Milla Jose - Historia de Un Pepe

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HISTORIA DE UN PEPE JOSÉ MILLA

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HISTORIA DE UN PEPE JOS MILLA

Historia de un pepe

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I Una desconocida a quien sigue un desconocido Personas a quienes conocimos ancianas ya y que duermen hoy el sueo eterno debajo de la tierra, nos contaban que los ltimos das de diciembre de 1792 fueron extraordinariamente fros, y el 28 del mes an ms destemplado que los otros. Como en aquellos tiempos no se hacan observaciones meteorolgicas, nuestros lectores tienen que conformarse con el dicho de los viejos, de quienes tuvimos nosotros la noticia, y creer, sobre su palabra, que el da de Inocentes de 1792 falt muy poco para que se cubrieran de escarcha los tejados de esta capital. Bien sabido es, adems, que en aquella poca la novsima ciudad de Guatemala no contaba por las noches con otro alumbrado que el que proporcionaban generosamente a la tierra las estrellas del cielo y el de la luz2

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mortecina que despedan, en una u otra calle, las candilejas encerradas en algunos nada limpios faroles, colgados delante de los nichos de los santos. La ciudad pareca, pues, un vasto panten, donde no se vea criatura viviente, ni se oa otro rumor que el que formaba el cierzo helado que haca retemblar los cristales de las ventanas. En el centro mismo de aquel cementerio de vivos haba otro de muertos, el de la parroquia del Sagrario, que ocupaba el sitio donde se levanta hoy el mercado central, i Extraas vicisitudes las de las cosas de este mundo I An no hace cincuenta aos la manzana que cae al oriente de la catedral era un lugar destinado a guardar los despojos de la muerte. Un da se notific a los difuntos la orden de desocupar el campo y las blancas osamentas tomaron, en silencio, el camino de San Juan de Dios. An nos parece que vemos desfilar por las calles la fnebre procesin. Hoy ocupa el antiguo palacio de la muerte3

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todo cuanto puede contribuir a mantener la vida. Qu bulliciol iqu algazara! qu animacin I Cuando solemos atravesar el mercado, abrindonos paso con dificultad al travs de los promontorios de vendimias y entre la apilada muchedumbre de los expendedores, nos asalta la idea de que sera un espectculo curioso el que se ofrecera a aquella multitud si se presentaran de repente los antiguos propietarios del local, reivindicando el sitio de que se les despoj sin oirlos. Perdonad, lectores, la digresin, y volvamos al ao 1792, en que no haba en la plazuela del Sagrario mercado sino cementerio. A las dos de la maana del da 28 de diciembre se deslizaba una figura blanca pegada a la pared exterior del panten. Avanzaba lentamente y como con temor, tanto que necesit emplear ms de un cuarto de hora para andar las cien vraras que hay desde la esquina noreste a la sureste de la4

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plaza. Es decir, que aquella figura humana vena de la calle de Santa Teresa hacia la parte central de la poblacin. No obstante la lentitud con que caminaba, poda advertirse que era joven, y el traje que vesta revelaba una mujer de lo que se llamaba entonces clase media. Cubrale la cabeza y la mitad del cuerpo un gran pao blanco (probablemente una colcha), y pareca llevar -en los brazos algn objeto que le interesaba mucho resguardar del fro, pues procuraba cubrirlo con el mayor esmero. Por desgracia no asom en aquel momento por la calle que segua la desconocida ni el mayor de plaza con su patrulla, ni un vecino cualquiera a quien alguna gravsima necesidad hiciese aventurarse a aquella hora y con el fro intenso que haca por las inmediaciones del cementerio. Si alguno la hubiera visto, la habra tomado por alma de la otra vida y tendramos hoy una leyenda potica que podramos aprovechar, en vez de tener que limitarnos a ser fieles narradores de5

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hechos prosaicos de la vida real. Al llegar a la esquina sudeste del cementerio, la mujer se detuvo y fue a arrodillarse delante de una imagen de la Virgen de Dolores que ocupaba un nicho en el ngulo que hacan las paredes de una casa que enfrentaba con el panten. La luz de la lmpara ilumin de lleno el rostro de la desconocida. Estaba plida como si hubiese sido un cadver escapado del vecino recinto. Lloraba y murmuraba palabras entrecortadas por los sollozos y que pareca se las arrancaba del fondo del alma. Aquella pobre joven deba estar abrumada bajo el peso de uno de esos dolores que se experimentan en la vida de tarde en tarde; pero que en pocas horas nos hacen avanzar aos en el camino que conduce a la eternidad. Se levant con mucho trabajo, apoyando la mano izquierda en el guardacantn de la esquina y sosteniendo con el brazo derecho el objeto de su solcito cuidado. Continu caminando lentamente, sin desviarse de las6

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paredes de las casas, como buscando algn apoyo. Avanz tres cuadras hacia el occidente y entrando en la parte habitada por las personas principales y ms ricas de la ciudad, vea las casas sin fijarse en ninguna, como si no las conociera. Se detuvo al fin delante de una de las ms grandes y de mejor aspecto, y asi del pesado aldabn de bronce que penda de una mscara grotescamente cincelada. La mano de aquella pobre mujer estaba ms fra que el metal. Dominada, sin duda, por una sola dea, la desconocida no haba advertido que iba siguindola, a unos cincuenta pasos de distancia, un hombre embozado en una gran capa que llevaba un sombrero de alas anchas que le cubra hasta los ojos. El embozado se detuvo mientras la mujer permaneci arrodillada frente a la imagen de la virgen; continu siguindola y cuando ella se par delante de la puerta de la casa, l apresur el paso y procurando recatarse, se situ en el hueco de la puerta de7

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una de las casas de enfrente. II Un regalo del da de los Inocentes La mujer sacudi el aldabn con toda la fuerza de que fue capaz y repiti otras dos veces los golpes, que resonaron en el interior de la casa. Los primeros que escucharon los aldabonazos fueron dos enormes perros que velaban en el corredor y cuyos aullidos penetrantes y prolongados, despertaron a la servidumbre y alborotaron a las muas del coche que dormitaban en la caballeriza. El gato favorito de la seora que dorma en la cocina, al amor del rescoldo, se enderez, eriz los pelos del espinazo y comenz a mayar en tono lastimero, completando el concierto desapacible que formaban los ladridos de los perros, las coces de las bestias sobre el empedrado y los gritos de dependientes y criados que se levantaron y acudieron al zagun, preguntando quin8

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llamaba y qu se le ofreca. El caso era grave. Los aldabonazos redoblaban y nadie responda a las voces de la servidumbre. Despus de una ligera discusin entre el amo de la casa, el seor don Fernando Fernndez (de Crdoba, segn l aseguraba), y la seora su esposa, doa Mara Josefa de Alvarado y Guzmn, se resolvi que el caballero se levantara y fuera a ver lo que ocurra. Dcese, que pas un cuarto de hora antes de que el seor Fernndez atinara con el modo en que deba ponerse los calzones; pero l siempre sostuvo que no haba sido por miedo, sino por la ira que le caus el que fueran a alborotarle la casa a semejantes horas. Busc alguna arma y no encontrando ms que el espadn de parada que usaba cuando vesta el uniforme de regidor del Ayuntamiento, tuvo que conformarse con tan insignificante medio de defensa. Luego que sali de su alcoba el que se deca descendiente del Gran Capitn, la9

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seora salt del lecho a medio vestir y echando mano a su devocionario, se arrodill junto al candil que arda en una ventanilla que comunicaba la pieza con la inmediata, y comenz a rezar las letanas. Sin saber bien por qu, doa Mara Josefa consideraba a su marido en un peligro ms grave que el que haba corrido su ilustre antepasado en la batalla de Ceriola. Don Fernando, que no las tena todas consigo, hizo dos mil conjeturas, cada una de ellas a cual ms probable, sobre lo que poda motivar aquel extraordinario, inusitado y pavoroso acontecimiento. Lo nico que no le pas siquiera por la imaginacin, fue lo que causaba en realidad el alboroto en que se puso la casa. Don Fernando tena dos dependientes espaoles, dos criados criollos y un negro esclavo que manejaba el coche. Todos se armaron como pudieron antes de afrontar el peligro; siendo el ms temible, en apariencia al menos, de los instrumentos blicos de que10

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echaron mano, una pistola de Eibar, medio descompuesta, que llevaba uno de los dependientes. Fernndez de Crdoba, al frente de aquel improvisado pero decidido ejrcito, dio la orden de abrir y se coloc denodadamente. . . detrs de la puerta. Quit la llave el ms viejo de los dos espaoles, un vizcano mal encarado, que deba ser descendiente del que pele con don Quijote. Sac la cabeza, vio, escuch; pero todo fue intil. No se divisaba alma viviente, ni se oa ms ruido que el del viento que silbaba en la desierta y silenciosa calle. Iban a retirarse todos, cuando uno de los criados observ que haba alguna cosa delante de la puerta. Recogi el objeto, vio que era un cestillo cubierto con un lienzo blanco, y habindolo levantado por orden de Fernndez, se ofreci a la vista de ste y de los que lo acompaaban, un nio profundamente dormido. El descendiente del Gran Capitn, que haba recobrado su serenidad cuando se11

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convenci de que no se presentaban enemigos con quienes combatir, experiment, al ver el contenido del cestillo, un sentimiento mezclado de impaciencia, de asombro y de espanto, como nos sucede de ordinario, cuando sobreviene un acontecimiento que a lo imprevisto agrega lo desagradable. -Cuntos tenemos? -pregunt con clera al vizcano, que dilat desmesuradamente las pupilas al oir la extraa pregunta del patrn. -Yo creer que ninguno -contest en mal castellano el bueno del vascongado-. Hacer siete aos que vos con doa Josefa casar y hasta ahora hijo no haber dado Dios. - Animal! -grit don Fernando, blandiendo el espadn sobre la cabeza del vizcano-; no es eso lo que pregunt sino cuntos del mes tenemos hoy. -Eso ser segn la hora -contest el dependiente sin alterarse-. Si noche de mircoles ser todava, a 27 estar, si madrugada del jueves, a 28.12

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-A 28, eso es; lo que pensaba -dijo don Fernando-. Da de Inocentes! La broma es un poco pesada y no ser yo el majadero que la aguante. Pon ese canasto donde estaba, aadi, dirigindose al criado que lo tena y cierra la puerta. III Primeros aos de la vida del pepe. Cambio completo en su situacin. Los dos dependientes y los tres criados de Fernndez se vean unos a otros, espantados y sin atreverse a ejecutar la orden cruel que acababa de darles su amo, de dejar a aquel pobre nio abandonado y a la intemperie. Despus de un momento de silencio, el vizcano, tom el cestillo de manos del criado y exclam: -Eso no; criatura desamparada no morir de fro donde hidalgo vizcano estar. Maana mujer nodriza buscar y de mi sueldo pagar, si fuere menester.13

