Mijail bakunin el patriotismo

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El Patriotismo. La Comuna de París y la Noción de Estado ____________________________________________________________________________________ Mijail Bakunin __________________________________ EL PATRIOTISMO LA COMUNA DE PARÍS Y LA NOCIÓN DE ESTADO

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El Patriotismo. La Comuna de París y la Noción de Estado ____________________________________________________________________________________

Mijail Bakunin

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EL PATRIOTISMO

LA COMUNA DE PARÍS Y LA

NOCIÓN DE ESTADO

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ÍNDICE

ÍNDICE.............................................................................................................................................3

PRESENTACIÓN ...........................................................................................................................4

EL PATRIOTISMO........................................................................................................................5

I ..........................................................................................................................................................5

II ........................................................................................................................................................8

III.....................................................................................................................................................11

IV.....................................................................................................................................................14

V.......................................................................................................................................................17

VI.....................................................................................................................................................21

VII ...................................................................................................................................................26

VIII..................................................................................................................................................29

IX .....................................................................................................................................................33

X.......................................................................................................................................................35

LA COMUNA DE PARÍS Y LA NOCIÓN DE ESTADO .......................................................37

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PRESENTACIÓN

Miguel Bakunin, el conocido anarquista ruso que polemizó tan agriamente con

Carlos Marx en el seno de La Primera Internacional, fue un crítico acérrimo tanto de la

noción del patriotismo como de la idea misma del Estado.

Incluimos aquí sus escritos sobre el patriotismo, mismos que fueron por primera

vez publicados, a manera de cartas, en el periódico suizo Le Progrés durante el año de

1869. Bakunin exterioriza sus pensamientos sobre el tema de una manera quizá, para

algunos, bastante cruda.

El otro escrito, La comuna de París y la noción del Estado, constituye, sin duda,

una de las más interesantes obras del anarquista ruso. Obra corta, por desgracia

inconclusa, en la que substancialmente el autor se explaya sobre las dos instituciones

que, en su opinión, deben desaparecer para dejar libre el camino al desenvolvimiento

social: la Iglesia y el Estado.

Las ideas vertidas en estos ensayos se pueden aceptar o rechazar, pero lo

importante es contar con una mente lo suficientemente abierta para recrearlas,

transformarlas e incluso, por qué no, criticarlas en relación con los tiempos actuales.

Chantal López y Omar Cortés

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EL PATRIOTISMO

I

Amigos y hermanos:

Antes de dejar vuestras montañas, siento la necesidad de expresaros una vez

más, por escrito, mi gratitud profunda por el recibimiento fraternal que me habéis

hecho. ¡No es maravilloso que un hombre, un ruso, que hasta ahora os era desconocido,

ponga el pie en vuestro país por vez primera y se encuentre rodeado de centenares de

hermanos! Este milagro no podría realizarse hoy más que por la Asociación

Internacional de Trabajadores, por la sola razón de que únicamente ella representa la

vida histórica, la poderosa fuerza creadora del porvenir político y social. Los que están

unidos por un pensamiento vital, por una voluntad y por una gran pasión común, son

realmente hermanos, aun cuando no se conocen.

Hubo un tiempo en que la burguesía, dotada de poderosa vida y constituyendo

exclusivamente la clase histórica, ofrecía el mismo espectáculo de fraternidad y de

unión, tanto en los actos como en los pensamientos; ese fue el buen tiempo de esa clase,

siempre respetable, sin duda, pero desde ahora, impotente, estúpida y estéril, la época de

su enérgico desarrollo; lo fue antes de la gran revolución de 1793, lo fue también,

aunque en menor grado, antes de las revoluciones de 1830 y de 1848. Entonces, la

burguesía tenía un mundo que conquistar, un lugar que ocupar en la sociedad, y

organizada para el combate, inteligente, audaz, sintiéndose fuerte con el derecho de todo

el mundo, estaba dotada de un poder irresistible: ella sola ha hecho contra la monarquía,

la nobleza y el clero reunidos las tres revoluciones. En esa época, la burguesía también

había creado una asociación internacional, universal, formidable, la francmasonería.

Mucho se equivocaría el que juzgara la francmasonería del siglo pasado, o la de

principios del siglo presente, según lo que es hoy. Institución por excelencia burguesa

en su desarrollo, por su poder creciente primero y su decadencia más tarde, la

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francmasonería ha representado en cierto modo el desarrollo, el poder y la decadencia

intelectual y moral de la burguesía. Hoy, habiendo descendido al papel de una vieja

intrigante y caduca, es nula, estéril, algunas veces mala y siempre inútil, mientras que

antes de 1830, y antes de 1793 sobre todo, habiendo reunido en su seno, con pocas

excepciones, todos los espíritus más escogidos, los corazones más ardientes, las

voluntades más fieras, los carácteres más audaces, había constituido una organización

activa, poderosa y realmente bienhechora. Era la encarnación enérgica y concreta de la

idea humanitaria del siglo XVIII. Todos estos grandes principios de libertad, de

igualdad, de fraternidad, de la razón y de la justicia humanas, elaborados primero

teóricamente por la filosofía de ese siglo, se transformaban en el seno de la

francmasonería en dogmas prácticos y en bases de una moral y de una política nuevas,

el alma de una empresa gigantesca de demolición y de reconstitución. La

francmasonería fue en esa época la conspiración universal de la burguesía

revolucionaría contra la monarquía feudal, dinástica y divina.

Esta fue la Internacional de la burguesía.

Ya se sabe que todos los actores principales de la primera revolución, han sido

francmasones y que, cuando estalló esa revolución, encontró, gracias a la

francmasonería, amigos y cooperadores dispuestos y poderosos en todos los demás

países, lo que seguramente contribuyó a su triunfo; pero también es evidente que el

triunfo de la revolución mató a la francmasonería, porque la revolución había colmado

los votos de la burguesía, dándole un sitio en la aristocracia nobiliaria: la burguesía,

decimos, después de haber sido largo tiempo una clase explotada y oprimida, ha llegado

a ser, naturalmente, la clase privilegiada explotadora, conservadora y reaccionaria, la

amiga y sostén más firme del Estado de Napoleón; la francmasonería llegó a ser, en una

gran parte del continente europeo, una institución imperial.

La Restauración la resucitó un poco, y, viéndose amenazada por la vuelta del

antiguo régimen, obligada a ceder, a la Iglesia y a la nobleza coligadas, el lugar que

había conquistado en la primera revolución, se hizo forzosamente revolucionaria.

¡Pero qué diferencia entre este revolucionarismo recalentado y el

revolucionarismo ardiente y poderoso que la había inspirado al fin del siglo último!

Entonces, la burguesía había ido de buena fe, había creído seria y sencillamente

en los derechos del hombre; había ido inspirada e impulsada por el genio de la

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demolición y de la reconstrucción, y se encontraba en la plena posesión de su

inteligencia y en el pleno desarrollo de su fuerza; no conocía aún que la separaba del

pueblo un abismo; se creía, se sentía y lo era realmente, la representación del pueblo. La

reacción termidoriana y la conspiración de Babeuf le han quitado esa ilusión. El abismo

que separa al pueblo trabajador de la burguesía explotadora y dominadora, se ha

ensanchado, y lo menos que se necesita para llenarle es todo el cuerpo, toda la

existencia privilegiada de los burgueses, en una palabra, la burguesía entera.

(Del periódico ginebrino Le Progrès, del 23 de febrero de 1869).

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II

He dicho en mi artículo precedente que las tentativas reaccionarias legitimistas,

feudales y clericales habían hecho revivir el espíritu revolucionario de la burguesía,

pero que entre este espíritu nuevo y el que le había animado antes de 1793 había una

diferencia enorme.

Los burgueses del siglo pasado eran gigantes, en comparación de los cuales,

aparecen como pigmeos los más osados de la burguesía de este siglo.

Para asegurarse, hay que comparar sus programas. ¿Cuál ha sido el de la

filosofía y la Gran Revolución del siglo XVIII? Ni más ni menos que la emancipación

íntegra de la humanidad entera; la realización del derecho y de la libertad real y

completa, para cada uno, por la igualdad política y social de todos; el triunfo de lo

humano sobre los restos del mundo divino; el reino de la justicia y de la fraternidad

sobre la Tierra. La equivocación de esta filosofía y de esta revolución fue no

comprender que la realización de la fraternidad humana era imposible mientras

existieran los Estados, y que la abolición real de las clases, la igualdad política y social

de los individuos, no sería posible más que por la igualdad de los medios económicos,

de educación, de instrucción, del trabajo y de la vida para todos. Sin embargo, no se

puede reprochar al siglo XVIII que no haya comprendido esto. La ciencia social no se

crea ni se estudia solamente en los libros; necesita las grandes enseñanzas de la Historia,

y fue preciso hacer la revolución de 1789 y de 1793, ha sido preciso pasar por las

experiencias de 1830 y de 1848, para llegar a esta conclusión irrefutable: que toda

revolución política que no tiene por objeto inmediato y directo la igualdad económica,

no es, desde el punto de vista de los intereses y derecho populares, más que una

reacción hipócrita y disfrazada.

Esta verdad tan evidente y tan sencilla era aún desconocida a fines del siglo

XVIII, y cuando Babeuf planteó la cuestión económica y social, el poder de la

revolución estaba ya quebrantado. Pero no por eso deja de pertenecer a este último el

honor inmortal de haber suscitado el más grande problema que se ha planteado en la

Historia: el de la emancipación de la humanidad entera.

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En comparación con este inmenso programa, veamos qué fin perseguía el

programa del liberalismo revolucionario en la época de la Restauración y de la

Monarquía de julio.

La llamada libertad, sabia, modesta, reglamentada, hecha para el temperamento

apocado de la burguesía medio harta, y que, cansada de combates e impaciente por

gozar, se sentía ya amenazada no de arriba, sino de abajo, y veía con inquietud pintarse

en el horizonte, como una masa negra, esos innumerables millones de proletarios

explotados, cansados de sufrir, preparándose a reclamar su derecho. Desde principios

del siglo presente, ese espectro naciente, que más tarde se bautizó con el nombre de

espectro rojo; ese fantasma terrible del derecho de todo el mundo opuesto a los

privilegios de una clase de dichosos; esa justicia y esa razón populares que,

desarrollándose demasiado, deben reducir a polvo los sofismas de la economía, de la

jurisprudencia, de la política y de la metafísica burguesas, son en medio de los triunfos

modernos de la burguesía, sus aguafiestas incesantes y los apocadores de su confianza y

de su espíritu.

Sin embargo, bajo la Restauración, la cuestión social era casi desconocida o,

mejor dicho, estaba olvidada. Había grandes soñadores aislados, tales como Saint-

Simon, Roberto Owen, Fourier, cuyo genio y gran corazón habían adivinado la

necesidad de una transformación radical de la organización económica de la sociedad.

Alrededor de cada uno de ellos, se agrupaba un pequeño número de adeptos confiados y

ardientes, que formaban otras tantas pequeñas iglesias, tan ignoradas como los

maestros, y que no ejercían ninguna influencia externa. Había también el testamento

comunista de Babeuf, transmitido por su ilustre compañero y amigo Buonarotti, a los

proletarios más enérgicos en medio de una organización popular y secreta.

Pero esto no era entonces más que un trabajo secreto, cuyas manifestaciones no

se dejaron sentir hasta más tarde, bajo la Monarquía de julio, y bajo la Restauración no

fue percibido por la clase burguesa. El pueblo, la masa de los trabajadores permaneció

tranquila y no reivindicó nada para ella todavía.

Claro está que si el espectro de la justicia popular no era en aquella época lo que

debía ser, se debía a la mala conciencia de los burgueses. ¿De dónde provenía esta mala

conciencia? Los burgueses que vivían bajo la Restauración, ¿eran, como individuos,

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más malos que sus padres, que habían hecho la Revolución de 1789 y de 1793? Nada de

eso.

Eran poco más o menos los mismos hombres, pero colocados en otro medio, en

otras condiciones políticas, enriquecidos con una nueva experiencia, y, por

consiguiente, con otra conciencia.

Los burgueses del siglo anterior habían creído sinceramente que, emancipándose

del yugo monárquico, clerical y feudal, emancipaban con ellos a todo el pueblo. Esta

sencilla y sincera creencia, fue la fuente de su heroica audacia y de su poder

maravilloso. Se sentían unidos a todos y marchaban al asalto llevando con ellos la

fuerza y el derecho de todo el mundo; gracias a este derecho y a ese poder popular que

se había encarnado en su clase, los burgueses del siglo último, pudieron escalar y tomar

la fortaleza del Poder público que sus padres habían codiciado durante tantos siglos;

pero en el momento que plantaban su bandera, se hizo una nueva ley en su espíritu; en

cuanto conquistaron el Poder, comenzaron a comprender que entre sus intereses

burgueses y los intereses de las masas populares, no había nada de común y que, por el

contrario, había una oposición radical, y que el poder y la prosperidad exclusivas de la

clase pudiente no podría apoyarse más que en la miseria y en la dependencia política y

social del proletariado.

