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Mi madre envejece… ¿Qué hago? ___________________________________________________________

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Mi madre envejece… ¿Qué hago?

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Mi madre envejece… ¿Qué hago?

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Prefacio

¿Por qué me toca esto a mí?

“En esta cultura de la juventud, envejecer es un importante motivo de sufrimiento”.

Ram Dass

Y ahora, mi madre está envejeciendo. ¿Por qué me toca esto a mí? Porque tengo la suerte de tenerla. Pero, ¿por qué envejeció casi de repente y perdió la capacidad de

manejarse por sí sola? Porque yo también lo estoy haciendo, sólo que de un modo más imperceptible.

Si no soy consciente de esto, llegará el día en que mi hija se hará

la misma pregunta. ¿Acaso no es una bendición morir de viejo? Entonces, ¿cómo es

posible encontrar gente de sesenta años, con el privilegio de tener padres mayores de ochenta, desesperada ante la sola idea de que les pasara algo, como ellos dicen?

¿Qué otra cosa podría pasarles que comenzar –con pequeñas o grandes señales– a augurar su partida?

Los vemos envejecer, deteriorarse, y ni ellos ni nosotros, nos damos

la posibilidad de la despedida, del agradecimiento o el perdón según cada experiencia, de dejar el balance en cero.

� � � �Me propongo contarle algunas inquietudes que han llegado a

desvelarme al buscar respuestas que me ayudaran a transitar plenamente este tramo de la vida con mi madre. Para muchos, la vejez es uno de esos temas “serios” que deben ser abordados “seriamente” y les produce

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�rechazo que se recurra al humor para tratarlos, pero creo que es una herramienta maravillosa para superar el dolor y evitar los pensamientos depresivos que rondan la vejez.

Creo en el poder curativo de la risa y la practico lo más posible.

* * * *

Tengo cincuenta y cuatro años, y estoy rodeada de ochentones y

ochentonas: como mil tías –o, al menos, ese es el barullo que hacen–, quienes me proporcionan mucha letra: todos datos originales.

Por suerte, antes de acumular años, tuvieron relaciones afectuosas

que hoy las ayudan a sobrellevar la última parte de sus vidas.

A veces, “me clavo los puñales” para tratar de afrontar un proceso vital que incluye la muerte como un destino natural y así poder incorporarlo desde el corazón y sin tantos temores. No es fácil, pero me alegra haber empezado a andar en esa dirección. Y no me infarté cuando mi hijo, que en ese momento tenía seis años, me preguntó durante el almuerzo, en presencia de mi madre: –Mami, ¿el abuelo ya está hecho polvito?

O cuando en una noche apacible de verano, mi marido se dirigió a

mi madre, diciéndole: –Carmen, ¿hasta cuándo piensa vivir usted? –Quiero llegar al año 2000 para brindar, orgullosa de ser la abuela

de Manucho, que ya será un adolescente- le contestó.

Y lo hizo.

* * * *

Cada uno encontrará la mejor forma de manejarse con su madre que envejece. Todo vale para intentar hallar la manera más amorosa de coincidir con sus seres queridos.

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He comenzado con el envejecimiento de mi propia madre porque he podido observar, en el consultorio psicológico, que este es un tema recurrente e inevitable. Y si bien he pasado años tratando de ayudar en esa dirección, pienso que transmitir mi propia experiencia es la manera más simple y honesta de encarar el tema.

Es mi deseo que, al leer este libro, cada uno de los que transiten

por esta problemática pueda identificarse en algún aspecto y hallar respuestas creativas propias, al saber que somos muchos los que compartimos las mismas dudas, temores e inquietudes.

Quisiera sugerirle no desestimar mis experiencias por considerarlas

ajenas a su realidad, dado que pueden servir como disparador de nuevas ideas para evitar que el problema se desarrolle.

Me he centrado en el cuidado de mi madre viuda porque es habitual

que, cuando queda sólo uno de los padres, la responsabilidad de su atención recaiga sobre los hijos.

Pero reflexionar acerca del tema podrá darle ideas, también, para

ser un facilitador en la atención de los padres que se cuidan uno al otro hasta edad muy avanzada.

Elia Toppelberg [email protected]

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�Capítulo 1

Conviviendo con mi madre vieja

“Caminar despreocupadamente en alguna playa, estar abierto, sin recuerdos, percibiendo

lo nuevo como nuevo”. Jacobo Zaslavsky

Anoche nos acostamos temprano. Había una lluvia fatal, pero hoy amaneció con un sol maravilloso y sin nada de viento.

“Falta una hora para que mami se levante –pensé–, me voy a la costa a caminar por la orilla del mar”.

* * * *

Viví la mitad de mi vida en Mar del Plata –la mitad del gateo, la

de la escuela, la de los primos– y la otra mitad continuó en Buenos Aires, adonde regresaré hoy a la tarde. Vine a Mar del Plata para dejar a mi madre en su casa, después de haber convivido con ella durante dos meses.

Tiene ochenta y tres años y necesita ser asistida permanentemente.

Su humor es envidiable a pesar de que su espíritu no le cabe en su debilitada anatomía. Su voz y su mirada corren muy por delante de su cuerpo artrítico y de sus pequeñas manos deformadas por el reuma.

Hacía años que no convivíamos, y nunca lo había hecho con mi

madre vieja.

Aquí quiero hacer una aclaración: cuando uso esa palabra, “vieja”, no es en forma peyorativa, aunque la gente mayor se resiente.

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� “¡Viejos son los trapos!”, han llegado a decirme, y en su momento he pedido disculpas. Sin embargo, ya no me justifico más, pues no encuentro una palabra mejor en el lenguaje cotidiano; de hecho, la mayoría de la gente la utiliza, pero la evita en presencia del viejo.

* * * *

Con mi padre, todo fue distinto. A sus sesenta y nueve años, el

cáncer de colon irrumpió en su vida y en las nuestras. –No es operable –dijo el médico en forma terminante–, sólo

tenemos paliativos para que no sufra mientras la enfermedad evoluciona; y así vivió dos años, que nos alcanzaron, a él y a nosotros, para llegar al tan ansiado “balance cero”.

Papá nunca habló de cáncer, y tampoco el médico lo mencionaba

cuando estaba con él; esto significa que entre nosotros jamás se habló abiertamente de “enfermedad terminal”.

Recuerdo la vez que lo acompañé a una aplicación de quimioterapia.

Al llegar y ver el gran cartel que anunciaba: “Instituto de Oncología”, pensé: “¿Qué le digo cuando me pregunte?”

Pues... tal pregunta nunca llegó, y tampoco cuando en la sala de espera se encontró con un hombre con el que se miraron durante unos segundos, hasta que él se le acercó.

–¿Sos vos? –le dijo a modo de saludo. –Sí. Y se mezclaron en un abrazo, riendo y llorando. Era su compañero

de banco de primer grado y hacía sesenta y cinco años que no se veían. Como un rayo repasaron las décadas, recordaron a la maestra, a los

compañeros, los caminos transitados, hasta llegar a mi escena temida. –¿Y qué hacés acá? –Me vine a aplicar una medicación. –Ah, yo también. ¡Qué coincidencia! –Sí, se ve que vamos juntos por la vida.

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Yo, que pensaba que a la quimioterapia había que llamarla por su nombre... Se despidieron llenos de amor, porque a mi padre le tocaba la aplicación. Así de simple.

* * * *

Mi padre no envejeció: él enfermó y se murió. No es el caso de mi madre.

Para pensar:

No hay reglas, cuando se trata de encontrar la mejor forma de abordar el tema de las enfermedades terminales.

Siempre estuve de acuerdo con decirle al enfermo el diagnóstico médico, independientemente del índice de gravedad. Pensaba que la credibilidad en los profesionales y familiares, influía de manera positiva en la curación.

Sin embargo, fui testigo de numerosos casos en los que, básicamente, era el propio enfermo el que no quería saberlo.

De manera que mi sugerencia, hoy, es responder a todas las preguntas e inquietudes en forma clara, pero nunca aportar mayor información si no es requerida.

El respeto por el otro, aunque esto signifique alejarnos de nuestras propias creencias, sigue siendo la llave para un acompañamiento amoroso en esos momentos tan críticos.

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Capítulo 2

Así murió mi abuela

“Cuando envejecemos, la belleza se convierte en una cualidad interior”.

Ralph Waldo Emerson

Benedicta murió a los ochenta y cinco años, rodeada de amor, pero nadie celebró su partida.

¿Por qué lo digo? Alrededor de un mes antes de morir pasaba muchas horas en la

cama recordando a su madre, a sus hermanas, a su querida Aldea Vehia en Portugal y negándose a comer. Con los viejos, la invitación no resulta tan tierna como cuando a los bebés se les dice: “¡Ahí viene el avioncito!”, sino que a ellos directamente se les ordena que coman, mientras se les presionan los labios con la cuchara.

Lo cierto es que mi abuela me pedía que la ayudara a convencer a

las hijas de que no le insistieran, porque no podía tragar nada. Pero yo era sólo su nieta –y por parte de hijo varón–, lo que agregaba un matiz especial a la constelación familiar ya que, en definitiva, no tenía poder sobre ella; esta autoridad suelen tenerla las hijas o, eventualmente, las hijas de las hijas.

En ese tiempo, tuve la oportunidad de viajar a España y encontrarme

con mi hermano, quien estaba trabajando cerca de Portugal.

Mi sorpresa fue enorme cuando, al llamarlo para contarle que lo visitaría, lo escuché decirme a través del teléfono: –¿Y si alquilamos un auto y nos vamos a la aldea de la abuela? ¿O, por lo menos, tratamos de conocer a ese sobrino tan querido de ella?

Él había nacido mucho tiempo después de que mis abuelos llegaran

a América, pero había aprendido a quererla y se ocupó durante todo el

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��tiempo –a través de obsequios y cartas leídas por los hijos mayores– de mantener el hilo mágico que nos unía a nuestros antepasados.

No viene a cuento describir la alegría que nos produjo conocernos

y la fiesta que nos hicieron todos cuando llegamos. Pero sí que, al volver a Mar del Plata y correr exultante junto a la abuela para contarle de nuestro encuentro, mis tías me pararon en el aire.

–¡Ni se te ocurra decírselo, su corazón no lo resistiría! –me advirtieron.

Por un instante dudé. ¿Mataría yo a mi querida abuela con una buena noticia? ¿Un

encuentro tan deseado por ella durante tantos años y privarme de decírselo “para no matarla”?

Traté de ordenar mis pensamientos.

Las alegrías no pueden destruir a nadie, y si después de una buena noticia la persona muere, quizás era eso lo que esperaba para morir. Es el dolor, y principalmente el rencor, el que nos quiebra, pero nunca el amor.

En aquel momento yo era joven, no había vivido medio siglo,

como hoy, de manera que entré en la habitación con coraje, temor, incertidumbre y miles de dudas.

–Abuela –le dije tímidamente–, tengo una noticia maravillosa para darte.

Mientras se lo contaba, sus ojitos se llenaban de lágrimas, de sonrisas, de emoción, algo que valió la pena de ser vivido.

Fue en ese momento que me confió que desde hacía un tiempo no podía mantenerse en el presente, sino que su cabeza estaba en la vieja aldea con su madre y sus hermanas. Incluso por momentos no reconocía a su familia y olvidaba el español. Por suerte, su fin fue cuestión de días.

En el velorio escuché voces desgarradoras preguntándose: “¿Por qué te fuiste?” “¿Por qué nos dejás?”

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Entre tanto, yo me decía: “¿Qué error cometemos, una y otra vez, para tener esa falsa sensación, cuando alguien muere, de que nos deja?”

Mi abuela no nos dejó; sólo vivió una vida con aciertos y

desaciertos, dolores y alegrías, y murió viejita, cuando ya todos estábamos repletos de su amor. Al menos, en mí, sigue viviendo: en los jardines, cuando me encuentro con las dalias que tanto le gustaban, sus calas, con el olor impregnable de la flor de ángel; también en el aroma del café recién hecho mezclado con alguna tostada quemada, raspada y untada con miel que, a pesar de todo, sigue siendo rica.

