,

sino que se ocupará de cualquier conjunto significativo susceptible de ser comprendido y que pueda ser llamado texto”

Grondin, ¿Qué es la hermenéutica?

Es sabido que los conceptos requieren de las palabras para poder ser nombrados. No en vano éstas operan como vehículos de expre-sión de aquéllos. Pero las palabras, en cuanto entidades lingüísticas que hacen parte del acervo cultural de una comunidad, no son con-ceptos, si por tal se entiende aquellas entidades de razón que sirven de fuente, medio y fin al quehacer filosófico y al trabajo de no pocas disciplinas humanas. Ello no significa que las palabras no puedan llegar a alcanzar el estatuto de conceptos. Lo alcanzan cuando, por circunstancias diversas, ellas dejan de ser moneda contante y sonan-te de los intercambios conversacionales y comienzan a ser bienes simbólicos de uso especializado. Con ser abstractos, los conceptos constituyen un modo de nombrar, y más, de pensar realidades con-cretas. Median entre los individuos o grupos que los acuñan y las “cosas” a las que pretenden aprehender. De ahí su valor intelectual (epistemológico y metodológico).

De raigambre latina, la palabra “texto” es un ejemplo de lo dicho. Su historia, como la de muchas otras expresiones que han entrado a formar parte del vocabulario filológico, lingüístico o fi-losófico de nuestra cultura, da qué pensar. No es este el lugar para hacerlo. Basta anotar que, durante el largo período comprendido entre comienzos del siglo XVIII y finales del XX, este vocablo es entresacado del dominio técnico editorial (donde conforma una pa-reja con la noción de autor, tramitada legalmente para establecer los primeros derechos de propiedad intelectual) y llevada al ámbito de los estudios del lenguaje, en cuyo seno gana dimensión conceptual. Desde entonces es usual hablar de la existencia de un “pensamiento textuario” (Azuela, 1995: 340-341).

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La década de los setenta del siglo XX es fértil en perspectivas teóricas que convierten al texto en objeto de reflexión. Aparte de consolidarse en Alemania la textolinguística como disciplina de es-tudio, gracias a los desarrollos del grupo de Constanza y el de Bie-lefeld (Bernal Leongómez, 1984: 259 y ss), el texto es abordado, tanto en el país germano como en otros países europeos, conforme a puntos de vista no estrictamente lingüísticos.

Uno de estos puntos de vista lo despliega meditativamente Paul Ricoeur. En efecto, su libro Del texto a la acción. Ensayos de herme-néutica II, (1986), recoge seis estudios dedicados a considerar ex-plícita o implícitamente el concepto de texto. Son los siguientes: “Acerca de la interpretación” (ai), “La tarea de la hermenéutica: desde Schleiermacher y desde Dilthey” (th), “La función herme-néutica del distanciamiento” (fh), “¿Qué es un texto?” (qt) y “Ex-plicar y comprender” (ec), “El modelo del texto: la acción signi-ficativa como texto”(mt)1. Dos notas son comunes a ellos, una de índole formal y otra de índole sustantiva. Formal: Ricoeur se repite, incluso literalmente, de un ensayo a otro. Sin embargo, en él las repeticiones engendran diferencias. Al entrar cada una de ellas en contextos de reflexión cambiante, el pensamiento avanza hasta abo-nar y enriquecer nuevos problemas. Ello explica por qué la noción de texto, inicialmente considerada en sus determinaciones discur-sivas, después opere como fundamento de una teoría de la acción significativa y una teoría de la historia. Sustantiva: En Ricoeur gana fuerza la conciencia creciente de que la experiencia humana, acaso por su misma naturaleza lingüística e histórica, puede alcanzar una mayor autocomprensión a condición de explorar, no la vía de la introspección, sugerida por la tradición francesa de la filosofía re-flexiva que arranca con Descartes y llega hasta Bergson, sino la vía que está representada por esas objetivaciones del espíritu que son los signos, los símbolos y los textos, sugerida por la tradición alemana

1 Las letras entre paréntesis abrevian el nombre de los textos. Para citar, usaremos en adelante dichas abre-viaturas, indicando por supuesto la página correspondiente. Cuando en las citas no aparezca ninguna de estas abreviaturas, significa que estamos usando una fuente bibliográfica distinta del mismo autor. En tal caso, procederemos conforme lo establece la convención.

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de la filosofía romántica que vincula a Schleirmacher y llega hasta la fenomenología de Husserl (Grondin, 2008: 107).

En lo que sigue, nos limitaremos a exponer sólo aquello que Ri-coeur entiende por texto en tanto objeto posible de ese esfuerzo de explicación y comprensión al cual puede darse el nombre de herme-néutica, pues entendemos que texto y hermenéutica, en el filósofo francés, son dos nociones que se fecundan mutuamente. Procede-remos a semejanza de un artesano, es decir, tomando de aquí y de allá los hilos necesarios para entrelazar la trama del tejido que nos proponemos reconstruir.

Para llevar a cabo el propósito anunciado queremos plantear la siguiente conjetura: sostendremos que texto es aquello que se realiza como discurso escrito y se destina a un lector que, al interpretarlo, puede abrirse a la comprensión de sí. La conjetura, ¡qué duda cabe!, enseña una forma de expresión apretada. Enuncia un juicio de índole sinté-tico y hace resonar una de las tesis más notables de Ricoeur: aquella según la cual “si todo discurso se actualiza como acontecimiento, todo discurso es comprendido como sentido” (2003: 26). Descorrer el velo de lo que ella encierra implica no sólo desplegar el conte-nido proposicional de cada una de sus partes, sino argumentar en procura de conseguir, si no una aceptación irrestricta, alguna clase de validación.

Al reparar en la forma sintáctica de la conjetura, podemos notar que ella se compone de una oración compuesta por coordinación copulativa y que la segunda coordinada incluye a su vez una subor-dinada adjetiva o de relativo. Con otros términos, la tesis consta de tres partes entrelazadas por partículas de relación gramatical: a) primera parte, correspondiente a la primera coordinada: aquello rea-lizado como discurso escrito detenta la condición de texto; b) segunda parte, correspondiente a la segunda coordinada: aquello que detenta la condición de texto se destina a un lector para que lleve a cabo una interpretación; y c) tercera parte, correspondiente a la subordinada incluida en la segunda coordinada: el lector que interpreta un texto puede abrirse a la comprensión de sí. Procedamos a su desarrollo.

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A) Primera parte de la tesis: Texto es aquello que se realiza como discurso escrito.

Varios asuntos están implicados aquí. En principio, la noción de discurso. Para Ricoeur esta noción sólo puede ser comprendi-da en el marco de la distinción entre una lingüística de la lengua (tal como fuera establecida por Saussure) y una nueva lingüística, la del discurso (tal como anunciada por Benveniste). Mientras la primera establece como unidad básica de estudio los signos (ora en su articulación fonológica, regida por la determinación de rasgos distintivos entre los fonemas, ora en su articulación lexical, regida por la determinación de rasgos significativos entre las palabras), la segunda define como objeto de análisis el discurso, esto es, unidades lingüísticas de extensión igual o superior a la oración. El discurso, aunque se nutre de signos (de palabras), no se reduce a la suma de los signos que lo componen. Por consiguiente, más que ser una serie, es una unidad original que responde a un orden interno: el orden derivado de la estructura oracional o, si se quiere, del contenido proposicional. En tanto que unidad original estructurada, el discurso es concebido por Ricoeur en dos sentidos solidarios: lingüístico y fenomenológico. Conforme al primer sentido, discurso es el nexo predicativo producto de la unión del significado de un nombre y la significativa indicación del tiempo de un verbo (2003: 16); con-forme al segundo, el discurso es concebido como “acontecimiento del lenguaje” (2003: 23). ¿Dónde reside la solidaridad de estos dos sentidos? Si el discurso, respecto del sistema de la lengua, representa una realización concreta, una actualización de las potencialidades que el código ofrece a cualquier hablante, entonces algo ocurre cada vez que, aquí y ahora, alguien habla: no sólo se pone a prueba el orden lingüístico, las determinaciones contenidas en el código de la lengua (dimensión lingüística), sino que una experiencia humana, tramada por sueños, deseos, ideas, sensaciones, valores, etc., puede ser contada a alguien más, puede ser comunicada a otros, a fin de que un pedazo del mundo (dimensión fenomenológica) “llegue al lenguaje por medio del discurso”(fh, 97). Sin importar el incontable

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número de veces que este acontecimiento se produce a lo largo de la vida histórica de un ser humano, una cosa parece indudable: en todo acto de discurso, desde el más nimio hasta el más grave y sentencio-so, asistimos a una especie de misteriosa ceremonia: ser testigos del modo como el mundo es reintegrado al lenguaje, “pues si no se habla del mundo, ¿de qué hablaríamos?”(fh, 97 y mt, 170). En últimas, frecuentar el ámbito del discurso equivale a tomar en cuenta aquello que justamente una lingüística de la lengua deja de lado o sobre lo cual pasa en silencio: el uso lingüístico.

Sobre el trasfondo de la distinción entre signos y enunciados, Ricoeur puntualiza cuatro diferencias esenciales entre el aconteci-miento del discurso y el código de la lengua. Apelamos a cuatro adjetivos para nombrar esas diferencias: temporal, autorreferencial, referencial y comunicativa. Temporal, porque el discurso, a diferen-cia del sistema de la lengua que se sustrae a la ocurrencia en el tiem-po, acontece siempre en una coordenada temporal precisa, relativa a la situación comunicativa en la que dos individuos cualesquiera en encuentran. Autorreferencial, porque el discurso, a diferencia de la lengua que se sustrae a cualquier determinación subjetiva, se refiere en principio, mediante los denominados embragues de enunciación, al sujeto de habla. Referencial, porque el discurso, a diferencia de la lengua que no es otra cosa que una estructura cerrada en sí misma y dotada de un funcionamiento particular, es siempre manifestación verbal acerca de algo (del mundo, de la realidad, de sí mismo); y co-municativa, porque el discurso, a diferencia de la lengua que es mera posibilidad de comunicación, admite ser definido como lenguaje ac-tualizado o realización lingüística, y, por ende, realizado para otro, justamente aquel que motiva la actualización misma. (fh, 98, y mt, 170).

Aunque Ricoeur establece los estos cuatro rasgos como propios de una objetivación discursiva (y, más, como criterios de textuali-dad), dos rasgos adicionales pueden ser agregados a esta constelación de distinciones: Si el discurso es tributario de un “sentido múltiple” que es posible captar en narraciones históricas o de ficción, e incluso en creaciones poéticas intervenidas por el dispositivo de la metáfo-

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ra, el sistema de la lengua es portador de una polisemia constitutiva (Ricoeur, 2006: 62 y ss). Sólo que aquello que es un rasgo estruc-tural de los signos que conforman una lengua natural, solamente se manifiesta como efecto de sentido (“función alegórica” del lengua-je) al momento de producirse la actualización discursiva. Mientras dicha actualización no se produzca en una situación comunicativa concreta, los signos de los cuales se componen los enunciados en-trañan acepciones, pero no suscitan efectos de sentido. Asimismo, si lo propio del discurso es mediar en el vasto dominio de los in-tercambios comunicativos donde importa menos la relación de un signo con otro que la relación de los signos con el mundo, lo propio de la lengua es asegurar no sólo la relación entre un significante y un significado sino también el tratamiento de los signos al amparo de asociaciones por semejanza y encadenamientos por contigüidad, dentro de un sistema sin relación con la realidad externa.

En síntesis, estos rasgos del discurso como acontecimiento, a saber, a) el hecho de realizarse en el tiempo, b) de indicar lingüísti-camente al sujeto que habla, c) de expresar algo, d) de expresar algo al alguien sobre algo, e) de ser depositario de un “sentido múltiple”, y f) de mediar entre los individuos y el mundo, “sólo aparecen en el movimiento de la realización de la lengua en discurso, en la actuali-zación de nuestra competencia lingüística” (fh, 98).

Ahora bien, el discurso, como actualización lingüística, puede realizarse de dos modos: oral y escrito. De ahí que sea posible hablar de discurso oral y de discurso escrito. Los seis rasgos mencionados están presentes en cada uno de estos dos tipos discursivos. ¿Acaso funcionan de la misma manera? Ya veremos que no.

Consideremos el discurso oral. Éste puede asumir dos formas distintas: el monólogo y el diálogo. Dado que Ricoeur centra su atención en el diálogo, dejemos de lado el monólogo. ¿Qué decir del diálogo? Constituye el modelo, por definición, de la comuni-cación humana. En el diálogo los seres humanos encuentran una condición existencial para intentar “transgredir o superar su soledad fundamental”, aquella derivada de la imposibilidad de transferir di-rectamente lo experimentado a alguien más (Ricoeur, 2003: 30).

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En virtud de dicho modelo, alguien (hablante, en cuanto función indicada pronominalmente), dice algo a alguien (oyente, función asimismo indicada por los embragues discursivos) acerca de algo (dimensión referencial). Usualmente, lo que realiza el hablante, al momento de hablar de algo con alguien, son no tanto expresiones aisladas, palabras sueltas que equivaldrían a un listado de nombres usados para dar cuenta de un registro de cosas, cuanto expresiones combinadas, vale anotar, enunciados que tienden a materializarse en unidades funcionales sintéticas -llamadas oraciones-. Se objetará que un diálogo, muy a menudo, está salpicado de palabras sueltas; en tal caso, habría que responder que en una situación comunica-tiva las palabras sueltas valen por enunciados implícitos. Si no se expresan por entero, formando parte de un enunciado completo, es porque los individuos obran conforme al principio de economía lingüística.

Por lo demás, el proceso descrito, en términos generales, es efi-caz, en cuanto no genera problemas de incomprensión o malenten-dido, y rutinario, dado que se lo repite día a día. Con todo, nada impide que surja algún problema de comprensión o entendimiento de lo dicho. En efecto, si durante el encuentro interpersonal ocurre un fenómeno de incomprensión o malentendido, generado a causa del sentido múltiple discursivo o debido a la dificultad para hacer una atribución o un reconocimiento de la referencia designada, el fenómeno tiende a resolverse en el seno de la misma situación co-municativa gracias a las posibilidades que ofrece a cada uno de los interlocutores el intercambio de preguntas y respuestas. Preguntar y responder son operaciones dialógicas que subyacen a los actos de hablar y escuchar. En el caso de la polisemia, el qué de lo dicho puede ser interrogado respecto de su querer-decir con el fin de volver moderadamente unívoco aquello que radicalmente no lo es. Basta con que alguien pregunte a otro qué quiere decir al decir algo -que no se ofrece a una comprensión inmediata o evidente-, para que el pri-mero no sólo rearticule su discurso con otras palabras (acaso menos confusas y más familiares), sino que a su vez entienda que se le está solicitando una explicación. Por su parte, el sobre qué de lo dicho

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puede ser interrogado a partir de su plena significación enunciativa con el fin de que el acto de “remitir a la realidad (de hacer referencia a la realidad) equivalga a remitir a esta realidad” (qt, 129-130) [a la de la situación comunicativa que da soporte al diálogo].

Y aun si la lógica de preguntas y respuestas se revelara insufi-ciente para resolver los problemas de comprensión suscitados por el doble sentido o la referencia, el lenguaje, al acontecer como dis-curso, ofrece, al extremo, un último recurso de desciframiento: la dimensión ostensiva o digital. En un enunciado como “observa lo que está pasando allí”, la atribución de referencia puede apelar a un gesto de señalamiento para eliminar su opacidad significativa. Si los pronombres demostrativos, los adverbios de lugar y las variaciones pronominales constituyen “expresiones esencialmente ocasionales” (Husserl, 1995: 272), es porque en ellos la frontera que delimita el carácter indicativo y expresivo de los signos aparece siempre borro-sa, pues a la vez que significan, ellos indican en cada caso, existen-cialmente, al sujeto mismo de la enunciación. Razón le asiste a Ri-coeur al afirmar que en el diálogo, o, si se prefiere, en una situación comunicativa de interlocución, “el sentido muere en la referencia y la referencia muere en la mostración” (qt, 129-130), en el señala-miento circunstancial del mundo, de la realidad, de sí mismo.

Pero, ¿qué ocurre cuando la realización discursiva del lenguaje abandona el ámbito del diálogo y se inscribe en la escritura? ¿Acaso el habla es una suerte de escritura en espera de ser registrada sobre la materialidad del papel (o de la pantalla)? ¿Por ventura la escritura es fijación de habla, estabilización de significantes, custodia de la ora-lidad contingente? Sea lo que fuere, lo que ocurre es el advenimiento del texto. ¿Cómo lo define Ricoeur? “Texto es discurso fijado por la escritura” (qt, 128). Así, el modo oral de realización discursiva es al diálogo lo que el modo escrito es al texto. Al fundarse sobre la conocida regla de la cuarta proporcionalidad, la analogía ense-ña que resulta improcedente confundir la presencia dialógica con la existencia textual (lo que no implica que un escritor no pueda volcar sobre la superficie de su texto pasajes dialógicos), así como la existencia dialógica con la presencia textual (lo que no supone que

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un hablante no pueda conversar con alguien acerca de un pasaje leído). Que ello es cierto, lo confirma Ricoeur al advertir que la relación “hablar-escribir/responder-leer no es de equivalencia sino de simetría” (qt, 129-130). Si fuera de equivalencia no habría dis-tinción notable entre una situación comunicativa dialógica y una lexeográfica (es decir, lo relativo a los procesos de escribir y leer). Pero la distinción resulta clara. Leer lo escrito no es dialogar con el autor, ni escuchar (responder a) lo dicho es escribirle al hablante. Como quiera que un texto es verdaderamente texto, no cuando lle-ga a ser escrito, sino cuando llega a ser completado en el proceso de lectura, ni el escritor está presente -como sí ocurre con el locutor en el diálogo- cuando el lector lee, ni el lector está presente -como sí ocurre con el interlocutor en el diálogo- cuando el escritor escribe (qt, 129-130). Cierto que el lector, mientras lee, puede sentir como si el texto le dirigiera interpelaciones (piénsese en aquellos pasajes textuales que mueven a la relectura); cierto que el lector, al revés, puede dirigirle al texto una serie de preguntas, alentado por el pro-pósito de captar la intencionalidad o el querer-decir del autor; pero no es menos cierto que en uno y otro caso el texto perdura sin la presencia de la voz enunciativa civil, autoral, y, por consiguiente, sin un locutor que pueda dirimir los conflictos de interpretación que se susciten al momento de leer. En suma: si en medio de un diálogo real la tríada locutor-mensaje-interlocutor está siempre presente, de suerte que los problemas de sentido y referencia se resuelven por la remisión a la misma situación, en el caso textual prima la dicotomía texto-lector, de suerte de que los problemas de sentido y referencia obligan a consideraciones interpretativas diferentes.

Volvamos a la definición de texto. Dos preguntas se imponen: ¿qué implica la fijación escrita? y ¿qué es en últimas lo fijado por la escritura? La fijación implica, no la cancelación de sentido ni la eli-minación de la referencia, sino el tránsito hacia un registro particu-lar cuya naturaleza no es la del habla: el registro en el que el régimen de la inscripción escrita, antes que devenir una simple trascripción de fonemas en forma de caracteres, llega a ser la marca gráfica de un acto humano cuya materialización revela, o puede revelar, la huella

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de una intención significativa. Dicho con otras palabras, texto es “un discurso que se habría podido decir, es cierto, pero que se lo es-cribe porque no se lo dice” (qt, 128). En la medida en que es aquello que se escribe, porque no se dice (pudiéndose decir), el texto se con-vierte en un objeto duradero o cuando menos no tan efímero como el acontecimiento del habla. A diferencia del habla que desapare-ce a poco de acontecer en cada encuentro intersubjetivo, el texto, como fijación escrita, perdura en el tiempo, a fin de hacer aparecer un habla ulterior (aquella que deriva del acto de lectura).

A su vez, lo que fija ese decir escrito llamado texto no es tanto la actividad de materialización gráfica, pues a fin de cuentas se trata de un hecho que tanto puede ser ejecutado por la mano como por la máquina, cuanto lo dicho como tal. Y lo dicho, según la teoría de los actos de habla de Austin y Searle, de la cual se sirve Ricoeur, son enunciados, es decir, actos discursivos (por ejemplo, describir un estado de cosas del mundo, impartir una orden, manifestar un sentimiento de solidaridad, declarar la guerra, comprometerse a pa-gar una deuda), que sirven de vehículo para que alguien diga algo a alguien (acto locucionario), para que haga algo al decir algo (acto ilocucionario) y para que produzca alguna clase de efecto al decirlo (acto perlocucionario) (Ricoeur, 2003: 28). Lo dicho, entonces, es una unidad discursiva integrada por “una jerarquía de actos subordi-nados: el acto de decir, lo que hacemos al decir, lo que hacemos por el hecho de decir” (fh, 99).

Al ser fijados por escrito, los actos locucionarios y ilocuciona-rios, más que los perlocucionarios (que constituyen “el aspecto me-nos inscribible del discurso y caracteriza preferentemente al discurso oral” (fh, 1002), se prestan al reconocimiento por parte del lector. El reconocimiento, en ambos tipos de actos, es de naturaleza sintáctica o gramatical. Sintáctico es el de los actos locucionarios, pues a me-nudo adoptan la forma de la oración como proposición (Decimos a menudo porque no faltan los textos en los que el plan de escritura

2 “Aquí [en la acción perlocucionaria] el discurso actúa, no tanto porque mi interlocutor reconoce mi in-tención, sino, en cierto modo, al modo energético, por influencia directa sobre las emociones y las dispo-siciones afectivas del interlocutor”. (fh, 100).

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parece obedecer a un intento por hacer estallar la estructura sintácti-ca fundamental del lenguaje. Las últimas obras de ficción de Beckett son un ejemplo de lo dicho). Su forma incluye una estructura tal que no es posible concebir una oración sin predicado, pero sí una sin sujeto (Ricoeur, 2003: 24). Allí donde falte el predicado, podemos hablar de frase nominal, de frase adjetiva, de frase adverbial, pero no de oración. Decir oración equivale a la sazón a decir unión de dos funciones lógicas: la función del sujeto y la función del predicado (proposición o contenido del acto de decir). En virtud de la primera es posible llevar a cabo procesos de identificación singular o plural; en virtud de la segunda, procesos de predicación (acciones, cualida-des, relaciones, etc.) universales (Searle, 2001: 35). Gramatical es el reconocimiento de los actos ilucocionarios, pues son el producto de “paradigmas gramaticales (modos indicativo, imperativo y subjunti-vo y otros procedimientos que exteriorizan la fuerza ilucucionaria) que permiten su identificación y reidentificación” [fh, 99 y mt, 172]. En la escritura son los signos parasintácticos los que prestan un auxi-lio al reconocimiento de la fuerza ilocutiva de lo dicho.

Al reproducir la forma oracional y los modos gramaticales, los enunciados locucionarios e ilocucionarios se tornan tributarios de los dos rasgos que, a juicio de Frege (1999: 53), están presentes en cualquier proposición, a saber, el sentido y la referencia. ¿Cómo in-terpreta Ricoeur estos dos conceptos siguiendo al lógico alemán? “Sentido es el objeto ideal al cual se refiere [El enunciado]; este sen-tido es puramente inmanente al discurso. Su referencia es su valor de verdad, su pretensión de alcanzar la realidad” (fh, 106). Luego, si un texto es un tipo de ordenamiento discursivo en el que se fija por escrito uno o más enunciados, y si lo propio de los enunciados es contar con un sentido y una referencia, entonces un texto, al ser un entramado de enunciados, difícilmente podría carecer de sentido y de referencia (De nuevo, decimos difícilmente porque no faltan los casos de textos en los que, por ejemplo, el plan de escritura parece responder al deseo de hacer vaciar el conjunto de enunciados que lo componen de cualquier sentido y, consecuentemente, de cualquier pretensión de vincular la realidad. La denominada poesía transra-cional rusa es un ejemplo de lo dicho).

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Lo que Frege denomina sentido del signo, Ricoeur lo reconsi-dera, por extensión, como significado o significación de los enun-ciados3. Dado que éstos se componen de signos, podría creerse que la significación es algo así como la sumatoria de los sentidos. Pero Ricoeur pronto subraya que la significación no es una adición de sentidos sino el producto de la correlación de los actos locuciona-rio, ilocucionario y perlocucionario, “en la medida en que estos tres aspectos del acto de discurso están codificados y regulados según paradigmas, es decir, en la medida en que pueden ser identificados y reidentificados con el mismo sentido”4 (fh, 99). Si pueden ser identificados y reidentificados, los actos discursivos escritos fijan, en consecuencia, no sólo una intención comunicativa (el querer-decir del hablante o aspecto subjetivo del sentido o la significación) sino también una intención lingüística (el querer-decir de las oraciones, esto es, el contenido proposicional, la síntesis de la función identifi-cadora singular y predicativa universal) (Ricoeur, 2003: 25).

Sólo que al objetivarse en forma de enunciados, al exteriorizarse discursivamente en la superficie del texto, la doble intención sufre un profundo cambio. No es sólo que lo dicho por escrito no coincida con aquello que intentaba decirse (cosa que acontece con frecuen-cia), es que lo dicho por escrito, al inscribirse en grafías lineales, ad-quiere “autonomía semántica”. Si una situación dialógica garantiza que el hablante pueda hacerse cargo del contenido de su emisión discursiva, en la situación lexeográfica la ausencia del autor impide que él pueda hacerse cargo de las derivas significativas a que da lu-gar la escritura de su texto. En esta última situación lo que el texto significa (el qué del discurso) ya no coincide con el querer-decir del autor. “Significado verbal, es decir, textual, y significado mental, es decir, psicológico, tienen desde ahora destinos diferentes” (fh, 104). Común a ambos es el destino de la lectura; pero si el significado ver-

3 Sentido es la expresión dominante que usa Ricoeur en “El lenguaje como discurso” (Teoría de la interpre-tación. Discurso y excedente de sentido). En “El modelo del texto: la acción significativa considerada como un texto” la expresión que utiliza es significación en alternancia con significado (172). Y en “La función hermenéutica del distanciamiento” la expresión prevalente es la de significación (99‑100).

4 “Doy aquí a la palabra significación una acepción muy amplia que abarca todos los aspectos y todos los niveles de la exteriorización intencional que hace posible a su vez la exteriorización del discurso en la obra y en lo escrito” (fh, 100).

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bal reclama una lectura centrada en el texto (pero no en el autor), el mental privilegia una centrada en el autor (pero no en el texto). Más adelante veremos que a Ricoeur sólo le interesa el primer tipo de lectura.

¿Qué decir del referente? Ya hemos advertido que el par signo-sentido (Frege) equivale en cierta manera al par enunciado‑signifi-cación (Ricoeur). Ahora es preciso anotar que, en términos genera-les, todo signo lingüístico y todo enunciado comunicativo (ficticio o no ficticio) remite a algo distinto de sí: el referente. Es función del signo, como lo es también de cualquier enunciado, dejar traslucir un sentido o una significación y remitir a una determinada realidad (Frege, 1999: 59). Tal es la condición mediadora que los caracteriza. Referente es, pues, aquello que no es el signo ni el enunciado, pero a lo cual uno y otro hacen relación: la realidad misma, o, si se prefiere, los entes del mundo designados por el signo o el enunciado. Y la rea-lidad (el mundo empírico, cultural o imaginario), en el caso de los textos, es aquello de lo que se quiere escribir o se escribe. Sólo que en los textos, a diferencia de lo que ocurre en el caso del discurso oral, no es posible realizar una atribución inmediata de referencia (Ya anotamos la razón). En ellos la relación lenguaje realizado-mun-do designado no es similar a la del diálogo. Como observa Ricoeur, en los textos “el movimiento de la referencia a la mostración que-da interceptado” (qt, 135). La referencia no se cancela, pero sí se problematiza, en el sentido de no corresponder a la referencia del lenguaje ordinario. Otra referencia ha de ser liberada, “efectuada”. Mientras tal cosa ocurre, el texto ofrece la posibilidad de ser leído de cierto modo. ¿Cómo? Llegamos a la segunda parte de la tesis.

B) Segunda parte de la tesis: aquello que detenta la condición de texto se destina a un lector para que lleve a cabo una interpretación.

Antes de entrar a dilucidar el proceso de lectura y el papel del lector, Ricoeur no olvida señalar que el texto, como discurso fijado por escrito, “es el producto de un trabajo” (fh, 101). Y ese producto se llama obra. Más que hacerse solo, más que surgir de la nada, el

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texto se hace, surge, como resultado de una actividad práctica, de una técnica de escritura, incluso, de un oficio. De ahí que, según Ri-coeur, “la obra aparezca como mediación práctica entre el irraciona-lismo del acontecimiento y el racionalismo del sentido” (fh, 102).

¿Qué caracteriza al discurso como obra? Tres elementos o ras-gos: “composición (a), pertenencia a un género (b), estilo indivi-dual (c)” (fh, 101).

Composición (a), porque decir texto equivale a decir conjunto de enunciados escritos cuyas relaciones de cohesión sintáctica y co-herencia semántica constituyen una unidad superior a la oración. La variable de la extensión no es suficiente para determinar cuándo un conjunto significante deviene texto. Sea cual sea la extensión, uno o varios enunciados, es necesario sobre todo que en él o en ellos haya, además de fijación escrita, forma interna. Pertenencia a un género (b), porque el texto, al poder entrar en contacto con otros textos, no puede menos de responder a las leyes de un canon discur-sivo. Por más originalidad formal que un texto exhiba, siempre es posible adscribirlo a un corpus mayor, integrado por textos entre los cuales existen “parecidos de familia”. Y estilo individual (c), porque el texto, al ser el producto de una exteriorización intencional por parte de un sujeto de enunciación, recibe las improntas singulares del individuo que lo agencia. Con ser que el discurso no es propie-dad de nadie en particular, dada su naturaleza esencialmente colec-tiva, puede ser usado de un modo tan especial que lo haga aparecer como si fuera privativo de alguien.

Complementemos un poco más cada uno de los estratos de signi-ficación acotados. Composición alude a “organización y estructura”, o mejor, a oficio de escritura en virtud de cual se trata de imponer una forma lingüística a la materia informe, virtual y atemporal del lenguaje. En esa medida, el oficio de escritura, cuyo fin es la com-posición misma, reclama una técnica, un saber-hacer, que supone no sólo el conocimiento del material que se emplea sino también el fin perseguido en cada caso. Y más: implica equilibrio entre el conocimiento de los medios y el horizonte de los fines. Un exceso de competencia lingüística no desemboca por fuerza en una compo-sición lograda; un defecto en la entrevisión de los fines puede echar

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a perder el plan de escritura que precede a la composición misma. Por consiguiente, medios y fines deben quedar soldados en unidad. En cuanto que actividad práctica ejecutada con las herramientas del lenguaje, la obra alcanza su hechura, su forma, su organización interna con base en incesantes reelaboraciones. En cada repaso, en cada acción de reescritura, la obra se perfila de un modo diferente. Son esas diferencias las que integran el proceso de estructuración.

Por su parte, codificación significa marco de referencia archi‑textual en virtud del cual una composición determinada se acoge a las determinaciones de un género, esto es, de un conjunto de obras que participan de rasgos de expresión y contenido semejantes. No importa que, conforme a los vaivenes históricos, algunos géneros desaparezcan y nazcan otros nuevos. Una vez la composición aca-ta las determinaciones estructurales de un género en lugar de otro, admite ser denominada poesía en vez de novela, drama en vez de poesía, ensayo en vez de cuento, texto descriptivo en vez de tex-to normativo, etc. (fh, 101) Se objetará que existen composiciones cuya singularidad formal y sustantiva impide que sean encajadas en un género determinado. Sin embargo, dichas obras, en tal caso, no están exentas de forjar un nuevo género y por lo tanto de erigirse en paradigmas de obras venideras. La actitud comparativa, a este res-pecto, resulta inevitable. Muchas veces el valor de una obra procede del hecho de ser contrastada con otras.

Finalmente, estilización significa “trabajo [u oficio de escritura] que individualiza, es decir, que produce lo individual, y, por tanto, que designa, igualmente, en forma retrospectiva, a su autor” (fh, 103). Autor, en este sentido, no sería tanto la persona natural que firma la obra o quien, según las exigencias de la industria editorial, se pasea por el mundo promocionándola, sino más bien la función discursiva responsable del proceso mismo de estructuración. Tal proceso oscila entre la tradición y la innovación.

En suma, captar el texto como obra, vale decir, como textura finita sometida a un lento y complejo proceso de composición, co-dificación y estilización es la tarea de cualquier ejercicio de inter-pretación.

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De los tres elementos, el más importante es el de la composi-ción, pues constituye la base de la incorporación ulterior de la obra a un género y el sustrato en el que es posible identificar los trazos de un trabajo de estilización individual. Sin obra, entonces, resulta inútil pensar en una tipología textual y en una impronta estilísti-ca. Pero habiendo obra la instancia del lector queda comprometida como eslabón de la cadena comunicativa. No en vano en la noción de obra, en cuanto estructuración lingüística trabajada con vistas a un fin específico, yace implicada la idea esencial de discurso, esto es, un enunciado o un conjunto de enunciados “donde alguien dice algo a alguien a propósito de algo” (fh, 103). Pese a ser invisible y anónimo, el lector se convertirá en un destinatario privilegiado para el autor a condición de que realice un esfuerzo hermenéutico.

Esta expresión, esfuerzo hermenéutico, deriva su significado, no de una hermenéutica “expresamente concebida como un descifra-miento de símbolos, entendidos como expresiones de doble sentido” (Ricoeur, 1997: 33), sino de una considerada como “la teoría de las operaciones de la comprensión relacionadas con la interpretación de los textos” (th, 71 y ai, 32 y 33). Más que posar sus ojos sobre el texto para reconocer el entramado de caracteres que componen el abecedario de la lengua en la que aquél ha sido fijado por escrito, el lector ha de realizar una tarea correlativa al trabajo de estructura-ción discursiva ejecutado por el autor. Esa tarea se llama interpreta-ción. Y su carácter esforzado reside en el hecho de que se compone de dos operaciones de pensamiento que a la vez son trasunto de dos comportamientos individuales: la explicación y la comprensión.

Dichos comportamientos operativos, presentes en Dilthey bajo la forma de una dicotomía irreconciliable concerniente a dos esferas de conocimiento diferente (la explicación como propia de las cien-cias naturales y en consecuencia atingente a dominio de los hechos no humanos, y la comprensión como propia de las ciencias del es-píritu y por lo tanto relativa al ámbito de la subjetividad humana), son retomados por Ricoeur con el fin de proponer un diálogo entre ellos, un vínculo menos tenso que, en vez de sostener la exclusión recíproca, favorezca una implicación mutua. En lo que atañe a la

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interpretación textual, Ricoeur no abogará por una explicación que no se cumpla en la comprensión ni por comprensión que pase por alto la explicación, sino por una relación complementaria entre am-bas. Leer un texto de manera interpretativa consistirá en una espe-cie de actividad dinámica regulada por un movimiento pendular de características recursivas: de la explicación a la comprensión, y de ésta a aquélla (ec, 153-156). Movimiento soportado en la intuición (o quizás en la convicción) de que un texto que se precie de serlo nunca agotará su potencia de significación, dado el carácter esen-cialmente plurívoco que subyace a su constitución discursiva.

En este orden de ideas, si uno de los extremos del “arco interpre-tativo” (mt, 192) es el de la explicación, entonces ¿qué significa para Ricoeur explicar un texto? Respuesta llana: “comprender mejor” (ai, 25), es decir, hacerlo hablar desde su espesor textual como objeto discursivo que ha sido sometido a un lento proceso de composición formal. El lector, aquí, en actitud explicativa, puede actuar como el lingüista descriptivo, el analista lexical o el semantista estructural. A semejanza de lo que estos especialistas del lenguaje hacen con un sistema lingüístico, él puede analizar el texto como si se tratara de una estructura integrada por uno o varios enunciados cuyas signi-ficaciones, antes que ser el producto de la relación entre los enun-ciados mismos y los usuarios, son el resultado de la combinatoria de relaciones de semejanza, opositivas y diferenciales, inmanentes a la misma estructura. A fin de conjurar la posible objeción que alguien podría formular en el sentido de que no es posible aplicar al texto (como unidad discursiva) procedimientos que son privati-vos del abordaje lingüístico, Ricoeur nos recuerda que la “hipótesis de trabajo de todo análisis estructural (…) consiste en decir que, en ciertas condiciones, las grandes unidades del lenguaje, es decir, las unidades de nivel superior a la oración, ofrecen organizaciones comparables a las de las pequeñas unidades del lenguaje, es decir, las unidades de nivel inferior a la oración, aquellas que son precisamen-te de las cuales se ocupa la lingüística” (qt, 136).

Al intentar explicar un texto con las herramientas que el análi-sis lingüístico estructural provee, el lector se demora en la noción de

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significación que corresponde a todo enunciado (Lo cual no signifi-ca que ignore la referencia; sólo que la referencia no es atendida por el lector, dado que se trata de considerar el texto, en esta fase de lec-tura, como “texto sin mundo y sin autor” [qt, 135]). Y significación, en este contexto, no es otra cosa que reconocimiento del contenido proposicional de los enunciados que lo componen, o, incluso, y más específicamente, la posibilidad que tiene un elemento del texto de entrar en relación con otro elemento textual y con el texto en su totalidad. Y un texto como totalidad tiene significación al entrar en relaciones de semejanza, opositivas y diferenciales con el corpus architextual del cual hace parte o al cual puede ser adscrito. Insisti-mos: significación ha de entenderse de manera inmanente. Si como lectores estamos ante una novela (por ejemplo, Retrato del artista adolescente, de Joyce) diremos que la significación de un narrador autodiégetico (primer elemento textual) puede ser la de caracterizar a un personaje que es al mismo tiempo actor (segundo elemento textual), y que la significación de ambos elementos, respecto de la totalidad novelesca, puede ser la de identificar los rasgos propios de la denominada literatura de artista. Yendo más allá, podemos inten-tar determinar la significación de esta novela al compararla con los rasgos internos que otras novelas semejantes poseen, por ejemplo, Los años de aprendizaje de Wilhem Meister, de Goethe o Las tribula-ciones del joven Törless, de Musil. En la medida en que las oraciones que conforman cada una de las novelas pueden ser identificadas y reidentificadas como portando un mismo sentido o una misma sig-nificación, la comparación es viable. Obsérvese que no nos pregun-tamos por el sentido social, educativo o moral de estas novelas ni por el valor estético de las mismas. Si fuera así, dejaríamos de per-manecer en la clausura del texto, en el “sitio del texto” (lugar donde se produce el distanciamiento en relación con “la intención del ha-blante, la recepción del público primitivo y las circunstancias de la producción textual”) [ai, 33], para ahondar en asuntos de significa-ción extratextual. De modo similar procede el analista lexical. Para especificar el sentido o la significación de un lexema (una palabra) como desmanchábamos, puede acudir a su conocimiento del código

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de la lengua y pasar a descomponer la expresión en sus morfemas constituyentes: des (prefijo que indica negación), manch (raíz), a (partícula que da cuenta de infinitivo de primera clase), ba (verbo conjugado en pretérito imperfecto), m (signo de primera persona) o (género masculino) y s (número plural de primera persona). Repá-rese en el hecho de que estas unidades mínimas de significación no guardan relación con cosas dichas.

Explicar una cuestión lingüística o un texto en particular equi-vale a permanecer en el interior del sistema o del texto, procurando especificar sus articulaciones estructurales. Operación esencialmen-te analítica, la explicación constituye un ejercicio metadiscursivo, de segundo grado, que tiene por finalidad develar el cómo del obje-to. No el cómo de la estructuración (a este propósito la Filosofía de la composición, de Poe, es un documento extraordinario), sino el cómo del objeto estructurado. Diríase que es un trabajo de penetración formal, de semántica profunda, puesto que su propósito es el esta-blecimiento del mayor número posible de estratos de significación. Dos requerimientos demanda este trabajo al lector: uno, precaverse contra las tentaciones del atomismo lingüístico, en cuyas redes cae aquel que ignora la finalidad última de esta clase de análisis: el tejido de relaciones entre los elementos considerados; y dos, esquivar las seducciones que suscita un anhelo de trascendencia extemporáneo, bajo cuyo poder es sujetado aquel que concentra su interés en el qué del objeto estudiado. La permanencia racional del lector en el interior del texto representa una fase insuficiente, pero necesaria, de todo ejercicio de interpretación. No basta con acometer únicamen-te un análisis estructural, por más exhaustivo que sea. Es menester algo más: el lector, al adoptar la actitud explicativa, puntualiza Ri-coeur, debe reconstruir “la capacidad de la obra para proyectarse fuera de sí misma y engendrar un mundo que sería verdaderamente la cosa del texto” (ai, 34). Tocamos así el segundo extremo del arco hermenéutico, el de la comprensión (de la interpretación).

Así como en una situación dialógica carece de importancia la comprensión del acontecimiento del discurso oral debido a su na-turaleza contingente y efímera, en la situación lexeográfica impor-ta poco la comprensión del acontecimiento del discurso realizado

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por escrito, pues éste es más bien un objeto de averiguación que concierne a una sociología de la producción intelectual o artística. Pese a que el habla o el texto como obra advienen como aconteci-miento, no es éste el que mueve a otro a realizar una operación de comprensión. Aquello que presta mérito comprensivo es menos el decir (el acto de hablar como tal) que lo dicho, y menos el proceso de estructuración del texto (su trabajo de artesanía, de escritura y reescritura sucesiva o intermitente) que el texto estructurado. Tam-poco debe interesar al lector la comprensión de la presunta genia-lidad del autor que aparecería, detrás del la obra, como responsable de la enunciación de la misma, y, más todavía, como garante de sus inéditas significaciones. Tal era la pretensión de la hermenéutica romántica y, en cierto modo, la pretensión de Dilthey (2000: 27). Para éste y aquélla comprender consistía, no en focalizar la atención en la obra, en la objetivación discursiva producto de la labor de composición, codificación y estilización, en los signos sensibles ex-teriorizados merced a procesos de inscripción o fijación escrita, sino en la recreación de una mente genial cuyas vivencias habrían dado origen a la obra. El otro a comprender, para Dilthey y la escuela romántica, no era la obra creada sino el creador, asumido como la causa y el efecto de todas las determinaciones posibles y de todas las eventuales significaciones. Ricoeur toma nota de que al desplazarse la atención hacia la incognoscible subjetividad del individuo crea-dor, no sólo se pierde de vista la posibilidad de encarar seriamente lo que es menos intuitivo, a saber, la obra estructurada, sino también la posibilidad de conferirle a las ciencias humanas la objetividad que buscan como requisito para alcanzar un estatuto científico compa-rable al de las ciencias naturales (ec, 150). De ahí la necesidad para él de olvidarse del autor en el sentido romántico del término y la exigencia de volcar el esfuerzo hermenéutica a lo que constituye la “proposición de mundo” que el texto formula (ec, 156)5.

5 ¿Cabe establecer una relación entre la noción de “proposición de mundo” de Ricoeur y la noción de “hi-pótesis ontológica-cosmológica” de Kundera? Apoyados en el hecho de que en este último el objeto de la reflexión es la novela, esto es, uno de los géneros del texto de ficción (justamente creado con base en un uso no descriptivo del lenguaje; uso por lo demás estudiado por Ricoeur), nos atrevemos a responder afir-mativamente. Por ejemplo, a la pregunta, ¿cuál la “proposición de mundo” que plantea la obra de Kafka?, Kundera responde: El universo de la burocracia, “la oficina, no como un fenómeno social entre otros, sino como esencia del mundo” (cf Kundera, 1987: 60).

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El presupuesto que subyace a esta consideración se entiende si atamos lo dicho antes con otros elementos de reflexión. Arri-ba hemos dicho que el texto, a diferencia del diálogo en el que la atribución de referencia se hace por remisión a la propia situación comunicativa, suspende temporalmente la atribución inmediata de referencia. Ahora podemos decir porqué. Porque es menester que el texto se organice, estructure, codifique y estilice, merced a un trabajo demorado, en términos de obra. Proceso complejo como el que más, si se tiene en cuenta que es el resultado de tensiones entre sedimentos de tradición e intentos de innovación por parte de esa función discursiva llamada autor. La consecuencia de esta función autoral de inscripción discursiva en términos de obra es la autono-mización textual (aquí empalmamos con el final de la primera parte de la conjetura). Por más que el autor controle el proceso de trans-formación del discurso en texto, en obra, conforme a una inten-ciones que preceden a su acción discursiva, el resultado implica un distanciamiento fáctico respecto de dichas intenciones. Ya adver-tíamos que lo que se escribe pocas veces coincide con aquello que se quería escribir. La no coincidencia entre la intención y la acción es condición de posibilidad de la comprensión, que puede consagrarse al resultado de la acción discursiva, ya que es en ella ahora donde re-bulle, no por la mediación autoral sino por la mediación discursiva, por la mediación de la intención del texto, la “proposición de mun-do” que el texto plantea. Sólo puede haber “proposición de mundo” cuando la función autoral ha sometido el discurso escrito a un pro-ceso de composición, codificación y estilización. Sin la confluencia organizada y estructurada de estas tres dimensiones que transforman el texto en obra, el discurso escrito es eso, simple discurso escrito. Ahora bien, lo característico de dicha proposición es que, al tiempo que arrostra consigo un sentido, pues de lo contrario no cabría lla-marla proposición, ella remite a una referencia. ¿Cuál? Aquella que es problematizada por el entramado de enunciados. Problematizada, de un lado, en cuanto que no hay situación comunicativa inmediata -como sí la hay entre los interlocutores de un diálogo- entre escritor y lector, y, por ende, en cuanto que “las condiciones concretas del

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acto de mostrar no existen” (fh, 106), y, de otro, problematizada en cuanto que la referencia del texto, correspondiente a la proposición de mundo del texto, es creada por el mismo texto, y, por ende, debe ser explicitada por el trabajo comprensivo del lector. Como afirma Ricoeur: “la anulación de una referencia de primer grado (…) es condición de posibilidad para que sea liberada una referencia se-gunda, que se conecta con el mundo no sólo ya en el nivel de los objetos manipulables, sino en el nivel que Husserl designaba con la expresión Lebenswelt (el mundo de la vida) y Heidegger con la de ser-en-el-mundo” (fh, 107).

El lector, en actitud comprensiva, se ocupa, no del cómo estruc-turado, sino del qué propuesto. Ocuparse del qué significa, primero, ir más allá de las relaciones internas que hacen parte de la composi-ción textual, segundo, tomar nota del sentido que corresponde a la referencia indirecta liberada, y, tercero, “acabar el texto como habla real” (“articular un discurso nuevo al discurso del texto”) [qt, 140]. Como consecuencia del primer aspecto, la comprensión se apunta en la explicación, sin acabarse en ella. Es el paso necesario, pero todavía insuficiente, de un ejercicio pleno de interpretación. Como resultado del segundo aspecto, el lector aprehende cualidades de la realidad como las desplegadas por el texto como nuevas posibilidades de ser-en-el-mundo, y que no podrían ser aprehendidas más que de modo discursivo. Y como derivación del tercer aspecto, el texto, por así decirlo, se remoza, cobra vida (horizonte de significación) en el horizonte del lector, en el mundo del lector, que, al actualizarlo, lo inserta en una “dimensión semejante a la del habla” (qt, 142). El “afuera” textual se fusiona así con el afuera del lector, con su pro-pia situación existencial. Y en esta fusión lo que menos importa es intentar hacer coincidir la intención del autor con las expectativas del lector. Lo que importa, muy al contrario, es “reconstruir la capa-cidad de la obra para proyectarse fuera de sí misma y engendrar un mundo que sería la cosa del texto” (ai, 34).