Desde luego, las relaciones de la burguesía y el pueblo se transformaron de una

manera radical, y antes de que los trabajadores comprendieran que los burgueses eran

sus enemigos naturales, más por necesidad que por mala voluntad, los burgueses habían

llegado al conocimiento de ese antagonismo fatal. Esto es lo que yo llamo mala

conciencia de los burgueses.

(Del periódico ginebrino Le Progrès, del 28 de marzo de 1869).

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III

He dicho que la mala conciencia de los burgueses ha paralizado desde principios

de siglo todo el sentimiento intelectual y moral de la burguesía; pues bien, reemplazo la

palabra paralización por desnaturalización, porque sería injusto decir que ha habido

paralización o ausencia de movimiento en un espíritu que, pasando de la teoría a la

aplicación de ciencias positivas, ha creado todos los milagros de la industria moderna,

como los vapores, los ferrocarriles y el telégrafo, por una parte, y por otra, una ciencia

nueva, la estadística, e impulsando la economía política y la historia crítica del

desarrollo de la riqueza y de la civilización de los pueblos hasta sus últimos resultados,

ha puesto las bases de una filosofía nueva, el socialismo, que no es otra cosa, desde el

punto de vista de los intereses exclusivos de la burguesía, más que un sublime suicidio,

la negación del mundo burgués.

La paralización no vino hasta después de 1848, cuando asustada del resultado de

sus primeros trabajos, la burguesía se echó ciegamente atrás y, para conservar sus

bienes, renunció a todo pensamiento y a toda voluntad, se sometió al protectorado

militar y se entregó en cuerpo y alma a la más completa reacción. Desde esa época no

ha inventado nada y ha perdido, con el valor, hasta el poder creador. No tiene ni el

poder ni el espíritu de la conservación, porque todo lo que ha hecho y lo que hace por su

bien la empuja fatalmente al abismo.

Hasta 1848 estuvo aún llena de vigor. Sin duda, su espíritu no tenía esa savia

vigorosa que en el siglo XVI y en el siglo XVIII la habían hecho crear un mundo nuevo;

no era el espíritu heroico de una clase que había tenido todas las audacias, porque tenía

necesidad de conquistar; era el espíritu sabio y reflexivo de un nuevo propietario que,

después de haber adquirido un bien ardientemente deseado, le hace prosperar y valer.

Lo que caracteriza sobre todo el espíritu burgués en la primera mitad de este siglo, es

una tendencia casi exclusivamente utilitaria.

Se le ha reprochado, y se ha hecho mal; yo pienso, por el contrario, que ha

prestado un último y gran servicio a la humanidad, practicando, más con el ejemplo, que

con teorías, el culto, o mejor dicho, el respeto a los intereses materiales. En el fondo,

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estos intereses han prevalecido siempre en el mundo, pero se han manifestado

constantemente bajo la forma de un idealismo hipócrita o malsano que los ha

transformado en intereses malos e inicuos.

Cualquiera que se haya ocupado un poco de historia, se habrá percatado de que

en el fondo de las luchas religiosas y teológicas más abstractas, más sublimes y más

ideales, hay siempre algún gran interés material. Todas las guerras de razas, de

naciones, de Estados y de clases, no han tenido jamás otro objetivo que la dominación,

condición y garantía necesarias de la posesión y del goce. La historia humana, desde ese

punto de vista, no es más que la continuación del gran combate por la vida que, según

Darwin, constituye la fe fundamental de la naturaleza orgánica.

En el mundo animal, este combate se hace sin ideas y sin frases y también sin

solución; mientras exista la Tierra, el mundo animal se devorará entre sí; esta es la

condición natural de la vida. Los hombres, animales carnívoros por excelencia, han

empezado su historia por la antropofagia y tienden hoy a la asociación universal, a la

producción y al goce colectivo. Pero entre estos dos términos, ¡qué tragedia existe tan

sangrienta y horrible! Y aún no hemos acabado con esa tragedia. Después de la

antropofagia vino la esclavitud, después el servilismo, después el servilismo asalariado,

al cual debe suceder primero el día terrible de la justicia, y más tarde, la era de la

fraternidad.

He aquí fases por las cuales el combate animal por la vida se transforma

gradualmente, en la historia, en la organización humana de la vida. Y en medio de esta

lucha fratricida de los hombres contra los hombres, en este encarnizamiento mutuo, en

este servilismo y en esta explotación de los unos por los otros, que, cambiando de

nombre y de forma, se ha mantenido a través de todos los siglos hasta los nuestros, ¿qué

papel desempeña la religión?

Ha santificado siempre la violencia y la ha transformado en derecho. Ha

transportado a un cielo ficticio la humanidad, la justicia y la fraternidad, para dejar

sobre la Tierra el reinado de la iniquidad y de la brutalidad; bendijo a los malvados, y

para hacerlos aún más felices, predicó la resignación y la obediencia a sus innumerables

víctimas, los pueblos. Y cuanto más sublime aparecía el ideal que adoraba en el cielo,

más horrible aparecía la realidad de la Tierra, porque éste es el carácter propio de todo

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idealismo, tanto religioso como metafísico: despreciar el mundo real, y, despreciándolo,

explotarlo, de donde resulta que tanto idealismo engendra necesariamente la hipocresía.

El hombre es materia, y no puede impunemente despreciar la materia. Es un

animal, y no puede destruir la bestialidad, pero puede y debe transformarla y

humanizarla por medio de la libertad, es decir, por la acción combinada de la justicia y

de la razón; pero siempre que el hombre ha querido hacer abstracción de su bestialidad,

se ha convertido en el juguete, el esclavo y con frecuencia, el servidor hipócrita; testigo

de esto, los sacerdotes de la religión más ideal y más absurda del mundo: el catolicismo.

Comparad su conocida obscenidad con el juramento de castidad; comparad su

codicia insaciable con su doctrina de renuncia a todos los bienes de este mundo, y

confesad que no existen seres tan materialistas como esos predicadores del idealismo

cristiano. En esta hora, ¿cuál es la cuestión que agita a toda la Iglesia? Es la

conservación de sus bienes, que amenaza confiscar en todas partes esa otra Iglesia,

expresión del idealismo político, el Estado.

El idealismo político no es ni menos absurdo, ni menos pernicioso, ni menos

hipócrita que el idealismo de la religión, del cual no es nada más que una forma

diferente, la expresión o la aplicación terrestre o mundana. El Estado es el hermano

menor de la Iglesia, y el patriotismo, esa virtud y ese culto del Estado, no es otra cosa

que un reflejo del culto divino.

El hombre virtuoso, según los preceptos de la escuela ideal, religiosa y política a

la vez, debe servir a Dios y ser devoto del Estado, y el utilitarismo burgués de esa

doctrina es el que comenzó a hacer justicia desde el principio de este siglo.

(Del periódico ginebrino Le Progrès, del 14 de abril de 1869).

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IV

Uno de los más grandes servicios prestados por el utilitarismo burgués, ya he

dicho que fue matar la religión del Estado, el patriotismo.

El patriotismo ya se sabe que es una virtud antigua nacida en las repúblicas

griegas y romanas, donde no hubo jamás otra religión real que la del Estado, ni otro

objeto de culto que el Estado.

¿Qué es el Estado? Es, nos contestan los metafísicos y los doctores en derecho,

la cosa pública, los intereses, el bien colectivo y el derecho de todo el mundo, opuestos

a la acción disolvente de los intereses y de las pasiones egoístas de cada uno. Es la

justicia y la realización de la moral y de la virtud sobre la Tierra.

Por consecuencia, no hay acto más sublime ni más grande deber para los

individuos que sacrificarse, que entregarse, y en caso de necesidad, morir por el triunfo,

por la potencia del Estado.

He ahí en pocas palabras toda la teología del Estado. Veamos ahora si esa

teología política, lo mismo que la teología religiosa, oculta bajo muy bellas y muy

poéticas apariencias, realidades muy comunes y muy sucias.

Analicemos primeramente la idea misma del Estado, tal como nos la representan

sus propugnadores. Es el sacrificio de la libertad natural y de los intereses de cada uno,

de los individuos tanto como de las unidades colectivas, comparativamente pequeñas:

asociaciones, comunas y provincias, a los intereses y a la libertad de todo el mundo, a la

prosperidad del gran conjunto. Pero ese todo el mundo, ese gran conjunto, ¿qué es en

realidad? Es la aglomeración de todos los individuos y de todas las colectividades

humanas más restringidas que lo componen. Pero desde el momento que para

componerlo y para coordinarse en él, todos los intereses individuales y locales deben ser

sacrificados, el todo que supuestamente les representa, ¿qué es en efecto? No es el

conjunto viviente, que deja respirar a cada uno a sus anchas y se vuelve tanto más

fecundo, más poderoso y más libre cuanto más plenamente se desarrollan en su seno la

plena libertad y la prosperidad de cada uno; no es la sociedad humana natural, que

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confirma y aumenta la vida de cada uno por la vida de todos; es, al contrario, la

inmolación de cada individuo como de todas las asociaciones locales, la abstracción

destructiva de la sociedad viviente, la limitación, o por decir mejor, la completa

negación de la vida y del derecho de todas las partes que componen ese todo el mundo,

por el llamado bien de todo el mundo; es el Estado, es el altar de la religión política

sobre el cual siempre es inmolada la sociedad natural: una universalidad devoradora,

que vive de sacrificios humanos como la Iglesia. El Estado, lo repito, es el hermano

menor de la Iglesia.

Para probar este identidad de la Iglesia y del Estado, ruego al lector que

verifique este hecho: que la una y el otro están fundados esencialmente en la idea del

sacrificio de la vida y del derecho natural, y que parten igualmente del mismo principio:

el de la maldad natural de los hombres, que no puede ser vencida, según la Iglesia, más

que por la gracia divina y por la muerte del hombre natural en Dios, y según el Estado,

por la ley, y por la inmolación del individuo ante el altar del Estado. La una y el otro

tienden a transformar al hombre, la una en un santo, el otro en un ciudadano. Pero el

hombre natural debe morir, porque su condena es unánimemente pronunciada por la

religión de la Iglesia y por la del Estado.

Tal es su pureza ideal: la teoría idéntica de la Iglesia y del Estado. Es una pura

abstracción; pero toda abstracción histórica supone hechos históricos. Estos hechos,

como lo he dicho ya en mi artículo precedente, son de una naturaleza enteramente real,

enteramente brutal: es la violencia, el despojo, el sometimiento, la conquista. El hombre

está formado de tal manera que no se contenta con hacer, tiene además necesidad de

explicarse y de legitimar, ante su propia conciencia y a los ojos de todo el mundo, lo

que ha hecho.

La religión llega a punto para bendecir los hechos consumados y, gracias a esta

bendición, el hecho inicuo y brutal se transforma en derecho. La ciencia jurídica y el

derecho político, como se sabe, han nacido de la teología y más tarde de la metafísica,

que no es otra cosa que una teología disfrazada que tiene la ridícula pretensión de no

querer ser absurda y se esfuerza vanamente en darse el carácter de ciencia.

Veamos ahora esta abstracción del Estado, paralela a la abstracción histórica que

se llama Iglesia, qué papel juega y continúa jugando en la vida real y en la sociedad

humana. He dicho que el Estado, por su mismo principio, es un inmenso cementerio;

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donde vienen a sacrificarse, a morir y a enterrarse todas las manifestaciones de la vida

individual y local, todos los intereses de las partes cuyo conjunto constituye

precisamente la sociedad; es el altar donde la libertad real y el bienestar de los pueblos

se inmolan a la grandeza política, y cuanto más completa es esa inmolación, más

perfecto es el Estado. He deducido y estoy convencido de que el Imperio de Rusia es el

Estado por excelencia, el Estado sin retórica ni frases, el más perfecto de Europa.

Por el contrario, todos los Estados en los cuales los pueblos puedan aún respirar,

son, desde el punto de vista del ideal, Estados incompletos, como todas las Iglesias, en

comparación de la Iglesia Católica Romana son Iglesias incompletas.

El Estado es una abstracción devoradora de la vida popular; mas para que una

abstracción pueda nacer, desarrollarse y continuar, es preciso que haya un cuerpo

colectivo real que esté interesado en su existencia. Esto no puede serlo la masa popular,

porque es precisamente la víctima. El cuerpo sacerdotal del Estado debe ser un cuerpo

privilegiado, porque los que gobiernan el Estado son como los sacerdotes de la religión

en la Iglesia.

En efecto, ¿qué vemos en la Historia? Que el Estado ha sido siempre el

patrimonio de una clase privilegiada, como la clase sacerdotal, la clase nobiliaria, la

clase burguesa; clase burocrática, al fin, porque cuando todas las clases se han

aniquilado, el Estado cae o se eleva como una máquina; pero para el bien del Estado es

preciso que haya una clase privilegiada cualquiera que se interese por su existencia, y

es, precisamente, el interés solidario de esta clase privilegiada, lo que se llama

patriotismo.