Ahora bien... ¿por qué hablar de la muerte de mi abuela paterna si lo que quiero es encontrar caminos placenteros para andar con mi madre vieja? Pues porque aprendí mucho con ella, y eso me sirve para el tramo que me toca vivir con mi madre.

Para pensar:

En Occidente, hablar acerca de la muerte no es una práctica habitual. Para acercarnos al tema, necesitamos entonces hacer un viaje introspectivo –si es preciso hay que forzarlo– a través de nuestras vivencias. La forma en que murieron nuestros abuelos, por ejemplo, probablemente haya quedado grabada en nosotros, de modo que apelar a ese recuerdo podría resultar útil para tomar decisiones.

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Capítulo 3

El mayor dolor fue cuando se enfermó

“A todos nos sobran fuerzas para soportar los males ajenos”.

Rochefoucauld

En julio de 1996, nuevamente irrumpió el cáncer en nuestra familia; esta vez, de estómago.

Mami llegó a pesar treinta y seis kilos; la anemia cada vez era

mayor y había llegado al límite de sus fuerzas. Sentía una acidez tremenda que no lográbamos aliviar con nada.

Una noche en que volaba de fiebre llamamos al médico de emergencias, quien después de revisarla me dijo que no se justificaba trasladarla al hospital, ya que estaba demasiado débil y le quedaban pocas horas de vida.

El médico me pareció un ser especial, como si fuera un ángel:

joven, lindo, cariñoso, pausado. Mi madre, en su delirio, así debe de haberlo percibido también, ya

que abrió los ojos y con la voz del espíritu que su cuerpo estaba a punto de desalojar le dijo: –Agradezco a esta fiebre que me permitió conocerte.

Se provocó un silencio muy extraño, el médico la besó y nos

quedamos los tres como detenidos en una atmósfera relajada, espiritual. Con el amanecer la fiebre cedió, mi madre empezó a salir del

sopor sin necesidad de medicamentos y a los dos días terminamos visitando al gastroenterólogo.

Casi no comía, no podía sostenerse de pie y la acidez la perturbaba

en forma constante, de manera que la trasladamos desde casa al hospital en silla de ruedas, junto con su hermana, mi adorada tía.

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��Estábamos entrando en el consultorio tratando de manejar la silla

sin chocar contra los zócalos o los escritorios –por suerte, yo no tenía ninguna experiencia al respecto–, y no habíamos llegado a sentarnos, cuando el médico nos pidió quedarse a solas con mi madre.

Mientras esperábamos en el pasillo, no podíamos salir del asombro. Según nuestro criterio, ella no estaba en condiciones de hacerse cargo de sí misma, de manera que comenzamos a desconfiar de las intenciones del médico.

–Claro –decíamos–, como es cirujano, quiere operarla para

experimentar y para que sus alumnos aprendan. –Si fuera algo razonable lo hablaría con nosotras, pero se aprovecha

de su debilidad –opinaba mi tía–. No vamos a dejar que se someta a una operación cruenta a la que no resistirá, y en la que va a sufrir un montón, en aras de la ciencia.

–Tan generosas para permitirlo, no somos –agregaba yo.

El tiempo pasaba y, entre tanto, nosotras íbamos alimentando mutuamente, y a gran escala, la indignación que se había disparado con el pedido del médico de quedarse a solas con la paciente.

De pronto se abrió la puerta. Él empujaba la silla mientras mi madre, con la carita iluminada, nos daba un anuncio.

–Hicimos un pacto con Mario, del que no voy a hablar. Me va a hacer una transfusión de sangre para que soporte la operación, que va a ser este fin de semana.

¡No sólo iba a someterla a semejante intervención, sino que en

cinco minutos la había manipulado pidiéndole que lo llamara por su nombre de pila!

Tengo que poder frenarlo, pensaba yo. Miré a mi tía, y tomé coraje. –No, mami, no estoy de acuerdo –le dije.

¿Qué cree que me contestó el médico? –La señora está en perfectas condiciones de decidir sobre su vida

–indicó, a la vez que me entregaba las órdenes de transfusión, de internación, la dieta y varios etcéteras.

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��–Carmen, nos vemos el sábado –fue su saludo de despedida,

dirigido a mami. Siempre traté de respetar las decisiones de mi madre, sobre todo

en casos como este, cuando me enteraba de ellas una vez que estaban en vías de realización...

Sin embargo, esta era una situación distinta, ya que su fragilidad física la hacía muy dependiente.

No hubo forma de que nos contara de qué habían hablado. Consultamos con otro especialista, sólo para medir el grado de locura

de la decisión y, para nuestra sorpresa, lo encontró razonable, de manera que mi madre fue operada tal como ellos dos lo habían decidido.

Su cáncer encapsulado fue totalmente extirpado, sin siquiera

necesitar un tratamiento posterior. Ahí terminó el tema del cáncer.

Por supuesto, brindó orgullosa en ocasión de la llegada del año

2000.

Para pensar:

¿Qué hacer en situaciones como la anterior, cuando la gravedad del caso requiere tomar decisiones rápidas y no hay consenso entre el paciente y su familia?

En mi experiencia, he visto mejores resultados cuando se respeta la decisión del interesado. Aunque demande un gran esfuerzo de comprensión, siempre es la opción más adecuada. Quisiera aclarar que, al decir “mejor”, me refiero a que el resultado de la decisión lleve alivio y no genere sentimientos de culpa en los familiares, cualquiera sea su desenlace. De este modo, no sólo estaremos respetando al otro, sino también mostrándoles a nuestros hijos cómo actuar cuando llegue el momento.

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Capítulo 4

Qué hacer con los millones de objetos

que guarda mi madre

“El gran sello de la verdad es la simplicidad”. Herman Voerhaave

Mi madre es de las personas que pueden tener –guardados en

diferentes rincones– ciento cinco platos de diferentes tamaños y, por supuesto, de diferentes juegos, junto con diez tacitas de café sin plato y seis vasitos para el licor Ocho Hermanos, sin dejar de nombrar los treinta y nueve tenedores, algunos con la punta mocha. ¿Para qué?

–Un día veré qué hago –me contesta inevitablemente cuando se

lo pregunto–. A vos no te molestan. Sentate y charlemos. Dejá eso para otro momento.

Este diálogo viene repitiéndose más o menos una vez por año.

El tiempo transcurre, mi madre envejeció, y yo ya tengo miedo de andar trepándome a esas escaleras viejas de pintor que van rodando de vecino en vecino.

No hay suficiente lugar en casa para invitar a más de ocho

personas por vez, de manera que nada de esto ha sido usado desde hace más de quince años, fecha en que murió mi padre.

En aquel momento, mi madre era aquella por la que hoy se pregunta: –¿Qué me pasó, Ely? ¿Te acordás lo activa que era yo?

No sólo era activa, sino también creativa y muy decidida. Y

hacía siempre lo que quería.

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��Volviendo a los millones de objetos, se me ocurrió apelar a la

solidaridad para ver si daba resultado y conseguía su aprobación. –¿Sabés, mami, que Susana trabaja en un comedor comunitario

de ancianos? –No, no sabía. –Sí, me llamó para ver si tenía cosas para donarles. Necesitan

de todo. –Y, decile que no. ¿Qué tenemos nosotras para un comedor? Casi sin darme cuenta, cuando quise acordarme, las palabras

me salían amontonadas. –Mami, hoy podríamos decidir juntas el destino de cada

cosa. Creéme que me gustaría más eso, que hacerlo cuando vos no estés –respiré hondo y seguí–. Me parece que, como voy a estar triste, esa tarea va a despertarme bronca por tanta cosa acumulada y yo sin saber qué hacer. Me resulta desolador el sólo pensarlo. Por eso te pido que me ayudes.

–Bueno, a ver, dale, empezá a sacar.

Reconozco que algunas trampas le hice, ya que lo que sabía que iba a movilizarla demasiado no se lo mostré, aunque dispuse de todo.

Al terminar con los armarios estábamos tan entusiasmadas recordando historias y viendo el uso que íbamos a darles a las cosas, que aproveché para seguir por las valijas de ropa, los veladores rotos, los muebles con un poquito de polilla, calentadores antiguos...

Gracias, mami por dejar que le ganemos a tu resistencia.

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�� Para pensar: Es difícil encarar la desocupación de la casa donde vivía un ser

querido. Muchas veces, decidir qué hacer con cada cosa demanda una reunión con todos los miembros de la familia, quienes no siempre coinciden en la forma de distribuir los objetos. Y no es raro que surjan conflictos que podrían ser evitados.

La persona mayor debería atreverse a hacerlo antes que la muerte le suceda. Pero en muchos casos, se resiste debido a su intento de negar o postergar su situación. Pensará: “Que se arreglen cuando yo no esté”. Esta actitud no es beneficiosa ni para aquel que va a morir ni para sus herederos, puesto que actualiza viejas rencillas o malentendidos que seguirán sin resolverse, e implicará a los más jóvenes en la toma de decisiones sobre asuntos de los cuales no han sido partícipes. Lamentablemente, la mayoría se instala en este segmento. Pero vale la pena probar de infinitas maneras hasta lograrlo.

Trate de resolver en vida de su madre aquellos temas referidos al reparto de bienes y objetos personales. Ayúdela a cerrar historias pendientes. Tome la iniciativa con la convicción de que estará contribuyendo a sanar viejas heridas en ambas.

Si no encuentra la manera para que su madre acepte dedicarse a estos asuntos, tome la responsabilidad de hacerlo cuando llegue el momento. Alguien tiene que ceder para curar tantos malos entendidos.

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Capítulo 5

¿Dependen de mí sus ganas de vivir? ¿O la vida es un trámite personal?

“La duda es principio de toda sabiduría”.

Aristóteles

En estos dos meses de convivencia comprobé que mi madre sigue creciendo en su espíritu, pero claramente va lentificándose en sus movimientos. Aunque trato de evitarlo, más de una vez la empujo. Me angustia sentir que me pesa; mi ritmo y el suyo son muy diferentes.

Ninguno de nosotros necesita mochilas prestadas, pero lo cierto es que mi madre no puede llevar la de ella.

A mi vez yo siento el peso que mi madre representa para mí: ella es mi mochila. Y la cosa se pone más confusa, pues esas cargas que ambas llevamos se confunden entre sí hasta hacerme dudar de a quién pertenecen. Esta incertidumbre me ha provocado ya mucho sufrimiento y me resulta difícil hallar una respuesta.

* * * *

–Estoy aburrida. ¿Qué hago? –suele decirme mami.

Lo pregunta con convicción, como si yo, su hija proveedora, fuera a resolverlo de inmediato.

Y bien, aparentemente ella decidió que los años también le quitaron responsabilidad sobre su estado anímico y creo que, por confiar tanto en mí, me trasladó esa exigencia.

Pienso que esto es producto de un malentendido, pero como no

quiero desentenderme y me gusta complacerla, trato de hacerlo. Entonces le compro puntualmente las revistas que le gustan, le

cuento qué programas están dando en los distintos canales de TV, le

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�� informo a qué hora llegan mis hijos por si le interesa esperarlos para merendar o decirles algo –ellos son especialmente encantadores con ella–, o le ofrezco llamar a algunas amigas que tiene en Buenos Aires para que vengan a casa.

A esa altura de los ofrecimientos, me siento súper-creativa con tantas opciones que me vienen a la cabeza. Pero mi madre no opina lo mismo.

–¿No se te ocurre algo que realmente me entretenga? –me dice–. ¿Por qué no te quedás conmigo? Creo que, con mirarte, no necesito más.

¿Cómo podría describir lo que siento al escucharla? ¡Me mata! Lo peor de la situación es que dice exactamente lo que desea.

Llegó a un punto tal de desinhibición, que no tiene problemas con el qué dirán y comenta exactamente lo que siente.

Como perdió la memoria inmediata, las especulaciones acerca de qué voy a pensar si me dice esto o aquello, para bien o para mal, ya no le funcionan.

Por ejemplo, el otro día estábamos con mi madre y una amiga, y

mi amiga comentó que le gustaría conseguir una piedra que la protegiera de la mala onda que hay en la oficina. Si bien yo no entiendo mucho del tema, por las dudas nunca dejé de proveerme de varios cuarzos, así que le conté que en casa tenía uno puro y que se lo iba a regalar.