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Dicho esto y sin atender a los votos y reniegos de don Fernando, se entr con el nio, que en aquel momento despert y rompi a llorar. Lo oy doa Josefa y tomando el candil, sali a ver lo que ocurra. Informada del extraordinario acontecimiento, quiso ver al expsito, le pareci muy lindo y exclam enternecida: -Tiene razn Vericoechea (as se llamaba el vizcano), sera una iniquidad dejar en la calle a esta pobre criatura con el tiempo que hace. Que vayan Blas y Carlos (el negro cochero y un criado), a Jocotenango en busca de una chichigua. Ofrzcanle lo que pida, que venga ahora mismo y maana se dispondr lo que convenga. El ilustre vastago de los Fernndez de Crdoba, a pesar de tener muy bien sentada y merecida reputacin de testarudo y atrabiliario, no acostumbraba replicar cuando "mi Pepa", como l llamaba a la seora, expeda una orden categrica. Envain el espadn, lanz una mirada furiosa a don14

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Martn de Vericoechea, a quien culpaba -y no sin razn- del engorro que se le vena encima, y dejando a la dama que hiciera su voluntad, como suceda siempre, se meti en su aposento, murmurando entre dientes: -Con razn dicen que a quien Dios no le dio hijos, el diablo le da cosijos. El vizcano, sin hacer el menor caso de los refunfuos de su patrn, llam al otro dependiente y a los criados, y colocndose en medio de ellos, sin decir una sola palabra, con un gesto expresivo, puso el ndice de su mano izquierda sobre sus labios y dio con el pulgar y el del corazn.de la derecha, ese ligero chasquido que sirve para expresar orden de marcha. Acostumbrados a la pantomima del cajero mayor, que sin duda por hbito de ahorrar economizaba hasta las palabras, dependiente y criados comprendieron que se les mandaba, bajo pena de expulsin, guardar profundo secreto sobre aquella extraa aventura. Entretanto, la desdichada que acababa de15

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abandonar a su hijo a la puerta de una casa que le era absolutamente desconocida, regres por las mismas calles que haba seguido a la ventura. Al pasar otra vez delante del cementerio del Sagrario, sinti como si el frt'o de la noche corriera por sus venas. La idea de que quiz al siguiente da el cadver del que haba llevado en su seno ira a dormir el sueo eterno en el sitio destinado a los prvulos en aquel panten, le helaba de terror. Aquella consideracin hizo lugar pronto en el espritu de la desventurada madre a otra reflexin no menos desgarradora. -Y qu importa la muerte? -murmur con voz entrecortada por los sollozos-. S acaso dnde lo he dejado? Esa separacin entre los dos, que comienza hoy para terminar ms all de este mundo, no es, por ventura, lo mismo que la muerte? No dijo ms. Quiso apresurar el paso; pero le faltaron las fuerzas y cay sin sentido. Entonces el embozado, que continuaba16

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siguindola, se acerc a ella, se inclin hasta pegar su rostro con el de la mujer y advirtiendo que an respiraba, se levant y dio un silbido agudo y prolongado, que repiti el eco lejano de las desiertas calles. No tardaron en aparecer, como si hubiesen brotado de las paredes del cementerio, cuatro hombres embozados en grandes chamarras, que se colocaron en fila delante del desconocido, sin decir palabra. Les habl ste en voz baja; entonces ellos tomaron en brazos a la mujer y siguiendo la calle del costado de Santa Teresa, llegaron delante de una casa de pobre apariencia situada a media cuadra del Potrero de Corona, y llamando dos veces a la puerta, pusieron en la grada aquel cuerpo casi inanimado y se alejaron. El secreto de lo sucedido en la casa de Fernndez en la noche del 28 de diciembre de 1792, fue religiosamente guardado por los testiaos del acontecimiento. Y sin embargo, hubo un rumor, aunque muy vago y que no se generaliz, de que aquel nio no era hijo de17

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don Fernando y de su esposa. Las imaginaciones fecundas dieron rienda suelta a las conjeturas, y el chico vino a ser para algunos de los vecinos el fruto clandestino de un desliz del amo de la casa. El despego que, segn se saba, le mostraba Fernndez, no era ms, decan, que artificio y disimulo, y todos convenan en que el muchacho era el vivo trasunto de su padre. Ms an. Cuando Jos Gabriel (ese fue el nombre que le dieron), iba avanzando en edad, se generaliz la opinin de que era idntico al retrato del Gran Capitn que corra en un tomo de la Historia de Mariana. Digan lo que quieran, para eso de encontrar semejanzas nadie nos gana. Preciso es confesar, sin embargo, que si aquel adolescente no descenda del hroe espaol, iba sacando unas facciones que sin formar un conjunto perfecto, constituan un rostro interesante, entre serio y grave, como suponemos debi de ser el del guerrero tan clebre por sus hazaas como por sus respuestas picantes e Ingeniosas.18

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Un da, cuando contaba ya Gabriel ocho aos de edad lleg a su casa lloroso y amostazado, y arrojndose en brazos de su cariosa madre, le refiri que al salir de la escuela se haba entablado una ria entre l y uno de sus compaeros; y que habiendo ste quedado vencido, le grit como por burla: pepe, pepe. -Por qu me habr llamado as? -pregunt el nio candorosamente. -Pues es muy claro -contest la seora-. Porque uno de tus nombres es Jos, y a los que se llaman as les dicen Pepes. Sin quedar enteramente satisfecho con la explicacin, el nio no concibi la menor sospecha sobre el significado de la palabra que le haban arrojado como un insulto, y continu considerndose, como era natural, hijo de los que pasaban en el mundo por padres suyos. Aquel da fue el ltimo en que el hijo adoptivo de don Femando Fernndez y de su esposa, concurri a la escuela pblica.19

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Informada del caso la seora, reuni un consejo de familia, compuesto de ella misma, de su marido y del vizcano Vericoechea. Don Fernando dijo con muestras visibles de mal humor, que a l le importaba muy poco que llamaran al mozo como les diera la gana. Habl en seguida el vizcano, que en mal castellano, pero con muy buen sentido, opin que Gabriel no volviera a la escuela, ofrecindose a ser en adelante su nico preceptor. Doa Mara Josefa acept la propuesta de mil amores y como el programa de estudios de aquel futuro grande hombre se compona de lectura, escritura, doctrina cristiana y las cuatro primeras reglas de la aritmtica, se consider que estas materias no eran superiores a los conocimientos cientficos del vizcano, que desde aquel da agreg a su oficio de primer cajero las funciones importantes de pedagogo de Gabriel. Creci ste y lleg a los catorce aos siendo el dolo de la que pasaba por ser su20

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madre, cuyo entraable amor le compensaba el desvo con que lo vea don Fernando; quien como suele decirse, no tragaba al pobre pepe. Aquel hombre duro y atrabiliario, como no tena hijos, rabiaba de que otros los tuvieran, y agrindosele cada da ms el carcter con la edad, haba acabado por odiar a los nios. Slo la costumbre inveterada, que tena de no contrariar en nada la voluntad de su mujer, haca que aguantara a aquel intruso en su casa. Doa Josefa se vea en el pepe y lo amaba ms tal vez que si hubiera sido su propio hijo. Por qu la misma causa produce con frecuencia efectos enteramente contrarios en el hombre y en la mujer? La buena de la seora haca cuanto le era dable para echar a perder el carcter de aquel pobre muchacho, procurando que concibiera la ms aventajada idea de s mismo. Creci Gabrielito oyendo a su mam, a tos criados y a los amigos de la casa que era el nio ms lindo, ms gracioso y ms vivo de la ciudad.21

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Pero sobre todo, en lo que puso ms empeo la imprudente seora fue en urdirle la ms elevada idea de la importancia de su familia y de la nobleza, casi augusta, de su origen. Y lo ms curioso del caso es que acab por decir eso con la mayor buena fe. El amor cegaba de tal modo a la pobre seora, que crea real y verdaderamente que aquel nio, en quien vea un conjunto de perfecciones, no poda ser hijo de un cualquiera. Por fortuna estas preocupaciones entraron en el alma impresionable del pepe, acompaadas de algunos sentimientos enrgicos y varoniles que el vizcano, a pesar de sus pocos alcances, supo inspirar a su pupilo. Desgraciadamente, este hombre honrado no pudo completar su obra, pues cuando Gabriel cumpla los quince aos, un violento tabardillo puso trmino a la vida til y laboriosa de aquel buen espaol. La semilla quedaba, sin embargo, y deba fructificar, andando el tiempo. Las lgrimas que derram Gabriel sobre la22

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tumba de su sencillo y bondadoso preceptor, fueron las primeras que le arranc un dolor moral; pero iay! deban ser seguidas muy de cerca por otras an ms abundantes, y amargas. A los pocos meses tuvo lugar un acontecimiento que iba a influir de una manera decisiva en la vida del expsito. Una enfermedad repentina arrebat a doa Josefa, sin darle tiempo de asegurar, como tena propsito de hacerlo, la suerte de su hijo adoptivo. Se haba propuesto disponer en su favor de la mitad de los gananciales que le corresponda en el caudal de su marido, pero sintindose en buena salud y no de edad avanzada, fue aplazando de da en da el poner en obra aquella determinacin. Encontrse, pues, el expsito cuando iba a cumplir diez y siete aos, solo y frente a frente con el hombre cuyo apellido llevaba, a quien crea su padre y cuyos sentimientos nada afectuosos hacia l, no le eran desconocidos. Pasados los das de riguroso duelo, don23

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Fernando tom la resolucin de arreglar sus negocios y trasladarse a Espaa. Estaba rico, no deba nada a nadie, y a l le deban muy poco; no tena ya afeccin alguna que lo ligara al pas; era, pues, natural que prefiriera volver a su tierra nativa donde le quedaban an algunos deudos. Comenz a tomar disposiciones para llevar a cabo su propsito. Por fortuna se lo facilit la propuesta que le hizo la casa de Agero y Urdaneche, una de las ms importantes de la capital, de comprarle las existencias que tena la casa de habitacin y hasta los muebles. Una sola conferencia entre Fernndez y don Andrs de Urdaneche fue suficiente para que aquellos dos hombres prcticos y versados en los negocios arreglaran el contrato. El da que se firm la escritura, luego que se retiraron el escribano y los testigos, don Fernando dijo a don Andrs que tena que hablarle de un asunto grave, aunque nada tena que hacer con los intereses.24

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Don Andrs frunci las cejas y contest algo bruscamente a Fernndez que en el escritorio de la casa comercial de Agero y Urdaneche no deba pronunciarse una sola palabra que no fuese de negocios. Cit, pues, a Fernndez para aquella misma noche, a las siete, en su casa de habitacin, y sin decir ms, abri el libro Mayor y se puso a escribir como si nadie estuviera delante. Fernndez, que tena sin duda que solicitar un servicio de aquel hombre extrao, cuyo carcter le era, por lo dems, bien conocido, no insisti y acudi a la cita a la hora sealada. Encerrndose en el gabinete de don Andrs, conferenciaron cerca de una hora y al despedirse, don Fernando puso en manos de Urdaneche un pliego cerrado y sellado con sus armas. Gabriel vea con asombro en su casa preparativos de viaje; oa decir a los criados que el amo se marchaba y no acertaba a adivinar lo que dispondra hacer de l. Don Fernando no haba dirigido la palabra al25