(Del periódico ginebrino Le Progrès, del 28 de abril de 1869).

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V

El patriotismo, en el sentido complejo que se atribuye ordinariamente a esta

palabra, ¿ha sido una pasión y una virtud popular?

Con la Historia en la mano no dudo en responder a esta pregunta con un no

decisivo, y para probar al lector que no me equivoco al contestar así, le pido permiso

para analizar los principales elementos que, combinados, de una manera más o menos

diferente, constituyen lo que se llama patriotismo.

Estos elementos son cuatro:

1º el elemento natural o fisiológico;

2º el elemento económico;

3º el elemento político y;

4º el elemento religioso o fanático.

El elemento fisiológico es el fondo principal de todo patriotismo, sencillo,

instintivo y brutal. Es una pasión natural que, precisamente por ser muy natural, está en

contradicción con toda política, y lo que es peor, dificulta el desarrollo económico,

científico y humano de la sociedad.

El patriotismo natural es un hecho puramente bestial que se encuentre en todos

los grados de la vida animal y hasta cierto punto en la vida vegetal; el patriotismo,

tomado en este sentido, es una guerra de destrucción; es la primera expresión humana

de ese grande y fatal combate por la existencia que constituye todo el desarrollo, toda la

vida del mundo natural o real; combate incesante, devorador, universal, que nutre a cada

individuo y a cada especie con la carne y la sangre de los individuos extranjeros, que,

renovándose fatalmente a cada instante, hace vivir y prosperar y desarrollarse las

especies más completas, más inteligentes y más fuertes a expensas de las demás.

Los que se ocupan de agricultura o de jardinería, saben lo que les cuesta

preservar sus plantas de la invasión de esos grandes parásitos, que les disputan la luz y

los elementos químicos de la tierra, indispensables a su nutrición; la planta más

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poderosa, la que se adapta mejor a las condiciones particulares del clima y del suelo,

como se desarrolla siempre con un vigor relativamente grande, tiende a matar a las

otras; es una lucha silenciosa, pero sin tregua, y precisa toda la enérgica intervención del

hombre para proteger contra esta invasión a las plantas que prefiere.

En el mundo animal, se reproduce la misma lucha, pero más ruidosa y

dramáticamente; no es la lucha silenciosa y sin ruido; la sangre corre, y el animal

destrozado, devorado y torturado, llena el aire con sus gemidos. Por fin, el hombre,

animal parlante, introduce la primera frase en esta lucha, y esa frase se llama el

patriotismo.

El combate de la vida en el mundo animal y vegetal, no es sólo una lucha

individual, es una lucha de especies, de grupos y de familias, unas contra otras. En cada

ser viviente hay dos instintos, dos grandes intereses principales: el del alimento y el de

la reproducción. Bajo el punto de vista de la nutrición, cada individuo es el enemigo

natural de todos los otros sin consideración de lazos de familia, de grupos, ni de

especies. El proverbio de que los lobos unos a otros no se muerden, no es verdad sino

mientras los lobos encuentran otros animales diferentes para saciar su apetito, pero

cuando éstos faltan, se devoran tranquilamente entre sí. Los gatos y las truchas y

muchos otros animales, se comen con frecuencia a sus propios hijos, y no hay animal

que no lo haga siempre que se encuentre acosado por el hambre.

Las sociedades humanas, ¿no han empezado por la antropofagia? ¿Quién no ha

oído esas lamentables historias de náufragos que, perdidos en el Océano sobre una débil

embarcación y acosados por el hambre, han echado suertes sobre quién había de ser

devorado por los otros? Y durante esa terrible hambre que acaba de diezmar a Argel,

¿no hemos visto madres devorar a sus propios hijos?

Es que el hambre es un rudo e invencible déspota, y la necesidad de nutrirse,

necesidad individual, es la primera ley y condición suprema de la vida; es la base de

toda vida humana y social, como lo es también de la vida animal y vegetal. Rebelarse

contra ésta, es aniquilar todo lo demás, es condenarse a la nada.

Pero al lado de esta ley fundamental de la naturaleza viviente hay otra también

muy esencial: la de la reproducción. La primera tiende a la conservación de los

individuos, la segunda a la constitución de las familias.

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19

Los individuos, para reproducirse, impulsados por una necesidad natural, buscan

para unirse los individuos que por su organización se les parecen más. Hay diferencias

de organización que hacen la unión estéril y a veces imposible. Esta imposibilidad es

evidente entre el mundo vegetal y el mundo animal; pero en este último, la unión de los

cuadrúpedos, por ejemplo, con los pájaros y los peces, los reptiles o los insectos, es

igualmente imposible. Si nos limitamos a los cuadrúpedos, encontraremos la misma

imposibilidad entre dos grupos diferentes y llegamos a la conclusión de que la

capacidad de la unión y el poder de la reproducción no es real para cada individuo sino

en una esfera muy limitada de individuos que están dotados de una organización

idéntica o aproximada a la suya, constituyendo con él el mismo grupo o la misma

familia.

El instinto de reproducción establece el único lazo de solidaridad que puede

existir entre los individuos del mundo animal, y en donde cesa la capacidad de unión,

cesa también la solidaridad animal. Todo lo que queda fuera de esa posibilidad de

reproducción para los individuos, constituye una especie diferente, un mundo

absolutamente extraño, hostil y condenado a la destrucción; todo lo que aquí se encierra

constituye la gran patria de la especie; como, por ejemplo, la humanidad para los

hombres.

Pero esa destrucción mutua de los individuos vivientes no se encuentra sólo en

los lindes de ese mundo limitado que llamamos la gran patria; los encontramos tan

feroces y algunas veces más en medio de ese mundo, a causa de la resistencia y de la

competencia que encuentran, porque las luchas crueles del amor se mezclan con las del

hambre.

Además, cada especie de animales se subdivide en grupos y en familias

diferentes bajo la influencia de las condiciones geográficas y climatológicas de los

diferentes países que habita; la diferencia más o menos grande de las condiciones de

vida, determina una diferencia correspondiente en la organización de los individuos que

pertenecen a la misma especie.

Ya se sabe que todo animal busca naturalmente la unión con el ser que más se le

parezca, de donde resulta el desarrollo de una gran cantidad de variedades dentro de la

misma especie; y como las diferencias que separan todas estas variaciones se fundan

principalmente en la reproducción, y la reproducción es la única base de toda

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20

solidaridad animal, es evidente que la gran solidaridad de la especie debe subdividirse

en otras tantas solidaridades más limitadas, o que la gran patria debe dividirse en una

multitud de pequeñas patrias animales, hostiles y destructoras las unas de las otras.

(Del periódico ginebrino Le Progrès, del 25 de mayo de 1869).

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21

VI

Ya he demostrado en mi carta precedente que el patriotismo, como cualidad o

pasión natural, procede de una ley fisiológica, de la que se determina precisamente la

separación de los seres vivientes en especies, en familias y en grupos.

La pasión patriótica es evidentemente una pasión solidaria. Para encontrarla más

explícita y más claramente determinada en el mundo animal, es preciso buscarla, sobre

todo, entre las especies de animales que, como el hombre, están dotados de una

naturaleza eminentemente sociable; por ejemplo, entre las hormigas, las abejas, los

castores y muchos otros que tienen habitaciones comunes, lo mismo que entre las

especies que vagan en manadas; los animales con domicilio colectivo y fijo representan

siempre, desde el punto de vista natural, el patriotismo de los pueblos agricultores, y los

animales vagabundos en manadas, el de los pueblos nómadas.

Es evidente que el primero es más completo que el último, puesto que éste no

implica más que la solidaridad de los individuos en manada y el primero añade a la de

los individuos la del suelo y el domicilio que habitan.

La costumbre, para los animales lo mismo que para los hombres, constituye una

segunda naturaleza, y ciertas maneras de vivir están mejor determinadas, más fijas entre

los animales colectivamente sedentarios que entre las manadas vagabundas; y las

diferentes costumbres y las maneras particulares de existencia constituyen un elemento

esencial del patriotismo.

Se podría definir el patriotismo natural así: es una adhesión instintiva, maquinal

y completamente desnuda de crítica a las costumbres de existencia colectivamente

tomadas y hereditarias o tradicionales, y una hostilidad también instintiva y maquinal

contra toda otra manera de vivir. Es el amor de los suyos y de lo suyo y el odio a todo lo

que tiene un carácter extranjero. El patriotismo es un egoísmo colectivo, por una parte,

y, por la otra, la guerra.

No es una solidaridad bastante poderosa para que los miembros de una

colectividad animal no se devoren entre sí en caso de necesidad, pero es bastante fuerte

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22

para que todos sus individuos, olvidando sus discordias civiles, se unan contra cada

intruso que llegue de una colectividad extraña.

Ved los perros de un pueblo, por ejemplo. Los perros no forman, por regla

general, República colectiva; abandonados a sus propios instintos, viven errantes como

los lobos y sólo bajo la influencia del hombre se hacen animales sedentarios, pero una

vez domesticados constituyen en cada pueblo una especie de República fundada en la

libertad individual, según la fórmula tan querida de los economistas burgueses; cada

uno para sí y el diablo para el último. Cuando un perro del pueblo vecino pasa solo por

la calle de otro pueblo, todos sus semejantes en discordias se van en masa contra del

desdichado forastero.

Yo pregunto, ¿no es esto la copia fiel o mejor dicho el original de las copias que

se repiten todos los días en la sociedad humana? ¿No es una manifestación perfecta de

ese patriotismo natural del que yo he dicho y repito que no es más que una pasión

brutal? Bestial, lo es, sin duda, porque los perros incontestablemente son bestias, y el

hombre, animal como el perro y como todos los animales en la Tierra, pero animal

dotado de la facultad fisiológica de pensar y hablar, comienza su historia por la

bestialidad para llegar, a través de los siglos, a la conquista y a la constitución más

perfecta de su humanidad.

Una vez conocido el origen del hombre, no hay que extrañarse de su bestialidad,

que es un hecho natural, entre otros hechos naturales, ni indignarse contra ella, pues no

es preciso combatirla con energía, porque toda la vida humana del hombre no es más

que un combate incesante contra su bestialidad natural en provecho de su humanidad.

Yo he querido hacer constar solamente que el patriotismo que nos cantan los

poetas, los políticos de todas las escuelas, los gobernantes y todas las clases

privilegiadas como una virtud ideal y sublime, tiene sus raíces, no en la humanidad del

hombre, sino en su bestialidad.

En efecto, en el origen de la Historia, y actualmente en las partes menos

civilizadas de la sociedad humana, vemos reinar el patriotismo natural. Constituye en

las colectividades humanas un sentimiento mucho más complicado que en las otras

colectividades animales, por la sola razón de que la vida del hombre abraza

incomparablemente más objetos que la de los animales; a las costumbres y a las

tradiciones físicas se unen en él las tradiciones más o menos abstractas, intelectuales y

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23

morales y una multitud de ideas y de representaciones falsas o verdaderas con diferentes

costumbres religiosas, económicas, políticas y sociales; todo esto constituido en tantos

elementos de patriotismo natural del hombre, mientras todas estas cosas, combinándose

de una manera o de otra, forman, con una colectividad cualquiera, un modo particular

de existencia, de una manera tradicional de vivir, de pensar y de obrar distinto de las

otras.

Pero aunque haya alguna diferencia entre el patriotismo natural de las

colectividades animales, con relación a la cantidad y a la calidad de los objetos que

abraza, tiene de común que son igualmente pasiones instintivas, tradicionales,

habituales y colectivas, y que la intensidad del uno como la del otro no depende en

modo alguno de la naturaleza de su contenido; por el contrario, se puede decir que

cuanto menos se complica el contenido, más sencillo, más intenso y más enérgicamente

exclusivo es el sentimiento patriótico que le manifiesta y le expresa.

El animal está evidentemente mucho más ligado que el hombre a las costumbres

tradicionales de la colectividad de que forma parte; en él, esa adhesión patriótica es

fatal, e incapaz de defenderse por sí mismo, no se libra alguna veces más que por la

influencia del hombre; lo mismo pasa en las colectividades humanas; cuanto menor es

la civilización, menos complicado y más sencillo es el fondo de la vida social y más

natural el patriotismo, es decir, la adhesión instintiva de los individuos por todas las

costumbres naturales, intelectuales y morales que constituyen la vida tradicional de una

colectividad particular, así como es más intenso el odio por todo lo que se diferencia y

es considerado extranjero. De aquí resulta que el patriotismo natural, esté en razón

inversa de la civilización, es decir, del triunfo de la humanidad en las sociedades

humanas.