Si la noción de “arco hermenéutico” en Ricoeur es correlativa a la noción de texto, y si dicho arco no está integrado por una actitud de pura explicación ni por una de pura comprensión, sino justamen-

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te por la dialéctica entre el explicar y el comprender, entonces un texto recibirá tratamiento hermenéutico (interpretativo) cuando el lector lleve a cabo dos procesos de lectura complementarios: el pro-ceso que consiste en “extraer la estructura, es decir, las relaciones internas de dependencia que constituyen la estática del texto” y el proceso que consiste en “tomar el camino de pensamiento abierto por el texto, ponerse en ruta hacia el oriente del texto” (qt, 144). Al situarse en esta avenida, el lector, cuando menos, se mantendrá a distancia de dos ilusiones infértiles: la “ilusión romántica y la positi-vista”, o, lo que es igual, la creencia de que comprender consiste en hacer dialogar dos “subjetividades presentes en la obra, la del autor y la del lector”, y la creencia de que explicar equivale a manipular una “objetividad textual cerrada en sí misma e independiente de la subjetividad del autor y del lector” (ec, 34). Mientras se mantenga a la distancia de estas creencias o ilusiones, el lector podrá intentar realizar una interpretación objetiva del texto.

Este tipo de interpretación no elimina la subjetividad del lector; antes bien, la realza. ¿De qué modo? Al lector compete, respecto de la comprensión, formular una hipótesis de sentido, y, respecto de la explicación, una batería de argumentos pergeñada a favor de la hipótesis expuesta. No en vano Ricoeur afirma, cimentado en otro pensamiento analógico, que “el conjeturar es al comprender lo que validar es a explicar” (mt, 184). Lo primero, porque el tex-to, salvo que la explicite, no vocea, no hace pública, no comunica enfáticamente su “proposición de mundo”. Lo que no significa que el texto sea una totalidad cerrada en sí misma. Muy al contrario, diríase que su apertura, aparte de comprometer una nueva posibi-lidad de ser, implica nuevas posibilidades de nombrar. El lector ha de poner en palabras dicha proposición. Debe decir lo no dicho. Debe articularla como habla, en el entendido de que el texto es también un habla fijada por escrito. Pero un habla cuya intención verbal no es un retrato fiel “de la experiencia psíquica del autor” (Idem, 185). Comprender es decir, a título de conjetura, cuál es la proposición de mundo generada por el texto.

Y lo segundo, porque leemos no sólo para nosotros mismos sino también para otros. En ambos casos esperamos que nuestra hipótesis

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sea, no verificada al modo como lo haría un naturalista, sino valida-da, aceptada, acogida al modo como lo haría un humanista, o mejor, un hombre cuya labor de reflexión se inscribe en al ámbito de las ciencias humanas. Por eso quien espera que su interpretación sea validada debe argumentar a favor de lo dicho, probar con argumen-tos (no demostrar con experimentos) que la hipótesis de sentido (léase la comprensión textual, bien sea de un pasaje, bien sea de la totalidad) es al tiempo “probable y más probable que otra” (Idem, 186). Este carácter de mayor validación es el que limita en cierto modo el infinito de las interpretaciones posibles. Si es cierto que el texto, por su misma composición discursiva, es depositario de múl-tiples sentidos y por consiguiente puede suscitar diversas lecturas, no es menos cierto que no todas las interpretaciones son igualmente válidas. Unas son inválidas (inaceptables), otras son válidas (riva-lizando entre sí) y unas cuantas, sólo unas cuantas, son más validas que otras. ¿Cuáles? Aquellas que mediante argumentos razonables, y al acudir a “la carga de la prueba material ligada a la exigencia del documento y el archivo” (ai, 20), ganan entre el auditorio ante el cual se exponen una mayor aceptación. Explicar es decir, a título de argumento, cuál es la razón por la cual la conjetura planteada resulta persuasiva o convincente. El lector que opere conforme a la proporcionalidad implicada en la analogía arriba citada, estará listo a su manera para abrirse a la comprensión de sí. Llegamos así a la tercera parte de la tesis.

C) Tercera parte de la tesis: el lector que interpreta un texto puede abrirse a la comprensión de sí.

Como en las dos partes antes analizadas, aquí igualmente apa-recen implicados varios asuntos. En principio, cabe afirmar que sólo cuando el texto, por la mediación de la función discursiva, cristaliza como obra, esto es, se ordena como “proposición de mundo” y en esa medida se destina públicamente a un lector anónimo, singular o plural, invisible en todo caso, éste puede intervenir. Su interven-ción se consolida en el acto de lectura. Leer es dejar valer el texto

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en su autonomía, en su alteridad, incluso en su extrañeza. No se lee un texto de entrada resistiéndose a sus indicaciones referenciales o enfrentándose a sus proposiciones de mundo. Es preciso dejarlo ha-blar, es imperativo dejarlo valer en su distanciamiento constitutivo. Sólo así se le puede explicar en lo que detenta de obra estructurada y organizada. Lo que sigue después de ello, a juicio de Ricoeur, es un “movimiento de apropiación o aplicación del texto a la situación presente del lector… La apropiación es todo lo contrario de la con-temporaneidad y de la congenialidad [como lo pretendía la herme-néutica romántica y la hermenéutica diltheyana]; es comprensión por la distancia, a la distancia” (fh, 109).

Por eso la intervención del lector, luego de dejar hablar al texto, busca conseguir dos objetivos: intentar relacionar la “proposición de mundo” conjeturada con el mundo no textual y procurar relacio-nar dicha proposición con su propia situación existencial. ¿Por qué el primer objetivo? Porque aun cuando la “proposición de mundo” (cabe decir, la unión entre sentido y referencia) no sea un calco de la vida real u ordinaria, de todos modos toma elementos de ella con el fin de proponer un nuevo poder‑ser‑en‑el‑mundo (la resonancia, en este punto, es característicamente heideggeriana)6. Si el texto, en cuanto obra, ancla su horizonte de referencia en el mundo real, no es para reflejarlo, para mostrarlo, para manifestarlo en lo que es, como si se tratara de un espejo; lo hace para re‑figurarlo, para conje-turarlo, en sus eventuales posibilidades de ser. He ahí otra diferencia con una situación dialógica. En ésta el mundo es mostrado circuns-tancialmente en su realidad, mientras que en los textos el mundo real desaparece y reaparece imaginado, “presentificado por lo escrito” (qt, 131). ¿Por qué el segundo objetivo? Porque no hay interpreta-ción que no sea ella misma una aplicación de lo comprendido a una situación presente. Así como los enunciados de un texto significan aquí y ahora algo (en el justo momento en que es leído por alguien), la comprensión es contemporánea de esa significación. Incluso el

6 “Mediante la ficción, mediante la poesía, se abren en la realidad cotidiana nuevas posibilidades de ser‑en‑el-mundo. Ficción y poesía se dirigen al ser, no bajo la modalidad del ser-dado, sino bajo la modalidad del poder-ser”. (fh, 107-108).

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no entender algo (como forma de comprensión negativa) siempre se aplica a una situación presente de lectura. Aquí y ahora comprendo algo, o no lo comprendo. Si ocurre lo segundo, puedo releer el texto en espera de una ulterior captación significativa, o puedo hablar mi incomprensión a alguien más en espera de que el otro me haga clari-dad sobre los pasajes textuales que se resisten a una comprensión in-mediata. En cualquier caso, lo que importa es saber que forma parte del destino de un verdadero texto “el poder descontextualizarse [de su propia situación, lo cual incluye dejar de lado las preocupaciones por la significación de las intenciones del autor] para que se lo pueda recontextualizar en una nueva situación: es lo que hace precisamen-te el acto de leer” (fh, 104).

No sobra señalar que la apropiación de la proposición de mun-do ofrecido por el texto regula el intento del lector por anular el distanciamiento de partida. Volver cercano lo que yacía distancia-do, tornar, si no propio, familiar lo que se erguía desconocido, en últimas, “efectuar la referencia”, es la tarea última de un acto de interpretación textual que se apunta en la comprensión como “adi-vinación” (mt, 184). Un texto estará completo, no cuando el len-guaje se actualice como discurso escrito, o cuando el discurso escrito devenga obra estructurada y organizada, sino sobre todo cuando el lector corone la proposición de mundo que el texto ofrece. Coronar significa “actualizar las potencialidades semánticas de la obra tex-tual” (qt, 141-142), es decir, poder hablar el discurso escrito confor-me no sólo a lo que significan las oraciones que lo constituyen, sino también conforme a la referencia designada por él, así ésta entra en choque con la que es habitual en el lenguaje ordinario. Y quien puede hacerlo no es otro que el lector, quien, al hacerlo, puede a su vez comprenderse a sí mismo.

Ricoeur señala que “la interpretación de un texto se acaba en la interpretación de sí de un sujeto que desde entonces se comprende mejor, se comprende de otra manera o comienza a comprenderse” (qt, 141). No se llega al yo, no se aprehende el enigma del yo, no hay posibilidad de comprenderse a uno mismo, siguiendo el camino de una introspección que sea capaz de volcarse sin trabas sobre la ipseidad o

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dando por sentado el carácter unitario de la autoconciencia respec-to de las cosas del mundo. Éste es uno de los principios básicos sobre los cuales se edifica la filosofía cartesiana (ai, 28). Contra tal consi-deración (la de creer que la conciencia de sí precede a la concien-cia de algo) reacciona Ricoeur. Apoyándose en la idea husserliana de intencionalidad, entendida como “la propiedad de referirse a un sentido que se puede identificar” (th, 79), pero sin llevarla hasta sus consecuencias idealistas (suponer que la conciencia trascendental orienta la determinación del sentido), Ricoeur acoge el presupuesto fenomenológico de la precedencia de la conciencia de algo sobre la conciencia de sí, aduciendo en consecuencia la imposibilidad de penetrar inmediata y directamente en el ego mismo.

En su lugar, Ricoeur suscribe la convicción epistemológica (y aún metodológica) de que el conocimiento de sí es posible a con-dición de hacer un rodeo por esas objetivaciones del espíritu que son los “signos, los símbolos y los textos”. En dichas objetivaciones se pone de manifiesto no sólo el carácter lingüístico de toda ex-periencia humana, sino además su carácter histórico (si se quiere, la temporalidad que la determina históricamente). Para Ricoeur la naturaleza lingüística de la historicidad de la experiencia humana es uno de los fundamentos del giro hermenéutico que toma su re-flexión fenomenológica: “contrariamente a la tradición del cogito y a la pretensión del sujeto de conocerse a sí mismo por intuición inmediata, hay que decir que sólo nos comprendemos mediante el gran rodeo de los signos de la humanidad depositados en las obras culturales. ¿Qué sabríamos del amor y del odio, de los sentimientos éticos y, en general, de todo lo que llamamos el yo, si esto no hubiera sido llevado al lenguaje y articulado en literatura?” (fh, 109).

A través de la lectura, el hombre examina lo otro y, por me-diación suya, el sí propio. Algo del sí mismo se revela al leer. No sólo cómo leemos; también cómo no lo hacemos. En cualquiera de los dos casos, nos vemos proyectados más allá de nuestra propia si-tuación existencial. Esa especie de exteriorización de la conciencia se torna comprensiva, a condición de que el yo (cualquiera sea su modo de ser vislumbrado) se exponga al texto leído y reciba “de él

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un yo más vasto, que sería la proposición de existencia que responde de la manera más apropiada a la proposición de mundo” (fh, 109). En cada lectura que es realizada según la doble exigencia de la inter-pretación, el yo del lector amplía el horizonte de sentido de su pro-pia identidad, inexorablemente inacabada, merced a la proposición de mundo generada por la obra. Apropiarse de la obra, en el sentido de “seguir el movimiento de lo que dice a aquello a lo cual se refiere” (mt, 192), es una forma de luchar contra el distanciamiento cons-titutivo que la caracteriza. Pero dado que el lector, por más cauto que sea, no está libre de plegarse al primer sentido que se le ofrece, o de sucumbir a las ilusiones de la conciencia, es menester que junto con el movimiento de apropiación se de uno de desapropiación, en virtud del cual la conciencia se pone alerta para denunciar la inge-nuidad de ese sentido captado primariamente o el peligro de esas ilusiones engañosas. La consecuencia es definitiva: “la comprensión es entonces tanto desapropiación como apropiación” (fh, 110).

Ahora, no es que los signos, los símbolos y los textos, mediante los cuales los seres humanos hablan de sus propias experiencias y de sus relaciones con el mundo, nos digan quiénes somos y en esa me-dida nos ahorren el problema de la comprensión o el conocimiento de sí. A quien tal cosa suponga debería recomendársele atender las enseñanzas de una “hermenéutica de la sospecha”. Pero como ma-nifestaciones sensibles ajenas (y distantes de nosotros en el tiempo y el espacio), ellos nos ayudan no sólo a reformularnos la pregunta ¿quienes somos? (interrogación en parte fenomenológica y en parte hermenéutica cuyos términos entrañan a su vez un cuestionamiento por el sentido de nuestras vidas y en esa medida por la dirección que podemos seguir para no desaguar en el sinsentido o la vanidad), sino a responder en términos de posibilidad. Si leemos ciertos textos en lugar de otros, es porque hallamos en ellos posibilidades de ser (de pensar, de habitar, de imaginar) que otros no nos ofrecen. Lo que en cambio nos ofrecen los textos que tendemos a frecuentar no es otra cosa que una opción de identidad, que no de identificación. La interpretación contenida en ellos, fruto de una comprensión previa, y que es destinada a la lectura como proposición de mundo, a buen

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seguro contribuye a constituir o reconstituir la identidad del yo del lector mismo (fh. 109). Y esa contribución es la que toma en cuenta Ricoeur para postular su célebre conclusión a este respecto: “com-prender es comprenderse ante el texto” (Idem.)

Hemos llegado así al final de esta exposición reconstructiva. Texto, como hemos visto, es más que una simple expresión. La

facilidad con que a diario la mencionamos en diferentes contextos de la vida cotidiana, no deja entrever la complejidad de su dimen-sión conceptual. Esa complejidad deriva tanto de sus constituyentes internos como de su extensión semántica. Pero aunque Ricoeur, a la sombra de una hermenéutica expandida, parece concebir una no-ción de texto de una manera bastante amplia (pues a lo largo de su trayectoria intelectual insistirá en pensar la acción humana signifi-cativa en términos de texto, o incluso los acontecimientos históricos como manifestaciones textuales, y aún la identidad de la propia vida a semejanza de un texto), queda claro en él que hay primariamente texto cuando y donde el discurso se realiza de modo escrito, como acontecimiento del lenguaje.

Al objetivarse en forma de discurso, el texto gana autonomía propia. Ya no depende del autor ni de las condiciones originales de producción para tener una existencia particular. Esa existencia es la de un entramado de enunciados, compuesto de sentidos o signi-ficaciones y referencias no ostensivas, cuyo destino es un espectro amplio de lectores potenciales. Lo que al lector debe interesar no es el acontecimiento, sino la comprensión de la significación, en la medida en que ésta, respecto de aquél, representa una especie de desbordamiento semántico que puede ser captado interpretati-vamente.

Interpretar no equivale solamente a explicar, si por tal se entien-de el tipo de operación propia de las ciencias naturales, ni equivale únicamente a comprender, si por tal se entiende un tipo de trans-ferencia psíquica entre dos subjetividades. En Ricoeur, interpretar es un único proceso de pensamiento (imagen del arco), cuyos dos extremos, el de la explicación y el de la comprensión, se interpe-netran al ritmo de un movimiento recursivo: se explica porque se

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comprende mejor y se comprende para explicar mejor. Explicar es permanecer en la esfera interna de los enunciados que conforman el texto, sin más pretensión que la de comprender la naturaleza y funcionamiento de “sus códigos subyacentes en esta labor de estruc-turación que el lector acompaña” (ai, 35); y comprender es ir más allá de la esfera interna de los enunciados, a fin de conjeturar acerca del “tipo de mundo que la obra despliega de algún modo delante del texto” (ec, 156), y de ese modo ser capaz de “continuar en uno mismo la labor de estructuración de la obra” (ai, 35).

Al ser capaz de continuar dicha labor en sí mismo, el lector pue-de abrirse a la comprensión de sí. La apertura al mundo, del mundo, que la obra propone exige del lector una cualidad semejante: sólo si éste no se cierra sobre su propia autocomprensión, negándose a un ensanchamiento de conciencia, puede desarrollar las múltiples potencialidades que un texto le ofrece

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El concepto de texto en Paul Ricoeur y su relación con la lírica breve contemporánea*Recibido: marzo 24 de 2010 | Aprobado: abril 22 de 2010

Juan Camilo Suárez R.**[email protected]

El presente escrito constituye una reflexión sobre la noción de texto en Paul Ricoeur y las posibles aplicaciones del mismo al poe-

ma breve contemporáneo. La presentación del problema hermenéutico y su relación con la teoría del texto en la obra del autor francés, así como la extensión de dicho as-pecto a la esfera particular del texto lírico constituyen el asunto central de este artículo.

Palabras claveHermenéutica, poema breve contemporáneo, interpre-tación de la lírica, lenguaje como discurso, mundo del texto.

The Concept of Text in Paul Ricoeur and its Rela‑tionship with the Contemporary Brief Lyrics

This essay is a reflection about the notion of text in Paul Ricoeur and its possible ap-plications to the contemporary brief proem.

The main purpose of the essay is to present the hermeneu-tical problem and its relation with the theory of the text in the work or the French author, as well as the extension of that aspect toward the particular field of the lyric text.

Key wordsHermeneutics. Contemporary brief proem. Lyrics’ inter-pretation. Language as discourse. World of the text.

* Este artículo procede de la investigación “Her-menéutica y los modos de ser del texto narra-tivo y poético”. Grupo: Estudios sobre política y lenguaje (Categoría A de Colciencias) Uni-versidad EAFIT, Depar-tamento de Humanida-des.

** Especialista en Herme-néutica Literaria. Pro-fesor, Departamento de Humanidades, Univer-sidad EAFIT.

Resumen

Abstract

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El presente escrito constituye una reflexión sobre la noción de texto a partir del trabajo adelantado por Paul Ricoeur y las posibles aplicaciones del mismo a una especie textual: el poema breve con-temporáneo. El esfuerzo del autor francés apunta fundamentalmen-te a la obtención de proposiciones generales que permiten aclarar aspectos fundamentales del problema hermenéutico que en nuestro caso servirán de base para la consideración de la interpretación de un tipo de textos en particular. Textos que, tradicionalmente, y al interior de la literatura, suelen ser presentados como elaboraciones herméticas que exigen del lector una labor adicional en la lectura para coronar su apropiación en un acto de comprensión.

El trabajo se ocupará de presentar los elementos conceptuales que constituyen en la obra de Ricoeur aquello que podríamos llamar su teoría del texto y de la manifestación de sus consecuencias más notorias en lo que tiene que ver con la interpretación y lectura del mismo. Simultáneamente, estos presupuestos serán utilizados para explorar el caso concreto de la lectura e interpretación de poemas, tratando de llevar a esta situación particular los resultados obteni-dos en la exploración descrita.

El punto de partida lo constituye justamente el ensayo titulado ¿Qué es un texto? publicado en 1970 y que se encuentra traducido al español en Del texto a la acción. Ensayos de hermenéutica II. En él, Ricoeur define el texto como discurso fijado por la escritura y lo caracteriza como una realización que, respecto del sistema que constituye la lengua, se encuentra en la misma posición del habla. Siguiendo los lineamientos de Sausurre, presenta al texto como una realización subjetiva de las posibilidades que ofrece el sistema de la lengua. El texto aparece como una fijación escrita que ocupa el lugar del habla. Ricoeur establece un paralelo entre la escritura y el habla para diferenciarlas e introducir el problema de la interpretación.

La relación lectura – escritura no es equivalente a un caso de in-terlocución directa, ni tampoco a un diálogo, no hay intercambio de preguntas y respuestas en el caso de la lectura. Cuando leemos sólo el texto está frente a nosotros, éste es un hecho de una evidencia que podría considerarse ingenua, pero que en el caso de la literatu-

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ra el lector olvida frecuentemente. Y con mayor razón cuando se trata de textos que genéricamente han presentado el compromiso de una enunciación subjetiva particular como rasgo característico de la enunciación lírica1. Género que en su manifestaciones más recientes enfatiza en su naturaleza textual distanciándose aún más del modelo dialógico de la comunicación. Sin embargo, el riesgo de confusión subsiste debido a la frecuente utilización gramatical en los poemas de la primera persona del singular en dirección enunciativa hacia un tú no necesariamente explícito.

La escritura, entonces, intercepta la intención de decir y la fija. Acá está el origen mismo del texto. De esta forma el escrito conserva el discurso y genera efectos respecto de la eficacia en su traducción, del papel que juegan las subjetividades que se relacionan con él y, por supuesto, de su referencia. La función simbólica del lenguaje distancia las cosas, los objetos y en su lugar aparecen los signos, la función referencial las restituye y trae de vuelta al mundo. Cuando se habla, el sentido ideal de lo que se dice se inclina hacia la referen-cia real y el habla tiende a fundirse con el gesto de mostrar. Ricoeur lo describe sintéticamente así: “El sentido muere en la referencia y ésta en la mostración” (Ricoeur, 2006: 130). En la fijación escrita este movimiento de la referencia se intercepta. Intercepta y no su-prime, y en esto es enfático Ricoeur para evitar la proposición de un texto absoluto, tentación presente también cuando se trata del poema como texto autónomo. Puesto que el lector tiene en frente en principio, y desde el punto de vista puramente objetivo, signos. Palabras diseminadas sobre la página en relación particular con el espacio en blanco. La referencia se suspende, queda diferida y al quedar fuera del mundo el texto es libre de establecer relaciones con otros textos que pueden ocupar el lugar de la realidad circunstancial del habla. Así surge una tarea central de la interpretación textual: efectuar, mediante el acto de lectura, la referencia suspendida que, en el caso de la poesía, genera adicionalmente una apertura mayor

1 Resulta importante contrastar en este punto las posibilidades cognitivas de la propuesta de Ricoeur con la idea que Gadamer desarrolla en Poema y diálogo.

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en razón de su ambigüedad, de la polisemia que la caracteriza. Con-sideraciones del poema y su lectura como una especie textual que se refiere a sí misma, encuentran en este punto su fundamento lógico. El poema contemporáneo como un espécimen que vive fundamen-talmente gracias a la relación que establece con el cuasimundo de la literatura. Otras propuestas modernas más radicales se valen de éste aspecto para considerar al poema como un artefacto.

Respecto de los sujetos, el autor deja de ser el hablante para convertirse en una construcción textual. Nos hacemos una idea de quién es el autor de un texto gracias a la figura del hablante que tomamos de otros modelos de comunicación, pero en el discurso fijado por la escritura el texto ha tomado el lugar del habla y el autor es instituido por el texto mismo. Algo que tendrá consecuencias va-liosas para la comprensión, en el caso de la lírica, de la emergencia de la voz poética o el yo poético. Es el texto poético, la construcción lingüística particular la que permite identificar la existencia de una instancia de enunciación que adquiere sustento con independencia del individuo histórico a quien se atribuye la escritura del poema. Esa voz existe en el texto, sobrevive al individuo de carne y hueso a quien se atribuye la composición poética; es posible caracterizarla y describirla sin atender a los rasgos de su autor.

Pero la lectura nos pone en frente de dos actitudes que emergen como posibilidades ante el texto: explicar y comprender. Explicar e interpretar si deshacemos los pasos de Dilthey en la formulación original del dilema que abordó al ocuparse del origen y desarrollo de la hermenéutica. La explicación de las ciencias naturales y la interpretación de las ciencias humanas. Dilema metodológico que para Ricoeur debe ser resuelto no como oposición excluyente sino mediante la complementariedad de dichas acciones. En Dilthey la explicación de raigambre positiva aplicada al objeto de las ciencias naturales y la comprensión que subsumía la interpretación y se opo-nía a la anterior pues tenía como fin último la aprehensión del psi-quismo ajeno. Se explicaba la realidad natural y se comprendía el genio creador a través de sus manifestaciones objetivas plasmadas mediante la escritura. Interpretar, en este orden de ideas, es com-

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prender al autor mejor de lo que éste se comprendió a sí, mediante las objetivaciones sígnicas que su genio produjo. Actitud que histó-ricamente también ha hecho presencia en el caso de la interpreta-ción de la escritura poética a partir del uso de información biográfica e histórica que nutre el esfuerzo del lector por comprender al autor. El autor, en consecuencia, se equipara automáticamente a la voz que enuncia el poema y marca, por tratarse de la lírica, una fuerte pre-sencia del mismo en la tarea interpretativa. Tarea que, atendiendo a dicha concepción, buscará en el poema manifestaciones de un yo cuyos rasgos pueden ser especificados mediante el uso de informa-ción histórica o biográfica distante al texto.

Ricoeur se vale de la noción de texto y de la autonomía del mismo respecto del habla para presentar a la lectura como una dialé-ctica entre dos actividades: explicar e interpretar. El texto puede ser abordado en su clausura, en la inmanencia que lo aparta del mundo, y en la que el autor no esta presente, para que mediante sus relacio-nes internas y su estructura sea explicado. Pero, además –y como ar-ticulación necesaria de este primer momento– interpretar el texto levantado su clausura para llevarlo nuevamente a la comunicación viva, al mundo.

Para la primera de estas actividades, la explicación del texto, no será necesario emplear un modelo ajeno a las ciencias humanas. El modelo se encuentra al interior de estas y lo provee la lingüística. La oposición lengua – habla (sistema – realización particular de las posibilidades que ofrece el sistema) permite definir a las reglas del juego, a la lengua como objeto de la lingüística.

la lingüística solo conoce sistemas de unidades desprovistas de signifi-cados propios y cada una de las cuales se define por su diferencia con respecto a todas las otras. Estas unidades ya eran puramente distintivas, como las de la articulación fonológica, o significativas, como las de la articulación lexical, son unidades opositivas. El juego de las oposicio-nes y de sus combinaciones, en un inventario de unidades discretas, define el concepto de estructura en lingüística (Ricoeur, 2006:136)

Este modelo será justamente el que se extienda a la lectura ex-plicativa gracias a la especificidad de la escritura respecto del habla,

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no obstante estar ambas en una situación equivalente respecto de la lengua. La escritura dota al texto de rasgos estructurales que pue-den ser explicados. Las grandes unidades de la lengua pueden ser tratadas siguiendo el modelo empleado por la lingüística cuando se ocupa de las unidades de nivel inferior a la oración. Permitiendo así avanzar de la oposición explicación – interpretación que presentaba Dilthey, a una relación dialéctica de estas actividades al interior del mismo campo: el lenguaje. Múltiples ejercicios de lectura es-tructural de la lírica encuentran su origen en aplicaciones de dicho modelo, como la que adelantaron Jakobson y Levi-Strauss sobre un poema de Baudelaire (Les Chats) y que se concentra en elementos del texto que se encuentran en su inmanencia. La descripción de la estructura fónico-fonológica, morfo-sintáctica y léxico semántica del texto es propósito central de este tipo de lectura.

En cuanto a la interpretación del texto, Ricoeur afirma que le-vantar la suspensión en la que el texto permanece durante el mo-mento de la explicación y acabarlo como habla real es justamente el destino de la lectura. Es dar continuidad al movimiento del texto hacia el significado. Esto hace posible la lectura: el texto no existe para la clausura, está abierto hacia otra cosa. Por tal razón leer es “articular un discurso nuevo al discurso del texto” (Ricoeur 2006: 140). Aspecto esencial en nuestra exploración puesto que el poema constituye la mayor apertura discursiva, la oferta de posibilidades referenciales que constituye su polisemia, en este caso el lenguaje está de fiesta: es lenguaje celebrativo. Interpretar es atender la in-vitación de dicha apertura de sentido y proceder a la articulación discursiva, vincular el texto nuevamente al mundo en una dimen-sión de la realidad que supera la referencia ordinaria del diálogo. Es necesario añadir que dicha apertura no es ilimitada o constitutiva de arbitrariedad referencial, el texto continúa regulando y fijando, desde su objetividad, los límites de pertinencia de dicha atribución.

De Schleiermacher, Dilthey y Bultman se conserva la apropia-ción como rasgo característico de la interpretación. La apropiación como interpretación de un texto que termina en la interpretación de sí que hace un sujeto para comprenderse. Culminación de la

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comprensión de un texto en la comprensión de sí mismo. Además, subraya Ricoeur, con dos rasgos característicos: la apropiación per-mite luchar contra la distancia cultural y señala el carácter actual de la interpretación que permite al texto encontrar al lector y su mundo.

En este punto, Ricoeur llega a un momento central en su expo-sición, pues debe hacer evidente la articulación entre explicación e interpretación mediante el señalamiento de rasgos en cada una de estas actividades que remite a la otra. Y, al hacerlo, completa y presenta la noción de arco hermenéutico. Veamos.

A partir del estudio de las aplicaciones del modelo estructural a los mitos (Lévi-Strauss) y a los relatos (Propp, Bathes y Greimas), Ricoeur anota que la función del análisis estructural es evitar una semántica de superficie para hacer aparecer una semántica profun-da. Se trata de una etapa entre la interpretación ingenua y la inter-pretación crítica que hace posible el arco hermenéutico constituido por explicación e interpretación “en una concepción global de la lectura como recuperación del sentido” (Ricoeur, 2006: 144).

Teniendo en cuenta que la intención del texto no es la inten-ción del autor, según lo reveló la fase de la explicación arriba descri-ta, sino lo que el texto mismo quiere decir. El texto busca ponernos en su misma dirección, mediante una semántica profunda de carác-ter dinámico para que, a partir de la estructura revelada por la ex-plicación, el lector proceda a realizar la interpretación no como un acto subjetivo sobre el texto sino como una operación objetiva que sería el acto del texto. Así se imprime objetividad a la interpreta-ción. Interpretación objetiva que Ricoeur relaciona con el concepto de interpretación para Aristóteles en el que “el nombre, el verbo, el discurso son los que interpretan en cuanto significan” (Ricoeur, 2006: 145). La interpretación es interpretación mediante el lengua-je antes de ser sobre el lenguaje y sobre un tipo textual como el poema en el que el lenguaje encuentra su mayor apertura.

A esto se suma el aporte de Peirce que relaciona la interpreta-ción con la tradición en el interior de un texto “la relación de un signo con un objeto es tal que otra relación, la de interpretante sig-

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no, puede incorporarse a la primera” (Ricoeur, 2006:145). Aclaran-do que nuestro interpretante lo es, no de signos, sino de enunciados y trasladando este esquema al texto tenemos que el objeto sería el texto, el signo la semántica profunda que hace evidente el análisis estructural y la serie de interpretantes es la cadena de interpretacio-nes que constituyen una tradición. Cadena de interpretantes que evita la arbitrariedad subjetiva de la apropiación que cerraría el arco hermenéutico. La apertura de un poema permite, gracias a la polise-mia y ambigüedad de sus unidades, la consideración interpretativa de varios sentidos sí, pero no de sentidos infinitos.

Para completar el recorrido por los elementos teóricos que le permiten a Paul Ricoeur construir la noción de texto y relacionarla con algunos de los problemas centrales de la hermenéutica y la lec-tura del poema, repasaremos los aspectos más relevantes de otro tra-bajo suyo La función hermenéutica del distanciamiento. En este ensayo, perteneciente al volumen que anteriormente reseñamos, el autor retoma elementos del texto que ya han sido tratados y profundiza sobre ellos para ofrecer una lista de cinco rasgos que constituyen criterios de textualidad y que a su vez permiten explicar la función que cumple el distanciamiento en la tarea hermenéutica.

A partir de la obra de Gadamer surge una antinomia epistemo-lógica entre el distanciamiento alienante y la participación por per-tenencia como posibles actitudes ante el objeto de estudio. Ricoeur cuestiona dicha oposición y propone superarla desde el concepto de texto para a su vez sacar provecho del distanciamiento. En este orden de ideas propone los siguientes criterios de textualidad que se-rán también adecuados para la consideración del poema como tal:

1. La mediación del lenguaje como discurso. El discurso se realiza como acontecimiento y se comprende como significado. Esta dialé-ctica tiene un fundamento lingüístico que ha hecho el tránsito de la lingüística de la lengua (Sausurre y Hjelmslev) a la lingüística del discurso (Benveniste) teniendo como unidad básica para la primera el signo y para la segunda la oración.

El discurso es un acontecimiento puesto que se da en el tiempo y en el presente por oposición a la virtualidad de la lengua, a esto lo denominó Ricoeur instancia del discurso. Además, el discurso remi-

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te al hablante y lo hace mediante indicadores como los pronombres. En otras palabras alguien habla en el discurso, se expresa. Al tomar la palabra existe un acontecimiento que involucra una subjetivi-dad. Y, finalmente como acontecimiento, el discurso se refiere a un mundo para expresarlo, describirlo o representarlo. Esta condición autoriza un intercambio o diálogo con el mundo del sujeto al cual se dirige.

Jonathan Culler expone una concepción de la poesía que puede relacionarse con lo anterior al concebir el poema como palabra y como acto. El poema es una estructura compuesta de palabras que genera preguntas por la relación del significado con los rasgos no semánticos del leguaje. Pero, también es un acto “un acto del poeta, una experiencia del lector, un acontecimiento en la historia litera-ria” (Culler, 2000: 92). Acto que nos pone enfrente de la pregunta por la voz que habla en el poema. Voz que no podemos identificar con el autor, como lo vimos arriba, pero que se erige como voz emi-sora del enunciado y que es posible identificar gracias a las marcas gramaticales que la materializan en el texto. Lo anterior nos permite revisar la noción de discurso poético y considerarla como instancia en la que el poema se realiza, y presentar al verso -o línea versicular- como su unidad básica.

En cuanto al significado, segundo elemento de la dialéctica des-crita y que originará los demás rasgos de la textualidad, es necesario decir que aquello que intentamos comprender no es el discurso como acontecimiento sino su significado. No obstante es necesario acla-rar que acontecimiento y sentido se encuentran articulados. “Del mismo modo que la lengua, al actualizarse en el discurso se eclipsa como sistema y se realiza como acontecimiento, así, al entrar en el proceso de la comprensión, el discurso en tanto acontecimiento se desborda en el significado” (Ricoeur, 2006: 98). Señalando como primer desplazamiento el del decir en lo dicho.

Para aclarar qué es aquello que se dice en lo dicho resulta idó-nea, además de la ligüística empleada, la clasificación de los actos de habla de Austin y Searle. Para estos autores los actos de habla son: Acto locucionario, acto de decir; acto ilocucionario, lo que se hace

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al decir; acto perlocucionario, las consecuencias del anterior acto en las acciones, pensamientos o creencias de los oyentes. Dichos actos hacen visible la intención por la cual el acontecimiento se supera en el significado, exteriorizan la intención que hace posible la inscrip-ción mediante la escritura. El carácter proposicional de la enuncia-ción, su predicación, sus agentes, paradigmas gramaticales como los modos, el valor energético del discurso y los efectos que produce en su destinatario son algunos de los factores que permiten dicha exte-riorización. Manifestaciones que también resultan identificables en el poema a pesar de que Searle considere que sus observaciones solo se refieren al lenguaje serio en el cual no incluye a la literatura2.

2. El discurso como obra. Este segundo criterio de textualidad cuenta a su vez con tres rasgos distintivos: composición (totalidad cerrada de la obra), pertenencia a un género (forma de codifica-ción discursiva) y estilo individual (configuración que la asimila a un individuo). Maneras que permiten considerar al lenguaje como un material que puede ser sometido a un trabajo particular, el dis-curso se somete a una praxis y a una techné. La obra como resultado de un trabajo particular sobre el leguaje. Este hecho impide que la comprensión no esté garantizada por la aprehensión de las oraciones que componen un texto, el concepto de obra impone una lógica comprensiva de totalidad y unidad textual. De la misma forma que la comprensión de los versos individualmente considerados no ga-rantiza la comprensión del poema en su totalidad.

El texto lírico es una composición que cuenta con una estructu-ra propia en la que podríamos señalar al verso o la línea versicular como unidad discursiva, que además pertenece al género de la poe-sía y que, por ultimo, cuenta con un estilo individual.

Respecto del concepto de discurso como acontecimiento y sen-tido, la obra, en virtud de su valía como producción y trabajo, me-diará entre la irracionalidad del acontecimiento y la racionalidad del sentido. Y, también, la noción de estilo renueva el problema del sujeto en la obra literaria. Para ello Ricoeur se vale de la figura del

2 Obstáculo que alguien como José María Paz Gago en su trabajo sobre la recepción del poema ya se ha encargado de enfrentar.

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artesano y nos enseña cómo a través de la individualización de un trabajo específico emerge un autor, haciendo simultáneas las cons-trucciones hermenéuticas de significación de la obra y su autoría. Aspecto en el que cabría aprovechar los resultados obtenidos por aquellos que han tratado de restituir la figura del autor al análisis del poema, superando los problemas de la hermenéutica romántica, como sería el caso de Fernando Lázaro Carreter.

En lo que tiene que ver con la composición aparece el rasgo más valioso de la obra. Ella tiene una estructura y una organización que posibilitan la aplicación del modelo de explicación estructural. De esta forma la materialización del discurso en una obra, la naturaleza estructural de la composición y el distanciamiento propio de la es-critura permiten superar a Dilthey y reforzar la articulación entre explicación e interpretación. Explicar más para comprender mejor, será la máxima de Ricoeur, aplicable también a nuestro caso.

3. La relación del habla y de la escritura. El principal efecto de la escritura sobre el discurso, más allá de su conservación y fijación, tiene que ver con su autonomía intencional. La intención del texto se independiza de la intención del autor o, para decirlo en otras palabras, el texto se hace huérfano. El texto se libera de la subordi-nación sicológica del autor para ganar su propio mundo. Además, las circunstancias sociológicas de recepción también se alteran por el distanciamiento descrito “el texto debe poder descontextualizarse para que se lo pueda recontextualizar en una nueva situación” (Ri-coeur, 2006: 104).

De otro lado, el texto deja de tener una destinación determina-da a la manera del diálogo y amplía las posibilidades de su recepción a todo aquel que ostente una competencia lectora.

El texto, en cuanto escritura, resulta esencialmente autónomo. El distanciamiento alienante es un reto para la comprensión pero a la vez la condiciona, afirmando, nuevamente, la importancia de la relación entre explicación e interpretación.

En cuanto al poema, convenciones interpretativas como la de unidad y autonomía (Culler, 2000: 98) encuentran soporte en este rasgo. El poema debe ser tratado como una totalidad estéticamente acabada, no como un fragmento de conversación.

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4. El mundo del texto. Más allá de la sicología del autor y la es-tructura de la obra, como objetivos de la hermenéutica romántica y estructural, Ricoeur propone el mundo del texto. Concepto que vinculamos a la referencia o denotación del discurso y que ha sido tomado de Frege para diferenciarlo del sentido del discurso. “Su sen-tido es el objeto ideal al que se refiere; este sentido es puramente inmanente al discurso. Su referencia es su valor de verdad, su pre-tensión de alcanzar la realidad” (Ricoeur, 2006: 106). Es la manera como el discurso se refiere, expresa y relaciona con el mundo.

En el discurso escrito la referencia deja de ser ostensiva como ocurre en la oralidad del diálogo. Ya no hay situación cara a cara que permita la mostración y la referencia puede suprimirse como vimos que ocurre en la literatura, como ocurre también en el poema. Otro vínculo con el mundo sugerido por el texto lírico que revela aspectos de la realidad que no corresponden a los de la percepción ordinaria. Aparece entonces aquello que Ricoeur llama una refe-rencia segunda, más profunda, que se vincula al mundo en el nivel que Husserl denominaba Lebenswelt y Heidegger ser en el mundo. De esta forma “interpretar es explicitar el tipo de ser-en-el-mundo desplegado ante el texto” (Ricoeur, 2006: 107). Opera, entonces, un distanciamiento de lo real mediante la ruptura del referente abrien-do nuevas posibilidades de ser en el mundo.

5. Comprenderse ante la obra. Nos encontramos, como último rasgo de textualidad para Ricoeur, con la apropiación del texto por parte del lector. Se trata de la realización subjetiva del texto como consecuencia de su naturaleza escrita. La distancia que abre la escri-tura exime al lector de buscar comprender al autor mejor de lo que éste se comprendió a sí mismo, pero lo empuja a comprenderse me-diante las manifestaciones sígnicas que constituyen la textualidad. Manifestaciones que en el caso de la lírica se ven reforzadas por la instancia de la enunciación poética3 que permite al lector asumir nuevas posibilidades referenciales desde lo más íntimo de la sub-jetividad. Aquello que revela el análisis estructural es justamente

3 J. Culler señala que leer las palabras que componen un poema es ponerse en la posición de decirlas.

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el puente que permite al lector un ejercicio de autocomprensión. El lector se apropia de aquello que Ricoeur denomina el mundo de la obra revelado por el texto y que a su vez Gadamer llamó la cosa del texto. La subjetividad se suspende y participa de las variaciones propuestas por el texto para aceptar como posibles variaciones equi-valentes en el propio ser. De ahí que Ricoeur resalte la conveniencia de vincular a la hermenéutica una crítica de las ideologías, para que en el acto de autocomprensión los prejuicios subjetivos no se con-viertan en obstáculos que impidan dicha acción desde el mundo de la obra.

Vemos entonces cómo el concepto de texto que Paul Ricoeur propone en dos de sus ensayos más representativos, resulta aplicable a una especie textual: el poema. Y como esos elementos teóricos pueden servir de base para la construcción de un modelo hermenéu-tico que permita la apropiación de textos en los que el lenguaje, en virtud de su apertura, parece estar de fiesta

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Bibliografía

Culler, Jonathan (2000). Breve introducción a la teoría literaria. Barcelona: Crítica.

Ricoeur, Paul (2006). Del texto a la acción. Ensayos de hermenéutica II. Bue-nos Aires: Fondo de Cultura Económica.

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Del mundo del texto al mundo del lector (Ricoeur y Cortázar)*Recibido: marzo 24 de 2010 | Aprobado: abril 30 de 2010

Clemencia Ardila J.** [email protected]

En este texto se presenta una lectura de dos autores, Paul Ricoeur y Julio Cortázar, y de dos de sus textos, Tiempo y narración y Las

Babas del Diablo, respectivamente. El propósito es mostrar cómo, de un lado, la presentación de los conceptos herme-néuticos se refleja en el texto de Cortázar y, de otro, cómo los fragmentos del cuento permiten la intelección de los conceptos de Ricoeur.

Palabras claveTeoría de la narración, hermenéutica, texto, lector.

From the World of the text toward the World of the reader (Ricoeur and Cortázar)

An interpretation of two authors, namely Paul Ricoeur and Julio Cortázar, is pre-sented in this essay with respect to a couple

of pieces of his respective works, namely, Tiempo y nar-ración and Babas del Diablo. The purpose is to show how, in one hand, the presentation of hermeneutic concepts is reflected in the text of Cortazar and, in other hand, how the fragments of the story allow the intellection of the concepts of Ricoeur.

Key wordsNarrative theory, hermeneutics, text, reader.

Resumen

Abstract

* Este trabajo hace parte de los desarrollos de la investigación “Herme-néutica y los modos de ser del texto narrativo y poético”. Grupo: Es-tudios sobre política y lenguaje (Categoría A de Colciencias) Universidad EAFIT, Departamento de Humanidades.

** Doctorando en Literatu-ra, Universidad de Antio-quia. Profesora y Coordi-nadora de la Maestría en Hermenéutica Literaria, Universidad EAFIT.

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Desde la hermenéutica, Paúl Ricoeur expone en Tiempo y Na-rración, su teoría de la narración a partir de dos conceptos, mimesis o el “proceso activo de imitar o representar” y mythos o configura-ción de la trama (2004: 83). Conceptos fruto de cuya interacción se obtiene una narración, cualquiera que sea su carácter. Baste señalar por el momento que el acto de narrar tiene por objeto la acción (el qué de la obra de arte: el mundo de la acción – mimesis I); que, además, tales acciones deben ensamblarse, a través de un proceso integrador (mimesis II: construcción de la trama) en un todo, en una historia que se presente como una totalidad temporal; y, que, por último, tal trama, así constituida, tiene una función de mediación entre un autor y un lector y, por tanto, alcanza su inteligibilidad en el acto de la lectura, en la intersección del mundo del texto y del mundo del lector (mimesis III).

Desde la literatura, un escritor como Julio Cortázar presenta a sus lectores un cuento, Las babas del diablo1, cuya historia narra la manera como quien escribe está construyendo la trama que escribe. La historia del cuento es acerca de una fotografía. Se narra qué, cómo, dónde, quién, porqué y para qué se tomó. Pero hay que anotar que este acto de tomar una foto es para el personaje un acto creativo similar al que está realizando al escribir y, como tal, supone una serie de operaciones por parte de ese sujeto – artista. Operaciones que a lo largo del cuento se irán equiparando, de manera implícita en ocasio-nes, explícitas en otras, con el proceso de creación del cuento.

La propuesta estética de Cortázar puede ser leída e interpretada como una “poética del cuento” (entendiéndose por poética aquella exposición que busca definir y caracterizar la manera cómo se com-pone un texto artístico). Las conceptualizaciones de Ricoeur bien pueden servir al lector como fundamento teórico para explicar y comprender ese mundo del texto de Cortázar y emprender, así, la tarea hermenéutica.

Valga, entonces, hacer una lectura conjunta y a dos columnas de escritura, de los dos textos en mención. La presentación de los

1 Cuento que hace parte del libro Las armas secretas; incluido en (Cortázar, 1999).

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conceptos hermenéuticos se verá reflejada en el texto de Cortázar y, a su vez, los fragmentos del cuento permitirán la intelección de los conceptos de Ricoeur.

Mimesis I: Antes de… (la foto, la narración)

En el cuento de Cortázar, el preámbulo a una historia que da cuenta del acto de creación antes de que éste comience, está cons-tituido por una serie de reflexiones en torno al porqué narrar una historia, o acerca de la elección del narrador y de la forma prono-minal adecuada al discurso que se inicia. Para ser más precisos, el cuento narra cómo se gestó la foto/ la historia que, en este momento del proceso de escritura, se está configurando. Quien hace las veces de narrador – personaje, se remonta a un mes atrás y narra lo que le sucedió el día 7 noviembre. Ha salido a caminar, a sacar algunas fotografías (es una de sus profesiones) y a tomar un poco de sol. Se instala en una pequeña plaza, en una de las islas del Sena, en la que no hay más que una pareja que, inmediatamente, capta su mirada y su atención:

Señala Ricoeur como el acto crea-tivo requiere de un antes, que le precede y en el que se afinca y se cimenta la construcción de la tra-ma, la creación en sí. El conjunto de operaciones efectuadas en esta instancia del proceso creativo constituyen el primer momento de la mimesis – mimesis I – en el que el mundo de la acción es el referente primero. Referente, hay que anotarlo, tanto del proceso de creación y configuración (mimesis II) de la trama como del de recep-ción (mimesis III), por que en él se afinca la inteligibilidad que tiene para su autor y tendrá para un lec-tor, el mundo del texto.