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pobre nio ms que unas tres o cuatro veces desde la muerte de doa Mara Josefa, y eso en trminos bastante claros. Llambalo holgazn, intil y vanidoso, y moviendo la cabeza con misterio, le pronosticaba que haba de acabar muy mal. Gabriel no haba conocido ms padre que el suyo y crea que todos eran como don Fernando, y las madres todas como doa Josefa. Aunque sensible, pues, a tanto despego, no le extraaba, mediante aquella candorosa conviccin. Lleg el da en que Fernndez iba a salir de la ciudad con direccin a Trujillo, donde se embarcara en un galen que deba hacerse a la vela, para Cdiz. Los arrieros cargaban las muas; los criados y criadas presenciaban con indiferencia la partida de su amo, que no haba sabido hacerse amar de ellos, y el infeliz Gabriel, apoyado en uno de los pilares del corredor, con un nudo en la garganta y los ojos medio inundados de lgrimas, segua con inquietud aquellos preparativos. Vea a su padre prximo a partir sin l, y no saba cul26

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sera su suerte. Dadas las ltimas disposiciones y luego que don Fernando hubo repetido a la servidumbre la orden de cerrar la casa y entregar las llaves a los nuevos propietarios, sac una bolsa que pareca contener algn dinero y dndole al criado ms anciano, le dijo sealndole a Gabriel: -Luego que yo me vaya, lleva ese nio donde pueda aprender algn oficio con que gane su vida como * la ganamos todos. Ese dinero bastar para los primeros gastos. Pero ten entendido, aadi, dirigindose al joven, que nada, absolutamente nada ms, tienes ya que esperar de m. Dicho esto, mont en la mua y sali, seguido de dos mozos, tambin montados, que lo acompaaran hasta Trujillo. Viendo alejarse al que crea su padre, Gabriel experiment un sentimiento extrao, en que una cierta satisfaccin se mezclaba con el ms vivo dolor. La partida de aquel hombre duro y cruel al y aba su alma de un27

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gran peso, por una parte, y por otra le desgarraba el corazn aquella indiferencia y la idea del abandono en que quedaba. El anciano cont el dinero que contena la bolsa. -Son -dijo-, cincuenta duros. Con esto habr para algn tiempo. Dgame usted qu oficio quiere aprender? -Ninguno -contest Gabriel-. Me morir de hambre antes de hacer uso de ese dinero. -Vea usted -replic el criado-, que eso de dejarse morir de hambre, es ms fcil decirlo que hacerlo. Si usted no recibe lo que le dej el amo, no s qu har. Sin aguardar contestacin comenz el sirviente a cerrar las puertas. Gabriel dirigi una mirada de despedida al cuarto donde haba muerto su madre, y enjug una lgrima que se desprenda de su prpado. Oyendo que el criado, despus de haber cerrado, una tras otra todas las puertas, sonaba el manojo de llaves, como para indicarle que era tiempo de salir, dijo con entereza:28

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-Vamos, y se encamin a la puerta. IV Un protector misterioso Sali Gabriel de aquella casa donde haba vivido desde la noche en que vino al mundo, y a la que no volvera jams, y se par en la esquina, sin saber a dnde ir ni qu partido tomar. Estando en aquella perplejidad, se le acerc un hombre que llegaba con paso apresurado, y preguntndole si era el nio Gabriel Fernndez, a su respuesta afirmativa le entreg una esquela cerrada en forma de tringulo, como se acostumbraba hacerlo entonces con las que se dirigan de un punto a otro de la ciudad. Abrila Gabriel y ley lo siguiente: "Venga usted a verme sin prdida de momento. Tengo qu comunicarle algo que le interesa. -Andrs de Urdaneche". Gabriel haba visto frecuentemente a aquel sujeto, que visitaba a su padre y saba29

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tambin dnde estaba situado el establecimiento comercial de Agero y Urdaneche. Se dirigi all inmediatamente. Pocos momentos despus el joven atravesaba el patio de una casa grande y enclaustrada, donde se vea en el corredor del fondo entreabierta una puerta maciza, forrada de lminas de hierro con clavos de bronce. Era el almacn, pieza espaciosa y oscura, cuyas paredes desaparecan detrs de una gran estantera de cedro, ocupada con multitud de objetos de diferentes clases, la mayor parte intiles. Aquellos rezagos, que no haban podido realizarse en la tienda de comercio, se amontonaban all, por no saber qu hacer con ellos. Un tramo o dos estaban ocupados con los libros y papeles de la casa. Junto a la nica ventana que tena la pieza se vea una mesa de nogal, con pies labrados y cubierta con una carpeta verde. Un tintero grande y no muy limpio, compuesto de tres piezas de plata, colocadas en un plato ovalado, del mismo metal; cajas de obleas, plumas de ave,30

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cartas abiertas, el Diario, libro voluminoso cubierto de cifras y apuntamientos en letra espaola, l calendario de Beteta y las ordenanzas de Bilbao estaban esparcidos sobre la mesa. En las dos cabeceras haba dos sillas de brazo, tapizadas de vaqueta de color oscuro, con flores medio borradas y a poca distancia una arca grande con un fuerte cerrojo y otras dos llaves. Casi todos esos muebles haban sido trados de la Antigua cuando se verific la traslacin. Gabriel no estaba en situacin de fijarse en aquellos objetos. Profundamente impresionado cuando vio que su padre se iba dejndolo en la calle, luego que recibi el billete de Urdaneche, por una evolucin de su espritu, de sas que son naturales en jvenes de su edad, concibi la idea de que don Fernando lo haba recomendado a aquellos seores, y que la dureza de su despedida era ms aparente que real y efecto de su carcter adusto y concentrado. Cmo habra podido imaginar que hubiera quin se interesara por31

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l si no era aqul a quien reconoca por padre? Don Andrs de Urdaneche era originario de Navarra. Haba venido a Guatemala pocos aos.antes de la ruina de 1773 y se asoci con don Francisco de Agero, sevillano rico que, conociendo la probidad y talento comercial de don Andrs, no vacil en entregarle su caudal que, segn decan, haba ste doblado en poco tiempo. La casa tena negocios en Espaa, el Per y Mxico; y aunque no faltaban algunos que no parecan tener la opinin ms favorable del que la manejaba casi en absoluto, lo cierto es que, la confianza que inspiraba a la generalidad era grande. Todo aquel que deseaba colocar sus fondos con seguridad, acuda a aquella casa, cuya solidez se haba hecho proverbial. Sus relaciones en todo el reino eran muy extensas y casi toda la cosecha de ail y cacao pasaba por sus manos. Deban ser, pues, efecto de envidia o de maledicencia los rumores que circulaban32

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muy por lo bajo respecto a aquel establecimiento comercial, uno de los ms importantes del pas. Don Andrs era alto de cuerpo, enjuto de carnes, de fisonoma grave, que indicaba un carcter fro y reservado. Aunque no contaba setenta aos, pareca mucho ms anciano. Tal vez ocultos pesares haban minado la existencia de aquel hombre tan insensible y duro al parecer. Quizs tena, como cualquiera otro, una historia que conoceremos algn da, debiendo contentarnos por ahora con estas indicaciones generales. Sus ojos, de un azul oscuro, lanzaban de vez en cuando miradas penetrantes, que obligaban a los que hablaban con l a bajar los suyos o a dirigirlos a otro lado. Su rostro, cubierto de una palidez enfermiza, presentaba un conjunto ms bien desagradable que no simptico, y su sonrisa era tan violenta y tan forzada, que haca an ms desapacible la expresin habitual de su fisonoma. Haba33

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personas que, buscando siempre parecimientos, decan que la cara de don Andrs era la de Felipe II, afeitado. Vesta calzn de pao negro, medias de algodn, zapato con hebilla de acero, chaleco y chaqueta muy largos, de lienzo blanco, y en la cabeza atado un pauelo, cuyas puntas le caan hacia atrs, costumbre muy general en aquel tiempo. Cuando entr Gabriel, don Andrs dej la pluma con que escriba, se puso en pie y durante unos pocos segundos estuvo examinando al joven, en quien probablemente no se haba fijado en casa de Fernndez. -Puede ser -murmur entre dientes Urdaneche-, despus de haber hecho aquel rpido examen de la fisonoma de Gabriel; y sin ofrecerle asiento, permaneciendo l mismo en pie, le dijo: -A qu carrera quiere usted dedicarse? Al comercio, a la abogaca, a la medicina, a la iglesia o a las armas?34

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Gabriel, que hasta entonces no haba pensado en elegir profesin, no saba cmo responder a aquella pregunta inesperada. Despus de un momento de silencio, contest: -Creo, seor don Andrs, que antes de decidirme por alguna carrera, debo saber si cuento con los medios de seguirla. -Usted puede contar con cuanto necesite. Estas palabras, pronunciadas en tono seco y breve, afirmaron al candoroso adolescente en la idea de que su padre lo haba recomendado a aquellos seores, quienes por encargo suyo deban cuidar de su educacin. Este pensamiento lo enterneci, y exclam, con los ojos llenos de lgrimas: -iAh Mi buen padre ha cuidado, antes de partir, de asegurar mi suerte, sin duda mientras vuelve, o me lleva a su lado. -Este no es lugar de hablar de esa manera -replic Urdaneche-. La casa ha recibido orden de una persona con quien tiene negocios, de proporcionar a usted cuanto35

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haya menester. Es asunto de cuenta corriente y nada ms. No perdamos tiempo, aadi consultando el reloj, a qu profesin desea usted dedicarse? Pues ya que debo decidirme ahora mismo -respondi Gabriel, medio ofendido por la aspereza del viejo negociante-, a la de las armas. Pero yo no s si debo admitir auxilios de una persona desconocida, ignorando lo que motiva esa proteccin. -Si usted rehusa -dijo don Andrs-, no hablemos ms. -No rehuso; pero quisiera saber... -Usted no tiene nada qu saber. Acepta lo que tengo orden de ofrecerle, o no? Gabriel, ms y ms convencido de que deba ser su propio padre el que provea a su educacin, y que slo por capricho, o por rareza de carcter proceda de aquella manera, contest, despus de reflexionar un momento: -Acepto. -Hoy mismo -dijo Urdaneche-, se36

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solicitar para usted un despacho de cadete del Fijo. Tom una pluma, traz unas diez o doce lneas en una foja de papel, la cerr en forma de carta y entregndola al joven, aadi: -Aqu tiene usted esta esquela para un caballero en cuya casa vivir, si le acomoda. Puede usted disponer de todo el dinero que guste; poco o mucho, no importa. Tiene usted letra abierta en la casa. Dicho esto, hizo una ligera inclinacin de cabeza, como para indicar a Gabriel que la entrevista deba terminar y comenz a abrir una voluminosa corresponencia que tena sobre la mesa. -Agradezco a usted en mi alma -dijo el joven-, el inters que se sirve tomar por m; y en cuanto a ese protector oculto que usted no quiere darme a conocer. - iPIazaola! -dijo Urdaneche, esforzando la voz y como llamando. Presentse inmediatamente un individuo que llevaba una pluma detrs de la oreja y37