Nadie disputará que el patriotismo instintivo o natural de las miserables

poblaciones de las zonas heladas, que la civilización humana apenas ha desflorado y

donde la vida material es tan pobre, no sea infinitamente más fuerte o más exclusivo que

el patriotismo de un francés, de un inglés o de un alemán, por ejemplo. El alemán, el

inglés, el francés, puede vivir y aclimatarse en todas partes, mientras el habitante de las

regiones polares moriría pronto de nostalgia si lo separasen de su país, y sin embargo,

¿hay algo más miserable y menos humano que su existencia? Esto prueba una vez más

que la intensidad del patriotismo natural no es una prueba de humanidad, sino de

brutalidad.

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24

Al lado de este elemento positivo de patriotismo, que consiste en la adhesión

instintiva de los individuos al modo particular de la existencia colectiva de la cual son

miembros, está el elemento negativo, tan esencial como el primero y del cual es

inseparable: es el horror igualmente instintivo por todo lo extranjero, instintivo y por

consecuencia bestial; sí, bestial realmente, porque este horror es tanto más enérgico e

invencible que el que siente cuando menos se piensa y se comprende, y, por

consiguiente, en este caso se es menos hombre.

Hoy, este horror patriótico por el extranjero, sólo se encuentra en los pueblos

salvajes; aunque también se encuentra en los pueblos medios salvajes de Europa a quién

la civilización burguesa no se ha dignado civilizar, pero en cambio no se olvida nunca

de explotar. Hay en las grandes capitales de Europa, en el mismo París y en Londres

sobre todo, calles abandonadas a una multitud miserable quien nadie ha sacado de su

oscuridad; basta que se presente un extraño para que una multitud de seres humanos

miserables, hombres, mujeres y niños casi desnudos llevando impresa en su rostro y en

toda su persona las señales de la miseria más espantosa y de la más profunda abyección,

le rodeen, le insulten y algunas veces le maltraten, sólo porque es extranjero. ¿Este

patriotismo brutal y salvaje, no es la negación absoluta de todo lo que se llama

humanidad?

Y sin embargo, hay periódicos burgueses muy bien escritos, como el Journal de

Genève, por ejemplo, que no siente vergüenza alguna explotando ese prejuicio tan poco

humano y esa pasión bestial. Quiero, sin embargo, hacerles la justicia de reconocer que

los explotan sin participar de sus opiniones y sólo encuentran interés en explotarlos, lo

mismo que sucede con los sacerdotes de todas las religiones, que predican las necedades

religiosas, sin creer en ellas, sólo porque el interés de las clases privilegiadas está en que

las masas populares continúen creyéndolas. Cuando el Journal de Genéve se encuentra

falto de argumentos y de pruebas, dice: esto es una cosa, una idea, un hombre

extranjeros, y tiene formada tan mezquina idea de sus compatriotas, que espera que le

bastará pronunciar la terrible palabra extranjero, para que, olvidando sentido común,

humanidad y justicia, se pongan todos a su lado.

No soy ginebrino, pero respeto mucho a los habitantes de Ginebra, para no creer

que el Journal se equivoca, pues sin duda, no querrán sacrificar la humanidad a la

bestialidad, explotada por la angustia.

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25

(Del periódico ginebrino Le Progrès, de junio de 1869).

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26

VII

Ya he dicho que el patriotismo, mientras es instintivo o natural y tiene sus raíces

en la vida animal, no es más que una combinación particular de costumbres colectivas,

materiales, intelectuales y morales, económicas, políticas y sociales, desarrolladas por la

tradición o la Historia en una sociedad humana muy limitada.

Estas costumbres - he añadido - pueden ser buenas o malas; el contenido o el

objeto de este sentimiento instintivo no tiene ninguna influencia sobre el grado de su

intensidad y, si se admitiera con relación a esto último una diferencia cualquiera, se

inclinaría más en favor de las malas costumbres que de las buenas, porque, a causa del

origen animal de toda sociedad humana y por efecto de esta gran inercia que ejerce una

acción tan poderosa en el mundo intelectual y moral, como en el mundo material, en

cada sociedad aún no degenerada que progresa y marcha adelante, las malas costumbres

están más profundamente arraigadas que las buenas. Esto nos explica por qué en la

suma total de las costumbres colectivas actuales y en los países más civilizados, las

nueve décimas partes por lo menos no valen nada.

No os imaginéis que quiero declarar la guerra a las costumbres que tienen

generalmente la sociedad y los hombres de dejarse gobernar por la costumbre. En esto,

como en muchas cosas, no hacen más que obedecer fatalmente a una ley natural y sería

absurdo rebelarse contra las leyes naturales. La acción de la costumbre en la vida

natural y moral de los individuos, lo mismo que en las sociedades, es la misma que la de

las fuerzas vegetativas en la vida animal; la una y la otra son condiciones de existencia y

de realidad; el bien, lo mismo que el mal, para ser una cosa real debe convertirse en

costumbre, sea individualmente en el hombre, sea en la sociedad; todos los ejercicios y

todos los estudios a que se entregan los hombres, no tienen otro objeto, y las mejores

cosas no se arraigan en el hombre hasta el punto de convertirse en segunda naturaleza

más que por la fuerza de la costumbre. No se trata, pues, de rebelarse locamente, puesto

que es un poder fatal que ninguna inteligencia o voluntad humana podrá distinguir; pero

si, iluminados por la razón del siglo y por la idea que nos formamos de la verdadera

justicia, queremos seriamente ser hombres, no tenemos más que hacer una cosa:

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27

emplear constantemente la fuerza de voluntad, es decir, la costumbre de querer extirpar

las malas costumbres, que circunstancias independientes de nosotros mismos han

desarrollado en nosotros, y reemplazarlas por otras buenas; para humanizar una

sociedad entera, es preciso destruir sin piedad todas las causas, todas las condiciones

económicas, políticas y sociales que producen en los individuos la tradición del mal y

reemplazarlas por condiciones que tengan por consecuencia necesaria engendrar en esos

mismos individuos la práctica y la costumbre del bien.

Desde el punto de vista de la conciencia moderna, de la humanidad y de la

justicia que, gracias al desarrollo pasado de la Historia, hemos logrado comprender, el

patriotismo es una mala y funesta costumbre, porque es la negación de la igualdad y de

la solidaridad humanas.

La cuestión social planteada prácticamente por el mundo obrero de Europa y de

América y cuya solución no es posible más que por la abolición de las fronteras de los

Estados, tiende necesariamente a destruir esta costumbre tradicional en la conciencia de

los trabajadores de todos los países. Yo demostraré más tarde cómo, desde comienzos

de este siglo, fue muy quebrantada en la conciencia de la alta burguesía comercial e

industrial, por el desarrollo prodigioso e internacional de sus riquezas y de sus intereses

económicos; pero es preciso que demuestre primero cómo, mucho antes de esta

revolución burguesa, el patriotismo natural instintivo, que, por su naturaleza, no puede

ser más que un sentimiento limitado y una costumbre colectiva local, ha sido, desde el

principio de la Historia, profundamente modificado, desnaturalizado y disminuido para

la formación sucesiva de los Estados políticos.

En efecto, el patriotismo, mientras es un sentimiento natural, es decir, producido

por la vida realmente solidaria de una colectividad y está poco debilitado por la

reflexión o por efecto de los intereses económicos y políticos, como por el de las

abstracciones religiosas, este patriotismo, si no todo, en gran parte animal, únicamente

puede abrazar un mundo muy limitado, como una tribu, etc. Al principio de la Historia,

como hoy en los pueblos salvajes, no había nación, ni lengua nacional, ni culto

nacional; no había más que patria en el sentido político de la palabra. Cada pequeña

localidad, cada pueblo, tenía su idioma particular, su dios, su sacerdote, y no era más

que una familia multiplicada y extensa que se afirmaba viviendo y que, en guerra con

las diferentes tribus existentes, negaba el resto de la humanidad. Tal es el patriotismo

natural en su enérgica y sencilla crudeza.

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28

Aun encontraremos restos de este patriotismo en algunos de los países más

civilizados de Europa; en Italia, por ejemplo, sobre todo en las provincias meridionales

de la península italiana, en donde la configuración del suelo, las montañas y el mar

crean barreras entre los valles y los pueblos, que los separa, los aísla y los hace casi

extraños los unos a los otros. Proudhon, en su folleto sobre la unidad italiana, ha

observado, con mucha razón, que esta unidad no era más que una idea, una pasión

burguesa y de ninguna manera popular, a las que las gentes del campo, por lo menos,

son hasta ahora en gran parte, extrañas, y añadiré que hasta hostiles, porque esta unidad

está en contradicción, por un lado, con su patriotismo local, y, por otro, no le ha

aportado nada más que una explotación implacable, la opresión y la ruina.

En Suiza, sobre todo en los cantones primitivos, ¿no vemos con frecuencia el

patriotismo local luchar contra el patriotismo cantonal y a éste contra el patriotismo

político, nacional, de la confederación republicana?

Para resumir, saco la conclusión de que el patriotismo como sentimiento natural,

siendo en esencia y en realidad un sentimiento substancialmente local, es un

impedimento serio para la formación de los Estados, y por consecuencia estos últimos, y

con ellos la civilización, no pueden establecerse más que destruyendo, si no del todo por

lo menos en grado considerable, esta pasión animal.

(Del periódico ginebrino Le Progrès, de julio de 1869).

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29

VIII

Después de haber considerado el patriotismo desde el punto de vista natural y

haber demostrado que es un sentimiento bestial o animal, porque es común a todas las

especies animales, y por el otro es esencialmente local, porque no puede abarcar más

que el espacio limitado en que el hombre privado de civilización pasa su vida, voy a

empezar ahora el análisis del patriotismo exclusivamente humano, del patriotismo

económico, político y religioso.

Es un hecho probado por los naturalistas y ya ha pasado al estado de axioma,

que el número de cada población animal corresponde siempre a la cantidad de medios

de subsistencia que encuentra en el país que habita. La población aumenta siempre que

los medios se encuentran en gran cantidad. Cuando una población animal ha devorado

todas las existencias del país, emigra; pero esta migración que les hace romper sus

antiguas costumbres, sus maneras diarias y rutinarias de vivir y les hace buscar sin

conocimiento, sin pensamiento alguno, instintivamente y a la ventura los medios de

subsistencia en países por completo desconocidos, va siempre acompañada de

privaciones y sufrimientos inmensos. La parte más grande de la población animal

emigrante muere de hambre, sirviendo con frecuencia de alimento a los supervivientes,

y la parte más pequeña es la que suele aclimatarse y encontrar nuevos elementos de vida

en otro país. Después viene la guerra entre las especies que se nutren con los mismos

alimentos; la guerra entre los que, para vivir, tienen que devorarse los unos a los otros.

Considerado así, el mundo natural no es más que un hecatombe sangrienta, una tragedia

horrorosa y lúgubre escrita por el hombre.

Los que admiten la existencia de un Dios creador no dudan de que le halagan

respetándole como el creador de este mundo. ¡Cómo! ¡Un Dios todo poder, todo

inteligencia, todo bondad, no ha podido crear más que un mundo como éste, un horror!

Es verdad que los teólogos tienen un excelente argumento para explicar esta

contradicción.

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30

El mundo había sido creado perfecto, dicen, y reinó primero una democracia

absoluta, hasta que pecó el hombre, y entonces Dios, furioso contra él, maldijo al

hombre y al mundo.

Esta explicación es tanto más edificante cuanto que está llena de absurdos, y ya

se sabe que en el absurdo consiste toda la fuerza de los teólogos.

Para ellos, cuanto más absurda e imposible es una cosa, más verdad es. Toda

religión no es otra cosa que la deificación del absurdo.

Así, Dios, que es perfecto, ha creado un mundo perfecto, pero esta perfección

puede atraer sobre ella la maldición de su creador, y después de haber sido una

perfección absoluta, se convierte en una absoluta imperfección. ¿Cómo la perfección ha

podido llegar a la imperfección? A esto responderán que, precisamente porque el

mundo, aunque perfecto en el momento de la creación, no era, sin embargo, una

perfección absoluta. Sólo Dios, siendo absoluto, es más perfecto. El mundo no era

perfecto más que de una manera relativa y en comparación de lo que es ahora.

Pero entonces, ¿por qué emplear la palabra perfección que no lleva nada de

relativo? La perfección, ¿no es necesariamente absoluta? Decid entonces que Dios

habría creado un mundo imperfecto, aunque mejor que el que vemos ahora; pero si no

era más que mejor, si era ya imperfecto al salir de las manos del creador, no presentaba

esa armonía y esa paz absoluta de la que los señores teólogos no dejan de hablar, y

entonces preguntamos: ¿Todo creador, según vuestro propio dicho, no debe ser juzgado

según su creación, como el obrero según su obra? El creador de una cosa imperfecta es

necesariamente un creador imperfecto; siendo el mundo imperfecto, Dios, su creador, es

necesariamente imperfecto, porque el hecho de haber creado un mundo imperfecto no

puede explicarse más que por su falta de inteligencia, o por su impotencia, o por su

maldad. Pero dirán: el mundo era perfecto, sólo que era menos perfecto que Dios; a esto

responderé que, cuando se trata de la perfección, no se puede hablar de más o de menos,

la perfección es completa, entera, absoluta, o no existe. De modo que, si el mundo era

menos perfecto que Dios, el mundo era imperfecto; de donde resulta que Dios, creador

de un mundo imperfecto, era él mismo imperfecto.