–Y si es tan bueno, ¿por qué se lo das? –acotó mami de pronto–. Creo que tendrías que quedártelo.

Antes, mi madre jamás habría comentado algo así, tan

relajadamente, en presencia de un extraño. Tuve que hacer un pequeño entrenamiento para aceptar que muchas cosas que nunca habría dicho mi madre, ¡ahora las dice!

–Aceptemos que la vida es un trámite personal –arremeto para convencerla.

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–Digas lo que digas, me encanta mirarte –agrega mami–. Sé que vos tenés tus actividades y me gusta que las tengas, pero te veo y, si me preguntás qué quiero, ¡quiero que te quedes!

Sé que lo de ella es de una literalidad aplastante, pero logro no

doblegarme tan fácilmente y pienso: “Lo dice desde el corazón, es sincera”.

También se me ocurre que sería más fácil escuchar a mi vocecita interior que me dice: “¡Pobre, quiere mirarme, ¿qué me cuesta quedarme si convivo poco tiempo con ella?”

Aquí es donde tomo el coraje necesario y trato de no desviarme de

mi camino. –Mami, te deseo el mejor de los momentos, pero tengo que irme

–le digo entonces–. Hasta luego.

Para pensar:

El tiempo contribuye a disminuir la autocensura acerca de qué hay que decir y qué callar en determinadas circunstancias. En la relación madre-hija, he encontrado que la distancia entre ambas se acorta ostensiblemente a medida que, con el envejecimiento de la primera, aumenta la dependencia hacia la segunda.

Es importante que usted pueda discriminar entre su propia versión de los hechos y la de su madre, a fin de diferenciar las necesidades y deseos de ella sin que se confundan con los suyos.

A veces, por suerte, ambas cosas coinciden. Otras veces, al no haber coincidencia, tendrá que elegir entre seguir su deseo o complacer el de su madre.

No hay reglas, pero lo que es bueno que haya es el compromiso de tomar decisiones que no estén teñidas de culpa.

En nuestra sociedad se confunde fácilmente “la puesta de límites” como si éstos fueran producto de la ausencia del amor. Tratemos de superar la confusión, y demos el mismo espacio a ambos deseos.

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Capítulo 6

¿Le digo que la noto desmejorada?

“El que quiera decir a otras personas la verdad debe saber soportarla en sí mismo”.

Adolfo Kolping

Hay quienes dicen que la edad cronológica no tiene ninguna importancia, sino que sólo cuenta la edad del espíritu. Pero créame que no es lo mismo cumplir cincuenta años que ochenta o noventa. Y si no, pregúntele a mi tío Tito.

A los ochenta tuvo una serie de problemas cardíacos que fueron

resolviéndose, pero después de dos internaciones se deterioró completamente. Lo mandaron a la casa –en realidad, es lo que él quería– con silla de ruedas, oxígeno y la bienvenida morfina para calmar los dolores. Como consecuencia de ese proceso, se transformó en un viejito enjuto pero con la cara inflada, que no podía sostenerse sentado.

Yo lo había visitado hacía veinte días y cuando volví a verlo lo

encontré tan transformado, que me angustié muchísimo. Ese no era mi tío.

Mientras trataba de acomodarme al cambio sin que se me notara la sorpresa, él me preguntó con total desenfado: –¿Cómo me ves?

–Hecho pelota. Es la verdad, tío. ¿Qué pasó? –le contesté con el mismo amoroso desenfado.

Antes de largarnos a reír a carcajadas –casi hubo que aplicarle oxígeno–, tuve tiempo de advertir el pánico que mi respuesta había causado en los familiares cercanos.

–Gracias, –me dijo después el tío– sos la única persona que me

dice la verdad. ¿Sabés qué comentan los que me visitan? “¡Qué bien estás! Se ve que el tratamiento da resultado”, o cosas así.

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Mi madre envejece… ¿Qué hago?

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–Bueno, tío, la gente dice lo que puede, pero creéme que nunca fuiste un gordito inflado y choca un poco verte así.

Qué suerte que nos relajamos y nos animamos a reírnos, porque

de esa forma pudimos tener un momento de encuentro.

Ya no se sentía solo por no poder compartir con nadie su declinación tremendamente real.

Para pensar:

¿Qué hacer ante las preguntas de alguien que se encuentra próximo a la muerte, esos planteos a los que casi nadie quiere responder con la verdad?

Esta es una de las situaciones más difíciles para los familiares, quienes en general optan por dejar al paciente solo con sus angustias y temores, quitándole la posibilidad de compartirlos.

Es fundamental que alguien le permita transmitirle la incertidumbre y el miedo que siente al ver que su salud se ha deteriorado.

Si su madre se encuentra en estado grave, en parte necesitará negar dicha situación, pero también compartirla con usted para sentirse contenida.

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Mi madre envejece… ¿Qué hago?

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Capítulo 7

Podemos ayudar a que los abuelos y los nietos se disfruten

“Cuando la alegría se presenta, debemos abrirle todas las puertas.

Jamás es inoportuna”. Schopenauer

Las buenas relaciones no salen de un repollo: hay que construirlas.

De ahí mi interés en ayudar a mami a ser consciente de su envejecimiento, ya que a ella le cuesta verlo día a día. Insiste en que le llegó con la fragilidad, como si fuera algo que le es ajeno y que está obligada a aceptar. Sus manos se encuentran prácticamente inutilizadas por una forma reumática a la que no habría llegado si se hubiera ejercitado, como los médicos le indicaron, cuando aparecieron los primeros síntomas. Siempre consideró una pavada usar la pelotita de tenis para trabajar las articulaciones y hoy eso le produce una discapacidad alarmante, aunque todavía puede escribir, para su enorme sorpresa y la nuestra.

Lo descubrimos gracias al pedido que me hizo un día mi hijo.

–Quisiera tener una carta de la abuela para leer cuando ella haya muerto, pero no sé cómo decírselo –me comentó en una oportunidad–. Viste que a los viejos les cuesta hablar de eso...

A mí la idea me encantó, así que, con esa misma energía, tomé

fuerzas y se lo dije. –Mami, Manucho quiere pedirte algo y no sabe cómo hacerlo. En

realidad, lo que quiere es una carta tuya para leer cuando ya no estés. –¡Qué amoroso! ¿Eso quiere?

Muchas veces, nos privamos de decir ciertas cosas por creer que

el otro va a tomarlas a mal, pero por suerte no siempre ocurre eso.

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�� Los viejos no tienen con quién hablar de la muerte, porque si bien huyen del tema, nosotros los ayudamos en la huida.

–Me encantaría escribirle, pero con estas manos ya no puedo

–siguió diciendo mi madre. –¿Y si me la dictás y la transcribo? –le propuse. Le pareció una buena idea, así que compré un lindo papel de color

con una textura especial donde pasar en limpio la carta después de que me la dictara.

Cuando terminó de hacerlo y me dispuse a pasarla, no me pareció que mi letra pudiera darle la misma fuerza.

–¿Y si probaras vos? –se me ocurrió preguntarle.

Resultado: le escribió su linda cartita, quedó entusiasmada y siguió con otra para mi hija y una tercera para su nieta mayor.

Yo hubiera podido decirle a mi hijo: “Ni se te ocurra hablarle de

eso, la impresionaría”, o “¿No sabés que no puede escribir? ¡La pondrías en un brete!”, o “Arreglate con ella, esas son cosas entre nietos y abuelas, yo no tengo nada que ver...”.

Pero me encantó su idea, entendí su inquietud y también la duda de mi madre, que desde hacía años ni siquiera intentaba escribir por su problema de artritis.

La alegría fue de ambos.

* * * *

Otro ejemplo fue el del día anterior a que mami cumpliera ochenta y dos años. Estaba con nosotros en Buenos Aires y mi marido se encontraba de viaje.

Yo quería hacer algún tipo de celebración casera, y como no se me ocurría nada decidí preguntarle a mi hija, que en ese momento tenía veintiún años.

–¿Qué podríamos hacer mañana para el cumple, algo que nos

levante un poco...?

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Mi madre envejece… ¿Qué hago?

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–¡Hagamos una fiesta! –me contestó al segundo con una sencillez apabullante.

–¿Una fiesta? –le pregunté, como si no hubiera entendido bien. –¡Sí, pero con onda! ¡Bien divertida!

Ella sabe que no somos amigos de las fiestas, ¿y encima la quiere

con onda?

–Sé más precisa –le pedí. –¡Fiesta de disfraces con carnaval carioca! –contestó con un brillito

en los ojos. –¿Te parece? ¿Cuál es la gracia? Ustedes disfrazados y mami y yo

mirando... –¡No! –gritó–. Todos con disfraces. Hacele uno a la abuela bien

divertido.

Es cierto que mis conocimientos de costura siempre alcanzaron para lo que requería el colegio en los actos de los chicos, o para la toga de “maestro en la vida” cuando mi marido cumplió cincuenta años.

En esos casos a nadie le interesaba un cuello un poco torcido o unas mangas mal pegadas; pero disfrazar a mi santa madre con un traje hecho por mí me pareció, por lo menos, excesivo.

Claro que la frescura de mi hija terminó por convencerme, de manera que aceité mi bisagra, y me contuve de decirle que estaba totalmente loca, aunque en realidad lo parecía.

–¡Buena idea! Tenés razón, algo voy a hacer –le respondí con cierta tranquilidad–. Llamá a Polín y decile que traiga a Flory –ella es su biznieta adorada.

Como tenía poco tiempo y ninguna idea, me fui a buscar inspiración

a una casa de cotillón. Mientras observaba con dificultad los globos y las serpentinas sin poder decidirme, miraba en todos los recovecos del negocio, hasta que de pronto encontré una varita mágica. ¡Exactamente lo que quería!

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Estaba dentro de mis posibilidades con respecto a la costura, así que la compré junto con un bonete de hada.

¡Un Hada Madrina era lo que nos estaba faltando! ¿Cómo no se me había ocurrido?

Volé a la mercería en busca de tul rosa y celeste bien largos, a los

que les hice un agujero a modo de cuello, y con cinta dorada armé un cinturón.

Cuando terminé de vestirla me di cuenta que no había hecho nada para disimular los pesados zapatos que la ayudan a sostenerse, pero ya no había tiempo.

Entre paciente y paciente, alguna pasada por el supermercado para

la torta y las velitas, y las infaltables bengalitas de los últimos cumpleaños, todo estuvo listo. Lo único que me quedaba por hacer era explicarle a mi madre que ella también se disfrazaría.

–¿Te parece, Ely? En mi vida me disfracé. ¿No estaré incómoda? –Pues he aquí tu primera vez –le dije con alegría.

A las ocho en punto comenzó la fiesta. Con nuestra vieja y querida

Hada Madrina escoltada por el Chavo, la Chilindrina, un cantante de heavy rock, un catedrático de Oxford, y Flory, la linda Blancanieves, que a sus cuatro añitos estaba deslumbrada con la varita mágica de su bisabuela (desde ya que ella se la prestó). Nos divertimos un montón.

Gracias, hija, por tu idea. Gracias, mami, por tu buen humor.

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Para pensar:

A medida que envejecen, las personas necesitan la conexión con los jóvenes, porque en ellos encuentran la calma de la trascendencia. Pero no siempre es fácil establecer ese vínculo.

La generación intermedia tiene la responsabilidad de que el hilo se mantenga firme. Para eso es necesario que los adultos implementemos todas las ideas que podamos generar en ese sentido.

Sabemos que cada vez se agudiza más la brecha generacional, así como también la actitud de ensalzar la juventud y despreciar todo lo que signifique vejez. La tarea de acercamiento probablemente le resulte difícil de realizar, pero el esfuerzo vale la pena.

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Capítulo 8

¿Soñó alguna vez con la muerte de su madre?

“No le temo a la muerte, sólo que no me gustaría estar allí cuando suceda”.

Woody Allen

Antes de acostarme le pedí a mi hijo que llamara por teléfono a mi madre. No sé bien por qué, pero me es más fácil hablar con ella si es otro el que marca el número. Me cuesta tomar la iniciativa.

