Mindfulness y Desarrollo de Habilidades Clínicas.pdf
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ENSAYO
“MINDFULNESS Y DESARROLLO DE
HABILIDADES CLÍNICAS”
Anahí Julio Mallea
1
Primera sesión. Erika consulta por la muerte de su padre.
-Yo: “¿Por qué decidió pedir ayuda? ¿Qué la motiva a venir?”
-Erika: “Quiero dejar de sentir este dolor…”
Al recordar cuando surgió mi interés por la meditación el primer recuerdo que
aparece es un momento en que alguien me contó que Buda había mostrado un camino
para dejar de sufrir. Me llamó la atención, pero no quería conocer nada de Buda, pues
mis prejuicios me decían que eso estaba relacionado con algo religioso y no estaba
dispuesta a indagar más allá. Tiempo después otra persona me insistió en que Buda no
había sido más que un ser humano, un ser humano como cualquier otro que quiso
compartir su experiencia con los demás. Entonces le presté más atención, leí algunos
textos y me interesé por aprender a meditar. Ese fue el comienzo. Igual que Erika yo
quería dejar de sufrir. Entre tantas cosas que me estaban sucediendo también había
perdido a mi padre recientemente. De modo que mi interés por la meditación surgió
como un intento de explorar que ocurría con una suerte de fe, creyendo que algo bueno
podía surgir de eso.
Luego seguí un proceso psicoterapéutico y al concluirlo, pese a los cambios o
“avances” que tuve, sentía que gran parte de mi neurosis estaba intacta. Aún anhelaba
dejar de sufrir por algunos patrones habituales, anhelaba conseguir que el ruido
incesante de mi mente se detuviera y esperaba que la meditación me ayudara en eso.
Estaba sin duda aferrada a una expectativa que muy de a poco fui soltando
simplemente por el hecho que mi cháchara mental no se detenía pese a la práctica. Sin
embargo con el tiempo fui observando que paulatinamente mi relación con mis
pensamientos era otra y que podía volver al momento presente con más ligereza. Me
sentí más tranquila, pues no me tomaba tan en serio las cosas que pensaba y sentía
que al estar más conectada con el momento presente podía disfrutar más. Esto me
motivó a continuar con la práctica y me motivó a compartir mi experiencia con otros.
Pensé: “Si me ha servido a mí le puede servir a los demás”.
Surge así mi interés por mindfulness y por conocer un atisbo de sus posibles
aplicaciones clínicas. A poco andar me he dado cuenta que mi experiencia con la
práctica formal es la que genera un cambio en mi manera de relacionarme con otros.
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Lo que más ha llamado mi atención es sentir que la palabra aceptación cobra una
nitidez que antes no había tenido para mí. Me doy cuenta que el dolor de Erika no es
distinto al mío y que al igual que ella yo he rechazado muchas veces mis emociones.
Gracias a la práctica he visto que he sido capaz de permanecer con mi sufrimiento.
Esto me ha ayudado a poder permanecer con el sufrimiento de otros y con ello entregar
cierta confianza y seguridad de que se puede sentir lo que se está sintiendo, que se
puede permanecer con lo que está pasando sin rechazarlo. Siento que mi práctica
profesional y mi relación con los demás ha cambiado en varios aspectos y que ninguno
de ellos habría sido posible sin haber tenido primero la experiencia del cojín. Solo
después de haber vivido la experiencia en carne propia pude comprenderla y llevarla a
mi vida cotidiana, a mi relación con los otros.
Si estuviese hoy frente a Erika le diría: “No puedo ayudarla a dejar de sufrir,
usted siente pena y está bien. Llore, yo la puedo acompañar”. En vez de esto en ese
momento recuerdo haberle dicho algo así como: “Trataré de hacer lo posible porque
usted se sienta mejor, este es un proceso lento”. La vi muy triste y demandándome
alivio. Desde la perspectiva psiquiátrica pensé en aliviar rápidamente algunos
síntomas. Quería darle la esperanza que su sufrimiento se iba a acabar, tal como ella
lo deseaba. En mi afán por responder a su demanda estaba implícita la idea: “Como no
voy a ser capaz de ayudarla, ella confía en eso”. No quería fallarle a Erika. No quería
ser una mala profesional. La práctica también me ha ayudado a reconocer ciertos
temores y cómo defiendo ciertas definiciones de mi misma. Ha ayudado a observarme.
Gracias a esto he podido relacionarme de otra manera con “otras” Erika.
En este camino de auto observación ha sido incómodo ver aquello que
considero desagradable de mí. Estar media hora sentada en un cojín sin hacer nada y
observando la cantidad de ideas que transcurren por mi mente ha sido a veces una
verdadera tortura. Durante la práctica he deseado en muchas ocasiones ver el reloj
para verificar cuanto tiempo queda con un deseo profundo de salir arrancando del
cojín. Entonces me pregunto: ¿Por qué mantenerme en una actividad donde sufro? Al
principio los dolores de espalda y las piernas con parestesias eran insoportables. Y
como si lo corporal fuera poco tengo que enfrentarme al sufrimiento emocional.
Observar mis pensamientos llenos de autocrítica, recordar las cosas que me han hecho
sentir mal durante el día y sentir la ansiedad que me genera la cantidad de cosas que
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me faltan por hacer… todo esto es puro sufrimiento. Ante esta pregunta lo primero que
surge como respuesta es: “Yo sufro también fuera del cojín constantemente, la
diferencia es que no me detengo a mirar ese sufrimiento”. La misma cháchara mental
me acompaña a lo largo de todo el día, pero moviéndome y entreteniéndome en una
que otra cosa consigo anestesiar un poco la molestia de ese ruido. Muchas veces creo
que no está, pero está, solo que no lo veo. Funciona como si tuviera una vida propia e
independiente, me critica, me dice cómo debo hacer las cosas, me entrega imágenes,
recuerdos, planifica, etc. Entonces cuando me siento en el cojín puedo darme la
oportunidad de detenerme y mirar con curiosidad el contenido de mi mente, un
contenido que en la vida cotidiana parece apenas una música de fondo. Esta actitud
curiosa tiene que ver con mi interés por escuchar esta música, por conocer que pasa en
mi mente, después de todo es eso lo que provoca mi sufrimiento. Con la práctica
entreno mi capacidad de permanecer con todo eso en vez de huir como lo hago en mi
vida cotidiana. ¿Cuántas veces prefiero hacer algo entretenido o distraerme con alguna
actividad en vez de mirar mi pena, mi rabia o mi soledad?
Y luego surge la pregunta ¿Con esto vivo día a día? Surge la sorpresa. Surge la
sensación de estar conociéndome un poco más a través de la práctica. A veces durante
mis actividades cotidianas aparecen algunos de estos mismos pensamientos que
aparecieron en el cojín una y otra vez. De a poco se van convirtiendo en algo mucho
más familiar. Caminando por la calle, por ejemplo, me he sorprendido exclamando en
mi mente: “Ah! ¡De nuevo este pensamiento!” Y me doy cuenta que de a poco dejo de
identificarme con eso que pienso, comienzo a verlo como a un otro, con cierta
distancia, comienza a tomar menos peso y yo empiezo a sentirme más liviana. Surge en
mí la sensación que lo que pienso no es la realidad, sino tan solo eso: “pensamientos”.