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que sali de una pieza contigua, cuya puerta haba permanecido cerrada. -Vea usted -continu diciendo don Andrs-, en las cartas de los 'corresponsales de Cdiz, para cundo estaba anunciada la salida del "Neptuno". Creo que es tiempo ya de que ese bergantn hubiera llegado a Trujillo. Gabriel se retir mordindose los labios, y cuando sali de la casa, vio el sobrescrito de la carta. Estaba dirigido a un don Ramn Martnez de Pedrera, y como el joven no conoca a aquel sujeto, se acerc a un caballero que pasaba, y le suplic le indicara, si lo saba,dnde habitaba la persona a quien iba dirigida aquella esquela. -Lo conozco -dijo el sujeto-. Don Ramn Martnez de Pedrera, escribano real, vive en la cuadra del cuartel de Artillera, segunda casa, a la derecha, pegada a una tienda de maritates. Gabriel agradeci la indicacin y fue inmediatamente en busca de la casa del38

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escribano. Le abri un viejo negro que vesta un traje de amarillo y verde, con pretensiones de librea; pero tan descolorido y remendado, que no habra sido temerario suponer que haba servido al criado de la familia durante tres o cuatro generaciones. Preguntado por don Ramn, contest que en aquel momento estaba el barbero acabando de afeitarlo, y aadi que el nio poda, si gustaba, aguardar al amo en el escritorio. Entr Gabriel en un cuarto bastante espacioso, situado a la izquierda del zagun y en el que no vea cosa alguna que indicara el destino que, segn el viejo negro, tena aquella pieza. En una de las cabeceras estaba un armario enorme, de aquellos de tres rostros que se usaban antes y que suelen verse todava, pintado de celeste claro y con molduras que se conocan haber sido doradas. En una mesa redonda y grande cubierta con una carpeta39

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verde y que ocupaba el medio de la pieza, no haba objeto alguno, y en derredor estaban colocadas hasta doce sillas, tapizadas de vaqueta azul. No haba en aquella sala un solo libro, ni recado de escribir, ni papeles, ni nada que pudiera justificar el ttulo de escritorio que le daba el criado. Comenzaba Gabriel a sospechar si aquel cuarto sera ms bien el comedor de la casa, y partiendo de esta idea, infiri del tamao de la mesa y nmero de las sillas que deba ser grande la familia del escribano real. La aparicin de este personaje vino a interrumpir las conjeturas del joven. Entr don Ramn, peinado con polvos, acicalado, envuelto en una capa de pao de grana con galn de oro en el cuello y con el sombrero de castor en la cabeza, como si se dispusiese a salir. Correspondi al saludo de Gabriel en los trminos usuales, pero acompaando sus palabras con una risa muy extraa. Tom el billete que le present el joven y se retir al extremo de la pieza para leerlo. A cada frase40

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que lea echaba una mirada de soslayo al muchacho, y cuando concluy, guard la esquela en el boslillo del chaleco y murmur entre dientes, de modo que Gabriel no pudo percibir lo que deca. -Hijo de Fernndez, va a ser cadete del Fijo, diez y siete aos, cuarenta pesos mensuales por habitacin, alimentos y lavado de ropa, gastos extraordinarios aparte; diablo! no es malo para los tiempos que corren. La casa paga todo. . . aqu hay gato encerrado; y volvi a rerse como cuando salud a Gabriel. -Queda usted admitido -aadi en voz alta, dirigindose al joven, y llamando al viejo negro, le dijo: -El nio, en el cuarto del ahorcado; arrglalo y ve que le den de almorzar. Dicho esto, se ri por tercera vez y se march a la calle. Mientras el negro iba a preparar el almuerzo, se qued Gabriel rumiando aquello de "cuarto del ahorcado", que acababa de oir41

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a su husped. Not, adems, que aquel escritorio, o lo que fuese, donde por el momento se encontraba, tena dos ventanas que daban a la calle, cerradas y cubiertas las junturas de las tablas con tiras de pao negro. Qu haba, pues, en aquella habitacin que as se procuraba sustraer a las miradas de los curiosos? Nada, absolutamente nada, ms que un armario muy grande, una mesa y dos sillas. Lleg el negro a avisar que estaba servido el almuerzo y pas Gabriel al comedor, donde no vio ms que una mesa pequea y dos sillas. -Cmo se llama usted, buen hombre? -pregunt el joven al anciano sirviente. -Benito -contest el negro. -Dgame usted -continu Gabriel-, don Ramn es casado? Tiene familia? -No. -Viviremos aqu solos los dos? -Quizs. Gabriel comprendi que aquel hombre no42

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quera seguir la conversacin y se abstuvo de dirigirle la palabra durante un rato. Pero, muchacho y curioso, quiso hacer una nueva tentativa y dijo al negro: -Podr usted darme razn por qu se llama la pieza donde voy a habitar el "cuarto del ahorcado"? Al oir esta pregunta, el negro abri desmesuradamente los ojos, y ponindose un dedo en los labios, contest, bajando la voz: -No hable usted de eso. Si quiere vivir tranquilo en esta casa, vea, oiga y calle. Todo esto excit ms y ms la curiosidad del futuro cadete, que comenz a sospechar que en aquella casa deba de haber algo extraordinario, que ! no acertaba a explicarse. Concluido el almuerzo, Benito le arregl el cuarto que estaba en el corredor del fondo, frente a la puerta de calle. Lo nico que llam la atencin de Gabriel en aquella pieza fue una pintura antigua que penda de la pared, copia fiel del clebre cuadro de los43

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"Jugadores" de Miguel ngel de Caravachio. De las tres figuras que contiene, la que ocupa el medio y que representa a un hombre de ms edad que los otros dos jugadores, ofreca la particularidad de tener un agujero en el ojo izquierdo, lo que poda ser: porque hubiesen roto el lienzo de propsito, o efecto natural del abandono en que estaba el cuadro. No dio Gabriel atencin alguna a aquella circunstancia, y luego que estuvo solo, se puso a reflexionar sobre el giro extrao que iba tomando su vida, y a formar conjeturas vagas respecto a lo futuro. Ignorando su verdadera condicin y firme en la idea de que su padre lo haba dejado bajo la vigilancia de Urdaneche, a quien consideraba ya como una especie de tutor, dej de afligirse por encontrarse solo y con la ligereza propia de sus pocos aos, acab por sentirse satisfecho de la resolucin tomada por don Fernando. V Misterios de la casa del escribano. Un44

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capitn retirado Considerndose ya como un husped de don Ramn, Gabriel quiso conocer la posada y sali de su cuarto. Encontrse luego con el negro y habindole preguntado si hara mal en recorrer un poco la casa, le contest Benito moviendo la mano en derredor, como trazando un crculo, y seal en seguida a una puerta grande que se vea en el extremo del corredor del fondo, a la izquierda. Comprendi Gabriel que deba limitar sus paseos al patio exterior de la casa y a la parte interior de la izquierda. Y as deba ser,' pues en el extremo de la derecha del corredor no haba puerta, sino una que pareca ventana, como de vara y media de alto y dos tercias de ancho y que en aquel momento estaba cerrada. Aquella ventana excit la curiosidad de Gabriel y no sin razn, pues no es costumbre que las haya en ese lugar, donde regularmente est la puerta del pasadizo que45

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conduce al segundo patio y a las oficinas interiores de la casa. El joven comenz a pasearse por el corredor, mientras el negro, sentado en una butaca vieja, bajo el arco del zagun, pareca luchar con el sueo y cabeceaba a cada momento. A poco llamaron a la puerta. Benito acudi a abrir, pues a la cuenta con ese objeto se haba colocado en aquel sitio. Habl con el que llamaba, que sin duda buscaba al amo e informado de que no estaba en casa, se march. El negro volvi a dormitar en su butaca. No pasaron cinco minutos sin que llamaran de nuevo y se repitiera la escena. Volvi a resonar tres veces el aldabn casi de seguida y torn el negro a la operacin de abrir y cerrar y a la de dormitar en su silln. Visto esto, se puso Gabriel a calcular si no podra, sin que lo advirtiera el negro, que sola detenerse hablando con los que llamaban, ver lo que fuese aquello que pareca ventana, y si en efecto lo era, echar46

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por ella una ojeada hacia el interior de la casa. Como lo pens lo hizo. Reson un sexto o sptimo aldabonazo y luego que se hubo levantado Benito, se precipit Gabriel a la ventana y prob a. abrirla. Al principio encontr resistencia, como si tiraran por dentro de la puerta; pero, haciendo un ligero esfuerzo abri. Cul sera su sorpresa al advertir que lo que opona resistencia era una cadena de hierro, clavada por un extremo a la hoja de la ventana por la parte interior y que pasaba por encima de un torno como los que haba en las porteras de los conventos de monjas! Al tirar Gabriel de la puerta, reson una campanilla, y a poco oy pasos que se acercaban por la parte de adentro y una voz de mujer que le dijo: -Qu hay, Benito? Ese hombre ha imaginado algn nuevo martirio para atormentarme? No le basta la prisin en que me tiene y lo que me hace sufrir hace ya doce aos? Asustado Gabriel al advertir el resultado47

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de su imprudente curiosidad, y temiendo viera el negro que haba abierto la puerta que ocultaba el torno, cerr precipitadamente y continu pasendose, como si nada hubiese hecho. Haba en aquella voz de mujer algo de profundamente triste y simptico que impresion vivamente al joven. Estaba seguro de no haberla odo antes y sin embargo, pareca como si no le fuese enteramente desconocida. Lo engaara alguna semejanza casual? Probablemente. Pas el resto de la maana preocupado con aquella idea. A la una volvi don Ramn, pidi la comida y se sentaron a la mesa l y Gabriel nicamente. El escribano pareca hombre comunicativo y de buen humor. Habl de diferentes cosas e hizo hablar a su joven husped, preguntndole detalles sobre su infancia y vida en casa de sus padres y procurando inquirir con maa dnde haba conocido a don Andrs de Urdaneche. Gabriel contest con sencillez y franqueza a48

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las preguntas de don Ramn, aunque contrariado por aquella risa indefinible que era como una monomana de aquel hombre extrao. Por la noche, como a las nueve, encerrado ya Gabriel en su habitacin, oy llamar a la puerta repetidas veces y pasos de personas que entraban y que parecan dirigirse a la pieza que llamaba el negro al escritorio. Cont hasta diez llamadas; pero vencido por el sueo, no supo ya cuntas fueron en realidad las visitas que recibi su husped. Al siguiente da le remiti Urdaneche, bajo cubierta, su despacho de cadete agregado a la segunda compaa del Fijo. La alegra que experiment fue tan grande, como si le hubieran conferido el grado de capitn general. Soaba despierto con el cuartel, el servicio, las expediciones militares y las batallas; figurndose que un da u otro repetiran los ingleses la invasin de las costas del norte, y como haba sucedido pocos aos antes (segn oa contar a su49