La voz de mami, sonora y cantarina, me alegró el alma. Me dijo que estaba contenta porque mi hermano vendrá por un mes.

La noticia de su viaje me trajo alivio, porque en ese tiempo no tendría la menor preocupación por mami. Mi hermano es un encanto con ella y ella con él. Me relajó sentir que no sería la luz de mi madre por unos días y con esa tranquilidad me dormí.

Soñé que teníamos que despedirnos porque ella moría. Las dos

éramos conscientes de ese hecho.

Ya le he dicho alguna vez que tiene que decidir si en ese momento va a querer estar sola o acompañada, y por quién. En casa todo sería más familiar, pero no estarían los médicos con sus paliativos y su tecnología, como en la clínica. Es mucho mejor saberlo por anticipado para evitar que dependa de las decisiones de otros.

En el sueño estábamos al pie de la escalera de su casa y ella subía,

pero esta vez para morir, y yo me quedaba mirándola.

¡Qué triste! ...no tenía consuelo. Ella estaba más tranquila que yo, pero con cara de viejita.

Por suerte, fue sólo un sueño.

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Para pensar:

Los sueños nos brindan la posibilidad de conocer más sobre nosotros mismos y esto es clave en la relación madre-hija, un vínculo tan intrincado como profundo.

Si tiene sueños de este tipo, tómelos como pequeños ensayos del tránsito hacia el desprendimiento último de los padres.

Experiencias personales, ajenas, sueños, todo suma a la hora del duelo por la despedida final.

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Capítulo 9

Las tragedias siempre tienen algo de risueño

“El cuerpo humano es un vademécum medicinal. Reír es uno de los remedios que el hombre

lleva consigo”. Lee Berk

Una vez cada sesenta días nos encontramos en Mar del Plata con

amigas de la escuela primaria –y con “las nuevas” de la secundaria–, para compartir una picada con un rico vino tinto. Los encuentros son siempre al mediodía de un sábado.

En el último, una de ellas llegó un poco inquieta. Venía de la casa

de su padre y nos contó que lo había visto muy caído, sin ganas de moverse, y que la última semana no se había cocinado ni había hecho las compras.

Al parecer ella lo retó diciéndole que si seguía así, iba a tener que tomar alguna decisión, como por ejemplo llevarlo un tiempo a la casa del otro hijo que vive en Buenos Aires. Lo cierto es que don Luis, a sus ochenta y cinco años, no tenía ganas de moverse.

Enviudó dos años atrás, después de una convivencia de casi sesenta.

Está perfecto, pero...

–No te preocupes por cómo van a arreglarse –le dije–. A lo mejor él se quiere morir. Hasta aquí llegó impecable, ¿qué más querés?

De pronto, se generó un segundo de silencio absoluto –bastante

excepcional tratándose de cinco mujeres reunidas–, hasta que ella lo rompió.

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–Ely, vine contenta porque iba a verte –dijo, tentada de risa–, y pensaba que a lo mejor me decías algo que me aliviara...

Continuamos riéndonos como pudimos, pero la verdad es que seguía

convencida de que retarlo y empujarlo a vivir sin preguntarle qué es lo que él quiere no era la mejor actitud.

Y así fue; don Luis murió una semana después.

Al poco tiempo, en otro de nuestros encuentros, hablamos de otra amiga, que vive en España, y que acaba de pasar por la terrible experiencia de perder a su hermana menor y a su madre, con diferencia de un mes, ambas a causa de enfermedades terminales.

Lo supo telefónicamente y no pudo asistir a ninguno de los

velatorios por razones de contrato laboral. Por eso acordó con el padre que a los dos meses vendría a buscarlo a la Argentina para llevarlo a vivir con ella.

Al pensar en ese hombre viajando a un país lejano y ajeno, con

sus amadas hija y nieta pero sin sus hermanos, sus recuerdos, sus muertos queridos, sentí angustia. Tiene ochenta largos años.

–Ojalá pueda morirse antes de que Alicia venga –comenté–.

Semejante desgarro no tiene sentido. Se escucharon unas sonoras risotadas.

–¡Bien! ¿No querés que le mandemos un e-mail expresándole tus

deseos?

En ese momento no me animé, pero cuando a los pocos días lo internaron en terapia intensiva le escribí a mi amiga ese e-mail que postergamos por razones obvias.

Le conté que me alegraba que su padre hubiera decidido no pasar

por semejante desgarro y le sugerí despedirse de él por teléfono aunque

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�� estuviera en terapia intensiva, para tranquilizarlo y que pudiera morir en paz.

“Ely: Agradezco mucho tu sugerencia y coincido con tu criterio

acerca del desarraigo –fue su respuesta–. Con respecto a la despedida, te cuento que mi viejo es sordo como una tapia y en terapia intensiva no tiene el audífono puesto. No importa, ya me despedí de todas maneras. Gracias, un beso”.

Para pensar:

Intente, si es posible con humor –o como pueda–, evitar aferrarse a la idea de que sus padres estarán siempre a su lado. Piense que, en algún momento, ellos irán bajando sus defensas para disponerse a partir. Tienen derecho, y nuestra obligación es respetarlos.

Casi no he encontrado en la práctica clínica ejemplos de aceptación en este sentido. En lugar de prepararnos, nos angustiamos y pensamos en otros especialistas y otras medicaciones, incluso en algún tipo de psicoterapia que les inyecte nuevos elementos para seguir y seguir...

Si usted desvía su atención del problema, o lo niega, lejos de aliviarse y aliviarlos a ellos sólo sentirá frustración, la cual, además de inoperante, postergará el momento de enfrentar una realidad que deberá remediar tarde o temprano.

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Capítulo 10

Las lágrimas son un testimonio

“Tengamos cuidado para que la vejez no nos arrugue más el espíritu que el rostro”.

Michel de Montaigne

Mi hermano acaba de irse, y como en este tiempo la luz de mi madre era él y no yo, me dediqué a mi propio envejecimiento. Hice mucha más gimnasia de la que hacía, incorporé el salvado de avena en la dieta para ayudar a bajar colesterol –lo tengo un poco alto– y hasta me sometí a una videocolonoscopía.

Cuando mi hermano se despidió, a mami se le llenaron los ojos de

lágrimas, pero como es una vasca positiva le dijo: –No me voy a poner triste porque te vas; voy a estar contenta porque viniste.

Practicidad a prueba de fuego. Una despedida sin escalas: del

dolor, a la alegría del amor.

Ahora, en media hora, llega mi vuelo otra vez a Mar del Plata. Ella estará esperándome, con el mismo cuerpo que ya no sostiene su espíritu. Y se le caerán lágrimas, se sentirá molesta por eso y se dirá: –“Qué tonta, cómo voy a llorar con la felicidad que tengo...”

Pertenece a una generación a la que le enseñaron que sólo se llora

por penas; eventualmente podrían justificarse los llantos de bronca, pero nunca de felicidad.

Para mí, en cambio, cualquier oportunidad es buena para llorar. Ya no tiene signo positivo ni negativo, sino que es totalmente neutral. Las lágrimas vienen, limpian y se van. Bienvenidas y gracias.

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Tal cual lo imaginé, mami está en el aeropuerto. Ojos vitales, cuerpo más lento. Alegría, lágrimas.

Con ella y con una vieja amiga nos fuimos a comer. Sin saberlo, dimos con un restaurante cuya dueña era una vecina del barrio de la infancia, a la que no veíamos hacía treinta y cinco años.

Otra vez la sorpresa del encuentro, la alegría, las lágrimas, y el repaso de vida y obra de los viejos vecinos tratando de aportarnos mutuamente información de aquellos de los que habíamos tenido alguna noticia en este tiempo.

Alicia tuvo hijos, nietos, enviudó, trabajó, está linda.

Pensé que las cuatro seguíamos siendo esencialmente las mismas a pesar de la historia transcurrida. Ninguna le llamó a eso “nuestro envejecimiento”, pero la verdad, y entre nosotros, al menos físicamente el paso del tiempo se nos nota un montón. ¿Cuál es el problema?

Pasamos un hermoso momento y después del postre cada una

siguió su ruta. Mami, en realidad, siguió la mía. Ya no puede seguir la de ella sin compañía.

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Para pensar:

“Los chicos crecen”, dice el refrán. La niña que usted fue, hoy es una mujer con la experiencia de lo vivido. Es deseable que no sólo haya aprendido de sus aciertos, sino también de sus errores. Ayude a sus padres a hacer lo mismo. Tenga en cuenta que las generaciones van superándose a sí mismas, y que en las anteriores a la nuestra no había espacio para el diálogo.

Si sus padres no han podido hablar claramente con usted, le hará bien comprenderlos y revertir esa modalidad para no dejárselo de herencia a sus hijos. Inaugure el diálogo con aquellos que no han querido o no han podido hacerlo.

A veces me dicen: –“Mi madre siempre criticó todos mis actos. ¿Por qué no puedo hacerlo yo ahora con ella... que claramente se equivoca?”

Suelo contestar, simplemente: –“Porque juzgar no modifica conductas, sólo las inhibe o potencia las posturas enfrentadas”.

Si nos damos cuenta de haber sido víctimas del juicio paterno o materno, transformarnos en victimarios no mejora las cosas. La carga negativa seguirá siendo la misma, sólo cambiará la dirección.

Trate de provocar situaciones en las cuales el encuentro con el ayer sirva para perder el temor del paso del tiempo.

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Capítulo 11

De nuevo en casa, después de haber dejado a mi madre en la suya

“No sólo conocemos la verdad por la razón, sino también por el corazón”.

Pascal

Lunes a la mañana. No tengo que hacer tiempo para desayunar con mami ni para

almorzar; no tengo que acompañarla a dormir la siesta ni darle los remedios; tampoco salir a caminar, ni pensar adónde ir en auto los días fríos, ya que caminar no se puede; ni ver si tiene revistas sin leer, ni si la cena estará temprano para poder compartirla, o quedarme con ella mientras come para acompañarla después a dormir y comer nosotros más tarde...

Dispongo del día para mis cosas, ya que hoy no voy al consultorio. ¿Cuáles eran “mis cosas”?

Podría hacer... No, no estoy bien, creo que tengo un poco de

fiebre. Qué raro, yo con fiebre. ¿Será por esta ausencia de mi madre? Ella está aquí, pero no...

Es la primera vez que tengo sensaciones tan fuertes en este sentido

y pienso en el día en que ella realmente no esté. Siento vacío, nostalgia, de todo menos culpa, un sentimiento que detesto. La culpa es como una matraca: suena siempre igual cuando uno la activa, pero no modifica nada.

Por suerte, todo este malestar está sólo en mi mente. Puedo llamarla

por teléfono y reírme una vez más cuando me diga: –Ely, creo que estoy peor de la cabeza.

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��Y yo, riendo, contestarle: –Creo que eso es imposible.

Retomo mi mañana súper-libre y decido no darle importancia a la

febrícula. Es psicosomático, me digo, y parto rumbo a la clase de gimnasia. Seguro que vuelvo renovada.

Pero regreso con treinta y ocho grados de temperatura. ¿Qué tal?

El proceso de envejecimiento de una madre es más profundo de lo que suponemos.

Aquí estoy, con un cuadro viral, fiebre, dolores articulares, decaimiento y mucho tiempo para pensar.

Para pensar:

¿Cómo distribuimos nuestro tiempo con los seres queridos? Muchas veces se requieren ajustes. Si usted necesita tener

encuentros de pareja, momentos de placer con cada uno de sus hijos y charlas personales con sus amigos, incluya también encuentros individuales con su madre o su padre.

Más allá de las situaciones particularmente conflictivas, los consultorios están llenos de desavenencias de yernos con suegras, nueras con suegras, suegras con...

Gran parte de éstas se resolverían si se pusiera fin a las presiones de la mujer para que el marido se adapte a los requerimientos de su madre, o del marido para que ella adopte la manera en que transcurren los almuerzos en casa de la suya durante los encuentros familiares del domingo o las cenas semanales.