“Lo que había tomado por una pareja se parecía mucho más a un chico con su madre, aunque al mismo tiempo me daba cuen-ta de que no era un chico con su madre, de que era una pareja en el sentido que damos siempre a las parejas cuando las vemos apoyadas en los parapetos o abrazadas en los bancos de las plazas”. (216)

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Como se enunció, la trama del cuento da cuenta de la historia de una fotografía. Lo que aquí se narra sucede antes de tomar dicha fotografía. La cual, será considerada por el fotógrafo como una obra – una imagen que presenta una historia. ¿Cuál? La que también se está tratando de narrar a través de las palabras. Así, ese gesto de observar la pareja es el antecedente, el punto de partida de la foto-grafía/ de la historia. El mundo de la acción, lo que está sucediendo entre el chico y la mujer es el referente primero que ese narrador presenta a sus lectores. Pero, ¿qué está haciendo ese narrador? La respuesta a esta pregunta la proporciona Ricoeur:

Autores y lectores pueden, o bien crear o bien entender textos na-rrativos, ya que unos y otros reali-zan y establecen nexos de diversa índole entre el mundo propuesto por el texto y el mundo de la ac-ción del que hacen parte. Es en este sentido que se afirma que Mi-mesis I tiene una función referen-cial y, que Ricoeur sostiene como hipótesis central de su exposición sobre este primer momento de la mimesis, que una trama es inte-ligible porque el sujeto tiene la competencia de utilizar de manera significativa la red conceptual de la Acción.

“Como no tenía nada que ha-cer me sobraba tiempo para preguntarme por qué el mucha-chito estaba tan nervioso, tan como un potrillo o una liebre, metiendo las manos en los bol-sillos, sacando en seguida una y después la otra, pasándose los dedos por el pelo, cambiando de postura, y sobre todo por qué tenía miedo, pues eso se lo adi-vinaba en cada gesto, un miedo sofocado por la vergüenza, un impulso de echarse atrás que se advertía como si su cuerpo estuviera al borde de la huida, conteniéndose en un último y lastimoso decoro”. (216)

¿Qué acción realiza el narrador en el fragmento citado? Podría decirse que está observando a la pareja y que en sus palabras está dando cuenta de una serie de actos físicos ejecutados por esos suje-tos: los movimientos, los gestos y las posturas del cuerpo del chico y la mujer, denotan un hacer y, como tales remiten al narrador – observador a otros movimientos, gestos, posturas por él conocidos en el mundo del actuar humano. Pero su observación y sus palabras van más allá. Desde el saber práctico que posee el narrador, quien es

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ajeno a la pareja y no conoce nada acerca de ellos, trata de asignar un sentido a cada acción y lanza una serie de hipótesis al respecto: el chico está nervioso, tiene miedo, siente vergüenza, quiere huir. Dicho en otros términos, está realizando un acto de interpretación de acciones.

Comprender el mundo de la ac-ción es la condición primera para acceder al mundo configurado en el orden narrativo. La composición narrativa se ancla en el mundo de la acción.

“Ahora, pensándolo, la veo mu-cho mejor en ese primer mo-mento en que le leí la cara (de golpe había girado como una veleta de cobre, y los ojos, los ojos estaban ahí), cuando com-prendí vagamente lo que podía estar ocurriéndole al chico y me dije que valía la pena quedarse y mirar (el viento se llevaba las palabras, los apenas murmu-llos). (217)

El narrador nos revela ya, de manera explícita, en qué consiste su hacer: está realizando un acto de lectura, pero lo que se lee aquí no es un texto, son acciones, son los actos que están ejecutando el chico y la mujer. ¿Para qué? Para comprender qué está pasando entre ellos, para entender la historia que se está configurando ante sus ojos.

Llama la atención además la anotación, al margen, que hace acerca del hecho de no disponer sino del mundo de la acción, para tal tarea. Este es el único código del que puede servirse, puesto que, como bien lo anota, no le es posible percibir ni una frase ni una pa-labra de ese diálogo que se está desarrollando frente a él.

Si el lector del cuento emula al narrador; si, como él, lee, trata de interpretar ese acto lingüístico; si, de manera semejante, también se aventura a lanzar hipótesis, las siguientes preguntas bien pueden dar forma a su lectura de la acción del narrador: al representar así las condiciones en que se encuentra, ese narrador – observador ¿quiere acaso enfatizar en la importancia que tiene, como parte del proceso de composición de un cuento, las acciones que se observan en el día

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a día? ¿Es esta una manera de enunciar como fuente de la creación poética al acto trivial y cotidiano que se presenta rutinariamente? o ¿Es un llamado de atención sobre la importancia de observar, leer e interpretar las acciones de los otros para que nutran y generen nuevas narraciones? Una respuesta afirmativa a todas ellas parece imponerse y su validez o no deberá confirmarse posteriormente en otro lugar del cuento.

Sea como sea, importa aquí señalar que, bien se trate del na-rrador personaje, o bien de nosotros lectores, uno y otros, en aras a la comprensión del mundo de la acción, debemos servirnos de lo que, en términos de Ricoeur, se denominan competencias de pre – comprensión del mundo de la acción (116). Tales competencias se despliegan en tres órdenes del mundo de la acción: estructura-les, simbólicos y temporales. Es importante anotar que el orden de enunciación de estos tres rasgos del mundo de la acción obedece a la relación progresiva y complementaria que se da entre ellos puesto que:

En primer lugar, si es cierto que la trama es una imitación de la acción, se requiere una competencia previa: la de identificar la acción en ge-neral por sus rasgos estructurales; la semántica de la acción explica esta primera competencia. Además, si imitar es elaborar la significación articulada de la acción, se requiere una competencia suplementaria: la aptitud para identificar lo que yo llamo mediaciones simbólicas de la acción. (…) Finalmente, estas articulaciones simbólicas de la acción son portadoras de caracteres temporales de donde proceden más direc-tamente la propia capacidad de la acción para ser contada y quizá la necesidad de hacerlo (Ricoeur, 2004: 116).

Estructurales:La red conceptual del mundo de la acción puede ser descrita a través de preguntas: qué hace alguien; por qué lo hace o cuáles son sus motivos; quién o quiénes son los agentes de esas acciones, con quién o contra quién las ejecutan y, por último, cuál es el resultado: ¿felicidad o desgracia?

“Resumiendo, el chico estaba inquieto y se podía adivinar sin mucho trabajo lo que acababa de ocurrir pocos minutos antes, a lo sumo media hora. El chico había llegado hasta la punta de la isla, vio a la mujer y la encon-tró admirable. La mujer espera-ba eso porque estaba ahí para esperar eso, o quizá el chico

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El narrador carece de datos ciertos, pero su competencia prác-tica alimentada por su imaginación lo llevan a construir una narra-ción acerca de lo que pudo haber sucedido antes de su llegada a la plaza. Narración en la que unos agentes, el chico y la mujer, realizan una serie de acciones (el chico llega a la isla y percibe como bella a la mujer, ésta lo ha estado acechando y posibilita el diálogo). Las motivaciones del primero se inscriben en el deseo de una aventura amorosa, pero no así las de la mujer que parecen responder al deseo de conseguir algo a cambio. El resultado todavía es incierto.

Se establece así una relación entre la teoría de la narración y la teoría de la acción, la cual, según Ricoeur, tiene un carácter tanto de presuposición, como de transformación.

1. Esta narración, presupone familiaridad con los términos agen-te, medio, circunstancias, etc., que constituyen la semántica de la acción, pero han sido transformados al agregárseles una serie de ras-gos discursivos que la diferencian de una simple enumeración de se-cuencias de acción. Posee ya, este discurso, unos “rasgos sintácticos cuya función es engendrar una composición narrativa”. (Ricoeur, 2004: 118) ¿Cómo se realiza este paso de la acción a la narración?

2. Para construir esta narración, su autor ha acudido la red con-ceptual de la acción que en cuanto tal pertenece al orden de lo para-digmático. Esto implica, entonces, que todos los elementos a partir de los cuales se puede describir una acción están allí a disposición de los usuarios quienes están familiarizados con ellos (presuposición) Pero, este listado en sí mismo tiene un carácter estático, sincrónico,

Poder enunciar estas preguntas y dar respuesta a ellas es poseer la competencia denominada com-prensión práctica. Ser capaz de or-ganizar y ensamblar cada uno de estos datos en una historia, es po-seer una comprensión narrativa.

llegó antes y ella lo vio desde un balcón o desde un auto, y salió a su encuentro, provocando el diálogo con cualquier cosa, se-gura desde el comienzo de que él iba a tenerle miedo y a querer escaparse, y que naturalmente se quedaría, engallado y hosco, fingiendo la veteranía y el placer de la aventura”. (218)

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inamovible en el tiempo. Será su organización en un nuevo orden sintagmático, el discurso, y más precisamente, el discurso narrativo, quien imprimirá dinamismo y progresión donde antes no la había (transformación).

Es en este sentido que Ricoeur afirma que “Al pasar del orden paradigmático de la acción al sintagmático de la narración, los términos de la semántica de la acción adquieren integración y ac-tualidad” (119). Es importante señalar que estos dos rasgos que ad-quieren las acciones en el mundo de la narración, - integración y ac-tualidad- suponen entonces, el primero, que elementos tan disímiles como todos los que constituyen la red conceptual de la acción, se hacen concurrentes y “operan conjuntamente dentro de totalidades temporales efectivas” (119). La actualidad es un rasgo semántico que implica que la acción ha pasado de ser virtualmente significati-va a recibir “una significación efectiva gracias al encadenamiento a modo de secuencia que la intriga confiere a los agentes, a su hacer y a su sufrir” (119).

Simbólicos:Afirmación de partida: “Si, en efecto, la acción puede contarse, es que ya está articulada en signos, reglas, normas: desde siempre está mediatizada simbólicamente” (Ri-coeur, 2004: 119). El concepto de símbolo al que aquí se acude es el acuñado por Cassirier: “Las formas simbólicas son procesos culturales que articu-lan toda experiencia”. (Ricoeur, 2004: 120) Las formas simbólicas son sistemas de significación que las sociedades construyen para establecer las relaciones entre los seres humanos y el mundo. No son respuestas inmediatas a estímulos como ocurre con los animales, sino formas indirectas, mediadas

Retornemos al inicio de la na-rración:

“Como no tenía nada que ha-cer me sobraba tiempo para preguntarme por qué el mucha-chito estaba tan nervioso, tan como un potrillo o una liebre, metiendo las manos en los bol-sillos, sacando en seguida una y después la otra, pasándose los dedos por el pelo, cambiando de postura, y sobre todo por qué tenía miedo, pues eso se lo adi-vinaba en cada gesto, un miedo sofocado por la vergüenza, un impulso de echarse atrás que se advertía como si su cuerpo estuviera al borde de la huida, conteniéndose en un último y lastimoso decoro”. (216)

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De acuerdo al contexto particular en que se están desarrollando las acciones, el narrador acude a un sistema simbólico –cultural y lingüístico– para describir una acción trivial y cotidiana (meter y sacar las manos de los bolsillos, pasarlas por la cabeza) y de acuerdo a una regulación social (el hecho de repetir una y otra vez las mismas acciones con las manos) es interpretada por él como significando nerviosismo y miedo.

por prácticas discursivas en las que las comunidades se reconocen como parte de un mismo dominio consensual. Como ejemplo pue-den citarse la religión, el arte, la filosofía, etc. Cuando se habla de mediación, se está afirmando que la acción por sí misma no puede contarse, que necesita de las formas simbólicas para tomar la forma de una narra-ción, para ser representada en un discurso.Es entonces gracias a un sistema simbólico que “proporciona un contexto de descripción para ac-ciones particulares” que puede in-terpretarse una acción, un gesto, un movimiento: “Con otras pala-bras: podemos interpretar tal gesto como significando esto o aquello, con arreglo […] a tal convención simbólica” (Ricoeur, 2004: 121).“El simbolismo confiere a la ac-ción la primera legibilidad” (Ri-coeur, 2004: 121)

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Sin agotar las posibilidades de análisis discursivo de este frag-mento, valga por el momento anotar cómo se presenta una valo-ración del narrador respecto a las acciones y a los agentes a través de diversas expresiones que van desde las marcas nominales de los agentes (mujer vs muchachito, por ejemplo), hasta el uso de verbos pertenecientes todos a un mismo campo semántico para describir la acción de aproximación de la mujer hacia el chico. ¿Cuál es este campo semántico? La definición que de ellos encontramos en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua, bien puede servir al propósito de definirlo.

Cerner = “Atalayar, observar, examinar”Aplastar = “dejar a uno confuso y sin saber que hablar. Aniqui-

lar, vencer.Maniatar = “Atar las manos”. Quitar = “Tomar algo separándolo y apartándolo de otras cosas,

o del lugar o sitio en que estaba”Cada una de estas acciones supone una acción de restricción

de libertad física o de pensamiento de un sujeto sobre otro; es este

Pero, anota Ricoeur, como está descripción de acciones no está exenta de una valoración desde una escala moral, puesto que ella se hace “con arreglo a las normas inmanentes de una cultura” (122) que, a su vez, devienen de la com-prensión práctica de las acciones. Así, la mediación simbólica pasa también por la comprensión prác-tica, lo cual en el mundo de la narración se traduce en que “no hay acción que no suscite, por poco que sea, aprobación o re-probación, según una jerarquía de valores cuyos polos son la bondad y la maldad” (122). Este es el co-rolario de la mediación simbólica de la acción.

“Ahora la mujer había girado suavemente hasta poner al muchachito entre ella y el pa-rapeto, los veía casi de perfil y él era más alto, pero no mucho más alto, y sin embargo ella lo sobraba, parecía como cernida sobre él (su risa, de repente, un látigo de plumas), aplastándolo con sólo estar ahí, sonreír, pa-sear una mano por el aire”. (…)La mujer avanzaba en su tarea de maniatar suavemente al chi-co, de quitarle fibra a fibra sus últimos restos de libertad, en una lentísima tortura deliciosa”. (219)

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el campo semántico común a todos ellos. Tienen pues un carácter connotativo negativo. Además, nótese como el orden en el que se enuncian responde a una gradación en intensidad, de menor a ma-yor, de esta acción que se inicia en la mirada, aguda y detenida, y termina con el despojo de la libertad.

Así, queda claro para el lector, primero, que el chico es un pri-sionero, una víctima y la mujer el victimario y, segundo, que aquel se caracteriza quizá por su ingenuidad y ella es alguien más cercano a la maldad que a la bondad.

Temporales:

Se trata en esta instancia de que el sujeto, sirviéndose de su com-prensión práctica, reconozca en la acción estructuras temporales que exigen la narración, que son inductores de la narración. Dicho de otra manera, sostiene Ricoeur que existen una serie de rasgos temporales que permane-cen “implícitos en las mediaciones simbólicas” (123) ¿Qué tipo de es-tructuras temporales? En este punto Ricoeur aprovecha la distinción heideggeriana entre intra-temporalidad -el tiempo existencial-, historicidad -cuando los acontecimientos se organizan y adquieren sentido a la luz del trayecto vital de una persona- y, finalmente, la temporalidad. Ésta es la dimensión más profunda del tiempo ya que, en realidad, abar-ca, desde el presente, el pasado y el futuro. La vinculación se pro-duce en el plano de mímesis I en-tre el tiempo narrativo y la intra-temporalidad o ser-en-el-tiempo, un tiempo no lineal, guiado por el cuidado.

“Resumiendo, el chico estaba inquieto y se podía adivinar sin mucho trabajo lo que acababa de ocurrir pocos minutos antes, a lo sumo media hora. El chico había llegado hasta la punta de la isla, vio a la mujer y la encon-tró admirable. La mujer espera-ba eso porque estaba ahí para esperar eso, o quizá el chico lle-gó antes y ella lo vio desde un balcón o desde un auto, y salió a su encuentro, provocando el diálogo con cualquier cosa, se-gura desde el comienzo de que él iba a tenerle miedo y a querer escaparse, y que naturalmente se quedaría, engallado y hosco, fingiendo la veteranía y el placer de la aventura. El resto era fá-cil porque estaba ocurriendo a cinco metros de mí y cualquiera hubiese podido medir las eta-pas del juego, la esgrima irriso-ria; su mayor encanto no era su presente, sino la previsión del desenlace. (218)

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Resalta Ricoeur como “lo impor-tante es el modo como la praxis cotidiana ordena, uno con respec-to al otro el presente del futuro, el presente del pasado y el presente del presente. Pues esta articula-ción práctica constituye el induc-tor más elemental de la narración” (125).

(…) Ahora la mujer había girado suavemente hasta poner al mu-chachito entre ella y el parape-to, los veía casi de perfil y él era más alto, pero no mucho más alto, y sin embargo ella lo sobra-ba, parecía como cernida sobre él (su risa, de repente, un látigo de plumas), aplastándolo con sólo estar ahí, sonreír, pasear una mano por el aire. (219)(…) imaginé los finales posi-bles (ahora asoma una pequeña nube espumosa, casi sola en el cielo), preví la llegada a la casa (un piso bajo probablemente, que ella saturaría de almoha-dones y de gatos) y sospeché el azoramiento del chico y su decisión desesperada de disi-mularlo y de dejarse llevar fin-giendo que nada le era nuevo. Cerrando los ojos, si es que los cerré, puse en orden la escena, los besos burlones, la mujer rechazando con dulzura las ma-nos que pretenderían desnudar-la como en las novelas, en una cama que tendría un edredón lila, y obligándolo en cambio a dejarse quitar la ropa, verdade-ramente madre e hijo bajo una luz amarilla de opalinas, y todo acabaría como siempre, quizá, pero quizá todo fuera de otro modo, y la iniciación del ado-lescente no pasara, no la deja-ran pasar, de un largo proemio donde las torpezas, las caricias exasperantes, la carrera de las manos se resolviera quién sabe en qué, en un placer por separa-do y solitario, en una petulante negativa mezclada con el arte de fatigar y desconcertar tanta inocencia lastimada. (219)

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Los tres fragmentos del cuento de Cortázar dan cuenta de la manera como el narrador desde su competencia práctica, desde su reconocimiento de los rasgos temporales de la acción, configura una narración en la que le otorga un orden a los acontecimientos, arti-culándolos uno tras otro en una sucesión temporal, operación que realiza, a su vez, desde su competencia narrativa.

Sirva de cierre a este apartado la conclusión enunciada por Ri-coeur acerca de la importancia de Mimesis I:

Se percibe cuál es la riqueza de mimesis I: imitar o representar la acción es, en primer lugar, comprender previamente en qué consiste el obrar humano: su semántica, su realidad simbólica, su temporalidad. Sobre esta precomprensión, común al poeta y a su lector, se levanta la construc-ción de la trama y, con ella, la mimética textual y literaria (129).

Mimesis II: Cómo si… (una fotografía, un cuento)

Mimesis II constituye el segundo momento de la mimesis, aquel en el que el sujeto realiza la operación de configuración, de construcción de una trama y en el que se pre-senta el acto de creación mismo. Construir, configurar, crear una trama es un proceso de integración de factores diversos que, a partir de ese acto creativo, constituyen ya una historia. Historia que se escucha o lee. Historia a partir de la cual se establecen los nexos en-tre el mundo del texto y el mundo del lector, entre la proposición de mundo de la narración y las expe-riencias del lector.

“Curioso que la escena (la nada, casi: dos que están ahí, desigualmente jóvenes) tuviera como un aura inquietante. Pen-sé que eso lo ponía yo, y que mi foto, si la sacaba, restituiría las cosas a su tonta verdad (218).[…] ¿Por qué esperar más? Con un diafragma dieciséis, con un encuadre donde no entrara el horrible auto negro, pero sí ese árbol, necesario para quebrar un espacio demasiado gris. . . Le-vanté la cámara, fingí estudiar un enfoque que no los incluía, y me quedé al acecho, seguro de que atraparía por fin el ges-to revelador, la expresión que todo lo resume, la vida que el movimiento acompasa pero que una imagen rígida destruye al seccionar el tiempo, si no ele-gimos la imperceptible fracción esencial. No tuve que esperar mucho (219).

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¿En el cuento de Cortázar estamos todavía en el antes de la na-rración. Ese narrador – fotógrafo continúa presentando los preludios de su acto de creación (de la historia, de la foto) y en su reflexión alude a su papel como inventor, como creador: Es el quien, en su acto de percepción (pre–comprensión del mundo de la acción), percibe el hecho como singular. Es él quien le está otorgando una significación a esos acontecimientos. Es él quien debe configurar de tal manera su obra que ésta diga algo acerca del mundo, de la vida. Es él, en fin, a quien corresponde, como bien lo expresa Ricoeur, extraer, “de una serie de acontecimientos o incidentes, una historia y transformar estos acontecimientos en una historia” (131) (en el cuento: tomar la foto) Esta son, en suma, las diversas operaciones que se activan en el acto de creación.

Es en este sentido que se afirma que mimesis II tiene una función de mediación. Es decir, que a través de la trama configurada se comunican mimesis I y mimesis III, o, dicho de otra manera, lo que le permite al lector/ oyente el paso de la pre – comprensión/ pre‑ fi-guración a la pos comprensión/ re- figuración del mundo de la acción y de sus rasgos temporales.

[…] Antes de que se fuera, y ahora que llenaría mi recuerdo durante muchos días, porque soy propenso a la rumia, deci-dí no perder un momento más. Metí todo en el visor (con el ár-bol, el pretil, el sol de las once) y tomé la foto” (220).

“La construcción de la trama es la operación que extrae de la simple sucesión la configuración” (132) y como tal detenta tres procede-res que devienen de su función de mediación, a saber:

“Lo podría contar con mucho detalle, pero no vale la pena. La mujer habló de que nadie tenía derecho a tomar una foto sin permiso, y exigió que le entre-gara el rollo de película. Todo esto con una voz seca y clara, de buen acento de París, que iba subiendo de color y de tono a cada frase. Por mi parte se me importaba muy poco darle o no

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1. La trama media entre aconte-cimientos o incidentes individua-les y una Historia tomada como un todo. 2. Integra factores heterogéneos: agentes, fines, medios, circunstan-cias, etc. Es decir, se da un doble movimiento de concordancia – discordancia2.3. Es síntesis de lo heterogéneo por sus caracteres temporales pro-pios.

el rollo de película, pero cual-quiera que me conozca sabe que las cosas hay que pedírme-las por las buenas. El resultado es que me limité a formular la opinión de que la fotografía no sólo no está prohibida en los lu-gares públicos, sino que cuenta con el más decidido favor ofi-cial y privado. Y mientras se lo decía gozaba socarronamente de cómo el chico se replegaba, se iba quedando atrás-con sólo no moverse-y de golpe (parecía casi increíble) se volvía y echa-ba a correr, creyendo el pobre que caminaba y en realidad huyendo a la carrera, pasando al lado del auto, perdiéndose como un hilo de la Virgen en el aire de la mañana. Pero los hilos de la Virgen se llaman también babas del diablo, y Michel tuvo que aguantar minuciosas im-precaciones, oírse llamar entro-metido e imbécil, mientras se esmeraba deliberadamente en sonreír y declinar, con simples movimientos de cabeza, tanto envío barato. Cuando empe-zaba a cansarme, oí golpear la portezuela de un auto. El hom-bre del sombrero gris estaba ahí, mirándonos. Sólo entonces comprendí que jugaba un papel en la comedia.

Empezó a caminar hacia no-sotros, llevando en la mano el diario que había pretendido leer.

2 La concordancia se presenta en la medida en que la construcción de la trama supone una unidad de la acción, pero en esa configuración intervienen elementos discordantes (la peripecia o lance imprevisto, reconocimiento inesperado, incidentes espantosos, efectos violentos, etc); sin embargo, es virtud de la inteligencia narrativa incorporar dichos elementos discordantes, hacer, por ejemplo, que la sorpresa cola-bore con el efecto de sentido.

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De lo que mejor me acuerdo es de la mueca que le ladea-ba la boca, le cubría la cara de arrugas, algo cambiaba de lu-gar y forma porque la boca le temblaba y la mueca iba de un lado a otro de los labios como una cosa independiente y viva, ajena a la voluntad. Pero todo el resto era fijo, payaso enhari-nado u hombre sin sangre, con la piel apagada y seca, los ojos metidos en lo hondo y los aguje-ros de la nariz negros y visibles, más negros que las cejas o el pelo o la corbata negra. Camina-ba cautelosamente, como si el pavimento le lastimara los pies; le vi zapatos de charol, de sue-la tan delgada que debía acusar cada aspereza de la calle. No sé por qué me había bajado del pretil, no sé bien por qué deci-dí no darles la foto, negarme a esa exigencia en la que adivina-ba miedo y cobardía. El payaso y la mujer se consultaban en silencio: hacíamos un perfec-to triángulo insoportable, algo que tenía que romperse con un chasquido. Me les reí en la cara y eché a andar, supongo que un poco más despacio que el chi-co. A la altura de las primeras casas, del lado de la pasarela de hierro, me volví a mirarlos. No se movían, pero el hombre ha-bía dejado caer el diario; me pa-reció que la mujer, de espaldas al parapeto, paseaba las manos por la piedra, con el clásico y absurdo gesto del acosado que busca la salida”. (220)

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“Las Babas del diablo” es ya una trama configurada y, como tal, es fruto de las tres operaciones arriba mencionadas. Pero, conforme a los propósitos de este escrito y situados en la vía de lectura pro-puesta, este fragmento narrativo bien puede leerse como la historia que está después de la fotografía. Ya no es el antes de… La foto ya ha sido tomada. En el momento en que se accionó la cámara, se tér-mino el proceso de creación. La obra está terminada. Así, la historia que se inicia en este fragmento es otra historia. Una historia en la que se narra lo que sucede después de tomar la fotografía, y en la que ese fotógrafo pasa de ser un observador, ajeno a los hechos, a ser partícipe y personaje protagonista de unos acontecimientos.

La operación de configuración de esta trama bien puede ras-trearse así:

• Ese hacer, de una serie de acciones (protestar y pedir la foto-grafía, negarse a ello, huida del chico, etc.), una historia, con una organización en una totalidad inteligible y con un tema (qué pasó al tomar la fotografía: el disgusto de la mujer);

• Ese integrar los diversos y heterogéneos factores que consti-tuyen la “semántica de la acción de forma tal que aquellos que rompen con la lógica (esperada, prevista) de la acción (la participación del hombre del sombrero gris) se incorporen, de manera concordante, a los otros factores y, por último,

• Ese combinar y hacer confluir en una historia el tiempo propio del carácter episódico de la narración (cronológico: Primero la mujer reclamó, luego el fotógrafo se niega a entregarlo, la mujer lo insulta, mientras tanto el chico huye, entonces el hombre del sombrero gris baja del auto, etc.) con un tiempo totalizante (no cronológico, sí configurado) que permite al lector percibir la historia como una totalidad con principio, medio y fin, y sobre todo, le otorga la posibilidad de recons-truirla y volver sobre ella (tal como está haciendo, en su acto de configuración, quien narra la historia).

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Tanto Ricoeur como Cortázar están señalando cómo la ima-ginación/la invención está unida a la comprensión (intelectual e intuitiva) del mundo pre‑figurado en mimesis I, y tiene como fin construir una trama en la que se presente una proposición de mundo que diga algo (¿una verdad?) a alguien.

Es tiempo de invocar la figura del lector/oyente cuya función no se circunscribe únicamente al momento de mimesis III. Sean las anotaciones de Ricoeur acerca de cómo, tanto la configuración de la trama, como su recepción, se afincan en el doble movimiento im-plícito en la tradición, esto es, en la sedimentación y en la innovación, las que así lo permitan.

Tales operaciones se inscriben en el campo de la imaginación, dice Ricoeur:

“La imaginación creadora tiene fundamentalmente una función sintética. Une el entendimiento y la intuición engendrando síntesis a las vez intelectuales e intuitivas” (136).

Michel es culpable de literatura, de fabricaciones irreales. Nada le gusta más que imaginar ex-cepciones, individuos fuera de la especie, monstruos no siem-pre repugnantes. Pero esa mu-jer invitaba a la invención, dando quizá las claves suficientes para acertar con la verdad (220).

No debe olvidarse que esta ima-ginación creadora actúa y se ins-cribe en una tradicionalidad de la que toma diversos modelos de construcción de la trama (tipolo-gías correspondientes a géneros, formas y tipos singulares de obras) para, o bien realizar “una aplica-ción servil de esa “gramática”, o llevar a cabo una deformación regulada, o bien una desviación calculada” (138) de ellos.

Creo que el temblor casi furti-vo de las hojas del árbol no me alarmó, que seguí una frase empezada y la terminé redon-da. Las costumbres son como grandes herbarios, al fin y al cabo una ampliación de ochen-ta por sesenta se parece a una pantalla donde proyectan cine, donde en la punta de una isla una mujer habla con un chico y un árbol agita unas hojas secas sobre sus cabezas.

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Será en el tercer momento, mime-sis III, en el que la operatividad del acto de la escritura y del acto de la lectura se encuentren, cuan-do el recurso a tales paradigmas funcionen en una doble dirección para acompañar ese acto de con-figuración de la obra a través del acto de la lectura. “La lectura es pues el vector a tra-vés del cual se “recobra y concluye el acto configurante” (147).

Pero las manos ya eran de-masiado. Acababa de escribir: Donc, la seconde clé réside dans la nature intrinsèque des difficultés que lessociétés-y vi la mano de la mujer que empe-zaba a cerrarse despacio, dedo por dedo. De mí no quedó nada, una frase en francés que jamás habrá de terminarse, una má-quina de escribir que cae al sue-lo, una silla que chirría y tiem-bla, una niebla. El chico había agachado la cabeza, como los boxeadores cuando no pueden más y esperan el golpe de des-gracia; se había alzado el cuello del sobretodo, parecía más que nunca un prisionero, la perfecta víctima que ayuda a la catástro-fe. Ahora la mujer le hablaba al oído, y la mano se abría otra vez para posarse en su mejilla, acariciarla y acariciarla, quemán-dola sin prisa. El chico estaba menos azorado que receloso, una o dos veces atisbó por so-bre el hombro de la mujer y ella seguía hablando, explicando algo que lo hacía mirar a cada momento hacia la zona donde Michel sabía muy bien que es-taba el auto con el hombre del sombrero gris, cuidadosamente descartado en la fotografía pero reflejándose en los ojos del chi-co y cómo dudarlo ahora en las palabras de la mujer, en las ma-nos de la mujer, en la presencia vicaria de la mujer (222-223).

Lo que hasta el momento parecía un cuento que bien podía co-rresponder a los parámetros de un cuento “realista”, clásico (por lla-marlo de alguna manera, dado el carácter lógico, trivial y cotidiano

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de las acciones narradas), se revela ahora como fantástico. Habría que decir que Cortázar, conocedor de los cánones de una y otra mo-dalidad genérica, se ha servido de los parámetros que la tradición señala, puesto que respeta algunas leyes de esas “gramáticas” de am-bas tipologías, pero, al mezclarlos de manera inusual, los subvierte y logra así generar una nueva modalidad de lo fantástico.

Desde otra perspectiva, bien puede afirmarse que el autor, en este cuento, juega con las expectativas del lector llevándolo del des-concierto a la certeza, instándolo a leer sin guía alguna para luego proporcionarle una. El movimiento es alternativo y continuo: en un primer momento, en los párrafos iníciales, el discurso transgrede no sólo las normas de la narración sino incluso también las de la gramática y la sintaxis. ¿Qué pasa con el lector? Se desconcierta y sorprende, pues muy seguramente, no podrá hallar un paradigma genérico, ni formal, ni de obra singular del que servirse para estruc-turar sus expectativas y reconocer, entonces, en esa historia, los cá-nones de una tradición. Pero tal confusión es reemplazada, pocos párrafos más allá, por la seguridad que le permitirá seguir la historia. El mismo narrador así lo reconoce cuando refiere la necesidad de otorgarle orden a su historia y a la acción, de ahí que desee iniciarla según el modo clásico: nombra a su protagonista, la fecha exacta, el sitio donde se desarrolla, establece la situación inicial del personaje, etc. La situación del lector ya es otra: tiene ya unos paradigmas que le servirán como directrices en ese encuentro texto – lector y que “[…] regulan la capacidad que posee la historia para dejarse seguir” (Ricoeur, 2004: 147). Sin embargo, hay un elemento que continua-mente rompe con las leyes del cuento: la historia está plagada de anotaciones ajenas a los sucesos, de referencias a la situación tem-poral y espacial, en el presente de la enunciación, de quien, pasados ya los hechos, los está escribiendo. Pero tal ruptura está regulada desde el cuento mismo, de forma tal que el lector pronto establece como normas las características antes anotadas y, a partir de ellas, las asume.

Transcurrida buena parte del cuento y cuando ya el lector se ha instalado en la comodidad de unas certezas que se avienen bien con sus expectativas, la historia toma un giro que nuevamente trans-

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grede los cánones del cuento tradicional y se acoge a los del cuento fantástico. Según éstos es posible que la fotografía (objeto inanima-do, estático por excelencia,) cobre vida: los personajes, las circuns-tancias, los hechos que se quisieron fijar en una imagen, las acciones que se interrumpieron, parece que están, ahora mismo, continuando, están “siendo” en la pared de la habitación de Michel. Así lo percibe éste, así lo atestigua su angustia y desconcierto, así lo relatan sus palabras, de ello da fe la historia que escribió-está escribiendo-.

El resultado es, ya lo anotábamos, una obra singular que desafía a ese lector a completar los vacíos que el texto ha instaurado, a co-laborar en la configuración de una trama y a proyectar, de manera creativa también, ese mundo del texto hacia su mundo. Así, el lec-tor participa en las innovaciones de esquematización e introducción de nuevos paradigmas en la narración.

Bien puede concluirse que de esta manera Cortázar le otorga al acto de la lectura la importancia que éste detenta desde una pers-pectiva hermenéutica, dice Ricoeur: “el acto de la lectura se con-vierte así en el agente que une mimesis III a mimesis II. Es el último vector de la re figuración del mundo de la acción bajo la influencia de la trama” (148).

Sea el momento de preguntarse si el texto de Cortázar, además de concitar a los lectores a desplegar diferentes estrategias de lectura involucra en su trama ese tercer momento de la mimesis, aquel en el que, según Ricoeur, “El recorrido de la mimesis tiene su cumpli-miento sin duda, en el oyente o en el lector” (140). La respuesta a esta inquietud es afirmativa. Michel, en el momento final de la narración, desempeña el papel de receptor de una imagen y sus pa-labras dan cuenta, no sólo de lo que ve, sino también de cómo se siente respecto a lo sucedido, dice:

Mimesis III: después de (la foto, la narración)

Este momento de la mimesis co-rresponde a la etapa de re‑ figura-ción del mundo de la acción, por parte de un oyente o un lector.

“Jadeando me quedé frente a ellos; no había necesidad de avanzar más, el juego estaba jugado. De la mujer se veía

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De ser un traductor y fotógrafo pasa a ser ahora un narrador. Del llanto, quizá del miedo, se ha pasado al silencio. Silencio de la imagen en la que sólo el tiempo sigue transcurriendo, silencio del

Como tal, tiene una función de revelación y transformación: “Lo que se comunica, en última ins-tancia, es, más allá del sentido de la obra, el mundo que proyecta y que constituye su horizonte. En este sentido, el oyente o el lector lo reciben según su propia capaci-dad de acogida, que se define tam-bién por una situación a la vez li-mitada y abierta sobre el horizonte del mundo” (148).

apenas un hombro y algo de pelo, brutalmente cortado por el cuadro de la imagen; pero de frente estaba el hombre, entreabierta la boca donde veía temblar una lengua negra, y le-vantaba lentamente las manos, acercándolas al primer plano, un instante aún en perfecto foco, y después todo él un bulto que borraba la isla, el árbol, y yo cerré los ojos y no quise mirar más, y me tapé la cara y rompí a llorar como un idiota. Ahora pasa una gran nube blan-ca, como todos estos días, todo este tiempo incontable. Lo que queda por decir es siempre una nube, dos nubes, o largas horas de cielo perfectamente limpio, rectángulo purísimo clavado con alfileres en la pared de mi cuarto. Fue lo que vi al abrir los ojos y secármelos con los de-dos: el cielo limpio, y después una nube que entraba por la izquierda, paseaba lentamente su gracia y se perdía por la dere-cha. Y luego otra, y a veces en cambio todo se pone gris, todo es una enorme nube, y de pron-to restallan las salpicaduras de la lluvia, largo rato se ve llover sobre la imagen, como un llanto al revés, y poco a poco el cua-dro se aclara, quizá sale el sol, y otra vez entran las nubes, de a dos, de a tres. Y las palomas, a veces, y uno que otro gorrión” (224).

Del mundo del texto al mundo del lector (Ricoeur y Cortázar)Clemencia Ardila J.

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narrador quien, con sus palabras, con su acto de creación, ha tratado de mitigar la angustia que lo invade:

[…] y cuando pasa algo raro, cuando dentro del zapato encontramos una araña o al respirar se siente como un vidrio roto, entonces hay que contar lo que pasa, contarlo a los muchachos de la oficina o al médico. Ay, doctor, cada vez que respiro [...] Siempre contarlo, siempre quitar-se esa cosquilla molesta del estómago (Cortázar, 1999: 214-215).

Nuevamente se invoca aquí a un receptor: oyente, lector o, para el caso de la imagen, espectador, quien deberá ocuparse de tres as-pectos que destaca Ricoeur en mimesis III:

1. La importancia del acto de lec-tura como la operación que per-mite la transición entre mimesis II y mimesis III. Importancia que deviene del hecho de que es a tra-vés de este acto que se establece la comunicación e intersección en-tre el mundo del texto y el mundo del lector.

2. El problema de la referencia: varios son los presupuestos que se enuncian acerca tanto de qué refiere un texto, como de la forma cómo se realiza tal procedimiento.

“Cuando vi venir al hombre, de-tenerse cerca de ellos y mirar-los, las manos en los bolsillos y un aire entre hastiado y exigen-te, patrón que va a silbar a su perro después de los retozos en la plaza, comprendí, si eso era comprender, lo que tenía que pasar, lo que tenía que haber pa-sado, lo que hubiera tenido que pasar en ese momento, entre esa gente, ahí donde yo había llegado a trastrocar un orden, inocentemente inmiscuido en eso que no había pasado pero que ahora iba a pasar, ahora se iba a cumplir. Y lo que entonces había imaginado era mucho me-nos horrible que la realidad, esa mujer que no estaba ahí por ella misma, no acariciaba ni propo-nía ni alentaba para su placer, para llevarse al ángel despeina-do y jugar con su terror y su gra-cia deseosa. El verdadero amo esperaba, sonriendo petulante, seguro ya de la obra; no era el primero que mandaba a una mujer a la vanguardia, a traerle los prisioneros maniatados con

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- La referencia/ el horizonte de sentido de un texto está constitui-do por la “experiencia” de mundo que se quiere comunicar: “Lo que se comunica, en última instan-cia, es, más allá del sentido de la obra, el mundo que proyecta y que constituye su horizonte. En este sentido, el oyente o el lector lo reciben según su propia capacidad de acogida, que se define también por una situación a la vez limita-da y abierta sobre el horizonte del mundo” (148). (El sentido de un texto no se agota en la analítica de su estructura).

- Toda referencia es co- referen-cia, referencia dialógica o dialo-gal: la intersección del mundo del texto y del mundo del oyente o del lector (fusión de horizontes) genera una nueva proposición de mundo y abre el camino hacia la comprensión de sí de ese lector/oyente.

- La referencia metafórica es una característica del lenguaje poéti-co/ literario: “consiste en que la supresión de la referencia descrip-tiva – que, en una primera aproxi-mación reenvía el lenguaje a sí mismo – se revela, en una segunda aproximación, como la condición negativa para que sea liberado un poder más radical de referencia a aspectos de nuestro ser-en-el-mundo que no se pueden decir de manera directa” (152). Dicho de otra manera, con la referencia me-tafórica se suprime o suspende el sentido literal de las palabras para

flores. El resto sería tan simple, el auto, una casa cualquiera, las bebidas, las láminas excitantes, las lágrimas demasiado tarde, el despertar en el infierno. Y yo no podía hacer nada, esta vez no podía hacer absolutamente nada. Mi fuerza había sido una fotografía, ésa, ahí, donde se vengaban de mí mostrándome sin disimulo lo que iba a suce-der. La foto había sido tomada, el tiempo había corrido; estába-mos tan lejos unos de otros, la corrupción seguramente consu-mada, las lágrimas vertidas, y el resto conjetura y tristeza. De pronto el orden se invertía, ellos estaban vivos, moviéndose, de-cidían y eran decididos, iban a su futuro; y yo desde este lado, pri-sionero de otro tiempo, de una habitación en un quinto piso, de no saber quiénes eran esa mujer y ese hombre y ese niño, de ser nada más que la lente de mi cámara, algo rígido, incapaz de intervención. Me tiraban a la cara la burla más horrible, la de decidir frente a mi impotencia, la de que el chico mirara otra vez al payaso enharinado y yo comprendiera que iba a aceptar, que la propuesta contenía dine-ro o engaño, y que no podía gri-tarle que huyera, o simplemen-te facilitarle otra vez el camino con una nueva foto, una peque-ña y casi humilde intervención que desbaratara el andamiaje de baba y de perfume. Todo iba a resolverse allí mismo, en ese instante; había como un inmen-so silencio que no tenía nada que ver con el silencio físico.

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dar paso a innovaciones semánti-cas, a re – significaciones del obrar humano.

- Los textos literarios hablan del mundo, aunque no de manera descriptiva: La literatura puede o bien confirmar una ideología del orden establecido, o criticarla o incluso burlase de ella, de tal for-ma que “la literatura narrativa, entre todas las obras poéticas, mo-dela la efectividad práxica, tanto por sus desviaciones como por sus paradigmas” (151).

3. El tiempo narrado: El análisis de este ultimo aspecto exige, según Ricoeur, establecer un diálogo en-tre tres disciplinas: “la epistemo-logía de la historiografía, la crítica literaria y la fenomenología del tiempo” (156), asunto del que se ocupa en la última parte de Tiem-po y Narración. Por el momento, sirva como apertura de su lectu-ra, su afirmación acerca de que al mundo del texto literario, a la proposición de mundo que se con-figura en él, le corresponde “una experiencia ficticia del tiempo” o “modos temporales de habitar el mundo” (tomo II: 381). Dicho de otra manera: “el hacer narrati-vo resignifica el mundo en su di-mensión temporal, en la medida en que narrar, recitar, es rehacer la acción según la invitación del poema” (153). Esta última expresión no sólo es un llamado de atención sobre la manera particular como en los textos literarios se narrativiza el

Aquello se tendía, se armaba. Creo que grité, que grité terri-blemente, y que en ese mismo segundo supe que empezaba a acercarme, diez centímetros, un paso, otro paso, el árbol gira-ba cadenciosamente sus ramas en primer plano, una mancha del pretil salía del cuadro, la cara de la mujer, vuelta hacia mí como sorprendida, iba crecien-do, y entonces giré un poco, quiero decir que la cámara giró un poco, y sin perder de vista a la mujer empezó a acercarse al hombre que me miraba con los agujeros negros que tenía en el sitio de los ojos, entre sorpren-dido y rabioso miraba querien-do lavarme en el aire, y en ese instante alcancé a ver como un gran pájaro fuera de foco que pasaba de un solo vuelo delan-te de la imagen, y me apoyé en la pared de mi cuarto y fui feliz porque el chico acababa de es-caparse, lo veía corriendo, otra vez en foco, huyendo con todo el pelo al viento, aprendiendo por fin a volar sobre la isla, a lle-gar a la pasarela, a volverse a la ciudad. Por segunda vez se les iba, por segunda vez yo lo ayu-daba a escaparse, lo devolvía a su paraíso precario (223-224).

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tiempo; es también una invitación a estudiar con detenimiento los presupuestos enunciados desde la teoría literaria sobre el particular. En este sentido, Ricoeur destaca los aportes de la narratología y la semiótica, disciplinas a través de la cuáles se podrá dar respuesta a cuestiones como las siguientes ¿Cómo se presenta el tiempo en un relato de ficción? ¿Qué estrate-gias sirven al propósito de configu-ración narrativa del tiempo?

En este fragmento del cuento ese narrador – espectador ya no de una situación sino de una imagen, realiza entre otras, tres acciones, propias de su papel. Primero, relata, a más de lo que le sucedió, su proceso de intelección: cómo su “lectura” anterior de la situación estaba errada, qué comprende ahora y cómo lo hace. Segundo, eva-lúa la situación que está observando, la cual, desde sus parámetros morales (es un puritano, ya no los ha informado), le es inaceptable y, tercero, confronta la “experiencia ficticia del tiempo”, que la ima-gen está re–presentado, con su propia experiencia temporal de tal suerte que es aquella la que está dotada de movimiento, mientras la suya está suspendida en un presente que parece no tener fin. Dicho de otra manera, se hace explicita esa invitación, de la que habla Ricoeur, a considerar de otra manera el tiempo humano.

Nos queda, a nosotros, sus lectores, a hacer lo propio. Según Ricoeur, el proceso de interpretación del texto, culmina con la de-terminación de un sentido que “surge en la intersección del mundo del texto con el mundo del lector” (2006: 15).

Como ya se enunció, el mundo del texto o mimesis II, como lo denomina Ricoeur, no es otro que aquel mundo posible producto de la labor de configuración de la trama. Por su parte, el mundo del lector está conformado por sus experiencias, acciones y expectati-vas frente al texto. Así las cosas, el acto de leer se constituye en el

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lugar de encuentro de estos dos mundos, en el punto de confluencia de la experiencia de mundo que propone el texto y la del lector. (Lo que en términos de Gadamer puede nombrarse como “fusión de horizontes”). Es de anotar, que estas dos nociones, mundo del texto y mundo del lector, no establecen de facto una distinción entre lo que podría nominarse como el “adentro” del texto y un “afuera” de éste, tal como lo propugnan los estudios narratológicos, sino que por el contrario, instauran a la obra literaria como elemento mediador entre “el hombre y el mundo, entre el hombre y el hombre y entre el hombre y sí mismo” (16). Es decir, que la obra literaria tiene tres dimensiones hermenéuticas, en su orden, dimensión de referencia-lidad, de comunicabilidad y de comprensión de sí.