Esta sensación me recuerda el momento en que rotulo los pensamientos en el cojín y
se me hace evidente que es la práctica formal la que me ayuda a relacionarme con el
contenido de mi mente de otra manera. Sin duda la meditación es un entrenamiento en
que de tanto etiquetar mis pensamientos finalmente me acostumbro a identificarlos y
a mirarlos con distancia. Entonces veo que me mantengo en la práctica porque pese a
lo molesto que pueda ser enfrentarse con el contenido de mi mente algo pasa que
luego me siento más liviana…
Identificando mis pensamientos más recurrentes voy descubriendo cuales son
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mis patrones habituales, como creo que soy, como quiero ser y como me comporto en
relación a estas creencias. Al observar una y otra vez los mismos patrones voy
percibiendo la rigidez de mi identidad y en la vida cotidiana voy viendo como esto
limita mi experiencia. Recuerdo que cuando inicié mi psicoterapia quería conseguir
cambiar ciertos patrones habituales que me hacían sufrir. La práctica no me invita a
cambiar nada, por el contrario, me hace mirar mi estructura y acogerla, al igual que con
todos mis pensamientos. Me quedo ahí, observando. De a poco con la práctica voy
sintiendo que las definiciones que hago de mi misma son tan solo algo que mi mente
ha construido y van perdiendo solidez. Una actitud que con el tiempo ha surgido y que
también me ha ayudado a quitarle peso y seriedad a ciertos pensamientos ha sido el
sentido del humor, a veces ciertos pensamientos se repiten tanto que lo que surge no
es más que una risa. Siento que en mi vida hay sin duda un antes y un después, un
antes “más pesado” y un después “más liviano”.
Erika vivía con su propio caudal de pensamientos que de a poco se fue
desplegando a lo largo de las sesiones: pensamientos reiterativos de auto reproche,
preocupaciones permanentes por cumplir con todo en el hogar, recuerdos del pasado,
etc. Tenía la sensación de sentirse atormentada por ellos. “No puedo dejar de pensar”,
esta es una queja común en muchos pacientes. Nada muy distinto a lo que me pasa a
mí. Hoy trato de acompañarlos a mirar todo este contenido, a tratar de sacar el polvo
bajo la alfombra y permanecer con los pensamientos y las emociones difíciles en vez
de huir. Trato de ir contrastando la realidad con sus pensamientos y de ir abandonando
juntos esta convicción que lo que se piensa es la realidad. Trato de acompañarlos a ver
cuáles son sus experiencias y cuáles son las ideas que surgen después, y de invitarlos
a describir sus experiencias en vez de catalogarlas como buenas o malas. Les trato de
mostrar que si reconocen las cosas como son (sin juicio) y permanecen con ellas, en
vez de huir, luego pueden tomar alguna decisión en relación a lo que está pasando. En
este sentido los invito a “tocar”, a conectarse con la experiencia directa y a partir de
eso explorar que es lo que les nace hacer. Aquí apelo a la sabiduría e intuición que hay
en cada uno de ellos, nadie más que ellos sabe que es mejor hacer frente a cada
situación. Todo esto implica validar la experiencia del otro, algo que no habría podido
hacer con tanta convicción si no hubiese validado primero mi propia experiencia. Al
practicar yo misma todo esto día a día, en el cojín y fuera del cojín, siento que es la
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manera más genuina y honesta de estar en el mundo. Una manera en que no me siento
atada al permanente análisis de las situaciones, preguntándome y pensando un sin
número de cuestiones que me mantienen separada de lo que me evoca en primera
instancia la experiencia directa.
Durante la práctica muchas veces ha vuelto a aparecer la tentación de alcanzar
ciertos logros. De a poco he visto que estas tentaciones son parte del camino, las
observo y las suelto. Las abandono pues he evidenciado que no puedo observar el
camino si pienso en la meta. Tener la expectativa de que algo suceda añade tensión a
mi práctica y es en sí misma una manera de no estar en el presente, de no conectarme
con lo que va sucediendo aquí y ahora. Un día me di cuenta que esto se parecía mucho
al montañismo. Practico esta actividad hace tiempo y no porque aspire llegar a la
cumbre, sino simplemente porque me gusta caminar y disfruto con la naturaleza.
Avanzo paso a paso sin importar si voy a llegar a la meta, cada paso es importante, en
cada paso siento la respiración, el latido de mi corazón, en cada paso puedo ver algo
sorprendente en el camino que no podría mirar si voy obsesionada por la cumbre. Hoy
puedo ver que lo que me motiva a continuar con la práctica de meditación ha sido
justamente lo que aparece en el camino. Lo que al principio pudo haber sido la meta
“dejar de sufrir” ha perdido peso. No he dejado de sufrir y probablemente no dejaré de
hacerlo. Hay sufrimientos inevitables, como la muerte de un ser querido, pero con la
práctica he evidenciado que al menos puedo dejar de sumarle más sufrimiento al
sufrimiento. Hay hechos que duelen, pero sufro más con la cantidad de cosas que
pienso en relación a esos hechos. Esto es algo que también trato de trasmitirle a mis
pacientes. Erika por ejemplo sentía mucho dolor por la muerte de su padre, pero
además se sentía muy culpable por un sin número de cosas que no hizo, estas ideas la
hacían sufrir aun mucho más.
Muchas personas me han preguntado por qué practico meditación. Cuando me
he hecho a mí misma esta pregunta no necesito encontrar grandes respuestas, por
decirlo de alguna manera sigo explorando, de tanto en tanto tengo nuevas
experiencias con la práctica que me motivan a continuar. Cuando la pregunta me la
han hecho otras personas me he sorprendido tratando de encontrar en mi mente
argumentos convincentes y formulando explicaciones de peso, como si no quisiera que
se pensara que estoy metida en algo estúpido. Con el tiempo de práctica he observado
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con curiosidad este funcionamiento en que de alguna manera me esfuerzo por
demostrar que soy inteligente y que hago bien las cosas. La práctica me ha ayudado a
reconocer esto como uno de mis patrones habituales y me ha ayudado a percibir los
temores que hay detrás de esta imagen que quiero proyectar. Tras observar
innumerables veces los pensamientos relacionados con este patrón he podido sentir el
temor al rechazo. La práctica formal me ha permitido abrir un espacio, que antes
estaba cerrado, para reconocer este temor y sentirlo. He podido sentir este temor una
y otra vez y quedarme con él, mirarlo a la cara. Es como haberlo develado, pues
habitualmente cuando me equivocaba solo sentía rabia y culpa y pensaba que no
querer equivocarme era tan solo un intento de hacer bien las cosas. En mi vida varias
veces relacioné este comportamiento con mi deseo de ser aceptada por los demás,
pero era tan solo una racionalización. Pronto lo olvidaba, después de todo hacer bien
las cosas habitualmente es premiado y elogiado por la sociedad. Desde el colegio no
dejé de recibir premios por ser la mejor alumna y por esto en mi familia recibía el amor
y el reconocimiento de todos. Es curioso que nunca me hubiese detenido a “sentir” mi
temor al rechazo, un temor a partir del cual he tratado toda la vida de ser algo distinto
a lo que soy. De a poco al conectarme con esto he podido dejar de obligarme a ser
perfecta y dejar de reprocharme tanto por mis errores. Me he permitido dejar de
argumentar tanto y validar mi experiencia. Hoy ya no trato de dar explicaciones
“razonables” cuando me preguntan por qué practico meditación. Hoy tampoco trataría
de esforzarme tanto por parecer la psiquiatra perfecta frente a Erika, siento que estoy
menos empaquetada y planifico menos cada cosa que voy a decir en sesión tratando
de hacer “comentarios sanadores”. Voy un poco más desnuda a mi encuentro con el
otro.
En esta costumbre de tratar de ser perfecta suelo ser disciplinada y mantengo
constancia en las actividades que me interesan, no obstante esta característica ha sido
un arma de doble filo. De a poco fui observando que la rigurosidad con que
desarrollaba mi práctica se relacionaba también con “el tener que hacerlo bien” y esta
exigencia iba dando paso al castigo cuando no cumplía con eso. El no hacerlo bien
puede estar relacionado con no meditar un día o dos en la semana y/o no practicar de
manera “correcta” (mala postura en el cojín, volver de inmediato a la respiración sin
etiquetar “pensamiento”, divagar en fantasías por largo rato sin ser capaz de regresar
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a la respiración, etc.). El “tener que hacerlo bien” también está relacionado con
aferrarme a una expectativa: “tengo que hacerlo bien para conseguir resultados”. De a
poco pude sentir que por mi autocrítica había mucha tensión y dureza en mi práctica.