Cuando los pacientes logran usar a favor toda la energía empleada en presionar al otro –o en dejarse presionar al servicio de las relaciones estrictamente personales–, se abre para ellos un mundo nuevo.

Lo ideal es mantener la relación con sus padres independientemente de la que su pareja tenga con los de ella. Es muy probable que, ante su nueva actitud, también su pareja haga lo propio con los suyos, sin que esto implique falta de amor y, menos aún, desinterés por la familia unida.

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Capítulo 12

Estas fiestas, ¿serán las últimas?

“Aquel que duda y no investiga, no sólo se torna infeliz, sino también injusto”.

Pascal

Y mi madre nuevamente fletada rumbo a Buenos Aires para pasar las fiestas y cumpleaños de mis hijos con nosotros.

Creí que viajar al mediodía iba a sentarle mejor, pero fue un desastre: hizo mucho calor y llegó descompuesta.

Una de mis escenas temidas es que su malestar aumente y tener

que llamar una ambulancia en un lugar donde no conozco nada; por suerte, nunca sucedió. Ahora, después de estar un tiempo acostada, tranquila, fresca, todo volvió a la normalidad.

La última vez que estuve con ella, me di cuenta de que le costaba

mucho caminar y ya en aquel momento no hicimos nuestros paseos habituales, descansando en los escalones o paredoncitos de los edificios. Pero hoy veo que hay otra sombra: pararse es todo un trámite.

Ella dice que las rodillas no quieren llevarla más y así parece.

Cada vez que tiene que ponerse de pie le cuesta tanto, que le da hasta tiempo para la reflexión.

–Pensar que uno desea tanto llegar a los ochenta. Tendría que

empezar a pensar para qué... –y continúa–. Debés estar sorprendida, nunca te imaginaste que una madre de ochenta sería esto.

–La verdad, mami, que es un problema. Quizá la próxima vez tendrías que quedarte en tu casa. Parece que el viaje te quitó fuerzas y es posible que los cambios te influyan más que antes...

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–¿Quedarme? ¡Ni loca! Las fiestas son para estar en familia y me encantan. Eso compensa mi malestar. Olvidate del tema. Bueno, no te olvides tanto porque yo sola no puedo hacer nada.

¡Qué difícil es llevar la teoría a la práctica! En teoría, es ideal que

mami haya venido; pasamos unos días en la ciudad y otros en el country disfrutando de la naturaleza, de los pajaritos, de la vista al río... Pero qué lejos queda en la práctica... tan lejos como el baño.

Sí, el baño, donde sucedió otra de mis escenas temidas.

Yo había ido al supermercado y, cuando llegué, mami estaba sentada en el living.

–Ely, fijate, porque en el baño hay un montón de cosas tiradas

–me dijo. ¿Cosas tiradas? Abrí la puerta y... pues no sabía que a la caca se la

podía llamar de esa forma. El pijama enteramente sucio, la alfombra, el inodoro, la tapa del

inodoro... Siempre imaginé que podría sentir asco; pero no, la angustia me desbordaba y mientras corría a limpiar me preguntaba: “¿Cómo voy a hacer?” A la gente grande, si se le menciona la palabra “pañal”, se horroriza o se ofende. ¿Cómo sigue esto?

Se me caían las lágrimas y la cabeza me estallaba. Quería apurarme para que mi familia no viera esas imágenes demasiado fuertes y poner a salvo el pudor de mi madre.

* * * *

Con la limpieza y los desodorantes fue llegando la calma. Dejé

todo impecable y me fui a sentar con ella.

–¿Viste, Ely? ¿Qué fue eso? –Caca, mami. Te hiciste caca. –¿Así de simple? ¿Sin atenuantes? –Sí, llegaste tarde y después no sé qué desparramo hiciste.

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–Yo tampoco sé mucho. Sé que me hacía encima y me puse mal porque me sentí como un bebé. Después no me acuerdo más. Si esto empieza así, no sé que va a pasar...

Disimulé mi angustia y le hablé con “naturalidad”. –En principio, no tiene por qué seguir. Yo una vez me hice pis en

la cama mientras soñaba. Vamos a observarte y vemos.

Después de no sé cuántas elucubraciones me di cuenta de que si de algo estaba siendo víctima mi madre, era de nuestra maravillosa generosidad. Es lindo que venga, ¡pero ocurre que nada en nuestra casa es funcional para ella!

Las habitaciones están en la planta alta y el baño al que no logró llegar a tiempo está muchísimo más lejos que en su pequeño departamento de dos ambientes, con el agregado de la especial dificultad que tiene para pararse; y, encima, estaba en una reposera.

Cada dos noches la hacemos dormir en habitaciones diferentes, unas veces con Emanuel, otras sola en el country, otras con Ingrid, y así, cambia que te cambia, nos encontramos con una mujer completamente perdida. ¡No es para menos!

Sin ir más lejos, el otro día, en medio de la noche, mi hijo la

acompañó a acostarse pues se la encontró en el pasillo. –¿Qué hacés acá? –Voy al baño –le contestó. –No, abuela, flasheaste mal. El baño es para el otro lado. Vení que

te acompaño. –Gracias, mi precioso. Y ya que estás, ¿me podés decir qué hago

sin pijama? –Qué sé yo, abuela. Te pintó salir con ropa interior.

Al otro día, mientras desayunábamos, mami me dijo: –Decíle a

Manu que te cuente qué pasó anoche, porque sé que anduve por lugares equivocados y sin ropa, pero él es un amoroso que me puso otra vez en el lugar.

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Lo único que le faltaba a mi pobre madre: “flashear mal”, “le pintó” bombacha y corpiño, simplemente, porque la cambiamos de lugar a cada rato. En este punto, me parece que la perdida soy yo.

Para pensar:

¿Qué hacer cuando convivir con nuestra madre compromete el bienestar de la familia?

De acuerdo con mi experiencia, en general se espera que el resto de la familia comprenda, colabore y acepte la situación. Pero si esto no sucede, comienza la larga lista de acusaciones y malentendidos.

En otras palabras, el peligroso deterioro –a veces imperceptible– de nuestra relación de pareja y con nuestros hijos en pos del bienestar de nuestra madre, y la sensación de que no nos comprenden.

Como le dije, el vínculo entre madre e hija es intrincado y estrecho, indescifrable para los demás. Acepte ese lazo profundo, y haga los esfuerzos necesarios para mantenerlo en esos términos.

Vale la pena intentarlo, pues el camino es personal y la relación con su madre, intransferible.

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Capítulo 13

Dependo de quienes cuidan a mi madre

“El lenguaje de la verdad debe ser simple y sin artificios”.

Séneca

¿La cuidarán bien cuando yo no estoy? ¿Le darán la medicación como corresponde? La alimentación, ¿será balanceada?

Mami no se queja, pero cada vez que llego de visita veo algo que

no me gusta, aunque sean diferentes personas las encargadas de atenderla y cuidarla. A veces me pregunto si no estaré exagerando.

Una vez llegué a su casa y María, que estaba a cargo de cocinarle

–además de otros cuidados–, entraba con una olla de comida traída de su casa.

–Mami, ¿qué significa esto de que traiga la comida hecha? –Ah, sí, se lleva los elementos para cocinar, porque dice que en la

casa le resulta más cómodo, y me cobra poco por eso. –¿Cómo que te cobra? –Sí, pero no le digas nada; mirá si no le gusta y se quiere ir, ¿qué

hacemos?

Un punto sin retorno: el miedo a que la persona que cuida a nuestra madre se vaya; esto nos lleva a hacer concesiones, y de aquí al círculo vicioso de miedo, bronca e inseguridad, hay un paso.

Después de varias experiencias de este tipo, he logrado dejar poco margen para la angustia que este tema me genera. Resulta fácil convivir con mami y, por mi lado, trato de hacer lo mejor posible por las personas que la ayudan. Pero si quien tiene que cuidarla no hace lo que está pactado, prefiero que se vaya. Seguro que aparecerá otra. Siempre ha sido así.

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No fue el caso de Graciela, quien la cuidó en el último año hasta que le ofrecieron un muy buen trabajo administrativo, y, aunque le costaba irse, el ciclo se cerraba para ambas. Así lo entendió mi madre, y al otro día apareció una vieja amiga que necesitaba trabajar. Son transiciones sin dolor.

En otros casos, hay un tiempo en el que ambas se soportan y luego se cansan, o se frustran y el ciclo se termina.

Tuve que aprender a vencer el miedo al “recambio” y a no aceptar el maltrato por el famoso “más vale viejo conocido”.

En una oportunidad, empecé a ver algunas actitudes inquietantes

por parte de la cuidadora y pasé a la acción sin demoras. –Mami, lo lamento pero un nuevo ciclo se cierra. No dejemos que

el miedo nos perturbe. Despedí a la mujer y traje a mami por un tiempo a Buenos Aires,

hasta conseguir a la próxima.

Gracias, mami, por el día en que me dejaste hacer las valijas y traerte nuevamente a pasar un tiempo con nosotros mientras encontrábamos a otra persona. Sé que tu aceptación no fue espontánea, sino inducida por mí, y te lo agradezco.

Para pensar:

¿Tiene razón nuestra madre cuando dice que no la cuidan bien? ¿La tienen los que la cuidan cuando dicen que ella es arbitraria e

injusta? Y cuando se enferma la persona que la atiende y ella no quiere a

ningún extraño en su casa, ¿qué hacer? ¿Trasladarla a la nuestra? Al respecto, pueden crearse mil situaciones dilemáticas. De acuerdo con mi experiencia en la consulta, quienes han

conseguido superar el dilema son aquellos que han logrado mantener una mirada equidistante entre ambas posibilidades. Muchas veces, es posible que usted se vea enfrentado a optar por el mal menor.

Confíe en que hace lo mejor que puede.

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Capítulo 14

A la demencia senil es más fácil entenderla, que aceptarla

“La cultura nos hace sentir que el envejecimiento es un tipo de injusticia”.

Ram Dass

¡Qué difícil es ver que nuestros seres más queridos, ya no nos reconocen!

La semana pasada acompañé a una amiga a visitar a su madre, internada en un geriátrico desde que los síntomas de demencia le impidieron seguir viviendo en su casa.

A esta mujer la conozco desde hace muchos años y siempre fue

“de armas llevar”. Al verla, me pareció que seguía manteniendo toda aquella fuerza, hasta que escuché el diálogo que se desarrolló entre ellas.

–¡Hola, mamá! Hoy vine con Ely. –Perdón, ¿me habla a mí? ¿Qué busca? –dijo. –A vos, mamá. ¿Cómo estás? –Creo que se está confundiendo; por suerte nunca tuve una hija

mujer. Sólo tengo un hijo varón y el muy canalla no me visita. Seguro que prefiere quedarse con esa bruja que le envenenó la cabeza... Y yo acá, teniendo que trabajar porque se llevaron toda mi plata, mis alhajas, y me dejaron en la calle. ¿A usted le parece? –finalizó, dirigiéndose a mí.

Me di cuenta de que, si bien su fuerza y su odio eran casi los

mismos, esta vez estaban dirigidos a un hijo imaginario; tan imaginario como su pobreza.

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Mi amiga lloraba.

No puede acostumbrarse a que no la reconozca y a que siempre le cuente un nuevo drama.

Para pensar:

Trate de prepararse por si este triste final acontece. Es bastante más común de lo que imaginamos.

El proceso es lento. Por lo tanto, si no lo niega, es posible que antes de que se instale por completo usted logre una especie de despedida previa. Esto le permitirá estar más tranquila emocionalmente cuando tenga que transitar el período de ausencia de todo vestigio de lo que ha sido su madre hasta el momento previo a la instalación definitiva de la enfermedad.

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Capítulo 15

Por muy difícil que sea, no dilatar lo que haya que decir

“La sabiduría es hija de la experiencia”. Leonardo Da Vinci

Nuevamente con mi mami en Mar del Plata. Me recibe y me despide con lágrimas. Ya comenté de sus razones para no llorar y de su práctica de pensamiento positivo en las despedidas. Se sorprende cuando la emoción le irrumpe al verme, ya que su cabeza sigue diciéndole que no hay razón para llorar. Y aunque en la despedida las lágrimas le tiñen de tristeza los ojitos, se esmera en recordar que es mejor agradecer el tiempo que estuve con ella.