Interesa aquí la primera de ella, la dimensión de referencialidad del texto. Aquella a través de la cual se establece una relación entre el hombre y su mundo. Aquella con la que se alude a esa caracterís-tica según la cual el mundo empírico se constituye en el punto de partida y de llegada de toda obra literaria. Aquella que le permite al hombre, en el acto de la lectura, re‑configurar aquella proposición de mundo a la que antes aludimos. En este sentido, la interpreta-ción del texto, consiste, tal como lo enuncia Ricoeur, “[…] no tanto restituir la intención del autor detrás del texto como a explicitar el movimiento por el que el texto despliega un mundo, en cierto modo, delante de sí mismo” (153).

Como conclusión a este ejercicio hermenéutico, que no ha sido otra cosa que una interacción entre el lector y el mundo del texto, se impone, según Ricoeur una de dos alternativas. El cuento, como toda obra literaria, bien puede confirmar una ideología acerca del orden establecido en el mundo que sirve de trasfondo a la obra o, por el contrario, refutarla. Para el caso, habría que afirmar que en este cuento se hace referencia, no sólo a una poética del cuento, sino, también a una poética de la lectura y como tal nos propone, a nosotros lectores:

• Reflexionar acerca del papel que como sujetos espectadores/ receptores/lectores cumplimos en la obra de arte, pictórica o literaria. Como puede observarse en la parte final del cuento,

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en principio la impotencia y la imposibilidad de intervenir en esa “obra”, parecen ser los rasgos que caracterizan al personaje Michel, pero, luego, se da cuenta de que su reacción (gritar) tiene efectos sobre los hechos y que su papel, entonces, no es pasivo como él lo había pensado, y como lo propone, por ejemplo, la teoría internacionalista de la literatura, sino que, por el contrario, él hace también parte de esa historia, él pue-de contribuir a su desarrollo e intervenir en su desenlace. Se vinculan y se equiparan así las tareas del creador/autor y del receptor/lector-oyente-espectador de una obra. Esta es una de las propuestas significativas del cuento que, de esta manera, se instaura como precursor de teorías literarias como la Estética de la Recepción y la Semiótica, cuyo énfasis en el estudio de la relación e interacción entre el texto y el lector significó, al final de los años sesenta, un cambio en el paradigma de la crítica literaria.

• La obra literaria como el ámbito a través del cual se expresa aquella “experiencia de mundo” fruto de una labor de lectura de los hechos. La situación aquí narrada, no habla solo de una pareja, dice algo acerca de la “corrupción del mundo”, de la manera como algunos seres humanos manipulan a otros, de los peligros a los que están expuestos aquellos adolescentes que apenas se inician en el mundo de sexo, de los riesgos de ser inocente, en fin, de los intereses y juegos de poder que median en las relaciones humanas.

Estas, entre otras, son dos opciones de resignificación del mun-do, propuestas por este hacer narrativo del autor Cortázar. Otros lectores del texto emprenderán, seguramente, un recorrido diferente por sus páginas, y con ello, tratarán de lograr ese otro objetivo del que habla Ricoeur:

El mundo es el conjunto de las referencias abiertas por todo tipo de textos descriptivos o poéticos que he leído, interpretado y que me han gustado. Comprender estos textos es interpolar entre los predicados de nuestra situación todas las significaciones que, de un simple entorno (umwelt), hacen un mundo (Welt). En efecto, a las obras de ficción de-bemos en gran parte la ampliación de nuestro horizonte de existencia (152)

Del mundo del texto al mundo del lector (Ricoeur y Cortázar)Clemencia Ardila J.

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Bibliografía

Cortazar, Julio (1999) Cuentos completos 1. Madrid: Alfaguara.

Ricoeur, Paul. (2004) Tiempo y Narración I. Configuración del tiempo del relato histórico. México D.F: Siglo XXI editores.

_____. (2006) “La vida: un relato en busca de narrador”. En: Rev. Ágora. Papeles de filosofía. 25/2. pp. 9-22.

Diccionario de la Real Academia de la lengua. (1992) Vigésima primera edi-ción. Madrid.

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Nación y narración: la escritura de la historia en la segunda mitad del siglo XIX colombiano*Recibido: julio 14 de 2009 | Aprobado: mayo 3 de 2010

Patricia Cardona**[email protected]

Este artículo desarrolla el problema de la historia como narrativa nacional a través de su modelo más depurado, las historias

patrias; que deben ser entendidas como modalidades “poé-ticas” en el sentido en que construyen una visión del pasa-do que legitima el presente y proyecta el futuro nacional. Estas historias se dirimen entre la ideología, la pedagogía, la moral y la sucesión de acontecimientos del pasado que organizan y definen los fines políticos de la narración de la nación.

Palabras claveHistoria, nación, narración, historias patrias.

Nation and Narration: The Writing of the History in the second‑half of XIX Century in Colombia

This article develops the topic of history as national narrative through the “home-land histories” model. This class of history

must be understood as poetics since they build a vision of the past that legitimize the present and project the fu-ture. These histories debate themselves between ideology, pedagogy, moral and the successions of events of the past which organize and define the political goals of national accounts.

Key wordsHistory, nation, narration, country histories

Resumen

Abstract

* El presente artículo se inscribe en el marco de la Investigación Narra-tivas de Nación, desarro-llada con el apoyo de la oficina de Investigación y Docencia de la Uni-versidad EAFIT. El cur-so de Historiografía de Colombia del doctorado de Historia de la Uni-versidad de los Andes, maduró algunas de sus tesis. Agradezco a los estudiantes de la Maes-tría en Estudios Huma-nísticos de la Universi-dad EAFIT el haberme permitido desarrollar con ellos la relación Historia, narración y nación.

** Doctorando en Histo-ria, Universidad de los Andes, Bogotá. Profe-sora, Departamento de Humanidades, Univer-sidad EAFIT.

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De lo que se trata es de popularizar, sin boato ni exageración, los principios cardinales de nuestra organización política, las condiciones realmente ventajosas de nuestro país, y los hechos más notables de la

historia nacional, a la vez que arrojar, principalmente en el corazón de los niños, simientes escogidas que el tiempo desarrolle y haga fructificar

Cerbeléon Pinzón. Catecismo republicano (1865)

Nación y narración. Diversidad, ambigüedad y ten‑dencias

La historia como saber definido por los lineamientos epistemo-lógicos del siglo XIX, suscribió tempranamente su compromiso de convertirse en el saber responsable de darle vida al pasado, o mejor, en términos del siglo XIX de narrar el pasado tal y como éste había acontecido. Esta pretensión realista y objetiva de la historia como saber fundado en la certeza de la objetividad y la realidad del pasado, determinó buena parte de las posturas de los historiadores con res-pecto al pasado, y aún más, demarcó sus usos políticos, como bastión sobre el cual se sustentaron buena parte de las ideologías del siglo XIX y saber con la capacidad de movilizar la pasión de los hombres en la defensa de ardores recién nacidos, pero por efectos del uso de la historia, recién envejecidos. Esencialmente, los incipientes Estados recurrieron a la historia para validar sus novedosas fundaciones.

La emergente democracia, la lucha de las burguesías por reem-plazar el lugar de las tradicionales aristocracias, la soberanía popular, y la definición del Estado a partir de la concreción de las fronteras, de la certeza de los enemigos y de las riquezas geográficas, necesita-ron de una narración que estableciera vínculos sociales coherentes con el nuevo orden político. La historia se estructuró como discur-so que, aunque despojado de explicaciones de orden sobrenatural y religioso, se definió como una narración de los hechos del pasado que tenían una significación mítica en el nuevo contexto político. Así, cada hecho narrado se revestía de un halo sobrenatural que

Nación y narración: la escritura de la historia en la segunda mitad del siglo XIX colombianoPatricia Cardona

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implicaba que aunque las acciones se enmarcaban dentro de las ex-plicaciones puramente humanas, los móviles, o mejor la esencia de éstas estaba dada por lo sobrenatural. Por ello, en esta comprensión de la historia, el influjo divino es el punto de partida que dirige los actos humanos, y sobre todo, que permite la esquematización de la narración sobre modelos de virtud, discriminando a buenos y malos. Lo que también significa que cada una de las acciones de buenos y malos esté encadenada en una sucesión de hechos que encuentran su argumentación última en la voluntad divina que acompaña a los actos virtuosos.

Para explicarlo mejor nos referiremos a la historia denominada patria, cuyo esquematismo narrativo es un rico ejemplo de la con-cepción histórica del siglo XIX. Los libros de historia patria definen claramente quiénes son los buenos y los malos de la narración, pero además, las acciones de los buenos, por terribles que parezcan, están determinadas por la divinidad, quien mira impasible los actos, pero que además premia con la victoria las hazañas de aquéllos que se han definido desde el principio de la narración como los “mejores”. Por eso, cuando aparecen los “otros”, llámense indígenas, piratas, o españoles, en ellos se resalta el valor y la ferocidad, no tanto como un valor propio, sino como un medio de exaltar las dificultades y la grandeza de la hazañas de los victoriosos. Además, en función de la estructura retórica de la narración, los usos de los adjetivos ayudan a los lectores a identificar rápida y perentoriamente al vencedor que es en sí mismo el modelo de virtud.

La identificación de buenos y malos se anuncia en el relato, bajo la apariencia de la predestinación. Estos modelos históricos no son exactamente objetivos, ni corresponden a la realidad, pues es evidente que en el centro de la narración sigue presente la imagen de Dios que ubica a cada uno de los actores en el lugar que le co-rresponde y que organiza el tinglado de manera tal que los diversos hechos sucedan efectivamente de acuerdo con su voluntad. Antes que una historia en términos humanos, las historias patrias intentan sacralizar al Estado y a las figuras prominentes de su fundación, en la que cada uno de ellos no es más que un instrumento que permite

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la concreción del plan divino. Se plantea una resignificación de los órdenes políticos modernos bajo la apariencia sacramental, tan im-portante en el orden político.

El Estado y su metarelato, la nación, necesitaron de dispositivos narrativos (Bajtín, 2002), de esta especie de mitificación de la his-toria para otorgar legitimidad al orden emergente y dotar a sus go-bernantes de la sacramentalidad que legitimara su accionar, además de crear vínculos sólidos y fraternales entre los nuevos ciudadanos, que entonces debieron sentirse como “salvados” o liberados del caos y conducidos a un nuevo orden de luz. Por eso, la existencia del Estado Moderno, impuso la idealización de las relaciones sociales a través de la política en su sentido tradicional, e inauguró relacio-nes inéditas con el pasado: lugar de convergencia de la voluntad de estar juntos, punto de anclaje de la sociedad, presencia dispuesta a servir de justificación para la lucha, y depósito realista de una iden-tidad apenas inaugurada (Bhabha, 2002). Los recursos retóricos y documentales para mostrar la historia como la realidad vivida del pasado, en la historia patria la ficcionalización1 alcanza un alto nivel por cuenta de la necesidad de sacralizar la existencia y de justificar e incluso desear cualquier sacrificio que pueda hacerse por el Estado, envasado en su “ideal” la nación. Por ello, entender las dinámicas de las historias patrias, mostrar sus recursos narrativos, sus modos de ficcionalizar, lo que ellos definen como digno de historiar “de recordar y mantener en la memoria”, resulta un ejercicio interesante para conocer las dinámicas discursivas y recursivas de una sociedad que necesita tejer una relación en el presente, sobre la premisa de ficcionalizar el pasado continuum que iguala, que hermana y que se objetiva, no en el presente, imperfecto y caótico, sino en el futuro que se concibe como el momento en el que tendrán sentido los sa-crificios del pasado.

1 Para estudiar este problema será cardinal centrarse en los trabajos de Ricoeur, básicamente en Tiempo y narración II, donde se dedica de manera más puntual al problema del relato histórico y a la definición de la frontera entre explicación e interpretación, entre discursos causales y discursos narrativos. (Ricoeur, 2004).

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Algunas interpretaciones relevantes de los concep‑tos nación y nacionalismo

Al respecto hay una variedad considerable de corrientes que procuran entender la dimensión de un fenómeno complejo, ambi-guo y paradójico como el nacionalismo. Al respecto se presentan dos posturas generales a partir de la cuales se desprenden interpreta-ciones que difieren en matices y tradiciones teóricas. Estas dos gran-des posturas reúnen bajo idea de la nación como dato, de ella cual se derivan primordialistas y los perennialistas. Entre los primeros se destacan los trabajos de Pierre Van der Berghe, que sostiene la idea de que la nación se basa en la existencia de sentimientos étnicos conectados a su vez con una suerte de relación parental entre los miembros de las comunidades. Entre los segundos (perennialistas) se distinguen Anthony Smith, este autor sostiene que el nacionalis-mo, aunque producto de la sociedad moderna, requirió nutrirse en tradiciones étnicas que materializaron y dieron vigor a las nuevas formas de vinculación social introducidas por el mundo moderno y los ideales nacionalistas.

La condición familiar ha sido fuertemente criticada por los par-tidarios del nacionalismo-creación, vinculado a la preponderancia de los procesos de modernización, construcción y consolidación del Estado en su sentido moderno. Grosso modo, esta corriente define el nacionalismo como construcción de una élite política, que cimentó sobre la educación y el discurso cívico patriótico los ideales de iden-tidad, integración y fraternidad nacional, representados en símbolos que sustentaron el carácter emotivo de nación. Pero en esta ver-tiente también se introducen matices, siendo las más importantes las representadas en Ellie Kedourie, quien entiende el proceso de nación y del nacionalismo en el contexto de las élites alemanas que retomaron la idea de autodeterminación kantiana, que a su vez remi-tía a un ideal colectivo cristiano y milenarista. De otro lado Ernest Gellner estableció las relaciones entre modernismo, industrialismo y nacionalismo; así pues, la transición de una sociedad agraria a una sociedad industrial requirió de la integración, consumada a través

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de la educación y de la centralización de la escritura. En la misma dirección aparecen los trabajos de Hosbsbawm, catalogados como tendientes a la interpretación del nacionalismo como de ingeniería social y de invención de tradiciones que dan contenido y profun-didad histórica al nacionalismo. Finalmente aparece una corriente articulada con la anterior, pero más identificada con las tendencias narrativistas que definen a la nación como el resultado de relatos y narraciones que constituyen la argamasa de la nación y la naciona-lidad. Pionero fue el trabajo de Benedict Anderson, quien introdujo el concepto de imaginación para mostrar que gracias al desarrollo del capitalismo impreso y a la dinamización de los medios masivos de comunicación se creó la nación como comunidad imaginada. Fi-nalmente los estudios postcoloniales están redefiniendo el tema a partir de trabajos como los de Homi Bhabha, Bikhu Parekh, Edward Said, y Partha Chetterje, entre otros. Para esta corriente la nación debe ser repensada en función de las heterogeneidades del mundo no europeo, la inclusión de la alteridad, de los destiempos y de las narraciones que marcan otros derroteros a la idea de nación, pues no es más una evidencia empírica, sino el producto de narraciones que se renuevan cotidiana y localmente, pero que además implican una nueva dimensión en tanto la nación no es más la experiencia coti-diana dentro de las fronteras que la enmarcan, sino las estrategias que dirimen su internacionalización.

Historia, nación y narración

La historia como disciplina constituida de manera independien-te de su matriz literaria es relativamente reciente. Este proceso toma fuerza con los planteamientos de la filosofía de la historia y de la historia universal que surgen con Hegel. En efecto, el proceso de conformación epistemológica de la historia no puede estudiarse al margen de dos fenómenos concomitantes, por un lado; el desarrollo de la idea de progreso (Campillo, 1985) como linealidad teleológica que señalaba la racionalización del porvenir sobre la noción de plan o proyecto (Koselleck, 1990), así el porvenir se redefinió como futu-

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ro, posible de ser controlado por el orden y la intervención humana. De otro lado se dio la secularización de la experiencia temporal, así, ésta no fue más entendida como destino, como ventura palmaria de la divinidad. Desde entonces el destino como noción del porvenir se eclipsó, para dar lugar a una experiencia temporal centrada en la idea de una progresión racionalmente articulada y proyectada en el futuro. La concepción del tiempo como despliegue planeado de la experiencia humana, significó la reinvención de la noción de pasado.

El pasado se redefinió como objeto perceptible: a través suyo podía constatarse con pruebas, fuentes y testimonios, el ascenso de la sociedad occidental hacia el progreso y la certeza de un futuro superior al pasado. La historia como saber probaba que todo tiempo presente era mejor y que los principios de racionalidad, ilustración, democracia y equidad, eran, con toda seguridad, los conceptos que conducirían a la sociedad a un estadio de superioridad con respecto a todas las que le habían antecedido e incluso, con relación a aquellos pueblos periféricos (Asia y América) (Castro, 2005) constituidos en testimonio de inferioridad con referencia a Europa; a su vez, Europa se erigía como el futuro deseado, como propósito imaginado, como escatología del porvenir, cuya argucia radicaba en su condición de discurso escrito y sustentado en pruebas y testimonios escritos; he-cho que no puede ser soslayado, porque precisamente el saber histó-rico conduce a una reificación de la memoria escrita como evidencia objetiva y racional del ascenso del mundo, mientras que la tradición oral se clasificó dentro de las manifestaciones folclóricas, aquietadas temporal y espacialmente, fósiles del pasado, de cuya existencia se ocupaban los etnólogos.

El segundo fenómeno que emerge como corolario de la noción de progreso y de la redefinición del pasado, tuvo que ver con la in-édita noción de la nación. Este item pocas veces ha sido entendi-do como parte del proceso de definición de la historia y es premisa fundamental, entre otras razones, porque permitió la articulación de futuro y pasado en el tiempo nacional, a la vez que reabsorbió las veteranas nociones de pasado como depósito de hechos ejem-plares y el futuro como porvenir. La idea de nación necesitó de la

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redefinición de la historia como experiencia, como tradición, como depósito y finalmente como saber a través del cual se establecía un hilo conductor entre pasado y futuro. Cuando nos referimos al tiem-po nacional hacemos alusión a la experiencia del tiempo colectivo que se expresa en los relatos políticos, en la narración de las gestas heroicas, el tiempo medido por las cronologías políticas y que se produce y se experimenta colectivamente. Un tiempo que define Walter Benjamin como tiempo simultáneo, pasado y futuro viven-ciado en un presente que augura mejor porvenir, materializado en los calendarios nacionales que destacan los acontecimientos funda-cionales que remiten al tiempo sacrificial, o al hito fundacional que debe rememorarse de manera colectiva. Así, el tiempo nacional es más o menos semejante al tiempo de la historia2. No obstante, esta categoría del tiempo es incompleta y no exacta, porque se afinca en la idea de un tiempo homogéneo que hermana a partir de las representaciones impresas y comunicativas: es decir, el tiempo de los medios de comunicación que se concreta en la práctica de ver el noticiero de televisión de las 7 de la noche, o la fiesta nacional que se conmemora en todos los rincones de la denominada nación (Chatatterjee, 2002: 124-164).

El problema es que éste es un tiempo representado, no el tiem-po vivido, y en este sentido es que se deben sugerir dos nociones que permitieran sustraerse de la idea de nación que se deriva de una cierta ingeniería social, en términos de Hobsbawm; y que se insinúa en la idea de comunidad imaginada que postula Anderson. Más bien, y estos son los términos de los más importantes teóricos poscoloniales sobre este asunto, se intenta pensar el tiempo como experiencia simultánea y no sólo como tiempo vacío, que puede ser llenado por las representaciones colectivas y por la comunidad que establece vínculos emocionales, sin que para ello tengan que cono-cerse. La experiencia simultánea implica pensar el tiempo, no sólo en las retóricas de la representación, sino en los espacios concretos de la cotidianidad y la experiencia heterogénea de los diversos gru-

2 Ankersmit ha incluido la categoría de nostalgia como condición de posibilidad de una fenomenología de la historia, la relación pasado y presente se articula en la diferencia, es decir, en la evocación idealizada del pasado que se hace desde el presente. Ver (Ankersmit, 2004).

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pos humanos, que aunque homogeneizados merced a la pedagogía nacionalista, habitan un mismo espacio. Así pues, antes que una imposición producto de la ingeniería social o una invención más o menos artificiosa, la noción de tiempo simultáneo remite a la ob-servancia de modos sociales y culturales de producir experiencias temporales, y relaciones con la historia, ahora entendida como el resultado de las relaciones entre memoria y olvido, entre lo que se recuerda narrativamente, pero también de aquello que se obvia en la narración.

En consecuencia la nación es una imposición, producto de las relaciones entre pasado, presente y futuro, fruto de la pervivencia de modalidades narrativas que se insertan en los relatos nacionales, resultado de la relación entre memoria y olvido, y concreción de un tiempo que se experimenta simultáneo y cotidiano, en vez de los tiempos vacíos de la comunidad imaginada de la que hablara Ander-son. En esta producción, la mixtura entre el pasado como fuente de ejemplos y la narración histórica como pedagogía del ser nacional, incluso la literatura como promotora de modelos del ser y del no ser nacional, constituyen formas escriturarias especiales para entender las torsiones entre pasado y presente, entre ejemplo y deber ser que develan los horizontes de expectativas y los procesos de producción de las comunidades nacionales. Al respecto afirma Homi Bhabha

Las fronteras problemáticas de la modernidad están representadas en estas temporalidades ambivalentes del espacio-nación. El lenguaje de la cultura y la comunidad está equilibrado sobre las fisuras del presente transformándose en las figuras retóricas de un pasado nacional. Los historiadores, absortos en el hecho y orígenes de la nación, nunca ha-cen, y los teóricos políticos de las totalidades modernas de la nación (“homogeneidad, alfabetización, anonimia son los rasgos clave”) nun-ca formulan la pregunta esencial de la representación de la nación, como proceso temporal (Bhabha, 2003: 178).

La relación temporal entre el uso de la historia y la narración de la nación

En este sentido, la noción de historia dista de las consideracio-nes posteriores, y podemos definirla como ambigua al igual que la

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idea de nación; pues si bien ambas se sostienen en el proyecto racio-nalizador de inicios de la modernidad, también acuden a nociones tradicionales y categorías míticas que dan soporte a la experiencia nacional. La nación requería de pasión e intelecto, de sentimien-to (Bodei, 1995) y reflexión, de pasado y futuro, de ciencia y reli-giosidad. La historia3 en proceso de redefinición en el contexto de fundación de la experiencia nacional, se constituyó en motor de la emergencia de los nacionalismos y de la gestión de sujetos naciona-les, capaces de los máximos sacrificios. A la par que se impulsa como un saber racional, con objetos, métodos y teorías propias, el uso de formas retóricas útiles en la proclamación de la defensa y la cons-trucción de la nación fueron mecanismo de reificación del pasado como ideología que se postula en la imposición de un orden acorde con los dispositivos de producción del capitalismo, con la formación de ciudadanos productivos, ordenados y pacíficos y con el proceso de centralización de la fuerza por parte del Estado. Sin lugar a dudas, la nación aparece en este contexto, racionalizador, ilustrado, pero contenido en categorías metafísicas y en narrativas provenientes de la tradición cristiana4.

La autoridad epistemológica de la historia se hallaba en proceso de construcción, su importancia no residía en la capacidad de re-construir objetivamente el pasado, sino en establecer vínculos entre los hechos del pasado, no como realmente acontecidos, sino como fuente de ejemplos de virtud y moralidad concordantes con el nue-vo orden republicano y nacionalista del siglo XIX, por lo tanto la autoridad deontológica y axiológica primaba sobre la delimitación epistemológica. Hasta bien entrado el siglo XX la historia mantuvo cercanía con la imaginación. La narración dramática de los aconte-

3 Ernest Renán, uno de los más importantes ideólogos del nacionalismo voluntarista de finales del siglo XIX, establece como criterio definitorio la noción de historia entendida entendida como lo que es necesario recordar, pero también como aquello que es imprescindible olvidar en el mantenimiento del pacto o plebiscito cotidiano que mantiene unida a la nación. Ver (Renan, 2004: 53-73).

4 Al igual que la historia debe estudiarse en su contenido metaficcional, la literatura debe analizarse en su función referencial. El trabajo de Luis Fernando Restrepo plantea este problema: la conversión de un texto definido literario por el canon académico es usado como fuente histórica para mostrar la construc-ción del orden colonial. Este libro impone el reto de pensar, para el caso colombiano, la historia como narración profundamente articulada en tradiciones literarias que por ejemplo se hacen manifiestas en la pervivencia del drama y la violencia como matriz interpretativa de la vida nacional. Cf. (Restrepo, 1999).

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cimientos hacía de la historia la Magistra vitae5, veta inagotable de ejemplos morales. La historia entonces se podría definir como una composición o como la poética de acontecimientos “verdaderos” del pasado, dispuestos narrativamente para mover el espíritu a la imitación de aquello digno de emulación y para la repulsión y el re-chazo de aquellos indignos, crueles, injustos o contrarios a la moral. Su importancia no radicaba en la veracidad de los acontecimientos sino en la coherencia y condición de verosimilitud de los mismos. En esta historia ideológica y nacionalista la descripción nubla la explicación, la memoria se antepone a la reflexión y las acciones ocupan el lugar de los análisis.

Historia, historias y nación

A lo largo del siglo XIX y bajo la influencia de la maduración de los procesos de formación nacional, la historia como saber sufrió una especie de escisión en términos de su estructura disciplinar. His-toriadores europeos, en su mayoría con formación filológica como Leopoldo Von Ranke, y Jacobo Burckhardt (Derrida, 1995) pudie-ron llamar la atención sobre la necesidad de un saber histórico más objetivo y explicativo, e incluso en nuestro contexto historiadores como José Manuel Restrepo, o José María Groot, pudieron elaborar obras más sofisticadas, apoyadas en el uso exhaustivo de archivos, y en una escritura extensa y depurada. Estos autores hacían parte de élites “en proceso de definición nacional”, miembros de grupos he-gemónicos, situación que les concedía autoridad para definir aquello digno de ser historiado y perpetuado en la escritura de aconteci-mientos políticos y en la relevancia de personajes fundamentales en la existencia del orden entonces dominante (Rama, 2004). En su mayoría, estos historiadores fueron responsables de construir des-de el pasado, y a través de las fuentes, la legitimidad de un orden establecido, un sistema cultural y una forma de explicación e inter-pretación de las causalidades que habían originado ese orden. No

5 Ver (Cochraine, 1981: 51-72).

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obstante poco acceso tuvo la mayor parte de la población a estas obras, entre otras razones por su extensión, por la exposición erudita de los hechos, por el lenguaje sofisticado y por su costo.

En este punto vale la pena destacar la vocería que asumieron en la idea de crear “las narrativas” que dieran soporte a la nación de acuerdo con preceptos morales, estéticos, éticos y epistemoló-gicos, proyectados como el deber ser nacional; con el propósito de construir una nación basada en la formulación de paradigmas so-ciales que debían ser imitados. Por lo tanto asumieron la tarea de resemantizar (Smith, 2003) algunas viejas tradiciones presentadas a través de lenguajes políticos novedosos y así, consolidar un proyecto nacional que encontró en la historia, una narrativa que permitió la testificación documental, con la que podía comprobarse la profundi-dad temporal que legitimaba el presente y auguraba el futuro como horizonte de expectativa (Koselleck, 1990: 187).

Por lo tanto, tampoco es pertinente remitirnos a la historia y la nación como invenciones desarticuladas de diversos fenómenos sociales y culturales, más bien es preciso hablar de producciones en las cuales la nación y la historia como fenómenos culturales, como categorías epistemológicas y como nociones experienciales, tuvie-ron que anclarse en algunas tradiciones o manifestaciones culturales que sirvieron de sustento, y agenciaron mecanismos de apropiación, circulación y definición. En el caso de la nación la apelación al terri-torio, a los antepasados, a la civilización, fue un vehículo que amplió las posibilidades de inserción del concepto; en el caso de la historia, el uso de modelos retóricos, y la incidencia de la novela pedagógica fueron importantes modelos de escritura con los que la sociedad ya estaba familiarizada.

Se elaboraron escrituras a las que sus propios autores no se atre-vían a llamar libros de historia, y con frecuencia dieron el nombre de “obritas”. Estos libros tenían una función mucho más clara, pues buscaban convertirse en los medios de circulación de la historia “de la patria” como la denominó en 1850 el Señor José Antonio Plaza (1850). Ellas se caracterizan por la manera particular de exponer la historia, como la inculcación del precepto de modelos de corrección

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moral y política. No es gratuito el nombre que fueron adquiriendo a lo largo del siglo XIX convertido en lugar común para designar la escritura de la historia. El término de historia patria transparenta sin eufemismos su objetivo: exaltar el amor, el sentido de pertenencia y el deseo de sacrificio si la patria lo requería. Fue un genero escri-turario ideologizado, que abogaba y promovía en los ciudadanos la defensa y el fomento de los principios republicanos y la salvaguardia de los fundamentos nacionales.

Estas obritas deben ser entendidas en su contexto de producción, circulación y uso. Pues no se trata de libros de historia con voca-ción disciplinaria y académica, sino de escrituras que usaron la his-toria como instrumento de movilización política en repúblicas que apenas empezaban su proceso de ordenamiento político moderno y construcción nacional. Por eso puede ser entendida la ambigüedad de la que hablábamos al principio; insertas en un orden político como la nación que apela a la racionalidad de sus miembros y a la constitución de estos en ciudadanos libres y autodeterminados. La estructura narrativa que la sustenta está afincada en categorías míticas y místicas, herencia del cristianismo, y resemantizadas por los lenguajes políticos modernos. El pensamiento cristiano se cuela en ellas como metarelato, útil para la formulación del nacionalismo como principio comunitario que reinterpreta la vieja concepción de un pueblo bendecido por Dios: nociones como héroe, sacrificio, muerte, narración teleológica que encadena el pasado idílico, el pre-sente caótico y un futuro de segura felicidad. Pero de otro lado, la historia en este contexto apela a la racionalización y la formación cívica y ciudadana, se construye sobre tradicionales formas de argu-mentación y presentación de los acontecimientos en las que prima la descripción de los hechos, sobre la explicación o la interpreta-ción, y donde la fuente es apenas una enunciación presente en los prefacios, pero inexistente en el resto del escrito. Recordemos que en la historia positivista del siglo XIX, la fuente se entendía como medio de observación directo del pasado. Así, los historiadores po-sitivistas intentaban soportar la cientificidad de la historia en la idea de que el pasado era aprehensible, cierto, y efectivamente real, lo

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que se constataba en los documentos, que eran a su vez, la voz auto-rizada, la imagen verdadera del pasado.

Mientras José Manuel Restrepo (Mejía, 2007) y José María Groot (Mejía, 2009) hacían gala de un tremendo aparato de documenta-ción que respaldaba su narración, y que era incluso una alternativa argumentativa para demostrar la verdad de lo acontecido, las histo-rias, las obritas, carecían de toda referencia a documentos, la idea de observación directa era reemplazada por las descripciones exhausti-vas de los lugares, los acontecimientos y los personajes zurcidos por detalles precisos que conferían mayor veracidad al relato. Con esto queremos decir que ante la falta de fuentes y, probablemente porque buena parte de ellas fue el punto de intersección entre una historia escrita, inspirada en las corrientes positivistas del siglo XIX y la tra-dición oral que mezclaba hechos con leyendas, se centraban más en la profusión de detalles directos que otorgaban credibilidad al texto, veamos un ejemplo:

Fue Colón de jentil estatura, largo de cara, i en sus facciones se descu-bría el jesto de la autoridad. De bien hablar, claro injenio, grave con moderación, afable con los estraños, i de indole apacible i suave. So-brio i moderado en las necesidades de la vida. Varon de grande animo. De corazón jeneroso perdonaba las humillaciones con facilidad. De constancia heroica en los trabajos i de espiritu elevado (Plaza, 1850: 23).

Es evidente que la descripción de Colón hace parte de una tra-dición común que estableció estereotipos que definían lo bello y lo bueno, lo malo y lo feo. Esta descripción respondía más a criterios imaginativos que a certezas empíricas, lo cual no demerita la descrip-ción como falsa, sino que permite entenderla en contextos espacio temporales donde los códigos morales y estéticos estaban consen-suados, es decir, el autor no imagina en el sentido contemporáneo, sino que se vale de convenciones morales y estéticas que permiten construir o mejor producir una imagen de Cristóbal Colón, imagen que hace parte de un acervo moral que se constituye como ejemplar en los libros de historia.

Por lo tanto, estas obras no pueden ser categorizadas como “his-toria”, so pena de caer en aseveraciones radicales que desconocen

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su carácter temporal y su dimensión historiográfica. Las distinciones son necesarias; de un lado la historia académica, cercana al positi-vismo, de carácter político y republicanista, de otro, una “historia” que obedece a fines divulgativos y con un sentido ideológico nacio-nalista claramente definido, por lo tanto imposible de encerrar den-tro de las condiciones historiográficas positivistas o cientificistas. Evidentemente ellas manifiestan formas de ver, concebir, pensar y escribir la historia, pero la definición de su público lector y los fines de sus autores, implican mecanismos particulares de escritura, argu-mentación y consideración del pasado.

Sus autores procuraban simplificar fechas, nombres y aconte-cimientos, y como elemento didáctico aparecen cuestionarios que ejercitan la memoria, forma cognitiva por excelencia de una socie-dad en la que la verdad se explica como postulado último de todo saber, como esencia manifiesta de la divinidad, esencia que no pue-de ser alterada, cuestionada y que no admite duda. Los cuestionarios estaban compuestos por preguntas que se contestaban de manera memorística, es decir, nos referimos a preguntas cerradas, cuyas res-puestas son ubicables en el capítulo. La formulación catequística6 tiene que ver con la concepción del conocimiento como despliegue oral de las facultades intelectuales, además con un juicio de verdad ligado a la autoridad. Como es una narración que se dirime entre ra-zón y religión, los libros de historia patria devienen en textos verda-deros, porque hablan del pasado y establecen una continuidad entre el porvenir, el presente y el origen, implantan la linealidad histórica y teleológica que se construye como texto sagrado. En consecuencia sus contenidos son verdades que deben ser grabadas, como los man-damientos, en la mente y en el alma de los miembros de la nación, y que por eso son incuestionables y ni su forma ni su contenido pueden ser cambiadas. Su función última no es el desarrollo de fa-cultades analíticas o reflexivas, sino el amor, el odio que define a los buenos y a los malos, a los amigos y a los enemigos, por lo tanto, su

6 (Derrida, 1995). En este capítulo, retomando el diálogo del Calicles, Derrida propone un análisis de la relación entre escritura y oralidad que ayuda a comprender la complejidad filosófica de los métodos deno-minados erotemáticos o catequísticos.

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función no es cognitiva, sino emotiva. Se espera de sus lectores un compromiso radical con la defensa de las instituciones, las fronteras, la religión y todo aquello que moviliza el amor patriótico y defina la nación.

A modo de conclusión

El cisma epistemológico que se produjo en el siglo XIX extrajo de la literatura la historia, e impuso a ambas finalidades diversas; en la primera la ficción quedó inscrita como principio constitutivo de su objeto; en la segunda, la verdad fue el principio que señaló a los historiadores el uso de las fuentes como testigos fieles del pasado. La escritura histórica se asentó en la explicación exacta de los aconte-cimientos; la imaginación y la estructura narrativa de la escritura histórica fueron condenadas como signo de “no verdad” y más aún, de falsedad. Hayden White (1992, 2003, 2004) ha mostrado que en las obras que inauguran la conciencia historia, así como en las paradigmáticas filosofías de la historia, se entretejía la narración con las formas más clásicas de la retórica, por lo tanto, muestra el autor, la separación entre historia y literatura era un asunto puramente su-perficial. En su metaestructura, historia y literatura se fundían en la trama de los acontecimientos, la separación entre historia y ficción es una presunción positivista en su afán por cientifizar el discurso histórico. La consecuencia de este ejercicio fue la prepotencia del contenido sobre la implícita condición imaginativa de la forma. No obstante, los diques construidos por los historiadores en pos de debi-litar la narración, ésta se cuela por los intersticios de la trama.

No podemos olvidar que estas obras de historia tienen una fi-nalidad clara: servir de medio de difusión de las ideas patrióticas, republicanas y nacionalistas, y por lo tanto su carácter pedagógico, en el sentido de ayudar en la construcción de un sujeto útil y dis-ciplinado, además de su función ideológica, difundir el sentimien-to patriótico que legitima los sacrificios por la causa nacional. Esta decidida tensión entre pedagogía e ideología determina, en buena medida, el carácter didáctico de tales obras, las cuales probablemen-

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te por razones técnicas carecían de ilustraciones, y es claro en las presentaciones de sus autores el afán simplificador de fechas, nom-bres y acontecimientos, para no atiborrar la mente de los niños con cosas innecesarias. De lado, como elemento didáctico aparecen los cuestionarios destinados a corroborar el aprendizaje de lo más im-portante. Estos cuestionarios están compuestos con preguntas que se contestan de manera memorística, es decir, nos referimos a pre-guntas cerradas, cuyas respuestas son perfectamente ubicables en el capítulo. Esta formulación catequística tiene que ver también con la oral del aprendizaje y de la enseñanza, es decir con la concepción del conocimiento como el despliegue oral de las facultades intelec-tuales, también con una concepción de verdad, asociada con la de autoridad. Como es una narración que se dirime entre razón y reli-gión, y como evidentemente los libros de historia patria devienen en textos verdaderos, porque hablan del pasado y establecen una continuidad entre el porvenir, el presente y el origen, establecen una continuidad histórica y teleológica que se construye como tex-to sagrado. Por lo tanto sus contenidos son verdades que deben ser grabadas, como los mandamientos, en la mente y en el alma de los escolares. Como verdades son incuestionables, no pueden ser alte-radas ni en su forma ni en su contenido porque su función última no es el desarrollo de facultades analíticas o reflexivas, sino el amor, el odio que define a los buenos y a los malos, a los amigos y a los enemigos, por lo tanto su función no es cognitiva, sino emotiva. Se espera de sus lectores un compromiso radical con la defensa de las instituciones, las fronteras, la religión y todo aquello que moviliza el amor patriótico y defina la nación

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Heidegger y San Agustín: tres consideraciones fenomenológico‑hermenéuticas sobre la antinomia del olvido*Recibido: marzo 24 de 2010 | Aprobado: abril 15 de 2010

Germán Darío Vélez López**[email protected]

En el seminario ofrecido por Heidegger en Freiburg en 1921, titulado “Agustín y el neoplatonismo” encontramos la primera consideración temática sobre el olvido que pue-

da encontrarse en su obra, así mismo, la interpretación de la antinomia del olvido en el marco de la oposición Agustín-Neoplatonismo, nos ofrece una serie de indicaciones precisas acerca del modo como Heidegger se situó, desde el comienzo de su carrera, en la historia de la filosofía, y de la ma-nera como confrontó la tradición filosófica a partir de los elementos de la incipiente fenomenología hermenéutica. En el presente texto quisiéramos plantear una serie de consideraciones en torno a la interpretación fenome-nológica de la antinomia del olvido en Agustín, intentando mostrar de qué modo, el motivo fundamental de la filosofía de Heidegger, en esta etapa inicial de su despliegue, está estrechamente ligado a la cuestión central abordada por San Agustín, a saber, la búsqueda de sí mismo.

Palabras claveFenomenología, hermenéutica, Dasein, olvido, intencionalidad, apropia-ción

Heidegger et San Agustín: trois considérations phénomé‑nologique‑herméneutiques sur l’antinomie de l’oubli

Le séminaire réalisé par Heidegger à Fribourg en 1921, intitulé «Augustin et le néo-platonisme» contient la première considération thématique de l’oubli que l’on

peut trouver dans son œuvre. D’ailleurs, l’interprétation de l’antinomie de l’oubli dans le cadre de l’opposition Augustin-néo-platonisme, offre une sé-rie d’indications précises sur la manière dont Heidegger s’était placé depuis le début de sa carrière dans l’histoire de la philosophie, et de la façon dont il a affronté la tradition philosophique à partir des éléments de la naissante phénoménologie herméneutique. Dans ce texte, nous voulons soulever un certain nombre de considérations sur l’interprétation phénoménologique de l’antinomie de l’oubli chez saint Augustin, en essayant de montrer com-ment le thème central de la philosophie de Heidegger, dans cette phase initiale de déploiement, est étroitement liée à la question centrale posée par saint Augustin, à savoir, la quête de soi-même.

Mots clesPhénoménologie, herméneutique, Dasein, oubli, intentionnalité, appro-priation

Resumen

Résumè

* Este artículo correspon-de a un resultado de investigación doctoral: “Heidegger: génesis de una vida filosófica”, rea-lizada en la Universidad París 1 (septiembre 2003-junio 2009), y la cual se articula dentro de los desarrollos de la inves-tigación adelantada en el grupo Estudios Cultu-rales, Departamento de Humanidades, Universidad EAFIT.

** Doctor en Filosofía Contemporánea, Uni-versidad Paris 1. Profe-sor del Departamento de Humanidades, Uni-versidad EAFIT.

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1. De la privación al sentido intencional de referen‑cia del olvido

El libro X de las Confesiones constituye un testimonio paradig-mático de la búsqueda de sí mismo como experiencia fundamental de la filosofía. Desde el punto de vista del saber elaborado por San Agustín en los capítulos del libro X dedicados a la aporía del olvido, ¿qué progreso, por decirlo así, nos es presentado en lo concerniente a la comprensión de esta experiencia? Allí encontramos las condi-ciones de posibilidad fenomenológicas de la experiencia del “tener-se a sí mismo” a partir de un estado fáctico de pérdida, caracterizado por el olvido en sentido amplio. Lo que podemos pensar con Agus-tín es la situación hermenéutica cotidiana en la cual se inicia la investigación filosófica, es decir, aquella situación en la cual somos ónticamente los más próximos y ontológicamente los más lejanos con respecto a nosotros mismos.

La aporía del olvido afirma, en primera instancia y de un modo problemático, que la memoria retiene el olvido. Hay un cierto “te-ner” del olvido que constituye el punto de partida aporético de la búsqueda de sí mismo. Es la terra difficultatis agustiniana. La inter-pretación fenomenológica de Heidegger tiene como objetivo mos-trar que la dificultad no constituye una imposibilidad lógica. La apo-ría agustiniana es transformada en antinomia. Ello quiere decir que en un marco metodológico adecuado hay una manera de plantear el problema por medio de la cual se reconoce como insuficiencia lógica (neo-platónica) la aporía agustiniana y que más allá de esta insuficiencia hay un verdadero problema existencial con respecto a la memoria y al olvido de dónde pueden extraerse indicaciones posi-tivas con vistas a la elaboración del sentido de la experiencia funda-mental. De modo general, la indicación mayor de la interpretación consiste en el reconocimiento de un sentido intencional de referen-cia del olvido por medio del cual se deja indicada la dirección de la búsqueda de sí: ¡el olvido es un modo particular de tener!

El sentido intencional de referencia del olvido, más allá de la aporía agustiniana, es el siguiente: tener en tanto que perdido. Te-nemos de este modo la propia existencia en la búsqueda de nosotros

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mismos. La tenemos en tanto que perdida, es decir, la tenemos en principio como algo que está a la espera de ser encontrado. El ol-vido como tener en tanto que perdido constituye la promesa de un hallazgo. De este modo podemos afirmar, sin temerle a la lógica, que la memoria retiene el olvido. Heidegger encontrará la continuación de su propia elaboración acerca del sentido fundamental del tener con respecto a la génesis de la vida filosófica a partir del análisis del pasaje bíblico de la pérdida y recuperación del dracma al cual hace alusión San Agustín inmediatamente después de haber introducido el problema del olvido en el capítulo 16 del libro X.

2. La pregunta de toda investigación: ¿qué significa buscar?

Inmediatamente después de haber mostrado y hasta cierto pun-to resuelto la problemática fenomenológica de la relación memoria-olvido, Heidegger aborda la cuestión de la búsqueda agustiniana intentando precisar su sentido. La búsqueda de sí frente a Dios es para San Agustín, en cierta medida, una lucha contra el olvido. La pregunta es entonces “¿cómo encontrarse a sí mismo habiéndose olvidado de sí?” El relato óntico de la búsqueda del dracma perdido ofrece la ocasión de elaborar esta cuestión central de la génesis de la vida filosófica:

La mujer que buscó y encontró el dracma perdido, ¿cómo hubiera po-dido buscarlo y encontrarlo de no haber seguido teniéndolo presente, de no haberlo aún recordado? Si cuando busco son muchas y muy va-riadas las cosas que me salen al encuentro, y yo las rechazo todas hasta “haber” dado con la “justa”, con la que yo buscaba, es porque debo “tener” lo buscado mismo, aquello de acuerdo con y en orden a lo que mido lo que hay que encontrar; e incluso en el supuesto de que aquello con lo que yo hubiera dado fuera lo buscado, y yo no lo diagnosticara como tal, no estaría encontrado (Heidegger, 2003: 43).

El paso dado por Heidegger en su repetición hermenéutica de San Agustín consiste en mostrar que tenerse a sí mismo significa encontrarse, o mejor, apropiarse de sí mismo. El ser-encontrado [Gefundensein] es diferente del ser objetivamente pensado. El ser

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debe ser concebido a partir del tener y “tener” quiere decir “haber-ya-encontrado.”

Lo que podemos señalar a propósito del análisis que Heideg-ger deja esbozado en estas pocas líneas de su lectura es el hecho de que el ser y el tener tienen una movilidad particular, una dinámica que nos impide tomarlos objetivamente como cosas que están-ahí frente a nosotros. Lo que emerge es la indicación formal [formale Anzeige] del sentido de ser de la existencia, “tener-que-ser” [zu sein haben]. La búsqueda de sí, el recorrido óntico que conduce hacia la experiencia de tenerse a sí mismo alcanza su sentido propio en el cumplimiento [Vollzug] del propio ser, y este cumplimiento es una apropiación [Aneignung]. “¿Qué significa buscar?” es un modo obje-tivo de designar la cuestión de todas las cuestiones, la más profunda cuestionabilidad humana. Su sentido existencial está dado por la búsqueda de sí. Buscar quiere decir buscarse. Tenerse quiere decir “re-encontrarse”.

Ahora bien, ¿cómo encontrar lo que se ha perdido si de alguna manera no conservamos el recuerdo de aquella cosa perdida, y de tal modo que una vez reencontrada podamos reconocerla como tal? El punto de partida es el reconocimiento: encontrar implica recono-cer. Pero Heidegger pone el acento sobre el modo de ser de lo que se busca. El ser, en tanto que ser encontrado, no es una cosa que está ahí en frente. Eso no es suficiente como para constituir el aconteci-miento del reencuentro. El ser encontrado debe comprenderse, con respecto a la búsqueda, a la investigación, como algo que se tiene, y que se tiene como ya encontrado, y no simplemente como algo que está ahí, objetiva e indiferentemente. Dicho de otro modo: el senti-do de ser que pertenece a la investigación no se determina indepen-dientemente de la referencia al cumplimiento de la búsqueda:

Haber-encontrado, ¡ser-aquí-objetivamente-pensado! ¡Tener – haber ya encontrado! (Heidegger, 2003: 43).

La “ecuación” no hace más que acentuar la diferencia en el seno del ser. Se da el ser objetivamente pensado y se da también el ser como lo que se ha reencontrado. La filosofía de Heidegger intenta establecer una relación diferente al ser. Para él, el problema filo-

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sófico concerniente al ser es el problema del ser de la vida y de su apropiación. Ahora bien, si del “‘ser’ – no tenemos otra representa-ción que ‘vida’” (Nietzsche, Voluntad de poder, n. 582), de la vida tenemos en principio la experiencia de la propia vida.