Me ayudó mucho a reconocer esto el apoyo de los profesores y de las lecturas. ¿Cómo
trataría a mi mejor amigo si se equivoca? ¿Lo insultaría, lo golpearía? ¿Por qué me
castigo tanto? ¿Acaso no soy amiga de mi misma? Comencé a sentirme mal por tanto
maltrato, me planteé que podía ser más amable conmigo y dejar de castigarme tanto si
un día no alcanzaba a meditar o si me lo pasaba durante todo el tiempo fantaseando
en el cojín. Un día me dije: “En este momento estoy fantaseando en el cojín… eso es
lo que está sucediendo y punto. No hay nada más que agregar, no es bueno ni malo,
simplemente es lo que está sucediendo”. He podido sentir la suavidad de esa
amabilidad y he podido darme cuenta que puedo permitirme no ser perfecta sin que
nada malo ocurra. Por otra parte recuerdo mirar el camino y no la meta. De todos
modos se que la disciplina es importante y encontrar el equilibrio ha sido parte del
camino. En lo personal es muy inusual que me afloje mucho y que deje de meditar por
mucho tiempo, pero estoy más atenta cuando me aprieto demasiado. Recuerdo con
más frecuencia “el camino del medio”, “ni muy tenso, ni muy flojo”. Efectivamente es
como una cuerda que hay que afinar, que como en todo instrumento hay momentos en
que hay que volver a afinar, una y otra vez.
Fuera del cojín me he dado cuenta como nunca de lo mucho que me critico en
forma permanente. Cada error es sancionado, incluso los más insignificantes, si se me
quedó un libro en la casa soy una estúpida y si se me derramó la leche en la mañana
soy torpe. Ni hablar de errores que puedan conllevar consecuencias mayores, ni hablar
de equivocarme con un paciente por ejemplo. Así puedo transformarme de un momento
a otro en una mala profesional, una mala amiga o en una mala persona. La frase
“errar es humano”, que tanto sentido me hace, no alcanza a calarme más
profundamente. Al comienzo fui tomando conciencia de mi autocritica en el cojín, luego
de a poco fue apareciendo una mayor conciencia de esto en el día a día. Y ha sido en la
vida cotidiana donde más peso cobra esta realidad. No puedo creer que me maltrate
tantas veces en un día. Diez, veinte, treinta, etc., pierdo la cuenta. Al darme cuenta de
esto tuve una sensación de incredulidad, de sorpresa. De a poco, con el correr de los
días comenzó a aparecer la pena. Me dio pena maltratarme tanto. ¿Realmente me lo
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merezco? ¿De verdad creo que errar es humano? Y luego apareció la rabia: “¡¡Hasta
cuando!!”. Y con la rabia más autocrítica: “¡Soy incapaz de parar de maltratarme!”. Y
con todo esto una sensación de encontrarme sin salida, una sensación de angustia por
encontrarme atrapada, observando nuevamente el asomo de la autoexigencia, de
querer lograr algo a través de la práctica. En esta etapa el apoyo de las lecturas, de la
docente y el compartir las experiencias con mis compañeros que también están
practicando fueron fundamentales. Me di cuenta que estaba una vez más queriendo
conseguir un resultado, que eso me tenía atrapada, que no era necesario cambiar las
cosas, que si me estaba criticando era un hecho que simplemente podía reconocer y
tratarme finalmente con mayor gentileza ¡Jamás imaginé que yo necesitara de tanta
gentileza! Hoy trato de practicarla día a día, trato de ser más amable conmigo cada vez
que me equivoco y en cuanto me sorprendo tratándome mal observo mi autocrítica y no
la juzgo, en vez de enrabiarme trato de reconocerlo y lo observo con curiosidad, como
lo hago en el cojín. Me he contactado más con la sensación de tristeza que esto me
genera. Creo que esto tiene que ver con la autocompasión. Veo en esta pena un gesto
más amoroso y más cálido hacia mí. A veces también ocurre que no me doy cuenta que
me critico o me sorprendo diciéndome a mí misma “es demasiado tarde, ya lo hice”.
Entonces vuelvo a observar sin juicio. Y respiro. Observo y respiro. En este
comportamiento nuevamente evidencio la impronta de la práctica formal.
Me he dado cuenta que en la práctica formal hay ciertos aspectos de la técnica
que me han ayudado a ser más amable conmigo. En algún momento cobró sentido para
mí que el “etiquetar” los pensamientos me ayudara a suspender el juicio. Es evidente
que la palabra “pensamiento” a veces la acompaño con un pesado suspiro insinuando
que estoy cansada de ese pensamiento, o a veces el tono con que rotulo el
pensamiento es duro y pesado insinuando que lo rechazo. Antes no le daba tanta
importancia a esta parte de la técnica, me parecía que era suficiente reconocer que
estaba pensando sin necesidad de tener que etiquetar “pensamiento” a cada rato,
pues me sentía como una maquina etiquetando los múltiples pensamientos que
surgían en mi mente. Hoy lo hago porque he notado que me ayuda a reconocer mi
castigo. Cuando me olvido de etiquetar no me siento mal por no haberlo hecho,
simplemente recuerdo que me ayuda y etiqueto en cuanto puedo sin reprochármelo.
También pongo atención al tono con que rotulo, si lo hago con dureza trato de volver a
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rotular con más suavidad.
Detrás del castigo por cometer errores está implícita la idea que debo ser
perfecta, que debo ser buena persona, que debo finalmente ser alguien distinto a
quien soy. Como todo ser humano no soy perfecta y puedo cometer errores, pero me ha
costado aceptarlo. Algo inolvidable en el transcurso del diplomado es el recuerdo de
una hermosa flor que, a modo de ejemplo, fue desarmada por completo. Al ver esto
pude palpar casi en carne propia como uno intenta deformar su propia naturaleza.
“Debo ser mejor de lo que soy”, “Puedo ser mejor persona”, estas son ideas que he
tenido constantemente en mi vida. Siempre he pensado que no está del todo bien como
yo soy o, planteándolo de otra manera, que está derechamente mal. Y no soy muy
distinta a esa flor, me hizo tanto sentido que a ella no le sobrara ni un solo pétalo y
que no le faltara ni un solo color. Yo también soy lo que soy y así tal cual está bien.
Desde que tomé contacto más intensamente con esta idea me he sentido más
relajada, menos tensa. He sentido que puedo equivocarme y los errores que pueda
cometer son solo oportunidades para aprender. He sentido más vívidamente que mi
esfuerzo por ser perfecta también existe porque en algún momento de mi vida fue útil y
necesario, y que desde ahí tampoco se convierte en mi enemigo. Recuerdo que algunas
de estas ideas las tuve incluso durante mi proceso psicoterapéutico, pero nuevamente
eran tan solo racionalizaciones: “¡Claro! Quise ganarme el amor de mis padres siendo
buena alumna” “¡Claro! Ya no es necesario seguir siendo la alumna perfecta, si me
equivoco puedo aprender de mis errores”. Lo que hace la diferencia es que la práctica
me ha permitido sentir, “tocar” cada uno de mis recuerdos y de mis pensamientos,
darme cuenta de mi maltrato cotidiano, no sentirme obligada a cambiar algo de mí,
relajarme. En este proceso ha sido sorprendente ver como de a poco comencé a
sentarme en el cojín con otra actitud, hoy siento cómo en mi postura está implícita una
actitud de dignidad. Cada vez que me siento en el cojín puedo sentir que estoy ahí tal
cual soy y que eso está bien. Esto durante el diplomado lo dijo la docente muchas
veces antes de iniciar la práctica formal, solo tuvo sentido para mí cuando comencé a
sentirlo. Ahí florece la aceptación. Y con la aceptación se abre un espacio más amplio
en que noto que no soy una sola cosa, no soy la persona que hace bien las cosas
siempre, ni tampoco la persona que se equivoca a cada rato, soy una mezcla de ambas.
Puedo permitirme ser distinta, hay una rigidez que se ablanda.
