Mis amigos muertos -...

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Mis amigos muertos Juan Antonio Monroy N

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Mis amigos

muertos

Juan Antonio Monroy

N

Autor: Juan Antonio MonroyCopyright© Juan Antonio Monroy

Depósito legal: M-15253-2011

Edita: GrafitecMaquetación y producción: GrafitecPortada y maquetación: Juanjo Bedoya

Imprime: Grafitec, S.L.

Printed in Spain - Impreso en España

Breve explicación 7

Peter Harayda 9

Rubén Lores 11

Ramón Fernández 13

Antonio Padilla 15

Miguel Valbuena 17

Zacarias Carles 19

Genaro March 23

Matilde Tarquis 27

Manolo y Celinda 29

Tía Inocencia 31

Emiliano Acosta 33

Ventura Carreño 37

Lorenzo 39

Ernesto Trenchard 41

Nuria y José Buscató 43

Cecilia y Francisco Molins 45

Jaime Casademont 49

Rafael Serrano 53

Magdalena Palmer 55

Juan Gili 59

Samuel Vila 63

Manuel Gutiérrez Marín 65

Índice

Baloum 67

Mario Orive 71

Juan Francisco Rodríguez 73

Leonardo Heaven Miller 75

Jack Sinclair 77

Glenn Owen 81

José Martínez 85

Francisco Valdevira 87

Cornelio Carbajal 89

Luis Mateos 91

Luis Ruiz Poveda 95

Arturo Gutiérrez Marín 97

Viviana Martínez 99

José Flores Espinosa 103

Juan Luis Rodrigo 107

Juan Solé 111

Ernesto Vellvé 113

José Cardona Gregori 117

Las páginas que siguen están formadas porreflexiones cortas sobre amigos que tuve y

que murieron. Como podrá apreciar el lector,se trata de un tipo de literatura intimista, engran parte autobiográfica. Los tiempos cam-bian rápidamente. El ayer sólo existe como unamemoria de lo que fue. Y la memoria disminuyey acaba traicionándonos si no se la ejercita.

Soy consciente de que escribir en primerapersona se presta a muchas interpretaciones.Quienes poco nos quieren o no nos quierennada encuentran agujeros por donde clavar al-fileres. No creo que sea egocentrismo ni vani-dad lo que sólo pretende ser un movimiento delespíritu en el tiempo, un ejercicio de memoriaque ya utilizó el filósofo francés EmmanuelMournier a principios del siglo pasado y poste-riormente lo harían Sartre y los existencialistas.

Los Cantores de Híspalis cantan por sevi-llanas una canción que dice: “cuando un amigose va algo se muere en el alma”.

Los amigos se van. Los enemigos también.Todos nos vamos sobre la nube de la muerte.

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Breve Explicación

Todos seremos muertos, como esos muertos alos que José Hierro rendía tributo como si fue-ran el símbolo de todos los nombres, de todoslos muertos. Estas manos que escriben a bolí-grafo azul sobre el blanco papel morirán y sóloserán recuerdos para unos pocos. Si pudiéramosparar el sol podríamos para la muerte. Ambascosas imposibles. Nos iremos con la rabia queda el sentimiento de haber dejado todo a me-dias, a pesar de haber hecho tanto.

Pero no todo se muere. Algo queda en elalma cuando un amigo se va; ¿algo, qué? Yo creoque depende del grado de amistad que en vidanos uniera al muerto. No se siente lo mismo lapérdida de un amigo a quien estuvimos unidospor lazos vivos del corazón que la de aquél otroamigo que sólo lo fue ocasionalmente.

En esta memoria de mis amigos muertosvoy a distinguir cinco etapas: La etapa tange-rina, la canaria, la catalana, la americana y lamadrileña.

Nada trascendente pretendo aquí. Es tansolo un ejercicio de memoria, un desenterrarsentimientos, una queja contra la muerte y unrecuerdo de la vida que se fue, cuando la míaaún es capaz de pensar, evocar y escribir.

Juan Antonio MonroySan Fernando de Henares,Madrid, primavera de 2011.

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Mis recuerdos más lejanos llegan a PeterHarayda. Lo conocí la primera tarde que

entré a un local de culto evangélico. Le llamába-mos don Pedro. Era de Nueva York. Practicantefervoroso del judaísmo en su juventud. DonPedro contaba que hacia los 30 años lo ingre-saron en un hospital de la gran ciudad esta-dounidense. Allí coincidió con una enfermeraevangélica llamada Sara. Esta mujer le llevó alconocimiento de Cristo. Matrimoniaron y pocodespués viajaron como misioneros a Marrue-cos. Don Pedro era un alma de Dios, pero nuloen el ministerio. Un corazón grande y unamente pequeña. Ahora bien, era un hombre deoración. Inmediatamente después de mi bau-tismo me convirtió en su pareja orante. Me teníade rodillas hasta 60 minutos, orando los dos en

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Q 1Peter Harayda

voz alta. Yo era incapaz de desprenderme, talera el respeto que le tenía. Después de la in-dependencia de Marruecos en 1956 regresó aNueva York. Un amigo lejano me dijo que habíamuerto de cáncer de próstata.

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Rubén Lores, también misionero en Tánger,era lo opuesto a don Pedro. Lores era cu-

bano. En su isla estudió seis años en el Semina-rio Los Pinos Nuevos. Una vez graduado quisoampliar estudios en Estados Unidos. Lo hizo enel Instituto Moody, en Chicago. Allí conoció auna americanita muy poquita cosa, frágil, ro-mántica, de gran sensibilidad, idealista y senti-mental, de nombre Dana. Unieron sus vidas yse trasladaron a España. Lores tenía muchosproyectos en nuestro país. Expulsados por lasautoridades de Franco, la pareja recaló en Tán-ger. Aquí Lores tuvo éxito entre los componen-tes de la colonia española. El cubano era joven,blanco, pelo ondulado, atractivo, muy elocuenteen el púlpito.

Fue él quien me bautizó en Cristo.

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Q 1RubénLores

A don Pedro lo tomó como ayudante. Elhombre hacía lo que podía.

El matrimonio entre la americana y el cu-bano creo yo que sólo funcionó la noche deboda. Eran muy desiguales. Lores consiguióestablecer una Iglesia que tenía 70 miembroscuando la dejó. Cansado, amargado, aceptó elpastorado del Templo Bíblico en Costa Rica y sedespidió de Marruecos. Allí se divorció de laamericana y recasó con una mujer de Nicara-gua. Hizo dinero como constructor de vivien-das. Murió de cáncer de pulmón aunque no fu-maba ni bebía.

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Cuando yo llegué a Tánger en 1954 para su-ceder a Rubén Lores en el pastorado de la

Iglesia, ejercía como interino Ramón Fernán-dez. ¡Gran hombre! Procedía de La Mancha.Había estudiado en la Escuela de Valdepeñas,donde misioneros ingleses como Buffard yBrown realizaron una labor extraordinaria. Jun-tos compartimos el trabajo de la Iglesia Bíblicadurante seis años. Era mayor que yo y en su ex-periencia me apoyaba. Humilde, afable, com-prensivo, me dejaba hacer. Yo era la estrella quebrillaba en el púlpito; él era el verdadero pastorde almas que visitaba, aconsejaba, vivía pen-diente de cada oveja y curaba a los enfermos.Cuando los españoles abandonaron MarruecosRamón fue llamado a Santa Cruz de Tenerifepara trabajar con la Iglesia que se reúne en el

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Q 1Ramón Fernández

número 17 de la calle Alcalde Mandillo Tejera.Allí se trasladaron los cuatro miembros de la fa-milia. No exagero si digo que Ramón desarrollóuna labor impresionante en aquella Iglesia.Todos le querían. El y la única mujer que siem-pre amó, Paca, están enterrados en la capitaltinerfeña, donde viven sus dos hijas, Esther yNohemí. Están enterrados, pero no del todo.Queda un agujero del tamaño de sus cuerpospor donde volverán a la vida cuando escuchenla llamada del Maestro. “Y Jesús les dijo: ¿Creéisque puedo hacer esto?”.

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En Tánger tuve dos buenos amigos, ambos lí-deres evangélicos; trabajaban juntos, pero

eran muy desiguales: Antonio Padilla y MiguelValbuena.

Existía en Tánger, en una zona residen-cial conocida como El Marshan, un complejode varios edificios que pertenecía a misionerosingleses. Lo llamaban Hope House, Casa de Es-peranza. Allí funcionaba un hospital que duranteaños fue de mucha ayuda a la población marro-quí, y otras dependencias dedicadas a laboresdistintas. En un amplio jardín los ingleses cons-truyeron una capilla dedicada al culto. Por Tán-ger apareció un pastor español llamado PedroPadilla. Al estar casado con una inglesa entrópronto en contacto con los de la Casa de Espe-ranza. Este Padilla pertenecía a las Asambleasde Hermanos. Era muy trabajador. Pronto logró

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Q 1Antonio Padilla

establecer una congregación de españoles, a losque reunía en el pequeño edificio cedido por losingleses.

Hasta esa Casa de Esperanza llegó de la pe-nínsula Antonio Padilla, sobrino del anterior.Fue como una inyección de energía para la igle-sia. Antonio era joven, muy versado en la Biblia,con ganas de trabajar. Por entonces lucía figurade hombrón. Colaborador y al mismo tiempo in-dependiente, muy independiente. Jovellanosdecía que nada vale tanto para el hombre comosu independencia, y Antonio la mantuvo hastala muerte. Independiente sí, lo fue siempre,pero entregado a su vocación espiritual, fiel alllamamiento que había recibido de Dios.

En Madrid vivía cuando los inescrutablesdesignios de Dios decidió o permitió o no quisoevitar su ceguera física. Porque ¿quién entendióla mente del Señor? Yo, no, lo he confesado enotras ocasiones. Ocurrió cuando viajaba encoche de Valencia a Madrid. Entonces notó losprimeros síntomas. Llegó a casa. Pasaron díashasta que fue declarado ciego total. ¿Se le vinoel mundo encima? Pues no. Continuó predi-cando en la Iglesia, fundó una entidad llamada“Nueva Luz”, viajó a países de América Latinapara ayudar a ciegos y distribuyó miles de Nue-vos Testamentos en Braille. Un día Dios lo llamópara darle una visión más brillante que la que lehabía arrebatado. ¿Arrebatado?

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En la Iglesia que llevaban entre Antonio y sutío Pedro se integró hacia 1955 Miguel Val-

buena. Originario de Galicia, se crió en Barce-lona. Acudió a Tánger para trabajar con RalphFreed en la emisora Trans World Radio, queentonces estaba comenzando su andadura in-ternacional. Procedía de las Asambleas de Her-manos. Aunque asistía de vez en cuando a laIglesia Bíblica de Tánger, donde yo predicaba,toda la familia, él, su esposa y sus dos hijos seinscribieron como miembros en la congrega-ción donde laboraban Pedro y Antonio. Ya erantres. Tres pastores para una iglesia que no lle-gaba a los cincuenta miembros.

Valbuena era un excelente predicador.Más apasionado en el púlpito que Padilla.También escribía. Publicó varios libros pe-

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Q 1Miguel Valbuena

queños compuestos por textos escritos para laradio.

Pero… tres eran tres. Los conflictos entreellos no tardaron en aparecer. Una tarde Anto-nio y Miguel se presentaron en la oficina queyo entonces tenía en la calle La Haya. Habíansurgido algunas desavenencias entre ellos, creoque sobre la manera de llevar los cultos. Pobrede mí, yo era joven en edad y más joven en la fe.Mi incapacidad para ejercer de árbitro era evi-dente. Escuché a los dos, procuré quitar hierroa la discordia y acabamos orando los tres. En mifuero interno yo daba la razón a Antonio Padi-lla, pero no se la quité a Valbuena, porque erala clase de persona a la que convenía tenercomo amigo.

Miguel Valbuena estuvo el resto de su vidatrabajando para la misma emisora, hasta su ju-bilación. Murió creo que cerca o pasados los 90años en Barcelona. En 2010.

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Zacarias Carles era un hombre admirable.Así lo consideraba yo. Era catalán. En una

época fue secretario de la Sociedad Bíblica enEspaña. Derrochaba simpatía. El y otro catalán,Samuel Vila, decidieron unir sus destinos y susproyectos en una obra de evangelización. Fueen 1948. Fundaron la Misión Cristiana Espa-ñola, de donde un día surgiría la Federación deIglesias Evangélicas Independientes de España.Dividieron el trabajo. Samuel Vila quedó en Es-paña apechugando con la faena. Todo el que semueve es criticado por éste o por aquél. Vila lofue mucho, pero a ver quién ha sido capaz de le-vantar en España tantas congregaciones y des-cubrir tantos dones pastorales como él.