En función de la vida misma el pasaje bíblico de la pérdida del dracma adquiere su pertinencia. En una búsqueda cualquiera hace-mos la experiencia del ser encontrado como aquello que hemos ya encontrado y es en este reconocimiento que éste adquiere su sentido propio. La situación de la búsqueda hace aparecer la problemática intencional que reúne el cumplimiento y el contenido de la expe-riencia. Pero el ejemplo no ha sido elegido de modo arbitrario. La experiencia de la búsqueda tiene un privilegio óntico, si se puede decir así, con respecto a cualquier otra experiencia fáctica. Ella muestra la estructura de la búsqueda en sentido fuerte, es decir, la estructura de la pregunta que emerge en el viraje de la vida fáctica hacia la vida filosófica. El sentido objetivo de la búsqueda le cede su lugar al sentido ontológico agustiniano: me he convertido en un enig-ma para mí mismo [mihi quaestio factus sum] (San Agustín, 1993: 296).

Así, la experiencia fáctica de la pérdida y de la búsqueda del dracma constituye una experiencia privilegiada en la cual podemos leer el desplazamiento, exigido por los fenómenos, que conduce ha-cia el ser como tener. El ser-encontrado, ya lo hemos señalado, no puede ser asimilado al estar-ahí objetivamente concebido. El des-plazamiento del sentido de ser hacia el sentido de tener, que pue-de parecernos escandaloso (aún si se apela al sentido griego de la substancia, de la ousia), debe ser interpretado como un esfuerzo por sobrepasar la objetividad, el ser-ahí [da-sein] objetivo (aquello que Heidegger denominará más bien Vorhandensein), hacia una inter-pretación que se dirige hacia el sentido de cumplimiento [Vollzugs-sinn] y que apunta, en última instancia, al cumplimiento de sí en la vida fáctica.

Por este motivo Heidegger pone entre comillas la palabra ser cuando intenta dar el sentido de la vida fáctica:

“Vida fáctica – significado: ‘ser’” (Heidegger, 2003: 43).

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Pero del ser no hemos tenido hasta el presente otra determina-ción que la objetiva: estar-ahí [da-sein]. La fuerza con la cual la on-tología griega se impuso a lo largo de nuestra historia ha disimulado, ha dejado de lado, es decir, ha cerrado la vía de acceso hacia una comprensión no objetivante del ser. La apertura de esta nueva vía pasa por la ecuación con la cual Heidegger determina el sentido de la vida histórica, fáctica, con respecto al tener de sí mismo:

“ser” = tener [›sein‹ = Haben] (Heidegger, 2003: 43)

La continuación de la interpretación indicativa tiene algo de sorprendente también, pues introduce en la experiencia del ser como tener cierto elemento en el cual puede reconocerse el índice de su herencia dialéctica. El tener no es aprehendido como tal, el tener en sentido fuerte, propio, real, eigentlich haben, debe entender-se como no haber perdido:

“Tener realmente = no haber perdido; tener en relación con el poder perder –en la angustia– Posibilidad – ¡intencionalidad!” (Heidegger, 2003: 43)

Hay un doble movimiento en la interpretación del sentido del ser de la vida fáctica que pasa por un reconocimiento de la preemi-nencia del tener sobre el ser objetivo, pero que no se detiene en la sola constatación de esta primacía fenomenológica. El tener como “no haber perdido” designa el “rodeo dialéctico” de la experiencia, por el cual se llega al tenerse a sí mismo. Es contra la posibilidad de perderse que la vida fáctica alcanza su sentido propio en el tener. Dicho de otro modo, hay también, para el tener, el riesgo de ser tomado objetivamente como contenido. Desde el punto de vista del cumplimiento, el tener es una experiencia ganada contra la posibi-lidad de perderse. Cumplir la experiencia de tenerse a sí mismo im-plica reconocer que tenerse significa haberse ganado, y renovar cada vez la apropiación de sí contra el peligro de perderse a sí mismo. Así, la interpretación fenomenológica del pasaje bíblico propuesta por Heidegger como guía del descubrimiento del sentido de ser de la vida fáctica, abre progresivamente el nivel de originariedad de la

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experiencia que conduce del ser objetivo hacia el tener, y del tener objetivo hacia el tener auténtico.

Hacia el final de la interpretación de este fragmento Heidegger ofrece una indicación suplementaria que refuerza el sentido que es-tamos intentando destacar en este análisis: “Ser-ahí – objetivamen-te – es un carácter teórico de conformación, al que puede faltarle la apropiación realmente fáctica; lo que, sin embargo, quiere decir, que él mismo no puede ser utilizado para determinar el sentido de la realidad fáctica.” (Heidegger, 2003: 43)

Podemos entonces afirmar que todo el interés que la interpreta-ción le concede al relato bíblico de la búsqueda del dracma reposa en la posibilidad de abrir el pensamiento hacia el sentido existencial del ser, es decir, hacia el sentido propio y auténtico de la vida fác-tica. La substitución del ser objetivo por el tener es un primer paso. Pero el tener mismo debe ser salvado de la caída en la objetividad. El tener debe ser aprehendido en propiedad, de un modo radical, eigentlich Haben. El criterio aparece ahora más claro en las líneas que cierran la interpretación: lo que no puede faltar a la determinación del sentido de la realidad fáctica es la apropiación realmente fáctica. Ella apunta al sentido de cumplimiento del tener, es decir, al hecho de que en la búsqueda del sentido de la vida fáctica, el sentido no sea simplemente algo que tengo objetivamente como carácter teórico de conformación de la vida, sino algo de lo que me apropio realmente. No es simplemente un sentido adecuado, no constituye simplemen-te la adaequatio entre el pensamiento y la cosa, cada una por su lado, o separada la una de la otra. Es algo más que lo que ya está dicho en el verbo eignen, es algo que uno debe an-eignen, apropiarse.

Se trata, pues, de la experiencia de tenerse a sí mismo, tener que se cumple como apropiación, Aneignung. El sustantivo procede del verbo eignen que significa ser apropiado en el sentido de la aptitud, de la capacidad o de la adecuación. Aneignen como verbo quiere de-cir apropiarse de algo. Esta apropiación constituye la conclusión del recorrido fenomenológico de la búsqueda de sí. En la apropiación la experiencia originaria de tenerse a sí mismo alcanza su cumplimien-to. Para designar el acontecimiento de esta apropiación, el término

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Er-eignis, que procede del verbo er-eignen (pasarse, llegar, suceder, advenir) puede ser propuesto como anticipación del giro que tomará el pensamiento de Heidegger tras la publicación de Ser y tiempo y como término que vinculará el pensamiento tardío con la proble-mática temprana de la génesis de la vida filosófica.

3. Las dos experiencias del olvido: memoria del olvi‑do y omnino oblivisci

Con la interpretación del relato bíblico Heidegger ha cruzado el puente que conduce hacia la interpretación del sentido existencial de la búsqueda de sí. La cuestión teorética de la investigación es su-perada en dirección a la búsqueda del sentido de la vida, enraizado en la vida fáctica. Esta búsqueda depende de la apropiación de sí. El sentido de la vida fáctica es un sentido que debe ser realizado antes de ser aprehendido objetivamente como carácter de conformación de la vida. Esta interpretación ofrece, entonces, dos elementos fun-damentales para la investigación en el dominio de la ciencia origi-naria de la vida: la superación de la actitud objetiva, científica o teo-rética y el reconocimiento del tener previo como punto de partida y como condición de posibilidad de la investigación.

Pero una vez franqueado el paso decisivo, una vez determina-da la perspectiva adecuada de la investigación, podemos retomar el problema del olvido e intentar, de nuevo, aprehender su sentido y su función en la ciencia originaria de la vida. La antinomia del olvido es una situación óntica paradigmática en la que el sentido de refe-rencia del fenómeno muestra la dirección de la investigación y sirve de garante al recorrido, mientras que el sentido de cumplimiento le confiere su carácter propio, es decir, el carácter de investigación fe-nomenológica no teorética o no actitudinal [einstellungsmässig], sino hermenéutica y existencial.

El olvido constituye el rodeo negativo por medio del cual la apropiación de sí se hace posible. La búsqueda de sí es experimenta-da por San Agustín como búsqueda situada ante el poder del olvido. “Olvido” quiere decir aquí “poder perder”. Es en relación con el po-

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der perder del olvido que la búsqueda de sí encuentra la posibilidad de ser realizada. Así, el “rodeo negativo” apunta hacia el dominio de la posibilidad más que hacia la negatividad misma de la pérdida. La experiencia del tenerse a sí mismo reposa sobre el fundamento de la posibilidad óntica de la pérdida de sí. Ella constituye la raíz óntica propiamente dicha de la investigación existencial. Por esta razón la verdadera apropiación de sí se realiza como relación intencional en el olvido de sí. Pero ello presupone del olvido una condición diferente a la del desvanecimiento de contenidos, o a la del desva-necimiento de sí o de la huella de sí en la propia vida.

El problema estrictamente fenomenológico de la búsqueda del dracma era justamente el problema de la relación intencional entre aquello que se tiene y aquello que se busca. Se busca algo de lo que se tiene la “punta intencional”. Si orientamos nuestra atención ha-cia el modo del tener que corresponde a este tener intencional y no a su contenido, nos vemos obligados a reconocer la pérdida como sentido de referencia del fenómeno del olvido. En el olvido se tiene ya lo que se busca, se lo tiene en tanto que perdido. Este tener previo es la condición de posibilidad de toda investigación. Pero este tener no es un tener real o auténtico. Es un tener inauténtico, lo cual no disminuye en ningún grado su estatuto ontológico, ni su valor para la investigación, ya que está presente en toda investigación y es el único que puede garantizar el encuentro de lo que se busca. El tener en tanto que perdido es un tener al mismo tiempo originario e inau-téntico. El cumplimiento de la investigación como apropiación y el tener que de allí resulta es auténtico. El tener auténtico es el haber reencontrado en el instante en el que uno puede decir: “¡listo!”, “es suficiente”, “sat est”.

3.1 El olvido como meta intencional

Si nos detenemos en esta consideración del problema de la inves-tigación podremos encontrar la solución existencial de la antinomia del olvido, dejada en suspenso por Heidegger en su primer abordaje de la cuestión en las interpretaciones fenomenológicas del capítulo

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16 del libro X de las Confesiones. El problema se articula en torno al sentido de referencia del olvido, determinado por Agustín como privatio memoriae, ausencia de memoria. Podemos reconocer en la interpretación de Heidegger la necesidad de establecer la diferencia entre los dos sentidos del “estar disponible”, del praesto est agustinia-no. La aporía es una consecuencia del empleo no diferenciado del sentido del estar disponible. Pero es necesario tener una determina-ción suficientemente clara de los dos sentidos que están implicados en la experiencia del olvido. Actualmente podemos afirmar que hay del lado del sentido de referencia del olvido cierta experiencia del tener que es necesario calificar de inauténtica o impropia (incluso irreal): el olvido está disponible, es decir, se tiene como perdido lo que se ha olvidado. Desde el punto de vista del sentido de referen-cia, tener como olvidado es un modo de tener todavía algo. Por esta razón el olvido no es una privación radical de la memoria, y por esta razón, cuando nos acordamos del olvido, tenemos al mismo tiempo presentes la memoria y el olvido:

En la conciencia del haber olvidado, esto aún está ahí, lo que equivale a decir que el olvido no es una privatio radical de la memoria, esto es, que tiene un sentido intencional de referencia. Comprendido de ma-nera referencial: en tanto que hemos perdido aún algo, lo “tenemos” aún con todo (Heidegger, 2003: 44).

La relación entre la cuestión general de la investigación y la experiencia del olvido nos permite comprender que el problema del cual se trata en la primera parte de las interpretaciones fenomenoló-gicas de Agustín se encuentra más allá de la sola cuestión del méto-do fenomenológico y que apunta más bien hacia el proyecto entero de la ciencia originaria. La cuestión del olvido es paradigmática de la experiencia originaria de la vida, de su posibilidad de ser aprehen-dida en sus orígenes. ¿Por qué? Porque el olvido constituye la expe-riencia inmediata de la vida fáctica. El olvido traduce ónticamente el carácter estructural de la autosuficiencia [Selbstgenügsamkeit] de la vida fáctica. Se da el olvido de sí porque no tenemos necesidad de encontrarnos a nosotros mismos en la experiencia de la vida. Uno está en posesión de sí mismo, hay un tener previo de la vida que, la

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mayoría de las veces no es tomado como pérdida. El deseo de la filo-sofía no se despierta sino a partir de condiciones precisas, particula-res e incluso escasas de la vida. El pathos de la búsqueda agustiniana da testimonio del deseo de la filosofía.

La experiencia del olvido tiene algo de espantoso o de angus-tiante. La tierra de la búsqueda de sí es una tierra de dificultades. El pathos de la dificultad y de la angustia en la dificultad están presentes por todos lados en la escritura de San Agustín, aunque Heidegger solo mencione fragmentariamente y como de pasada este aspecto. Podemos, con todo, reconocerlo en el pasaje en el que San Agustín deja escuchar su desespero frente a las dificultades que le plantea la cuestión del olvido:

Yo por mi parte, Señor, trabajo duro en este campo. Y este campo soy yo mismo. He llegado a ser un problema para mi mismo, campo de dificultad y de muchos sudores. Porque no escudriño ahora las re-giones del cielo, ni mido la distancia de las estrellas. Tampoco busco los cimientos de la tierra. Yo soy el que me acuerdo, yo, el alma. No digo nada extraño cuando afirmo que está lejos de mí lo que no soy yo. Pero, ¿puede haber algo más cerca de mí que yo mismo? Sin embargo, no llego a comprender el poder de mi memoria que está en mí, a pesar de que sin ella ni siquiera podría hablar de mí. […] Grande es el poder de la memoria. Algo que me horroriza, Dios mío, en su profunda e infinita complejidad. Y esto es el alma. Y esto soy yo mismo. ¿Qué soy, pues, Dios mío? ¿Cuál es mi naturaleza? Una vida siempre cambiante, multiforme e inabarcable (San Agustín, 1993: 277-278).

Hay en este pasaje de las Confesiones tres elementos fundamen-tales de la ciencia originaria: 1. El agudizamiento [Zugespitzsheit] de la experiencia de la vida en el mundo propio se muestra aquí en su problematicidad inherente. La tierra de la búsqueda de sí es una tie-rra de dificultades. 2. La dificultad despierta el sentimiento de temor o angustia, en el descubrimiento de algo espantoso [horrendum] en el misterio de la memoria. 3. Hay en el sentimiento, en el pathos de la angustia, la constatación de una separación esencial entre la proximidad óntica y la distancia ontológica: “yo soy, con respecto a mi mismo el más próximo. Yo soy mi memoria. Yo soy aquel que se acuerda de mi mismo, pero no alcanzo a comprender la naturaleza de mi memoria, ¡sin la cual no podría ni siquiera nombrarme!” Esta

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distancia reproduce en el lenguaje de la experiencia fáctica la in-tencionalidad problemática de la búsqueda de sí. Ónticamente me tengo a mi mismo. Yo soy, con respecto a mi mismo el más próximo. Pero inmediata y regularmente, esta proximidad no se traduce en una apropiación de sí: “Para poseerse a sí mismo el espíritu es dema-siado angosto.” (Heidegger, 2003: 35)

3.2 La omnino oblivisci

“¿Qué quiere decir omnino oblivisci [haber olvidado completa-mente]? No vivir en absoluto en la ejecución de la presentificación, no tener disponible en absoluto la dirección de acceso, haberse ce-rrado a ello, esto es, haberse puesto tan a cubierto que no se ve que [lo olvidado] aún está ahí en ciertas direcciones de relación. ¡Pero esto no es percibido!” (Heidegger, 2003: 44).

Vemos ahora otra faceta del olvido, aquella que puede corres-ponder mejor a una ausencia radical de memoria. El olvido radical es la ausencia total de cumplimiento de la presentificación, es decir, que también la referencia intencional hacia lo olvidado permanece cerrada a la consciencia. No se vive absolutamente en el cumpli-miento de la presentificación del olvido (como haber olvidado y como lo que se ha olvidado). Hay una especie de cierre de la cons-ciencia ante el olvido, en el que, podría decirse, él mismo cae en el olvido. Esta caída del olvido en el olvido, es decir, este ocultamien-to del sentido intencional de referencia es calificado por Heidegger como “cierre” [Abriegelung]. Pero el cierre del olvido no es un “hecho objetivo” o externo, no se trata de una diferencia de grado o de nivel en la ausencia o en la pérdida. La omnino oblivisci remite a una ruptura de la relación intencional en la cual la consciencia se cierra frente al olvido, se cubre [sich dagegen abriegeln, sich zu decken].

El sentido más fuerte y más radical del olvido se constituye en este experiencia de cierre de sí mismo. No hay una falta de la cual se hace la experiencia y que pueda aprehenderse en su sentido de referencia, sino que hay más bien una disimulación de la falta en el acordonamiento (otra traducción posible de la palabra “Abrie-

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gelung”) frente al poder perder. La posibilidad está perdida y por lo tanto, toda tentativa de apropiación permanece inaccesible. “Eso no tiene sentido” podría decirse: “das wird nicht ergriffen!”.

Así, esta segunda “experiencia” del olvido, indicada de modo muy fragmentario por Heidegger, plantea un problema central en la investigación que nos sirve de contrapunto a la experiencia del olvido como posibilidad. Vemos cómo se esboza un poco más cla-ramente la cuestión de la transformación de la vida fáctica en vida filosófica. Esta transformación depende de una posibilidad, que po-demos comprender a partir de la experiencia del olvido como estado fáctico de pérdida y como un cierto tener previo incluso dentro de la pérdida misma, que señala o indica la dirección hacia la apropia-ción de sí. Pero frente a este poder positivo del olvido encontramos la imposibilidad de toda transformación de la vida en el estado de cierre radical de la omnino oblivisci.

Aunque en el camino filosófico de Heidegger media una distan-cia importante entre esta meditación sobre el olvido y las conside-raciones sobre la léthe griega, quisiéramos por lo menos indicar un posible vínculo que pueda ofrecer una puerta de entrada hacia esta problemática importante del pensamiento tardío de Heidegger.

En una conferencia de 1950, que recoge lo esencial de las elabo-raciones a propósito del olvido como léthe, Heidegger intenta preci-sar el sentido del olvido como relación intencional perdida de sí a sí. En el pasaje que citaremos a continuación es necesario reconocer también el carácter histórico en el que el regreso a los griegos en-cuentra su apoyo y su pertinencia. No se trata en lo absoluto de una actualización o de una recuperación de un saber pasado, sino más bien, de un “agudizamiento” de una experiencia que es la nuestra, hombres del siglo XXI, por medio de una repetición de la experien-cia originaria en la que se constituyó el sentido del olvido antes de cualquier aprehensión científica u objetivante:

La indiferencia existente frente a la esencia del olvidar no está en modo alguno en la rapidez del modo actual de vivir. Lo que ocurre en esta indiferencia viene de la esencia misma del olvido. A éste le perte-nece como propio el hecho de que ella misma se retire y vaya a parar

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al propio flujo de su ocultarse. Los griegos han experienciado el olvido, léthe, como un sino del ocultamiento. […] Al olvidar no sólo nos falta algo. El olvidar mismo cae en un ocultamiento, y en un ocultamiento de un tipo talque, en él, nosotros, junto con nuestro respecto con el olvidar, vamos a parar al estado de ocultamiento. Por esto los griegos, afinando la forma media griega, dicen épilanthánomai. De este modo, el estado de ocultamiento al que el hombre va a parar está nombrado al mismo tiempo en vistas al respecto con aquello que, por aquel estado de ocultamiento, le es retirado al hombre (Heidegger, 1994, 231).

Hay pues, por lo menos, una proximidad entre la interpretación griega de la léthe y la interpretación fenomenológica de la omnino oblivisci agustiniana. Se trata de una experiencia en la cual el olvido del olvido pertenece a la esencia misma del olvido, y no solamente nuestra voluntad de huir o apartarnos de nosotros mismos. Es la experiencia de un cierre frente al cual todo esfuerzo de apropiación de la vida encuentra las resistencias más elevadas. Léthe quiere decir, en este sentido, olvido del olvido. Por medio de esta disimulación del olvido, se aleja radicalmente para el hombre el deseo de la vida filosófica.

Lo decisivo en la interpretación de la léthe es la ocultación que cae sobre nosotros cuando olvidamos. El olvido es en princi-pio interpretado como ocultación con respecto al hombre, es decir, ocultación como género de una relación de nosotros con nosotros mismos. El ocultamiento del olvido no es tomado, en un comienzo, como laguna, como hueco en la memoria o como pérdida de con-tenidos en la consciencia, sino como modo de relación de sí a sí. Si quisiéramos traducir esta experiencia en el lenguaje de la ciencia originaria de la vida, estaríamos obligados a decir: la autosuficiencia y la indiferencia de la experiencia fáctica de la vida con respecto al “cómo” de la vida, al cómo vivir en dirección a la apropiación de sí, son experimentadas como satisfactorias, como el cumplimiento mis-mo de toda posibilidad de la vida. “¡Listo!”, “es suficiente”, “sat est” son los enunciados que expresan el cumplimiento de las tendencias de la vida que se ha cerrado ante su estado fáctico de pérdida. El ol-vido no se experimenta más, no se vive más como punto de partida en vistas de la apropiación, sino como punto de llegada destinado a

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perpetuarse en todas las relaciones de sí a sí y en las relaciones con el otro.

4. Conclusiones

Desde el punto de vista de las interpretaciones fenomenológi-cas, el problema del olvido remite a la cuestión de la vía de acceso a la experiencia de la vida fáctica en su ser. El olvido tiene, pues, un carácter doble: poder perder y omnino oblivisci. Lo que falta en el olvido como privatio es el tener de sí mismo. Es la condición fáctica de la vida. Pero ella es al mismo tiempo la posibilidad de encontrar-se a sí mismo. El tener debe ser pensado en relación con el poder perder. Esta referencia a la posibilidad de perder es al mismo tiempo referencia a la posibilidad de tenerse a sí mismo, ya que no hay un verdadero “haber” que no sea aquel del haber reencontrado.

Veamos de más cerca aún el recorrido de esta meditación agusti-niana: el punto de partida es la cuestionabilidad inherente a la vida fáctica. La pesada cuestión que cae sobre San Agustín es la cuestión de su ser más propio. Él se reconoce a sí mismo en el amor a Dios. La única cosa de la cual está cierto es que ama a Dios. Él ignora, sin em-bargo, qué es aquello que ama cuando dice que ama a su Dios. Hay una relación al otro, el amor, como referencia cierta de su ser, pero esta referencia permanece en alguna medida incierta hasta que San Agustín no esté en capacidad de ofrecer el sentido de cumplimiento de su relación con Dios. Su ser está a la espera de cumplimiento. El modo como su investigación alcanza su meta, su conclusión, mues-tra bien que la solución de su cuestionabilidad fundamental es del orden del cumplimiento:

Porque cuando te busco a ti, Dios mío, estoy buscando la vida bien-aventurada. Te buscaré pues para que mi alma viva, porque si mi cuer-po vive de mi alma, mi alma vive por ti. ¿Cómo, pues, he de buscar la vida feliz? Pues no la he de poseer hasta que pueda decir: “Esto es lo que yo buscaba. Aquí está” (San Agustín, 1993: 281).

Entre la pregunta planteada al comienzo y su respuesta, la apo-ría del olvido constituye una amplificación, dentro del marco de la

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investigación, de la problemática de la vida fáctica. Pero hay un des-plazamiento hacia el neoplatonismo, en el lenguaje y en la orienta-ción, criticado por Heidegger. La memoria y el olvido son pensados en un marco objetivo siguiendo la dirección del sentido de conteni-do del fenómeno, razón por la cual Heidegger, en su interpretación, debe a cada momento intentar hacer surgir los sentidos de referen-cia y de cumplimiento de los fenómenos con el fin de descubrir la estructura existencial del problema de la vida.

El primer sentido del olvido es el de aporía. El olvido que se reconoce como tal, que tiene por lo mismo un sentido intencional de referencia es en sí mismo aporético en tanto que interrupción de la autosuficiencia de la experiencia fáctica de la vida. Hay una pre-gunta que no encuentra respuesta. Pero es necesario diferenciar la aporía teorética del olvido, en la cual San Agustín sitúa su investi-gación, de la aporía en el sentido de la experiencia de la vida. Dicho de otro modo, es necesario establecer la diferencia entre la aporía y la antinomia. El reconocimiento y la solución de la antinomia agustiniana le proveen a Heidegger el camino que le permite reen-contrar el suelo de la ciencia originaria. A este camino apunta el olvido experimentado como insuficiencia inmediata de la vida con respecto a sí misma. La vida sale de la autosuficiencia y se convierte en búsqueda de sí. La vida quiere tenerse a sí misma. Es el sentido positivo, si se quiere, del olvido. Da cuenta del poder perder, funda-dor de la vida que quiere apropiarse de ella misma. Es condición de posibilidad de la experiencia filosófica fundamental: transformación de la vida fáctica, dentro de la vida fáctica, hacia la vida filosófica.

La aporía del olvido apunta, pues, a una experiencia que debemos poner en un estadio anterior, incluso más originario, con respecto a la experiencia de tenerse a sí mismo. La relación memoria-olvido constituye la raíz óntica de la experiencia ontológica fundamental. Dicho de otro modo, ella revela fácticamente la posibilidad de la insuficiencia de la experiencia fáctica de la vida al interior mismo de esta experiencia.

La plenitud de la memoria, de la presencia de sí a sí, retiene como su posibilidad máxima un agujero, una ausencia dinámica y

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“dinamizante”. Pero este no es el único sentido de la presencia de la ausencia del olvido en la memoria. Incluso puede decirse que este olvido, cuyo sentido intencional de referencia es el de “haber per-dido” puede, a su vez, perderse, quedar oculto, no abrirse a la expe-riencia.

La omnino oblivisci es un olvido en este segundo sentido. Es una ausencia disimulada, de la que no se tiene experiencia en tanto que olvido, y que por ello mismo puede adquirir el carácter de pre-sencia. Aparentemente no hay manera de marcar la diferencia entre la presencia y el olvido de la ausencia. Quizás la única afirmación que podemos hacer en este punto es que esta “presencia” provoca en la experiencia fáctica de la vida la deriva de las apariencias. En el fondo, esta especie de presencia construye o sirve de apoyo a la distinción óntica fundamental entre “ganarse” y “ganarse en apa-riencia”, es decir, entre la travesía del estado de pérdida y su desco-nocimiento. El desarrollo de esta problemática estará reservado a la analítica existencial de Ser y tiempo

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Derecho y narración: el carácter triplemente mimético de la juridicidad*Recibido: mayo 14 de 2009 | Aprobado: octubre 4 de 2010

Juan Pablo Posada Garcés**[email protected]

Siguiendo la teoría de la triple mimesis, planteada por Paul Ricoeur en Tiempo y narración, es posible detectar el nexo íntimo que guardan el derecho y

la actividad humana de narrar. La Mimesis I, como red conceptual y anclaje de la trama narrativa, está dada en el derecho por la ley misma como forma de prescribir acciones jurídicamente desea-bles. La Mimesis II es la narración de unas acciones con relevan-cia jurídica, narración ésta que se realiza al interior del proceso judicial. La Mimesis III, finalmente, consiste en la aplicación de la hipótesis legal a las acciones que la concretan, y esto mediante el dispositivo de la sentencia como comprensión normativa y como medio para aplicar una sanción.

Palabras claveMimesis, red conceptual, recursos simbólicos, temporalidad, tra-ma, configuración, mediación, aplicación, catarsis.

Law and Narration: The triple mimetic character of the juridicity

Following the theory of the triple mimesis, pre-sented by Paul Ricoeur in Time and narration, it is possible to detect the intimate nexus that the

law and the human activity of narrating maintain. Mimesis I, as conceptual network and anchorage of the narrative plot, is given in the Law by the law itself as a way to prescribe legally desirable actions. Mimesis II is the narration of some actions with legal relevance, narration which is carried out in the interior of the judicial process. Finally, Mimesis III consists of the application of the legal hypothesis to the actions that summarize it and this by means of the sentence device as regulatory comprehension and as a mean to apply a sanction.

Key wordsMimesis, conceptual network, symbolic resources, temporality, plot, configuration, mediation, application, catharsis.

Resumen

Abstract

* Este trabajo fue elabo-rado en el contexto de la Maestría en Estudios Humanísticos de la Universidad EAFIT.

** Especialista en Lógica y Filosofía, Universidad EAFIT. Estudiante de la Maestría en Estudios Humanísticos, Univer-sidad EAFIT.

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A poco que lo meditemos nos hacemos cargo de quesi amamos y trabajamos y paseamos y comemos y dormimos, es

porque, muda e invisible, [la Justicia]se atraviesa en todos nuestros actos.

Ángel Ossorio (1975: 153)

Así en todo. El drama, la comedia y el sainete que el pleito judicial entraña, se forma con personajes y con hechos.

Ángel Ossorio (1975: 153)

La empresa literaria reviste un carácter canónico para la teoría jurídica por el hecho de que la interpretación se apoya en los permisos del

texto, tal como se ofrece a la cadena de lectores.

Paul Ricoeur (2007: 251)

El objeto de este ensayo consiste en dilucidar la presencia fun-damental que en el derecho ostenta la triple mimesis sustentada por Paul Ricoeur (2004: 113-156). La Mimesis I, como anclaje que hace posible la narración de unos hechos a debatir en un proceso judicial, está constituida por el derecho mismo, es decir, por la ley consi-derada en un sentido estrictamente positivo. La Mimesis II, por su parte, consiste en la narración que de las acciones jurídicamente re-levantes realizan las partes en el desarrollo de la contienda judicial. Finalmente, la Mimesis III se corresponde con la sentencia del juez en tanto y en cuanto comprensión normativa de dichas acciones.

1. Mimesis I: el derecho sustantivo como pre‑com‑prensión de las acciones

Tomemos como punto de partida la siguiente pregunta: ¿cómo las leyes –el derecho sustantivo, aquel que prescribe acciones jurídi-camente deseables o reprochables– puede equiparase al anclaje de la composición narrativa? O, mejor, ¿cómo equiparar la textura que di-chas leyes poseen con esa pre-comprensión del actuar humano que,

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en términos de Ricoeur, constituye la riqueza de sentido de mimesis I y que sirve para levantar la construcción de la trama, no otra cosa que las acciones controvertidos en un proceso judicial?

Comencemos por afirmar lo siguiente: las leyes, como manifes-tación de la voluntad soberana (soberana, al menos teóricamente), poseen el carácter general de mandar, prohibir, permitir o castigar la realización de ciertas acciones. Así, si jurídicamente se impone, bajo amenaza de sanción, la obligación de socorrer a quien que se encuentre en peligro, frente a su vida o su integridad personal, di-cho mandato legal ha anticipado ya la realización potencial de una acción o de una omisión. Como órdenes respaldadas por amenazas, según la metáfora de Austin (Gaviria, 1997: 93), los mandatos lega-les pre-escriben acciones, se diría, actos jurídicos, al tiempo que se constituyen como hipótesis normativas que de realizarse, previa na-rración de los mismos, darán lugar a la aplicación de una sanción.

Ahora bien, en mimesis I Ricoeur es claro al señalar cómo “cual-quiera que pueda ser la fuerza de la innovación de la composición poética en el campo de nuestra experiencia temporal, la composi-ción de la trama se enraíza en la pre-comprensión del mundo de la acción: de sus estructuras inteligibles, de sus recursos simbólicos y de su carácter temporal”. (Ricoeur, 2004: 115-116).

En cuanto a sus rasgos estructurales, la inteligibilidad que en-gendra la construcción de la trama encuentra un primer anclaje en la competencia del narrador para utilizar significativamente la red conceptual, aquella que distinguiría, estructuralmente, el campo de la acción del campo heterogéneo inherente al mero movimiento físico.

Pues bien, la acción consistente en transgredir un mandato le-gal, o incluso de comportarse de acuerdo con las expectativas éticas depositadas en las normas, está dada por una teoría general, y más concretamente por la teoría del acto jurídico. La acción jurídica im-plica unos fines (cuya anticipación compromete a aquel de quien depende la acción: el para qué del contrato o los fines de subvertir el orden constitucional, por ejemplo); remite a unos motivos (el ánimo de apropiación o el haber actuado por ira o intenso dolor); tiene unos agentes (sujetos activos, sujetos pasivos, coautores, cómplices,

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etc.); dichos agentes actúan y sufren en determinadas circunstancias (estado de necesidad o legítima defensa), y, finalmente, producen un resultado (el resultado muerte, por ejemplo, o la creación, extin-ción o modificación de una relación jurídica). “En pocas palabras: estos términos u otros parecidos sobrevienen a preguntas sobre el qué, el por qué, el quién, el cómo, el con o el contra quién de la acción” (Ricoeur, 2004: 117).

La comprensión práctica consiste en dominar la relación de in-tersignificación de la red conceptual en su conjunto (orden para-digmático), y se relaciona doblemente con la comprensión narrativa (orden sintagmático): entre una y otra se dan las relaciones de presu-posición y de transformación: toda narración presupone, por parte del narrador y de su auditorio, la familiaridad con términos tales como agente, fines, medios, ayuda, intenciones, etc., y, finalmente, tienen como tema el obrar y el sufrir humanos. En el caso del derecho, el orden paradigmático estará constituido por una teoría general de la acción (teoría general del delito en materia penal, o teoría de las obligaciones en materia civil y contractual, por ejemplo); el orden sintagmático, a su vez, estará constituido por rasgos sintácticos que entrañan el carácter irreductiblemente diacrónico de cualquier his-toria narrada (la narración de los hechos jurídicamente relevantes con miras a establecer responsabilidades y/o sanciones: la secuencia de frases de acción o el encadenamiento discursivo de proposiciones narrativas mínimas: “X hace A –celebrar un contrato de compra-venta, por ejemplo– en tales o cuales circunstancias”1).

En cuanto a los recursos simbólicos, segundo anclaje de la narra-ción, dice Ricoeur: “si la acción puede ser narrada, es debido a que ésta ya está articulada en signos, reglas, normas; es decir, la acción se encuentra siempre mediatizada simbólicamente”. (Ricoeur, 2006: 18).

Esta mediación simbólica, cuya posibilidad se realiza gracias al carácter implícito o inmanente de símbolos de naturaleza cultural, es decir, de aquellos que sirven de base a la acción, le confieren a

1 Es más que diciente el hecho según el cual, la proposición narrativa mínima se corresponde con el conte-nido fáctico de la estructura proposicional de la norma jurídica. En efecto, cierta proposición normativa establece lo siguiente: el que matare a otro incurrirá en sanción. La proposición narrativa, en consecuen-cia, dirá “X mató a Y” y lo hizo de la siguiente manera y en tales o tales circunstancias.

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ésta una primera legibilidad, y constituyen el contexto a partir del cual podemos interpretar un gesto como teniendo uno u otro signi-ficado: disparar para agredir, disparar para defenderse, disparar para cazar, etc. La mediación simbólica en el derecho, valga decirlo, está constituida por los signos, reglas y normas a partir de los cuales una cultura normativiza jurídicamente, normativización en función de la cual un comportamiento puede ser interpretado en términos de su ajuste o desajuste respecto de la legalidad.

En lo concerniente a los caracteres temporales de la acción, ter-cer y último anclaje de la narración, en esta parte, dice Ricoeur: “la comprensión de la acción no se limita a una familiaridad con la red conceptual de la acción y con sus mediaciones simbólicas; llega hasta reconocer en la acción estructuras temporales que exigen la narración”. (Ricoeur, 2004: 123).

Las estructuras temporales que exigen la narración implican una representación abstracta del tiempo, es decir, con Bergson, una du-ración2 que trascienda la medida mecánica o la simple ligadura de instantes que colindan. Pues bien, si miramos algunos ejemplos de la temporalidad propia de las acciones en el derecho sustantivo, ve-remos que esta temporalidad abstracta no sólo es patente sino, ade-más, que hace exigible una narración como prueba de la realización de dichas acciones.

Las legislaciones punitivas establecen la temporalidad de las ac-ciones punibles. El código penal colombiano, por ejemplo, establece la presunción según la cual la conducta punible se considera realiza-da en el momento de la acción o de la omisión, aun cuando sea otro tiempo el del resultado. Así, en delitos cuya comisión se alarga en el tiempo, el secuestro por ejemplo, se entiende que la conducta puni-ble está realizándose continuamente, hablándose por ello de delitos continuados. En este sentido, cualquiera de los sujetos procesales que se las viese con la necesidad de realizar la narración de las ac-

2 Tal vez sea aventurado hacer coincidir el concepto de duración bergsoniano con el de Ricoeur. Sin embar-go, la proximidad entre ambos conceptos se hace visible en la siguiente cita: “[...] es suficiente caracterizar la historia narrada como una totalidad temporal y el acto poético como una mediación entre el tiempo como flujo y el tiempo como duración”. (Ricoeur, 2006: 11). Para profundizar en el concepto bergsoniano de duración puede consultarse (Deleuze, 1984: 13 y ss).

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ciones tendrá que anclar su narración a la temporalidad de comisión de la conducta punible, sea que pretenda probar la realización de la misma o desvirtuarla.

Otro ejemplo lo podemos encontrar en materia de bienes. Los artículos 2528 y 2529 del código civil preceptúan lo siguiente:

Para ganar la prescripción ordinaria se necesita posesión regular no interrumpida durante el tiempo que las leyes requieran.

El tiempo necesario a la prescripción ordinaria es de tres años, y de diez para los bienes raíces. Cada dos días se cuentan entre ausentes por uno solo para el cómputo de los años.

Para terminar, el carácter de la temporalidad en el derecho pue-de incluso extenderse hasta envolver el principio y el fin de la exis-tencia de las personas. Según el mismo estatuto:

Artículo 90. La existencia legal de toda persona principia al nacer, esto es, al separarse completamente de su madre.

Artículo 94. La existencia de las personas termina con la muerte.

Artículo 96. Cuando una persona desaparezca del lugar de su domici-lio, ignorándose su paradero, se mirará el desaparecimiento como mera ausencia [...]

Artículo 97. Si pasaren dos años sin haber tenido noticias del ausen-te, se presumirá haber muerto éste, si además se llenan las siguientes condiciones [...]

Mediante el derecho pues, gracias al carácter performativo que éste posee, se construyen abstracciones temporales que humanizan el tiempo; el derecho hace de nuestro tiempo un tiempo-para, un tiempo cultural.

2. Mimesis II: la narración de las acciones en el pro‑ceso

Todo proceso judicial arranca con una narración. Sea una de-manda escrita o una audiencia oral, las partes que invocan el reco-nocimiento de un derecho se las ven con la obligación de narrar las acciones que dieron lugar al conflicto procesal, conflicto éste que está llamado a ser dirimido por un juez. En este sentido, dichas

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partes deben proceder a realizar un trabajo de configuración de un relato histórico, y cuya trama debe tener una referencia fáctica de acuerdo con la mimesis I instaurada por el derecho sustancial. En otras palabras, las partes deben narrar, por ejemplo, cómo X mató a Y, incumplió un contrato u ocasionó un perjuicio, etc.

En este punto, se podría decir que en el derecho la construcción de la trama cumple una función de mediación entre el antes y el después, es decir, entre las acciones pre-comprendidas jurídicamente y la sentencia judicial. La trama de la narración judicial será media-dora en las tres razones que señala Ricoeur. Por un lado, media en-tre acontecimientos o incidentes individuales y una historia tomada como un todo. En efecto, las narraciones en el proceso deben ser pertinentes al tema de la historia, el cual gira en torno a la concul-cación de un derecho o al cumplimiento de un deber jurídico. Por otro, a su vez, la construcción de la trama procesal integra juntos factores heterogéneos como agentes, fines, medios, interacciones, circunstancias, resultados inesperados, etc. Finalmente, la trama es mediadora por los caracteres temporales que le son propios.

Esta aplicación de la mimesis II al campo del derecho bien po-dríamos ilustrarlo con una cita de Ángel Ossorio en su texto ya clá-sico El alma de la toga. Al abordar el asunto del estilo forense Ossorio apunta:

Narrar no es fácil. Hay que exponer lo preciso y sin complicaciones. [...] No todo el mundo vale para el caso. Si tocamos la historia Argen-tina, querremos saber quién era San Martín y de dónde venía; quién le acompañó; por qué desoyó los llamamientos del Gobierno; etc. [...] Pensemos siempre que lo primero que necesita el juez es enterarse del caso. De suerte que el historiador es el primer literato que aparece en nuestra personalidad profesional. Más no vasta el historiador. Viene después el novelista. Cada pleito es un problema de psicología. [...] Si atacamos a un usurero avariento, no nos debemos limitar a explicar el contrato abusivo hecho en su beneficio. Será conveniente que saque-mos a la luz sus antecedentes para hacerlo antipático al tribunal. Si es-tamos refiriéndonos a un muerto por accidente, no será lo mismo para la narración que el muerto sea un soltero o que sea un padre de familia con una docena de hijos en la miseria. Si estamos planteando una in-fidelidad conyugal, no podemos pintar de igual manera a la mujer que se extravió y a la que mostró siempre alma de empedernida prostituta (Ossorio, 1975: 156-158).

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3. Mimesis III: la sentencia como comprensión

La narración de las acciones en el proceso cobra su pleno senti-do cuando, mediante el dispositivo de la sentencia, dicha narración es restituida al tiempo del obrar y del padecer. Este estadio también se corresponde con aquello que Gadamer denomina aplicación3. En efecto, mediante la sentencia se da la aplicación de las leyes gene-rales, impersonales y abstractas a los casos particulares, personales y concretos.

En esta parte no es menos que diciente la apelación que hace Ricoeur, citando a Schapp, al caso en el cual el juez intenta com-prender un curso determinado de acción. En el texto Interpretación y argumentación, aparece una cita del último autor mencionado: “No hemos terminado de desovillar con certidumbre los hilos de la his-toria personal del acusado, y tal manera de leer su concatenación ya está orientada por la presunción según la cual tal concatenación sitúa el caso bajo tal regla” (Ricoeur, 2007: 264).

Aunque esto nos coloca en el plano de la circularidad que tanto impugna Ricoeur (asunto que vamos a dejar a un lado aquí), po-dríamos decir que la concatenación de un curso de acciones busca desenmarañar el estar enredado del hombre en una serie de tramas, enredo éste que aparece como una prehistoria de la historia narrada, y cuyo comienzo lo sigue escogiendo el narrador, buscando hacer emerger no sólo la historia narrada sino también al sujeto que apare-ce implicado en ella. Así, el hombre, como ser enredado en historias, aparecerá como ser-conocido de la historia jurídica y procesal.

Vale la pena mencionar aquí cómo, en el contexto jurídico, co-bra todo su sentido y toma su contundencia la siguiente afirmación de Ricoeur:

Contamos historias porque, al fin y al cabo, las vidas humanas ne-cesitan y merecen contarse. Esta observación adquiere toda su fuerza cuando evocamos la necesidad de salvar la historia de los vencidos y de los perdedores. Toda la historia del sufrimiento clama venganza y pide narración (Ricoeur, 2004: 145).

3 Véase, (Gadamer, 1998: 301).

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No sobra tampoco aclarar, en este punto, que mediante el pro-ceso judicial se busca redimir un derecho conculcado por alguien, y operar sobre los infractores, mediante la sanción judicial, la ven-ganza pública.

Finalmente, el aspecto trágico del proceso judicial, esto es, aque-llo que lo convierte en medio para operar la katharsis, se revela en el hecho por el cual los eventos que se desarrollan en dicho proceso suscitan compasión y temor, señalando el camino para la purgación de las emociones. En este sentido, la sentencia judicial pretende pa-liar emociones como el odio y la sed de venganza que puedan caber en las víctimas de un transgresor.

4. Conclusiones

Si en el derecho opera la triple mimesis, tal y como lo hemos mostrado aquí, esto debe traer con sigo una serie de implicaciones útiles para la teoría jurídica. Creemos que estas implicaciones al-canzan terrenos como el epistemológico, el lógico, el pragmático y el hermenéutico.

En cuanto a lo epistemológico, son bien conocidas las acalora-das discusiones que en materia de juridicidad se han dado respecto del estatus propio del derecho al interior de las ciencias, las disci-plinas y los saberes. Dichas discusiones oscilan entre aquellos que lo ubican al interior de las ciencias causal-explicativas y aquellos que lo hacen al interior de las ciencias humanas o incluso del arte. Creemos que esta reflexión orienta más al derecho en la dirección de las ciencias humanas, pues las normas jurídicas son ya una pre-interpretación de las acciones del hombre en cuanto a su potencial adecuación a los preceptos normativos. Posteriormente, mediante la realización de una narración de carácter histórico, pues se espera que dicha narración posea referencia fáctica, las acciones en ella narrados, con arreglo a una trama, serán interpretados dando lugar a una sanción o al reconocimiento de un derecho. En otras palabras, la triple mimesis en el derecho permite comprender las acciones humanas en relación con las expectativas socio-culturales deposi-

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tadas en las normas jurídicas como valoraciones del carácter justo o injusto que aquéllas poseen.

Por su parte, en el aspecto lógico, la triple mimesis permite so-lucionar las discusiones que se han tejido al rededor del silogismo jurídico. Para aclarar este punto, señalemos que el silogismo jurídico consiste en las estructura proposicional que permite al juez aplicar las normas jurídicas a los casos concretos. Esta estructura consiste en una premisa mayor (la norma jurídica), una premisa menor (la acción que se adecua a lo preceptuado en aquélla) y una conclusión (la aplicación o no de la sanción).

Para ejemplificar el silogismo digamos lo siguiente: si una norma preceptúa que quien matare a otro incurrirá en sanción (premisa mayor), decir que X mató a Y (premisa menor) traerá como conse-cuencia la aplicación de la sanción (conclusión). Se puede apreciar cómo cada una de las proposiciones que conforman el silogismo se corresponde exactamente con un estado de la mimesis. La premisa mayor se corresponde con mimesis I, y constituye el plano concep-tual que sirve de pre-comprensión de los hechos a discutir en el proceso; la premisa menor se corresponde con la mimesis II, en el sentido según el cual no es posible decir que X mató a Y si tal cir-cunstancia no es el producto de una narración con carácter referen-cial; finalmente, la conclusión de mimesis III corresponde con la conclusión que arroja en silogismo jurídico en cuanto aplicación de la norma a un caso concreto.

Es apreciable, por tanto, el carácter mediador de la narración entre las mimesis I y III, y, por tanto, es válido decir en este punto que la premisa menor del silogismo jurídico posee un carácter na-rrativo.

En el aspecto pragmático, por su parte, la triple mimesis exige de los juristas el desarrollo de una triple habilidad: una habilidad para dominar la red conceptual de mimesis I, una habilidad narrativa en la configuración de la trama y una habilidad hermenéutica en la aplicación de las normas jurídicas a los casos concretos.