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A través de la práctica he podido sentir la rigidez de mi ego y la manera como
defiendo las definiciones que tengo de mi misma. He visto con claridad cómo en mi
vida cotidiana me siento ofendida cada vez que alguien piensa de mí algo que no creo
que soy. Hoy a veces detecto que me siento ofendida antes de “lanzarme” en mi
defensa. Al identificarlo siempre me sorprendo: “Oh! ¡Me siento ofendida!”. Me he
dado cuenta que si permanezco un rato con eso en vez de reaccionar de inmediato
muchas veces la respuesta no es una agresión hacia el otro. También ha sido curioso
observar que a medida que he soltado un poco la rigidez de mis patrones habituales
incluso he llegado a sentirme ofendida por aquellas personas que al definirme
rígidamente de cierto modo no reconocen que hoy me pueda comportar de una manera
distinta… “¿¡Es que acaso no están enterados que ya no soy perfecta!?” (anexo 1).
Esto a veces me ha causado risa ya que reconozco que me estoy aferrando a una nueva
identidad. Es como cambiarse de ropa, como si me hubiese acostumbrado a usar
siempre la misma tenida y de un día para otro comienzo a usar una distinta, pero que
también nunca me cambio. Observo que yo hago lo mismo con los demás, los clasifico
convirtiéndolos en seres predecibles. El tomar conciencia de todo esto me ha ayudado
a ampliar un poco más mi mirada, veo que no soy algo sólido y que puedo ir cambiando
mi manera de comportarme de acuerdo a la circunstancia. A veces me esmero por ser
perfecta, cuando preparo mi mochila para una salida de montaña olvidar los guantes
podría ser fatal. Pero otras veces me suelto un poco más, puedo dejar de planificar
rígidamente mis vacaciones a la playa. Trato también de tener una actitud más abierta
con los demás, de no encasillar tanto a las personas y de dejarme sorprender por ellas.
Recuerdo haberme sentido agradecida cuando leí en un texto que los seres
humanos somos básicamente buenos. Acostumbrada a vivir en una sociedad donde el
error es castigado y donde se reciben señales constantes que uno debe cambiar,
encontrarse con esta afirmación es absolutamente sorprendente. He llegado a sentir
que así como la flor es lo que es y yo soy lo que soy, todos los demás son lo que son y
eso está bien. Hay una bondad fundamental en todos. Al ir suspendiendo un poco mi
autocritica ha surgido en mí la capacidad de no criticar tanto a los demás, de disminuir
mis prejuicios, de estar más abierta al mundo. En la relación con mis pacientes esto se
ha reflejado en una mayor aceptación de sus propios procesos, antes juzgaba más
duramente los escasos o nulos avances que tenían algunos, por ejemplo algunas
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personas con trastornos de personalidad severos o con adicciones. Pensamientos tan
lapidarios como “este no tiene remedio” o “hasta cuando” ahora si aparecen en mi
mente los veo como visiones “añejas”, hay algo fresco que ha surgido, una actitud más
abierta. Es claro para mí que aunque yo no verbalice estos pensamientos sin duda
tomo una actitud en que voy cerrando el espacio a la posibilidad del cambio, a la
posibilidad que el otro me muestre algo diferente de sí. Ceñirme rígidamente a un
diagnóstico es una manera de encasillar a una persona y favorece que tenga una
actitud prejuiciosa y de poca apertura, trato a la persona como creo que es en vez de
permitirle ser. Me ha pasado que algunos pacientes me han generado sorpresas, han
dicho o hecho cosas que jamás me habría esperado de ellos, lo cual me ha demostrado
lo prejuiciada que estaba.
La práctica ha abierto en mí la posibilidad de permitirme ser otra cosa de lo que estaba
acostumbrada a ser. ¿Por qué no se lo puedo permitir a otras personas? ¿Por qué no
me puedo permitir dejarme sorprender por los demás? Me doy cuenta que puedo dejar
de enjuiciar el error que cometió un paciente y aceptar que eso puede pasar y que
puede aprender algo de la experiencia. Que puedo validar las estrategias con que
enfrenta sus conflictos como parte de los recursos adquiridos en el pasado y ayudarlo
a observar si hoy aun les sirven. Que en definitiva puedo validarlo en vez de tratar de
demoler sus estructuras considerándolas erróneas. En lo personal me he dado cuenta
que desde la aceptación surge una actitud más relajada y más liviana, noto que le
quita peso y seriedad al drama de “lo que soy” y a partir de eso puedo abrir el espacio
para ser otra cosa. Desde la lucha conmigo misma solo hay rigidez y frustración, como
en un principio cuando deseaba a toda costa deshacerme de mis patrones habituales
fuera como fuera. ¿Cómo voy a cambiar si estoy peleando conmigo misma? Toda la
energía está invertida en esa pelea, por lo tanto desde el maltrato es difícil que suceda
y veo que desde la amabilidad y la gentileza se facilita el cambio. Esta experiencia es
la que me muestra que la aceptación puede ayudarle también a otros. Puedo hacer
algo para ayudar a mis pacientes a que sean más cálidos consigo mismos. Cuando se
están criticando trato de mostrárselos, trato también de contrastar lo que piensan de sí
mismos con las experiencias y ayudarlos a darse cuenta que son más de lo que
piensan ser. Pese a que he ido ayudando de otra manera a mis pacientes noto mi
dificultad en transitar por este camino de la aceptación, pero a diferencia de antes he
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tomado conciencia de lo importante que es y de tanto en tanto transito.
Cuando recién comencé a practicar tal vez lo que más llamó mi atención fue
que por ejemplo podía disfrutar más un plato de comida, percibir sus sabores, texturas,
aromas y colores. Esa simpleza de la experiencia de comer se trasformaba en algo
sorprendente. Estar en el momento presente me permite percibir lo maravilloso de la
simpleza de las cosas. Desde lo sensorial cada experiencia de mi vida se puede
convertir en algo nuevo y fresco tan solo por el hecho de estar en el momento
presente. De todos modos me doy cuenta que aunque practique todos los días no
tengo garantizado que cada vez que coma voy a estar ahí comiendo, muchas veces
igual puedo divagar y pensar en una que otra cosa. La diferencia es que me voy dando
cuenta con más frecuencia que mi mente está en eso. Hasta hoy mi ruido mental sigue
siendo un rechinar autómata que no para, pero a ratos soy capaz de verlo y de volver al
momento presente poniendo atención a lo que está ocurriendo, a veces a un ruido, a
veces a mi propia respiración, a una sensación corporal, a la mirada de la persona que
tengo al frente o al sabor amargo que apareció en mi comida. Ahora vuelvo, antes me
perdía por ratos interminables sin darme cuenta que estaba perdida. Ahora vuelvo.
Este acto de ser capaz de volver al momento presente una y otra vez es similar a una
danza.
El ser capaz de volver al momento presente en mi vida cotidiana es algo que
surgió gracias a la práctica formal. En un principio sin haberlo intencionado me fue
sucediendo de manera espontánea que, por ejemplo, mientras me encontraba
extraviada en un sin número de ideas de pronto aparecía, como un bloque de piedra
que cae, una honda inspiración… y en fracción de segundos estaba de vuelta. Esto
sigue ocurriendo a veces así y en estas ocasiones me quedo un rato más en mi
respiración, noto que no regreso frenéticamente a mis pensamientos como si hubiese
quedado algo sin resolver. Hay una impronta que deja la práctica formal que hace que
esto sea posible cuando estoy en el bus, caminando, en una reunión, etc. El poner
atención a mi respiración y luego darme cuenta de una manera amplia y panorámica de
dónde estoy, de que sucede alrededor, es algo que se va dando con más regularidad en
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el día a día. Este proceso que se dio en un comienzo espontáneamente en algún
momento lo fui intencionando, algo así como un “quiero volver”. Tuve la tendencia a
querer aferrarme a la experiencia de estar plenamente presente y a desear estar
“siempre” en el momento presente. De a poco me di cuenta que nuevamente estaba
intentando manipular la experiencia y deseando que ocurriera algo distinto a lo que
estaba ocurriendo. Hoy observo que la realidad es que me conecto y me desconecto
del momento presente en forma permanente. A veces me involucro a tal grado con los
pensamientos que no tengo conciencia que estoy pensando, la mente funciona como
un caballo desbocado y yo estoy sin saber a dónde me lleva. Muy de a poco he ido
aceptando esta situación como algo que ocurre, que ha ocurrido siempre y he tratado
de acogerla simplemente. Siento que la práctica ha afinado la capacidad de darme
cuenta que estoy pensando y que puedo volver a prestar atención al momento
presente, que este caballo se puede entrenar y que puedo montarlo y conducirlo. Otro
fenómeno muy sutil que me ha ocurrido algunas veces es percibir que “algo” me va a
sacar del momento, habitualmente es un pensamiento recurrente que ya ha pasado por
mi mente varias veces durante el día y que de pronto, encontrándome en el momento
presente, se asoma… Es como si asomara la nariz, no alcanza a desarrollarse, es como
la “presencia del pensamiento”, algo que me dice “ahí viene”. Esto ha sido curioso,
pues ese asomo es suficiente para a veces respirar y volver. Siento que esta sutileza
también se desarrolla gracias a la práctica formal.