–No voy a llorar, voy a agradecer –dice siempre.

Así de simple, así de transparente. Me impacta su lento deterioro físico y también su crecimiento

espiritual.

Cuando le dije que estaba planificando viajar a verla más seguido, se tomó unos segundos para responder.

–La verdad que sí –asintió–. Seamos realistas; ochenta y tres años son bastantes y no sabemos cuánto tiempo más voy a estar. No creo que mucho.

A veces me sorprende la tranquilidad con la que hablamos de

algunos temas. Si bien en mi caso el nudo en el estómago permanece por algunos minutos, me he dado cuenta de que las dos hacemos el esfuerzo de absorber la angustia, porque hablar nos hace mejor.

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Por diferentes motivos, mami nunca dejó de llamar “operación de úlcera” a la extirpación de su cáncer. En parte por pertenecer a una generación que no pronuncia esa palabra en ninguna circunstancia, y en parte porque el médico le habló de problemas en el estómago y fue suficiente para tender un manto de negación sobre el hecho de haber estado muy cerca de morir.

El sábado, el día que me volvía a Buenos Aires, amaneció radiante.

–Vamos a la costa –le propuse.

Caminamos un montón, quizá mucho más de lo que ella podía.

Sin embargo, mientras andábamos me decía: –Me gusta tanto caminar con vos, que voy a donde me lleves.

Su entrega es total, así que soy la responsable de que no se exija.

Pero me cuesta darme cuenta.

Cuando llegamos frente al departamento que habíamos alquilado la temporada en la que la operaron, con una vista soñada frente al mar, nos sentamos frente al edificio para descansar.

–¿Justo aquí paramos, donde casi me muero? ¿Cómo pude haber

estado tan grave y no darme cuenta? –me preguntó–. Seguro que el diagnóstico estaba mal hecho.

–Quizás el médico de emergencias se apresuró un poco, pero tu estado era calamitoso. Por eso, cuando me dijo que no llegabas al amanecer, me pareció que iba a ser así.

–¿Y cómo lo tomaste? Porque no sé... soy tu mamá. –Puede sonar raro, pero lo tomé con naturalidad. A lo mejor porque

te veía no comer y perder tantos kilos, los dolores estomacales... Ni se me ocurrió hacer algo para retenerte. Me senté al lado de tu cama y hasta me dormí.

–¡Pobre de ellos! –dijo de pronto–. Morir en ese momento, ¡ni pensarlo!

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–Se ve que sí, porque vos solita, con tu energía vital, decidiste seguir por las tuyas, sin ambulancias, ni entubaciones, ni medicación, ni nada. Y hoy, muchos años después, disfrutás de tu nieto cuando te dice que sos un ser tan especial que no conoce a nadie igual.

–¿Ves, Ely? Vale la pena vivir en mis condiciones aunque sólo sea para escuchar eso.

Para pensar:

Trate de no guardarse sus sentimientos positivos. No cometa el error de suponer que, dada la íntima relación que tiene con su madre, no hace falta expresarlos porque están sobreentendidos. Nunca está de más ponerlos en palabras. Esto nos hace bien a todos, en cualquier tipo de relación, pero más aún a las personas que han avanzado en la vejez y han ido sumando limitaciones y pérdidas, ya que suelen confundirse y sentir que también han perdido sus riquezas afectivas.

Siempre que le sea posible, reafirme las sensaciones amorosas que se le presenten, aunque tenga alguna dificultad para hacerlo.

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Capítulo 16

¿Te ayudo a bañarte?

“Envejecer es todavía el único medio que se ha encontrado para vivir mucho tiempo”.

Charles H. Saint Beuve

Pobre mi madre, la baño mucho más seguido de lo que a ella le gustaría. Y para convencerla suelo usar un argumento que, si bien me parece poco ético, lo cierto es que siempre resulta efectivo: la asusto.

–Mirá si los chicos te sienten olor feo... –¿Podrá ser? –reflexiona. –Sí mami, puede ser. Y allá vamos.

Reconozco que le cuesta bastante porque, según ella, nunca logro

la temperatura adecuada. Y la verdad es que a lo mejor tiene razón. Además, a ella le avergüenza su desnudez –no sé si ante mí o ante

ella misma–, por lo cual la situación nos lleva a hacer algunas piruetas para evitar que yo mire demasiado.

A veces el jabón se le mete en los ojos, toma frío, se queja por los dolores, por los ruleros –este tema merecería otro capítulo–, me dice que le tiro del pelo...

–¡Ay, no me tires!

¡Tiene tan poquito cabello y tan frágil! ¿Será que siempre estoy apurada?

No sé, creo que cada vez que realizo este operativo lo hago con menos tiempo del que debería tomarme.

Después de cincuenta minutos de tensión provocada por el temor

de que se me resbale –la verdad es que estuvo en riesgo varias veces–, entre risas y discusiones la cosa termina muy bien.

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El pelito se le arma, huele a perfume, se siente renovada.

Hasta la próxima vez que le pregunte: –Mami, ¿te ayudo a bañarte? –No, mejor no, otro día... –Siempre querés dejarlo para otro día. –Esta vez es cierto, mañana me baño seguro... Es cuando llega el momento de echar mano del asustador. –Mirá si los chicos...

Me ocupo mucho de que se vea agradable, ya que es muy fácil

lucir mal cuando se tienen tantos años. Y el cambio es tan grande, que vale la pena hacer el esfuerzo.

Para pensar:

Si nos ocupamos de nuestro aspecto personal, ¿por qué dejar a nuestra madre librada a su obligado abandono? A veces, ella encuentra una correspondencia entre sus dificultades físicas y psíquicas, y la renuncia a mostrarse arreglada y agradable ante los demás: “¿Para qué me voy arreglar si casi no me puedo mantener parada?”

Si usted no está atento a las limitaciones de ese tipo, puede caer en discusiones o peleas con su madre que giran alrededor de cómo ella se vistió, o por qué no lo hizo si tiene el placard lleno de ropa, o a la peluquera en su casa con una simple llamada. Ella necesita de usted para aceptar, a veces a regañadientes, la importancia de un aspecto personal aceptable en la relación con el mundo externo.

Mostrarnos agradables, destacando lo mejor que tenemos, sigue siendo un regalo que nos hace más “queribles” a los ojos de los demás.

Ayude a su madre a hacerle a usted ese regalo.

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Capítulo 17

Nada de zapallo hervido ni arroz blanco

“Sentido común, algo así como salud contagiosa”. Alberto Moravia

–No me gustan los viejos, no me los banco –he escuchado decir

más de una vez.

Podemos hacernos estiramientos, lipoesculturas, inyectarnos colágeno, pero para el rechazo a los viejos, ¿qué hay?

No puedo creer que Indra Devi, Charles Chaplin, Alicia Moreau de Justo o la Madre Teresa entren en esta categoría de “viejos y, por lo tanto, imbancables”. ¡Por favor, que no estén incluidos!

Para envejecer sin provocar desagrado en los demás, hay que ir tomando buenas decisiones a lo largo de la vida. Aceptar el proceso y atravesarlo de la forma que nos guste.

Un buen ejemplo de la simplicidad aplastante en la manera de

encarar la idea del envejecimiento y la muerte es el hermano de mi madre, mi querido tío “el Vasco”.

Lo más liviano que comía eran guisos con panceta; padecía todo tipo de gastritis, úlcera y demás.

–El día que no pueda comer más, siendo un placer para mí, será tiempo de morirme y a otra cosa –decía cuando se refería a los fritos–. Nada de zapallo hervido ni arroz blanco, ni sentadito en una sillita a merced de los demás. Los médicos no me interesan. Cuando tenga que morir, lo haré y punto.

–¡No seas bestia tío! –le decía yo, mientras los lípidos de las

costillitas de cerdo seguían marchando.

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–Quiero recordarles que, cuando muera, nada de velorio, ni flores, ni llantos. ¡Esas son tonterías! –les dijo a los hijos un día, cuando tenía setenta y nueve años–. Quiero ser cremado y que echen las cenizas al mar. Punto.

Recuerdo que sus palabras quedaron un poco desubicadas pues las

pronunció en medio de una reunión familiar amable y sin que él tuviera ningún nuevo síntoma de los que padeció toda la vida.

Pero dos meses después, antes de sacar la basura a la vereda –como lo hacía cada noche como un ritual–, cayó muerto en el palier del edificio.

Lo cremaron, hubo algunas horas de velorio sin flores, tal como lo

había pedido. Sus deseos fueron respetados hasta el final.

Tenías razón tío, te moriste y punto. Como querías. Gracias por haberme ayudado a despedirme de vos. Cuando las personas no han hecho su evaluación final, ni tomado

alguna decisión al respecto, las despedidas cuestan más.

Para pensar:

¿Es posible morir de la forma que uno desee? Si somos responsables por nuestra vida, no eludiremos la

responsabilidad de nuestro propio envejecimiento y buen morir. Tome conciencia de su propio envejecimiento, pero no se conecte

sólo con las pérdidas de habilidades físicas y psicológicas que ello implica, sino también con los logros que tales pérdidas no pueden destruir.

Me refiero, específicamente, a los valores espirituales, que sin duda desarrollamos a partir de esa toma de conciencia.

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Capítulo 18

Viejas amigas... viejas

“Aprender a no ser joven, es el aprendizaje más largo y más difícil de la vida”.

Leon Daudi

Las energías de mami siguen en franca disminución. Dice que sus rodillas se niegan a sostenerla. No creo que sea ese el problema; lo que ocurre es que casi no tiene masa muscular.

Lo cierto es que me pide que vayamos a visitar a una vieja amiga de la infancia, que por razones de sobrepeso y de haber heredado reuma en lugar de dinero –como dice ella– no puede visitar a mami, que vive en un primer piso por escalera.

Sabíamos que su amiga no podía caminar desde hacía tiempo, y que sólo lo consigue ayudada por un andador. El día iba a depararme algunas sorpresas.

María Teresa vive en el tercer piso de un edificio sobre la calle

peatonal, a la cual –como su nombre lo indica– los autos no tienen acceso. Quiere decir que mami tuvo que caminar media cuadra, cosa que por ahora puede hacer, aunque con bastante dificultad.

Como habíamos decidido darle una sorpresa y no avisarle, después

de la caminata tocamos el portero eléctrico, flores en mano. Era la una menos cinco del mediodía.

–¡Qué alegría! Ahí te abre el encargado... –dijo María Teresa. –Aquí no lo vemos, no hay nadie... –No puede ser, todavía no es la una. Tocale timbre...

El encargado se había ido cinco minutos antes; ella no podía bajar

a abrir, dado que no tiene fuerza suficiente para atravesar la distancia

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�� de pasillos y palier que nos separaban. Justo ese día, la persona que la acompañaba había faltado.

Conclusión: mami y yo tuvimos que iniciar lentamente el camino de regreso a casa por la peatonal sin ver a María Teresa; pero, eso sí, con un lindo ramo de flores.

Ninguna de las tres estaba preparada para eso.

Para pensar:

Muchas personas no aceptan cambios de vivienda más adecuados a sus limitaciones físicas cuando éstas comienzan a presentarse. Así es como viven en pisos por escalera, en departamentos enormes que después son un problema para mantener, en lugares alejados de centros urbanos con atención médica inmediata, etc.

Generalmente, estas mudanzas son rechazadas. Y qué importante resulta, cuando las discapacidades aparecen, haber tomado decisiones preventivas.

Piense en realizar estos cambios a tiempo, y ayude a concretarlos.

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Capítulo 19

Yo, que en mi vida tragué una verdura hervida...

“Creo que no hay problemas pavos, las pavadas no son problemas”.

Stella Feigin

En la reunión de los sábados con mis amigas, el tema de las madres viejas no es tan original, por ser comidilla de todos los días. Lo realmente original es que en treinta años no hayamos podido encontrar un tema más apasionante.

Delia nos contó que venía del geriátrico de ver a su madre, donde

estaba internada hacía una semana. Al llegar, la directora le dijo que la mamá estaba muy nerviosa desde su ingreso y que la convivencia resultaba difícil. Le pidió que tratara de hablar con ella para intentar una solución.