Carles se instaló en Estados Unidos.Montó tres oficinas, en Toronto, Canadá; en

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Q 1Zacarias Carles

Michigan y en Riverside, California. A estas ofi-cinas llegaba dinero para costear todo el trabajoen España. Hasta que un día discutieron y cadacual tiró por su lado. Carles vino a España en1956 en busca de un nuevo director para la Mi-sión. Anduvo por Madrid y Barcelona. Aquí lehablaron de un joven en Tánger que estaba des-puntando en el liderazgo evangélico. Era yo. Nosé quiénes ni cuántos me elogiaron, pero Carlestomó un avión y me localizó en Tánger. Me ex-puso el motivo de su viaje. Quería que yo fuerael sucesor de Vila. El enano tras los pasos del gi-gante. Recuerdo que era septiembre, porquedías después de salir él de Marruecos nació mihija Yolanda Oneida. Lo pensé durante variosmeses y finalmente acepté la propuesta.

Juntos recorrimos los lugares de Españadonde la Misión tenía iglesias, con algunas aña-diduras geográficas. Cargué con esta carga ochoaños. En el verano de 1964, después de un viajea Estados Unidos y comprobar cómo funciona-ban allí las representaciones de la Misión Cris-tiana Española, acudí a California, donde enton-ces estaba Carles, y le presenté mi renuncia.Irrevocable, le dije. Me aparté de la Misión, perono de su director general. Aprendí a quererle.Descubrí en él que existe el hombre víctima deldestino, o de las circunstancias, o de sí mismo,me da igual. Que en el intento de construir la

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vida y darle un sentido afrontamos multitud defactores externos; factores que no siempre de-penden de uno mismo. De aquí la comprensióny la misericordia en los juicios, la importanciaque tiene aceptar al otro tal cual es.

Yo sufrí una pasajera depresión cuando re-cibí carta de California en la que alguien habíaescrito que Zacarías Carles, el luchador, el be-nefactor de pastores en España, había muertoen una residencia para ancianos. Murió sólo, ol-vidado, sin una esquela, sin una llamada de te-léfono de la madre patria, a la que dedicó mu-chos años de su vida. ¿Será ese el destino detodos los que un día nos arrodillamos para le-vantar a otros?

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Al escribir sobre los que un día fueron ami-gos míos en las islas Canarias y murieron,

he de remontarme al mes de marzo del año1951. En esa fecha yo llegué al cuartel de infan-tería en Santa Cruz de Tenerife. Iba como vo-luntario para servir en el ejército español. Digoesto porque al haber nacido en un país extran-jero, el protectorado francés en Marruecos,criado en mis primeros años bajo leyes france-sas, estaba exento del servicio militar. Peroquise cumplirlo. ¿La razón? Yo apenas llevabaseis meses de convertido, ya sentía dentro demí la pasión evangelística que siempre me hacaracterizado y creía que un cuartel, con tan-tos jóvenes soldados, sería el lugar ideal paradar testimonio de mi nueva fe. ¡Ingenuo de mí!¡No sabía lo que me esperaba en aquél ejército

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Q 1Genaro March

de Franco, dominado por el nacionalcatoli-cismo!

El primer domingo que me dejaron libreme dirigí a la dirección que había conseguido enTánger. Llamé a la puerta. Abrió un hombre deunos 30 años. Era Genaro March. Me recibiócon amabilidad. Dijo que sí, que era evangélico;la reunión de aquél día tendría lugar en el domi-cilio de su novia, Etelvina. Allá fuimos los dos.Un salón relativamente pequeño. Unas 15 per-sonas. Genaro me presentó. Dijo de dónde pro-cedía, cómo me llamaba, todo eso. Y añadió lite-ralmente: “parece buen muchacho”. En estepunto interviene uno de los presentes en la reu-nión y dice, también literalmente: “El otro alprincipio tenía la misma cara de tonto que éstey todos sabemos cómo resultó”.

Me quedé de plomo. Cara de tonto debíatener, con aquél desangelao uniforme caqui y elpelo cortado al cero. Pero al afeitarme aquellamañana ante el espejo yo no lo había notado.

Pedí permiso para hablar; dije que yo habíaacudido allí en busca de una iglesia y de herma-nos espirituales. Sólo eso. Dije más, pero no lorecuerdo.

Se llamaba Moisés el hombre al que parecítonto. Poco tiempo después me resultó muysimpático. Nos hicimos buenos amigos. Me ex-plicó el por qué de aquél juicio improcedente.

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Al llegar yo acababa de despedirse otro soldadoevangélico conocido por Santitos. Era hijo delobispo de la Iglesia Española Reformada Epis-copal, Santos Molina. Al parecer, Santitos nohabía dejado entre ellos buena impresión. Noquiero escribir más.

Genaro March vivía con su madre y supadrastro, a quien llamábamos don Manuel.Hasta su muerte fue un peso pesado en la con-gregación. El y su mujer, Sira, habían pasadoaños en Cuba. Sira se desvivía por su hijo, siem-pre delicado de salud. Genaro y yo convertimosla hermandad espiritual en esa clase de amistadque según la Biblia es una fortaleza. Dejó la tie-rra cuando yo vivía en Madrid. Etelvina, que loamaba hasta la desesperación, quedó con fuertedolor en el alma, consolada por los dos hijos quetuvieron tiempo de engendrar.

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Entre las personas que había en aquella reu-nión, donde me llamaron tonto, estaba Ma-

tilde Tarquis. ¡Qué gran mujer! ¡Qué ejemplode entrega a Dios y al prójimo! ¡Qué grandezaespiritual! Embellecía todo lo que tocaba. Siem-pre tenía palabras tiernas. Era maestra de los jó-venes, compañera de los adultos, nodriza de losancianos.

Para mí Matilde Tarquis fue un ángel pro-tector. En el número 7 de la calle Prosperidadsolía reunirse con otras tres mujeres: Teresa,Marina y Clara, la dueña de la casa. A pesar dela escasez de la época, el grupo se las arreglabapara hacerme llegar alimentos que suplementa-ban la escasa y mala comida del cuartel. Un parde años más tarde regresé a Tenerife como pas-tor de dos iglesias. Entre ambas me daban 300

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Q 1Matilde Tarquis

pesetas al mes. Matilde pagaba muchas vecesmi pensión a doña Guadalupe, en cuya casa deSanta Cruz me hospedaba cada quince días. Losotros quince los vivía en La Orotava. Doña Gua-dalupe me decía simplemente que una personade la iglesia había pagado mi estancia. Pero yosabía que era Matilde. No quería que su manoizquierda supiera lo que la derecha hacía.

Matilde tenía tres hermanas: Celinda,Julia y Dácil. A ésta última la vi pocas veces.Julia sí, acudía con Matilde a todas las reunio-nes. Si puede decirse de una mujer que es un to-rrente de alegría, Julia lo era. Celinda contrajomatrimonio con Manolo González , miembrode la Iglesia en Las Palmas. Fue mi primer viajeen avión. La pareja me invitó a su boda y pagóel billete del aeroplano.

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Manolo y Celinda, Celinda y Manolo, erandos almas de Dios. Consagrados, practi-

cantes de la fe, entregados a Dios. Entre ellosviví una escena que hasta hoy tengo grabada enla mente. Manolo tenía un taller de ebanistería.Se asoció con otro miembro de la iglesia y estofue su ruina. Predicando yo un domingo en laIglesia de Las Palmas lo llamé por teléfono pi-diéndole que me invitara a merendar antes dela reunión. Dijo que sí. Cuando llegué a su casapuso sobre la mesa tres vasos de agua y dio gra-cias a Dios por ellos. No tenían otra cosa, peroagradecía al Señor lo que tenían. El agua.

¡Cómo se amaban! No tuvieron hijos yvivía el uno para el otro, o para la otra, como sequiera. Su amor estaba prendido del tiempo.Amaban como si el mundo fuera a acabar al día

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Q 1Manolo y Celinda

siguiente. El murió antes que ella. Aquello tras-tornó la vida de Celinda. Me escribía largascartas pidiéndome que le explicara con argu-mentos de la Biblia si Manolo seguía desde elcielo sus pasos en la tierra. Tampoco yo teníarespuesta. No la respuesta que ella esperaba.Harta de investigar decidió preguntárselo a suManolo. Voló a su encuentro en ese lugar dondetodo es misterio para nosotros y todo claridadpara quienes allí viven.

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¡Tía Inocencia era diferente! La llamá -bamos así porque era tía de Emiliano

Acosta, a quien tengo reservado amplio espacioen mi próximo capítulo.

Tía Inocencia era viejita, menudita, frágilcomo el aroma, delgada como un suspiro.Nunca la enseñaron a leer ni a escribir. Pasósus años fuertes trabajando en el monte. Conmucho esfuerzo había logrado construir una ca-sita con bloques de cemento en la parte alta deLa Orotava, en La Florida. Allí vivía con su únicahija, Anita, de unos 35 años entonces. Le sobra-ban kilos. Tenía una pierna amputada. Pasabalos días dándole con la pierna buena a una má-quina de coser, que le proporcionaba algún di-nero. La casa no tenía baño. Yo viví con Tía Ino-cencia dos años. Dormía en una habitación que

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1

Tía Inocencia

Foto de Tía Inocenciano disponible.Esta era sucasa, donde vivíaño y medio.

había construido para su sobrino Emiliano.Comía lo que había. Tampoco yo podía colabo-rar mucho económicamente. Todas las maña-nas Tía Inocencia me despertaba con una ta-cita de café, la achicoria que entonces había.Siempre tenía los pelos revueltos. A veces algu-nos de ellos nadaban en el café. Yo los quitaba ypunto en boca.

¡Qué feliz fui en aquella casa, en aquellazona de altura, querido por todos los miembrosde la congregación que pastoreaba!

El día que abandoné La Orotava rumbo aMarruecos no pude despedirme de Tía Ino-cencia. Anita me dijo que no quería verme par-tir y se escondió en algún lugar del monte. ¡Lossentimientos encadenan! Estaba en Madridcuando Manuela, vecina y también evangélica,me escribió diciendo que Tía Inocencia habíamuerto.

Casi todos los personajes de este capítulose encuentran ya al otro lado de la tierra. Murie-ron Genaro, don Manuel, Cira, Moisés, Ma-nolo, Celinda, Tía Inocencia, Anita. Matildemurió hace pocos meses, con más de 90 años.Siguen vivos Etelvina, Julia y Dácil.

¡Cada amigo que muere adelgaza nuestrofuturo!

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Entre los amigos que decidieron saltar desdela tierra canaria hasta más allá de las nubes,

creo que debe figurar en lugar destacado Emi-liano Acosta. Entre otras razones, por lo que sig-nificó en mis primeros años de predicador.

Emiliano nació en Tenerife, pero sus pa-dres, emigrantes, lo llevaron de pequeño aCuba. Aquí se produjo su conversión. Estudiódurante seis años en el Seminario EvangélicoLos Pinos Nuevos en Villa Clara, hacia el nortede la isla. Una vez graduado se embarcó comomisionero para anunciar el Evangelio a los mu-chos familiares que tenía en Tenerife. Al llegarreorganizó el pequeño grupo que se reunía enla capital, elevándolo hasta más de cien miem-bros, y fundó otra Iglesia en La Orotava. Fati-gado de vivir solo regresó a su isla cubana en

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Q 1Emilano Acosta

busca de mujer. Yo le sucedí como pastor en lasiglesias de Santa Cruz y La Orotava. Tenía en-tonces 24 años. Yo, no él.

Emiliano volvió a Tenerife con Blanca,una esposa tan consagrada como él: el matrimo-nio se instaló en Icod de los Vinos. En torno alos años 70 Emiliano comenzó a padecer pro-blemas de visión. En la revista que yo entoncesdirigía en Madrid, RESTAURACIÓN, solicitéayuda económica para que pudiera ser tratadoen Barcelona. Los lectores respondieron con ge-nerosidad. Le enviamos más dinero del que ne-cesitaba. Pero no hubo nada que hacer. Tras unpar de años con cirugía ocular y varios trata-mientos, quedó definitivamente ciego.

Recuerdo a Emiliano con gran pasión. Du-rante el año y medio que estuve a su lado comoayudante de pastor, al tiempo que hacia “lamili”, me enseñó muchas cosas.

Era pequeño de estatura, algo gordo, casicalvo. En mi vida he conocido a un hombre tanconsagrado como él lo era. Oraba de rodillas va-rias veces al día. Leía continuamente la Biblia.Era humilde, amable con la gente, predicadortranquilo y sosegado, profundo al explicar la Pa-labra.