Para probar la existencia de Dios, los señores teólogos se verán obligados a

concederme que el mundo creado por él era perfecto en su origen; pero entonces yo les

haría unas pequeñas preguntas: primero, si el mundo ha sido perfecto, ¿cómo dos

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31

perfecciones podían existir separadas la una de la otra? La perfección no puede ser más

que única, no permite que sean dos, porque siendo dos, la una limita a la otra y la hace

necesariamente imperfecta, de modo que, si el mundo ha sido perfecto, no ha habido

Dios dentro ni fuera de él, el mundo mismo era Dios; otra pregunta: si el mundo ha sido

perfecto, ¿cómo ha hecho para decaer? ¡Linda perfección la que puede alterarse y

perderse! ¡Y si se admite que la perfección puede decaer, Dios puede decaer también!

Lo que quiere decir que Dios ha existido en la imaginación creyente de los hombres,

pero la razón humana, que triunfa cada vez más en la Historia, lo destruye.

En fin, ¡es muy singular este Dios de los cristianos! Crea al hombre de manera

que pueda y deba pecar y caer. Teniendo Dios entre todos sus atributos la omnisciencia,

no podía ignorar, al crear al hombre, que caería; y puesto que Dios lo sabía, el hombre

debía caer; de otra manera hubiera dado un solemne mentís a toda la omnisciencia

divina. ¿Que nos hablan de la libertad humana? ¡Había fatalidad! Obedeciendo a esta

pendiente fatal (lo que cualquier sencillo padre de familia hubiera previsto en el lugar de

Dios), el hombre cae, y he aquí a la divina perfección llena de terrible cólera, una cólera

tan ridícula como odiosa. Dios no maldijo solamente a los infractores de su ley, sino a

toda la descendencia humana que aún no existía, y, por consecuencia, era absolutamente

inocente del pecado de nuestros primeros padres, y, no contento con esta injusticia,

maldijo ese mundo armonioso que no tenía nada que ver y lo transformó en un

receptáculo de crímenes y horrores, en una perpetua carnicería. Después, esclavo de su

propia cólera y de la maldición pronunciada por sí mismo contra los hombres y el

mundo, contra su propia creación, y acordándose un poco tarde de que era un Dios de

amor, ¿qué hizo? No era bastante haber ensangrentado el mundo con su cólera, por lo

que ese Dios sanguinario vertió la sangre de su mismo Hijo, lo inmoló bajo el pretexto

de reconciliar al mundo con su Divina Majestad. ¡Todavía si lo hubiera logrado! Pero,

no; el mundo animal y humano quedó destrozado y ensangrentado, como antes de esa

monstruosa redención. De donde resulta claramente que el Dios de los cristianos, como

todos los dioses que le han precedido, es un Dios tan impotente como cruel y tan

absurdo como malvado.

¡Y absurdos parecidos son los que quieren imponer a nuestra libertad y a nuestra

razón! ¡Con semejantes monstruosidades pretenden moralizar y humanizar a los

hombres! Que los teólogos tengan el valor de renunciar francamente a la humanidad y a

la razón. No es bastante decir con Tertuliano: Credo quiz absurdum (Creo aunque sea

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32

absurdo), puesto que tratan de imponernos un cristianismo por medio del látigo como

hace el Zar de todas las Rusias; por la hoguera, como Calvino; por la Santa Inquisición,

como los buenos católicos; por la violencia, la tortura y la muerte, como querían hacerlo

los sacerdotes de todas las religiones posibles; que ensayen todos esos lindos medios,

pero no esperen nunca triunfar de otra manera. En cuanto a nosotros, dejemos de una

vez para siempre todos estos absurdos y estos horrores divinos con los que creen

locamente poder explotar largo tiempo a la plebe y a las masas obreras en su nombre, y,

volviendo a nuestro razonamiento humano, recordemos siempre que la luz humana, la

única que puede iluminarnos, emanciparnos y hacernos dignos y dichosos, no está al

principio, sino, relativamente al tiempo que vivimos, al fin de la Historia, y que el

hombre, en su desarrollo histórico, ha partido de la brutalidad para arrivar a la

humanidad.

No miremos nunca atrás, siempre adelante, porque adelante está nuestro sol y

nuestro bien, y si nos es permitido y si es útil mirar alguna vez atrás, no es más que para

justificar lo que hemos sido y lo que no debemos ser, lo que hemos hecho y lo que no

debemos hacer jamás.

El mundo natural es el teatro constante de una lucha interminable, de la lucha

por la vida. No tenemos porque preguntarnos por qué es así; nosotros no lo hemos

hecho, lo hemos encontrado así al nacer, es nuestro punto de partida natural, y no somos

responsables. Que nos baste saber que esto es, ha sido y será probablemente siempre así.

La armonía se establece por el combate, por el triunfo de los unos y con frecuencia por

la muerte de los otros.

El crecimiento y el desarrollo de las especies, están limitados por su propia

hambre y por el apetito de las otras especies, es decir, por el sufrimiento y por la muerte.

Nosotros no decimos, como los cristianos, que esta Tierra es un valle de lágrimas, pero

debemos convenir en que no es madre tan tierna como dicen y que los seres vivientes

necesitan mucha más energía para vivir. En el mundo natural, los fuertes viven y los

débiles sucumben y los primeros no viven sino porque los otros mueren.

¿Es posible que esta ley fatal de la vida natural, sea también la del mundo

humano y social?

(Del periódico ginebrino Le Progrès, de agosto de 1869).

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33

IX

Los hombres, ¿están condenados por su naturaleza a devorarse entre sí para vivir

como lo hacen los animales de otras especies?

¡Ay! Encontramos en la cuna de la civilización humana la antropofagia, y en

seguida las guerras de exterminio, las guerras de las razas, y de los pueblos; guerras de

conquista, guerras de equilibrio, guerras políticas y guerras religiosas; guerras por las

grandes ideas, como las que hace Francia dirigida por su actual emperador, y guerras

patrióticas para la gran unión nacional como las que planean el ministro pangermanista

de Berlín, y el Zar de San Petesburgo.

Y en el fondo de todo esto, a través de todas las frases hipócritas de que se

sirven para darse una apariencia de humanidad, y de derecho, ¿qué encontramos?

Siempre la misma cuestión económica, la tendencia de uno a vivir y prosperar a

expensas de los otros. Los ignorantes, los simples y los tontos, se dejan sorprender; pero

los hombres fuertes que dirigen los destinos de los Estados saben muy bien que en el

fondo de todas las guerras no hay más que un sólo interés: ¡el saqueo, la conquista de

las riquezas de otros y el servilismo del trabajo!

Tal es la realidad a la vez cruel y brutal que los dioses de todas las religiones, los

dioses de las batallas, no han dejado nunca de bendecir, empezando por Jehová, el Dios

de los judíos, el Padre de Nuestro Señor Jesucristo, que mandó a su pueblo elegido

exterminar a todos los habitantes de la Tierra prometida, y acabando por el Dios

católico representado por los Papas, que en recompensa del exterminio de los paganos,

de los mahometanos y de los herejes, dieron las tierras de estos desgraciados a sus

dichosos exterminadores. A las víctimas, el infierno; a los verdugos, los despojos, los

bienes de la tierra; tal es el fin de las guerras más santas, de las guerras religiosas.

Es evidente que hasta ahora la humanidad no ha hecho ninguna excepción para

esa ley general de bestialidad que condena a todos los seres vivientes a devorarse entre

sí para vivir; sólo el socialismo, poniendo en el lugar de la justicia política, jurídica y

divina, la justicia humana, reemplazando el patriotismo por la solidaridad universal de

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34

los hombres y la competencia económica por la organización internacional de una

sociedad fundada sobre el trabajo, podrá poner fin a esas manifestaciones brutales de la

bestialidad humana.

Pero hasta que triunfe en la Tierra, los congresos burgueses para la paz y para la

libertad protestarán en vano, y todos los Víctor Hugo del mundo inútilmente los

presidirán, porque los hombres continuarán devorándose como las bestias feroces.

Está probado que la historia humana, como la de todas las demás especies de

animales, ha comenzado por la guerra. Esa guerra, que no ha tenido ni tiene otro fin que

conquistar los medios de la vida, ha pasado por diferentes fases de desarrollo paralelas a

las diferentes fases de la civilización, es decir, del desarrollo de las necesidades del

hombre y de los medios de satisfacerlas. El hombre ha vivido primero, como todos los

animales, de frutos y de plantas, de caza y de pesca. Sin duda, durante muchos siglos, el

hombre cazó y pescó como lo hacen las bestias aún, sin ayuda de más instrumentos que

los que la naturaleza le había dado.

La primera vez que se sirvió de un arma grosera, de un sencillo bastón o de una

piedra, hizo un acto de reflexión y se reveló sin sospecharlo como un animal pensador,

como hombre; porque el arma más primitiva debió necesariamente adaptarse al fin que

el hombre se proponía obtener, y esto supone cierto cálculo que distingue esencialmente

al animal hombre de los demás animales de la Tierra. Gracias a esta facultad de

reflexionar, de pensar, de inventar, el hombre perfecciona sus armas, muy lentamente,

es verdad, a través de muchos siglos, y se transforma en cazador o en bestia feroz

armada.

Llegados a este primer grado de civilización, los pequeños grupos humanos

encontraron más facilidad para nutrirse matando a los seres vivientes, sin exceptuar a

los hombres, que debían servirles de alimento, que las bestias privadas de aquellos

instrumentos de caza o de guerra; y como la multiplicación de todas las especies de

animales está siempre en proporción directa de los medios de subsistencia, es evidente

que el número de hombres debía aumentar en una proporción mayor que el de los

animales de otras especies y que debía llegar un momento en que la inculta naturaleza

no podía bastar para alimentar a todo el mundo.

(Del periódico ginebrino Le Progrès, de septiembre de 1869).

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35

X

Si la razón humana no fuera progresiva; si, apoyándose por un lado sobre la

tradición - que conserva en provecho de las generaciones futuras los conocimientos

adquiridos por las generaciones pasadas - y propagándose, por otro lado, gracias a ese

don de la palabra, que es inseparable del don del pensamiento, no se desarrollara cada

vez más; si no estuviera dotada de la facultad ilimitada de inventar nuevos

procedimientos para defender su existencia contra todas las fuerzas naturales que le son

contrarias, esta insuficiencia de la naturaleza, habría sido necesariamente el límite de la

multiplicación de la especie humana.

Pero, gracias a esta preciosa facultad que le permite saber, reflexionar y

comprender, el hombre puede franquear ese límite natural que detiene el desarrollo de

todas las demás especies de animales. Cuando los manantiales naturales se agotaron, los

creó artificiales; aprovechando no su fuerza física, sino la superioridad de su

inteligencia, se concretó sencillamente, no a matar para devorar inmediatamente, sino a

someter y a domesticar hasta cierto punto a las bestias salvajes para que sirvieran a sus

fines, y de este modo, a través de los siglos, ciertos grupos de cazadores se

transformaron en grupos de pastores.

Esta nueva corriente de existencia multiplicó, naturalmente, a la especie humana

y hubo necesidad de crear nuevos medios de subsistencia. La explotación de las bestias

no bastó y los grupos humanos se pusieron a explotar la tierra; los pueblos nómadas y

los pastores se transformaron después de muchos más siglos en pueblos cultivadores.

En este periodo de la Historia, se estableció la esclavitud.

Los hombres, aún salvajes, empezaron primero por devorar a sus enemigos

muertos o prisioneros; pero cuando comenzaron a comprender la ventaja que tenía para

ellos servirse de las bestias o explotarlas sin matarlas, inmediatamente y sin duda

debieron de comprender la ventaja que podrían obtener de los servicios del hombre, el

animal más inteligente de la Tierra; por consecuencia, el enemigo vencido no fue

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Mijail Bakunin _____________________________________________________________________________________

36

devorado, pero fue hecho esclavo, obligado a trabajar para la subsistencia necesaria de

un amo.

El trabajo de los pueblos dedicados al pastoreo es tan sencillo, que no exige

apenas el trabajo de los esclavos. Así vemos que en los pueblos nómadas o dedicados al

pastoreo, el número de esclavos es muy limitado, por no decir que es nulo. Otra cosa

sucede con los pueblos sedentarios y agrícolas; la agricultura exige un trabajo asiduo y

penoso. El hombre libre de los bosques y de los llanos, el cazador, lo mismo que el

pastor, se sujetan a él con repugnancia; y así vemos en los pueblos salvajes de América

como es que, sobre el ser comparativamente más débil, que es la mujer, recaen los

trabajos más duros y asquerosos. Los hombres no conocen otro oficio que la caza y la

guerra - que aún en nuestra civilización son considerados los más nobles - y,

despreciando todas las demás ocupaciones, permanecen tendidos perezosamente

fumando sus pipas, mientras sus desgraciadas mujeres, esas esclavas naturales del

hombre bárbaro, sucumben bajo la pesada carga de su trabajo diario.

