Misericordia

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Caracterís ticas de la Misericord

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Características

de la Misericordia

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Saber esperar

La primera propiedad del amor en el elenco que hace Pablo en el capítulo trece de la Primera Carta a los Corintios, es la paciencia: saber esperar. El hijo debe aprender a esperar el cambio de su hermano, como su padre aguardó su regreso. Confiar en que su hermano puede mudar y rehacer el camino equivocado. Esperar sin forzar ni controlar, sin vigilar ni chantajear. Dejarlo libre, como su padre lo hizo con él. Cada uno tiene su momento y hay que saber esperar, que es sinónimo de confiar.

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Respeta y se

respetaSabe que el hermano también puede tocar fondo para responder y nadie lo puede sustituir, pues frustra el proceso de conversión. No se puede forzar a que se abra el capullo de la crisálida, porque abortaría la libertad del vuelo de la mariposa.El amor misericordioso también se respeta a sí mismo. Si un amor es tan generoso y abnegado que llega a humillarse o perder el valor de su persona, no es amor cristiano, sino sacrificio pagano. Te amo tanto que no te voy a permitir que no me respetes. Darse a respetar significa que no consentimos que el otro se convierta en agresor. Te amo tanto que no seré de ninguna manera cómplice de tus constantes provocaciones. Llega el momento en que, como Jesús, reta al esbirro del Sumo Sacerdote que lo abofetea sin motivo: “Si he hablado mal, dime en qué; y si no ¿porqué me hieres?” Aquí el secreto radica en la motivación con la que se actúa. No reacciono sólo porque me molestas o me hieres, sino principalmente porque tú tienes que descubrir la causa de tu agresión, ya que sólo así puedes solucionar tu problema.

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No recrimina

ni se recrimina

El corazón misericordioso no echa en cara el pasado. No reprocha no cobra cuentas pendientes. El amor misericordioso todo lo cree y todo lo perdona. No se lamenta ni menos hace sentir al hermano que ni falta hizo en la fiesta, la cual estuvo maravillosa. Tampoco es presuntuoso de sus sandalias o anillo.Acepta sus límites. No se exige la perfección, sino la autenticidad. Cuando falla, no se autocastiga con el peso de la culpabilidad o escrúpulos egoístas.

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Incondicional

y fecundoLa principal característica del amor misericordioso es que es incondicional. No coarta el cambio del hermano para amarlo, sino que lo ama aunque no cambie. No se compara ni se siente mejor; al contrario, como él ya pasó por el túnel de la soledad, sabe lo que se sufre por el orgullo y la soberbia. Por eso, no juzga ni menos culpa al hermano. Un día entrará en la fiesta del amor.No te amo para que me ames, pero sí te amo de tal forma que hago surgir de ti la alegría de amar. Experimento de tal manera que hay mayor alegría en dar que en recibir, en amar que en ser amado, que quiero que tú también lo vivas. Amar para ser amado es interés, pero amar para que el otro goce el amar más que ser amado, es la perfección del amor. El amor es fecundo por naturaleza. Produce amor. Así es el amor de Dios por nosotros. Una vez abrazados por su fuego, no podemos sino amar como hemos sido amados.

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Disculpa y perdona

La persona que ha sido perdonada está más capacitada para disculpar. El hijo ahora puede comprender a su hermano, excusando su forma de ser. En sus sandalias él hubiera hecho lo mismo o peor; por eso no lo puede juzgar ni menos condenar.El amor misericordioso perdona también las propias fallas, sin complejo de culpa y sin castigarse con remordimientos.Su pecado perdonado lo ha hecho compasivo de las fragilidades humanas, pero la acogida de su padre le ha abierto la puerta de la misericordia. Todo pecado es una espada de dos filos: o nos convierte en Fariseos que juzgamos y condenamos en los demás lo mismo en que nosotros hemos fallado, o nos hace misericordiosos con la debilidad de los otros porque comprendemos la fragilidad del ser humano en carne propia. Si nosotros fuimos perdonados, nosotros podemos perdonar.

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Misericordia con

nosotros mismos

Si hemos de amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos esto se podría traducir: ser misericordiosos con los demás como lo somos con nosotros mismos.Para ser indulgentes con otros hemos de ser primero benignos con nosotros mismos. A veces nos juzgamos tan rígidamente como si tratáramos de pagar con nuestro sufrimiento nuestros errores. La medida de Dios la encontramos en la parábola que estamos contemplando. Nadie tiene derecho a medirse con ninguna otra.No te castigues con recriminaciones y remordimientos que sólo aumentan tu complejo de culpa con el que intentas pagar una cuenta que ya ha sido saldada. Si un pecado ya ha sido perdonado ni siquiera tienes derecho de llamarlo pecado, porque ya ha sido olvidado por Dios y lanzado hasta el fondo del mar. No tienes derecho a volverlo a sacar, pues sería un falso arrepentimiento por no creer en el amor incondicional de Dios que ya te ha perdonado.Ser misericordioso no es sólo reconocer tu pecado delante de ti mismo, sino delante de Dios que es rico en amor y misericordia, como David que suplica: “Tenme piedad, Dios mío, según tu amor misericordioso”. El padre ni siquiera permitió al hijo la ocasión de recordar los pecados del destierro. No le dio oportunidad de hacer confesión general de cada falta cometida. No tenía porqué recordar lo que ya estaba perdonado y absuelto.

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La fiesta fue el catalizador que culminó la conversión

del hijo menor.

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El que fue recibido con fiesta, ha de aprender la lección de preparar la fiesta para otros.

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Aquel por quien se mató al becerro cebado, ha de comenzar a engordar un nuevo becerro para cuando su hermano regrese por sí mismo, no por los ruegos

y súplicas.

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Aquel a quien se le regalaron vestido, sandalias y anillo, tiene que ir comprando lo que se necesita para cuando retorne su hermano.

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Aquel que se sienta a la mesa, se debe poner de pie para salir a buscar al que está tan herido, que no

quiere compartir la fiesta con los demás, sin juzgarlo, porque en sus sandalias tal vez él hubiera

reaccionado con más amargura.

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Aquel que fue perdonado sin necesidad de la confesión de cada uno de sus pecados, ya no

puede esperar que su hermano reconozca cada uno de sus errores para perdonarlo.

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El ideal de la parábola, como la vida cristiana, no es asumir el papel del hijo que retorna a

casa. Casi siempre se ha subrayado este punto, dejando a la sombra el más importante.

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La meta no es regresar a casa sino quedarse en ella con actitud de padre-madre que acoge a quienes retornen, o ser capaces de dejar la

fiesta para que los recelosos también entren y sean sanados de sus amarguras.

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Lo peor que nos podría suceder es creernos mejores que el hijo mayor porque en ese

preciso momento nosotros estaríamos tomando su papel en la obra de la historia.