El filósofo y poeta Ralph W. Emerson dijoque en la humildad está la fortaleza y la gran-deza de la persona. Pero esto importaba poco a

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la muerte. También le tenía sin cuidado elhecho de que éste hombre de Dios poseyera lascaracterísticas que Pablo menciona en Colosen-ses 3:12. Ni que estuviera ciego. Mejor para ella,para la muerte, así no la veía acercarse a sucama. Aunque a la muerte no se la oye, porquesiempre anda en zapatillas. A Dios, en cambio,no le importaba la ceguera de Emiliano. Teníapreparada nueva luz para él y lo mandó a buscarcon un mensajero que se abrió camino hasta elalma de Emiliano a través de las plataneras.

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De mi etapa canaria no puedo olvidar a dosentrañables amigos que tuve en el cuartel

militar. Uno se hacía llamar Ventura CarreñoMonte. Era de Jauja, en la provincia de Cór-doba. No le habían enseñado a leer ni a escribir.Lanzando carcajadas decía que cuando le llególa hora del servicio militar andaba por los mon-tes y lo cazaron a lazo para vestirlo de caqui. Losdos compartíamos una litera doble. El dormíaen la cama de arriba y yo en la de abajo. Era del-gadito, bajito. Pesaba poco. Algunas noches loimpulsaba con mis piernas hacia arriba y el sol-dado saltaba. “Monroy -decía- me vas a dar con-tra el techo. Quédate quieto o llamo al sargento”.

Nunca lo llamaba.En su Jauja natal Ventura tenía una novia.

Ella tampoco leía ni escribía. Las cartas que

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Q 1Ventura Carreño

Fotono

disponible

mandaba a su amor las escribía una amiga deella. Y las que Ventura enviaba a ella las escribíayo. Un día la corresponsal de la novia de miamigo solicitó que le mandara un retrato mío.En realidad se estaban estableciendo unos lazosinvisibles, pero en parte justificados, ya quetoda la correspondencia sentimental de los no-vios la redactábamos ella y yo.

Un año, muchos después de la salida delcuartel, conduciendo por la carretera de Málagaa Córdoba, leí la indicación que ponía: “A Jauja”.Giré el volante y llegué al pueblo. En el primerbar donde entré pregunté si conocían a un talVentura Carreño Monte, que había hecho elservicio militar en Tenerife. El hombre tras labarra respondió enseguida —“Sí, el marido de la“Mocha”. Obtuve la dirección. Llamé a la puertay me abrió la mujer a quien yo escribía las car-tas de su novio.

Era coja.Ventura llegó poco después y estuvimos

varias horas desenterrando recuerdos.Pasados años, no sé cuántos, quise ver de

nuevo a mi amigo de “la mili”. Fui a Jauja, llaméa la misma puerta, me abrió la misma mujer, “laMocha” me dijo, con un llanto incipiente, que lamuerte le lanzó un dardo al corazón mientrastrabajaba en el monte y se lo entregaron cadá-ver, esto es, con corazón, pero sin alma.

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Al otro amigo al que evoco con añoranza lotuve más cerca de mí que a Ventura Ca-

rreño . Y sin embargo sólo recuerdo el nombre:Lorenzo. Era de La Palma, una de las siete islascanarias, situada en el sector occidental del ar-chipiélago. Físicamente era lo opuesto a Ven-tura: alto, de cara redonda, entrado en carnes,sin llegar a gordo, de fuerte constitución.

Lorenzo no estaba loco, ni era tonto, peropadecía leves trastornos mentales. Según mecontaba cuando teníamos oportunidad de pasearjuntos, a los 17 años la Guardia Civil de Francolo acusó de un robo que no había cometido. Du-rante una semana le dieron tales palizas para queconfesara lo que no podía confesar, que cuandolo soltaron salió de la cárcel con la mente alte-rada. Aún así no le eximieron del servicio militar.

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Q 1Lorenzo

Nunca leyó cosa alguna sobre la Unión So-viética, pero todo lo de aquellas tierras le fasci-naba. Yo le contaba lo que sabía. Siempre que sedirigía a mí me llamaba “Monroy soviético”.

Tengo esta escena en la mente como si laestuviera viviendo o contemplando ahora mis -mo a través de un espejo: Una mañana estába-mos practicando tiro al blanco. Lorenzo estabaa mi lado cuerpo a tierra. Disparaba dos o tresmetros por encima de la diana señalizada. El te-niente que dirigía la instrucción, de apellido Pe-ñalver, se acercó furioso a mi amigo y le in-crepó: “¿Dónde estás disparando?”. Lorenzo, sininmutarse, respondió: “A aquellos soviéticos quese acercan por allí, mi teniente”.

Seis o siete días antes de abandonar elcuartel Lorenzo se acercó a mí con cara de lás-tima y me suplicó: “Monroy, no me dejes aquí,llévame contigo a Marruecos”. Se me partió elcorazón al oírlo.

Lo habría hecho de haber podido. Pero Ma-rruecos era un país extranjero y había quemover muchos papeles.

En el último viaje que hice a Santa Cruz deTenerife me encontré en la iglesia con un hom-bre que había conocido a Lorenzo. Me confesóque había muerto no se sabía de qué, de des-gana de vivir tal vez. ¡Qué más da! La muerte nodistingue entre una y otra enfermedad. Sólosabe que si uno está vivo, le pertenece.

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Dejo Canarias y entro en Cataluña. Corría elmes de marzo del año 1954.Un barco me lleva desde el puerto de Santa

Cruz de Tenerife al puerto de Barcelona. Yo ibaa la capital catalana invitado por Ernesto Tren-chard para cursar estudios de la Biblia con él.Cualquier evangélico con la edad que yo teníaentonces se habría sentido privilegiado con talhonor, estudiar a los pies del gran maestro du-rante 90 días, solos él y yo, cuatro horas de cadamañana.

En el puerto catalán me esperaba Tren-chard. Le acompañaban algunos miembros dela Iglesia donde servía como Anciano, en la calleMarqués del Duero, en el Paralelo. Don Ernestoera inglés, con muchos años de servicio misio-nero en Barcelona y Madrid, siempre amado y

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Q 1Ernesto Trenchard

protegido por su fiel esposa y eficiente secreta-ria, doña Gertrudis. Él tenía una pierna ampu-tada; aún así fui testigo de cómo se desenvolvíaen autobuses y tranvías por las calles de Barce-lona.

Me enseñó mucho y bueno de la Bibliaaquellos tres meses y otros tres en el otoño de1956. En la primavera de 1967 Trenchard y yocruzamos algunas cartas en las revistas EDIFI-CACIÓN CRISTIANA y RESTAURACIÓN. Losmalpensantes de siempre interpretaron unaruptura de relaciones. ¡Jamás! Al mes siguientede su muerte publiqué un largo artículo en RES-TAURACIÓN, en el que entre otras cosas, decía:“Antes de las cartas y después de las cartas, enmi corazón has tenido un lugar importante”.Cierto. Ciertísimo.

Ernesto Trenchad murió en Madrid el 19de abril de 1972, a los 70 años, de los cuales casi50 los había entregado al protestantismo espa-ñol. Cuando la muerte fue en su busca no le im-portó que al cuerpo faltara una pierna, comotampoco se detuvo ante los ojos muertos deEmiliano Acosta. Dicen que cuando la muertese halla en presencia de hombres buenos da trespasos lentos hacia ellos, dudando si llevarlos ono. Quienquiera fuera el padre de esta idea ol-vidó que la muerte no distingue entre buenos ymalos, sólo sabe de seres vivos, de candidatos ala fosa.

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Entre las personas que acompañaban a Tren-chard en el puerto de Barcelona había dos

matrimonios, uno de más edad formado por Ce-cilia y Francisco Molins y otro de menos añoscompuesto por Nuria y José Buscató. Delpuerto fuimos a casa de los Molins y allí Tren-chard presentó el programa que había prepa-rado. Yo estudiaría con él cuatro horas por lasmañanas y tres horas por las tardes con Fer-nando Pujol, Anciano en la Iglesia que enton-ces se reunía en la calle Pinar del Río, en la zonadel Guinardó. Al mediodía comería en casa delos Buscató, la cena y el desayuno, con los Mo-lins. Allí dormiría.

A Nuria no debo ignorarla en estos relatos,pero tampoco quiero escribir de ella porque aúnvive, y aquí sólo trato de muertos, aunque vivir

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Q 1Nuria y

José Buscató

es estar a punto de morir cada día. “¡Viva lamuerte!”, gritó el general Millán Astray en Sa-lamanca el 12 de octubre de 1936. No, mi gene-ral, viva la muerte no, viva la vida. Y que Nuriasiga en este mundo, de poder ser, por siemprejamás amén.

A José lo traté poco. El no comía en casa ala hora que yo iba, sólo los fines de semana pa-sábamos algunas horas juntos. De la última vezque lo traté en vida conservo un recuerdo entra-ñable. Acabada mi etapa de estudios con Tren-chard y Pujol tomé un tren hacia Madrid. Josépuso empeño en acompañarme hasta Zaragoza.“De paso veo el Pilar”, se justificó. Llegando a laspuertas de la ciudad maña nos despedimos. Elbajaba del tren y yo seguía. A pesar de los mu-chos años transcurridos no exagero si digo queaún siento en mi cuerpo el fuerte abrazo de des-pedida. “Soldados de mi vieja guardia, os digoadiós”, dicen que dijo Napoleón cuando se des-pedía en Fontainebleau de su guardia imperial.

El adiós a José Buscató está durandomucho. Fue Bernardo Sánchez, amigo común,quien me comunicó su muerte.

Normal: Todo el que nace, crece, padece,envejece y muere. Entre una y otra etapa, comolo concibió en el siglo XVII Álvarez de Toledo,“Muere el alma cuando el hombre vive, vive elalma cuando el hombre muere”.

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Cecilia y Francisco Molins tenían su resi-dencia en la calle Blasco de Garay, en el tí-

pico Paralelo barcelonés. El matrimonio habíaengendrado tres hijas, ningún varón. A las dosmayores, casadas, sólo las vi en contadas ocasio-nes. La más pequeña, del mismo nombre que lamadre, 11 años entonces, convivía con los pa-dres.

Francisco y Cecilia eran dueños de dospuestos de carne en un mercado próximo. Deja-ban la cama a las cinco de la mañana. Franciscoenganchaba un caballo a la carroza que cobi-jaba en el amplio sótano de la casa y los cuatro,caballo, hombre, mujer y mujercita se dirigíana la faena diaria en el mercado. Nunca lo pre-gunté, entendí que utilizaban la carroza para

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Q 1Cecilia y

Francisco Molins

transportar la carne de algún lugar de mayoris-tas hasta los puestos del mercado.

Cuando me levantaba a las ocho de la ma-ñana encontraba el desayuno dispuesto en lamesa. Cecilia no fallaba ni un solo día. Yo regre-saba hacia las siete de la tarde. Madre, padre ehija estaban ya allí. Además, habían dormido lasiesta. Llegaban a casa en torno a las tres, con-cluido el negocio de la mañana.

¡Cuánta alegría había en aquella casa!¡Cada noche era una fiesta! Reíamos mucho,contábamos historias, hablábamos de viajes, ju-gábamos a dominó, chismorreábamos inocen-temente de algunos miembros de la Iglesia.Francisco era algo brutote, pero muy sano,noble, con una gran carga de ingenuidad parasu edad. Cecilia, además de ser una mujerfuerte, trabajadora, emprendedora, era culta.Nacida y criada en Lérida no sé si fue el amorque la llevó a Barcelona o razones familiares. Lapequeña, a quien llamábamos Cecileona, siem-pre tenía la risa entre sus dientes. Reía a todashoras, reía por cualquier cosa y por nada.

Los tres eran creyentes fieles, miembrospracticantes en la Iglesia del Paralelo, dondeTrenchard era uno de los líderes. Queríanmucho al misionero inglés. Los domingos donErnesto y doña Gertrudis se unían a nosotrosen la comida del mediodía. Esa comida que llega

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después del culto de la mañana —siempre la hetemido— donde se habla del que predicó, delque oró, del que dirigió los cánticos, del sermón,de las oraciones, de los que faltaron y del Susumcorda.

Francisco Molins murió antes que CeciliaTarragó de Molins. Creo que la muerte consti-tuye en todo el mundo la primera causa de se-paración matrimonial. Cecilia vivió hasta acer-carse a los 90 años. Yo la visitaba cuando podía,pero en sus últimos años se negaba a recibirme.No quería que viera a lo que había quedado re-ducida aquella mujer jovial, alegre, dinámica,que un día de marzo del año 1954 me dio labienvenida en el puerto de Barcelona.