Un paso más en la civilización y el esclavo toma el sitio de la mujer; bestia de

suma inteligencia, y obligado a llevar la carga del trabajo corporal, genera el descanso y

el desarrollo intelectual y moral de su amo.

(Del periódico ginebrino Le Progrès, de octubre de 1869).

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37

LA COMUNA DE PARÍS Y LA NOCIÓN DE ESTADO

Esta obra, como todos los escritos que hasta la fecha he publicado, nació de los

acontecimientos. Es la continuación natural de las Cartas a un francés, publicadas en

septiembre de 1870, y en las cuales tuve el fácil y triste honor de prever y predecir las

horribles desgracias que hieren hoy a Francia, y con ella, a todo el mundo civilizado;

desgracias contra las que no había ni queda ahora más que un remedio: la revolución

social.

Probar esta verdad, de aquí en adelante incontestable, por el desenvolvimiento

histórico de la sociedad, y por los hechos mismos que se desarrollan bajo nuestros ojos

en Europa, de modo que sea aceptada por todos los hombres de buena fe, por todos los

investigadores sinceros de la verdad, y luego exponer francamente, sin reticencia, sin

equívocos, los principios filosóficos tanto como los fines prácticos que constituyen, por

decirlo así, el alma activa, la base y el fin de lo que llamamos la revolución social, es el

objeto del presente trabajo.

La tarea que me impuse no es fácil, lo sé, y se me podría acusar de presunción si

aportase a este trabajo una pretensión personal. Pero no hay tal cosa, puedo asegurarlo

al lector. No soy ni un sabio ni un filósofo, ni siquiera un escritor de oficio. Escribí muy

poco en mi vida y no lo hice nunca sino en caso de necesidad, y solamente cuando una

convicción apasionada me forzaba a vencer mi repugnancia instintiva a manifestarme

mediante mis escritos.

¿Qué soy yo, y qué me impulsa ahora a publicar este trabajo? Soy un buscador

apasionado de la verdad y un enemigo no menos encarnizado de las ficciones

perjudiciales de que el partido del orden, ese representante oficial, privilegiado e

interesado de todas las ignominias religiosas, metafísicas, políticas, jurídicas,

económicas y sociales, presentes y pasadas, pretende servirse hoy todavía para

embrutecer y esclavizar al mundo. Soy un amante fanático de la libertad, considerándola

como el único medio en el seno de la cual pueden desarrollarse y crecer la inteligencia,

la dignidad y la dicha de los hombres; no de esa libertad formal, otorgada, medida y

reglamentada por el Estado, mentira eterna y que en realidad no representa nunca nada

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Mijail Bakunin _____________________________________________________________________________________

38

más que el privilegio de unos pocos fundado sobre la esclavitud de todo el mundo; no

de esa libertad individualista, egoísta, mezquina y ficticia, pregonada por la escuela de

J. J. Rousseau, así como todas las demás escuelas del liberalismo burgués, que

consideran el llamado derecho de todos, representado por el Estado, como el límite del

derecho de cada uno, lo cual lleva necesariamente y siempre a la reducción del derecho

de cada uno a cero. No, yo entiendo que la única libertad verdaderamente digna de este

nombre, es la que consiste en el pleno desenvolvimiento de todas las facultades

materiales, intelectuales y morales de cada individuo. Y es que la libertad, la auténtica,

no reconoce otras restricciones que las propias de las leyes de nuestra propia naturaleza.

Por lo que, hablando propiamente, la libertad no tiene restricciones, puesto que esas

leyes no nos son impuestas por un legislador, sino que nos son inmanentes, inherentes, y

constituyen la base misma de todo nuestro ser, y no pueden ser vistas como una

limitante, sino más bien debemos considerarlas como las condiciones reales y la razón

efectiva de nuestra libertad.

Yo me refiero a la libertad de cada uno que, lejos de agotarse frente a la libertad

del otro, encuentra en ella su confirmación y su extensión hasta el infinito; la libertad

ilimitada de cada uno por la libertad de todos, la libertad en la solidaridad, la libertad en

la igualdad; la libertad triunfante sobre el principio de la fuerza bruta y del principio de

autoridad que nunca ha sido otra cosa que la expresión ideal de esa fuerza; la libertad

que, después de haber derribado todos los ídolos celestes y terrestres, fundará y

organizará un mundo nuevo: el de la humanidad solidaria, sobre la ruina de todas la

Iglesias y de todos los Estados.

Soy un partidario convencido de la igualdad económica y social, porque sé que

fuera de esa igualdad, la libertad, la justicia, la dignidad humana, la moralidad y el

bienestar de los individuos, lo mismo que la prosperidad de las naciones, no serán más

que otras tantas mentiras. Pero, partidario incondicional de la libertad, esa condición

primordial de la humanidad, pienso que la igualdad debe establecerse en el mundo por

la organización espontánea del trabajo y de la propiedad colectiva de las asociaciones

productoras libremente organizadas y federadas en las comunas, mas no por la acción

suprema y tutelar del Estado.

Este es el punto que nos divide a los socialistas revolucionarios, de los

comunistas autoritarios que defienden la iniciativa absoluta del Estado. El fin es el

mismo, ya que ambos deseamos por igual la creación de un orden social nuevo, fundado

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39

únicamente sobre la organización del trabajo colectivo en condiciones económicas de

irrestricta igualdad para todos, teniendo como base la posesión colectiva de los

instrumentos de trabajo.

Ahora bien, los comunistas se imaginan que podrían llegar a eso por el

desenvolvimiento y por la organización de la potencia política de las clases obreras, y

principalmente del proletariado de las ciudades, con ayuda del radicalismo burgués,

mientras que los socialistas revolucionarios, enemigos de toda ligazón y de toda alianza

equívoca, pensamos que no se puede llegar a ese fin más que por el desenvolvimiento y

la organización de la potencia no política sino social de las masas obreras, tanto de las

ciudades como de los campos, comprendidos en ellas los hombres de buena voluntad de

las clases superiores que, rompiendo con todo su pasado, quieran unirse francamente a

ellas y acepten íntegramente su programa.

He ahí dos métodos diferentes. Los comunistas creen deber el organizar a las

fuerzas obreras para posesionarse de la potencia política de los Estados. Los socialistas

revolucionarios nos organizamos teniendo en cuenta su inevitable destrucción, o, si se

quiere una palabra más cortés, teniendo en cuenta la liquidación de los Estados. Los

comunistas son partidarios del principio y de la práctica de la autoridad, los socialistas

revolucionarios no tenemos confianza más que en la libertad. Partidarios unos y otros de

la ciencia que debe liquidar a la fe, los primeros quisieran imponerla y nosotros nos

esforzamos en propagarla, a fin de que los grupos humanos, por ellos mismos se

convenzan, se organicen y se federen de manera espontánea, libre; de abajo hacia arriba

conforme a sus intereses reales, pero nunca siguiendo un plan trazado de antemano e

impuesto a las masas ignorantes por algunas inteligencias superiores.

Los socialistas revolucionarios pensamos que hay mucha más razón práctica y

espíritu en las aspiraciones instintivas y en las necesidades reales de las masas

populares, que en la inteligencia profunda de todos esos doctores y tutores de la

humanidad que, a tantas tentativas frustradas para hacerla feliz, pretenden añadir otro

fracaso más. Los socialistas revolucionarios pensamos, al contrario, que la humanidad

ya se ha dejado gobernar bastante tiempo, demasiado tiempo, y se ha convencido que la

fuente de sus desgracias no reside en tal o cual forma de gobierno, sino en el principio y

en el hecho mismo del gobierno, cualquiera que este sea.

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Esta es, en fin, la contradicción que existe entre el comunismo científicamente

desarrollado por la escuela alemana y aceptado en parte por los socialistas americanos e

ingleses, y el socialismo revolucionario ampliamente desenvuelto y llevado hasta sus

últimas consecuencias, por el proletariado de los países latinos.

El socialismo revolucionario llevó a cabo un intento práctico en la Comuna de

París.

Soy un partidario de la Comuna de París, la que no obstante haber sido

masacrada y sofocada en sangre por los verdugos de la reacción monárquica y clerical,

no por eso ha dejado de hacerse más vivaz, más poderosa en la imaginación y en el

corazón del proletariado de Europa; soy partidario de ella sobre todo porque ha sido una

audaz negativa del Estado.

Es un hecho histórico el que esa negación del Estado se haya manifestado

precisamente en Francia, que ha sido hasta ahora el país mas proclive a la centralización

política; y que haya sido precisamente París, la cabeza y el creador histórico de esa gran

civilización francesa, el que haya tomado la iniciativa. París, abdicando de su corona y

proclamando con entusiasmo su propia decadencia para dar la libertad y la vida a

Francia, a Europa, al mundo entero; París, afirmando nuevamente su potencia histórica

de iniciativa al mostrar a todos los pueblos esclavos el único camino de emancipación y

de salvación; París, que da un golpe mortal a las tradiciones políticas del radicalismo

burgués y una base real al socialismo revolucionario; París, que merece de nuevo las

maldiciones de todas las gentes reaccionarias de Francia y de Europa; París, que se

envuelve en sus ruinas para dar un solemne desmentido a la reacción triunfante; que

salva, con su desastre, el honor y el porvenir de Francia y demuestra a la humanidad que

si bien la vida, la inteligencia y la fuerza moral se han retirado de las clases superiores,

se conservaron enérgicas y llenas de porvenir en el proletariado; París, que inaugura la

era nueva, la de la emancipación definitiva y completa de las masas populares y de su

real solidaridad a través y a pesar de las fronteras de los Estados; París, que mata la

propiedad y funda sobre sus ruinas la religión de la humanidad; París, que se proclama

humanitario y ateo y reemplaza las funciones divinas por las grandes realidades de la

vida social y la fe por la ciencia; las mentiras y las iniquidades de la moral religiosa,

política y jurídica por los principios de la libertad, de la justicia, de la igualdad y de la

fraternidad, fundamentos eternos de toda moral humana; París heroico y racional

confirmando con su caída el inevitable destino de la humanidad transmitiéndolo mucho

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más enérgico y viviente a las generaciones venideras; París, inundado en la sangre de

sus hijos más generosos. París, representación de la humanidad crucificada por la

reacción internacional bajo la inspiración inmediata de todas las iglesias cristianas y del

gran sacerdote de la iniquidad, el Papa. Pero la próxima revolución internacional y

solidaria de los pueblos será la resurrección de París.

Tal es el verdadero sentido y tales las consecuencias bienhechoras e inmensas de

los dos meses memorables de la existencia y de la caída imperecedera de la Comuna de

París.

La Comuna de París ha durado demasiado poco tiempo y ha sido demasiado

obstaculizada en su desenvolvimiento interior por la lucha mortal que debió sostener

contra la reacción de Versalles, para que haya podido, no digo aplicar, sino elaborar

teóricamente su programa socialista. Por lo demás, es preciso reconocerlo, la mayoría

de los miembros de la Comuna no eran socialistas propiamente y, si se mostraron tales,

es que fueron arrastrados invisiblemente por la fuerza irresistible de las cosas, por la

naturaleza de su ambiente, por las necesidades de su posición y no por su convicción

íntima. Los socialistas, a la cabeza de los cuales se coloca naturalmente nuestro amigo

Varlin, no formaban en la Comuna mas que una minoría ínfima; a lo sumo no eran más

que unos catorce o quince miembros. El resto estaba compuesto por jacobinos. Pero

entendámonos, hay de jacobinos a jacobinos. Existen los jacobinos abogados y

doctrinarios, como el señor Gambetta, cuyo republicanismo positivista, presuntuoso,

despótico y formalista, habiendo repudiado la antigua fe revolucionaria y no habiendo

conservado del jacobinismo mas que el culto de la unidad y de la autoridad, entregó la

Francia popular a los prusianos y más tarde a la reacción interior; y existen los

jacobinos francamente revolucionarios, los héroes, los últimos representantes sinceros

de la fe democrática de 1793, capaces de sacrificar su unidad y su autoridad bien

amadas, a las necesidades de la revolución, ante todo; y como no hay revolución sin

masas populares, y como esas masas tienen eminentemente hoy el instinto socialista y

no pueden ya hacer otra revolución que una revolución económica y social, los

jacobinos de buena fe, dejándose arrastrar más y más por la lógica del movimiento

revolucionario, acabaron convirtiéndose en socialistas a su pesar.