–Mamá, me dicen que estás muy nerviosa. Qué raro, no es tu

estilo... –le dijo más tarde. –¿Nerviosa? Deben referirse a cuando les escupo el puré de zapallo

en la cara... Me imagino la expresión de mi amiga en ese momento...

–¿Cómo, mamá? –alcanzó a balbucear. –¡Ponete en mi lugar, acá nadie entiende nada! ¡Yo, que en mi

vida tragué una verdura hervida! Tus hijos me dicen Abu, pero acá tengo que escuchar a esas mocosas diciéndome “abuelita, abrí la boquita que te doy el purecito”... Al principio traté de explicarles, pero son demasiado necias, entonces decidí abrir la boca y cuando se descuidan... Ya sé que es un poco brusco, pero si no entienden voy a seguir haciendo lo mismo.

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De joven había sido una mujer hermosa, culta, informada, de carácter fuerte, a quien le desagradaba profundamente todo lo que tuviera que ver con las tareas domésticas. Decía que el aroma de la comida casera le provocaba náuseas, de manera que pasó sus últimos treinta años comiendo sándwiches de miga, bocaditos de salmón y alguna ensalada, acompañados de una copa de champagne o vino blanco.

Delia sabía que en el geriátrico –o residencia para mayores, como se llamaba ésta– el tema de la alimentación de su madre sería un problema. Pero en todos le habían respondido lo mismo.

–Tenemos diferentes menús para elegir, pero no hacemos

excepciones a no ser, por ejemplo, el día del cumpleaños; entonces sí, si quiere, puede traerle los sanguchitos de jamón.

–¿Pero si yo le trajera la comida para que almuerce en la habitación? –No es posible; los criterios con los que nos manejamos son que,

parte de la calidad de vida, consiste en que ellos compartan el tiempo con gente de su misma generación y que atraviesa situaciones parecidas. Todos tienen que comer en el comedor y el menú tiene que ser similar.

¿Qué tal?

Mientras trataba de recomponerse invitó a su madre a dar una

vuelta por el jardín, silla de ruedas mediante; por lo menos iban a cambiar de ambiente un rato y podrían mirar las flores y los árboles lindísimos que había alrededor del geriátrico.

Tanto las veredas, como la madre y la hija, no estaban preparadas para el uso de la silla, y eso dificultaba bastante el paseo.

–Mamá, yo sé lo difícil que te resulta esto, pero poné algo de tu

parte –intentó convencerla–. Yo no sé qué hacer. –Llevame al departamento; quiero estar ahí, sola. Sabés que nunca

me interesaron las flores ni los árboles, y mucho menos el conjunto de tontos de este lugar.

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Para bien o para mal, mi amiga no tuvo que tomar ninguna decisión, ya que la madre se las arregló para llamar a la otra hija que vive en los Estados Unidos y pedirle que viniera inmediatamente a llevársela con ella.

Mi amiga, con buen criterio, había creído, en ese momento, que internarla era el mal menor.

Pero Teresa pensaba distinto.

Con sistemas de seguridad que no funcionan y desentendimientos familiares, cuando mi amiga volvió su madre ya no estaba: se había ido con la otra hija al departamento, ya que era utópico que se la llevara a los Estados Unidos.

Quiere decir que la mamá no sólo había conseguido volver a su

lugar, sino también profundizar la distancia que ya existía entre la hija que se ocupaba aquí del día a día y la otra, que desde catorce mil kilómetros, evaluaba que su madre no estaba bien cuidada.

Por suerte para ella, murió al poco tiempo, en su departamento,

sola.

Ochenta y cuatro años, altiva, inmovilizada por la artritis y por su tozudez –o su decisión personal de vivir sola–, una noche se fracturó la cadera y ya no se recuperó.

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Mi madre envejece… ¿Qué hago?

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Para pensar:

Cualquiera diría que la situación final de Teresa llegó por “abandono de persona”. Pero, ¿es esto real?

Ella enfrentó su vida de la manera que quiso. Por supuesto que, cuando se fracturó, la que corría con la atención médica, la recuperación y las incomodidades era su hija, la que vive aquí; pero quizás esto sea lo máximo que pueda hacerse frente a una mujer de carácter fuerte, que decidió vivir sola en su departamento y mantuvo esta determinación hasta el final.

Lamentarse por lo que pudo haberse evitado, o culparse por no haberle dedicado todo el tiempo que su madre le reclamaba, son sentimientos perjudiciales.

En cambio, aprender de esta experiencia le será de utilidad a la hora de tomar decisiones con respecto a su propia vida.

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Capítulo 20

¿Y si la interno?

“Antes de la vejez, procuré vivir bien; en la vejez procuro un morir bien”.

Séneca

Estas son algunas de las ideas que se nos presentan en cascada, en una mezcla apabullante, el día que nos atrevemos –después de una lucha sin cuartel para negarlo–, a considerar la posibilidad de internación y cómo llegamos a ella.

La lista es infinita, pero aquí la empiezo.

–No... ni pensarlo. No va a querer. –Pero debe haber lugares lindos, donde pueda compartir con

gente de su edad. –Tendría que ver. Primero voy a ir sola, después la invito a tomar

un té y de paso vamos... –La madre de Betiana está internada en uno. Podríamos ir a

visitarla y ver cómo reacciona...

–¡Si seguís así, negándote a todo, te voy a internar! ¡Estoy harta!

–Te pido por favor que hagas un esfuerzo, ni mi marido ni tus nietos quieren saber nada con vos. Sos demasiado pesada.

–Si seguís así, vas a conseguir que termine separándome.

–No puedo salir corriendo cada vez que tenés un inconveniente;

esperá hasta mañana, que llega la mucama. –El favor lo necesito hoy; si no, no te llamaría.

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–Mamá, estoy trabajando. Ya te dije que no me llamaras acá. Lo voy a hacer yo cuando tenga un rato libre.

–Si espero a que me llames vos, no sucede nunca...

–¿Otra vez te quedaste sin plata? –¿Desde cuándo tengo que rendirte cuentas? –No es eso, a lo mejor no te das cuenta y te dan mal los vueltos o

perdés algo... –¡Idiota no soy! –No, no es eso.

–Quiero que me lleves al médico, sigo sin dormir. –Pero ya estás tomando una medicación. –Sí, pero no me hace nada. –El médico te dijo que tenés que esperar a que te hagan efecto, al

menos una semana. –Lo que pasa es que no querés llevarme porque no me creés.

Total, soy yo la que se desvela.

–Pedime un turno para el médico, porque estoy perdiendo la memoria y quiero que me dé algo.

–Pero él ya te dijo que a tu edad eso es normal. –Llevame a otro, ese nunca me gustó. Tendríamos que ver a un

homeópata, quizá la pegue...

–Ya tu padre me lo dijo en vida: ¿quién se va a hacer cargo de vos cuando yo no esté?

–¿Pasé toda una vida trabajando, para esto?

–No me siento segura, las rodillas me fallan. ¿Me podés

acompañar? –Ya te dije que un bastón te vendría bárbaro... –Ni me lo menciones. Ya sabés lo que opino. Esas cosas son para

discapacitados.

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–¿Pero si te caés en tu casa y estás sola? –No exageres, ¿querés?

La lista de desencuentros es infinita. Lo que haría falta, muchas veces, es ponerse en el lugar del otro. Antes de decidir la internación, tratemos de evaluar lo más

objetivamente posible las posibilidades reales con las que contamos.

–¿Hay lugar en nuestra casa para que ella pueda vivir sin alterar el orden familiar?

–¿Hay posibilidad de que viva en su casa, acompañada de una persona?

–¿Podría compartir una vivienda con algún familiar en circunstancias similares? ¿Y con una amiga?

–¿Le alcanzará su dinero? –¿Podría hacerlo yo, aunque mis hermanos se negaran a compartir

los gastos?

Una vez agotadas estas opciones –y si no le encuentra solución–, será el momento de comenzar a buscar un buen geriátrico.

Vayamos sintiendo la tranquilidad de estar ayudando a mantener la calidad de vida de ellas y la nuestra.

Que mi madre me necesite permanentemente no significa que yo deba borrar de un plumazo todos mis otros compromisos afectivos y laborales.

Ya sea por falta de información, ignorancia o negación, nuestra

querida madre no tomó las prevenciones necesarias para vivir bien el último tramo de su existencia. Al faltar ese proyecto personal, nosotras, sus hijas, tenemos que decidir por ellas. Liberemos a nuestros hijos de tener que asumir esa responsabilidad.

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Para pensar:

En la mayor parte de los casos, la decisión de internar a una madre en un geriátrico queda a cargo de los hijos. Pero, ¿qué ocurre cuando, durante muchos años –como me ocurrió a mí–, nuestra madre nos ha hecho prometerle que no terminaría sus días en uno de esos hogares?

En aquel momento, tanto ella como yo ignorábamos que las limitaciones de la vejez pueden ser casi totales. Quizá por tener bastantes menos años que ahora, yo confiaba en que mi madre moriría como vivió: íntegra, con conciencia de lo que iba sucediéndole.

Pero mi experiencia, y la de tantos otros, me ha enseñado que hay factores externos –como la aplicación de cuatro anestesias en una semana, por ejemplo– que agregan dificultades imprevisibles.

Evite la tendencia a la inacción que genera la situación. Confíe en que su decisión será la más acertada. Practique aceptar el sufrimiento ante el inexorable paso del tiempo, que finalmente conduce a la muerte.

Y lo más importante: intente pensar en estos temas junto con el interesado, antes de que sea demasiado tarde y el rechazo de la situación los supere.

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Mi madre envejece… ¿Qué hago?

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Capítulo 21

¿Qué tal una pasada por la sordera?

“Envejecer no es tan malo, cuando se piensa en la alternativa”. Maurice Chevalier

Aprender a usar audífono después de los ochenta años es como

aprender a manejar la video casetera o la computadora: mami nunca pudo acostumbrarse a usarlo, a pesar de haberle disminuido la audición en forma notable.

No se sabe si lo de ella es un problema en el aparato auditivo, o es

lo que describe como “aturdimiento”: si hay varias personas, “no caza una”.

Lo cierto es que cada vez le cuesta más participar de reuniones, aunque sean pequeñas, porque en esos casos, la gente no dirige su conversación hacia el interlocutor.

Además, a nadie le gusta que le pidan que hable más fuerte, por lo que claramente el disminuido pierde. Más de una vez vi que, molestos, le decían “no me incomoda para nada, al contrario” y seguían con el mismo tono, sólo que un poco más dirigido hacia ella.

Como mami no quiere importunar, si tiene cerca a alguno de

confianza –por ejemplo yo–, arma una especie de circuito.

–Ely, ¿qué está diciendo, que me interesa? ¿Qué me pregunta? ¿De qué se ríen que me lo estoy perdiendo?

Entonces hago todo lo posible para ayudarla –en especial en la

mesa–, aunque con la santa costumbre familiar de hablar todos a la vez la verdad es que hay partes que mami se las pierde, por más que yo me esmere en hacer de traductora. Otras no, porque las retomamos cuando estamos solas.

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��–Mami, me parece que vos das por sentado que no vas a

escuchar y no ponés la atención necesaria. –Bueno, trataré. Voy a disponerme a escuchar, hablame normalmente.

Y entonces escucha todo. –¿No será que no escuchás lo que no te interesa? –No estaría tan equivocada. ¡La gente dice cada cosa!

Para pensar:

¿Estamos dispuestos a escuchar? ¿A ser escuchados? ¿Nos conectamos con nuestras propias señales de deterioro paulatino de la audición? En la práctica, la respuesta parece ser negativa.

Llega un momento en la vida en que empezamos a perder buena parte de la conversación que se desarrolla en nuestro entorno inmediato, sin saber bien a qué atribuirlo.

De pronto, nos encontramos con que el tema no nos interesa demasiado y, muchas veces, es porque sólo escuchamos parte de él.

Claro que la sociedad actual no ayuda, ya que son pocos los lugares que dejan margen para la charla entre amigos o conocidos.