A poca gente gusta la vejez. Contraria-mente a lo que algunos pensadores nos hanhecho creer, la vejez no trae consigo la placidezde vivir. Nos desconsolamos al comprobarcómo los años huyen sin que la tranquilidad lle-gue. Una de las pocas alegrías que nos propor-ciona la vejez es poder revivir, vivir el pasado.Esto, cuando la vejez no se ve traicionada por lademencia senil. Para nosotros, los cristianos, elpremio en llegar a viejos consiste en que esta-mos a punto de alcanzar la eternidad soñada, lainmortalidad feliz, las moradas celestiales cons-truidas de piedras preciosas y oro puro junto aun río resplandeciente como el cristal.

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En mi etapa catalana tuve buenos amigos. Detodos no escribo, primero porque algunos

de ellos todavía viven, y este es libro para muer-tos; segundo porque no todos estuvieron lo su-ficiente cercanos a mi alma como para incluir-los en esta nómina de cadáveres.

¡Qué gran hombre fue Jaime Casade-mont! En enero de 1962 dije que alguien debe-ría escribir un libro sobre él, pero hasta ahoranadie lo ha hecho.

Explico cómo lo conocí.Ya dije en el capítulo anterior que en la pri-

mavera de 1954, viviendo yo en Santa Cruz deTenerife, Ernesto Trenchard me propuso estu-diar con él en Barcelona. Una mañana llamaronal timbre de la puerta y apareció un jovencísimoJosé María Martínez. Trenchard efectuó las

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Q 1Jaime Casademont

presentaciones. Martínez me pidió que predi-cara un miércoles en la Iglesia que entoncespastoreaba en la calle Pasage Nogués. Fui. Aca-bada la reunión se acercó a mí un matrimoniocatalán, jóvenes y joviales los dos. Dijeron susnombres. Jaime Casademont y Pilar. Inme-diatamente me invitaron a cenar el domingo,cuatro días después. Allí estuve puntualmente,donde me señalaron. En la casa a la que acudíhabía un grupo de unas 12 personas; entre otras,cuyos nombres se han fugado de mi memoria,recuerdo a Javier Bosque, Pedro Peris, Gon-zalo no sé qué, acompañados de sus esposas.Después de la cena Jaime habló. Nos dijo atodos que tenía intención de fundar un movi-miento evangelístico que llevaría por nombreSINTONIZANDO CON DIOS. Con un entu-siasmo que contagiaba expuso ideas, presentóproyectos, trazó planes, logró que compartié-ramos sus sueños, que asumiéramos sus aspi-raciones. También hablamos, pero menos,Bosque, Peris y yo. Acepté de inmediato la in-tención y me uní a ella. No conocía a ningunode los que estaban allí, pero para involucrarmeen estos quehaceres espirituales, misioneros,nunca ha sido preciso empujarme.

De rodillas, orando y llorando, permaneci-mos tres horas, que transcurrieron como un sus-piro.

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Aquella noche, en aquella casa, quedóconstituido el movimiento evangelístico SIN-TONIZANDO CON DIOS. Casademont fuenombrado presidente, Bosque tesorero, yo se-cretario e impulsor de misiones.

Casademont era empresario. Trabajabamucho. Muchísimo. Los fines de semana los de-dicaba a predicar por los pueblos cercanos aBarcelona. Dormía poco. Comía menos. “Estehombre, me decía la esposa, Pilar, cualquier díacae enfermo y se nos va”.

Y se nos fue. Fue cortado de la tierra y voló(Salmo 90:10) un 26 de noviembre del año 1960.El ser humano está situado entre seis paredes:arriba, abajo, delante, detrás, derecha, e iz-quierda. Y presidiéndolas todas, la muerte vigi-lando y esperando.

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En Barcelona tuve otro amigo muy querido.Se llamaba Rafael Serrano. Los padres sa-

lieron un día de Córdoba, recorrieron el caminohasta Barcelona y aquí se instalaron, en estagrande y acogedora ciudad. Trabajando mucho,ahorrando cuanto podía y con una poquitaayuda de sus padres, logró montar una pequeñaimprenta en la calle Floridablanca. Rafael eraun creyente que por la fe arriesgaba la vida. Loconocí en la Iglesia del Paralelo, que yo frecuen-taba. Luego hubo una división y formó parte delgrupo que se trasladó al Pasage Verdún.

En aquellos tiempos de la tiranía nacional-católica imprimir literatura protestante, aunquese tratara de un par de folios doblados, era ex-ponerse a multas y cárcel. Si el general O’Don-nell pudo decir al salir ileso de un atentado: “Ni

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Q 1RafaelSerrano

las balas de África ni las de aquí pueden con-migo”, a Rafael Serrano no le asustaban las ma-quinaciones clericales ni lo intimidaban los co-misarios de Franco. Todos los protestantes quepor aquella época escribíamos algo acudíamosa la imprenta de Serrano. El escondía los impre-sos hasta bajo las camas del dormitorio de lospadres. Cuando se agotó la primera edición demi libro DEFENSA DE LOS PROTESTANTESESPAÑOLES, impresa en Marruecos, Serranohizo en su imprentita una edición clandestinade 2.000 ejemplares. Cuando le preguntaba sino tenía miedo de exponerse a años de cárcel,contestaba: “No, el miedo es el mayor enemigode la fe y los cristianos sabemos en quién hemoscreído, el mismo que nos protege”.

Desde Barcelona recibí carta comunicán-dome su muerte. Lloré de dolor y recordé unafrase anónima que leí no sé dónde: “La tumba esel arco de triunfo de la eternidad. Allí residenlos valientes”.

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Un encuadernador ateo, anticatólico y an-tifranquista amigo de Serrano, dueño de

otro microtaller, asumió la encuadernaciónde los 2.000 ejemplares. Después surgió el di-lema: ¿Qué hacer con ellos? ¿Dónde escondere iniciar la distribución de tantos libros? En-tonces surgió Magdalena Palmer, a quienpor aquellos días se le podía aplicar la defini-ción que hace Benavente de la mujer hu-milde: “Animal de cría y de trabajo y de carga”.Cuando la conocí era viuda. Tenía tres hijos,dos hembras y un varón. Vivía en un piso dela Vía Layetana. Todos asistían a la Iglesia enPasage Nogués. Los cuatro adoraban (es undecir) a su pastor, José María Martínez, espe-cialmente Yolanda, muy activa entre el grupode jóvenes.

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Q 1Magdalena Palmer

La señora Palmer distribuía su tiempoentre el hogar y la Iglesia. Había en esta mujerun dulce e increíble atractivo espiritual, unafuerza y un resplandor de verdad que subyuga-ban. Es un dicho común que la mayor parte delos hombres ilustres deben mucho a sus ma-dres. También los tres hijos de la señora Pal-mer. Supo plantar en el alma de cada uno deellos la semilla de la virtud y de la fe. Fue la ima-gen viva de lo verdadero, de lo bello. Sabía inte-resar al cielo en el porvenir de sus hijos y a éstosen la grandeza, misericordia y amor de Dios.

Nunca me interesé en conocer la economíade aquella casa, egoísta y estúpido de mi. Perocada vez que iba encontraba a jóvenes de la Igle-sia merendando o tomando refrescos. Su hogarera eso, una auténtica Iglesia donde el gorriónhallaba casa y la golondrina nido, cerca de losaltares de Jehová (Salmo 84:3).

También Rafael Serrano acudía de vez encuando al calor de aquél hogar. Concluida la im-presión y encuadernación del libro citado nosreunimos él y yo con Magdalena y le expusimosel problema que nos preocupaba: Dónde alma-cenar los libros para protegerlos de la policía.“En mi casa”, dijo la señora Palmer con un tonode firmeza en la voz.

A su casa fueron las cajas que ella escondiódebajo de las cuatro camas. De allí fueron sa-

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liendo poco a poco, uno a uno o en pequeñascantidades a las direcciones que yo le iba en-viando desde Marruecos.

Magdalena Palmer de Sintes fue una delas grandes personas que Dios introdujo en mivida. Dulce en el trato, paciente en sus penas,verdaderamente piadosa, con una confianza sinlímites en la providencia divina.

Una carta depositada en Barcelona y lle-gada a Madrid me informó de su muerte. De sumuerte no, de su sueño. El sueño es hermano dela muerte. “Dormir —dijo Musset en el mo-mento de morir — por fin voy a dormir”. Nuestrahermana Palmer duerme, dijo Jesús camino deBarcelona, mas voy para despertarla del sueño.

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Sigo en Cataluña. Corría 1953. Aquél año Es-paña ingresa en la Organización de las Na-

ciones Unidas para la Educación, la Ciencia yla Cultura (UNESCO). Stalin muere de un ata-que cerebral. Juan Duarte, cuñado y secreta-rio del general Perón, escapa de la tierra argen-tina por el agujero negro del suicidio. Isabel IIes coronada como reina de Inglaterra. FidelCastro asalta el cuartel Moncada, en Santiagode Cuba, hecho que da principio a la revolu-ción. España firma un Concordato humillante(para ella) con el estado Vaticano. Alfredo diStefano debuta como jugador madridista. EnMéjico muere Jorge Negrete a los 42 años. Yome encuentro en la isla de Tenerife como pas-tor en dos iglesias, Santa Cruz y La Orotava.

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Q 1Juan Gili

Ignoro por qué medios me llegó un ejem-plar de la revista CONSTANCIA, editada clan-destinamente en Barcelona por un grupo de ilu-sionados escritores evangélicos entre los quedestacaba Juan Gili como redactor jefe. La re-vista me entusiasmó. Era periodismo. Se puedevivir sin comer, sin beber, sin dormir, sin aire (esun decir), pero no sin periodismo. La anuncié enlas dos iglesias. Logré 21 suscripciones que así,de golpe, era como lluvia de primavera paracualquier revista. Escribí a Gili, la respuesta que-bró mi delirio. La carta que me llegaba de Bar-celona decía que CONSTANCIA dejaría de pu-blicarse al mes siguiente por falta de medioseconómicos. Esta amarga experiencia la he pa-decido en carne propia a lo largo de medio siglo.

Fue mi primer contacto con Juan Gili. Conel tiempo trasladaría su residencia a Madrid.Nuestros caminos de liderazgo cristiano corrie-ron paralelos. Estábamos en todos los comités,compartíamos parecidas responsabilidades, for-mábamos parte de juntas en varios congresos,trabajamos juntos en la Federación de EntidadesReligiosas Evangélicas de España (FEREDE),pertenecíamos a las sociedades de escritores yde editores que se constituían en España, los dosfuimos invitados a Tailandia por la AsociaciónBilly Graham, él establecía iglesias en unos luga-res de España y yo en otros. Así, hasta que murió.

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Dios me ha perdonado a mí mucho, y ten-drá que perdonarme más, pero yo no perdono aÉl haber permitido que Gili muriera de la formaque lo hizo. Con intensos dolores. Y en la cuentaque he de pedir a Dios cuando lo vea está tam-bién la muerte de José Cardona, y la de JuanSolé, y la de Juan Luis Rodrigo, y las afliccio-nes que mortifican el cuerpo de José MaríaMartínez, aún entre nosotros, gracias a Él.

Gracias por esto, pero no por lo otro. A ele-gidos que le han servido toda la vida, trabajandopara Su reino sin descanso, debería haberlesdado otra muerte. Pediré que me lo expliquecuando nos enfrentemos.

Gili vivió muriendo casi tres años. Primerofue un problema de rodillas, le fallaban, habíaque sujetarlo para evitarle caídas. Luego fue unproceso inflamatorio que afectó toda su masamuscular, eso que los médicos llaman miositis,también fuertes depresiones, pérdida de memo-ria, úlceras de esófago.

Injusto, Señor, injusto.Murió en Madrid el 13 de diciembre del

año 2003.Se puede morir de un tiro en la sien o de

un largo proceso degenerativo. A Juan Gili letocó esto último. Suerte negra, si es que la suerteexiste.