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padre), tendra que salir el batalln a campaa. Hicironle el uniforme y cuando estuvo listo el equipo militar, que complet un sombrero apuntado y un espadn, poco falt para que el mozo se considerara un hroe. La verdad es que Gabriel no pareca mal con su casaca de pao blanco con cuello y vueltas azules, calzn muy ajustado del mismo color y telas, y botas de cuero negro con campana amarilla. Estaba ms crecido de lo que corresponda a su edad, era bien formado y sin ser lo que se llamaba un buen mozo, tena una figura de esas que interesan y agradan a primera vista. El nuevo cadete fue muy exacto en el cumplimiento de sus obligaciones. Pasaba la mayor parte del da en el cuartel, estudiaba por la noche la ordenanza militar y un libro de tctica de infantera que compr en una tienda del portal, donde lo puso en venta un capitn retirado. Gabriel olvid la aventura de la mujer encerrada en el segundo50

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patio de la casa, las visitas nocturnas que reciba don Ramn y hasta lleg a familiarizarse con la risa de ste. Tal es el imperio del hbito, por una parte; y tal, por otra, la condicin de nuestro espritu, que no puede sentirse vivamente impresionado por una idea, sin que se debilite la accin que sobre l ejercen las dems. Gabriel hizo amistad estrecha con un subteniente de su misma compaa, dos aos mayor que l y que se llamaba don Luis de Hervas. Este joven y el cadete Fernndez haban venido a ser casi inseparables, pasando juntos todas las horas que el servicio les dejaba libres. -Debas t -dijo un da don Luis a Gabriel-, hablar al capitn Rompe y raja para que te ensee a jugar la espada. -No conozco -respondi Gabriel-, a ningn capitn de ese nombre. -Cmo -replic el subteniente-, que no conoces a la flor, nata y espuma de ios oficiales retirados; el maestro de armas de51

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quien recibe lecciones toda la juventud del batalln y que, segn l mismo dice, poda darlas a Pacheco y a Carranza? No has odo hablar del capitn don Feliciano de Matamoros, retirado con goce de medio sueldo? -Con ese nombre s -dijo Gabriel-. Est escrito en una obra de tctica que fue suya y compr poco ha. -Y que estuvo varias veces empeada en la fonda de la esquina del cuartel, contest Hervas. Matamoros, ms conocido con el apodo de capitn Rompe y raja, a la mitad del mes se lleva bebido todo el medio sueldo, y para concluir los quince das tiene que empear por ac y por acull las pocas prendas que le quedan. -Y lo que pagan los oficiales por las lecciones -pregunt Fernndez-, qu se hace? - iLo que le pagamos! -dijo Hervas-, si no quiere recibir nada. Dice que l no vende el arte ms sublime de todos los artes y nunca admite un cuarto. Es verdad que cuando se le52

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agotan los recursos, no tiene escrpulo en apelar al bolsillo de los discpulos, y como esto sucede a menudo, venimos a pagarle por va de prstamo, algo ms que si la pensin fuese regular y mensual. El pobre Matamoros dice que a su edad no hay ms gustos que comer, fumar y echar algunos tragos, y eso es lo que l hace de la maana a la noche. Mientras tanto, su hija mayor, Rosala, muchacha muy guapa, trabaja para mantener la familia, pues adems de ella, tiene el capitn dos nias y un nio pequeo que le dej su difunta esposa. Yo conozco a la Rosalinda (que as le llamamos todos) porque concurre con frecuencia a las lecciones que nos da su padre. -Qu! -dijo Gabriel-, tambin ella aprende a jugar la espada? -No -replic Hervas-, pero distribuye las caretas, las manoplas y las armas; recoge estos tiles cuando ya han servido, remienda algn guante que se rasga y adereza alguna mscara cuando un53

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puntazo ha abollado el alambre. La verdad es que la muchacha es un ngel y que interesa ver cmo quiere al capitn y sufre sus impertinencias. Conque, quieres o no, ser uno de los discpulos del primer maestro de armas de las islas y tierra firme del mar ocano, como l se titula cuando est de mona? -Ir -dijo Gabriel-; ese aprendizaje es til y aun necesario a un oficial. Maana, despus del ejercicio, iremos a ver al capitn para que me cuente en el nmero de los que aprenden el sublime arte. En efecto, al siguiente da, Gabriel y su amigo en petiuniforme, llegaron a casa del capitn don Feliciano de Matamoros, que perfectamente afeitado y acicalado, estaba dando fin a un almuerzo opparo, no tanto por la calidad, cuanto por la cantidad de los manjares. Daba la casualidad que aquel da haban pagado generosamente a Rosala la costura de una basquina de terciopelo negro con guarnicin de cuentas de azabache, obra54

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de aguja laboriosa, y con-esto haba manteles largos en casa del bueno del capitn. Correspondi ste al saludo de los jvenes oficiales llevndose militarmente el revs de la mano derecha a la visera de la gorra y les seal dos sillas medio desvencijadas, con asientos y respaldos de rejilla. -Son ustedes servidos, caballeros? -dijo don Feliciano, mascando a dos carrillos-; lanza en ristre y a degello; para todos hay. -Buen provecho, mi capitn -contest el subteniente-; no creamos que estuviera usted todava a la mesa, pues es bastante tarde. Vengo con el objeto de presentar a usted un nuevo discpulo, mi amigo y compaero don Gabriel Fernndez de Crdoba, cadete de la segunda compaa del Fijo. -Servidor de usted, mi capitn -dijo Gabriel- ponindose en pie y saludando a estilo militar. -Para servir a Dios, al rey y a usted cadete -contest Matamoros, devolviendo el saludo-. Conque usted, continu, desea aprender el55

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sublime arte, que es el primero entre todos los artes, como que sin l no tenemos seguros ni la honra ni la vida? Diciendo as, el capitn se puso en la boca una pierna de gallina. -Hace usted muy bien -aadi-. Joven, crame usted, un militar que no conoce por principio el uso de la espada, es como un boticario que no sabe manejar la esptula. Si usted me hubiera visto el 25 de marzo de 1782, cuando atacamos los fuertes de Roatn del que se haba apoderado el ingls, habra comprendido de cunta utilidad es el conocimiento del manejo del sable. Me acuerdo como si fuera hoy, exclam don Feliciano entusiasmndose ms y ms, no sabemos si con la memoria de sus hazaas o con medio vaso de aguardiente de caa que se ech a pechos. Me acuerdo como si fuera hoy. Hervas, padre de este joven subteniente, y yo, fuimos los primeros que, seguidos de unos pocos soldados, saltamos a tierra de la fragata "Matilde". El teniente general,56

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presidente don Matas de Glvez y su segundo, el coronel don Jos de Estachera, nos animaban desde el puente. Sali una compaa de ingleses y peleamos una hora cuerpo a cuerpo, hasta que los redujimos a los fuertes. Yo tuve que habrmelas con dos herejes descomunales, armados de espadones como de tres varas, que amenazaban con partirme en dos a cada mandoble que me asestaban. Pero all fue el hacer uso de las reglas de Pacheco, de Carranza, de Prez de Mendoza y otros maestros del arte. Me empin sobre las puntas de los pies (y fue ejecutando don Feliciano todo lo que iba diciendo), con el cuerpo hecho un arco hacia adelante; par un tiro de un ingls, y atrapndole la espada con la mano izquierda, me arroj sobre l, lo agarr por el cogote (y lo hizo as con el subteniente), le di la zancadilla y cay haciendo retemblar la tierra. As, ni ms ni menos que como usted acaba de caer ahora, Hervas. Corr a hacer el mismo paso con el otro ingls (y se ech57

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sobre Gabriel; pero ste se parapet detrs de la mesa y una silla) ca! ni sus polvos; se haba encerrado ya en el fuerte. Cespita, jvenes! Qu lance aqul! Senta yo un coraje que habra querido beber sangre inglesa. Dicho esto, el capitn Rompe y raja se ech el otro medio vaso al coleto. En aquel momento entr la hija de don Feliciano a quien acompaaba su hermanito menor, asido del traje de la joven, llorando y pidiendo de comer. -Hijo de un hroe -exclam el capitn-, toma y participa de la refaccin frugal de tu ilustre padre. Alarg al muchacho la otra pierna de gallina y se dispona a concluir la relacin de la gloriosa campaa de Roatn; pero lo interrumpi Rosala, dicindole: -Padre, usted no sabe que anoche nos hemos escapado de una buena. -Cmo? -grit don Feliciano-. Qu ha sido? Ha vuelto a invadir el ingls?58

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-No -contest la joven-, no fue el ingls, sino Pie de lana con su cuadrilla, que puso en alarma todo el vecindario. Acaba de contrmelo la vecina. Margarita la Florera. Estaba ella velando, por acabar unas coronas para el monjo, y como a maitines, oy ruido por los tejados; sali al corredor y... Jess me valga! slo el figurrmelo me causa miedo; vio descolgarse por el albardn media docena de enchamarrados. Abri su ventana, grit, acudi gente; pero todo fue intil. Los ladrones se salieron por la puerta de la misma casa de la Margarita. Despus se ha sabido que robaron donde don Antonio de Berrotern, dejndolo amarrado al pie de su cama y con una mordaza en taboca. Jess! De considerar que pudieron haber pasado aqu, me tiembla el cuerpo. Gabriel haba quedado sorprendido al ver a Rosala. Un ligero tinte de carmn cubri la frente y las mejillas de aquel joven tan candido y pudoroso casi como una doncella. La hija del capitn era de regular estatura; la59

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tez morena y ligeramente sonrosada; el cabello castao, recogido hacia atrs con una peineta de carey; los ojos aterciopelados; nariz correcta; boca mediana; mano pequea y fina y pie tan diminuto, que apenas poda sostener el cuerpo, que al andar se balanceaba como el tierno vastago del cocotero agitado por la brisa. Tena diez y ocho aos; pero cierta gravedad profundamente impresa en toda su persona, le haca aparecer de ms edad. Rosala, que no conoca al cadete, fij los ojos en l un momento, saludndolo con una ligera inclinacin de cabeza y los volvi a su padre con quien hablaba. Sospecharnos que si se hubiera preguntado a Gabriel lo que haba dicho Rosala cuando sta concluy la relacin del lance de los ladrones, no habra acertado a decirlo. Era aquello amor? No lo sabemos. Era una sensacin indefinible y nueva, olvido de s mismo y de cuanto lo rodeaba, concentracin /absoluta en un solo objeto. Eran ojos que no queran ver ms que60

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a ella y se separaban de ella como con temor; eran odos que no escuchaban ms que lo que ella deca y no acertaban a comprenderlo; era el alma encadenada ya a otra alma para siempre. iAy! As lo hemos credo todos a los diez y siete aos, cuando amamos por la primera vez. VI Donde el cadete Fernndez resuelve hacer lo que no hara a no estar loco de enamorado El capitn Matamoros, cuando oy lo que refera su hija, se puso en pie medio tambaleando y exclam: - Pie de lana! Pie de lana! Vaya un personaje para poner en alarma toda una ciudad! Aos hace que ese ladronzuelo es el caco de Guatemala. Capitn general. Audiencia, batalln de linea, escuadrn de dragones, cuerpo de artillera, todos, hasta la Inquisicin, han procurado darle caza y nada.61