Para mí el “volver” al momento presente en la relación con otra persona ha sido
especialmente importante. En relación a mis pacientes por ejemplo he podido observar
el “discurso interno” que se genera durante la sesión y que me distrae de lo que está
sucediendo en el momento, discurso que habitualmente tiene que ver con opiniones
acerca de lo que la persona habla, críticas hacia la conducta del paciente, recuerdos
que me evoca la conversación, planificación de la devolución que le voy a dar al
paciente, asuntos que tengo pendientes, etc. He observado que “recuerdo volver” y
vuelvo… Regreso a la sesión, a los ojos del paciente, a su voz, a lo que me dice. He
observado además que cuando no planifico lo que le voy a decir a la persona, y tan
solo presto atención a lo que habla y a lo que ocurre, surge una respuesta muchas
veces misteriosamente más asertiva. Me di cuenta del temor que tenía a dejarme
llevar por este misterio y a no tener el control de lo que iba a suceder. He ido
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comprobando que puedo confiar en este proceso, que puedo mantenerme en la
incertidumbre y soltar el control, que puedo entregarme al misterio del momento. La
experiencia me ha ido dando la seguridad de que hacer esto resulta ser más
beneficioso, la relación es mas espontánea y auténtica, se manifiesta una especie de
intuición acerca de qué decir o hacer en la cual uno comienza a confiar más y más.
Esta intuición tiene que ver con la sensibilidad que me conecta al otro, tiene que ver
con cómo me llegan las cosas, como me impresionan y me impactan en un primer
momento, antes de que se eche a andar toda la cadena de pensamientos a través de
los cuales trato de juzgar y de controlar la situación. Por lo tanto la respuesta que le
doy al otro es más genuina y muchas veces más asertiva.
En mi vida cotidiana también ocurre con frecuencia que observo con más
claridad las emociones que me evocan ciertas situaciones. Le doy más espacio a eso
que surge y me detengo a observar la rabia, la pena, el desagrado, etc. Me quedo con
eso un rato. Esto me ha permitido en ocasiones no reaccionar impulsivamente, no
dejarme arrastrar por la emoción. He podido observar que por ejemplo lo que me
molesta de otras personas tiene que ver finalmente más con algo personal que de los
otros. Después de permanecer con mi emoción durante un rato algo ocurre que me he
sorprendido muchas veces respondiendo de una manera inusual, saliéndome un poco
de la reacción habitual. Algo se despierta, una especie de intuición acerca de cuál es la
respuesta más adecuada en ese momento. Por ejemplo frente a la rabia a veces esta
puede diluirse un poco y permitirme responder de una manera más pausada y otras
veces puedo reaccionar más agresivamente porque siento que la situación lo amerita
(anexo 2). En la relación terapéutica esto se podría traducir en no actuar la
contratransferencia, darse el espacio de sentir lo que el paciente me provoca y ver
como eso se relaciona conmigo, con mi historia. Permitirme quedarme un rato con esa
emoción muchas veces también desencadena una respuesta que al paciente le hace
más sentido, a veces esta respuesta puede ser simplemente el silencio y una actitud
de escucha que el otro necesita en vez de tratar de decir algo sensato o “útil” (anexo
3). Noto que esto también se fue desarrollando gracias a la práctica formal, durante la
cual el momento en que “toco” lo que está pasando por mi mente me ha ayudado a
conectarme con la emoción o sensación que me evocan los pensamientos y muchas
veces me ha servido para comprender algo de mí o para transformar algo (anexo 4). En
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la práctica formal la técnica cerrada me ha hecho sentir más vulnerable, más abierta a
la experiencia. Al estar con la mirada más cerca de mí me siento más conectada con mi
pecho, con mis emociones, con una sensación de apertura. Me ha sorprendido que a
veces el “tocar” me muestra algo mucho más sutil que una emoción, a veces es una
textura, algo duro o blando, algo frio o cálido, algo expandido o contraído. La
experiencia directa muchas veces es inefable, es previa a todo mi discurso interno y
representa algo mucho más sincero y transparente de mi relación con la experiencia
(anexo 5). Y esta sensación es la que finalmente me traduce algo, me conecta con algo
y me moviliza, es ahí cuando se manifiesta esa capacidad de discriminar qué hacer
frente a una situación. Cuando he practicado esto he notado que hay cierta confianza
en mis recursos y en el momento presente, en esos instantes he sentido que no tengo
miedo de ser como soy, que no necesito disfraces para estar frente al otro.
Un cambio que atribuyo a la práctica es mi manera de relacionarme con los
espacios de silencio y de “ocio”. Antes siempre los rellenaba con alguna actividad,
pues si me quedaba sin hacer algo sentía que perdía el tiempo, creía que siempre
había algo por hacer o algo en que entretenerme. De a poco he dejado de buscar
ansiosamente “cosas que hacer” y he podido permanecer en estos espacios, a veces
disfrutando de cierta paz y otras veces sintiéndome un poco abrumada por la sensación
de aburrimiento. Este aburrimiento me ha contactado con una angustia más
existencial, hay algo que me incomoda, algo inefable que me desespera, que me
asfixia. Es curioso ver cómo lo único que alivia esta sensación es salirme de este
espacio en busca de “algo que hacer”, en busca de algo que “me entretenga” (hacer
deporte, ir al cine, comer algo rico, juntarme con un amigo, etc.). Huyo del aburrimiento
y también de las cosas desagradables. Me pasa que cuando debo cumplir por ejemplo
con alguna “pesada y desagradable” responsabilidad, muchas veces la postergo
buscando algo rico para comer o viendo una divertida serie antes de “enfrentar” ese
asunto. Y así voy viendo cómo busco quedarme con las experiencias gratas y como
rechazo las que no me gustan. Voy viendo como estructuro mi vida en torno al “pasarlo
bien” y como me quejo de mis problemas que quisiera no tener. Nada muy distinto a lo
que le ocurre a muchos de mis pacientes y a todo ser humano. Una vez una tía muy
querida me dijo algo que resonó para siempre en mi mente: “nunca nos sentimos
completos”. Y así lo siento, siempre me falta algo. La práctica me ha ayudado a
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contactarme con esta sensación de carencia y a acogerla, de a poco he podido
permanecer con el aburrimiento con más tranquilidad y me he dado cuenta que me ha
permitido cultivar la paciencia.
Como parte de esta tendencia a rellenar siempre mi tiempo con actividades
hace mucho que venía trabajando en exceso y creía que esto no era un problema para
mí. Gracias a la práctica me pude conectar con el cansancio que tenía, observé que
cuando me sentaba en el cojín habitualmente el sueño me vencía y cuando terminaba
la práctica no lo sentía tanto pudiendo continuar con mis actividades. El sucumbir al
sueño cada vez que me sentaba en el cojín anulaba mi práctica, en el fondo no estaba
practicando. Era una clara señal de mi cansancio. Gracias a esto tomé conciencia del
desgaste que implicaba trabajar tanto y tomé la decisión de reducir mi jornada laboral.
Esto también significó un cambio importante en la calidad de la relación con cada uno
de mis pacientes, porque sin duda con el cansancio me desconectaba del momento
presente más fácilmente durante la sesión. Y como consecuencia también pude tener
la oportunidad de relacionarme con estos espacios de aburrimiento que aparecían en
esta vida menos agitada y “vacía de actividades”.