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ASamuel Vila lo conocí en una reunión depredicadores que tuvo lugar en Barcelona

en junio de 1956. Después del bullicio nos que-damos solos y compartimos ideas él, AntonioAlmudevar y yo. De regreso a mi tierra mora pu-bliqué en la revista LUZ Y VERDAD (septiem-bre-octubre 1956) un artículo con este título: “Sa-muel Vila y Antonio Almudevar me handefraudado”. Por aquél entonces Vila había te-nido problemas con la Iglesia que pastoreaba enTarrasa y el norteamericano Harold Kregel ocu-paba provisionalmente su lugar. Unos mesesdespués los de Tarrasa me invitaron a predicarun domingo. Estaban buscando pastor y realiza-ban algo así como un casting. Les dije que con-migo no contaran. Yo no estaba por esa labor.Después del culto se me acercó Kregel y me dijoliteralmente: “al terminar de leer tu artículo

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Q 1Samuel Vila

quien me defraudó fue el señor Monroy”. Elhombre esperaba que yo cargara más las ya mo-lidas espaldas de don Samuel. No supo leer miescrito. Como subtitulo tenía este: “La persona ysu personalidad”. Yo, no sé por qué, esperaba en-contrarme con dos cuerpos bien formados, altos,atractivos. Samuel Vila era bajito, delgadito, na-rigudo, muy poquita cosa. Almudevar, tambiénde baja estatura, era gordito, calvo, miope. Mitesis era esta: Dos mentes poderosas, los dos es-critores más destacados en el momento protes-tante español, brillante en la poesía Almudevary aplaudido Vila en la apologética, acurrucadosen dos cuerpos insignificantes. La gran diferen-cia que yo establecía entre la persona de fuera yla personalidad de dentro.

Samuel Vila murió el año 1992. Había cum-plido 91 años. Hizo trampa al autor del Salmo 90,quien fija el término medio de la vida humanaen 80 años.

Parte del protestantismo español lloró lamuerte de éste hombre. Valiente, inteligente, es-critor ameno, evangelista incansable, descubri-dor y apoyo de pastores, fundador de Iglesias,persistente en el trabajo, incombustible en su en-trega total al llamamiento recibido de Dioscuando era un joven muchacho.

Volveré a ver a Samuel Vila. De RamónGómez de la Serna es esta frase: “Cada tumbatiene su reloj despertador puesto en la hora delJuicio Final”.

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Yo fui uno de los amigos que tuvo en vidaManuel Gutiérrez Marín, durante años

pastor en Barcelona. Creo que nuestra duraderacamaradería obedecía a que yo no figuraba enla Iglesia Evangélica Española, de la que él fuepresidente muchos años. Cuando nos encontrá-bamos en Barcelona o en Madrid Manuel elbueno abría su corazón y canalizaba hacia elmío los enfrentamientos que tenía con los de suequipo.

Para mí tengo que ni su Iglesia ni el restodel protestantismo español supo comprender aéste intelectual exquisito y más profundo que loque entonces había en la familia evangélica denuestro país.

Fue presidente de la Iglesia Evangélica Es-pañola. Director de la revista CARTA CIRCULAR,

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Q 1Manuel

Gutiérrez Marín

continuadora de la celebrada ESPAÑA EVANGÉ-LICA. En julio de 1958, en un artículo sobre su li-teratura, escribí en la revista LUZ Y VERDAD:“Gutiérrez Marín es el maestro del idioma. Ensus escritos revela un perfecto dominio del cas-tellano y es el autor evangélico español más in-telectual de nuestros días”.

Manuel Gutiérrez Marín nació en 1906 enEl Madroño (Sevilla) de familia evangélica.Desde niño fue un cerebro. Hecho hombre es-tudió en España Filosofía y Letras, Teología enAlemania, doctorado en Estados Unidos. Cono-cía hebreo, griego, francés, inglés, alemán, ita-liano y portugués. Vivió hasta los 82 años.Meses antes de morir tuvo lugar nuestro últimoencuentro. Me dijo: “Monroy, la envidia y elacoso de mis propios compañeros de ministeriome tienen la vida amargada”.

Lo comprendí, algo sabía yo de todo eso.En fin, pudo haberle consolado en vida este ra-zonamiento de Nocedal:

“Los hombres de mérito no necesitan cui-dar su fama. La envidia de los tontos y de los pe-tulantes corre con el encargo de extenderla”.

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En esa parcela de América que allí llaman Es-tados Unidos tuve algunos buenos amigos.

Y los amigos muertos siguen gratos en el re-cuerdo. Fenelón quería que los buenos amigosse dieran palabra de morir el mismo día. Asuntodifícil este. Don Quijote, con el alma ya máscerca del cielo que de la tierra, dogmatizaba:“Señores, vámonos poco a poco…”. Y de uno enotro.

Mi primer viaje a Estados Unidos tuvolugar en junio de 1964. A la salida del enormeaeropuerto de Nueva York me esperaban Zaca-rías Carles y Miloslav Baloum. Habían pactadoque pernoctaría en casa de este último.

Baloum era ruso, rubio, fuerte, con unapiel muy bien cuidada, un rostro fino al quecada noche dedicaba en el cuarto de baño un

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Q 1Baloum

mínimo de media hora. Era soltero. Había ejer-cido de pastor en Buenos Aires, donde aprendióun buen español. Entonces estaba al frente deuna iglesia independiente en el Bronx, uno delos barrios más conflictivos de Nueva York, ha-bitado principalmente por portorriqueños. Lacasa que habitaba era grande, con cuatro dormi-torios. Uno lo ocupaba él y otro lo puso a mi dis-posición. Compartíamos la sala de estar, elcuarto de baño y la cocina.

El cariño ocupa un peldaño más abajo enla escalera del amor. Pero también engancha.Yo permanecí seis meses en aquella casa, conaquél vecino de cuarto. Llegué a quererle conun querer que brotaba de mis adentros. Des-pués de la cena solíamos pasar hasta tres y cua-tro horas hablando, cuando no teníamos otroscompromisos. Mi amigo el ruso estaba empe-ñado en que yo ocuparía un lugar destacado enel Protestantismo hispano y me adoctrinaba decontinuo. Una de sus creencias, muy arraigada,tenía que ver con el liderazgo político del cris-tiano. El creador del mundo es Dios, razonaba,luego Dios quiere que el mundo sea gobernadopor cristianos, sólo por cristianos, por buenoscristianos. Yo argüía que en todo el protestan-tismo no había suficientes líderes cristianoslimpios, honrados, nacidos de nuevo, capacesde dirigir un país.

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—Ahí está el mal —respondía; que cuandoun líder evangélico alcanza un nivel político ele-vado, se corrompe igual que un católico o un pa-gano.

Y nos íbamos cada uno a su cuarto.En 1973 recibí en Madrid una carta fir-

mada por la secretaria de su iglesia comunicán-dome la muerte de Baloum. Se fue del mundosin arreglar el mundo. Un día paseaba por elBronx cuando oyó a sus espaldas voces airadas.Eran los gritos de la muerte que lo llamaban.

¡Ay muerte, muerta seas!

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De Mario de Orive no sé mucho, pero quieroperpetuar aquí su memoria por un hecho

singular y jocoso. Era de Asturias. Estaba empa-rentado con los laboratorios Orive, mayormenteconocido por la producción de pasta dentrífica.Supo de mí en Nueva York y me telefoneó pi-diendo que predicara en su iglesia un domingo.Pastoreaba una congregación de tendencia re-formada. Terminado el culto comí en su casa.Su mujer y dos hijos. Surgió el tema de las dro-gas en la juventud. A uno de ellos pregunté cuá-les eran las características de un joven droga-dicto. Las describió tan bien, con tanta precisióny realismo, que no dudé de su enganche. Sema-nas después el padre me lo confirmó.

Con aquello de que los dos éramos españo-les y conocíamos a gente del país, nos veíamos

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Q 1Mario Orive

Fotono

disponible

de vez en cuando. Otro día yo lo invité acomer en Harlem. Queríamos tomar un pocode vino con la comida. Pero él andaba con ves-tidura de pastor reformado y no se atrevía.Buscamos un restaurante aislado. Entramos.Tomamos asiento ante la mesa. El pidió una cer-veza. Estaba inclinando el vaso garganta abajo,para saborear el líquido, cuando entraron tresnegros. Uno de ellos se dirigió a Orive con mi-rada de fiera y le espetó:

—“¡No le da vergüenza, usted un pastor pro-testante y bebiendo cerveza!

Saltó como un resorte, al tiempo que medecía:

—“Lo ve, Monroy, esto no es España. Vámo-nos. Lejos de aquél entramos en otro restau-rante y consumimos dos filetes de ternera, pa-tatas fritas y coca cola.

¿Dónde está ahora Mario de Orive? ¿Re-cordará aquella experiencia en el Harlem neo-yorquino? Supe que había muerto del corazón.Pero después de muerto, ¿desaparece tambiénel recuerdo? ¿Se va por el espacio y el tiempo?¡Qué triste!

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Está también Juan Francisco Rodríguez, eldoctor Rodríguez, como le llamábamos.

Andaría por los 70 años cuando topé con él enSan Juan de Puerto Rico. Era negro, negro, muynegro. Bajo de estatura, ancho de cuerpo, rostrode ángel. Era cultísimo. Teólogo. Periodista. Es-critor. Filósofo. Predicador. Evangelista. Educa-dor. Por aquél entonces, Director del SeminarioDefensores de la Fe en San Juan. Tenía hijos bri-llantes. Uno ingeniero. Otro juez. Otro abogado.Otras profesoras de Universidad.

Frecuenté algunos años su amistad. Me en-tregó varias carpetas con artículos, sermones,discursos, conferencias, que yo corregí y clasifi-qué, resultando en cuatro libros que le publiquéen España, con largos prólogos en los que vol-qué el amor que le profesaba.

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Q 1Juan Francisco

Rodríguez

Soñaba con España. Quería conocerla. Lotraje. Me tomé dos semanas libres y recorrimostoda Andalucía y otras regiones.

Una noche llegamos a Puebla de Cazalla,en la provincia de Sevilla, donde yo debía hablarcon una familia. Llamé a la puerta. Abrió unaniña de 12 años y volvió a cerrarla asustada. In-sistí y regresó. Pregunté: –¿Qué te pasa, niña?

Sonriendo, con aquella tierna y bondadosasonrisa que le caracterizaba, el doctor Rodrí-guez intervino:

—No le pregunte, hermano Monroy. Estaniña nunca ha visto a un negro. Menos a estahora de la noche.

Visitando la Alhambra se apartó de mí. Loencontré hablando con un gitano. Me llamó convoz cargada de emoción, como de haber hechoun gran descubrimiento.

—Venga, venga, hermano Monroy. Estehombre dice que es primo de García Lorca. Sellama García.

Me lo llevé agarrándolo con suavidad deun brazo.

—Por favor, doctor Rodríguez, media Es-paña se apellida García.

Murió la esposa. Murió el hijo ingeniero.Murió el hijo juez. Murió el hijo abogado. Des-pués murió él. Una vida sola y tantas muertes.¿Por qué, Dios?.

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En Estados Unidos, esa república que acabade ponerse la brida para seguir su noble ca-

rrera, como la vio Dickens, tuve otros amigosque ya han muerto.

Uno de ellos fue Leonardo Heaven Miller.Lo conocí en noviembre de 1964, cuando durantemi estancia en Nueva York hice un viaje a Texas.El vivía en Abilene, ciudad de 100.000 habitantesal oeste de Dallas. Era profesor de español en laAbilene Christian University. Dos años anteshabía estado en España y conocido a ErnestoTrenchard, además de otros líderes evangélicos.Cuando yo me instalé definitivamente en Madridlo invité varias veces a España para que partici-para en el programa de nuestras conferencias.

Era un enamorado de este país. Tenía car-petas y carpetas repletas de fotografías, postales

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Q 1Leonardo

Heaven Miller

y notas sobre ciudades españolas. Visitarlo ensu casa americana suponía recibir una lecciónilustrada de geografía española. Tres veceshabía subido a pie los 82 metros que tienen las25 rampas de La Giralda, en Sevilla.

Para mí tengo que cuando Jesús dijo aljoven rico “ninguno hay bueno”, había olvidadola existencia de Leonardo en la tierra. Era lasuya una bondad que abarcaba todas las formasde la vida. Con su primera mujer engendró doshembras y un varón. Quedó viudo a los 78 añosy contrajo nuevo matrimonio. Enviudó por se-gunda vez a los 82 y agenció una tercera esposa.Cuando la muerte lo traspasó del infierno te-rreno al cielo beatífico había cumplido 92 años.La muerte transforma la vida en destino.

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Nashville es una ciudad del sur de los Esta-dos Unidos, en la orilla izquierda del río

Cumberland. Es capital del estado de Tennesseey también conocida como capital de la músicacountry. No lejos de allí, en Memphis, dicen queestá enterrado Elvis Presley. Aquí, en Memphis,asesinaron en 1968 a Martin Luther King.