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Aparece y desaparece como si fuera brujo, y despus de no oir hablar de l en mucho tiempo, de repente se nos cuenta alguna nueva fechona suya. Que me den seis lanceros y me obligo a presentar en ocho das el cuero del tal Pie de lana y a entregar amarrada toda su cuadrilla. Pues bueno soy yo para chanzas! Cuando fuimos a Roatn a desalojar el ingls... -Pero, padre -interrumpi Rosala-, el ingls daba la cara y Pie de lana no hace frente sino cuando los soldados son pocos. Nadie lo ha visto, ninguno lo conoce; se sabe que existe, que mata, que roba y es imposible dar con l. -Pues yo dara -grit Matamoros-, aunque se escondiera bajo el altar mayor. A m con sas! Sable y lanzal Cuando digo que en Roatn... en Roatn.. . y no pudo concluir. El hroe a medio sueldo, el gran maestro de armas, cay bajo la mesa. Rosala volvi la cara avergonzada y los dos jvenes oficiales tomaron a don Feliciano y lo llevaron a su62

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cama, donde so durante el resto del da y en la noche con el ingls, con la campaa de 1782 y con Pie de lana. Si el capitn so dormido, Gabriel cont las horas una tras otra, asediado por la encantadora imagen de Rosala. La vea, la oa, el ecb de su dulce voz vibraba en el fondo de su alma, como una armona celeste. Era el rumor de la cascada, el eco blando de la brisa, el arrullo de la trtola, el canto con que la madre hace dormir a su hijo en su regazo. Quisiramos poder decir que el sentimiento que experiment Gabriel en aquella primera noche d amor, fue todo puro, y que la grosera y vulgar intervencin de los sentidos, no manch aquellos sueos de oro. Pero, lay! no fue as. Aquel joven que estaba para cumplir diez y ocho aos, amaba y deseaba ya ardientemente poseer el objeto amado. Al siguiente da se levant ms temprano que de costumbre, se puso el uniforme, fue al63

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cuartel y cuando hubo cumplido con sus obligaciones de soldado, se dirigi a. .. a dnde haba de ser? ia casa del capitn! Haca poco que se haba levantado don Feliciano, cuyo rostro conservaba las seales de la borrasca del da anterior. Los ojos eran dos brasas, la nariz una acerola madura y los pmulos dos tomates. Llevaba una casaca medio militar y medio paisana; azul, sin las vueltas rojas del uniforme de su cuerpo; pero con unos grandes botones de plata, o algn metal blanco que lo pareca. Tres o cuatro de ellos, de mayor dimensin que los otros, pues tenan casi el dimetro de un peso, estaban en las mangas de la casaca, formando un crculo, en la parte que caa sobre las manos. El capitn se entretena cuando lleg Gabriel, en limpiar dos gallos, pues era aficionadsimo a ese juego, segn deca l, por la emocin que le causaba el combate de aquellos animales belicosos. -Tengo -le dijo el cadete-, qu hablar a usted de un asunto grave.64

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-Qu hay? -contest el maestro de armas-. Necesita usted de aprender algn buen tiro? Se trata de despachar a un camarada a ia eternidad? Aguarde usted un minuto; le ensear un golpe admirable que trae don Luis Pacheco de Narvez en la "Grandeza de la espada". -No se trata de que yo mate a nadie -replic Gabriel- sino de que usted evite que yo muera. -Ta, ta -dijo el capitn a medio sueldo-. Es usted el desafiado y quiere que le ensee a parar los tiros de su adversario? Eso es lo de menos, cadete. Con la doctrina de Jernimo de Carranza en la "Filosofa y destreza de las armas", voy a ponerlo a usted en dos minutos, en aptitud de batirse con el mismo diablo, sin que su pellejo corra el ms ligero peligro. Venga usted. Sable y lanza I Venga usted. Diciendo as, el capitn tom por la mano a Gabriel y lo condujo a la pieza donde se daban las lecciones de esgrima.65

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-Esccheme usted -dijo el joven deteniendo al capitn que iba ya a descolgar dos espadas-. Se trata de la felicidad de mi vida. Yo quiero casarme con la hija de usted. -Cmo? , cmo? -exclam don Feliciano-; que quiere usted casarse con mi hija? Usted se chancea. Es serio eso? -Tan serio -replic Gabriel-, como que no saldr de esta casa sin obtener el consentimiento de usted. Ella es mi vida, mi dicha, mi porvenir; amarla hasta morir y ser amado por ella; he ah, capitn, la nica esperanza de mi alma. -Y ella consiente? -No lo s. Vengo a poner mi corazn a sus pies y a oir de sus labios la sentencia de vida o de muerte. - iCspita! -exclam el capitn-, pues el nio se explica. Aguarde usted; y diciendo as, se dirigi a la puerta y llam a su hija. Al momento se present Rosala, con las enaguas del vestido remangadas, cubierta la cabeza con un pauelo de madras a cuadros y66

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una escoba en la mano. Salud a Gabriel, algo corrida, a causa quiz de la maleta en que la encontraba aquel joven extrao para ella, y apoyadas ambas manos en el mango de la escoba, aguard que hablara el capitn. -Rosala -dijo don Feliciano, tomando la actitud ms teatral que le fue posible-; este joven cadete, que se llama. .. se Hama. . .dispense usted cul es su gracia? -Gabriel Fernndez de Crdoba. -Eso es, lo tena en la punta de la lengua. No conozco otra cosa. Don Rafael Hernndez y Crdoba, dice. . . me- cuenta.. . pues.. . habla de felicidad, de amor, de vivir o morir, qu s yo? ien fin, que quiere casarse contigo.. .! Pero ahora mismo. Parece que la cosa le urge! Sable y lanza! Yo no lo hice as con tu difunta madre. Catorce aos estuve entre si caigo o no caigo; pero aqul era otro tiempo. Ahora todo se hace a la bomb. Conque, te conviene el novio? Rosala no contest una sola palabra. Vea67

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al capitn, a Gabriel, y dudaba si sera aquello serio o de burla. Mientras tanto, el joven, con los ojos clavados en el suelo, temblaba como la hoja en el rbol y aguardaba una expresin de los labios de su amada, para arrojarse a sus pies. Al fin rompi el silencio y dijo, entre risuea y grave: -Caballero, si esto es una chanza, yo no s cmo deba tomarlo. Si no me engao, ayer me ha visto usted por primera vez; y de consiguiente, puede decirse que no me conoce. La edad que usted representa me indica que es usted hijo de familia; y su apellido, que pertenece a una de las principales de la ciudad. Supongo que lo que usted ha concebido por m, no puede ser ms que un capricho, que pasar como ha nacido. Agradeciendo a usted, pues, el honor que ha querido hacerme, me permitir le diga que es demasiado joven para pensar en casarse. Yo misma no he dispuesto salir de la condicin en que me hallo y que me impone68

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obligaciones sagradas que deseo seguir cumpliendo como hasta ahora lo he hecho. As, suplicando a usted prescinda de lo que no puede tener efecto, me excusar si me retiro. Diciendo as, la joven hizo una inclinacin de cabeza a Gabriel, y se march. - iQu pico de oro! -dijo el capitn-. Ese sermn merece un trago. Abri una alacena, sac una botella, y a boca de jarro, consumi una cuarta parte del contenido del envase. -Pero no hay qu afligirse, seor don Miguel Gonzlez de Crdoba -aadi-; no ha odo usted decir que en la boca de las mujeres el no es hermano mayor del s? Gabriel, posedo de la ms negra desesperacin, no escuchaba lo que deca el capitn. Las ltimas palabras de Rosala haban triturado su corazn, como si lo hubiera puesto entre las piedras de un molino. Sinti que la sangre se le agolpaba a la cabeza, y faltndole las fuerzas para69

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tenerse en pie, tuvo que apoyarse en el brazo de don Feliciano. Se re usted, respetable lector? Es porque ya ha olvidado la impresin de las primeras calabazas que cosech all cuando contaba diez y ocho o veinte aos. Ms filsofo que usted, el bueno de don Feliciano de Matamoros, capitn retirado con goce de medio sueldo y maestro de armas, viendo a su futuro yerno (pues por tal lo contaba ya), medio muerto de dolor, acudi por lo pronto a lo que l consideraba como el nico remedio para los males de la vida, e introduciendo el cuello de la botella en la boca de Gabriel, le hizo tragar una cantidad de lqudo capaz de resucitar a un muerto. En seguida hizo que el joven se sentara en un sof y comenz a hablar de esta manera: -Si usted quiere creer a mi experiencia, joven, no tome como dicen, al pie de la letra lo que ha cantado la muchacha. Cmo quiere usted tomar la plaza como tom yo el fuerte de Roatn, todo diciendo y haciendo?70

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Eso no se ve todos los das. Ponga usted un sitio en regla, apunte bien las bateras, y cuando sea tiempo, ifuegol Sable y lanzal No me llamo Feliciano si la guarnicin no capitula y se rinde a discrecin. Usted debe tener padre, madre, to o tutor que cuide de su persona y bienes, pues supongo que no debe ser un cualquiera, ni tampoco un pelado que no tenga sobre qu caerse muerto. Hable usted al seor o a la seora mayor; dgale todo eso de muerte, juicio, infierno y gloria que me dijo a m, y pdale la licencia para el casorio. Cuando usted la tenga, vuelva y dgale a la Rosala que el suegro o suegra, o lo que fuere, la espera con los brazos abiertos; y, o yo no s nada, o usted oir entonces otro cantar. Puede usted, seor don Miguel, aadi el capitn, decir que su novia, es hija de un hidalgo que, aunque pobre, tena sus ejecutorias muy en regla y ha servido ai rey por mar y tierra, tan bien si no mejor que otro cualquiera. Que si a sangre vamos, la de los71

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Matamoros de Peapelada no cede a otra ninguna, como que descendemos de uno que all, en la guerra de Granada, mat con su propia mano veinte y siete a treinta y siete infieles (no lo recuerdo bien), que estaban pintados en nuestro escudo de armas, que se perdi en la ruina junto con las ejecutorias. En fin, obtenido el beneplcito de quien corresponda, usted vuelve, insta, y si la muchacha dice nones, repite por tercera y por cuarta vez, hasta que caiga la fruta del rbol a fuerza de golpes. -Mi padre -contest Gabriel-, est en Espaa. La persona que cuida de m es don Andrs de Urdaneche, a quien usted tal vez conoce. Le hablar del asunto y si est autorizado para suplir el consentimiento de mi padre, no dudo me lo dar, pues no hay razn para que lo niegue. - Bravo, cadete! -exclam don Feliciano-. Eso es hablar. No hay que irse nunca por las ramas. Ustedes se casarn y viviremos todos juntos en paz de Dios; porque eso de que yo72