Finalmente, en el aspecto hermenéutico, impone como rutas de interpretación la aplicación, por un lado, del círculo hermenéutico

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en la interpretación de las normas, en cuanto dichas normas apa-recen al interior de un orden jurídico o de un sistema. Esta ruta de interpretación permite comprender la red conceptual inherente a mimesis I. En cuanto a la aplicación de las normas a los casos concretos, la mimesis III impone la aplicación de la una espiral re-cursiva, en cuanto las acciones narradas en mimesis II obligan al in-térprete a deambular permanentemente entre las normas generales y las acciones realizadas por los sujetos particulares4.

Para terminar, digamos que la triple mimesis en el derecho im-plica una suerte de violencia de la interpretación, en el sentido se-gún el cual a los sujetos se les depara una red conceptual, y a partir de ella, por intermedio de la narración, se les hace devenir responsa-bles y se les castiga. Al mismo tiempo la red conceptual funge como instrumento de orden y como requisito indispensable a partir del cual una sociedad puede efectuar la venganza pública

4 Para profundizar en las rutas de interpretación, véase: (Iser, 2005).

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Bibliografía

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Gadamer, H-G. (1998) “La hermenéutica como tarea teórica y práctica”. En: Verdad y método II. Salamanca: Sígueme.

Gaviria, C. (1997) Temas de introducción al derecho. Estructura de la norma jurídica. Medellín: Librería Señal Editora.

Iser, W. (2005) Rutas de la interpretación. México D. F.: Editorial Fondo de Cultura Económica.

Ossorio, A. (1975) El alma de la toga. Buenos Aires: Ediciones jurídicas Europa-América.

Ricoeur, P. (2007) “Interpretación y argumentación”. En: AA.VV. La ar-gumentación jurídica. Medellín: Editora Jurídica de Colombia, pp.251-269.

_____. (2006) La vida: un relato en busca de narrador. Ágora, vol. 25.

_____. (2004) Tiempo y narración I. Buenos Aires: Siglo XXI Editores.

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211Proyectual. Impresión digital (27 x 21 cms.) De la serie “Adosado”, 2006-2007. Fredy Alzate

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213Leve. Ciudad Bolíbar, Bogotá. Fotografía (70 x 50 cms.) 2006. Fredy Alzate

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Germán Espinosa y la lección del maestroRecibido: agosto 22 de 2009 | Aprobado: enero 12 de 2010

Juan Manuel Cuartas R.*[email protected]

para Daniel Herrera Restrepo

* Doctor en Filosofía, Universidad Nacional de Educación a Distan-cia, Madrid. Profesor ti-tular, Departamento de Filosofía, Universidad del Valle. Coordinador del grupo de investiga-ción ‘Hermes’.

El interés filosófico en relación con el len-guaje tiene en la escritura de Germán Es-pinosa una solución: la pertinencia entre

las cosas y las ideas que asegura la comprensión lógica. Es precisamente en este punto donde el presente artículo pro-pone desarrollar un diálogo con el maestro. En La aventura del lenguaje la imagen llega a ser la evaluación del mundo, y la historia del poema la propia historia del hombre.

Palabras claveGermán Espinosa, Daniel Herrera, lenguaje, poesía, litera-tura latinoamericana, lógica

Germán Espinosa and the Lesson from the Master

The philosophical interest related language has in Germán Espinosa’s writing one so-lution: the pertinence between things and

ideas which assure the logic comprehension. It is precisely in this point, where the present article proposes to develop a dialogue with the master. On Germán Espinosa’s La aven-tura del lenguaje, the image will be the world’s evaluation, and the poem’s history will be the proper history of man.

Key wordsGermán Espinosa, Daniel Herrera, language, poetry, La-tin-American literature, logic

Resumen

Abstract

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En más de una ocasión he escuchado a Daniel Herrera decir que la filosofía se encuentra en las obras de los escritores y los poetas latinoamericanos. Venido de un filósofo como él, que realizó a fon-do su formación en los archivos Husserl de Lovaina y el seminario alemán, esta afirmación se encuentra cargada de méritos, ya que se trata de una genuina inferencia, surgida acaso de la observación en nuestro lenguaje de las honduras del mito o del poder persuasivo de la narración-argumentación en autores como Ernesto Sábato, Fernando del Paso, Álvaro Mutis, José Lezama Lima y otros. La ob-servación de Herrera está fundada en la necesidad de afirmar un pensamiento, cuando no una traza de identidad cultural sustentada en obras de la beta americana en las que cobran presencia a su ma-nera los problemas fundamentales de la filosofía. Esta idea puede sin dificultad declararse universal, entendiendo que los oficios del pensar filosófico se ofrecen entre los intereses de los escritores y es-critoras de todos los tiempos, en tanto que una obra literaria (decir ‘clásica’ es ya decir bastante), dispone razonamientos y valoraciones de asuntos diversos relacionados con la ética, la libertad, la felici-dad, la justicia, lo bello, el conocimiento científico. ¿Qué nos resta por considerar entonces en relación con la observación de Herrera? Que efectivamente hay un espacio para la filosofía en nuestra litera-tura y que haciendo las debidas salvedades, no resulta descabellado traer a estos espacios de deliberación las tesis filosóficas de aquellos escritores en quienes nos mueve considerar asuntos cruciales de la filosofía, en un gesto similar al que ha llevado a perseguir el estatuto filosófico de la obra de autores como Robert Musil, Thomas Mann, Hermann Broch, Marguerite Yourcenar, Umberto Eco, para citar sólo unos cuantos.

No resulta extraño llegar a un estado de cosas como éste, ya su-ficientemente retratado en Colombia desde los estudios de la poesía de Aurelio Arturo realizados por Danilo Cruz Vélez, la “Gramática borgiana”, de Rubén Sierra, la sonada “refutación del idealismo de Borges”, de Luís Eduardo Hoyos, la abundante indagación de las fuentes del pensamiento hispanoamericano adelantadas por Rafael Gutiérrez Girardot y, ¿por qué no?, el intento de quien escribe de

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despejar la “dimensión filosófica de Poeta en Nueva York”. En el afán de validar la tesis de Herrera, no se trata de proponer aquí una su-plantación de discursos, que la literatura ejerza como filosofía, tanto menos de apropiar métodos como el analítico en orden a despejar el cariz filosófico de la literatura. Las peculiaridades de la literatura imponen límites y circunstancias al tratamiento de problemas como la verdad, el tiempo, la intersubjetividad, el éthos, mientras que los oficios de la filosofía, que intentan responder argumentando y des-cribiendo estados de cosas, alternan entre la bien conocida frase “ir a las cosas mismas”, la discusión existencial, las tesis relacionadas con la filosofía de la historia, los metalenguajes, la validez del co-nocimiento científico. Desafortunadamente lo que Herrera ha vis-lumbrado no saldrá de sus manos, si bien su recordado “periodismo fenomenológico”1 puede considerarse un buen intento; como buen maestro nos ha pedido que lo exploremos por él yendo a la literatura latinoamericana con ojos de filósofos para deliberar en ella y alcan-zar respuestas sobre lo inmediato del mundo de la vida. Yendo a un ejemplo, del escritor argentino Macedonio Fernández se ha dicho que fue “el gran metafísico de La Plata”; el escritor colombiano Ger-mán Espinosa ha prestado oídos a esto considerando:

La crítica, y muy especialmente la connacional, ha creído hallar hace tiempos cierta propensión metafísica en la literatura argentina. Se es-grimen como argumentos algunos abismos insinuados en la obra de Leopoldo Marechal o en la de Roberto Arlt; pero, en particular, los juegos ensayísticos o narrativos de Borges. Ignoro cuál de las múltiples acepciones que hoy parece tener la voz metafísica se aplica en este caso (Espinosa, 2002: 230-240).

Ahora bien, ¿la observación filosófica que Daniel Herrera invita a recoger de la literatura será de este orden?, ¿mientras que un sesgo metafísico se emplaza en la literatura argentina, qué sucedería en tal caso con las literaturas peruana, brasilera, cubana, mexicana o colombiana? El mismo Espinosa avanza una respuesta:

1 Selección de artículos periodísticos publicados en inglés por el autor en The Colombian Post, entre 1993 y 1994. Cf. (Herrera, 2002: 185-220).

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Podría ser que el término [metafísica] pretendiera capturar algo equívo-co: ya se tratara del solaz de Borges en utilizar la filosofía (y en especial la metafísica) como pretexto para hacer literatura, o de la pasión de otros muchos por erigir, no siempre con resultados felices, la literatu-ra en pretexto para hacer filosofía o, en otras palabras, para producir un pálpito del universo, emanado de la intuición artística (Espinosa, 2002: 230-240).

Herrera recomienda que sea en las obras mismas donde recupe-remos una intencionalidad afincada en problemas; se trata –¿cómo no?– de un ejercicio de lectura que reinterprete la literatura yendo más allá de discusiones insustanciales sobre la vallecaucanidad, la antioqueñidad, la costeñidad. La inferencia de Herrera se dispone entonces en un terreno pedagógico de indagación de los usos del lenguaje literario, la construcción de los personajes, el propósito de las acciones (funciones de la violencia, formas de la diferencia, pre-sencia de la muerte, etc.). Imagino ahora que han ocurrido eventos similares en el contexto de otras literaturas, como la alemana, la francesa, la portuguesa, cada que se distingue a autores como Höl-derlin, Trakl, Voltaire, Blanchot, Artaud, Pessoa, como autores pro-vocadoramente filosóficos, lo que significa que al día de hoy resulta indiscernible en estos y en otros casos el oficio filosófico del literario.

Obsérvese que no estamos partiendo de preguntas como la de Jacques Derrida: “¿qué cosa es la poesía?”, sino acaso: “¿para qué aún pensamiento poético?”, formulada por Juan Manuel Jaramillo como comentario a otro interrogante de la misma factura planteado por Rubén Sierra: “¿por qué aún humanidades?” (Sierra, 2000)2. Lo que identifica Herrera viene a ser, en consecuencia, una alteridad filosófica en la literatura, de la que espera recabar el sabor y el saber de la lengua, el talante de la elocución y las preguntas, la suscitación de emociones, en fin, la preservación en la palabra de un espacio del sentido, o lo que es lo mismo, la prontitud del discurso literario ante los problemas de la identidad, los valores y el conocimiento.

2 “La pregunta: «¿por qué aún pensamiento poético?» –expone Juan Manuel Jaramillo– posee especial im-portancia en medio de un mundo como el que vivimos signado por la desesperanza y la violencia, donde la palabra poética y, en general, la cultura, parecen estar ausentes de la mesa de los convidados”. Cf. (Jaramillo, 2000: 26-37).

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Herrera propone reiteradamente a sus discípulos que aprendan de memoria pasajes de las principales obras de la literatura latinoame-ricana, poemas altisonantes de todas las vanguardias que pongan en evidencia que no se trata de un resonar hueco, sino de un desgaja-miento de perspectivas filosóficas e ideológicas cuyo sustento puede indagarse en las corrientes más sólidas del pensamiento occidental: el marxismo, el existencialismo, el psicoanálisis, el materialismo, el idealismo. Considerar, por ejemplo:

1. Que hay un éthos de la multiplicidad y la diferencia que se manifiesta recurrentemente, como prosecución de formas y versiones de la identidad.

2. Que el ofrecimiento de descripciones vinculadas con las pa-siones, ilustra la tensión entre la racionalidad y las despro-porciones de la violencia.

3. Que en la valoración del mundo de la vida cobra un papel la naturalidad de las cosas y los espacios vividos, como encar-namiento de fuerzas que se abigarran y desatan.

4. Que en la oficiosidad del lenguaje literario se pone en evi-dencia la movilidad del pensamiento.

5. Que la poesía y la narrativa son multiplicadores de ofreci-mientos sobre el sujeto, su mundo, su voz, su conciencia.

No hemos dicho en rigor a qué obra o a cuál autor podemos con-ferirle semejantes compromisos; tampoco está ofrecido el método de penetración; uno y otro asunto queremos resolverlos en un autor plural, narrador y ensayista, que deja a la elección la valoración de su pensamiento; autor cuya muerte el 17 de octubre de 2007 en Bo-gotá a raíz de un violento cáncer de lengua, reclama las palabras de Jean-Paul Sartre a la muerte de su amigo Maurice Merleau-Ponty: “Una persona que acaba de morir permanece viva, está de cuer-po presente: sólo se ha retirado; conserva, sin hacer uso de él, su derecho de mirar nuestros pensamientos” (Sartre, 1986: 135-160). Dirigir ahora estas palabras a Germán Espinosa no es menos justo; ¡cuánto pesa su ausencia!, como “cuerpo presente” tendría que de-clararlo la sociedad que lo conoció, lo siguió, lo esperó, lo escuchó y lo leyó, pero también –y es lo que hoy nos interesa– pensó con él.

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Es el momento de practicar la elección: de Germán Espinosa la fortaleza de su indagación histórica, la riqueza de la recreación literaria, la plenitud intertextual de su obra soportada en múltiples obras, la valoración política de una sociedad desfigurada por sus propias estructuras postcoloniales. De Germán Espinosa la super-vivencia crítica en la escritura; escritor de ensayos a lo largo de 40 años, entrevistador de la poesía europea y americana, discutidor del mestizaje; Germán Espinosa conocedor de la historia de la filosofía, sustentador de tesis éticas, evaluador del lenguaje. Esta última face-ta, poderosamente escenificada en su libro La aventura del lenguaje (1982), será finalmente el emplazamiento de las siguientes conside-raciones, esperando que Daniel Herrera asienta el rumbo que le he-mos dado a su cara inferencia sobre el pensamiento filosófico ame-ricano sustentado en el quehacer de escritores como el cartagenero de Los cortejos del diablo.

Realizando una indagación bibliográfica del inventario filosófi-co colombiano sobre el lenguaje, no en la forma de artículos ni co-laboraciones en congresos, sorprende el reducido número de libros publicados. Para el caso, seleccionamos cuatro, así:

1. El misterio del lenguaje de Danilo Cruz Vélez (Cruz, 1995); primera parte concentrada en la pregunta por el ser del len-guaje, el lenguaje de la poesía, la palabra en la obra de Au-relio Arturo y Eduardo Carranza; segunda parte dedicada a otros asuntos. El 50% de un libro escrito en clave heidegge-riana que recupera la “expresión de la subjetividad concreta del poeta”, su “imaginación creadora”, su “fantasía verbal” y su “oído”.

2. Lenguaje, comunicación y verdad, de Adolfo León Gómez (Gómez, 1997), un libro nada derridiano, nada wittgenstei-niano que aborda preguntas como: ¿en qué medida la gramá-tica generativo-transformativa es cartesiana?, ¿cuál es la fun-ción central del lenguaje?, ¿el reemplazo de la comunicación informativa por la teoría de los actos lingüísticos conlleva un olvido de la dimensión veritativa en el uso de las expre-

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siones en lenguaje ordinario? La exposición se involucra con indagadores del lenguaje como Chomsky, Austin, Searle, Ducrot, Perelman.

3. Comunicación y actos de habla, de Alejandro Patiño Aran-go (Patiño, 2006), centrado en el legado searleano, en las filosofías del lenguaje ordinario, la pragmática y los perfor-mativos, dispone la argumentación en torno a la pregunta ¿por qué el lenguaje le interesa a la filosofía?, apropiación de la bien conocida pregunta de Ian Hacking: “Why Does Language Matter to Philosophy?” El libro suscribe la tesis de Charles Morris sobre la pragmática como instancia de la comunicación que involucra fenómenos psicológicos, bioló-gicos y sociológicos que participan en el funcionamiento de los signos.

4. La aventura del lenguaje3 (1982), de Germán Espinosa, ex-ploración panorámica del fenómeno del lenguaje, fundado en la creencia en la evolución simultánea de pensamiento y lenguaje, así como en la convicción de los orígenes lógicos del lenguaje. Adoptando no pocas veces posiciones eclécti-cas, el libro se estructura en cuatro partes: I. Lenguaje y pen-samiento; II. Evolución del lenguaje; III. El lenguaje como estructura; IV. Lenguaje y verdad.

El aporte de las tres primeras obras se da por descontado siempre y cuando el quehacer filosófico en Colombia involucre a nuestros propios autores; que la tarea del lenguaje se imponga desde la pers-pectiva analítica o heideggeriana puede no importar si se soporta en ella un ejercicio suficiente de estudio y deliberación. No ocurre lo mismo con la cuarta obra, que nos llega por el camino del ensayo no académico de la pluma de un consagrado escritor, burgomaestre imaginativo de Cartagena de Indias, más esperado por las peripecias estéticas y la dimensión épica de sus relatos, entablando tensiones

3 Cf. Germán Espinosa, “La aventura del lenguaje”. En: (Espinosa, 2002). Dicho texto corresponde a unas conferencias que por invitación de sus directivas dictó Germán Espinosa entre marzo y agosto de 1982 al personal de la empresa Álvaro Sánchez Mallarino Publicidad.

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palpitantes entre dos disciplinas: la historia y la literatura, concen-trado en una traza poética y en diferentes planos de la cultura oral. Si después de lo anotado regresamos al comentario de Daniel He-rrera y le devolvemos la pregunta: ¿es a este tipo de aporte filosófico de los escritores al que se refiere?, probablemente dude un momen-to para considerar enseguida que siendo así, tanto mejor. Germán Espinosa fue un lector de filosofía que se pronunció sobre tesis de Platón, los sofistas, Aristóteles, la escolástica, Bacon, Stuart Mill, Berkeley, Heidegger, Carnap, Russell; mientras que en el fuero de sus personajes, éstos nombran e indagan dilemas morales, convic-ciones políticas, fuentes del conocimiento científico. Tanto mejor entonces si es el propio Germán Espinosa quien hace en sus ensayos el tránsito hacia la filosofía. Probablemente las salvedades que rea-lizaría Herrera estarían dirigidas ahora hacia la peculiaridad de los discursos filosófico y literario, pero el mismo Espinosa responde:

Desde luego, nunca la literatura se someterá –aún en estos momentos de profunda inmersión en la esencia del universo– a las metodologías científicas o filosóficas, que terminarían por asimilarla y por privarla de su intrínseca libertad […]. Es obvio que tanto el filósofo como el científico se defenderán siempre de la propensión intuitiva del escri-tor; y que éste sabrá defender sus fueros creativos de la contaminación metodológica y racionalista que pueden transmitirle la ciencia y la fi-losofía4.

El contacto reside por tanto en las autonomías de la literatu-ra. La exposición de Espinosa en La aventura del lenguaje comienza considerando que definir el lenguaje y abordar su origen es, al día de hoy, algo complejo y resbaladizo. “A pesar de los intentos –escribe–, bastante esforzados e importantes por cierto, de la psicología social y de la llamada filosofía del lenguaje, nadie ha podido crear todavía una teoría convincente acerca de la aparición del lenguaje humano” (Espinosa, 2002: 287). Espinosa emprende la reconstrucción histó-rica de las ideas, aludiendo a las disputas filosóficas de la antigüedad sobre los arquetipos ideales defendidos por Platón, los conceptos generales de Aristóteles, la cuestión de los universales tal como la

4 Germán Espinosa, “Ciencia, filosofía y literatura”. En: (Espinosa, 2002: 261‑263).

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abordó la escolástica medieval, mientras que en el siglo XVII, con Berkeley, se viene a considerar que las ideas impresas en los sentidos no podrían existir sino en alguna mente que las percibiera; poste-riormente serán las concepciones existencialistas las encargadas de dirimir sobre el lenguaje en tanto que éste se resuelve en la exis-tencia humana. Espinosa, por su parte, expresa simpatías por la que denomina “neoescolástica”, suscribiendo tesis como:

1) el estudio de la lógica del lenguaje impone un ordenamiento de los [conceptos]; 2) La evolución del concepto individual al general es un hecho intelectual y lingüístico por lo menos, ya que es imposible al ser humano quedarse jamás en el objeto particular sin hacerse de él una generalización; y 3) Los fines de nuestro estudio bien pueden permitir la adopción de convenciones para facilitar la comprensión de ulterio-res problemas (Espinosa, 2002: 291).

No obstante la lógica, se abre al lenguaje una franja de irracio-nalidad y magia que Espinosa no elude tratar aludiendo al Verbo cristiano, al logos griego como “sentimiento cósmico”; logos en Plo-tino como producción del Uno, mientras que Heráclito lo llama “razón cósmica”. “Todos ellos –escribe Espinosa– en una forma u otra, rindieron tributo al maravilloso y terrible poder que la pala-bra ejerce sobre la mente humana” (Espinosa, 2002: 293). Los au-tores involucrados serán, infatigablemente, muchos más, desde los sofistas, Leibniz, Lorenzo Hervas y Panduro, hasta Andrés Bello y Bertrand Russell. La escritura se enriquece bajo la ley del involu-cramiento; de tanto en tano unos versos, pasajes de libros sagrados, conocimientos de oídas, ejemplos, muchos ejemplos. Puesto a con-siderar la evolución del lenguaje, Espinosa evoca las tesis de cariz obrerista y stalinista del escritor soviético Ilya Marshak, seudónimo M. Ilin, quien ilustró cómo el hombre accedió lenta y dolorosamen-te al lenguaje en función del trabajo común: “Pero a medida que el trabajo se complicó –escribió Ilin–, se hicieron más complicados también los gestos”. Vienen a continuación asuntos derivados como el aprendizaje infantil del lenguaje, el yo y la conciencia, estímulo y palabra, subconsciente y consciente; más adelante será la historia de la escritura, la riqueza sugestiva de consideraciones sacadas de la prehistoria, la magia y la técnica, como las pinturas rupestres, los

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códices mexicanos, los ideogramas, la escritura sagrada, la piedra de Rosetta, la escritura demótica egipcia, invención esta última de la primera escritura vulgar y a partir de allí de los alfabetos. El tema es de embeleso en la palabra de un ensayista de oficio; oportuni-dad para involucrar episodios en los que la escritura ha cumplido su cometido de representar y delimitar el vínculo arbitrario entre el sonido y la letra. Para la muestra un ejemplo:

En una carta-arancel del día tres de marzo de 1503, los Reyes Católi-cos bautizaron con el pomposo apelativo de cortesana la cursiva gótica apretada que usaban en sus documentos y que la regia cancillería, en virtud de aquel mandato, continuó empleando hasta entrado el siglo XVI, aunque ya muy influida por la itálica. No obstante, el pueblo, a lo largo de aquella centuria, impuso poco a poco la llamada procesal o procesada, común en las escribanías y en las oficinas de actuaciones ju-diciales. Era una degeneración de la cortesana y los escribanos llegaron a embrollarla tanto, que pronto la trocaron en la llamada encadenada o de cadenilla, con su líneas enteras escritas sin alzar del papel la pluma (Espinosa, 2002: 355).

Vienen a continuación consideraciones sobre la evolución de las lenguas: la Babel indoeuropea; lenguas monosilábicas, aglutinan-tes y flexivas; la explosión de los dialectos. Más adelante será en las observaciones sobre la estructura del lenguaje donde Espinosa volcará la que denominó su “posición ecléctica”, ilustrando de múl-tiples maneras cómo entre el trabajo filosófico y la indagación del lenguaje hay un vínculo que en no pocas ocasiones se concibe como “vínculo de identidad”: “la filosofía es idéntica con la investigación de la lengua” –escribió Rudolf Carnap, lo que viene a significar que así como los conceptos se renuevan en función de observaciones nuevas y nuevas teorías, asimismo las palabras se desgastan en el uso. El vínculo que advierte Espinosa es por tanto “el uso”. Se anun-cia entre tanto el comienzo de una de las disciplinas más vigoro-sas de los últimos tiempos: la lingüística, con tintes de filosofía del lenguaje y de descripción sintáctica y pragmática; ocasión para la denominada “revolución de Chomsky en lingüística”, cuando el pa-radigma estructuralista propuesto por Saussure recibió de un lógico como Chomsky algo más que la descripción de los rasgos sobre la

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distribución, frecuencia y combinación de los fonemas; suscitando en cambio una explicación que involucraba el bagaje innato, la gra-mática y la creatividad lingüística. Pero Espinosa avanza indagando otros asuntos, como la omnipresencia de la cópula, la transitividad, las estructuras implícitas, mostrando con motivo de una estrofa de Borges la superposición de dos oraciones diferentes, cabe decir: dos sujetos y dos predicamentos en los cuales la noche alude tropológi-camente a la ceguera del autor:

Nadie rebaje a lágrima o reprocheEsta declaración de la maestría de Dios, que con magnífica ironíaMe dio a la vez los libros y la noche.

Finalmente el problema de la verdad. Y estoy seguro que a Da-niel Herrera le gustará este desenlace como asunto de altas perti-nencias filosóficas que él mismo estudió5. La verdad se ofrece desde el lenguaje; verdad del conocimiento recabado que consigue ser de-clarado y validado; verdad de raigambre gnoseológica, como confor-midad de la conciencia con la situación vivida. Pero otras verdades interesan a Espinosa; una verdad más profunda expresada en la apro-piación poética de la realidad. Hemos entendido finalmente que el entusiasmo de Herrera guarda afinidad con los estrechos diálogos de Heidegger con la poesía, donde la única opción para el lenguaje es siempre la verdad; disponer en el lenguaje la experiencia de lo vivi-do como historia-mundo, como puente que aproxima las orillas de la intersubjetividad humana, también denominada “amor”, “encuen-tro”, “reconocimiento”, “verdad”. El mérito es de Espinosa, quien ha hecho el tránsito por las disciplinas y las filosofías del lenguaje con el propósito explícito de hallar en la poesía todos los lenguajes y todas las preguntas por la condición humana; “la libre acción de la poesía”, como la denomina él mismo, quedará bien ilustrada en las siguientes palabras de Johann Christoph Friedrich von Schiller:

5 Cf. Daniel Herrera, “La democracia: una verdad y un valor ético en construcción”. En (Herrera, 2002: 89-116).

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No hay vínculo ni límite alguno para mí: libremente quiero remontar-me a través de los espacios. Mi reino, verdaderamente inmenso, es el pensamiento, y mi alado instrumento la palabra. Todo cuanto se mue-ve en los cielos y en la tierra; cuanto oculta la naturaleza en el seno de las montañas, debe elevarse y estar patente ante mi vista, porque no hay cosa alguna que limite la libre acción de la poesía6.

Con Herrera y con Espinosa hemos llegado a donde debíamos llegar, al lenguaje poético, sustento de la inferencia del primero, que tras agotar las cráteras de la filosofía y la fenomenología reconocía en esa otra voz y escritura, la literatura, el espacio de representación de nuestro estar en el mundo; móvil de la recreación e imaginería del segundo en títulos deslumbrantes como: Los cortejos del Diablo, La tejedora de coronas, Los ojos del Basilisco, La balada del pajarito. Volviendo don con don quiero proponer ahora a nuestro querido Daniel Herrera que nos dé de su viva voz o con la pluma la lección del maestro, convirtiendo en filosofías las primeras líneas de La obra de Germán Espinosa, La Tejedora de Coronas, considerada la más importante, significativa y lograda novela colombiana de los últi-mos veinte años, diferente a la obra de García Márquez:

Al entrarse la noche, los relámpagos comenzaron a zigzaguear sobre el mar, las gentes devotas se persignaron ante el rebramido bronco del trueno, una ráfaga de agua salada, levantada por el viento, obligó a cerrar las ventanas que daban hacia occidente, quienes vivían cerca de la playa vieron el negro horizonte desgarrarse en globos de fuego, en culebrinas o en hilos de luz que eran como súbitas y siniestras grietas en una superficie de bruñido azabache, así que, de juro, mar adentro había tormenta y pensé que, para tomar el baño aquella no-che, el quinto o sexto del día, sería mejor llevar camisola al meterme en la bañadera, pues ir desnuda era un reto al Señor y un rayo podía muy bien partir en dos la casa, pero tendría que volver al cuarto, en el otro extremo del pasillo, para sacarla del ropero, y Dios sabía lo mo-londra que era, de suerte que me arriesgué y desceñí las vestiduras, un tanto complicadas según la usanza de aquellos años, y quedé desnuda frente al espejo de marco dorado que reflejó mi cuerpo y mi turbación, un espejo alto, biselado, ante cuyo inverso universo no pude evitar la contemplación lenta de mi desnudo, mi joven desnudo aún florecien-

6 Citado por Germán Espinosa en “La aventura del lenguaje”. En: (Espinosa, 2002: 496).

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te, del cual ahora, sin embargo, no conseguía enorgullecerme como antes, cuando pensaba que la belleza era garantía de felicidad, aunque los mayores se inclinaran a considerarla un peligro, no conseguía en-orgullecerme porque lo sabía, no ya manchado, sino invadido por una costra, costra larvada en mi piel, que en los muslos y en el vientre se hacía llaga infamante, para purificarme de la cual sería necesario que me bañara muchas, muchas veces todos los días, tantas que no sabía si iba a alcanzarme la vida […]

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Herrera, Daniel (2002) “Periodismo fenomenológico”. En: La persona y el mundo de su experiencia, contribuciones para una ética fenomenológica. Bogo-tá: Universidad San Buenaventura.

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De las nociones de paradigma, episteme y obstáculo epistemológico*Recibido: agosto 3 de 2009 | Aprobado: marzo 23 de 2010

Raúl Gómez Marín**[email protected]

* Este texto es un produc-to del trabajo de inves-tigación académica inti-tulado: Cuestiones sobre la investigación en cien-cias humanas y sociales, que actualmente realiza el autor en el marco del grupo de investigación Estudios sobre Política y Lenguaje, del Departa-mento de Humanidades de la Universidad EAFIT, Medellín, Colombia.

** Magíster en Filosofía de la Ciencia, Universidad Sorbona, Paris. Magíster en Matemáticas Puras, Universidad Paris VII. Profesor, Departamento de Humanidades, Uni-versidad EAFIT y miem-bro del grupo Estudios sobre Política y Lenguaje.

¿Qué relaciones pueden esbozarse entre las nociones de paradigma, episteme y obstácu-lo epistemológico? Este texto resalta, por

un lado, la importancia epistemológica de tales relaciones y, por otro lado, intenta sugerir cómo valerse de tales no-ciones en el proceso de diseño de una investigación.

Palabras claveParadigma, episteme, obstáculo epistemológico, sentido

On the notions of Paradigm, Episteme and Epis‑temological Obstacle

What relationships can outline between the notions of paradigm, episteme and epis-temological obstacle? This text highlights,

on the one hand, the epistemological importance of such relationships, and the other hand, tries to suggest how have recourse such notions in the process of design of a research.

Key wordsParadigm, episteme, epistemological obstacle, meaning

Resumen

Abstract

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Introducción

Este texto pretende motivar la reflexión sobre tres nociones que, a nuestro juicio, son de suma importancia para poder comprender críticamente los álgidos problemas que enfrenta la epistemología contemporánea, ellas son: las nociones de paradigma, episteme y obstáculo epistemológico. Dos intensiones centrales nos animan: en primer lugar, circunscribir lo mejor posible los sentidos de las no-ciones de ‘paradigma’, ‘episteme’ y ‘obstáculo epistemológico’; y, en segundo lugar, situar dichas nociones en una perspectiva didáctica, sin dejar de señalar, hasta donde nos sea posible, algunas de sus im-plicaciones epistemológicas cuando se trate de analizar el núcleo de una determinada teoría o en el proceso de construcción del «marco epistemológico» de una investigación.

La tesis que vamos a desarrollar en este texto dice lo siguiente: si queremos reflexionar rigurosamente sobre la pregunta por el co-nocimiento y, en consecuencia, asumir con rigor la construcción de cualquier problema de investigación, es imperativo pensar en el modo de usar y complementar las nociones de episteme, paradigma y obstáculo epistemológico. Son muchas las razones que nos impulsan a afirmar tal cosa. A continuación mencionaremos sólo algunas de ellas.

• En nuestra época, la desfundamentación (o pérdida de los fun-damentos del conocimiento) está anclada en el núcleo mismo de la pregunta por el conocimiento y, por lo tanto, en los núcleos de nuestras teorías.

• En consecuencia, hoy tenemos que contar con la pérdida de las certezas. En otras palabras, la incertidumbre y la indeter-minación se alojan en todas nuestras teorías y saberes.

• Pese a que la incertidumbre y la indeterminación pesan fuer-temente sobre el conocimiento y sobre nuestro conocimiento de la realidad, es un hecho, me parece, que ellas nos han am-pliado el horizonte de interpretación del mundo y del uni-verso y que, de modo inusitado, nos muestran que la realidad

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tiene un carácter histórico1, lo cual, por cierto, nos abre la posibilidad de seguir pensando; pero, eso sí, con la convic-ción de que jamás, al menos en el marco de la actual episteme, llegaremos a alcanzar la certeza absoluta, y menos aún alguna suerte de verdad absoluta.

1. De la pregunta por el conocimiento

Antes de iniciar nuestra reflexión sobre las nociones de para-digma, episteme y obstáculo epistemológico, encuentro muy conve-niente abrir un poco el marco de la pregunta por el conocimiento. La tradición ha abordado la pregunta por el conocimiento desde dos perspectivas generales, a saber:

1) Podemos ponerla en relación con la pregunta por la realidad, y así preguntar: ¿qué es la realidad?

2) O bien podemos plantearla en términos del conocimiento en sí mismo; y, por ende, preguntar por la estructura del conocimiento y por sus vínculos problemáticos con el método.

Es obvio que ambas preguntas están vinculadas muy estrecha-mente, una implica a la otra. Ambas preguntas nos apelan en tanto que sujetos de conocimiento y ambas apelan a nuestro saber sobre ella y, por consiguiente, nos remiten a la historia. Empero, sin esca-motear dicho vínculo2, y sin demerito de la enorme importancia que tiene hoy en día la pregunta por la realidad, en este texto vamos a trabajar más sobre la pregunta que pregunta por la «estructura» del conocimiento y por el método. Con respecto a esta última pregunta, hay dos asuntos que vale la pena que destaquemos.

Primero, la pregunta que pregunta por la «estructura» y por el método del conocimiento es propiamente moderna. Si bien dicha pregunta aparece en la filosofía moderna con Descartes (y un poco

1 “Que la realidad sea (nuestra) historia no hace que ésta se convierta en fábula; ya que si el mundo ha llegado a hacerse fábula, como escribe Nietzsche, es por eso mismo que la fábula (los esquemas mentales que deberían reducir todo a sí mismos) ha sido negada. De aquí puede partir, me parece, una recuperación hermenéutica de la realidad” (Vattimo, 1999: 20).

2 La realidad «misma» no habla por sí misma. Necesita intérpretes motivados que, de acuerdo a un proyecto y a una intención, “deciden cómo representar en un mapa un territorio al que han tenido acceso a través de mapas más antiguos” (Vattimo, 1999: 19-20).

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más tarde la asumen Leibniz, Locke, Hume, Berkeley y Malebran-che, entre otros), es en el marco de la filosofía kantiana que el ‘co-nocimiento’ aparece propiamente como objeto del pensamiento fi-losófico. Por esta razón se conviene en decir que Kant es el genuino creador de la epistemología moderna.

Segundo, es un hecho indiscutible que el pensamiento contem-poráneo cambio radicalmente el modo como la modernidad abordó y respondió la pregunta por la «estructura» y por el método del co-nocimiento. Por ejemplo, en oposición a las respuestas propuestas por la modernidad, las respuestas que hoy le damos a dicha pre-gunta no son absolutas, y menos aún a-históricas e intemporales. Para ilustrar este cambio tenemos demasiadas alternativas. Una de tales alternativas la propone Karl Popper. En efecto, él plantea que “nuestras teorías son y seguirán siendo meras hipótesis o conjeturas. Ninguna ciencia se desarrolla mediante una gradual acumulación de información esencial, sino mediante el juego de audaces hipóte-sis que se confrontan: jamás tenemos razones concluyentes que nos aseguren que hemos alcanzado la verdad” (Popper, 1995: 99).

En verdad, son muchos los relieves de este cambio de perspecti-va de la pregunta por el conocimiento, los cuales no podemos entrar a considerar en este contexto. No obstante, cualesquiera sean las características que se le atribuyan a dicho cambio de perspectiva, nosotros le apostamos a la idea de que para poder desentrañar dichas características es esencial estudiar qué roles juegan en la producción de conocimiento las nociones de paradigma, episteme y obstáculo epistemológico. En otras palabras, somos de la idea de que la pre-gunta por el conocimiento hay que reformularla en términos de una combinatoria que conjugue las nociones de paradigma, episteme y obstáculo epistemológico. O, expresado en términos de investiga-ción:

Para investigar con rigor es de vital importancia que el investi-gador llegue a comprender lo mejor posible qué papel juegan en su investigación las nociones de paradigma, episteme y obstáculo epis-temológico y que, por lo tanto, las asuma de modo complementario y esté atenta a todas las consecuencias e implicaciones que de ellas

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se derivan, pues, en últimas, ellas codeterminan sus resultados de su investigación.

2. De la noción de paradigma

Para dar inicio a nuestra reflexión sobre la noción de paradig-ma, lo primero que queremos advertir es lo siguiente: el término «paradigma» no determina una noción univoca, clara y distinta; pues, como veremos, dicho término porta una gran diversidad de sentidos, o sea, porta en sí una abigarrada polisemia. Por esta razón, cuando el término «paradigma» se usó por primera vez con una con-notación epistemológica, algunos epistemólogos inmediatamente cuestionaron su valor teórico-explicativo. Empero, esa carga crítica no logró obstruir la evolución epistemológica de la noción de para-digma, y más bien ocurrió lo contrario: se generó un gran debate, a partir del cual la noción de paradigma se densificó y adquirió un lugar privilegiado en el seno de las epistemologías de la vanguardia contemporánea.

Por otra parte, como se puede hoy en día constatar, la palabra «paradigma» cayó en la red de las «modas discursivas», lo cual en-maraño aún más su significado. Con todo, la noción de paradigma logró resistir los efectos negativos del uso y del abuso.

Para sacar a flote la polisemia de la noción de paradigma, explo-remos un poco la diversidad de sentidos que se le han otorgado al término «paradigma».

Al recurrir al diccionario de la real academia de la lengua po-demos leer: “Paradigma (del Latín: paradigma, y del Griego: para-digma): Ejemplo o ejemplar”. En Platón, “el significado del término “paradigma” oscila en torno a la ejemplificación del modelo o la regla. Para Aristóteles, el paradigma es el argumento que, fundado en un ejemplo, está destinado a ser generalizado”.

Pero, es obvio que para dar cuenta del sentido de una palabra es preciso ir más allá del significado de diccionario e interrogar a los textos — pues, un diccionario se construye bajo el supuesto de que el significado de las palabras es algo fijo—. Esto es, si para in-

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terpretar el significado de una palabra alguien apela únicamente al significado de diccionario, inevitablemente asume que la lengua es un sistema estático de palabras y reglas de uso; lo cual, obviamente, lo pone en contradicción con la realidad. Por lo tanto, para ganar comprensión sobre el tema que nos ocupa, es de vital importancia reconocer que:

1. Los textos producidos en una determinada lengua son entida-des dinámicas.

2. El sentido lo genera cada texto.3. El significado de una palabra puede cambiar de un texto a

otro, y se transforma con el uso. Esto es, las palabras no se quedan en su supuesto lugar de ‘origen’; migran de discurso en discurso y mutan su significado, incluso hasta el punto de abandonar su referente original, si lo tienen, por supuesto.

4. Si trabajamos en el análisis del discurso con la idea de que las palabras son entidades cambiantes y dinámicas, enton-ces podremos ver cómo el sentido o la supuesta unidad de significado de las oraciones explota en una multiplicidad de sentidos.

Ahora, si el lector se diese a la tarea de revisar cuidadosamente diversos textos en los que se haga uso de la palabra ‘paradigma’ (es-pecialmente aquellos que traten cuestiones relacionadas con el co-nocimiento), es muy probable que en dichos textos descubra cosas como las siguientes:

a) Que en ciertos casos, el término ‘paradigma’ se usa para de-signar un principio epistemológico (un principio que prescribe cómo se debe proceder para conocer en general; por ejemplo, cuando se habla del paradigma cartesiano).

b) Que a veces el término ‘paradigma’ se usa para nombrar un modelo, una regla o norma general, por ejemplo: un experi-mento crucial que se instituye en paradigma; o para referir el modo como se realizó o debe realizarse algo; o cuando se afirma que el modo de operar de un personaje político se ha convertido en un paradigma político, un modo de hacer polí-tica.

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c) Que otras veces, la palabra ‘paradigma’ se usa para nombrar al conjunto de ideas, creencias y formas de actuar de un grupo social, el paradigma militar, por ejemplo.

d) Que en otros casos, la palabra ‘paradigma’ se usa para nom-brar al conjunto de conceptos, hipótesis y métodos de una teoría: por ejemplo, algunos autores para referirse a la física moderna utilizan la expresión ‘paradigma de la física clásica’. Lo mismo ocurre con la lógica moderna, algunos autores uti-lizan la expresión ‘paradigma de la lógica clásica’. En tales casos lo que se busca señalar es que el método, las hipótesis, reglas lógicas etc. de tales teorías rigen el modo de pensar y plantear los problemas de investigación.

Así, dado que la palabra ‘paradigma’ no tiene un único sentido, tenemos que confrontarnos con la siguiente disyuntiva radical: o bien desechamos la noción correspondiente, o bien aprendemos a sacar ventajas de su polisemia.

3. El problema del valor teórico‑epistemológico de la noción de paradigma

En el ámbito histórico-epistemológico, la noción de paradigma aparece por primera vez en La estructura de las revoluciones científi-cas, la célebre obra de Thomas S. Kuhn. Después de la publicación de ‘La estructura’ algunos epistemólogos (por cierto, inscritos en la episteme moderna) se dieron a la tarea de censar los diversos signi-ficados que adquiere el término ‘paradigma’ en dicha obra. El resul-tado los sorprendió: localizaron cerca de 23 significados diferentes. Obviamente, para ellos— que valoraban las cosas desde la perspec-tiva de la episteme moderna— dicha polisemia es inadmisible; pues, según ellos, tal polisemia hace inasible a la noción de paradigma, por lo tanto, cuestionaron su valor como categoría epistemológi-ca. Empero, otros epistemólogos no aceptaron tal cuestionamiento y, por el contrario, le otorgaron un gran valor epistemológico a la noción kuhniana de paradigma. Edgar Morin, por ejemplo, consi-dera que, justamente, es dicha polisemia la que le otorga su riqueza

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conceptual: “En el pensamiento de Kuhn el concepto de paradigma toma un sentido riguroso y preponderante, aunque diverso” (Mo-rin, 1992: 123). Así, el hecho de que la palabra ‘paradigma’ nos permita nombrar cosas tan diversas (modelos, prácticas culturales, experimentos cruciales, hipótesis y métodos de una teoría, etc.), es un señuelo de que su sentido, lo que ella nombra, no es una multi-plicidad; es decir, tiene diversas dimensiones, inaprehensibles por un concepto monológico o monosémico.

Lo que ocurre con el sentido de la noción de paradigma tam-bién ocurre casi con toda noción: el sentido se actualiza de modo diferente en cada caso, según las circunstancias epistemológicas, la situación hermenéutica, las intensiones discursivas del sujeto, etc. En otras palabras, lo que se pone en juego en el discurso no es pro-piamente el significado (de diccionario) de las palabras, sino y sobre todo su sentido. El sentido que emerge en el discurso es siempre parcial, pues es una construcción discursiva; por consiguiente, nun-ca tendrá una forma cristalizada (como si la tiene el significado de diccionario). En otros términos, el sentido no es ni puede ser algo simple, puesto que, dicho en palabras de Deleuze, en él “siempre hay una pluralidad de sentidos, una constelación, un conjunto de sucesio-nes pero también de coexistencias” (Deleuze, 19980: 2). El sentido de una palabra o de una cosa es, pues, algo complejo, algo que cam-bia “según las fuerzas que se apoderen de ellas”3; de allí se entiende por qué el sentido cambia o puede cambiar de sucesión discursiva en sucesión discursiva, según la situación hermenéutica.

4. De la dimensión teórica de la noción de paradigma

Con todo, pese a la complejidad que se cierne sobre la noción de paradigma, en este parágrafo intentaremos circunscribirla mediante una cierta definición abierta, es decir, que sea lo más globalmente posible. La idea con tal definición global es que, según el caso, la

3 Deleuze afirma: “No hay ningún acontecimiento, ningún fenómeno, palabra ni pensamiento cuyo sentido no sea múltiple: Algo es a veces esto, a veces aquello, a veces algo más complicado, de acuerdo con las fuerzas (los dioses) que se apoderan de ello” (Deleuze, 1998: 2).

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podamos modular bien sea en el estudio de los ‘fundamentos’ epis-temológicos de una determinada teoría, o bien en la construcción del «marco epistemológico» de una determinada investigación. Em-pezaremos nuestra tentativa de definición poniendo en alto relieve algunos de los rasgos generales de la noción de paradigma.

4.1 Rasgos generales de la noción de paradigma

1) «Todo paradigma contiene oculto un pequeño núcleo de postulados y de principios de conocimiento».

Este primer rasgo general lo inferimos de la lectura que Morin hizo de la obra de Kuhn: “La originalidad de Kuhn consistió en de-tectar que debajo de los presupuestos o postulados de una teoría hay un núcleo oculto de evidencias e imperativos, núcleo que él deno-minó paradigma” (Morin, 1992: 208).

Así, sea cual fuere el sentido del termino paradigma que esté en cuestión, nosotros consideramos que es fundamental indagar qué postulados y qué principios paradigmáticos (principios generales de conocimiento) están ocultos en el núcleo de dicho paradigma (pues, en general, no están explicitados). Por ejemplo, una vez precisado el marco epistemológico de una investigación—marco que puede estar constituido por una o varias teorías en las que se propone un cierto modo interpretar, objetivar y explicar un determinado fenómeno o conjunto de fenómenos—, es sumamente importante realizar una dialéctica de «va y viene» para determinar el paradigma de inscrip-ción de dicho marco, y así dilucidar los postulados, hipótesis y prin-cipios paradigmáticos que rigen el modo como se interpreta objeti-va, concibe, formula, organiza, explica y valida el conocimiento en dicha teoría.

2) «Un paradigma rige y controla todo el campo cognitivo de referencia».

Este segundo rasgo de la noción de paradigma nos permite com-prender uno de los asuntos más vitales de cualquier investigación, a saber: un paradigma impone la lógica con la que han de operar los discursos y teorías sujetos a él— o sea, las formas de proceder,

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las normas o reglas para establecer la pretensión de validez de los enunciados—. Un paradigma controla las prácticas, las formas de verificar y las formas experimentar. Es decir, desde su núcleo— postulados ontológicos, hipótesis, categorías, criterios de verdad y principios generales de conocimiento— el paradigma impone las condiciones epistemológicas que deben orientar la producción de los discursos y la producción del conocimiento de las teorías que estén inscritas en su campo, ya que todo conocimiento, científico o no, se produce de conformidad con un paradigma. En síntesis, un paradig-ma tiene de por sí un valor radical de orientación metódica: esto es, un paradigma traza los caminos que deben seguir las prácticas, los discursos y las teorías que él controla, y, en últimas, obedece a una voluntad de poder, tiene el poder para regir la «visión-de-mundo» que con él emerge.