Amigos a quienes conocí en Texas meinvitaron a predicar en una iglesia grande deNashville, que por entonces estaba en la Ave-nida West End. Mi empatía con uno de losAncianos (anciano de cargo, no de edad) fuecuestión de horas. Acabada la reunión JackSinclair me invitó a comer y en su casa pasa-mos el resto de la tarde hablando. Vivía con suesposa Sue y su única hija, Susana. Era no-viembre de 1964. Los norteamericanos estaban

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Q 1Jack Sinclair

lanzados en una frenética campaña para elegirpresidente. El liberal demócrata Lyndon B.Johnson o el republicano conservador BarryGoldwater. Susana, quien acababa de cumplir15 años, lideraba entre los de su edad una cam-paña a favor de Goldwater.

La familia vivía en una casa construida enun terreno al que sobraban muchos metros. Enun rincón cercano a la suya, Sinclair mandó edi-ficar con madera una espaciosa habitación, to-talmente amueblada, que en el pórtico teníaesta inscripción. “Juan’s Casa”. Juan era yo. Lacasita era para mí. Allí leía y dormía cuando an-daba por la ciudad.

Jack Sinclair era un empresario próspero.Desde que vino a España por vez primera y per-noctó en un parador de León, quedó enamoradode los paradores españoles. Viajaba a este paíssólo para pasar días saltando de uno a otro portoda la geografía. No hablaba español. Yo leacompañaba en sus aventuras, a la manera deun moderno Quijote. Se le parecía. Era delgadoy alto. Me daba la impresión que salió del vien-tre de la madre riendo, porque riendo, con risafuerte, yo le veía la mayor parte del tiempo queandábamos juntos. La risa, claro está, no ahu-yenta la muerte. Las lágrimas tampoco.

Y Jack Sinclair murió. Poco tiempo estuvoenfermo. Una enfermedad en los músculos, pro-

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gresiva y degenerativa. No supe más. La últimavez que le vi se me fue el alma al suelo. Él, unhombre jovial, alegre, dinámico, estaba confi-nado a una silla de ruedas. Le ayudé a subir alcoche, a bajar del coche, empujé la silla de rue-das con mi amigo en ella hasta la mesa del res-taurante, misma operación de regreso a casa, unabrazo fuerte, y allí acabó nuestra amistad. Laque conservo en el corazón no le llega.

He sentido la muerte de muchos amigos.Pero llorar, llorar hasta necesitar parabrisas enlos ojos para ahuyentar las lágrimas, sólo he llo-rado en pocas ocasiones. Cuando murió JoséCardona y cuando murió Jack Sinclair, lloré.

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Un día de julio del año 1967 recibo carta deBrasil. La firmaba un tal Glenn Owen. El

año anterior hubo un acuerdo entre la cúpula delas Iglesias de Cristo en Estados Unidos, unastres mil, para nombrarme “hombre del año”. Lanoticia apareció en el CHRISTIAN CRONICLEy se enteró medio mundo. Glenn quiso cono-cerme. Era de Texas. En Brasil dirigía una ca-dena de emisoras de radio y realizaba trabajomisionero. Puro impulso, escasa razón, tomó unavión y se plantó en Madrid. Nos conocimos ycongeniamos. Además de su idioma y el portu-gués, dominaba bien el español. Quedé invitadopara tomar parte al año siguiente en un Con-greso que tendría lugar en Sao Paulo. Para esteCongreso escribí las cuatro conferencias sobrehombres de fuego que luego se publicaron en

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Q 1Glenn Owen

un libro; alcanzó tres ediciones en español yuna en inglés.

Pasaron algunos años. Glenn abandonóBrasil. Volvió a Texas y se incorporó a la redac-ción de Herald of Truth, empresa de televi-sión, radio y literatura en la que yo empecé atrabajar en noviembre de 1964 y aún sigo enplantilla.

De los 50 estados que tiene la Unión Nor-teamericana he hablado en 29. Predicaciones eniglesias. Conferencias en universidades. Diser-taciones en congresos. Presentaciones en cen-tros culturales, en hoteles, mítines en estadiosreducidos. Los primeros años de estas activida-des me expresaba en inglés. Más tarde pedí aGlenn que me tradujera y ya no pude prescindirde él. Como traductor era único. No sólo inter-pretaba mis palabras, también expresaba misgestos, mis pausas en el hablar, las posturas demi cuerpo, seguía la modulación de mi voz.Hasta el pensamiento me traducía.

En una Iglesia de Dallas una señora nospreguntó:

–¿Ustedes cuándo ensayan?Los dos reímos. Al escuchar a Glenn y a mí

podíamos dar esa impresión. Pero cuando subí-amos a un púlpito o a una tribuna él ignorabapor completo de qué iba yo a hablar. No lo ne-cesitaba. Llegamos a formar una pareja muy co-

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nocida en círculos de las Iglesias de Cristo. Erami sombra. Donde iba yo allí estaba él.

En los primeros días de diciembre del 2001yo estaba en Malta, camino de Túnez. De Ma-drid me llamaron al celular. Decían que Mar-lene, esposa de Glenn, quería hablar conmigourgente. Marqué su número en Abilene y me diola noticia, mala o buena, no sé.

Glenn acababa de morir.La pregunta se imponía:–¿Cómo ha sido?La voz entrecortada de Marlene:–Terminamos de comer. Se fue a la oficina

de trabajo. Se echó a descansar en un sofá y lefalló el corazón. Allí se quedó.

–¿Así? –Así, Juan. Dejó escrito que si moría antes

que tú, predicaras en su entierro. Por eso tellamo.

No pude ir. Yo estaba muy lejos de Texas.Ya lo han leído. En un suspiro se puede ir

uno de esta vida. La muerte no es un valor encrisis. García Lorca:

¡Hay una hora tan solo!¡Una hora tan solo!¡La hora fría!La hora de la muerte.

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Expliqué en el capítulo anterior cómo muriómi amigo Glenn Owen. Se echó en un sofá

para descansar y allí quedó. Le falló el corazón.Desde el siglo XIV hasta el XVIII en templos

católicos abundaban pinturas que representa-ban la danza de la muerte. Mostraban el aspectodespiadado de la parca, siempre a nuestro lado,danzando el baile de la espera, que llega cuandomenos lo pensamos ni lo queremos.

Tuve otros cuatro amigos en España quemurieron como el de Texas. En un santiamén,en menos que se santigua un cura loco.

Uno de ellos fue José Martínez. Había na-cido en Chiclana de Segura, provincia de Jaén,en 1900. Convertido a los 25 años, estudió Bibliapor aquellos páramos y con 33 años arrancó consu familia a Sevilla. Fue el evangelista de aquella

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Q 1José Martínez

Andalucía. Contribuyó a fundar congregacionesen la capital del río, en Camas, Coín, La Línea,Dos Hermanas, Puebla de Cazalla, Málaga, Vi-llarrobledo, Sanlúcar de Barrameda y Algeciras,qué se yo. El 80 por 100 de las iglesias que hayen Sevilla son fruto de su trabajo, divisiones ysubdivisiones de la que él primeramente esta-bleció en la calle Pedro de Cieza.

Martínez y yo nos conocimos en la se-mana santa (¿santa? De 1957. Desde entonces yhasta su muerte trabajamos juntos. Un piso enla barriada de Rochelambert, donde celebrabalos cultos hacia el año 1970, quedó pequeño. Elbuscó dinero por una lado, yo por otro y com-pramos un local en la calle Mariano Benlliure.No salía del recinto. Vigilaba la reconstrucciónde las paredes, limpiaba el suelo en cuanto caíauna mancha, elegía el color de las pinturas.Luego, la disposición de los bancos, el púlpito,la entrada, la salida. Prácticamente vivía allí. Mi-maba el local. Faltaba una semana para ser in-augurado. Se levanta una mañana. Encorva sulargo y fuerte cuerpo ante el lavabo para lavarsela cara y encorvado quedó. “Un obispo deberíamorir de pie”, dijo el que lo fue de la Iglesia An-glicana, John Woolton. De pie murió José Mar-tínez a la temprana edad de 72 años. La muertecanalla no quiso darle ni unos días más parainaugurar su obra.

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Francisco Valdelvira fue uno de los centena-res bautizados por José Martínez. Lo co-

nocí cuando tenía 17 años. Vivía en Dos Herma-nas. Nacido en una familia pobre, él y otros treshermanos se abrieron camino en la vida convir-tiéndose en empresarios con un capitalito regu-lar. Trabajaron mucho. Francisco (Paco), sededicó al ramo del automóvil. Compraba, ven-día y reparaba coches. También se dedicó a co-mercializar pólizas de seguros. Nunca perdió lafe que le inculcó la abuela. Ni dejó de asistir ala iglesia. Era generoso. Cuando yo acudía enauxilio de personas afectadas por catástrofesnaturales en Asia o en América Latina, contabacon una lista de seis nombres a los que podíapedir que invirtieran para la eternidad en lospobres de la tierra. Paco era uno de los seis.

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Q 1Francisco Valdevira

Siempre respondía. “Toda vez que yo no puedoir, quiero contribuir a que vayas tú”, me decía.

A los 65 años decidió dejar los negocios.Tenía suficiente para vivir. Adoraba a su mujer,Conchi. Viajaban mucho, sin salir de España,excepto en muy contadas ocasiones. Un matri-monio feliz, con unos hijos casados y estable-cidos.

El 13 de octubre del año 2008 salió, comode costumbre, a comprar el periódico. Regresóa casa. Tomó asiento frente a la mesa de su des-pacho. Iba leyendo los titulares. Al instante, ungrito: “Conchi, me siento mal”. Poco después sesintió peor. La muerte. ¿Tan de repente? Si, tande repente, como le llegó a José Martínez. Lamuerte no tiene vergüenza. Es una malnacida.La muerte es un gorro, dice el proverbio hebreo.Unos se lo ponen, otros se lo quitan.

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ACornelio Carbajal se lo llevó la muerte conel mismo disimulo y la misma astucia que

a José Martínez y a Paco Valdelvira.Cornelio nació en Asturias y de jovencito

marchó a Argentina. Gastado por los años y algomaltratado regresó a la tierra de la patria que-rida. Conoció a Mercedes Zardaín y ambos de-cidieron unir sus vidas. El era un hombrebueno, tranquilo, con nadie se metía y a nadieenvidiaba. Cuando se quiere ser bueno es másfácil de lo que se cree. Vivía feliz con la mujerque Dios había puesto en su camino y con lahija, que cuando esto escribo tiene 18 años.

La familia residía en Coslada, a unos 15 ki-lómetros de Madrid. Una mañana, como tan-tas, la pareja despierta al mismo tiempo. Mer-cedes, que se desvivía por él, le dice: –Quédate

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Q 1Cornelio Carbajal

en la cama un rato. Preparo el desayuno y te lotraigo.

Fue a la cocina. Preparó el desayuno. Entróal dormitorio. Cornelio Carbajal ya no estaba.Sí, pero no. Estaba muerto, que es como noestar. Otra vez el corazón sirviendo fielmente ala muerte. Había cumplido 78 años. No hay quellevarse las manos a la cabeza. Después de todosomos cementerios ambulantes. Las fosas siem-pre tienen hambre.

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Otra muerte que me impactó profunda-mente, por dos razones, porque amaba al

vivo que murió y porque no esperaba que sefuera así, sin despedirse de mí, a quien tantoquería, fue la de Luis Mateos.

Resumo la historia. Durante todo el año1974, los domingos, en el culto que celebrabaen la iglesia de calle Teruel, en Madrid, veíadesde el púlpito a un hombre sentado en el úl-timo banco, cerca de la puerta, muy atento almensaje. Cuando yo salía, ya había desapare-cido. Así un domingo y otro, un mes y otro mes.Un día, mientras se oraba al final de la predica-ción, salí por la puerta trasera del local y leeché mano. Hablamos. Me contó algo de suvida. Era ingeniero. Soltero. Muy católico. Mehabía escuchado por Radio Intercontinental de

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Q 1Luis Mateos

Madrid y decidió conocer la iglesia, sin que laIglesia le conociera a él. Intimamos. Salíamosjuntos. Nos queríamos. Fue bautizado por mí el4 de mayo de 1975. ¡Nunca he visto a un reciénconvertido identificarse y entregarse a Dios ya la Iglesia como lo hizo Luis Mateos! No habíauna sola persona en la congregación que no loamara. Me acompañaba en campañas de evan-gelización. Su coche y él siempre estaban al ser-vicio de quien hiciera falta. Manuel Salvador,de Sevilla, Luis y yo viajamos a Estados Unidosy a Méjico en una ocasión en la que yo teníaconferencias comprometidas en esos países. LaIglesia de Madrid lo nombró tesorero, cargoque desempeñaba con absoluta fidelidad y efi-cacia.

El 26 de abril del año 2007 yo hacía los úl-timos preparativos para viajar a Cuba al día si-guiente. Una llamada de la secretaria de la Igle-sia me dice: –¿Puede aplazar el viaje a Cuba?