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me separe de mi Rosala, ni ella de m ni de sus hermanos, es pensar en lo excusado. Conque, a caballo, lanza en ristre y a degello. Dicho esto, le puso a Gabriel el sombrero en la cabeza y casi a empellones lo hizo salir a solicitar el permiso para la boda. El enamorado mancebo aguard la hora en que se encontraba don Andrs de Urdaneche en su casa de habitacin y fue a buscarlo. Haban pasado algunos meses desde que se vieron por primera vez en el escritorio de la casa comercial. No haba experimentado el anciano alteracin notable en su fisonoma. A la edad de don Andrs se cambia muy lentamente. Gabriel, por el contrario, pareca ms hombre; su musculatura vigorosa y flexible se pronunciaba cada da ms y un ligero bozo negro y fino sombreaba su labio superior. Adems, el amor, aunque no fuera sino de dos das, haba hecho vivir a Gabriel dos aos. Nos dirn quiz que esto es una paradoja; pero la observacin propia y ajena73

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nos ha enseado que nada hay como las grandes pasiones para acelerar el movimiento de la vida. No se escap a la percepcin sagaz del viejo negociante aquella evolucin fisiolgica de su pupilo, y a fuer de prctico y conocedor del corazn humano, comprendi que deba proceder de alguna causa moral; deduciendo de aquellas premisas la consecuencia lgica de que la visita inesperada del joven cadete deba tener por causa algn asunto de grande inters para ste. Don Andrs era en su casa ms humano que en el escritorio. Fro y reservado siempre, pareca ms accesible, y sin inspirar entera confianza, no era en la vida privada aquella encarnacin viviente del tanto por ciento, de las prdidas y las ganancias, que se sentaba detrs de una mesa en el oscuro almacn de Agero y Urdaneche. Despus del saludo, pregunt el anciano al joven sobre su vida, si estaba contento de haber abrazado la carrera militar y si era de74

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su gusto la posada que le haba elegido. -La profesin de las armas -contest el cadete-, es la que me conviene, y cada da que pasa me alegro ms de haberla adoptado. En cuanto a mi husped, don Ramn, me parece un hombre excelente, aunque algo raro en su persona y.. . modo de vivir. Pero como yo paso gran parte del da en el cuartel, casi no nos vemos sino a las horas de comer. La casa es triste; don Ramn no tiene familia; se cansa uno de leer, y a la verdad, hay momentos, muchas horas en que me fastidia la soledad. -Es decir -contest Urdaneche-, que usted querra cambiar de posada. -No, precisamente -replic Gabriel-. Tal vez en otra no estara tan bien como en la del escribano, como no fuese mi propia casa. -Pero... -dijo don Andrs, clavando en el joven su mirada escrutadora y penetrante-. Pero, usted no tiene familia. -Es verdad, seor don Andrs; mas pudiera ser que me fuera conveniente75

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establecer casa. - Establecer casal Y cmo va usted, tan joven a vivir solo, en poder de criados que le gastarn enormemente, sin que por eso est mejor servido? -Es que pudiera. .. pudiera yo. .. (el pobre Gabriel, dominado irresistiblemente por la mirada del anciano, no se atreva a terminar la frase). Pudiera yo.. . vivir acompaado. -Qu quiere usted decirme? Cmo? -exclam don Andrs levantndose y no siendo dueo por lo pronto de dominar su asombro. Pero recobrando inmediatamente su serenidad y sangre fra, aadi: -Por ventura habra usted pensado en casarse? Podr saberse cul es la persona en quien usted haya puesto su pensamiento? -La ms virtuosa -contest Gabriel con entusiasmo-, la ms noble, la ms cumplida de las mujeres. Una que, aunque escasa de bienes de fortuna, no cede a ninguna otra en lo esclarecido del linaje, en la belleza y en la respetabilidad de su familia. La hija de un76

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veterano que cuenta largos aos de servicios a su patria y a su rey y cuyo nombre est unido a uno de los hechos ms gloriosos de la historia de este reino. En una palabra: la hija del capitn de caballera don Feliciano de Matamoros. Don Andrs, con todo su aplomo, no fue dueo de contenerse, al oir las ltimas palabras del joven. -La hija de quin? -exclam-; del capitn Matamoros? Y eso llama usted familia respetable y linaje esclarecido? i Un cualquiera, un ebrio, petardista y jugador de profesin! Vamos, joven, usted ha perdido el juicio. Se qued el pobre cadete fro, como si le hubieran echado una rociada de hielo al oir calificar de aquella manera al hombre a quien l amaba y respetaba ya slo por ser padre de Rosala. Adems, en su candidez, haba tomado al pie de la letra lo que contaba el capitn de sus ejecutorias y de sus hazaas. Haciendo, pues, un esfuerzo para dominar su77

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enojo, respondi: -Usted es dueo de calificar como guste a un hombre que ha derramado su sangre en los campos de batalla. Yo no s que el capitn Matamoros sea jugador, ni petardista, ni borracho, aun cuando pueda tener sus descuidos, como cualquiera otro. En cuanto a su linaje, si no se hubieran perdido desgraciadamente en la ruina sus ejecutorias y su escudo de armas, con ellos probara yo a usted que la familia de los Matamoros de Peapelada son tan ilustres como pueden serlo los Fernndez de Crdoba y que cuentan entre sus antepasados personajes capaces de honrar mejor genealoga. Pero esto no hace al caso. Yo no he venido aqu a discutir sobre blasones, sino a suplicar a usted, en nombre de cuanto hay ms sagrado, me d el consentimiento que necesito para casarme con la hija del capitn. Crame usted, seor don Andrs, aadi el pobre cadete enternecindose: no puedo vivir sin ella, y una negativa de usted sera mi78

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sentencia de muerte. Urdaneche, que haba tenido tiempo para reflexionar mientras el joven haca la relacin de las grandezas de los Matamoros de Peapelada, contest con mucha calma: -Yo no estoy autorizado para dar el permiso que usted necesita como menor de edad, para casarse. Lo pedir a la persona que se interesa por usted. . ., quiero decir, que escribir a don Fernando, que es el nico que puede darlo. -Muy largo es aguardar -dijo Gabriel-, que la carta vaya a Espaa y vuelva la respuesta. -Larga para la impaciencia de usted, tal vez -replic Urdaneche-. Pero no hay otro remedio. Su padre de usted vive, y sin su permiso no puede usted casarse. Gabriel no tena que oir ms. Los cinco o seis meses que le era preciso aguardar le parecan siglos. Sali, pues, de casa del viejo negociante con el corazn lleno de amargura y se dirigi a la de su futuro padre poltico y sabio mentor, a quin se propona referir el79

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resultado de aquella entrevista. VII Primer amor -Y, bien hijo, pues supongo que puedo ya darte este nombre -exclam don Feliciano, al ver entrar a Gabriel-, Qu dice el pap, la mam, el to o el tutor? No es verdad que la alianza con la casa de los Matamoros de Peapelada les ha parecido cosa como bajada del cielo? Vaya!, pues fcil hubiera sido dar con una prosapia ms ilustre que la nuestra! Diciendo as, el capitn tosi y movi tres veces la cabeza adelante y atrs, con muestras evidentes de orgullo y satisfaccin. -Mi tutor -dijo el joven-, no objeta la familia de usted, capitn (en lo cual, como sabemos, menta como un bellaco); pero dice que estando vivo mi padre, es necesario pedirle el consentimiento para el matrimonio. He aqu lo que yo no puedo soportar. Cinco o seis meses sin unirme a Rosala, sern cinco o80

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seis siglos de tormento. Vea usted cmo podemos hacer para que el matrimonio se verifique inmediatamente. Don Feliciano recapacit; le pas por la cabeza la idea de un enlace clandestino, dando por sentado que podra convencer a su hija de que no deba desperdiciar aquella colocacin, que tena trazas de ser brillante; pero reflexion en seguida que semejante paso podra traer malas consecuencias, y que nada se perdera por aguardar un poco. La vanidad acudi en auxilio de la prudencia, asegurando a Matamoros que el padre de aquel joven no poda considerar desigual la proyectada alianza, y con esta conviccin dijo a su futuro yerno, con cuyo nombre no acertaba todava: -Dime, Rafael, no has ledo t la historia de aquel famoso general griego, o romano, no s bien lo que era, que se llamaba Fabio? -S capitn -contest Gabriel-; supongo que se refiere usted a Fabio Mximo, clebre general romano. Pero, qu tiene que hacer81

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aquel hroe con lo de mi matrimonio? -Tiene, y mucho -contest don Feliciano con misterio-. Si recuerdas bien la historia de ese romano, has de tener presente que debi muchos de sus grandes triunfos a sus sistema de aguardar la ocasin ms favorable para asegurar el xito de sus empresas, sin dejarse llevar jams por la impaciencia. Esto le vali el sobrenombre de Cunctator, que quiere decir contemporizador, segn me aseguraba mi maestro de medianos. Conque, ya ves, amigo Daniel, que si la historia, esa maestra del hombre, debe servinos de algo, aqu viene como de molde una de sus lecciones. Si yo, en Roatn. . . -Perdone usted que lo interrumpa, seor don Feliciano -dijo Gabriel-. Creo que el ejemplo del general romano es muy digno de imitarse, y por mi parte no dejar de tenerlo presente, si alguna vez llego a mandar un ejrcito en campaa. Pero mi situacin actual nada tiene que ver con la de Fabio Mximo. Yo no puedo vivir sin la hija de usted y la82

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historia de todos los guerreros del mundo no me har conformarme con la idea de aguardar cinco o seis meses para unirme a ella. -T hablas como joven apasionado -replic Matamoros-, y yo te aconsejo como experimentado y cauto. Ni mi hija ni yo consentiremos jams en prescindir del consentimiento de tu padre, pues nuestro legtimo orgullo no nos lo permitira. Conque paciencia, y aprovechar el tiempo que pasar mientras viene la respuesta, en ganarte la voluntad de la muchacha. Puedes venir aqu siempre que te acomode, pues ya te considero como de la casa; y adems, te conozco demasiado para que pudiera yo abrigar la menor sospecha contra tu moralidad. Y para darte, desde luego, una prueba (que no se la dara yo a todos), del afecto que te profeso, y de que te veo ya como de la familia, vas a prestarme un par de duros, que te devolver sin falta alguna el da ltimo del mes, al recibir mi medio sueldo. Caus a Gabriel alguna extraeza aquella83

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rara manera de mostrarle confianza; pero ciego por Rosala, se alegr de agradar a su padre a tan poca costa, y le contest, ponindole en la mano los dos duros: -Eso y ms capitn, siempre que usted lo necesite. Sabe que cuanto soy y cuanto valgo est a su disposicin, y le agradecer que en cualquier pequeo apuro, se acuerde usted de m antes que de otro alguno de sus amigos. El capitn, que se preciaba de tener muy buena memoria, le prometi acordarse del cadete lo ms frecuentemente que le fuera posible; y luego que el joven se march, mand a traer dos botellas de aguardiente de Espaa, una de las cuales consumi en el resto del da, a la salud de su hijo poltico Ezequiel qu s yo cuntos, como llamaba a Gabriel. Entrada la noche, comenz a atacar la segunda botella; y lo cierto es que hacia la madrugada del siguiente da los dos duros del joven se haban encaramado, sin saber cmo, a la cabeza de s futuro suegro y metan en ella un alboroto de todos los diablos. Por84