3) «El conjunto de creencias, imaginarios, prácticas discursivas, conceptos, ideas, valores reconocidos, técnicas, criterios de ver-dad… que son comunes a los miembros de una comunidad constitu-ye un paradigma, el paradigma de esa comunidad».

Este otro rasgo nos permite comprender el siguiente asunto, por cierto, relacionado de modo esencial con la cuestión de la objetivi-dad del conocimiento: el paradigma de una comunidad (científica o no) se reproduce y legitima permanentemente mediante las inte-racciones comunicativas de sus miembros, las cuales, junto con los criterios de verdad, determinan la interpretación, la comprensión y la explicación del conocimiento, a partir de la construcción de consensos y disensos, la vía para legitimar y consolidar las visiones y concepciones de esa comunidad. En términos hermenéuticos, la comunicación lingüística es el ámbito donde se construye perma-nentemente tanto la intersubjetividad como las ideas de aquellos individuos que se reconocen entre sí como legítimos otros. Es me-diante la comunicación que se legitiman «las reglas metodológicas y los criterios de validez» que fundamentan la ‘objetividad’ del cono-cimiento producido en el marco de las teorías y discursos inscritos en un paradigma. En este sentido, el término paradigma designa a la «comunidad» y se refiere específicamente al conjunto de creencias,

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imaginarios, acciones, prácticas discursivas, conceptos, ideas, valo-res reconocidos, técnicas, criterios de verdad… que son comunes a los miembros de esa comunidad.

En suma, un paradigma no sólo produce y reproduce los criterios que fundamentan las pretensiones de validez de los enunciados y la objetividad del conocimiento, sino que también organiza y sujeta en red a los individuos de una comunidad; sujeta los discursos, las teorías, las acciones y, en fin, controla las visiones de los miem-bros de esa comunidad. Así, este tercer rasgo global de la noción de paradigma nos advierte de la importancia de indagar, en una de-terminada investigación, por ejemplo, mediante qué criterios cultu-rales, mediante qué normas, lenguajes y prácticas discursivas, etc… construyen los miembros de una comunidad el consenso y el disenso (tanto sobre sus acciones como sobre la pretensión de validez de sus enunciados).

4) «El sistema de ideas, valores, creencias y prácticas de una cultura se estructura y desarrolla en virtud de una red de paradigmas subyacente a dicha cultura».

Este rasgo global nos indica que los grupos o las comunidades hu-manas están sujetados por un determinado paradigma cultural. Los sujetos de una cultura perciben, sienten, aman, valoran, conocen, piensan, interactúan, se organizan, actúan, etc. de conformidad con los paradigmas culturalmente inscritos en ellos. En síntesis, aunque abierta a su entorno, toda sociedad está condicionada socio-cultu-ralmente mediante una red de paradigmas o paradigma cultural.

4.1 De la dimensión epistemológica de la noción de paradigma

El estatuto epistemológico de cualquiera de las nociones claves del pensamiento contemporáneo, y en particular el de la noción de paradigma, está muy lejos del ideal de simplicidad trazado por la modernidad (circunscrito por la episteme moderna). Como hemos visto, la noción de paradigma no se deja reducir ni cristalizar en sólo un sentido; tiene una multiplicidad de sentidos. La polisemia del

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término paradigma abre en el horizonte una multiplicidad de refe-rentes; luego, aquello a lo cual ella se reporta es una multiplicidad. ¿Por qué? Porque un paradigma, cualquier paradigma, no se conecta únicamente con el lenguaje, y menos aún con una única lógica. Un paradigma tampoco se conecta de modo único con el espíritu huma-no, ni con la cultura, ni con el pensamiento. En síntesis, el estatuto epistemológico de la noción de paradigma es global y complejo; por ende, no es posible cristalizarlo en sólo un sentido y menos aún a referirlo a una sola entidad.

Para apreciar un poco más la complejidad de la resbaladiza no-ción de paradigma, ilustrémosla, a nuestro modo, a partir del análisis que hace Morin respecto de la relación hombre–naturaleza, la cual puede ser considerada en términos de dos paradigmas dominantes. En el primer paradigma, se incluye lo humano en lo natural; por ende, cualquier discurso o teoría que obedezca a este paradigma hace del hombre un ser natural y, obviamente, allí se reconoce la ‘naturaleza animal’ de lo humano. El segundo paradigma, prescribe la disyunción entre los términos de la relación hombre-naturaleza; es decir, este paradigma determina el concepto de hombre excluyendo el concepto de naturaleza. Empero, estos dos paradigmas, aunque opuestos, tienen algo en común: uno y otro le obedecen a un para-digma mayor, un paradigma que los incluye, a saber: el paradigma de simplificación. El paradigma de simplificación— impuesto por el proyecto de reconstitución cartesiana del saber— es en verdad un macro paradigma. Él le ordena al espíritu científico que ante cual-quier complejidad (conceptual o real) separe el objeto de su entor-no; en consecuencia, así el sujeto de conocimiento se ve conducido a romper las solidaridades que dicho objeto guarda con su entorno, con otros objetos y con otras nociones de su episteme de inscrip-ción; es decir, según este macro paradigma, el espíritu científico debe buscar reducir toda complejidad a lo más simple y elemental posible (Morin, 1995: 68-69).

Pero, como lo señalamos en la introducción, hoy en día el domi-nio del macro paradigma de simplificación se ha debilitado fuerte-mente. La época contemporánea se ha caracterizado por su espíritu

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de trasgresión. Así, a lo largo del siglo XX acontecieron diversas re-voluciones paradigmáticas (por ejemplo, en física, lógica, química, biología, antropología, filosofía, teorías de la comunicación, etc.); revoluciones que, en buena parte, desmantelaron los presupuestos o postulados epistemológicos de la episteme inmediatamente anterior: la episteme moderna. Empero, a nuestro juicio, la episteme moderna continúa aún activa en diversos campos. Por ello, dado el estado actual de cosas, Morin, en casi todos sus textos, plantea y expone el porqué de la necesidad de «cambiar de paradigma»: él propone es-pecíficamente cambiar el macro paradigma de simplificación/reduc-ción de la episteme moderna por un paradigma de complejidad4.

Según nuestro modo de pensar la pregunta por el conocimiento, nos parece que la apuesta de Morin es sumamente lúcida y sensata. La noción de paradigma nos puede ayudar a comprender algunas de las razones en las que se fundamenta tal propuesta. ¿Por qué? Porque, por un lado, como lo dijimos más arriba, pese a que la se-gunda revolución científica debilitó muchísimo al macro paradigma de simplificación‑reducción, éste rige aún los destinos del conoci-miento y del hombre en varios campos, como por ejemplo el de la Educación; y, por otro lado, porque la noción de paradigma es muy efectiva cuando se está interesado en discutir las siguientes proble-máticas —por cierto, bastante álgidas en la época en que Kuhn es-cribe la Estructura—:

¿Hay progreso en el conocimiento? Y si hay progreso: ¿es con-tinuo o es discontinuo? ¿El conocimiento progresa de modo acumu-lativo? O, ¿hay rupturas epistemológicas radicales a partir de las cuales se mutan tanto los conocimientos como las prácticas y los métodos anteriores?

Estas preguntas las podemos responder con Kuhn del siguiente modo: claro que el conocimiento sí progresa. Pero dicho progreso acontece sólo cuando en el respectivo ámbito de referencia ocurra

4 El paradigma de complejidad, en nuestra manera de pensar este asunto, nos conminaría, entre otras cosas, a buscar conexiones insospechadas entre las cosas, a abandonar la concepción de la verdad como corres-pondencia, a revisar críticamente los postulados ontológicos y los principios lógicos que, quiérase o no, subyacen en los esquemas y teorías que direccionan nuestros modos de pensar las cosas.

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una revolución paradigmática. Una revolución paradigmática en un determinado ámbito del saber ocurre cuando se allí se dé una rup-tura epistemológica, o sea, un cambio radical en el correspondiente paradigma: cambio radical de sus postulados y principios; cambio radical en la concepción de la verdad; cambio radical de método, de criterios de objetividad. En general, ocurre una revolución paradig-mática en un determinado ámbito cuando se da un cambio radical en el modo de preguntar, en el método y en la lógica; en fin, en el modo de interpretar, explicar y producir el conocimiento en ese ámbito.

Ahora, cuando una revolución paradigmática es general, o sea, afecta a todo paradigma, ocurre un cambio de episteme—. Por ejem-plo, la revolución paradigmática general que aconteció, según la indicación de Foucault, cuando se pasó de la episteme clásica a la episteme moderna—. Una revolución paradigmática generalizada desmantela, pues, toda la episteme anterior. ¿Por qué? Porque ella cambia los postulados ontológicos, la concepción de la verdad y los macro principios de conocimiento que regían a la episteme anterior; y, por ende, con la instauración de la nueva episteme se mutan todas las preguntas y las condiciones de posibilidad del conocimiento: las condiciones de producción del conocimiento, la concepción de la verdad, los criterios de verdad y de validez, el sentido de las palabras y de las cosas, etc.

Pasemos ahora a circunscribir lo mejor posible la complejidad que se traslapa bajo el campo semántico de la noción de paradigma. Para tal efecto, haremos tres cosas: en primer lugar, formularemos una cierta definición de paradigma; una definición abierta, pero que en todo caso sea lo más global posible. En segundo lugar, reseña-remos algunas de sus implicaciones epistemológicas más notables; y, en tercer lugar, enlistaremos algunos rasgos característicos de la noción de paradigma.

Para formular la mencionada definición de paradigma nos apo-yamos en el concepto de red, como sigue: un paradigma es una red compleja. Una red cuyos nodos son «postulados o creencias bási-cas», «principios epistemológicos» (o principios generales de cono-

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cimiento), normas, criterios de verdad, nociones pilotos y catego-rías de inteligibilidad. Una red cuyas aristas son los métodos, las lógicas, los criterios de validez o de falsación del conocimiento y, por supuesto, las prácticas, discursos y teorías mediante los cuales se reproduce y desarrolla tal red.

La estructura de un paradigma se teje tanto discursiva como ló-gicamente. Entre otros, los instrumentos mediante los cuales él pro-duce y reproduce su tejido son: las prácticas, los métodos, los discur-sos, los argumentos y las diversas relaciones lógicas que se establecen entre los nodos.

Desde una perspectiva aún más general, los paradigmas son redes que subyacen en el seno de una episteme. Y es, justamente mediante dichas redes que en una episteme se distribuyen las determinaciones históricas y culturales que han de condicionar la interpretación y la producción de las cosas y del conocimiento; en síntesis, mediante dichas redes se distribuyen y disponen los saberes de la episteme.

Ahora, para no quedarnos en la simple metáfora de la red, pase-mos a poner en alto relieve algunas de las implicaciones epistemo-lógicas más notables de la noción de paradigma. Morin distingue en cualquier paradigma tres dimensiones, a saber: la dimensión semán-tica, la dimensión lógica y la dimensión ideológica.

“Semánticamente, el paradigma determina la inteligibilidad y le da sentido. Lógicamente, determina las operaciones lógicas rec-toras. Ideológicamente, es el principio primero de asociación, eli-minación, selección que determina las condiciones de organización de las ideas” (Morin, 1992: 218). Creo que en virtud de estas tres implicaciones epistemológicas podemos comprender más claramen-te por qué:

a) Un paradigma impone y controla las reglas mediante las cua-les se legitima la validez de los razonamientos y de los argu-mentos.

b) Un paradigma es uno de los organizadores de la percepción, la representación y la interpretación de los fenómenos, tanto en los individuos como en las comunidades.

c) Un paradigma, gobierna y controla los principios generales de conocimiento: por ejemplo, controla los principios de aso-

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ciación, eliminación y selección de las ideas y categorías de los discursos y teorías que le obedecen.

d) Un paradigma construye, junto con el lenguaje y con los es-quemas histórico-culturales, un mundo-posible, el cual es re-producido permanentemente mediante las interacciones co-municativas que efectúan los sujetos y las comunidades que están sujetados por dicho paradigma.

e) En términos más generales, un macro-paradigma se genera siempre en el marco de una episteme, y se establece allí como una de las condiciones de posibilidad de todo conocimiento.

Es obvio que toda la complejidad que se esconde tras la noción de paradigma nos deja perplejos. Empero, creo que podemos ponerla a trabajar a nuestro favor. Pese a todo, creo que la noción de para-digma puede ayudarnos a orientar con cierto rigor nuestros trabajos de investigación. Así, pienso que para lograr construir lo más riguro-samente posible el «marco epistemológico» de cualquier problema de investigación e inscribirlo en el proyecto de la nueva racionalidad que está hoy en perspectiva, es menester tenerla muy en cuenta. Si nos dejamos guiar por esta noción podremos, por ejemplo, darnos a la tarea de desentrañar los postulados, los principios de conocimien-to, las ideas, los conceptos y las definiciones implícitas a partir de los cuales un discurso o una teoría interpreta los fenómenos, los distin-gue, define, relaciona, proyecta, describe, y explica, así como poner en claro los criterios mediante los cuales se justifica la pretensión de validez de sus tesis; en otras palabras, podemos intentar dilucidar los criterios hermenéuticos, las condiciones bajo las cuales se produce el conocimiento y el modo como se legitima la pretensión de validez de los enunciados.

Por último, cerremos el tema que nos ocupa con el siguiente lis-tado de rasgos de la noción de paradigma, algunos de ellos destaca-dos en (Morin, 1992: 222-4), aunque puestos en términos nuestros:

• Un paradigma es una entidad casi invisible, se sitúa en el or-den de lo no-consciente y de lo supra-consciente. Por lo tan-to, es muy difícil de criticar por aquellos estén inmersos en él.

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• Un paradigma no es verificable ni falsable. Es decir, si bien al-gunos enunciados empíricos pueden llegar a ser refutables, en cuanto tal, un paradigma está fuera del alcance de cualquier prueba o experimento que lo valide o lo refute.

• Un paradigma dispone de un núcleo axiomático. Es a partir de este núcleo que él se impone.

• Un paradigma dispone en su núcleo de un principio de inclu-sión/exclusión: excluye todo aquello que no responda a las exigencias de sus postulados, principios de explicación y de sus métodos.

• Un paradigma es el organizador invisible del campo de visi-bilidad abierto por la teoría: no se puede inteligir lo que ese campo no deja ver.

• Un paradigma crea en el sujeto de conocimiento la ilusión de que sus interpretaciones obedecen a la experiencia, cuando de hecho es a él a quien responde.

• Un paradigma condiciona la interpretación de los fenómenos y genera, conjuntamente con el lenguaje, una cierta realidad y un sentimiento de verdad.

• Un paradigma articula y está recursivamente articulado a los discursos y teorías que él genera. Por tal razón, tales discursos y teorías lo re-generan.

• Un paradigma, conjuntamente con el lenguaje, construye un cierto «mundo-de-la-vida»; por lo tanto, nutre y condiciona toda interpretación que hagamos en él, y de ese modo pro-duce una cierta visión-de-mundo. ¿Por qué? Porque desde su episteme de inscripción, mediante sus postulados metafísicos, un paradigma nos impone ciertos criterios ontológicos; es de-cir, las preconcepciones y prejuicios sobre lo ente, así como una determinada concepción de la verdad. En consecuencia, de suyo, determina el sentido de la búsqueda de lo verdadero, pues, como plantea Heidegger, las ciencias no investigan la verdad, buscan lo verdadero, lo cual obviamente depende de qué concepción se tenga de la verdad.

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• Al cambiar de paradigma se muta la percepción de los fe-nómenos que son, justamente, los objetos que se disponen a nuestra consideración, y en cuya constitución interviene activamente el sujeto. Por lo tanto, al cambiar de paradigma, cambia tanto el sujeto como el horizonte de interpretación de los fenómenos y, necesariamente, se ha de mutar tanto nuestra comprensión como la descripción-explicación de los fenómenos.

5. De la noción de episteme

Los filósofos griegos usaron el término ‘episteme’ bien sea para referirse al conocimiento, a un saber, o bien sea para nombrar la ciencia. Pero la introducción en el vocabulario filosófico contempo-ráneo de la noción de episteme se le debe al filósofo francés Michel Foucault. Para él una episteme es lo que define las condiciones de po-sibilidad de todo saber. Así, por una parte, Foucault afirma que “en una cultura y en un momento dado nunca habrá más que una sola episteme, que define las condiciones de posibilidad de todo saber” (Foucault, 1966: 179). Y, por otra parte, al develar en el Prefacio de Las palabras y las cosas la intención de ese texto, declara: “…No se tratará de conocimientos descritos en su progreso hacia una objetividad en la cual nuestra ciencia de hoy pudiese al fin recono-cer; lo que se intentará sacar a la luz es el campo epistemológico, la episteme en la que los conocimientos, considerados por fuera de cualquier criterio que se refiera a su valor racional o a sus formas ob-jetivas, hunden su positividad y manifiestan así una historia que no es propiamente la de su perfección creciente, sino más bien la de sus condiciones de posibilidad; en este relato lo que debe aparecer son, al interior de ese espacio de saber, las configuraciones que le dieron lugar a las diversas formas de conocimientos empíricos” (Foucault, 1966: 13). La episteme de una época es medio y mediación. “…La episteme no es sinónimo de saber sino que es la expresión de un orden o, mejor dicho, del principio de un ordenamiento histórico de los saberes, principio anterior al ordenamiento del discurso efec-tuado por la ciencia e independiente de él. “La episteme es el orden

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específico del saber, la configuración, la disposición que toma el sa-ber en una determinada época y que le confiere una positividad en cuanto saber” (Machado, 1999: 25).

Para ganar una mayor comprensión sobre el aspecto global de la noción de episteme, podemos recurrir a la siguiente metáfora agraria, por cierto, ideada por el mismo Foucault: una episteme es un sue-lo, un campo de positividades. Al igual que un suelo del agro, una episteme contiene los ‘nutrientes’ y las condiciones de posibilidad para que, cual semillas, germinen en ella sólo cierto tipo de pregun-tas. Así, de entrada y por sí misma una episteme condiciona tanto las preguntas como el modo de formularlas; en consecuencia, una episteme posibilita o no posibilita la aparición de una cierta clase de saberes, de ciertas tecnologías, de cierto tipo de prácticas cotidianas y, finalmente, de un cierto tipo de hombre.

Así pues, según esta línea de pensamiento, es en el marco de una episteme que se generan las preguntas, los problemas y las condicio-nes de posibilidad de las teorías y los saberes. Por ende, de ser así, en el estudio y diseño del marco epistemológico de una investigación debemos atender a la noción de episteme, y de suyo, hay que com-prenderla lo mejor posible.

Otro de los rasgos claves que singulariza a cualquier episteme, y que es de vital importancia pensar cuidadosamente es el siguiente: de un modo velado, en toda episteme se establece un tráfico de rela-ciones indirectas entre los saberes que allí aparecen. Este rasgo es tan decisivo que llevó al mismo Foucault a afirmar que la formación de un nuevo discurso o de una nueva teoría en el seno de una episteme tiene más que ver con este tráfico de relaciones que con los sabe-res que la preceden (aquellas teorías o discursos que supuestamente fungen en calidad de antecedentes). Si avalamos la existencia del tal tráfico en el seno de cualquier episteme, entonces, de ser así las cosas, al investigar nos veremos inevitablemente confrontados con el siguiente dilema:

1) Sabemos que ninguna investigación parte del vacío.2) Pero, si aceptamos que en una episteme acontece un tráfico

de relaciones indirectas entre los saberes, entonces tenemos un serio problema con uno de los asuntos más vitales de toda investigación:

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el recurso a la tradición (tan caro para la hermenéutica) o con la construcción de los antecedentes de investigación.

Otro de los rasgos fundamentales de toda episteme es el llamado sistema de simultaneidad. Foucault llama sistema de simultaneidad al modo como se disponen y organizan las teorías o saberes en una episteme; o dicho en otros términos, los dominios con los cuales se establecen relaciones de contigüidad y de solidaridad epistemológi-ca. Es decir, la disposición de las teorías o saberes en una episteme no se da sólo mediante relaciones históricas o lineales directas, ni se trata de una simple yuxtaposición inconexa, ni tampoco se dis-ponen o coexisten insularmente, sino que se disponen y organizan según un sistema de simultaneidad. Ilustremos, a nuestro modo, este asunto con la disposición de la lingüística en la episteme moderna (uno de los casos que Foucault pone en consideración en Las pala-bras y las cosas).

La lingüística fue uno de los tantos saberes que encontró ciertas condiciones de posibilidad para su emergencia en la episteme mo-derna. Si nos situamos en la perspectiva de Foucault y nos dejamos guiar por la idea de sistema de simultaneidad, entonces, para buscar los lugares de emergencia de muchas de las preguntas, conceptos y enunciados que hicieron posible la aparición de la lingüística, tam-bién tenemos que dirigir la mirada a otros ámbitos de preguntas, conceptos y métodos de investigación que poco tenían que ver en ese entonces con las gramáticas que se elaboraron en el siglo XVII, o con la gramática histórica, o con el Cratilo de Platón, supuestos antecedentes.

La tesis que queremos plantear en este punto es que los domi-nios de emergencia de las preguntas y las hipótesis que pueden ha-ber contribuido (en una episteme) a la aparición de un determinado saber o teoría no sólo hay que rastrearlos en los supuestos antece-dentes, también hay que tener muy en cuenta la idea de sistema de simultaneidad. O sea, los dominios de las relaciones de contigüidad y de solidaridad epistemológica de una teoría o de un saber no hay que buscarlos sólo mediante retrocesos lineales.

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Así las cosas, consideramos que al reflexionar sobre la pregunta por el conocimiento o al emprender una investigación es de vital importancia tener en cuenta las siguientes cuestiones:

1) Todo problema de investigación tiene sus raíces en una de-terminada episteme.

2) En toda episteme se entroniza un cierto tipo de racionalidad. Por lo tanto, el investigador debe tratar de elucidar lo me-jor posible los elementos claves del núcleo de la racionalidad de la episteme en la que se enmarca su problema de investi-gación; por supuesto, teniendo muy en cuenta el siguiente planteamiento de Foucault a este respecto: “…el problema principal, cuando la gente intenta racionalizar algo, no con-siste en buscar si se adapta o no a los principios de la racio-nalidad, sino en descubrir cuál es el tipo de racionalidad que utiliza” (Foucault, 1996: 97).

3) La noción de episteme nos avoca irremediablemente a con-frontar el problema de la interpretación. Dicho en palabras de Gadamer: «todo esfuerzo investigativo auténtico exige elaborar una conciencia de la situación hermenéutica».

4) El azar juega un papel importante en la aparición de los sa-beres y teorías. ¿Por qué? Porque a nuestro juicio, el sistema de simultaneidad nos advierte que los problemas de investi-gación no necesariamente siguen un desarrollo lineal, y raras veces obedecen a un plan estrictamente predeterminado.

5) La noción de sistema de simultaneidad nos pone frente al problema de la interpretación, y por lo tanto a asumir la ver-dad como interpretación y no como correspondencia, lo cual conduce a una cierta relativización de la pretensión de vali-dez de los saberes.

6) Aunque sea necesario recurrir críticamente a la tradición, también hay que trabajar en términos genealógicos. Trabajar en términos genealógicos quiere decir arqueologizar el pro-blema de investigación; es decir, buscar sus vestigios, situar-

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los en una episteme e intentar descubrir las solidaridades que él guarda con otros problemas ya formulados en otras teorías de dicha episteme, por alejadas o extrañas que ellas nos pa-rezcan. En suma, trabajar en términos genealógicos significa abandonar la búsqueda de un origen luminoso del conoci-miento.

En síntesis, al investigar, es imperativo atender a la noción de episteme y, de algún modo, confrontar el dilema planteado más arri-ba, pues, de otra manera no veo como realizar una aproximación rigurosa a la construcción del marco epistemológico de una investi-gación. Por ejemplo, si nos dejamos guiar por la noción de episteme, entonces debemos situar el problema en una episteme e investigar qué relaciones de contigüidad, solidaridad y simultaneidad guarda nuestro problema con otros problemas ya formulados en dicha epis-teme. Pienso que en función de los conceptos de contigüidad, simul-taneidad y solidaridad: a) podemos avanzar en el desentrañamiento riguroso de buena parte de los antecedentes de investigación, b) po-demos estudiar más críticamente los textos de la tradición; atendien-do, en cada caso, al paradigma en cuestión y a su inscripción en una determinada episteme. En otras palabras, podemos hacer una inda-gación sobre las condiciones de producción del conocimiento en el marco de la respectiva episteme y, por supuesto, sobre los criterios mediante los cuales se interpreta y se legitiman las pretensiones de validez de los enunciados.

Por último, para dar por cerrada la reflexión sobre el tema que nos ocupa, cabe preguntar si existe algún nexo entre las nociones de episteme y paradigma. En efecto lo hay. Como lo sugiere Morin, la noción de episteme de Foucault tiene un sentido más radical y más amplio que la noción de paradigma de Kuhn. Morin considera que “la episteme de Foucault se encuentra casi en el fundamento del sa-ber y recubre todo el campo cognitivo de una cultura” (Morin, 1992: 217), aunque, por otra parte hace la siguiente critica: “Foucault concibió la relación cultura/episteme de forma simplificada, pues «en una cultura, en un momento dado, sólo hay una episteme…»” (Mo-rin, 1992: 217).

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Por nuestra parte, como lo dejamos entre ver en el apartado donde pusimos en consideración la noción de paradigma, juzgamos que ambas nociones son distintas, aunque inseparables. La noción de episteme es más amplia y extensa que la noción de paradigma; en otras palabras, se nos antoja que una episteme puede ser vista como una suerte de recubrimiento del conjunto de todos los para-digmas. ¿Por qué? Porque todo paradigma germina y florece en el suelo de una determinada episteme y es, justamente la episteme la que le suministra a cada paradigma los postulados ontológicos, los macro principios de conocimiento y la concepción de la verdad que determinan su núcleo paradigmático. A partir de este núcleo, jus-tamente, se generan y plantean los problemas, se formulan las pre-guntas y se establecen los puntos de partida de las teorías y de los saberes engendrados en esa episteme, a partir de una determinada red paradigmática.

6. De la noción de obstáculo epistemológico

Muy a nuestro pesar, en este parágrafo vamos a ser muy sucintos y vamos a inscribir nuestra reflexión sólo en el horizonte epistemo-lógico que abre la siguiente pregunta: ¿la progresión (o evolución) del conocimiento acontece de modo continuo, o acontece de modo discontinuo?

Las nociones de paradigma y episteme nos pueden ayudar a esbo-zar el horizonte de esa pregunta: el conocimiento avanza o progresa de ruptura epistemológica en ruptura epistemológica; en términos de Kuhn, el conocimiento progresa mediante revoluciones paradig-máticas; vale decir, de modo discontinuo.

Con todo, para sustentar la respuesta anterior, también nos po-demos valer de la riqueza de la noción de obstáculo epistemológico, introducida por el epistemólogo francés Gastón Bachelard. Bache-lard mostró que cuando investigamos las condiciones psicológicas de la producción del conocimiento científico, rápidamente llegamos a la siguiente conclusión: “Es en términos de obstáculos que se debe plantear el problema del progreso del conocimiento científico”. Pero

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Bachelard aclara que los obstáculos no son dificultades externas, ta-les como la complicación o la fugacidad de los fenómenos, ni que menos aún se los podemos imputar a la debilidad de los sentidos o a las limitaciones de nuestro espíritu o de nuestro sistema cognitivo.

Los obstáculos epistemológicos que ha de encontrar el espíritu científico en su camino son inherentes al proceso mismo de conoci-miento, o sea, es en el mismo acto de conocer donde el sujeto de co-nocimiento se encuentra con esta suerte de obstáculos. En términos de Bachelard, “es por una suerte de necesidad funcional que apare-cen en el acto de conocer ciertos factores de inercia que bloquean la producción del conocimiento propiamente científico” (Bachelard, 1978: 142). Estos factores de inercia son los que, justamente, Bache-lard llama obstáculos epistemológicos.

Tomar en cuenta en una investigación la noción de obstáculo epistemológico, entonces, también trae consigo algunas consecuen-cias radicales. Mencionemos algunas de ellas.

• En el acto de conocer es muy posible que nos dejemos enga-ñar por el sentido común que, como lo analizó Bachelard, es uno de los tantos factores de inercia que bloquean la produc-ción del conocimiento objetivo.

• En el acto de conocer es muy fácil que nos dejemos orientar por nuestros prejuicios que, aunque algunos de ellos son ineli-minables, pueden llegar a ser grandes obstáculos epistemoló-gicos.

• En el acto de investigar es inevitable que actualicemos nues-tros pre-juicios, nuestras precomprensiones ontológicas, así como los principios de conocimiento, las categorías de aná-lisis, etc. de nuestros paradigmas de inserción (individuales, culturales y teoréticos), que, como ha ocurrido tantas veces en la historia, según la naturaleza del problema, y bajo cierta situación hermenéutica pueden llegar a obstaculizar la solu-ción del problema, o la producción de un saber sensatamente objetivo.

Así pues, estos y otros aspectos que Bachelard estudió en La formación del espíritu científico son, o en un momento dado pueden

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llegar a ser, legítimos obstáculos epistemológicos; o sea, factores de inercia que obstaculizan la producción del conocimiento objetivo.

El mensaje que porta la noción de ‘obstáculos epistemológico’ es revelador: el investigador debe estar en guardia, pues “las reve-laciones de lo real son siempre recurrentes, lo real no es nunca lo que se podría creer, lo real es, siempre, aquello que se debería haber pensado” (Bachelard, 1978: 32). O sea, hay algo en lo real que, al principio, y quizá para siempre, se resiste a la lógica, a nuestro modo de pensarlo. Un investigador siempre debe estar tenso hermenéu-ticamente: mantener su espíritu en una «posición crítica», tener siempre presente que el está implicado en el conocimiento y que “lo real es como una luz que siempre proyecta sombras, nunca es inmediato y pleno” (Bachelard, 1978: 32).

Si el investigador no indaga y confronta críticamente los posi-bles obstáculos epistemológicos (por cierto, muchos de ellos inscritos en sus paradigmas), es muy probable que no halle ninguna solución al problema de investigación, o que los resultados sean muy poco objetivos y que, por ende, tengan un bajísimo grado de validez.

Para clausurar nuestra reflexión sobre la noción de obstáculo epistemológico, explicitemos, a manera de conclusión, las siguien-tes consideraciones didácticas:

• Cuando se investiga, antes de hacer cualquiera otra cosa, hay que batirse epistemológicamente con la formulación del pro-blema de investigación. Batirse epistemológicamente quiere decir que:

a) Revisar y cuestionar permanentemente la formulación del problema de investigación, lo cual, entre otras implica: revisar críticamente la tradición, determinar críticamen-te el estado del arte (las investigaciones ya realizadas), analizar el núcleo del paradigma cultural de inserción del investigador, analizar el «núcleo» del paradigma de inser-ción del problema e interpretar y sopesar el valor teórico y epistemológico de los «términos» que aparecen en su formulación. En suma, batirse paso a paso con los posibles obstáculos epistemológicos.

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b) Reconocer, interpretar, analizar críticamente y valorar los conocimientos y supuestas certezas provenientes tan-to de la experiencia (consolidada) como de nuestros pro-pios paradigmas (individuales, culturales y teoréticos), para intentar superar aquellos factores de inercia que, a nuestro juicio, pueden bloquear o invalidar nuestra in-vestigación. Obviamente alguien podría objetar que en la producción del conocimiento la experiencia cuenta y cuenta mucho. Claro que sí; pero, como anota el mismo Bachelard, el conocimiento empírico es claro y objetivo sólo cuando una teoría (el aparato de razones) ya está es-tructurada, es decir, cuando el conocimiento es afirmado rigurosamente en términos de una teoría bien fundada

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Bibliografía

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_____. (1996) Tecnologías del yo. Barcelona: Paidós.

_____. (1992) Nietzsche, la genealogía, la historia. Valencia: Pre-textos.

Popper, Karl (1995). “Dos clases de definiciones”. En: Escritos selectos. Mi-ller David (comp.). México: Fondo de Cultura Económica.

Deleuze, Guilles (1998). Nietzsche y la filosofía. Barcelona: Anagrama.

Machado, Roberto (1999). “Arqueología y epistemología”. En: Balbier, E. Deleuze, G. y otros. Michel Foucault, Filósofo. X, Magazin de troncos.

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Reseñas

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259Rizoma. Acrílico sobre lona (110 x 80 cms.) De la serie “Tempo”, 2008. Fredy Alzate

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Sé tener el asombro esencialQue tendría un niño si al nacerAdvirtiese que nació de veras(Caeiro, 1997: 140).

Desde la primera página de la presentación a La nada luminosa. Fernando Pessoa un poeta de la naturaleza, Carlos Vásquez advierte cómo no debe enmarcarse el libro, a saber, ni en el detenimiento en los escritos filosóficos de Pessoa, ni en un análisis sobre el fenómeno de la heteronomía, ni en la utilización de los poemas como objetos, ni en la extracción de los significados filosóficos de la poesía pessoia-na, y mucho menos en la formulación de tesis interpretativas sobre Alberto Caeiro –heterónimo de Pessoa–. Antes bien, y en eso sí es categórico, se trata de “hacer resonar la convicción de Pessoa de que resulta más filosófica la poesía que la prosa” (Vásquez, 2009: 9). De este modo, La nada luminosa se plantea como una reverberación, un eco, el espejo de una convicción, ésta es, la poesía, entendida en su remisión al verso, que puede ser más filosofía que los mismos escri-tos filosóficos en prosa. Así, con este libro, Carlos Vásquez asume un reto: decir en prosa lo que la poesía‑filosofía de Caeiro dice en verso.

El tránsito de la escritura de Vásquez se evidencia claramente en la ordenación propuesta en los capítulos: 1. “La realidad no me necesita”; 2. “La metafísica del no saber”; 3. “De parte de las co-sas. El objetivismo absoluto de Alberto Caeiro”; 4. “Escribir” y 5. “La sencillez divina”. A su vez, cabe mencionar que el libro cuenta con cinco apartados adicionales: Coda: “Las cosas que pasan”, Final, Epílogo. Notas sobre el sentido, y Anexo –en el cual se encuentran

VÁSQUEZ TAMAYO, Carlos. La nada luminosa. Fernan-do Pessoa un poeta de la naturaleza. Medellín: Fondo Editorial de la Universidad EAFIT, 2009. 161 pp.

Mateo Navia [email protected]

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algunos poemas de Alberto Caeiro leídos por Vásquez–. De este modo, puede decirse que el orden trasluce un movimiento en el cual se transita desde la negación de la realidad hasta una implicación del no saber que se transforma en un objetivismo absoluto, esto es, en una radicalización o penetración paulatina del sí mismo, donde el poeta‑filósofo Caeiro encuentra un rayo de luz que ilumina su escritura y su ética.

Resolviéndose por la resonancia, el eco y la reverberación poé-tica en la cual se cuela el contenido filosófico, Vásquez se sostiene en el intervalo de una interpretación atenta a la no deformación de los textos de Caeiro. O, lo que es semejante, ordenando, ligando y relacionando los poemas, se cuida de no traicionarlo, de no tergiver-sarlo. Traición que podría manifestarse si Vásquez crease conceptos ajenos a la escritura misma de Caeiro. Pero traición que logra ser evitada cuando se pliega al espíritu de la letra, haciendo emerger, con las mismas palabras del poeta, la visión unificada del pensa-miento y la sensación.

Y es justamente en el cuidado de la integración del pensamiento y la sensación, que la escritura de Vásquez ronda, puesto que es allí donde la poesía‑filosofía de Caeiro deambula. Al respecto de dicha reunión, una cita de Vásquez citando a Caeiro, puede ser ilustrativa:

“El poema es la unidad en la diversidad decir pensar. En momentos así uno dice lo que piensa. Esa unidad es rara y es por eso que hay pocos poemas.[…] Se yerra en el decir porque no se piensa bien, se oscurece el pensar si uno no lo dice con las palabras que es.

Al igual que fallan las palabras cuando queremos /expresar un pensamiento,Así fallan los pensamientos cuando queremos expresar /una realidad.Pero como la esencia del pensamiento no es ser dicha /sino ser pensada,Así la esencia de la realidad es existir, no ser pensada.Así, todo lo que existe, simplemente existe.Lo demás es una especie de sueño que tenemos,

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Una vejez que nos acompaña desde la infancia /de la enfermedad.(Caeiro, Pessoa, 1997: 277).

[…] Escribir no es un gesto, una pose o actitud que uno adopta. Como si se tratase de algo que uno sabe hacer. Tampoco es un hábito. Es más bien algo que a uno le pasa, una ocurrencia y no una experiencia”. (Vásquez, 2009: 83-84).

De este modo, puede sugerirse que con dicha reunión acontece un desplazamiento de la concepción filosófica abarcadora, que su-perpone el fluir de la sencillez de un alma con el movimiento fluido de la existencia. Pero también, desalojo del pensamiento que, al abandonar toda metafísica, continúa siendo mística, sólo si acaso, como dice Caeiro: “Mi misticismo es no querer saber/Es vivir y no pensar que vivo” (Caeiro, 1997: 160-161). De allí que el análisis de Vásquez devele el sentido, no como lo haría el filósofo remitiéndo-lo al saber, sino encausándolo hacia los sentidos, hacia la mirada. “Aprender a sentir es el camino. El primer paso es la recuperación de la mirada” (Vásquez, 2009: 20). De esta manera, leer a Caeiro consiste en seguir una escritura que esquiva el pensamiento, no para apartarse de él, sino para albergarlo en la percepción, en la mirada.

Pero una mirada que no tiene la pasividad de la contemplación, sino una extensión, la capacidad para posarse en las cosas y escu-charlas, descubriendo en ellas sus propios sonidos, sus propias pala-bras. En la estela de estas precisiones de Vásquez puede referirse un acercamiento que dice lo indecible, que revela un misterio que no se deshace con su nombramiento. Llega a decir el autor: “Decir lo indecible es la vocación de los poemas de la serie del Guardador de rebaños. Así como revelar el misterio sin que deje de serlo. La poesía no calla: dice lo que calla. No se refugia en lo invisible, lo ofrece a lo visible” (Vásquez, 2009: 77).

Remisión a lo visible que se manifiesta en la ligazón que Caeiro establece con la existencia, pues, “[p]ara Caeiro [el sentido] es la existencia” (Vásquez, 2009: 143). Pero, a su vez, como una existen-cia que se reconoce en la encrucijada de una contradicción central.

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““La única afirmación es ser. Lo que existe, simplemente existe” (Pessoa, 1997: 271). Esa afirmación reflejada es la aspiración supre-ma de Alberto Caeiro y “ser lo opuesto a eso es lo que no quisiera ser” (Caeiro, Pessoa, 1997: 271)” (Vásquez, 2009: 150). Unificación que se experimenta en la existencia mediante el hecho de que “somos” –ser– y “estamos” –existir– en un mundo que podemos comprender en la medida en que nos relacionamos –siendo y existiendo– con él y en él. Comprensión que, luego del rodeo metafísico –porque está “más allá de lo físico”–, y ontológico –porque refiere de quien existe, su inscripción en el ser–, se revierte en una ética de lo existencial.

Así, Vásquez propone una ética en Caeiro, que corresponde a:

“[l]a afirmación de la inasibilidad de todo. De las cosas a mí. De mí a mí. Una ética de la separación.

Al ver, es eso lo que experimento: las cosas no son mías y yo no me pertenezco.Poco a poco el campo se ensancha y se dora.La mañana se pierde por las desigualdades de la llanura.Soy ajeno al espectáculo que veo: lo veo.Es exterior a mí. Ningún sentimiento me une a él,Y es ese el sentimiento que me une /a la mañana que aparece(Caeiro, Pessoa, 1997: 305).

Ahí está la clave. En determinar ese sentimiento. Un sentimien-to sin sentimiento. ¿Qué lazo de unión es ese? La separación. Uno que une separando. Son expresiones paradójicas con las que Caeiro pone a prueba la capacidad del lenguaje para decir lo que desborda” (Vásquez, 2009: 114).

De este modo, lo que está en cuestión con la ética que Vásquez anuncia en Caeiro, corresponde a la imbricación del sentimiento y el pensamiento, en un determinado tratamiento del lenguaje con el cual se logra decir el desbordamiento de lo que no puede decirse, esto es, el exceso de la exterioridad inasible e imposible de objeti-var o sistematizar. Pero una ética que, a su vez, teniendo una fuerza importante desde la estética, –en el sentido de la experiencia que puede tenerse del mundo–, puede desembocar en una pasividad que

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no se refiere, de manera práctica, a acciones concretas. Pues si bien dice Vásquez envuelto en la luz de Caeiro: “No hago nada. No pienso en nada y no espero nada. El tiempo va pasando. Los instantes se su-ceden y me atraviesan” (Vásquez, 2009: 132), dicha declaración, al referir una interesante fusión con la experiencia que se puede tener del mundo en términos estéticos, no logra ser provechosa, tal como una ética lo requeriría, para ahondar en la cuestión sobre cómo pue-den los seres humanos vivir juntos en el mundo.

A este último respecto, hacia el final de su libro, Vásquez le da la palabra a Álvaro de Campos –otro heterónimo de Pessoa–, ofreciendo una luz en la comprensión de la ética en Caeiro. Cito algunos extractos:

Maestro, mi querido maestroCorazón de mi cuerpo intelectual y entero.Vida del origen de mi inspiración.Maestro, ¿qué ha sido de ti en esta forma de vida?[…]Maestro mío, mi corazón no aprendió tu serenidad.[…]Maestro, sólo sería como tú si hubiera sido tú.[…]La calma que tenías, me la diste, y fue mi inquietud.Me libertaste, pero el destino humano es ser esclavo.Me despertaste, pero el sentido de ser humano es dormir.(De Campos, Pessoa)” (Vásquez, 2009, pp. 133-135).

En esta perspectiva, con las palabras de De Campos que exhor-tan la calma y la serenidad, en medio de la inquietud propuestas por Caeiro, –las cuales pueden asumirse incluso como un despertar y una liberación del destino esclavo del ser humano–, sólo podrían constituirse en una ética desplegada en el vivir juntos, si todos estu-viesen despiertos. Pero dado que el sentido de ser humano es dormir, parece que asistimos al derrumbamiento de la ética propuesta por Caeiro.

Para finalizar, simplemente apuntar que, si bien el análisis de Vásquez sobre la ética en Alberto Caeiro no es desarrollado de ma-nera suficiente, debe reconocérsele que su lectura señala el derrum-

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bamiento de la comprensión abarcadora del pensamiento, exalta el éxtasis de los sentidos –que albergan también pensamiento– invi-tándonos a releer a Caeiro, y propone que, en la estela de sus pala-bras, comencemos a despertar, iniciemos el proceso de que nuestros párpados vayan despegándose suavemente, tal como le sucedería a un niño si al nacer/Advirtiese que nació de veras

Referencia adicional a la reseñada

Pessoa, Fernando (1997) Poesía. Selección, traducción y notas: Herederos de José Antonio Llardent. Madrid: Alianza.

RESEÑAS

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GIRALDO RAMÍREZ, Jorge. Guerra civil posmoderna. Bogota: Universidad EAFIT – Universidad de Antioquia – Siglo del Hombre, 2009. 414 pp.

Enrique Serrano Gómez*[email protected]

Si bien el conflicto puede bloquear el desarrollo de una sociedad e, incluso, conducir a su disolución, cuando se adquiere la capacidad de procesarlo, mediante el orden institucional, el conflicto mismo se convierte en un factor que impulsa ese desarrollo. Precisamente, un importante déficit de las sociedades latinoamericanas es la adquisi-ción de esta capacidad básica. El primer mérito del libro Guerra civil posmoderna consiste en situarnos ante este problema fundamental. El objetivo de estas breves notas no será ofrecer un resumen de la línea argumental que sigue su autor, Jorge Giraldo Ramírez, porque su riqueza y complejidad tornaría improbable él éxito de esta tarea en un espacio reducido.

Sin embargo, tampoco me interesa limitarme a elogiar en abs-tracto su trabajo, pues, aunque se trata de una costumbre usual en nuestro medio intelectual, con poca inclinación al ejercicio de la crítica, ello me parece poco productivo. Lo que me propongo es re-construir, con cierta unidad, algunas de las reflexiones que me ha suscitado la lectura de este libro en las que se haga patente mis co-incidencias teóricas con su autor, pero también las diferencias. La finalidad es propiciar una polémica que invite a su lectura y, con ello, a profundizar en este campo problemático, desde diversos pun-tos de vista. Voy a empezar por un elemento que comparto con Jorge Giraldo, a saber: una lectura de Carl Schmitt.

Como es sabido Carl Schmitt caracteriza a lo político a partir de la relación amigo-enemigo. Su intención al ofrecer esta determina-ción escueta y provocativa es cuestionar la idea de que el conflicto

* Esta reseña corresponde al texto presentado en el lanzamiento del libro que se realizó en la Universidad EAFIT, Medellín, el 18 de febrero de 2010.

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en las sociedades es el resultado de la conducta anómica de un indi-viduo o grupo. Detrás de esta concepción tradicional del conflicto se encuentra el presupuesto no justificado de que existe un orden natural de cuyo conocimiento los seres humanos pueden extraer las normas que permiten coordinar sus acciones de manera pacífica. Según esto, la fuente del conflicto sólo pude ser la ignorancia y/o la convicción maligna de algunos seres humanos. Precisamente, la fuerza de esta añeja visión de las cosas reside en que coincide y re-fuerza la extendida tendencia a conceptualizar los conflictos como una confrontación entre el Bien y el Mal. Tendencia que podemos encontrar en la amplia literatura épica de las distintas culturas.

El efecto de este espontáneo maniqueísmo es impedir el desa-rrollo de la capacidad de procesar institucionalmente los conflictos sociales, porque eleva el grado de intensidad de la enemistad, propi-ciando, de esta manera, una violencia sin límites. Si el enemigo se identifica con el malo, entonces no cabe ninguna negociación con él; sólo queda la posibilidad, como advirtió Hegel, de matar o morir. El mejor ejemplo de esta situación lo encontramos en las guerras religiosas, consideradas por cada uno de los bandos en pugna como guerras Justas. Al identificar uno de los contrincantes su causa con el valor universal de la justicia, de inmediato sitúa a su rival fuera de la ley e, incluso, fuera de la humanidad. Esta degradación moral del otro ha representado siempre el anuncio de las mayores barbarida-des que se han experimentado en la historia.

En oposición a dichas concepciones tradicionales, el objetivo de Carl Schmitt es destacar que la causa de los conflictos sociales se en-cuentra en lo que él denomina el pluriverso, esto es, el hecho básico e insuperable de la pluralidad. Precisamente, el dato de la plurali-dad hace patente que en el mundo humano no existe ningún orden universal y necesario, en el cual sustentar una integración armónica de las acciones. Todo orden que encontramos en la experiencia es un producto contingente y parcial. Ello significa que no todos los conflictos pueden pensarse en base a la dicotomía Bien y Mal, sino que, por el contrario, la mayoría de ellos debe comprenderse como una confrontación entre diversas concepciones del bien. Dicho en

RESEÑAS

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términos literarios, debemos abandonar la visión épica, para asumir una perspectiva trágica.