Tal fue precisamente la situación de los jacobinos que formaron parte de la

Comuna de París. Delescluze y muchos otros, firmaron proclamas y programas cuyo

espíritu general y cuyas promesas eran positivamente socialistas. Pero como a pesar de

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toda su buena fe y de toda su buena voluntad no eran más que individuos arrastrados al

campo socialista por la fuerza de las circunstancias, como no tuvieron tiempo ni

capacidad para vencer y suprimir en ellos el cúmulo de prejuicios burgueses que estaban

en contradicción con el socialismo, hubieron de paralizarse y no pudieron salir de las

generalidades, ni tomar medidas decisivas que hubiesen roto para siempre todas sus

relaciones con el mundo burgués.

Fue una gran desgracia para la Comuna y para ellos; fueron paralizados y

paralizaron la Comuna; pero no se les puede reprochar como una falta. Los hombres no

se transforman de un día a otro y no cambian de naturaleza ni de hábitos a voluntad.

Han probado su sinceridad haciéndose matar por la Comuna. ¿Quién se atreverá a

pedirles más?

Son tanto más excusables cuanto que el pueblo de París mismo, bajo la

influencia del cual han pensado y obrado, era mucho más socialista por instinto que por

idea o convicción reflexiva. Todas sus aspiraciones son en el más alto grado y

exclusivamente socialistas; pero sus ideas o más bien sus representaciones tradicionales

están todavía bien lejos de haber llegado a esta altura. Hay todavía muchos prejuicios

jacobinos, muchas imaginaciones dictatoriales y gubernamentales en el proletariado de

las grandes ciudades de Francia y aún en el de París. El culto a la autoridad religiosa,

esa fuente histórica de todas las desgracias, de todas las depravaciones y de todas las

servidumbres populares no ha sido desarraigado aún completamente de su seno. Esto es

tan cierto que hasta los hijos más inteligentes del pueblo, los socialistas más

convencidos, no llegaron aún a libertarse de una manera completa de ella. Mirad su

conciencia y encontraréis al jacobino, al gubernamentalista, rechazado hacia algún

rincón muy oscuro y vuelto muy modesto, es verdad, pero no enteramente muerto.

Por otra parte, la situación del pequeño número de los socialistas convencidos

que han constituido parte de la Comuna era excesivamente difícil. No sintiéndose

suficientemente sostenidos por la gran masa de la población parisiense, influenciando

apenas sobre unos millares de individuos, la organización de la Asociación

Internacional, por lo demás muy imperfecta, han debido sostener una lucha diaria

contra la mayoría jacobina. ¡Y en medio de qué circunstancias! Les ha sido necesario

dar trabajo y pan a algunos centenares de millares de obreros, organizarlos y armarlos

combatiendo al mismo tiempo las maquinaciones reaccionarias en una ciudad inmensa

como París, asediada, amenazada por el hambre, y entregada a todas las sucias empresas

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de la reacción que había podido establecerse y que se mantenía en Versalles, con el

permiso y por la gracia de los prusianos. Les ha sido necesario oponer un gobierno y un

ejército revolucionarios al gobierno y al ejército de Versalles, es decir, que para

combatir la reacción monárquica y clerical, han debido, olvidando y sacrificando ellos

mismos las primeras condiciones del socialismo revolucionario, organizarse en reacción

jacobina.

¿No es natural que en medio de circunstancias semejantes, los jacobinos, que

eran los más fuertes, puesto que constituían la mayoría en la Comuna y que además

poseían en un grado infinitamente superior el instinto político, la tradición y la práctica

de la organización gubernamental, hayan tenido inmensas ventajas sobre los socialistas?

De lo que hay que asombrarse es de que no se hayan aprovechado mucho más de lo que

lo hicieron, de que no hayan dado a la sublevación de París un carácter exclusivamente

jacobino y de que se hayan dejado arrastrar, al contrario, a una revolución social.

Sé que muchos socialistas, muy consecuentes en su teoría, reprochan a nuestros

amigos de París el no haberse mostrado suficientemente socialistas en su práctica

revolucionaria, mientras que todos los ladrones de la prensa burguesa los acusan, al

contrario, de no haber seguido más que demasiado fielmente el programa del

socialismo. Dejemos por el momento a un lado a los innobles denunciadores de esa

prensa, y observemos que los severos teóricos de la emancipación del proletariado son

injustos hacia nuestros hermanos de París porque, entre las teorías más justas y su

práctica, hay una distancia inmensa que no se franquea en algunos días. El que ha tenido

la dicha de conocer a Varlin, por ejemplo, para no nombrar sino a aquel cuya muerte es

cierta, sabe cómo han sido apasionadas, reflexivas y profundas en él y en sus amigos las

convicciones socialistas. Eran hombres cuyo celo ardiente, cuya abnegación y buena fe

no han podido ser nunca puestas en duda por nadie de los que se les hayan acercado.

Pero precisamente porque eran hombres de buena fe, estaban llenos de desconfianza en

sí mismos al tener que poner en práctica la obra inmensa a que habían dedicado su

pensamiento y su vida. Tenían por lo demás la convicción de que en la revolución

social, diametralmente opuesta a la revolución política, la acción de los individuos es

casi nula y, por el contrario, la acción espontánea de las masas lo es todo. Todo lo que

los individuos pueden hacer es elaborar, aclarar y propagar las ideas que corresponden

al instinto popular y además contribuir con sus esfuerzos incesantes a la organización

revolucionaria del potencial natural de las masas, pero nada más, siendo al pueblo

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trabajador al que corresponde hacerlo todo. Ya que actuando de otro modo se llegaría a

la dictadura política, es decir, a la reconstitución del Estado, de los privilegios, de las

desigualdades, llegándose al restablecimiento de la esclavitud política, social,

económica de las masas populares.

Varlin y sus amigos, como todos los socialistas sinceros, y en general como

todos los trabajadores nacidos y educados en el pueblo, compartían en el más alto grado

esa prevención perfectamente legítima contra la iniciativa continua de los mismos

individuos, contra la dominación ejercida por las individualidades superiores; y como

ante todo eran justos, dirigían también esa prevención, esa desconfianza, contra sí

mismos más que contra todas las otras personas. Contrariamente a ese pensamiento de

los comunistas autoritarios, según mi opinión, completamente erróneo, de que una

revolución social puede ser decretada y organizada sea por una dictadura, sea por una

asamblea constituyente salida de una revolución política, nuestros amigos, los

socialistas de París, han pensado que no podía ser hecha y llevada a su pleno

desenvolvimiento más que por la acción espontánea y continua de las masas, de los

grupos y de las asociaciones populares.

Nuestros amigos de París han tenido mil veces razón. Porque, en efecto, por

general que sea, ¿cuál es la cabeza, o si se quiere hablar de una dictadura colectiva,

aunque estuviese formada por varios centenares de individuos dotados de facultades

superiores, cuáles son los cerebros capaces de abarcar la infinita multiplicidad y

diversidad de los intereses reales, de las aspiraciones, de las voluntades, de las

necesidades cuya suma constituye la voluntad colectiva de un pueblo, y capaces de

inventar una organización social susceptible de satisfacer a todo el mundo? Esa

organización no será nunca más que un lecho de Procusto sobre el cual, la violencia más

o menos marcada del Estado forzará a la desgraciada sociedad a extenderse. Esto es lo

que sucedió siempre hasta ahora, y es precisamente a este sistema antiguo de la

organización por la fuerza a lo que la revolución social debe poner un término, dando a

las masas su plena libertad, a los grupos, a las comunas, a las asociaciones, a los

individuos mismos, y destruyendo de una vez por todas la causa histórica de todas las

violencias, el poder y la existencia misma del Estado, que debe arrastrar en su caída

todas las iniquidades del derecho jurídico con todas las mentiras de los cultos diversos,

pues ese derecho y esos cultos no han sido nunca nada más que la consagración

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obligada, tanto ideal como real, de todas las violencias representadas, garantizadas y

privilegiadas por el Estado.

Es evidente que la libertad no será dada al género humano, y que los intereses

reales de la sociedad, de todos los grupos, de todas las organizaciones locales así como

de todos los individuos que la forman, no podrán encontrar satisfacción real más que

cuando no haya Estados. Es evidente que todos los intereses llamados generales de la

sociedad, que el Estado pretende representar y que en realidad no son otra cosa que la

negación general y consciente de los intereses positivos de las regiones, de las comunas,

de las asociaciones y del mayor número de individuos a él sometidos, constituyen una

ficción, una obstrucción, una mentira, y que el Estado es como una carnicería y como un

inmenso cementerio donde, a su sombra, acuden generosa y beatamente, a dejarse

inmolar y enterrar, todas las aspiraciones reales, todas las fuerzas vivas de un país; y

como ninguna abstracción existe por sí misma, ya que no tiene ni piernas para caminar,

ni brazos para crear, ni estómago para digerir esa masa de víctimas que se le da para

devorar, es claro que también la abstracción religiosa o celeste de Dios, representa en

realidad los intereses positivos, reales, de una casta privilegiada: el clero, y su

complemento terrestre, la abstracción política, el Estado, representa los intereses no

menos positivos y reales de la clase explotadora que tiende a englobar todas las demás:

la burguesía. Y como el clero está siempre dividido y hoy tiende a dividirse todavía más

en una minoría muy poderosa y muy rica, y una mayoría muy subordinada y hasta cierto

punto miserable. Por su parte, la burguesía y sus diversas organizaciones políticas y

sociales, en la industria, en la agricultura, en la banca y en el comercio, al igual que en

todos los órganos administrativos, financieros, judiciales, universitarios, policiales y

militares del Estado, tiende a escindirse cada día más en una oligarquía realmente

dominadora y en una masa innumerable de seres más o menos vanidosos y más o menos

decaídos que viven en una perpetua ilusión, rechazados inevitablemente y empujados,

cada vez más hacia el proletariado por una fuerza irresistible: la del desenvolvimiento

económico actual, quedando reducidos a servir de instrumentos ciegos de esa oligarquía

omnipotente.

La abolición de la Iglesia y del Estado debe ser la condición primaria e

indispensable de la liberación real de la sociedad; después de eso, ella sola puede y debe

organizarse de otro modo, pero no de arriba a abajo y según un plan ideal, soñado por

algunos sabios, o bien a golpes de decretos lanzados por alguna fuerza dictatorial o

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hasta por una asamblea nacional elegida por el sufragio universal. Tal sistema, como lo

he dicho ya, llevaría inevitablemente a la creación de un nuevo Estado, y, por

consiguiente, a la formación de una aristocracia gubernamental, es decir, de una clase

entera de gentes que no tienen nada en común con la masa del pueblo y, ciertamente,

esa clase volvería a explotar y a someter bajo el pretexto de la felicidad común, o para

salvar al Estado.

La futura organización social debe ser estructurada solamente de abajo a arriba,

por la libre asociación y federación de los trabajadores, en las asociaciones primero,

después en las comunas, en las regiones, en las naciones y finalmente en una gran

federación internacional y universal. Es únicamente entonces cuando se realizará el

orden verdadero y vivificador de la libertad y de la dicha general, ese orden que, lejos

de renegar, afirma y pone de acuerdo los intereses de los trabajadores y los de la

sociedad.

Se dice que el acuerdo y la solidaridad universal de los individuos y de la

sociedad no podrá realizarse nunca porque esos intereses, siendo contradictorios, no

están en condición de contrapesarse ellos mismos o bien de llegar a un acuerdo

cualquiera. A una objeción semejante responderé que si hasta el presente los intereses

no han estado nunca ni en ninguna parte en acuerdo mutuo, ello tuvo su causa en el

Estado, que sacrificó los intereses de la mayoría en beneficio de una minoría

privilegiada. He ahí por qué esa famosa incompatibilidad y esa lucha de intereses

personales con los de la sociedad, no es más que otro engaño y una mentira política,

nacida de la mentira teológica que imaginó la doctrina del pecado original para

deshonrar al hombre y destruir en él la conciencia de su propio valor. Esa misma idea

falsa del antagonismo de los intereses fue creada también por los sueños de la metafísica

que, como se sabe, es próxima pariente de la teología. Desconociendo la sociabilidad de

la naturaleza humana, la metafísica consideraba la sociedad como un agregado

mecánico y puramente artificial de individuos asociados repentinamente en nombre de

un tratado cualquiera, formal o secreto, concluido libremente, o bien bajo la influencia

de una fuerza superior. Antes de unirse en sociedad, esos individuos, dotados de una

especie de alma inmortal, gozaban de una absoluta libertad.

Pero si los metafísicos, sobre todo los que creen en la inmortalidad del alma,

afirman que los hombres fuera de la sociedad son seres libres, nosotros llegamos

entonces inevitablemente a una conclusión: que los hombres no pueden unirse en

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sociedad más que a condición de renegar de su libertad, de su independencia natural y

de sacrificar sus intereses, personales primero y grupales después. Tal renunciamiento y

tal sacrificio de sí mismos debe ser por eso tanto más imperioso cuanto que la sociedad

es más numerosa y su organización más compleja. En tal caso, el Estado es la expresión

de todos los sacrificios individuales. Existiendo bajo una semejante forma abstracta, y al

mismo tiempo violenta, continúa perjudicando más y más la libertad individual en

nombre de esa mentira que se llama felicidad pública, aunque es evidente que la misma

no representa más que los intereses de la clase dominante. El Estado, de ese modo, se

nos aparece como una negación inevitable y como una aniquilación de toda libertad, de

todo interés individual y general.