La práctica en el cojín es un vivo ejemplo de lo ansiógena que puede ser la
situación de “no hacer nada”, muchas veces he estado sentada preguntándome
“¿cuánto falta?”, sintiéndome muy aburrida, desesperada, queriendo levantarme y huir
rápidamente de esa situación. El compromiso de sentarme por treinta minutos y de
levantarme solo cuando suene la alarma ha ido ayudándome de a poco a permanecer
con ese aburrimiento o con la molestia de observar los pensamientos desagradables
que se cruzan por mi mente. He visto nuevamente como la práctica formal se
manifiesta en mi vida cotidiana, en la cual he frenado un poco mi ansiedad por correr
tras lo placentero y he podido permanecer con lo que no me gusta encontrando en ello
algo muchas veces revelador. No hay por lo tanto nada que sea rechazable en la
experiencia. Se ha ido desarrollando en mí una actitud más abierta y gentil. Incluso las
cosas, eventos o personas que me son indiferentes pueden transformarse en algo que
puedo llegar a acoger si me conecto intencionadamente con esta actitud de “apertura”
(anexo 6). De todos modos la tendencia a aferrarme a ciertas cosas y rechazar otras
siempre existe, nuevamente lo que siento que ocurre con la práctica es que soy capaz
de darme cuenta y esto me permite flexibilizarme, mirar las cosas desde otro ángulo y
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acercarme a la experiencia de otra manera. En todo aquello que la práctica me ha
ayudado ocurre siempre lo mismo, la sensación de que hay una especie de danza, un
vaivén entre mi comportamiento habitual y el comportamiento que ha surgido con la
práctica. Existe ahora la posibilidad de relacionarme de otra manera con la
experiencia.
De a poco la práctica me ha ayudado a permanecer con aquello que considero
desagradable y a dejar de resistirme a ciertas experiencias, pero también me ha
ayudado a intentar no aferrarme a aquello que deseo. En la práctica formal el momento
en que suelto la cadena de pensamientos y regreso a la respiración me ha permitido
entrenar el no aferrarme. Muchas veces durante la práctica me he aferrado a
entretenidas fantasías, cuando comencé a practicar podía llegar a estar hasta quince o
veinte minutos engolosinada con estos pensamientos sin ser capaz de volver a la
respiración. Esto es un claro ejemplo de cómo prefiero entretenerme y pasarlo bien, de
cómo me aferro a los buenos momentos. A medida que he ido practicando el “soltar”
he podido regresar al momento presente con más facilidad y en la vida cotidiana en
algunas ocasiones he podido no dejarme arrastrar por el deseo.
La invitación de los textos a relacionarme con la impermanencia es de una
simpleza abrumadora, todo cambia, efectivamente no hay que escarbar más allá. Me
hace mucho sentido que mi sufrimiento y el de los demás tenga que ver con lo mucho
que cuesta aceptar que las cosas cambien. Lo más evidente para mí es mi temor a la
vejez, la enfermedad y la muerte. Efectivamente deseo que nada de esto ocurra, deseo
no “tener que pasar” por todo eso. Siempre he entendido que todos estos procesos son
parte de la vida, pero lo que siento es un profundo rechazo. Es sin duda, por lo tanto,
un rechazo a parte de la vida. Hace algunos años, tras la muerte de una amiga en la
montaña y la de mi padre, que ocurrieron con un mes de diferencia, me contacté con
un pánico tremendo a mi propia muerte, a la vejez y a la enfermedad. Que increíble fue
darme cuenta que antes de estos eventos yo seguía creyendo que esas cosas no me
iban a pasar a mí. Esa es la ignorancia en que vivía. Es evidente que me resisto a que
las cosas sean como son.
En la práctica formal siempre observo la impermanencia, los pensamientos y las
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emociones cambian de una manera sorprendente, si aparece un recuerdo triste
enseguida puedo pensar en que tengo que ir a comprar pan y al poco rato llegar a
reirme al recordar alguna situación graciosa del día. Detenerme a observar esta
impermanencia en “carne propia” me ha ayudado a contactarme un poco más con esta
realidad. Contactarme con este continuo cambio a veces me ayuda a darle cabida al
sufrimiento, se por ejemplo que el dolor en algún momento va a pasar y esto puede ser
aliviador. Pero contactarme con la impermanencia solo en los malos momentos suena
casi como una conveniencia. La verdad es que también mis buenos momentos pasarán
y esos son los que justamente me gustaría que se quedaran. Ahí veo mi resistencia al
cambio, mi resistencia a que las cosas sean como son, siempre quiero quedarme con
los buenos momentos y con las cosas que me gustan y rechazo las que no me agradan,
que ojalá se vayan pronto. Pretender manipular las cosas para que sean de una
determinada manera me genera sufrimiento, porque los malos momentos siempre
llegarán y los buenos no los podré retener. No obstante cuando tomo conciencia que
los momentos buenos pasarán he podido disfrutar más de esos momentos. Cada
conversación telefónica con mi querida tía de 85 años puede ser la última y esto hace
que se convierta en un momento valioso y puedo aprovecharlo más. Siento que al
“estar” en el momento presente lo valoro como un momento único e irrepetible y con
esto surge en mí una suerte de gratitud. El tiempo que le dedico a cada uno de mis
pacientes es también un tiempo muy valioso, es el único que tendremos. ¿Cómo no
desear estar ahí realmente con ellos en vez de estar perdida en mis divagaciones?
La impermanencia además es algo que puedo observar en cada proceso
vivencial, Erika sin duda a lo largo de su duelo pasó varias veces por períodos en que
se sentía algo mejor y se frustraba cada vez que volvía a sentirse mal. Cuando la
atendí solía tratar de tranquilizarla diciéndole que lo que estaba viviendo era un
proceso y que algún día se sentiría mejor, no recuerdo haberle insinuado que esa
fluctuación anímica era natural y que aferrarse a esos buenos momentos con la
expectativa que perduraran le iba a traer más frustración y más malestar. Hoy veo otra
manera de abordar estos procesos en mis pacientes.
Al aceptar que las cosas son lo que son siento que tengo una actitud más
abierta y acogedora, veo que no existen problemas sino situaciones y que cualquier
situación es un motivo de aprendizaje, pues por muy adversa que sea me puede
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mostrar algo que no estaba viendo hasta ese momento. Creo que comencé a ver “el
lado bueno” de las cosas cuando sentí que me estaban pasando tantas cosas malas
que finalmente tuve una especie de incredulidad: “No puede ser que todo lo que me
pase sea malo”, allí intenté comenzar a ver lo positivo que podía dejarme cada
situación. Esta mirada genera una apertura a la experiencia. Muchas veces trato de
invitar a mis pacientes a ver qué hay de bueno a su alrededor y ayudarlos a salirse de
la queja y del “drama” que les toca vivir.
En la convivencia con mis compañeros de práctica he podido observar que a
todos nos pasa lo mismo, hay experiencias compartidas. Esto lo he sentido también
con otras personas, amigos, familia, compañeros de trabajo, pacientes, etc. El
comprender que hay vivencias que son propias del ser humano me ayuda a salir un
poco de mi cueva y de mi queja personal, en el fondo lo que me sucede a mi no es
nada novedoso. Esto me ha hecho sentir una sensación de fraternidad y me ha
ayudado a tener una actitud más compasiva hacia los demás. Esta experiencia la trato
de compartir también con mis pacientes, a veces decirles que no están solos, que lo
que ellos sienten lo sienten también otras personas es aliviador.
He sentido la compasión como un acercamiento al otro, comprendo que los
demás sufren igual que yo, entonces me conmuevo con lo que al otro le sucede y si
alguien me agrede, por ejemplo, no me quedo atrapada en “sentirme atacada” sino
que me conecto con el malestar del otro. En ese momento puedo sentir que esa
persona lo está pasando muy mal y desde ahí sin duda puedo responderle de otra
manera. Este cambio en mi manera de relacionarme con los demás lo veo como una
forma de compasión y que ha sido posible también porque he podido sentir compasión
hacia mí misma. Nuevamente la experiencia personal es crucial al momento de tratar
de hacer lo mismo con los otros.