Si la raíz de los conflictos sociales se encuentra en la pluralidad y contingencia del mundo humano y estas son sus cualidades distinti-vas, entonces se tiene que aceptar la imposibilidad de acceder a una sociedad armónica o transparente. La única opción que tenemos es aprender a procesar los conflictos, lo cual es el objetivo central de la práctica política. El núcleo de la argumentación de Carl Schmitt se encuentra constituido por la afirmación de que el primer requisito para limitar la intensidad de los conflictos sociales y, de esta manera, controlarlos, consiste en diferenciar la dicotomía Bien y Mal, de la dualidad amigo-enemigo. Sólo así, es posible aceptar que los enemi-gos son simplemente los otros, es decir, individuos con concepcio-nes del bien e intereses distintos.

El enemigo político no necesita ser moralmente malo, ni esté-ticamente feo; no hace falta que se erija en competidor económico, e incluso puede tener un beneficio hacer negocios con él. Simple-mente es el otro, el extraño y para determinar su esencia basta con que sea existencialmente distinto en un sentido particularmente in-tenso. En último extremo pueden producirse conflictos con él que no pueden resolverse ni desde alguna normativa general previa, ni en virtud de un juicio o sentencia de un tercero no afectado o imparcial.

Ver al enemigo como la diferencia ética (Hegel) y no como la encarnación del mal, no suprime los factores que desencadenan el conflicto; sin embargo, crea las condiciones para poder negociar e, incluso, para acceder a un acuerdo que permita la coexistencia con él, a pesar de la enemistad. Esto es fundamental porque, en contra de lo que parece a primera vista, la determinación que propone Sch-mitt de lo político no tiene un carácter belicista. Por el contrario, a pesar de que reconoce que existe una frontera fluida entre la guerra y la política, al mismo tiempo sostiene que entre ellas hay una dife-rencia cualitativa. En contraste con la guerra en la práctica política amigo y enemigo comparten una normatividad común, la cual cons-tituye un espacio público en el que pueden procesarse las diferencias sin tener que desencadenar la violencia.

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Schmitt advierte que la diferenciación entre la enemistad polí-tica y la moral es muy difícil de lograr. Sin embargo, destaca que ello se pudo alcanzar en los inicios de la formación del sistema de los Es-tados Europeos, específicamente en el Ius Publicum Europaeum. Este derecho de gentes es, en gran parte, el producto del trabajo de los representantes del iusnaturalismo racionalista, esto es, juristas que ante los desastres generados por las guerras religiosas se proponen encontrar un conjunto de normas que puedan ser reconocidas como válidas por todos los bandos en contienda, es decir, para estos auto-res si la justicia representa un valor universal, tiene ser compartida por amigos y enemigos. La justicia ya no puede identificarse con la posición de alguno de los contrincantes, sino que se encuentra en las normas que regulan el conflicto.

En el Ius Publicum Europaeum los nacientes Estados se recono-cen recíprocamente como soberanos en su territorio y, a partir de este reconocimiento, asumen que cada uno tiene el derecho de de-clarar la guerra al otro (ius ad bellum), esto es, implícitamente se re-conocen como personas, en la medida que tienen el derecho básico a tener derechos. De esta manera, el enemigo absoluto de las guerras justas tradicionales se ve desplazado por la figura del enemigo justo, el enemigo conforme a derecho. La presencia de esa normatividad compartida significa que sus diferencias no tienen que conducir ne-cesariamente a desencadenar las hostilidades, sino que se abre la po-sibilidad de la negociación entre ellos (nacimiento de la diplomacia moderna). Incluso se establecen normas para limitar la violencia en caso de que esas negociaciones no prosperen y se tengan que llegar al extremo de las acciones bélicas (ius in bello). Carl Schmitt llega a decir que las guerras de los Estados clásicos europeos se convierten en duelos entre caballeros. Quizá esta afirmación resulta exagerada, como sostiene John Keegan en sus Historia de la Guerra (Planeta. Barcelona, 1995); pero se tiene que admitir que el Ius Publicum Eu-ropaeum ha sido una de las grandes conquistas de la humanidad que explica el optimismo ilustrado en relación a la posibilidad de supri-mir la guerra.

Me parece que el error de Schmitt, motivado por su ideología política, consiste en plantear que esa conquista se limita a la polí-

RESEÑAS

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tica exterior y que en él ámbito interno se dio una reducción de la política a la técnica policíaca

En el interior de este tipo de Estados lo que había de hecho era úni-camente policía, no política (…) La política de gran estilo, la alta política, era entonces política exterior, y la realizaba un Estado sobe-rano como tal respecto de otros Estados soberanos a los que reconocía como tales, actuando sobre la base de este reconocimiento y en forma de decisiones sobre amistad, hostilidad o neutralidad recíprocas. (El concepto de lo político. Prólogo 1963).

En contra de lo que afirma Schmitt la política al interior de los Estados mantuvo su dinámica y su gran logro fue la formación de un Estado de Derecho, el cual representa, en la política interna, lo mis-mo que el Ius Publicum Europaeum en la externa. En cambio, el Esta-do con una soberanía personal y centralizada que defiende Schmitt es, de acuerdo con los argumentos de este mismo autor, la continui-dad de la enemistad absoluta que propicia la violencia sin límites. El caso de las guerras sucias que se desarrollaron en algunas naciones de Latinoamérica hacen patente esta situación. Habría que avanzar en esta línea crítica para demostrar la incongruencia presente en la argumentación de Schmitt. Sin embargo, ahora quiere volver a la estrategia de razonamiento de este autor.

Schmitt mantiene que las conquistas del Ius Publicum Euro-paeum no se conservaron cuando los Estados Europeos iniciaron sus empresas colonizadoras y que se perdieron, incluso en el propio te-rritorio Europeo, en el siglo XX. Él tiene en mente, especialmente, el caso de la llamada Guerra Fría, pero habría que destacar que la posición de Alemania en la Segunda Guerra también es un ejemplo de esto (recordemos lo que pasó en Guernica durante la guerra civil española). De acuerdo con esta argumentación, lo que Jorge Giraldo denomina guerras posmodernas o posclausewitzianas, son en reali-dad una vuelta a la guerras justas de las sociedades tradicionales. Es decir, las contiendas actuales no representan grandes novedades, sino la disolución de las bases que sustentaban el optimismo pacifis-ta de los modernos. Sobre esto remito al importante libro de Hans Joas Guerra y Modernidad. Estudios sobre la historia de la violencia en

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el siglo XX. (Paidós: Barcelona, 2005). En la página 63 de su trabajo, Jorge Giraldo Ramírez sostiene lo siguiente:

Hablamos de guerra posmoderna (o posclausewitziana) por tres razones básicas se trata de una forma de guerra en la que el Estado deja de ser el único decidor respecto de la enemistad y el objetivo político, y apa-recen otras unidades políticas como competidoras suyas; la separación moderna de las funciones en la guerra atribuidas al gobierno, el ejerci-to y el pueblo, se pierde y se crea una nuevas unidad política, militar y pasional en la figura del partisano, por consiguiente, las distinciones entre regular e irregular, militar y civil, público y privado, adentro y afuera, se hacen borrosas y, así, la capacidad reguladora del derecho o, probablemente, de una moral compartida, pierde eficacia.

Lo que se describe aquí es, precisamente, lo que encontramos también en las sociedades tradicionales, pensemos en el sistema político policentrista del feudalismo clásico. Esto me resulta muy importante, porque para el caso de Latinoamérica, lo cual me parece que es lo que más interesa también a Jorge Giraldo, la situación que encontramos no creo que pueda describirse como el paso a formas de conflictos posmodernos, sino como la simple continuación de conflictos característicos de formas de dominación tradicionales. Por tanto, si queremos superar la barbarie que se ha manifestado en esta región del mundo tenemos que volver los ojos a las llamadas conquistas del Ius Publicum Europaeum, esto es, a la formación de un orden civil inclusivo, esto es, abierto a los amigos y a los enemigos. Evidentemente, no podemos caer en el ingenuo optimismo moder-no, porque ahora somos conscientes de la situación que priva en un mundo globalizado

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ARIZA. Libardo. Derecho, saber e identidad indígena. Bogotá: Universidad de los Andes – Siglo del Hombre, 2009. 389 pp.

Gloria Patricia Lopera [email protected]

En esta obra, resultado de su tesis doctoral, Libardo Ariza se ocu-pa de un tema crecientemente explorado por la antropología jurídi-ca y los estudios poscoloniales, pero que aún no ha logrado permear la reflexión de los juristas. Se trata del papel activo que desempeña el derecho en la construcción de la identidad indígena y el poder que, en tiempos del constitucionalismo multicultural, adquieren los antropólogos como depositarios del saber sobre la alteridad.

Merece destacarse en la obra un excelente manejo de la litera-tura jurídica, la filosofía, la teoría antropológica y los estudios pos-coloniales, combinado con una bien cuidada selección de extractos de poesía y novela latinoamericana, con los cuales el autor logra construir un relato lleno de títulos y subtítulos que atrapan al lector desde las primeras páginas y le conducen por el análisis de los discur-sos jurídicos sobre lo indígena.

En la introducción se identifican tres grandes discursos sobre la identidad indígena que ha producido el derecho a través de la historia, la correlativa fuente de saber y de verdad en que se apoyan, y el lugar en el que cada uno de ellos sitúa la identidad indígena: el primero es el régimen colonial, que define al indígena como “mi-serable”; apela al saber que suministran exploradores y misioneros; emplea la encomienda como mecanismo de extracción de fuerza la-boral y conversión religiosa y acude a las concentraciones espaciales (“pueblos de indios”) para conservar y estimular el crecimiento de una población necesaria como mano de obra. En segundo lugar, el régimen republicano, que se consolida con la Regeneración, define al indígena como “salvaje” a quien se propone de manera progresiva encaminar por la senda de la civilización; utiliza el resguardo como mecanismo de transformación, pero al mismo tiempo de segrega-

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ción, a fin de evitar la contaminación racial y, con ella, la degene-ración del legado hispánico; acude al saber del psiquiatra forense o al de una antropología evolucionista para distinguir entre indios salvajes, semisalvajes y civilizados, distinción que, a su vez, traza la línea que va de la anormalidad a la normalidad mental, para efectos de excluir a los primeros de la jurisdicción estatal. En tercer lugar, el régimen multicultural, que construye al indio como ser “culturalmen-te diverso”; consolida el triunfo de los antropólogos sobre los siquia-tras en el monopolio de la verdad sobre lo indígena y convierte al resguardo en territorio ancestral y límite dentro del cual confinar a esos “otros” cuya diferencia se busca preservar.

Señala que los tres regímenes discursivos escogidos como objeto de análisis corresponden, a su vez, con tres momentos de crisis y transformación de paradigmas, en los que emergen nuevos sentidos, conocimientos, identidades y sujetos. Sin embargo, aclara que su pretensión no es realizar un estudio histórico sino un análisis de la formación discursiva sobre lo indígena, que permita identificar los sujetos que tienen el poder de pronunciarlos y los efectos de tales discursos. Lo anterior con el fin de promover una reflexión crítica sobre los distintos regímenes de verdad que han sido utilizados para definir el mundo indígena, no con el propósito de negar legitimidad al reclamo de las identidades indígenas que hoy emergen para recla-mar los derechos especiales que les depara la constitución multicul-tural, sino más bien para hacer explícitas las sutiles discriminaciones que aún se producen en contra de estos pueblos, en nombre de su conservación como seres culturalmente diversos.

En el capítulo primero, a través del relato del Inca Garcilaso de la Vega sobre el origen del nombre Perú, surgido del ajuste ar-bitrario que el colonizador realiza entre su idioma y el de los aborí-genes, “como si todos hablaran un mismo lenguaje”, el autor presenta los tres ejes teóricos sobre los que se apoya su análisis de la produc-ción jurídica de la identidad indígena. Acude, en primer lugar, a los estudios sobre colonialismo de autores como Tzvetan Todorov y Anibal Quijano para explicar cómo en los contextos de dominación colonial se produce una construcción simultánea de identidades y

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alteridades, donde la mirada de los “otros” contribuye a configurar el “nosotros”. Pero esta conformación recíproca de las identidades no implica una relación de poder simétrica, pues parte de la supremacía del colonizador, que se erige en observador y portador de un saber sobre los sujetos colonizados, cuyo producto más representativo lo constituye el discurso antropológico. Desde esta perspectiva afirma que, “lejos de representar un reconocimiento – falso o auténtico – de la alteridad, el proceso de dominación colonial y poscolonial supone la crea-ción, invención si se quiere, de una alteridad que se acomode, justifique o responda a los procesos sociales, políticos y económicos en marcha” (55 y ss). En segundo lugar, retoma aportes de Michel Foucault, Clifford Geertz y Pierre Bourdieu, entre otros, para llamar la atención so-bre la capacidad performativa del derecho, un lenguaje capaz de dar vida a aquello que pronuncia, parafraseando a este último autor. En tercer lugar, de nuevo con Foucault, destaca el modo en que el saber de disciplinas como la medicina o la antropología se articula con el derecho, proveyéndole de insumos necesarios para poner en marcha categorías - como la de “indígena” o “inimputable” – que sus normas emplean como criterio relevante para decidir la suerte de individuos y colectividades.

En el capítulo segundo se ocupa de la irrupción del discurso so-bre los indígenas que tiene lugar tras la conquista española, a partir del análisis del debate sobre la humanidad de los aborígenes que en-frentó a figuras como Juan Ginés de Sepúlveda, Francisco de Vitoria y Bartolomé de las Casas. Más allá de sus diferencias, todas estas representaciones asumen la inferioridad mental y la incapacidad de los indígenas como rasgos que convierten en algo “natural” el some-timiento al dominio material y espiritual de los europeos, legitimado por el noble empeño de cristianizar a estos “hombrecillos”. El notable descenso que registró la población aborigen durante la primera fase de la conquista, al poner en riesgo el éxito y socavar la legitimidad de la empresa colonizadora, abre paso a una política proteccionista que se plasma en las Leyes de Burgos de 1512 y en las Leyes Nuevas de 1542, así como en una oleada de Cédulas e Instrucciones Reales, que establecen la creación de “pueblos de indios” como estrategia

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de concentración para efectos de conservar, y a la vez dominar, a esta población; figuras como el “protector de indios”, la exención de tributos, la creación de sistemas punitivos especiales, la supervisión judicial de las ventas de tierras efectuadas por los indios y su asimi-lación a los “miserables” del derecho castellano. Medidas que, por su parte, los indígenas pronto aprendieron a utilizar en su favor, como una forma de instrumentalizar y de representarse en esa identidad construida por el discurso del colonizador.

El capítulo tercero se ocupa de las transformaciones que experi-mentará la imagen legal del indígena durante los primeros decenios de vida independiente. Retomando una de las tesis centrales de los estudios poscoloniales, el autor afirma que la independencia, en lu-gar de una ruptura con el orden colonial, garantizó su continuidad al interior de las nacientes repúblicas. Por ello, más que una trans-formación en el discurso sobre lo indígena, lo que se advierte en esta época es un cambio en los sujetos encargados de enunciarlo, señala el autor. Para desarrollar esta tesis analiza tres discursos: primero, el de Bolívar tras la independencia, donde se afirma la existencia del mestizaje –“no somos indios, ni europeos, sino una mezcla entre los legí-timos propietarios del país y los usurpadores españoles”– para resolver la cuestión de si las tierras de América, una vez expulsados los invaso-res, debían volver a sus poseedores originarios, o si la fusión de razas que había tenido lugar legitimaba el derecho de las élites criollas a seguir ocupándolas. Segundo, el de los miembros de la Comisión Corográfica, conformada a mediados del siglo XIX para “recorrer y describir” las regiones más apartadas de la geografía nacional y sus pobladores, con el fin de generar un saber que hiciera posible su go-bierno. Un cuidadoso trabajo de archivo le permite al autor rescatar los testimonios de Manuel Ancízar y Santiago Pérez, dos miembros de esta comisión, que dan cuenta de una contrapuesta valoración acerca de los indígenas y del mestizaje. Finalmente, examina los discursos de Miguel Antonio Caro y Sergio Arboleda, dos eximios representantes del pensamiento de la Regeneración, quienes abo-gan por expulsar lo indígena y negro, para construir una identidad nacional que tan sólo se reconozca en el legado español, diseñando

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una política segregacionista y a la vez paternalista que se plasmará en la Ley 89 de 1890.

En el capítulo cuarto se examina la construcción de la identidad indígena que lleva a cabo la mencionada ley, destacando su especial incidencia, no sólo en la configuración de las relaciones entre los indígenas y el resto de la sociedad, sino en la representación que los indígenas efectúan sobre sí mismos. La Ley 89 diseña un régimen jurídico orientado a dirigir el tránsito de estos “salvajes” hacia la civilización, basado en tres pilares: primero, el mantenimiento de los resguardos, lo que consolidará una suerte de “reciprocidad per-formativa” entre la identidad indígena y el resguardo pues, para el Estado, los indígenas sólo existirán como tales dentro del resguardo, mientras que, para los primeros, encajar dentro del molde identita-rio que define el derecho se convierte en la única forma de acceder y permanecer en la tierra. En segundo lugar, el diseño de un régimen de gobierno interno para los resguardos, cuyos elementos aún hoy son empleados por estas comunidades en la construcción de su Ley Mayor. En tercer lugar, la exclusión de los indígenas “salvajes” o “semisalvajes” de la aplicación del sistema jurídico estatal, entre-gando su control ya sea a las autoridades del cabildo, en el caso de los indios de resguardo, o a las misiones eclesiásticas, a quienes se delega el ejercicio de la autoridad civil, penal y judicial sobre los indios salvajes.

Esto último creará la necesidad de contar con un saber sobre el indígena que permita establecer el grado de “salvajismo” y, con ello, de anormalidad mental, para efectos de definir la situación ante el derecho del “indígena delincuente”. Saber que suministran ante todo los psiquiatras, pero también los antropólogos. Durante buena parte del siglo XX, ambas disciplinas desarrollarán un discurso sobre el indígena que, si bien se presenta con categorías distintas, tendrá el propósito común de fundamentar la capacidad/incapacidad del indígena para comprender la licitud de su actuar: la siquiatría lo hará rotulando al indígena no civilizado como “insuficiente psíqui-co”, mientras que la antropología criminal evolucionista lo consi-derará, no como enfermo, sino como alguien perteneciente a una cultura inferior.

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El capítulo quinto se detiene en el examen del discurso que los indígenas elaboran sobre sí mismos y del análisis de los fenómenos de re‑indigenización que tendrán lugar desde finales del siglo XX y que continúan en la actualidad. El autor destaca el punto de inflexión que tiene lugar con el auge del multiculturalismo, pues mientras los dos principales regímenes discursivos antes examinados –el colonial y el republicano– llevaron a cabo la inclusión jurídica del indígena a través de su exclusión de la sociedad, a partir de 1990 se declara que también los indígenas forman parte de la nación, ahora con-siderada como pluriétnica y pluricultural, tras lo cual se desarrolla una política orientada a integrarlos social y jurídicamente, ya no desde la asimilación sino desde la diferencia. En esta parte de la obra se lleva a cabo un análisis del discurso de los indígenas en la Asamblea Nacional Constituyente, que permite ver de qué manera éstos han apropiado, como parte constitutiva de su identidad, los elementos que el discurso dominante ha pronunciado sobre ellos. Esta auto-representación de los indígenas gira en torno a tres ejes: en primer lugar, re-construyendo un vínculo entre los indígenas ac-tuales y la historia de opresión que padecieron sus antepasados; en segundo lugar, destacando sus diferencias culturales con la sociedad hegemónica, ahora consideradas como una riqueza que vale la pena mantener; finalmente, una visión de los indígenas como guardianes de la naturaleza y portadores de una forma de vida y de un saber ancestral, en el que se cifran las esperanzas de superar la crisis am-biental, económica e incluso espiritual a la que ha conducido la modernidad impuesta por Occidente.

Por último, en el capítulo sexto el autor explora la “compleja y feliz alianza entre jueces constitucionales y antropólogos” que se con-suma en Colombia tras la expedición del texto constitucional de 1991. A partir del análisis de algunos pronunciamientos significa-tivos de la Corte Constitucional se examina, en primer lugar, la que el autor identifica como una política judicial de conservación cultural de los pueblos indígenas. Dicha finalidad constituye un cri-terio hermenéutico empleado por la Corte de manera reiterada en la interpretación de todas las disposiciones relativa a los indígenas.

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Finalmente, el autor llama la atención sobre algunas consecuencias perversas de este discurso conservacionista: en primer lugar, la ins-trumentalización de los pueblos indígenas, convertidos en “un re-curso natural, pero siempre humano, que forma parte del patrimonio de la nación” (295). En segundo lugar, su exclusión, siempre en aras de la conservación, del mundo urbano, del mercado y del modo de producción capitalista, lo que, en definitiva, acentúa la marginación de estas comunidades.

Luego de esto se examina la manera en que el saber antropoló-gico es empleado en el proceso de adjudicación constitucional para juzgar la correspondencia que presentan los individuos y comunida-des sometidos a juicio, con la imagen que de lo indígena forja el de-recho, de modo tal que, “dentro del Otro representado por los pueblos indígenas, jueces, autoridades tradicionales y antropólogos identifican y crean una alteridad interna desviada, la cual se encuentra representada por el indígena aparente o por el indígena disidente” (283). Desde esta perspectiva, se emprende un recuento de las sucesivas representa-ciones de la identidad indígena que han estado presentes en la ju-risprudencia constitucional: de una primera aproximación, donde se apela al criterio de la autoidentificación como determinante, se abre paso una imagen del “indígena verdadero”, caracterizado por traer al presente costumbres de tiempos remotos, ser inmune al paso del tiempo y al cambio social, pero, sobre todo, por no vivir con ni como los demás colombianos. Asimismo, contrasta decisiones en las que la Corte enfatiza que “se nace indígena” con alguna otra en que, de manera excepcional, parecería admitirse la posibilidad de llegar a ser indígena “por adopción”. Finalmente, llama la atención sobre la progresiva sustitución del saber siquiátrico por el saber antropoló-gico en la definición jurisprudencial de cuándo un individuo puede ser considerado como un “verdadero indígena”.

El autor cierra su obra dejando abierta la cuestión acerca de “la (im)posibilidad de fundar un discurso sobre la alteridad sobre bases igua-litarias, que sea relevante para el Derecho” (357). Y aunque no define su posición al respecto, el punto de partida teórico que asume y los argumentos que ofrece a lo largo de su bien documentado estudio,

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en lugar de alentar el optimismo, llevarían a descartar la esperanza de construir desde el Derecho un discurso contra-hegemónico sobre la alteridad.

En la última época se han publicado en nuestro país otros traba-jos sobre la construcción de la identidad indígena a través del dere-cho, entre los que sobresalen la publicación coordinada por Cristó-bal Gnecco y Herinaldy Gómez, titulada Representaciones legales de la alteridad indígena. Sin embargo, el aporte del trabajo de Libardo Ariza consiste, además del riguroso análisis del discurso legal y juris-prudencial sobre la identidad indígena, en que hace explícita la ma-nera en que, para construir esta identidad, el derecho toma prestado saberes ajenos: antaño el de visitadores y misioneros y, más recien-temente, el de psiquiatras y antropólogos, explorando el tremendo poder de definición de un régimen de verdad sobre lo indígena que ostentan los profesionales de estas últimas disciplinas.

En definitiva, esta obra constituye una importante contribución a la reflexión que los juristas en Colombia, y en Latinoamérica, es-tán en mora de hacer, respecto al modo en que el derecho configura activamente la identidad indígena y, por tanto, sobre cómo el cons-titucionalismo multicultural, bajo el manto del respeto a la alteri-dad, termina por configurar activamente a esos “otros” que son los indígenas e imponerles la imagen que sobre ellos construyen quie-nes tienen el poder de hablar en nombre del Derecho

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281Arquitectura leve. Madera, escombros (3 x 4 x 9 mt) 2006. Fredy Alzate

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Arquitecturas leves Recibido: mayo 10 de 2010 | Aprobado: mayo 28 de 2010

Fredy Alzate Gómez*[email protected]

* Magíster en Artes Plásticas y Visuales. Profesor de cátedra, Departamento de Humanidades, Universidad EAFIT.

La forma relacional

Arquitecturas leves es un conjunto de elaboraciones en el ámbito de lo escultórico que constituyeron el trabajo de tesis de Maestría en Artes Visuales en la Universidad Nacional, sede Bogotá (2006) y que se complementó con nuevas obras a partir de procesos activados con los objetivos propuestos a la División de Investigaciones de la Universidad Nacional bajo el programa de apoyo a tesis de Maestría (2006-2007).

A partir de la pregunta por el lugar físico y por el lugar del deseo del individuo en la ciudad de Bogotá, bajo los conceptos de mar-ginalidad y precariedad, el proyecto de investigación Arquitecturas leves pretende recuperar núcleos o sustratos de pensamiento que permitan expresar la inestabilidad, el equilibrio precario y, en gene-ral, la transitoriedad de la existencia a través de la relación centro-periferia, ser humano-hábitat en el marco de los entornos urbanos efímeros, cambiantes y confusos.

Teniendo como referente algunos barrios de invasión en el sur de la ciudad de Bogotá, se retoma la materialidad de la arquitectura de la supervivencia, para dimensionar la práctica artística desde va-lores contextuales. En medio del caos y la incertidumbre que puedo leer en los barrios espontáneos, lo que se dibuja es un lugar diferente al de la polis moderna, una antítesis que acusa, en su fragilidad, las

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características de un no-lugar. En medio de este panorama, el arte puede crear una pausa, establecer un intervalo, arar en el vacío, para proponer una dicotomía entre el lenguaje de la arquitectura tradi-cional, entendida como instrumento de medición y como conjunto de saberes destinados a organizar el tiempo y el espacio de la socie-dad y una arquitectura producto ya no del ejercicio de proyección del espacio ideal habitacional, sino de la construcción casi a la deri-va de espacios de supervivencia.

*

Durante seis años, trabajé como pintor. En ese momento, busca-ba expresar el paisaje de la ciudad. Más tarde, cuando inicié el pro-yecto de la Maestría, abandoné las exclusividades disciplinares y, en adelante, la pintura, la gráfica o la escultura dejaron de ser entidades en las que me limitaría a explorar sus componentes. Fue así como adopté el modelo topográfico para activar estrategias investigativas y de producción de obra que permitieran inventar recorridos entre los signos que encontraba en la ciudad.

En la experiencia de la Maestría, cuando visité por primera vez algunos barrios de Ciudad Bolívar, tuve cierto extrañamiento, pro-ducto de una angustia generada por la manera como la ciudad asi-mila y normaliza las diferencias, por la forma como emerge la idea de centro y periferia y el establecimiento de códigos visuales, de expresión y comportamiento que, en suma, tienden a estratificar los grupos, facilitando su clasificación y la fijación de límites sociales y económicos.

La extrañeza, el reconocimiento de no ser iguales dentro de la misma ciudad, me exigió mirar el espacio desde la estética del frag-mento, dando valor a cada particularidad desde sí misma, frente a la automatización del todo. Así, en las diferentes visitas de campo, la mirada y las intenciones estaban encaminadas a identificar puntos topológicos que me sirvieran como referentes de las relaciones tran-sitorias y emocionales que los habitantes establecen con su entorno y con su territorio.

Las primeras imágenes que aparecen en los recorridos realizados en el barrio Casucha en Ciudad Bolívar expresaban un conjunto

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de identidades precarias, formas abiertas e inestables: los techos de varias casas, visibles desde zonas altas, exponían un inventario de objetos abyectos y materia heterogénea. La casa soporta en sus techos el peso indolente de ruinas y vestigios, pero, como en una contradicción de fuerzas, la materia extraña pisa los techos y evita la destrucción por efectos de la fuerza de lo natural.

Esta situación me cuestionó sobre cómo asumir la complejidad del mundo que nos rodea, evitando en lo posible reducir la experien-cia de la realidad a principios excluyentes y esencialistas, para desarrollar propuestas que dan cabida a la paradoja, a la contradicción, a lo plural e indeterminado.

Sentí con esas imágenes que la piedra, elemento primigenio para la construcción de viviendas y de múltiples significaciones en la historia de la humanidad, asediaba la seguridad de quienes la ha-bitaban. De esta manera, la idea de casa como contenedor que nos acoge de manera natural se presentaba como trampa. El techo se desploma, se precipita, es lo que hay que levantar para evitar el des-moronamiento de la casa.

Hileras de piedras en los techos me recordaron una práctica sim-bólica de poner montículos de piedras sobre cruces que marcan el lugar de muerte de un transeúnte en carreteras, en algunos cemen-terios y en lugares declarados campos santos por desastres naturales, como el barrio Villatina en Medellín, cubierto por un alud de tierra, y el pueblo de Armero, desaparecido por una avalancha de lodo. Lo que rezan las creencias populares es que, al ubicar una piedra más, se ayudará al descanso del alma del muerto.

La imagen de los techos y la idea de casa como trampa me lle-varon a explorar estrategias en el proceso constructivo en el taller, para que las situaciones creadas, desde un principio intuitivo, rela-cionaran la piedra, la fundación, el lindero y la parcela. Lo frágil, lo duro, lo estable, lo flexible, la lucha diaria, la inestabilidad, lo perdurable, lo que está a punto… de caer o de permanecer. La sus-pensión, el equilibrio, la contradicción de las fuerzas. La testarudez. La interdependencia…

Derivado de estas observaciones, desarrollé una serie de instala-ciones en las que cemento, tapia, pintura, ladrillo, vidrio o madera,

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como reductos de lo urbano, se configuraban como unidades con las cuales, dentro del proceso de construcción en el taller, parecían habitar una serie de verbos transitivos como elevar, permanecer, soportar, aguantar, construir o derrumbar, por la imagen expuesta de actividad y efecto.

Utilicé materiales de desecho, no en su condición de basura o residuo, sino todo lo contrario, en condición de sobrantes utilizados como soluciones espontáneas en lugares donde la urbanización pre-caria permite la reutilización de estos materiales.

Por ejemplo, en la instalación Arquitectura leve (2006), un largo tablón empotrado en la pared se dobla abatido por el peso de un apilamiento de escombros en el extremo suspendido en el centro del espacio. Con la suma de cada pieza, el tablón cede y se pone en ries-go la permanencia de la pequeña torre. Aparece la idea de columna que, en este caso, contradice su condición de metáfora y de símbolo de una cultura cimentada en lo estructural, donde resultan decisivos el orden y la seguridad, pues advierte estas elaboraciones, además de un caótico devenir, un ambiente de máxima inestabilidad.

La primera piedra, bendita; la segunda, esperanzadora; la tercera marcará el principio; la cuarta será sostén; la quinta dará tranquilidad, pero la altura de la sexta reclamará bases y la séptima quebrará la línea; la octava le apostará al equilibrio… en adelante, en espera de la fractura. (F. A.)

**

Cuando las personas enfrentan la construcción de sus vivien-das desde conocimientos empíricos, dejan expresado el accionar del bricoleur que, en el pensamiento de Lévi-Strauss, es el sujeto que se las arregla con lo que tiene a la mano y que evidencia las estrategias usadas por las personas para modificar la realidad, adaptarse a su medio y sobrevivir.

Apropié estos modos de resolver los problemas básicos, orna-mentales o funcionales en los barrios de invasión para dar lugar a procesos escultóricos que configuraran obras capaces de ser vehículo para generar relaciones de sentido con otros territorios, disciplinas y modos de experimentar la realidad.

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Como menciona Diego León Arango, en el catálogo de la ex-posición Leve (Fundación Gilberto Alzate Avendaño, Bogotá, abril-marzo, 2007), al crear situaciones que revelan los estados de la materia y avivan la significación de los materiales el proyecto Ar-quitecturas leves hace visible algunas relaciones imperceptibles de los procesos constructivos cotidianos, dejándolos en un estado de aper-tura, aunque en la ambigüedad de sus tensiones y estados fluctuan-tes. Los elementos pierden su carácter funcional y se reconfirman en otros, también a‑funcionales, pero dinámicos y significantes, com-plejamente imbricados con el espacio que los acoge y contribuye a su formulación.

***

Paralelamente a las esculturas e instalaciones, desarrollé la serie de pinturas Traza. El término alude a lo que se proyecta como dise-ño, a la forma de una persona o cosa y a la huella o vestigio que deja en su retirada.

La obra Parábola, acrílico sobre lona (40 x 40 cm) (2007), que pertenece a esta serie, presenta un conjunto de piezas que se arti-culan suspendidas en un espacio pictórico que no define territorio alguno. Así mismo, la obra Aparato, acrílico sobre lona (40 x 40 cm) (2008), hace parte de un conjunto de piezas que, como dice Diego León Arango en el catalogo de la exposición Traza (Quinta Galería, Bogotá, 2007), reivindican el estatus de un tiempo y un espacio congelados pero potentes, donde todavía las formas no se singularizan pero se presienten, las acciones no se desarrollan pero se intuyen; se trata de una zona media de indeterminación entre lo que ya no es y lo que puede llegar a ser.

Otra serie de pinturas que se relaciona con estas ideas es Tem-po. Las obras Campamento y Temporal, ambas realizadas en acrílico sobre lona (40 x 40 cm) (2008), proponen parajes desolados donde el paisaje urbano se reconfigura a partir de imaginarios que enlazan prácticas constructivas de la vida cotidiana que, de alguna forma, resisten las estrategias reguladoras de una racionalidad que cada día deviene más instrumental.

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Por último, me referiré a la obra Rizoma, acrílico sobre lona (110 x 80 cm) (2008). Esta pintura alude una extraña maraña de tubos expuestos que encontré sobre algunas calles de Ciudad Bo-lívar; conexiones que unen redes de distribución de agua con cada casa construida aleatoriamente sobre terrenos en proceso de urba-nización. Un tramado caótico de tubería que se extiende visible y vulnerablemente por las calles, acusando demanda por la obtención de los servicios básicos para sus habitantes recién llegados. En esta pintura, al igual que en algunos objetos escultóricos, hago alusión a la metáfora botánica del rizoma, que proponen los filósofos Deleuze y Guattari, porque permite comprender los procesos de crecimiento urbano que no operan de manera lineal a pesar de naturalizarlos como representaciones de formas variables.

Para cerrar, valdría la pena señalar que cuando con fines ana-líticos se equipara a las ciudades con organismos, normalmente su crecimiento se sitúa en una falsa imagen. Por este motivo, uno de los objetivos del proyecto es trasladar el mundo objetual a un lugar en que se evidencie los vacíos que dejan las impuestas valoraciones de lo que es útil y relevante en nuestra sociedad, para nombrar las fisuras y los irresolutos presentes en la arquitectura de la supervivencia

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289Temporal. Acrílico sobre lona (40 x 40 cms.) De la serie “Tempo”, 2008. Fredy Alzate

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EMPRESAS POLÍTICASAño IX. Número 14. 1er semestre de 2010

Monográfico sobre la recepción de Carl Schmitt en España

Director: Jerónimo MolinaSociedad de Estudios Políticos

CEU Ediciones

EN CIFRA

ARTÍCULOS • TrescartasdePedroSalinasaCarlSchmitt(1935):acercadelaposible

influenciadeCarlSchmittsobrelaeliteintelectualdelaIIRepúblicaespa-ñola. Jerónimo Molina.

• Legalidadylegitimidad.UnpuntodediscusiónentreÁlvarod’OrsyCarlSchmitt. Montserrat Herrero.

• LarecepcióndeCarlSchmittenlajurisprudenciadelTribunalConstitu-cionalespañol. Carmelo Jiménez Segado.

NOTAS • CarlSchmittyGonzaloFernándezdelaMora. Carlos Goñi Apesteguía. • EustaquioGalánGutiérrez:críticoycomentaristadeCarlSchmitt. Carlos

Ruiz Miguel. • Sobre la influenciadeSchmitt en la revistaAcción Española. Estanislao

Cantero. • NoticiasdelacorrespondenciaentreCarlSchmittyFelipeGonzálezVicén.

Carlos Marzán y José Mª García Gómez del Valle. • LacriminalizacióndelenemigoenCarlSchmitt. Sergio Raúl Castaño. • Elcomplejototalitario. Francisco Maldonado de Guevara.

SAAVEDRIANA • Monarquía Católica oMonarquía de España:lanaciónenlavisiónpolítica

deSaavedraFajardo. Mateo Ballester Rodríguez.

HISPANOAMERICANA • CarlSchmittylacrisisdelEstadodeDerechoLiberalBurgués. Guillermo

Bedregal Gutiérrez

BIBLIOTECA POLÍTICA, JURÍDICA Y ECONÓMICA • RelacióndelajornadaaEspañadel28demayoal11dejuniode1943.

Carl Schmitt. • RelacióndelajornadaaEspañayPortugaldelConsejerodeEstadoPro-

fesorCarlSchmitt(mayo-juniode1944). C. S.

DIEZ LIBROS

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Guía para autores

La Revista Co-herencia del Departamento de Humanidades de la Universidad EAFIT está orientada a la publicación de artículos inédi-tos que correspondan a las categorías señaladas por Colciencias para las revistas científicas: resultados o avances de investigación, utili-zando generalmente una estructura de cuatro apartes: introducción, metodología, resultados y conclusiones (Artículo de investigación cien-tífica); ensayos académicos en los que se pre-sentan resultados de investigación desde una perspectiva analítica, interpretativa o crítica sobre un tema específico, recurriendo a fuentes originales (Artículo de reflexión derivado de investigación); y estudios en los cuales se ana-licen, sistematicen e integren los resultados de investigaciones, sobre un campo científico en particular, con el fin de dar cuenta de los avan-ces y las tendencias de desarrollo; presentan una revisión bibliográfica de, por lo menos, 50 referencias (Artículo de revisión). También se incluyen traducciones y reseñas bibliográficas.

Un criterio de selección, adicional a la corres-pondencia con la anterior tipología, es que el artículo pertenezca a alguna de las áreas de importancia en el dominio temático de la Revista, en particular, literatura, filosofía, co-municación, estética, historia, musicología y ciencia política.

Cada uno de los artículos recibidos es someti-do a un proceso de revisión y selección en dos etapas: interno por parte de algún miembro del Comité Editorial que evaluará la originalidad y pertinencia del artículo, y posteriormente, externo a cargo de un árbitro quien concep-tuará sobre su calidad científica, estructura, fundamentación, manejo de fuentes y rigor conceptual.

Dentro de los dos meses siguientes al envío del texto, el autor será notificado del resultado de los procesos de evaluación.

Requisitos formales

• Además de tratarse de artículos inéditos, el autor se compromete a no presentarlo simultáneamente para su examen por parte de otra revista, nacional o extranjera.

• Los textos deben contener puntuación, acentuación y ortografía acordes con las normas de la lengua en que está escrito el artículo y el buen uso. Correcciones estilís-ticas y de forma podrán ser sugeridas.

• Los términos o expresiones que no perte-nezcan a la lengua en la que está escrito el texto, deberán aparecer en cursiva.

• Los proponentes pueden ser docentes o estudiantes de postgrado de instituciones locales, nacionales o extranjeras, así como académicos e investigadores independientes.

• Además del idioma español, se recibirán textos en portugués, inglés, italiano y francés.

• La extensión estimada es:

- Artículos de investigación y revisión: entre 5.000 y 10.000 palabras

- Estudio de caso: entre 2.500 y 3.000 pa-labras

- Reseñas: entre 500 y 1.000 palabras

De la estructura

• Título que oriente con claridad el tema tra-tado.

• Información del autor (nacionalidad, cam-po de formación académica, publicaciones recientes, afiliación institucional y direc-ción de correo electrónico).

• Resumen y palabras clave en el idioma en que está escrito el artículo y en inglés, cuya extensión será, respectivamente, de 100 a 150 palabras, y de 5 a 7 palabras.

• Titulo del artículo en la otra lengua.

• Indicar el origen del texto (si es de inves-tigación, proyecto al que está adscrito y grupo del que hace parte, así como la Insti-tución que lo respalda).

Citas y referencias

• La Revista sigue para tales efectos la forma establecida por la Asociación Norteameri-cana de Psicología (APA, por sus siglas en inglés).

• Las citas y referencias deben incluirse al interior del texto conforme al siguiente formato. (Primer apellido del autor, año de la publicación, dos puntos y número de página).

Ejemplo: (García, 1997: 45).

• Al final del artículo debe aparecer la Bi-bliografía completa en la cual se relacionen por autor, alfabéticamente y sin enumera-ción ni viñetas, todos los textos citados o referenciados.

• Las notas al pie de página sólo serán para aclaraciones o comentarios adicionales. No incluyen referencias bibliográficas, salvo cuan-do se trate de ampliaciones a las citadas.

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• Cuando se trata del llamado a confronta-ción con otro texto, aparecerá entre pa-réntesis: Cfr., apellido del autor y año de publicación.

• Si se consultó más de un trabajo del mismo autor, deben ordenarse según la fecha em-pezando por la más antigua.

• Cuando las citas superen los tres renglones de extensión, deberán ubicarse en párrafo aparte y un centímetro hacia la derecha de la margen general.

Bibliografía

Libro

Apellido y nombre del autor, o letra inicial del nombre (sólo mayúsculas iniciales, se-parados por coma) y año de la publicación (entre paréntesis). Título y subtítulo del libro (en cursiva y sólo mayúsculas inicia-les para cada uno). Ciudad de la edición y nombre de la editorial, separados por dos puntos.

Ejemplo: Sánchez, Gonzalo (1991) Guerra y política en la sociedad colombiana. Bogotá: Ancora.

Capítulo de libro

Apellido y nombre del autor, o letra inicial del nombre (sólo mayúsculas iniciales, se-parados por coma), año de la publicación (entre paréntesis), título del capítulo entre comillas seguido de la referencia “En:”, editor académico o compilador de la obra y título de la misma, que deberá aparecer en cursiva; ciudad de la edición y nombre de la editorial, separados por dos puntos.

Ejemplo: Ariza, Carolina (2008) “La teo-ría constitucional de la federación, de Carl Schmitt”. En: Jorge Giraldo – Jerónimo Molina (Eds.) Carl Schmitt. Derecho, polí-ticas y grandes espacios. Medellín: Universi-dad EAFIT, Sociedad de Estudios Políticos de la Región de Murcia.

Publicación seriada (revista o periódico)

Apellido y nombre del autor, o letra inicial del nombre (sólo mayúsculas iniciales, se-parados por coma), año de la publicación, con el mes y día en caso de diario o sema-nario. Título del artículo entre comillas y título de la revista o periódico en cursiva (Número o volumen), la inscripción “En:”, el nombre de la fuente principal, Volu-men (Vol.), número correspondiente a la edición (No.), ciudad de publicación e institución de la revista, finalizando con las páginas.

Ejemplo de Revista: Uribe de Hincapié, María Teresa & López Lopera, Liliana Ma-ría (2008) “Los discursos del perdón y del castigo en la guerra civil colombiana de 1859 a 1862”. En: Co-herencia, Vol. 5, No. 8 (enero – junio), Medellín, Universidad EAFIT, pp. 83-114.

Ejemplo de periódico: Arango, Rodolfo (2009, abril 15) “Exclusión e inclusión”. En: El Espectador, Bogotá.

Publicaciones en internet

Apellido y nombre del autor (mayúsculas iniciales, separados por coma), año de la publicación entre paréntesis. Título del artículo entre comillas. «En:» (mayúscula inicial y dos puntos), dirección URL (“Uni-form Resourse Locator”) y fecha de consulta entre paréntesis (mes, año).

Ejemplo: Bobbio, Norberto (1994) “Razo-nes de la filosofía política”. En: http://www.isonomia.itam.mx/ (Visitado el 7 de febrero de 2008).

De la Presentación

• Los textos se deberán entregar en formato electrónico, utilizando el programa Word.

• Las fotografías, imágenes, mapas e ilustra-ciones se adjuntan en formato digital a 300 dpi, mínimo. Su ubicación debe aparecer señalada en el texto, con la información correspondiente.

• Los gráficos, cuadros y otros elementos simi-lares deben aparecer con tabuladores (no uti-lizar la forma de “Insertar tabla”, de Word).

• Las imágenes, fotografías, ilustraciones, cuadros, gráficos y demás deberán parecer con sus respectivos Pie de imagen, en los que se referencia el número de la serie, el nombre de la pieza (en cursiva), autoría, procedencia, técnica, fecha de elaboración y demás informaciones que correspondan.

• El texto deberá estar ajustado a la presente Guía para autores. Sólo cuando el artículo sea entregado con base en estas directrices, ingresará en el proceso de evaluación.

• El Departamento de Humanidades de la Universidad EAFIT, apoyado por la Bi-blioteca “Luis Echavarría Villegas”, costea la edición, publicación y distribución de la Revista. Los autores, inmediatamente acce-den a la publicación de su ensayo, ceden los derechos patrimoniales de autor y reiteran que se trata de un ensayo inédito. Cualquier cuestión contraria deberá ser expresamente manifestada a la Directora o al Editor.

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Guidelines for authors

Co-herencia, Journal of Humanities, accepts unpublished papers that are either finished research, or advance preliminary results of a project on course. The Journal also pu-blishes reviews of books published recently, interviews, relevant translations of already published papers (not previously available in Spanish), and finally responses to articles in earlier editions of the Journal. We would like invite the readers to send essays in response to previous articles.

The areas of interest for the Journal are the humanities but particularly, politics, litera-ture, philosophy, arts and communications (semiotics). These contributions are accepted in English, Spanish, and any other Latin lan-guages.

Our editorial guidelines are at the end of each edition of the Journal. In a nutshell, the piece must be accompanied by an Abstract no lon-ger than 150 words, in any of the languages above mentioned, but preferably including its Spanish translation, and at least four Key words. We accept the norms of the American Psychological Association (APA) in order to standardize the format of the essays publis-hed.

The first note of the paper should provide information about the author’s institutional affiliation; his/her research interests; and the most relevant academic production published

by the author. All the bibliographical referen-ces can appear either as foot notes or integra-ted in the text, following this form: (author’s last name, year of publication of the material in use, page number). All books and articles mentioned on the text should be properly re-ferenced in the bibliography provided at the end of the paper.

The editorial board of Co-herencia receives potential articles all the time, those received up to early March are peer reviewed, and then selected, for the first yearly issue published in the issue of the year (January - June), and tho-se received up to August are published in the second issue (July - December).

As usual in academic and scientific journals, all proposals are firstly reviewed by the Edito-rial Board, and subsequently will be subjected to anonymous evaluation by expert referees in the particular field of the essay, once the essays are approved by the Board.

The authors will be notified of the referees’ de-cision within two months of the papers recep-tion. Only the essays that satisfactorily pass the evaluation process will be published.

The potentials papers to be published must be sent to the Editorial Board, preferably, both in printed (Word program) and electronic versions. The later version can be mailed to: co‑[email protected].

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Esta revista se terminó de imprimiren la Editorial Artes y Letras Ltda.

en el mes de junio de 2010

e-mail: [email protected]: 372 77 16 • FAX: 374 81 94