Se ve aquí que en los sistemas metafísicos y teológicos, todo se asocia y se

explica por sí mismo. He ahí por qué los defensores lógicos de esos sistemas pueden y

deben, con la conciencia tranquila, continuar explotando las masas populares por medio

de la Iglesia y del Estado. Llenandose los bolsillos y sacando todos sus sucios deseos,

pueden al mismo tiempo consolarse con el pensamiento de que penan por la gloria de

Dios, por la victoria de la civilización y por la felicidad eterna del proletariado.

Pero nosotros, que no creemos ni en Dios ni en la inmortalidad del alma, ni en la

propia libertad de la voluntad, afirmamos que la libertad debe ser comprendida, en su

acepción más completa y más amplia, como fin del progreso histórico de la humanidad.

Por un extraño aunque lógico contraste, nuestros adversarios idealistas, de la teología y

de la metafísica, toman el principio de la libertad como fundamento y base de sus

teorías, para concluir buenamente en la indispensabilidad de la esclavitud de los

hombres. Nosotros, materialistas en teoría, tendemos en la práctica a crear y hacer

duradero un idealismo racional y noble. Nuestros enemigos, idealistas divinos y

trascendentes, caen hasta el materialismo práctico, sanguinario y vil, en nombre de la

misma lógica, según la cual todo desenvolvimiento es la negación del principio

fundamental. Estamos convencidos de que toda la riqueza del desenvolvimiento

intelectual, moral y material del hombre, lo mismo que su aparente independencia, son

el producto de la vida en sociedad. Fuera de la sociedad, el hombre no solamente no

será libre, sino que no será hombre verdadero, es decir, un ser que tiene conciencia de sí

mismo, que siente, piensa y habla. El concurso de la inteligencia y del trabajo colectivo

ha podido forzar al hombre a salir del estado de salvaje y de bruto que constituía su

naturaleza primaria. Estamos profundamente convencidos de la siguiente verdad: que

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toda la vida de los hombres, es decir, sus intereses, tendencias, necesidades, ilusiones, e

incluso sus tonterías, tanto como las violencias, y las injusticias que en carne propia

sufren, no representa más que la consecuencia de las fuerzas fatales de la vida en

sociedad. Las gentes no pueden admitir la idea de independencia mutua, sin renegar de

la influencia recíproca de la correlación de las manifestaciones de la naturaleza exterior.

En la naturaleza misma, esa maravillosa correlación y filiación de los fenómenos

no se ha conseguido sin lucha. Al contrario, la armonía de las fuerzas de la naturaleza

no aparece más que como resultado verdadero de esa lucha constante que es la

condición misma de la vida y el movimiento. En la naturaleza y en la sociedad el orden

sin lucha es la muerte.

Si en el universo el orden natural es posible, es únicamente porque ese universo

no es gobernado según algún sistema imaginado de antemano e impuesto por una

voluntad suprema. La hipótesis teológica de una legislación divina conduce a un

absurdo evidente y a la negación, no sólo de todo orden, sino de la naturaleza misma.

Las leyes naturales no son reales más que en tanto son inherentes a la naturaleza, es

decir, en tanto que no son fijadas por ninguna autoridad. Estas leyes no son más que

simples manifestaciones, o bien continuas modalidades de hechos muy variados,

pasajeros, pero reales. El conjunto constituye lo que llamamos naturaleza. La

inteligencia humana y la ciencia observaron estos hechos, los controlaron

experimentalmente, después los reunieron en un sistema y los llamaron leyes. Pero la

naturaleza misma no conoce leyes; obra inconscientemente, representando por sí misma

la variedad infinita de los fenómenos que aparecen y se repiten de una manera fatal. He

ahí por qué, gracias a esa inevitabilidad de la acción, el orden universal puede existir y

existe de hecho.

Un orden semejante aparece también en la sociedad humana que evoluciona en

apariencia de un modo llamado antinatural, pero en realidad se somete a la marcha

natural e inevitable de las cosas. Sólo que la superioridad del hombre sobre los otros

animales y la facultad de pensar unieron a su desenvolvimiento un elemento particular

que, como todo lo que existe, representa el producto material de la unión y de la acción

de las fuerzas naturales. Este elemento particular es el razonamiento, o bien esa facultad

de generalización y de abstracción gracias a la cual el hombre puede proyectarse por el

pensamiento, examinándose y observándose como un objeto exterior extraño.

Elevándose, por las ideas, por sobre sí mismo, así como por sobre el mundo

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circundante, logra arrivar a la representación de la abstracción perfecta: a la nada

absoluta. Este límite último de la más alta abstracción del pensamiento, esa nada

absoluta, es Dios.

He ahí el sentido y el fundamento histórico de toda doctrina teológica. No

comprendiendo la naturaleza y las causas materiales de sus propios pensamientos, no

dándose cuenta tampoco de las condiciones o leyes naturales que le son especiales, los

hombres de la Iglesia y del Estado no pueden imaginar a los primeros hombres en

sociedad, puesto que sus nociones absolutas no son más que el resultado de la facultad

de concebir ideas abstractas. He ahí porque consideraron esas ideas, sacadas de la

naturaleza, como objetos reales ante los cuales la naturaleza misma cesaba de ser algo.

Luego se dedicaron a adorar a sus ficciones, sus imposibles nociones de absoluto, y a

prodigarles todos los honores. Pero era preciso, de una manera cualquiera, figurar y

hacer sensible la idea abstracta de la nada o de Dios. Con este fin inflaron la concepción

de la divinidad y la dotaron, de todas las cualidades, buenas y malas, que encontraban

sólo en la naturaleza y en la sociedad.

Tal fue el origen y el desenvolvimiento histórico de todas las religiones,

comenzando por el fetichismo y acabando por el cristianismo.

No tenemos la intención de lanzarnos en la historia de los absurdos religiosos,

teológicos y metafísicos, y menos aún de hablar del desplegamiento sucesivo de todas

las encarnaciones y visiones divinas creadas por siglos de barbarie. Todo el mundo sabe

que la superstición dio siempre origen a espantosas desgracias y obligó a derramar ríos

de sangre y lágrimas. Diremos sólo que todos esos repulsivos extravíos de la pobre

humanidad fueron hechos históricos inevitables en su desarrollo y en la evolución de los

organismos sociales. Tales extravíos engendraron en la sociedad esta idea fatal que

domina la imaginación de los hombres: la idea de que el universo es gobernado por una

fuerza y por una voluntad sobrenaturales. Los siglos sucedieron a los siglos, y las

sociedades se habituaron hasta tal punto a esta idea que finalmente mataron en ellas toda

tendencia hacia un progreso más lejano y toda capacidad para llegar a él.

La ambición de algunos individuos y de algunas clases sociales, erigieron en

principio la esclavitud y la conquista, y enraizaron la terrible idea de la divinidad. Desde

entonces, toda sociedad fue imposible sin tener como base éstas dos instituciones: la

Iglesia y el Estado. Estas dos plagas sociales son defendidas por todos los doctrinarios.

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Apenas aparecieron estas dos instituciones en el mundo, se organizaron

repentinamente dos castas sociales: la de los sacerdotes y la de los aristócratas, que sin

perder tiempo se preocuparon en inculcar profundamente al pueblo subyugado la

indispensabilidad, la utilidad y la santidad de la Iglesia y del Estado.

Todo eso tenía por fin transformar la esclavitud brutal en una esclavitud legal,

prevista, consagrada por la voluntad del Ser Supremo.

Pero ¿creían sinceramente, los sacerdotes y los aristócratas, en esas instituciones

que sostenían con todas sus fuerzas en su interés particular? o acaso ¿no eran más que

mistificadores y embusteros? No, respondo, creo que al mismo tiempo eran creyentes e

impostores.

Ellos creían, también, porque compartían natural e inevitablemente los extravíos

de la masa y es sólo después, en la época de la decadencia del mundo antiguo, cuando

se hicieron escépticos y embusteros. Existe otra razón que permite considerar a los

fundadores de los Estados como gentes sinceras: el hombre cree fácilmente en lo que

desea y en lo que no contradice a sus intereses; no importa que sea inteligente e

instruido, ya que por su amor propio y por su deseo de convivir con sus semejantes y de

aprovecharse de su respeto creerá siempre en lo que le es agradable y útil. Estoy

convencido de que, por ejemplo, Thiers y el gobierno versallés se esforzaron a toda

costa por convencerse de que matando en París a algunos millares de hombres, de

mujeres y de niños, salvaban a Francia.

Pero si los sacerdotes, los augures, los aristócratas y los burgueses, de los viejos

y de los nuevos tiempos, pudieron creer sinceramente, no por eso dejaron de ser siempre

mistificadores. No se puede, en efecto, admitir que hayan creído en cada una de las

ideas absurdas que constituyen la fe y la política. No hablo siquiera de la época en que,

según Cicerón, los augures no podían mirarse sin reír. Aun en los tiempos de la

ignorancia y de la superstición general es difícil suponer que los inventores de milagros

cotidianos hayan sido convencidos de la realidad de esos milagros. Igual se puede decir

de la política, según la cual es preciso subyugar y explotar al pueblo de tal modo, que no

se queje demasiado de su destino, que no se olvide someterse y no tenga el tiempo para

pensar en la resistencia y en la rebelión.

¿Cómo, pues, imaginar después de eso que las gentes que han transformado la

política en un oficio y conocen su objeto - es decir, la injusticia, la violencia, la mentira,

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la traición, el asesinato en masa y aislado -, puedan creer sinceramente en el arte

político y en la sabiduría de un Estado generador de la felicidad social? No pueden

haber llegado a ese grado de estupidez, a pesar de toda su crueldad. La Iglesia y el

Estado han sido en todos los tiempos grandes escuelas de vicios. La historia está ahí

para atestiguar sus crímenes; en todas partes y siempre el sacerdote y el estadista han

sido los enemigos y los verdugos conscientes, sistemáticos, implacables y sanguinarios

de los pueblos.

Pero, ¿cómo conciliar dos cosas en apariencia tan incompatibles: los embusteros

y los engañados, los mentirosos y los creyentes? Lógicamente eso parece difícil; sin

embargo, en la realidad, es decir, en la vida práctica, esas cualidades se asocian muy a

menudo.

Son mayoría las gentes que viven en contradicción consigo mismas. No lo

advierten hasta que algún acontecimiento extraordinario las saca de la somnolencia

habitual y las obliga a echar un vistazo sobre ellos y sobre su derredor.

En política como en religión, los hombres no son más que máquinas en manos

de los explotadores. Pero tanto los ladrones como sus víctimas, los opresores como los

oprimidos, viven unos al lado de otros, gobernados por un puñado de individuos a los

que conviene considerar como verdaderos explotadores. Así, son esas gentes que

ejercen las funciones de gobierno, las que maltratan y oprimen. Desde los siglos XVII y

XVIII, hasta la explosión de la Gran Revolución, al igual que en nuestros días, mandan

en Europa y obran casi a su capricho. Y ya es necesario pensar que su dominación no se

prolongará largo tiempo.

En tanto que los jefes principales engañan y pierden a los pueblos, sus

servidores, o las hechuras de la Iglesia y del Estado, se aplican con celo a sostener la

santidad y la integridad de esas odiosas instituciones. Si la Iglesia, según dicen los

sacerdotes y la mayor parte de los estadistas, es necesaria a la salvación del alma, el

Estado, a su vez, es también necesario para la conservación de la paz, del orden y de la

justicia; y los doctrinarios de todas las escuelas gritan: ¡sin iglesia y sin gobierno no hay

civilización ni progreso!

No tenemos que discutir el problema de la salvación eterna, porque no creemos

en la inmortalidad del alma. Estamos convencidos de que la más perjudicial de las

cosas, tanto para la humanidad, para la libertad y para el progreso, lo es la Iglesia. ¿No

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es acaso a la iglesia a quien incumbe la tarea de pervertir las jóvenes generaciones,

comenzando por las mujeres? ¿No es ella la que por sus dogmas, sus mentiras, su

estupidez y su ignominia tiende a matar el razonamiento lógico y la ciencia? ¿Acaso no

afecta a la dignidad del hombre al pervertir en él la noción de sus derechos y de la

justicia que le asiste? ¿No transforma en cadáver lo que es vivo, no pierde la libertad, no

es ella la que predica la esclavitud eterna de las masas en beneficio de los tiranos y de

los explotadores? ¿No es ella, esa Iglesia implacable, la que tiende a perpetuar el

reinado de las tinieblas, de la ignorancia, de la miseria y del crimen?

Si el progreso de nuestro siglo no es un sueño engañoso, debe conducir a la

finiquitación de la Iglesia.

(Aquí se interrumpe el manuscrito.)