—No, ¿por qué?—Ha muerto un miembro de la Iglesia.—¿Quién?—Luis MateosMe quedé estatua. No podía ser verdad. Yo

había estado cenando con él diez días antes. Eraverdad. Murió. Tenía 64 años, pero bien pasabapor 14 menos. Delgado. Ágil. Muy cuidado. Ale-gre.

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Supe cómo había muerto. Jugaba unapartida de tenis con su hermano mellizo. Estele lanza la pelota. Luis se la devuelve y al ins-tante cae al suelo. El hermano piensa que hasido un resbalón. Se acerca a él. El corazón lehabía resbalado cuerpo abajo hasta la puntade los pies. Se le escapó el alma, perdió la vida,murió, se fue.

¿A usted le gustaría morir como murieronJosé Martínez, Francisco Valdelvira, CornelioCarbajal y Luis Mateos, así, sin enterarse, sinun dolor, sin un día de cama?

A mí, no. Yo quiero morir sabiendo quemuero. Siete u ocho días antes de que me llevena la tumba, cuando menos.

—¿Para qué, me preguntan, para arreglarlas cuentas con Dios?

Tonterías. Las cuentas de nuestra vida laslleva Dios día a día, minuto a minuto. Lo que yopueda decirle o rogarle a la hora de la muerteno va a cambiar mi destino. La absolución queel cura da a sus muertos cuando les llega la horafinal no es más que otra superstición del catoli-cismo. Yo quiero estar muriendo a lo largo deuna semana, por lo menos, para conocer quemuero, que se me va la vida, simplemente. Losque mueren de repente no saben lo que es moriry yo quiero saberlo.

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Hay amigos que no se buscan, simplementeaparecen y surge una igualdad armoniosa

y duradera. En nuestro caso de personas cristia-nas, la amistad es una fraternidad, el bello idealde la fraternidad.

Conocí a Luis Ruiz Poveda poco despuésde instalarme en Madrid en el verano de 1965.Congeniamos de inmediato. Nuestra cercaníaespiritual y humana sólo tenía un leve punto dedesacuerdo: él era partidario, defensor y propa-gador del ecumenismo con la Iglesia católica yyo no. Por lo demás, trabajamos juntos en con-gresos, en asambleas, nos encontramos en even-tos, en numerosas actividades relacionadas connuestra común fe. Por ahí andan (¿andan?) fo-tografías donde nuestros cuerpos trajeados sefunden en abrazos.

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Q 1Luis Ruiz Poveda

Poveda, como todos le llamábamos, fue sen-cillo y crítico, rebelde y fiel, intelectual y hu-mano. Había nacido donde también lo hizo Joa-quín Sabina, en Úbeda, provincia de Jaén, el 1 deoctubre de 1930. Después de su conversión, quetuvo lugar en Madrid, procuró para sí una sólidaformación teológica, primero en el SeminarioUnido de Madrid, luego en la Universidad de Teo -logía de Ginebra, Suiza. En la ciudad de Calvinocontrajo matrimonio con una nativa del lugar.

Como pastor, fue muy eficaz y muy que-rido. Estuvo al servicio de iglesias en Madrid yBarcelona, siempre dentro de la denominaciónIglesia Evangélica Española. Otro ministerio,que desarrolló a lo largo de su vida, fue la edu-cación. Enseñó en el Colegio el Porvenir yfundó, a base de mucho trabajo y viajes enbusca de dinero, el Colegio Juan de Valdés, quehasta hoy continua educando niños y jóvenesen el madrileño barrio de San Blas.

Como hizo con Juan Luis Rodrigo, conJuan Solé, con José Cardona y con otros, tam-poco a Poveda Dios le concedió una despedidade la tierra feliz. Lo tuvo sufriendo encamadohasta el instante final, el 14 de enero del 2006.Mes y medio antes supo que su hija menor tam-bién bajó a la tumba. Dolor sobre dolor. ¿Porqué? ¿Por qué a él, cristiano fiel, y no a los ateosblasfemos de la Divinidad?

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Arturo Gutiérrez Martín tenía mal carácter,pero en la distancia corta, en el trato de tú

a tú, era hombre entrañable. Ya decía Sartre quenadie es como otro. Ni mejor ni peor. Es otro.Los pastores de la Federación de Iglesias Evan-gélicas Independientes de España, a la que per-teneció desde los inicios, le consideraban hom-bre de carácter frío y duro. En realidad, no loera. Cuando quería sabía ser tierno, amable, dis-puesto a encender la vela del otro con la suyapropia.

Arturo vino al mundo de los vivos en tierraadentro, en campos de la vieja Castilla. Nació enun pequeño pueblo de Palencia, Burruelo deSantullán, el 2 de julio de 1923. Su conversión aCristo se produjo en Valladolid. Trasladado a Ca-taluña, ingresó en la Misión Cristiana Española,

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Q 1Arturo

Gutiérrez Marín

liderada por Samuel Vila. Ejerció como pastoren Barcelona, Reus, Tortosa y Gerona. Contrajomatrimonio con una suiza muy delicada, senci-lla, vulnerable, encantadora, Anny Gubler. En1959 el matrimonio se instaló en Algeciras. Fueallí donde entré en contacto con Arturo, en unode mis viajes España-Tánger.

Después de este primer trato nuestra amis-tad no se interrumpió. Los dos participamos enla fundación de la Asociación Española de Pe-riodistas y Escritores Evangélicos, que tuvolugar en Barcelona en el verano de 1966. A par-tir de aquellos años nos veíamos regularmente.Tengo ante mí una fotografía tomada en Madridcon motivo del encuentro celebrado por la Aso-ciación el 11 de mayo de 1971. Somos 14. Entreellos tres citados en estas crónicas de muertos:José Flores, Manuel Gutiérrez Marín y Sa-muel Vila. Arturo Gutiérrez tiene cara de juezenojado, enfadado con el mundo.

Pero sólo era la cara. Dentro de su cuerpolatía un corazón de escritor y poeta. Publicó li-bros y numerosos artículos. También mucha po-esía. Amaba los versos, música del alma. En unode sus poemas decía que quería morir cara almar. Y así murió. Frente a la divina calma delmar, en frase de Rubén Darío, en Torreguadiano,en las costas gaditanas, frente al peñón de Gibral-tar, donde los monos nacen y también mueren.

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Si es cierto que en la historia del protestan-tismo español han destacado muchas muje-

res por su valentía, por su entereza, por sus ges-tas, Viviana Martínez fue una de ellas. Alguiendijo que la historia de una mujer siempre es no-vela. De Viviana podría escribirse varios tomos.

Nació en Villarrobledo, provincia de Alba-cete, en 1909. Allí contrajo matrimonio. Al es-tallar en España la guerra civil, en 1936, tenía27 años. Tanto su marido como ella eran polí-ticamente de izquierdas. Cuando la gente deFranco inició la búsqueda de rojos por casas delpueblo, uno de los primeros en ser fusiladosante las tapias del cementerio fue el marido. Elcorazón de Viviana se llenó de dolor, de rabia yde odio. Las dos mujeres, Viviana y la madre,dejaron aquella tierra que olía a muerte y se

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Q 1Viviana Martínez

trasladaron a Sevilla. Aquí, la invitación de unaamiga las llevó a la Iglesia que entonces se reu-nía en la calle Pedro de Cieza, pastoreada porJosé Martínez. Abrazó la fe cristiana. Viviana,que ponía pasión en todas sus convicciones, de-cidió regresar a Villarrobledo para anunciar elperdón y la salvación en Cristo a quienes acribi-llaron al hombre de su vida. En el barrio dondealquiló casa hubo una revolución: “Ha vuelto lamujer del rojo, ahora es protestante”.

Viviana y la madre alquilaron una casa enla calle Tosca, dedicaron espacio a un taller depunto, del que vivían, y otro espacio adecuadopara celebrar reuniones en las que se predicabael mensaje de salvación revelado en la Biblia.

¡Cuantos años de sufrimientos! Multas, cár-celes, órdenes tajantes de expulsión, conmina-das una y otra vez a abandonar el pueblo. Nuncalo hicieron. La madre murió, ella continuó en lomismo. En una ocasión le pregunté: “¿Cuántasveces te encerraron?”. Contestó: “No lo sé,cuando no estaba presa me andaban buscando”.

Yo la conocí por aquellos años, hacia 1960.Desde entonces Villarrobledo, Viviana Martí-nez y la Iglesia que allí se estableció formabanparte de mi programa de viajes y trabajos. Laquise. Era creyente sin sombras de duda. Muyespiritual. Apasionada de la evangelización. Mellevaba a predicar por los pueblos donde ella

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tenía contactos de personas a las que hablabade Jesucristo.

Enfermó de cáncer. La trajimos a Madrid.La internamos en un hospital. Desde la camahablaba de Jesucristo a las enfermeras y a quie-nes querían escucharla. Allí murió. Muriósiendo feliz. La muerte que llega a un alma enpaz no es un dolor, es un refugio temporal. Vi-viana Martínez murió tal como vivió, aferradaa su fe, esperanzada en Cristo, convencida deque la muerte es un renacer, nacer a otra vida.

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Ala muerte y a los muertos se los mencionaa lo largo de toda la Biblia, desde Génesis a

Apocalipsis. La Concordancia que trata de “lamacabra” le dedica tres páginas en letra pe-queña. Pero la muerte no respeta la Biblia ni aquienes se dedican en darla a conocer.

Como ejemplo, José Flores Espinosa.Flores fue secretario ejecutivo de la So-

ciedad Bíblica en Madrid desde 1948 a 1973.Era culto. Además del español hablaba y escri-bía inglés, francés y creo que algo de alemán.Estudió teología en Toronto y en Londres. En1972 propuse a mi íntimo amigo portorri-queño, Juan Francisco Rodríguez, directordel Seminario Teológico Defensores de la Fe,que le concediera un doctorado. Se lo dio enDivinidades.

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Q 1José

Flores Espinosa

Conocí a Flores el año 1958 en un Encuen-tro de periodistas evangélicos en Barcelona. En-tonces éramos cuatro gatos. Al año siguiente loinvité a impartir una serie de conferenciassobre el Libro de Dios en la Iglesia Bíblica deTánger. Después, los encuentros sucedían rela-tivamente frecuentes. Los pocos que éramos es-tábamos todos en todas partes.

Una anécdota: Fue Flores quien decidiótrasladar el viejo edificio que ocupaba la Socie-dad Bíblica en la calle Flor Alta a la calle SantaEngracia. Hablo de Madrid. En 1967 llegué a unacuerdo con él para comprarle el amplio local.Allí instalé la Librería Cristiana, Editorial Irma-yol y una pequeña imprenta. Un día antes deacudir al Notario para firmar Escrituras mellamó para decirme que le llevara los dos millo-nes de aquellas pesetas, precio ajustado, en efec-tivo. ¿No confiaba en mis cheques o quería tocarlos billetes? Actitud la suya más propia de unpueblerino de Villacordero de la Cabra que deun ejecutivo inteligente. Hasta el Notario se ex-trañó. Me acompañó Cardona y le llevé los dosmillones en una caja de cartón.

Murió joven. Había nacido en Almería en1914. Residió en Madrid largos años. Cuando de-cidió jubilarse buscó el soleado clima de lasislas Baleares. Había comprado una casita enCan Pastilla.

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Hasta allí lo persiguió la muerte. A estaasesina le da igual que la víctima viva a 30 gra-dos de temperatura ó a 20 bajo cero. La muertees insensible al frío y al calor. Cuando alguien,en sus últimas horas, le preguntó: “¿Cómo vaesto?”, respondió: “Esto no va, se va”. Cumplidos74 años se lo llevó la muerte. Se lo llevó.

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Quiero creer que cuando Machado exaltó labondad afirmando que era en el buen sen-

tido de la palabra, bueno, se refería a él y a JuanLuis Rodrigo.

Juan Luis fue toda su vida un buen hom-bre, un hombre bueno, con esa bondad que re-fresca la sangre y crea sueños felices. Habíanacido en Alicante en 1923. Durante 38 años,desde 1952 a 1990 fue pastor de la Iglesia que sereúne en la madrileña calle General Lacy.

Para que un pastor no se gaste en el púl-pito en casi 2.000 domingos y otros 2.000 juevesy siempre tenga ideas nuevas y pedagogía alritmo de la hora, tiene que ser un superdotado.Él lo era.