La experiencia de la jornada de meditación es muy enriquecedora pues la
práctica prolongada ayuda a contactarse más con uno mismo. He comprobado que
durante todo ese tiempo en que me miro al espejo puedo llegar a ver algo que no había
visto antes. Me ha ocurrido que tras el continuo transcurrir de pensamientos de pronto
surge un chispazo, se asoma un entendimiento de algo… es como contactarse con
algo que había estado oculto y que misteriosamente se asoma para mostrarse. No
entiendo muy bien por qué ocurre esto y no quiero analizarlo, simplemente ocurre.
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Tampoco he buscado que esto suceda, si lo buscara probablemente no llegaría nunca.
Es un darse cuenta que tiene importancia para mi pues me permite comprender algo en
lo que me sentía “trabada”, es como si se desatara un nudo muy tenso. No es extraño
para mí entender que pueda ocurrir un insight después de tanto tiempo de práctica, al
estar cara a cara conmigo misma se termina develando una especie de sabiduría que
todos tenemos (anexo 7).
Fue sorprendente descubrir que el focusing a través de una práctica mucho más
guiada conduce a aquello que naturalmente surge después de un tiempo de práctica de
meditación. Con la práctica de meditación, de a poco y sin proponérmelo, fue
apareciendo en mi un nuevo lenguaje. Al contactarme con la experiencia directa
aparece una primera impresión, una sensación vaga que muchas veces no la puedo
verbalizar. Muchas veces “no hay palabras”, hay sensaciones que después intento
traducir. Y estas sensaciones son las que más claramente me indican algo acerca de la
experiencia y a partir de las cuales puedo saber qué hacer o qué decir, qué no hacer o
qué no decir. La “sensación sentida” es simple, no es conceptual y siento que es lo que
me está permitiendo avanzar con más confianza en cada paso que doy. Sé que lo doy
porque hay “algo” que me está diciendo “muévete hacia allá”. Ese “algo” surge de la
experiencia directa y no del análisis que yo pueda hace de la experiencia. Antes muy
comúnmente dudaba y me cuestionaba: “¿Qué es lo mejor? ¿Lo hago o no?” “¿Estará
bien?” “Pediré consejo”. La práctica me ha mostrado que hay una sabiduría oculta en
mí y en todos los seres. Que cuando me contacto con esa experiencia preconceptual
algo naturalmente se moviliza en mí. Efectivamente, no hay nada que pensar.
Personalmente he comprobado que cuando esto surge en el espacio terapéutico nacen
sin duda reacciones o palabras “no estudiadas” que le hacen mucho más sentido al
paciente.
Parte importante de la práctica en el cojín es tener conciencia de mi cuerpo, del
cómo estoy sentada y cuál es mi postura. Me he dado cuenta que esto influye mucho
en cómo se va desarrollando la práctica. La fluidez de la respiración y el caudal de
pensamientos cambia dependiendo de la postura que tenga. Con el tiempo he
aprendido a corregir con gentileza mi postura y he estado más atenta a mis
sensaciones corporales durante la práctica, estas muchas veces traducen alguna
reacción ante la presencia de un determinado pensamiento (se tensa la espalda, se
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aflojan los hombros, se aprietan los dientes, se aprieta la garganta). Me gusta pensar
que cada vez que traigo la mente a la respiración la estoy trayendo a casa, que dejo el
cuerpo quieto en el cojín para traer la mente al cuerpo una y otra vez. La imagen del
cuerpo corriendo detrás de la mente, tras cada deseo que esta manifieste, es muy
gráfica. Estando en el cojín he comprobado la cantidad de veces que he querido
pararme e interrumpir la práctica para hacer una llamada telefónica pendiente o
cambiar de sitio un objeto que quedó fuera de lugar. Me lo puedo pasar el resto del
tiempo de práctica pensando solo en aquello que mi mente quiere hacer con urgencia y
sintiendo como los músculos se tensan para partir corriendo a hacer esa actividad. Es
claro, para aquietar la mente hay que aquietar el cuerpo.
A través de la práctica de tonglen pude ver mi habitual tendencia a rechazar lo
que no me gusta y aferrarme a lo que me gusta. Llama mi atención el intenso miedo
que me genera “inspirar” lo “malo”, lo “no deseado”, el dolor, la enfermedad, la
muerte… Y, en el momento de espirar, el intenso miedo que me genera quedarme sin
lo “bueno”. Noto claramente como este miedo se relaciona con el apego a mí misma.
En un comienzo esta práctica no la conecté con el dejarme tocar por el dolor de otros
(al inspirar) o con la entrega de algo bueno a otros seres (al espirar). Estaba tan
encerrada en mi misma que lo único que me importaba era que yo me iba a quedar con
el “cáncer” y que yo me iba a quedar sin la “luz” que estaba entregando. Al comienzo
mi reacción frente a esta práctica fue de un absoluto rechazo. “No voy a practicar
tonglen. No me atrevo. Me da miedo”. De a poco fui intentando explorar ese miedo y
me encontré con una inmensa pared que me envuelve, que me protege del dolor. Me
encontré con un centro muy vulnerable capaz de conmoverse profundamente. He ido
sintiendo que al dejar este centro sin esas paredes protectoras puedo conmoverme y
permanecer con eso, que cuando dejo que esto ocurra puedo también conectarme más
con los otros y sentir compasión. He intentado de tanto en tanto practicarlo y aunque
no he dejado de sentir miedo he podido salir un poco de mi encierro y mirar más a los
demás. El recordar a otros seres en mis momentos de goce tan solo para desearles que
también puedan disfrutar es un acto de mayor apertura. El recordar que otros seres
están sufriendo tanto o más que yo también me saca de mi pequeño mundo.
La rabia es una emoción que a lo largo de la práctica he observado con interés.
Siento lo desestabilizadora que es, siento como me saca de mi eje, me agita, me hace
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detonar, me hace herir. Es una emoción que efectivamente muchas veces es tan
destructiva para mí como para otros, pero que gracias a la práctica también he podido
observar su cualidad constructiva. El permitirme permanecer con ella un rato, con su
energía, antes de reaccionar impulsivamente, ha hecho que en algunas ocasiones
pueda canalizarla de una manera más constructiva, es decir, he podido reaccionar más
asertivamente. Pero también he tenido muchas veces la experiencia de presenciar
cómo se diluye, cómo en ese lapso de tiempo en que me quedo con ella pierde su
fuerza, se extingue su energía. Y es que muchas veces mi rabia no tiene que ver con lo
que está sucediendo afuera sino en cómo y por qué aquello que sucede me afecta,
muchas veces también no quiero que las cosas que suceden sucedan de esa manera y
me enrabio. Cuando la he sentido he vivido esos momentos como una nueva
oportunidad para practicar, para conocerme, para descubrir que hay en ella, que parte
de mí esta puesta allí. Me contacto con esa energía, noto su cualidad y dejo que me
hable. Estoy abandonando la antigua costumbre de llorar o dañar cuando la siento.
Ahora de verdad siento que puedo observarla, mucho más amistosamente, “ven
rabia… no me molesta que estés aquí”.