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fortuna, al capitn, cuando se hallaba en esa situacin, lo que le suceda cuatro o cinco das de los siete de la semana, no le daba por camorrista, sino por alegre, y luego que haba hecho media docena de extravagancias, caa como un tronco y roncaba como un bendito. Entre tanto, su pobre hija se afanaba a fin de que nada faltara a sus hermanos y que la casa estuviera en el mejor orden posible. No tena un momento desocupado. Los que no consagraba a coser cosas ajenas o a hacer cigarros, que pona a vender, los empleaba en lavar y en remendar la ropa del capitn y la de sus hermanitos. De quien menos se acordaba era de su persona, que no le mereca algn cuidado, sino cuando haba concluido con los dems. Tal haba sido la vida de Rosala durante seis aos, desde la muerte de su madre, a quien tuvo que suplir en el manejo de la casa cuando no contaba ms que doce. A las cinco de la maana estaba en pie, y a las once o doce todava velaba por su padre, temiendo no fuese a sucederle alguna85

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desgracia por efecto de la embriaguez. Don Feliciano quera y casi respetaba a su hija; pero lo nico en que no haba podido ser deferente a sus ruegos era en abandonar aquella funesta habitud, harto arraigada en el viejo militar. Jams se dio caso de que dijera a su hija una expresin impropia, ni que se mostrara impaciente con ella; pero tampoco dej de beber, por ms que ella le hiciese las reflexiones ms respetuosas y sensatas. Para los nios, Rosala no era una hermana, era una madre. Su gravedad natural le haba hecho fcil aquel papel, desde que tuvo que comenzar a desempearlo, siendo ella misma una nia todava. No es preciso decir que los jvenes oficiales que frecuentaban la casa no se haban mostrado insensibles a las gracias de la hija del maestro de armas. Cada discpulo que llegaba a recibir lecciones, comenzaba por hacer la corte a Rosala; pero la amable seriedad de sta pona trmino a los dos das al galanteo, y el cortejo lo dejaba, llevando86

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un sentimiento de estimacin y de simpata hacia la joven, pero con la conviccin profunda de que su alma era insensible al amor. Tal fue la idea que corri entre las vecinas, y Rosala misma, a fuerza de oir que era fra, lleg a creer que era as. Nunca le haba hecho joven alguno otro efecto que el que le haca una hermosa pintura. Le halagaba al sentido de la vista y nada ms. Gabriel Fernndez, lo hemos dicho ye, no era un buen mozo; era un joven agraciado a quien no sentaba mal el uniforme blanco. Rosala vea diariamente oficiales, ms o menos interesantes, con uniformes blancos; y as esas circunstancias no hubieran sido bastantes a hacer en aquella alma seria y grave una impresin que durara ms de cinco minutos. Pero Rosala no haba sido hasta entonces ms que objeto de galanteos frivolos y pasajeros y ninguno de aqullos jvenes orgullosos habra sido capaz, ni por chanza, de ofrecer su corazn y su mano a la hija de87

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aquel capitn a medio sueldo, oscuro, pobre, dominado por una funesta inclinacin al licor y medianamente ridculo con sus pretensiones nobiliarias y con los recuerdos medio fabulosos de sus proezas militares. Cuando aquel cadete desconocido, pero que tena cierto aire de distincin en su persona y en sus modales, hizo vibrar en el corazn de Rosala los acentos apasionados de un amor que, no por ser sbitamente concebido, dejaba de ser profundo, experiment ella una sensacin nueva y extraa, un sentimiento que no se atrevi a analizar, tal vez porque tembl de descubrir lo que no quisiera confesarse a s misma. Ello es que cuando volvi la espalda a Gabriel, despus de haberle dado aquella respuesta que impresion tan desagradablemente al enamorado joven, experiment ella, no aquel sentimiento de tranquila satisfaccin que hace nacer la conciencia del deber cumplido, sino una especie de remordimiento por la dureza con88

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que haba rechazado una declaracin que tena el sello de la ms completa sinceridad. Pas el resto de aquel da y el siguiente, distrada, intranquila, y por la primera vez en su vida desde la muerte de s madre, tuvo algunos rasgos de impaciencia con sus hermanos y aun con su padre mismo. Ya lo habis comprendido, ioh jvenes lectoras! El amor comenzaba a hacer sentir su dolorosa, su dulce, su irresistible presin en aquella alma tanto ms dispuesta a un sentimiento serio, cuanto ms haba tardado en experimentar sus efectos. Tres das despus de haber visto a Gabriel por la primera vez, Rosala amaneci, sin saber por qu, con la idea fija de que ira a su casa el joven cadete, cuyo nombre no saba bien an, pues no se haba atrevido a preguntrselo a su padre. Aquella alma de Dios, que hasta entonces no haba pensado ms en el adorno de su persona, que no tena siquiera un espejo, hizo aquella maana dos cosas extraordinarias y que habran89

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alborotado a las vecinas, si no hubiera ella procurado que las vecinas no advirtieran aquellos dos actos, que casi le parecan un delito. La primera fue haber buscado en una gaveta donde guardaba algunas prendas de su difunta madre, un pedazo de listn encarnado, y la segunda, ir de punta de pie y sin que lo advirtiera el capitn, a sacar un espejito que serva a ste cuando vesta de grande uniforme y en el que iba contemplando, por partes, el garbo marcial de su nclita persona. Y, como est escrito: Ay! que el delito engendrar delito..., como dijo un poeta sudamericano, no par en eso el extraordinario procedimiento de la joven, sino que se at el listn encarnado en la cabeza y se vio al espejo. Su frente y sus mejillas estaban ms rojas que la cinta. Pero, ved lo que es nuestra daada naturaleza. Pasada la primera vergenza que le caus el encontrarse as adornada, una voz interior, que sala sin duda de lo ms recndito de su alma, le dijo que no estaba fea. Volvi a90

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verse otra vez en el espejo y se sonri con cierta complacencia. Tuvo despus, por qu negarlo?, una violenta tentacin de ir a cortar un precioso botn de rosa blanca que pendiente del tallo se balanceaba en una maceta que ella misma cuidaba; pero qu diran las vecinas si por desgracia la vea alguna con una cinta roja y un botn de rosa en la cabeza? Rosala no se equivoc. A las once de aquella maana lleg el joven cadete, a quien ella tuvo necesidad de recibir. Qu haba de hacer? Su padre no estaba en aptitud de dejarse ver de nadie. Decir que haba salido, habra sido una mentira. Le fue, pues, preciso resignarse. Eso s, procur rodearse de sus hermanos, y hasta el menor, que no contaba ms que seis aos, entr a formar parte de la guardia de corps de la tmida doncella. Nunchabra ella pensado en llevar aquella maana a su lado al nene, si hubiera podido prever la mala partida que haba de jugarle. Fue el caso que, agotados los lugares91

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comunes de una conversacin de primera visita, Gabriel, tan novicio como (a dama, no sabiendo ya qu hacer ni qu decir, comenz a acariciar al mocito y a dirigirle algunas preguntas. Una de ellas fue si quera mucho a su hermana mayor, a lo que contest el muchacho: -S, cuando es buena conmigo, y me da lo que le pido. -Y qu -le dijo Rosala-, no soy buena siempre, desagradecido, y no tienes cuanto quieres? -No -replic el nene-; hace tres das que ya no me haces caso, ni quieres jugar conmigo, ni me das nada. Desde que vino este oficial y dijo pap que quera casarse contigo, ya no me hablas, ni a mis hermanas tampoco, si no es para regaarnos. Esta maana, por estar componindote y vindote en el espejo, te olvidaste de ver mi almuerzo y se lo comi el gato. La pobre joven se puso ms encarnada que cuando se at la cinta en la cabeza, y no92

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encontr una palabra para desmentir a aquel imprudente que venda as sus secretos. Turbada, conn.ovida, sinti que los ojos se le llenaban de lgrimas, y haciendo una inclinacin de cabeza a Gabriel, se retir, llevndose al nio y seguida de sus hermanos. El joven saba cuanto necesitaba saber por lo pronto: era amado. Aquella idea halagadora inund su alma del jbilo ms puro, y por la primera vez, despus de su conversacin con Urdaneche, se sinti con fuerzas para aguardar el permiso de su padre y poder casarse con Rosala. La negra desesperacin que atormentaba su alma, hizo lugar a un sentimiento ms dulce y ms tranquilo. Al salir a la calle, el sol le pareci ms brillante, el cielo ms sereno, el aire ms refrescante; los rboles que asomaban sus copas sobre las paredes de las huertas, ms verdes y frondosos; el mundo todo, mejor de lo que haba sido en los tres das anteriores. Habra querido abrazar a cuantas personas93

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encontraba y hacer partcipes a todos de su felicidad. Acert a pasar a su lado un mendigo y le pidi limosna. Ech mano al bolsillo, sac cuatro duros y se los dio. Le habra dado el Potos, si lo hubiera tenido en aquel momento en la bolsa. Despus de aquella escena en que Rosala vio inesperadamente descubierto el secreto de lo qu pasaba en su corazn, se esforz todava la pobre en luchar con su amor; pero intilmente. La imagen de Gabriel la asediaba a toda hora, dormida o despierta, y embargaba por completo las potencias de su alma. Los dos amantes volvieron a verse varias veces sin testigos ya, pues Rosala cuid de alejar a sus hermanos cuando la visitaba el joven cadete. Qu pas en aquellas entrevistas? Lo que acontece siempre en casos semejantes entre dos jvenes apasionados, pero tmidos, contenidos por el respeto y por la estimacin mutua dentro de los lmites del deber. Entregada a s misma, Rosala supo conservar94

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su dignidad y Gabriel, no obstante la vehemencia de su amor, se content con aquellos favores insignificantes en s; pero a los cuales da el afecto el ms subido precio. Vosotros los que guardis en el fondo de vuestras almas como un valioso tesoro el recuerdo de vuestro primero e inocente amor, verdadera poesa de la vida, podris comprender los goces inefables de aquellos dos corazones que con estrecho y al parecer indisoluble nudo, um'a un sentimiento puro y delicado, de sos que con inmortales rasgos han sabido pintar Saint-Pierre y Chateaubriand. Desdichado el que no haya probado, una vez al menos, un amor semejante, y que no pueda, evocando su recuerdo, dulcificar con esa gota de miel el amargo cliz que en decadentes aos nos hace apurar el infortunio! Pasaron los das, que se deslizaban para los jvenes amantes como las aguas de un arroyo que corren sobre un techo de flores.95

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Su vida, en los cinco meses subsiguientes a la revelacin del amor de Rosala, hubiera podido compararse a una de esas esplndidas maanas del mes de mayo, en que no vemos cruzar la ms ligera nube sobre la azulada atmsfera, saturada de luz y de perfume. Pero, iay! cuntas veces observamos, cuando el sol ha pasado el meridiano, un ligero vapor blanquecino que va condensndose poco a poco en un extremo del lejano horizonte, y que, convertido luego en negro y gigantesco nubarrn, cargado de electricidad, descorre su oscuro manto y cubre, de un extremo a otro, el firmamento! Es la tempestad que cierne ya sus alas pavorosas y que con estruendo horrsono, va a lanzar sobre la tierra la crdena espiral del rayo. VIII Semidiosa Una tarde, s