Juan Luis recibía el periódico LA VER-DAD que yo publicaba en Tánger. En uno de

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Q 1Juan Luis

Rodrigo

mis viajes a Madrid, allá por los años 60, me in-vitó a predicar. Ocupar la cátedra de GeneralLacy era todo un honor para un predicadorjoven. Muchas cosas se olvidan con los años,otras, tal vez las que a uno le conviene, perma-necen incrustadas en la memoria. Recuerdoaquél domingo. Yo hablaba con Rodrigo unavez terminado el culto. Se nos unieron dos jóve-nes de la iglesia que entonces se preparabanpara el ministerio pastoral: José Ortega yDiego Fernández. Juan Luis les dijo: “Apren-ded de Monroy cómo predicar un buen men-saje”. Y aprendieron. No de mí, de sus profeso-res. Tan bien aprendieron que con el tiempollegaron a ser líderes admirados y solicitados.

Después Juan Luis y yo colaboramos jun-tos en numerosas actividades del protestan-tismo español: En congresos nacionales, enasambleas de pastores, en asociaciones de es-critores y, de modo más directo y permanente,en la Comisión de Defensa Evangélica, de laque él fue uno de los fundadores. Ya lo he es-crito: Los que éramos más o menos líderes ennuestros campos estábamos en todas partes,especialmente unidos a la hora de plantar caraa la dictadura de Franco y a la jerarquía cató-lica en defensa de nuestros derechos y nuestraslibertades. Juntos batallamos y juntos gana-mos.

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Cuando Juan Luis dejó la Iglesia en Ma-drid trasladó su residencia a su tierra natal. En-fermó del riñón. Pasó varios años de intensossufrimientos. La última vez que hablé con él porteléfono me dijo: “Estoy hecho polvo, Monroy;cada dos días espero el autobús que recoge porlos pueblos a personas sometidas a diálisis. Metienen horas en la máquina. Regreso a casa enel mismo autobús y dos días después la mismafaena. Es desesperante”.

Juan Luis murió en Denia en noviembredel 2008. La muerte, esa canalla, lo tuvo pade-ciendo dolores largo tiempo. Pudo habérselo lle-vado de un tajo, pero no, prefirió, en sentenciadel Quijote, poco a poco, sabedora de que el su-frimiento es más mortal que la misma muerte.

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También Juan Solé padeció mucho antes demorir. En ocasiones, la muerte arranca a su

presa de la tierra sin dolores, muriendo sinsaber que muere. Otras veces esgrime su armade hierro, que es el sufrimiento, y hiere a los en-fermos durante tiempo y un tiempo, hasta quesangran hacia adentro, hasta la tortura extrema.

Solé murió joven. Sólo tenía 71 años. Nacióen Barcelona en febrero de 1921 y desnació enMadrid en 1992. Después de su conversión sir-vió al Señor en su ciudad natal, en Zaragoza yen la capital de España. De carácter sereno, apa-cible en el trato y suave en el habla, fue un pen-sador profundo y gran conocedor de la Biblia,que la enseñaba y vivía a partes iguales.

Pablo hablaba de un aguijón en su carne.El aguijón que Dios clavó o permitió clavar en

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Q 1Juan Solé

la vida de Solé, fue una esposa enferma. El hom-bre vivía para cuidarla. No llevaba la prolongadaenfermedad de la mujer querida con resigna-ción, la llevaba con amor, con total entrega.

Conocí a Solé en 1968, cuando entró a for-mar parte de la Comisión de Defensa Evangé-lica, de la que yo era miembro. Desde entoncesy hasta su muerte nuestros caminos se cruza-ban con frecuencia. Un día que yo presidía laJunta de la Comisión, me alertó: “Monroy, estásmuy tenso. Debes apartarte unos minutos yorar”. Era verdad, me hallaba estresado. Le hicecaso y después regresé a mi responsabilidad.

Cuando murió, publiqué un artículo en larevista ALTERNATIVA 2000, diciembre 1992,con este título: “Hasta la vista, Solé”. Le pregun-taba: “¿Dónde estás ahora? ¿Cómo es el cielo?¿Saben allí todo lo que has hecho en la tierra?

Poco antes de expirar pidió a las personasque le acompañaban en sus últimos momentosque leyeran el Salmo 23… “En la casa de Diosmoraré por largos días….”.

La muerte no es tonta. Sabe que cuandonos grita al oído “¡adelante!”, está disponiendodel cadáver de quien murió cristiano sólo porbreves segundos, el tiempo que tarda en llegara la Casa del Padre, en cuya puerta terminan susdominios. “La parca” puede encerrarnos a todospor igual en la tumba, pero sabe que escapamosde sus prisiones cuando en el tercer cielo suenael himno de bienvenida.

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Quise mucho a Ernesto Vellvé. Lo conocí enMadrid cuando yo todavía residía en Ma-

rruecos, en los viajes que hacía desde Tánger ala capital de España.

Ernesto nació en Ávila. De joven ingresóen la católica Orden de los Escolapios. Llegó aestar considerado como uno de sus mejores ora-dores. A punto de ser nombrado obispo aban-donó la Iglesia católica. En una carta que dirigióal jesuita Ramón Sánchez de León el 1 demarzo de 1959, le decía, entre otras cosas: “La fecatólica romana no me servía a mí para ser cris-tiano de verdad”. Ingresó en la Iglesia episcopalde la calle Beneficencia. Estudió Derecho. Llegóa ser un abogado de fama, muy solicitado.Cuando lo conocí dirigía el departamento jurí-dico de la compañía de seguros LA UNIÓN Y EL

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Q 1Ernesto Vellvé

FENIX. En Madrid entablamos una amistad es-trecha. Con frecuencia salíamos a cenar o a veruna obra de teatro. A veces los dos solos, a vecescon José Cardona. En dos o tres ocasionesatendí a sus juicios. Verlo actuar era una delicia.Alto, delgado, con bigote estilo Dalí. Sus inter-venciones ante los tribunales se contaban poréxito. Sus palabras eran de acero. Podía ser dis-cursivo, silencioso, puntilloso. Sus argumentosdestrozaban al contrario. Al constituirse la Co-misión de Defensa Evangélica en 1956 Vellvéfue su primer abogado, antes que José Car-dona. Fue él quien redactó la carta que la Comi-sión mandó a Franco el 8 de junio de 1956.

Cuando en abril de 1963 me encerraron enla cárcel de Algeciras, me las arreglé para ha-cerle llegar un telegrama comunicándole mi si-tuación. Siete días llevaba incomunicado en unacelda individual cuando una noche, a las diez,me visitó el director de la prisión con un tele-grama en la mano. Llegaba de Madrid y ordena-ban que fuera inmediatamente puesto en liber-tad. Según el director, él no había informadoaún a Madrid. Nunca supe de qué medios sevalió Vellvé para obrar el milagro de mi libera-ción.

El viernes 17 de diciembre de 1971 fuimoslos dos a un teatro y luego a cenar. Allí toqué eltema de la muerte. Le dije: “¿Qué pasará contigo

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el día que mueras? ¿Quién hará los funerales?La Iglesia católica no te quiere. Con el obispoepiscopal no te llevas bien. Te tiraremos al co-rral del cementerio”.

—“Esto no me preocupa –respondió–.Cuando muera, de mi entierro os encargaréisAlberto Araujo y tú”.

Dos días después, domingo 19, recibo demañana una llamada de la esposa. Me inquieté:—“¿Está enfermo Ernesto?”, pregunté.

—Murió la pasada madrugada.Me quedé de mármol.Llamé a Alberto Araujo. Le expliqué todo.

Quedamos en que él predicaría en la clínicadonde había fallecido y yo en el cementerio. Al-berto inició la charla y de inmediato rompió allorar.

—“No puedo, Monroy, sigue tú”.Completé la predicación. Luego hablé en el

cementerio.Unas 200 personas, de la llamada alta so-

ciedad, se hallaban presentes. Conté la conver-sación sostenida con Vellvé dos días antes y re-cuerdo que dije: “Señores, no podemos hacerbromas con la muerte”.

No. No podemos. La muerte no entiende deesas cosas. Para ella todo es serio, muy serio. Nosvigila. Al menor descuido nos caza. Si no entraen persona, lo hace en sombras y en huesos.

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Pero nadie escapa a sus garras. Nadie. Ni losabogados célebres, ni los ricos triunfadores, nilos mendigos desharrapados. Ni escapará lamano ni el corazón de quien de ella habla enestos momentos.

Los que escriben sobre la muerte suelencitar con frecuencia al escritor y político francésdel siglo XVI, Michel Montaigne. Dijo: “De nadame informo con mayor interés que de la muertede los hombres. Si fuera creador de libros, haríaun registro comentando de muertes tan diver-sas”.

Comencé esta crónica de muertos como secomienza una colección, uniendo a amigos quetuve y que ya no viven, recordando quiénes fue-ron y cómo murieron. En total han sido treintay nueve esquelas, esta de Cardona hace la nú-mero cuarenta. Muy desdichada tiene quehaber sido una persona que acabando la vidasólo pudiera contar cuarenta amigos. Lo sé. Enconsecuencia, aclaro que sólo he recordado alos amigos más cercanos y que, al mismotiempo, destacaron de una forma u otra en elconjunto del protestantismo o ejercieron al-guna influencia en mi vida.

En el umbral de la muerte es como mejorse manifiesta lo singular de la persona, el pen-samiento sin más y el pensamiento religioso.

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Concluyo con el hombre cuya amistad hasido muy duradera en el tiempo.José Cardona Gregori nació en Denia, Ali-

cante, el 17 de noviembre de 1918. Fue educadopor unos padres de fe cristiana. Siendo estu-diante en el Seminario Bautista de Benidorm lesorprendió la guerra civil. La República lo incor-poró a un batallón de Infantería de Marina. Unavez licenciado del Ejército estudió Derecho ycontinuó con la tarea de predicador que iniciósiendo adolescente. Contrajo matrimonio conAmparo Almiñana. A la pareja nació una solahija, Elisabet.

En 1958 Cardona aceptó el cargo de secre-tario ejecutivo de la Comisión de Defensa Evan-gélica. Diez años después reingresó en la ca-rrera judicial y fue destinado como secretario a

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Q 1José

Cardona Gregori

un juzgado de Madrid. Su vida discurrió siem-pre entre el Evangelio y la Ley.

En 1995 comenzaron sus problemas desalud. La diabetes le dejó ciego. Padeció otras en-fermedades que mermaron su cuerpo y sumente. A punto estuvo de que le amputaran unapierna. Unos tres años de dolores, sufrimientos,torturas, padecimientos difícilmente soporta-bles. ¿Por qué, Señor, por qué, si él se ocupó detus asuntos desde que tuvo conocimiento? ¿Porqué le diste o permitiste una muerte semejante?Te pido perdón por mi osadía, pero no eres justo.

José Cardona murió en la mañana delmiércoles 21 de febrero de 2007. Había cum-plido 87 años.

Amor de hombres. Mi amor hacia Cardonay el de Cardona hacia mí fue un amor de hom-bres, entre hombres. Esa clase de amor queQuevedo definió como la última filosofía de latierra y del cielo.

Conocí a Cardona en mayo de 1957 en Al-geciras. Entonces nuestros caminos tomaron unmismo rumbo y nuestras vidas se unieron.Desde esa fecha a la de su muerte, medio siglosirviendo a Dios y a Su pueblo por los caminosde España, acudiendo donde nos necesitaban,presentando batalla a los poderes de Franco afavor de la libertad religiosa, defendiendo a in-dividuos y a iglesias de fe evangélica cuyos de-rechos eran atropellados.

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Y se fue.Teníamos un pacto. Si uno moría antes que

el otro, el que quedara vivo predicaría en sus fu-nerales. No fue así. Lo enterraron en Denia, ofi-ciaron los funerales pastores de la Iglesia bau-tista que nada hicieron por él en vida. Yo nopertenezco a esa denominación. Por lo mismome marginaron. ¡Qué mezquinos! Yo daba mivida y mi dinero a Cardona cuando ellos nadahacían por él, excepto criticarlo. Pero había queguardar las formas. Un predicador no bautistaestaba por demás allí. Aunque ese predicadorhabía sido uña y carne, aceite y fuego, remansoy motor en la vida del muerto.

Después de todo, qué más da. Cardonamurió, porque la muerte es la madre de todos.Quienes me excluyeron del entierro de Car-dona un día se avergonzarán ante él, si es quealcanzan a llegar donde se encuentra ahora miamigo del alma.

Cuando el célebre escritor francés Fran-çois Rabelais agonizaba, pronunció estas pala-bras: “Voy en busca del gran “tal vez”.

Cardona no fue en busca del gran “talvez”. Fue en busca de quien pudo transformarsu cuerpo de humillación (humillado por lamuerte), para ser semejante al cuerpo de gloriadel Cristo a quien sirvió fielmente.

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