He intentado describir mi experiencia con la práctica formal y en la vida
cotidiana y de qué manera esto ha influido en mi relación con los otros y en mi práctica
profesional. Quiero subrayar algunas ideas que me parecen relevantes: la simpleza de
las enseñanzas y el valor de la experiencia. Sin experiencia no hay aprendizaje y la
experiencia es personal. “Cuando lo vivo lo comprendo”. La práctica de meditación es
una invitación a relacionarme con mi experiencia y a validarla. ¿Cuántas veces busqué
consejos externos anulando por completo el valor de lo que yo sentía que quería
hacer? ¿Cuántas veces dejé de escucharme por tratar de hacer lo “correcto”? ¿Cuántas
veces analicé una y otra vez una situación en vez de conectarme con lo que sentía? A
través de la práctica ha sido mi experiencia la que me ha hablado. Quisiera destacar
que me he dado cuenta de dos cosas de las cuales no tenía plena conciencia: que no
era gentil conmigo misma y que vivía rechazando muchas de mis experiencias. “Ama al
prójimo como a ti mismo”, en esta cita yo daba por hecho que me amaba y que era
egoísta porque no era capaz de amar a los demás como a mí misma. Ahora me
pregunto: “¿Cómo no voy a dañar a los demás si vivo maltratándome? “Hacerse amigo
de uno mismo” y “Morar en paz” son dos frases que reflejan aceptación. Acogerme y
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acoger lo que suceda. Vivir abierta a la experiencia y sin juicios. Todo esto es algo que
día a día intento practicar. Y todo esto es muy simple, no hay grandes sustratos
teóricos. Esto me lleva a pensar cuán alejada estaba de la simpleza, de la simpleza de
tratarme bien, de sentir que yo era como una flor, la simpleza de sentir que a los
demás les pasa lo mismo que a mí, que compartimos los mismos temores frente a los
cuales construimos distintas corazas, la simpleza de la compasión, la simpleza de la
impermanencia, etc. ¿Para qué seguir martirizándome con la tormenta de mis
pensamientos si puedo conectarme con la simpleza del momento? No querer
relacionarme con el momento presente es lo que me trae más sufrimiento… y no hay
otro momento. Me he sentido capaz de permanecer con la experiencia con toda mi
vulnerabilidad, capaz de mirar mis miedos y caminar con ellos. Me he conectado con
todo esto a través de la práctica. Y la práctica no ha sido solo en el cojín, la más
significativa ha sido fuera del cojín, en el día a día, momento a momento. Es ahí donde
he podido ser más amable con los demás y estar más disponible. Estar de otra manera
en el mundo. Lo dije y lo repito, en mi vida hay un antes y un después. La última vez
que me preguntaron por qué practico meditación contesté: “Cambió mi vida y la sigue
cambiando”.
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ANEXOS
(1)Una persona que no veía hace muchos años me dijo “tú eres muy cuática”,
refiriéndose a que era extraña y distinta a los demás. Inmediatamente sentí un
aumento de temperatura en mi rostro y un deseo de responderle: “¿Yo? ¿Cuática? ¡No
tienes idea que ha sido de mí en todo este tiempo! ¿Cómo puedes afirmar algo que
desconoces?”. En fracción de segundos percibí mi molestia y mi intención de
reaccionar explosivamente. Me detuve sorprendida a observar esta sensación. Esto dio
tiempo para que la conversación derivara en otras cosas. Mientras tanto iba sintiendo
como, después de la sorpresa que sentí por la intención de defender mi ego, se diluía
de a poco la rabia. El resto de la conversación fue amable y entretenida. Percibí que no
había una actitud agresiva de parte del otro sino que yo me había sentido agredida.
(2)Me dirigía en un taxi a un lugar muy alejado, el conductor se desvió varias veces del
camino argumentando distintas cosas (que había mucha congestión vehicular, que no
conocía bien las calles, etc.). El resultado era que el recorrido estaba saliendo cada vez
más largo y más caro. En el trayecto fui sintiendo más y más rabia, en la garganta
llegué a sentir una bola de fuego, me permití quedarme un rato con la rabia y tocarla.
En algún momento sentí que ese hombre de verdad no sabía lo que hacía y que no
tenía malas intenciones, yo por mi parte no tenía problemas de dinero, no iba a ser un
problema para mí pagarle un poco más. Me comparé con él, sabía que yo tenía mejor
situación económica, él tenía hijos y su vida era más difícil ¿Por qué armar un alboroto
por algo que de verdad no era un problema para mí? Estaba en estas reflexiones
cuando ya me encontraba en mi destino, le pagué al taxista el recorrido que
efectivamente me salió más caro de lo esperado y me despedí amablemente de él
deseándole con todo el corazón un feliz día. Con esta experiencia ejemplifico mi
práctica de “tocar” en la vida cotidiana, que en este caso me permitió no reaccionar
explosivamente, pero además noto que en esta experiencia se fue manifestando mi
compasión por el otro.
(3) Estaba ahí escuchándola… la paciente comenzó a llorar angustiosamente. Le ofrecí
un pañuelo y seguí escuchándola… No hice nada más, solo la escuché durante casi
toda la sesión. Yo también perdí a mi madre, conozco ese dolor. Tenía ganas de decirle
mil cosas, pero me contuve, sentía que eran innecesarias, solo quería decirle algo para
calmar la situación, para calmarla a ella y a mi… me di cuenta que quería tratar de
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probarme que era una buena profesional diciendo algo inteligente. Después de tocar su
dolor le dije algo así como: “Está bien que llore, la entiendo, que más puede hacer…”
De vuelta ella me respondió “Gracias doctora por escucharme, en mi casa no me dejan
llorar”.
(4) Me sentía enrabiada con una persona que me recordaba una antigua relación de
pareja, estuve varios días conectada con esta rabia. En mi práctica un día me detuve a
tocar esta emoción y sentí una sensación de “tira y afloja”, como si algo me jalara
fuertemente y luego me soltara fuertemente. Esto era justamente lo que esta persona
hacía y lo que más me tenía enrabiada. Después de sentir esto con esa claridad sentí
que la rabia ya no estaba.
(5)Durante la práctica en el cojín apareció la idea del aburrimiento, del hastío de la
vida, de las rutinas. Toqué eso un rato y sentí en mi pecho un vacío y luego como este
se llenaba y se expandía. La sensación que de inmediato apareció tras esto fue de paz,
de que todo estaba bien así como estaba.
(6)Hace mucho tiempo que me mantenía distante e indiferente frente a la presencia de
una persona, no sabía muy bien por qué pero no llamaba mi atención lo suficiente
como para motivarme a hablarle o acercarme. Un día decidí hacerlo con la firme
intención de ser más receptiva. Para mi sorpresa descubrí que aunque no tuviésemos
cosas en común era una persona agradable y con la que pasé un muy buen rato. Hoy
nos acercamos a conversar cada vez que nos cruzamos.
(7)Estaba en la jornada de meditación y durante gran parte de la mañana
transcurrieron por mi mente una diversidad de pensamientos. En algún momento me
conecté, tras una sucesión de recuerdos relacionados con mi infancia, con la carencia
de afecto. Luego vi la cara de esa niña triste y sola y me conmoví. Nada nuevo, siempre
he tenido esa imagen de mí en la infancia. La meditación continuó, a ratos prestando
atención a la respiración, a ratos dándome cuenta del contenido de mi mente. Mi
mente siguió divagando hasta que se presentaron dos recuerdos en que había una
expresión de cariño muy grande hacia mí por parte de mis padres. Nunca había
recordado estos momentos con tanta energía involucrada. Me sentí colmada de amor.
Toqué un rato y sentí mi pecho inflado y cálido. Tras esto volví a la respiración. Tuve un
impulso casi inmediato a regresar a esa imagen de la niña sola y carente, no la
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encontré. Tuve este impulso varias veces durante la meditación, en algún momento la
hallé pero era débil y borrosa, había perdido solidez. Toqué un rato, me quedé ahí en
esa sensación de falta de solidez, como de estar tocando los restos de una muralla
derrumbada. Sentí pena. Estando en el cojín derramé un par de lágrimas. Tras las
lágrimas nuevamente apareció mi pecho henchido y cálido. Luego sentí sorpresa e
incredulidad. No podía creer que había construido de mí esa imagen con tanta carencia
de afecto si me sentía tan llena de amor. Continué meditando y en algún momento
apareció en mi mente la imagen de la mujer fuerte y autosuficiente que rechaza la
ayuda de los demás. Esta imagen se alternó con la débil imagen de la niña carente. La
mujer que no necesita de los demás y la niña que los necesita mucho. Sentí la dureza y
la fragilidad. Seguí meditando, seguí meditando… mi mente se aquietó por mucho
tiempo, de tanto en tanto aparecía uno que otro pensamiento sin mayor significado. En
algún momento un largo silencio ocupó mi mente y luego de golpe una sensación: el
pecho henchido de amor y una mujer más blanda y más receptiva.
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