La música estridente es una constante allí donde a la gente se le ocurra reunirse. Recibimos estímulos acústicos que nos tiranizan cada vez más, y a esto se le suma la necesidad de muchos de hablar de sí mismos en forma casi exclusiva.

¡Imagine a nuestros viejos queridos en medio de ese lío! Ya no importa si el problema está en el oído medio o en la falta de

interés. Ellos, simplemente, no entienden nada. Pida que se hable más claro, en voz más alta, en forma pausada; o,

directamente, haga de traductor. Elija una ubicación central para la persona “hipoacúsica”, y cuide

que no haya cerca una ventana abierta por donde se cuelen los mil sonidos urbanos.

Vale la pena hacer el esfuerzo.

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Capítulo 22

Está perdiendo la visión ¿Quedará ciega?

“Yo he tomado la precaución de ser ciego”. Jorge Luis Borges

Las dudas pueden ser enormes: si ve menos es posible que tenga

cataratas y que no estén maduras, o que las cataratas estén maduras pero no se pueda pagar la intervención porque el médico particular resulta carísimo y la obra social olvidate.

También puede ocurrir que necesite trasplante de córnea, aunque quizá deba esperar años hasta que, finalmente, la llamen de un día para el otro para intervenirla. O que la córnea sea incompatible, o que tenga la glucemia alta.

Pero tampoco ha sido este el caso de mi madre.

Cuando tenía alrededor de cincuenta años perdió la visión de un ojo; sólo veía sombras que le ayudaban a darle nitidez al otro, pero no hubo un diagnóstico claro. Rondando los setenta y cinco, ya casi no tenía visión en “el ojo bueno”, como ella lo llamaba. Al ser la pérdida tan paulatina, nunca reparó en la magnitud del problema –que a mi entender sería la ceguera–, sino que se lo atribuía a que los anteojos ya no le servían y no encontraba nada apropiado. Cuando buscaba los lentes de lejos encontraba los de cerca, y viceversa. Tropezaba con cuanto escalón nuevo se cruzara, con el riesgo de caerse y que apareciera el otro fantasma: fractura de cadera debido a una posible osteoporosis.

Hicimos una nueva consulta, esta vez con toda la inquietud de mi

parte. El ojo que ya se estaba haciendo malo había llegado a su maduración en lo que a la catarata se refería, y como ya habían pasado algunos años desde que se había inscripto en PAMI, llegó el momento en que hubo coincidencia: catarata madura y orden de internación.

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Hubo un postoperatorio un poco difícil, pero fue un nuevo hito en

la historia de mi madre ya que en treinta días terminó viendo muy bien y con el entusiasmo necesario para querer resolver el problema del viejo ojo malo, para el cual siempre le habían dicho que no había solución.

Pero lo cierto es que ya habían pasado treinta años. En una nueva consulta a mi oftalmólogo de confianza, la propuesta

fue operar la catarata y después tratar de recuperar lo que tuviera debajo.

En síntesis, hoy mi madre ya no usa los anteojos de cerca ni los de lejos, lee un montón y es la envidia de todos nosotros, que recién vamos buscando los de cerca, y que no buscaremos los de lejos sólo porque los bifocales vienen buenísimos.

A mami podría pasarle lo que al personaje del cuento: era una

vieja jugadora de golf, que fue al oftalmólogo porque ya no podía jugar, debido a que no veía adónde iba a parar la pelota.

–¿Por qué no sale a jugar con su hermana, que ahora tiene una vista increíble? –le sugirió el médico, muy creativo.

–Ya probé –le contestó la mujer –¿Y? –La vio perfectamente... –¿Vio que era una buena idea? –No tanto, porque cuando fuimos a buscarla se había olvidado

adónde estaba.

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Para pensar:

Los primeros anteojos recetados suelen llegar alrededor de los cuarenta años, y son el preludio del deterioro de un sentido tan valioso como el de la vista. Ella nos honra con esa compañía maravillosa que resulta de leer un buen libro, ver una película interesante o un programa de televisión divertido.

Pero si la perdemos... no sólo perderemos ese entretenimiento maravilloso, sino que, además, necesitaremos de una compañía real y concreta que nos lleve por la vida, pues los escalones empezarán a desaparecer de nuestro campo visual y las veredas imposibles de transitar mostrarán todas sus aristas. Es lo que, muy poco a poco, ha ido ocurriendo con nuestros padres, quienes van quedando como a solas en su propio mundo, con una nueva fuente de angustia.

Cuide su visión y la de sus padres con todos los avances que hoy brinda la ciencia, pero dispóngase también a desarrollar los otros sentidos en caso de que de ellos dependa el futuro bienestar de todos.

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Capítulo 23

Bingo, Scrabel y seminarios de Filosofía

“Envejecer es como escalar una gran montaña;

mientras se sube, las fuerzas disminuyen, pero la mirada es más libre, la vista

más amplia y serena”. Ingmar Bergman

En mi familia tenemos de todo, menos depresión; pero es un

padecimiento que no puedo ignorar, debido a la gran cantidad de pacientes y amigas lidiando con la depresión de sus madres.

Hay errores comunes que todos cometen cuando se topan con esta muralla infranqueable, y que suelen expresarse en quejas como éstas: “Estoy sola”; “No tengo fuerzas para vivir”; “Sólo recibo disgustos”; “No tengo con quién hablar”; “Vos venís tan poco... sé que estás ocupada, pero para vivir así...”; “Esas pastillas no me hacen nada”; y otras por el estilo.

El primer impulso es responder a la larga lista de reclamos con

respuestas reales, pero la verdad es que resulta equivocado. A la persona que padece depresión no hay que intentar “sacarla”

de ese estado, porque es algo muy difícil. Más bien necesita comprensión de lo que le sucede y compasión por padecerla. Lo más adecuado es acompañarla.

La depresión es un estado interior que sólo se modifica con las

herramientas propias, pero puede ocurrir que la persona no encuentre la manera de llegar a ellas. En ese caso, una adecuada medicación puede ayudarla y ayudar a su familia.

En general, la persona se siente sola porque confunde soledad con abandono. Pero si realmente está sola, tendría que hacer cosas

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�� para estar en compañía, como invitar a alguien a comer y cocinar o comprar algo rico para la ocasión, o proponer algo entretenido para hacer. En cambio, si se queda rumiando la sensación de abandono, nunca logrará salir adelante.

Una de mis tías invita a sus amigas a su casa para jugar al bingo,

otra hace reuniones de Scrabel. Ni qué hablar de la tía Mercedes, que viaja a Buenos Aires para

hacer seminarios de Filosofía y, cuando vuelve, invita a la gente amiga para contarle lo que aprendió.

Para pensar:

La soledad es un estado que puede revertirse si la persona que la sufre se lo propone. En especial en las grandes ciudades, donde las opciones sobran; tanto las costosas, como las gratuitas.

Mucha gente que padece la soledad cree que los responsables de rescatarla son los demás, lo cual es un malentendido.

Cuando el sentimiento ya ha avanzado provocando desazón e ideas pesimistas, serán los hijos los encargados de poner en marcha –o al menos de intentarlo– mecanismos para facilitar la integración de los mayores a sus grupos de pares.

Acompañe a su madre a los primeros encuentros, invite a participar de la actividad a alguna otra persona que le facilite el traslado. Explíquele claramente que usted no puede llenar su soledad, y que lo mejor para ella son las actividades grupales.

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Capítulo 24

¿Se acuerda cuando la maestra era la segunda mamá?

“Todos deseamos llegar a viejos y todos negamos que hemos llegado”.

Francisco de Quevedo

Hace unas noches tuve otro sueño con mi madre, pero esa vez buscábamos alojamiento en un pequeño hotel que parecía estar en Mar del Plata. Al despertar pensé que tal vez se trataba de otra ciudad, ya que somos demasiado “marplatenses” como para querer hospedarnos en un hotel, teniendo tantos lugares de familiares y amigos en donde quedarnos. No conseguíamos un sitio adecuado para ella y en el único que encontramos –si bien era lindo–, la habitación disponible quedaba en el segundo piso por escalera, adonde mami no podía subir. Sin lograr resolver dónde alojarnos, nos fuimos caminando por una rambla...

Ese día me levanté temprano, tenía muchas cosas por hacer y no

tuve tiempo de pensar en el sueño. A la tarde viajábamos con mi marido a las sierras por un fin de semana largo.

Salir de la capital a la ruta dos nos pone de inmediato en contacto con la naturaleza, ya que andando pocos kilómetros ya se percibe claramente el cambio de las estaciones.

Comenzaba octubre y se notaba la explosión de brotes y colores

tiñendo el paisaje. De pronto, en medio de los verdes y algún amarillo, emergieron inmensas manchas azules. Nos impactaron tanto, que paramos el auto a un costado de la ruta. Eran miles de nomeolvides, esas flores que pueden catapultarnos directamente a la infancia, a octubre y a la pregunta infaltable: “¿Qué voy a regalarle a mi mamá? Se viene el tercer domingo”.

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Esas florcitas eran el moño del regalo, y hasta oficiaban de tal cuando los hijos no podían comprar otro. Ninguna buena hija dejaba de salir a buscarlas en los jardines o las plazas para luego adherirlas con el tallito en el pecho de cada mamá. Pero, si además de buena hija una era rebuena alumna, también le llevaba un ramito a la maestra ya que, según nos decían, era nuestra segunda mamá. Hoy, con los nuevos programas educativos, los chicos tienen un montón de maestras. Con la propia les alcanza como para embarcarlos en equipos de madres...

Hacer este regalo era como una súplica. “¡No me olvides!”

¿Sería eso posible? ¿Teníamos que recordárselos?

Seguimos el viaje y esa noche me dormí con la sensación de estar

en medio de campos azules. Y ¡zas! un nuevo sueño, en el que veía venir a mi madre caminando con mucha dificultad hacia mí, notablemente debilitada. Me acercaba enseguida para sostenerla, sorprendida de su estado.

–No doy más, quiero acostarme me decía. –Vaya. La despierto para almorzar –le respondía la empleada, que

la había escuchado. –No quiero comer, quiero seguir de largo. Cuidá que nadie me

despierte –me aclaraba a la vez que nos dirigíamos con dificultad hacia la cama.

Mientras comenzaba a taparla observé que ya no tenía en los ojos ese brillo encantador que suele prevalecer cuando mira, sino que su mirada estaba como perdida.

De pronto, hizo un movimiento que la atravesó entera, como si hubiera recibido una descarga eléctrica.

–Acabo de desprenderme de ustedes –me dijo como resultado de

ese shock, y me miró como preguntando qué significaba ese estado. –Eso es lo mejor –le decía yo. Con una ondulación casi imperceptible, corrió la sábana hasta

quedar toda cubierta.

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Me sentía consternada, angustiada. No sabía si ya me había

despertado mientras me repetía a mí misma: “se desprendió de nosotros y yo le dije que era lo mejor”.

Tuve un instante de alivio al pensar en lo difícil que habría sido

respetar ese momento sin mostrar mi desesperación. Es verdad que había estado a punto de gritarle: “¡Estás aquí, te

ayudo a que vuelvas!” Y tantas otras cosas para mi alivio... ¿Acaso no estoy convencida de que madres e hijas permanecen

indisolublemente unidas? Pues eso será posible en la vida, pero la muerte es un desprendimiento definitivo.

Y ese fue el aprendizaje. En el sueño, dejé que mi madre partiera sin tratar de violentar la

situación tratando de retenerla.

Para pensar:

De nada sirve negar el envejecimiento de nuestros padres, si de pronto el inconsciente se nos manifiesta sin dejar lugar a dudas. Aunque sorprendente, siempre es bueno saber que en algún punto de nuestro ser trabajamos en la elaboración de todo lo relacionado con la muerte.

Cuando sueñe situaciones donde ésta esté presente de algún modo, cuente el sueño, escríbalo, hable de él.

Todo esto suele servir como puntapié inicial para introducir el tema.

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Capítulo 25

Internet puede ser una solución

“Cuando dicen que soy demasiado viejo para hacer una cosa, procuro hacerla enseguida”.

Pablo Picasso

Mi hijo atiende el celular mientras chatea.

–¡Aguantame boludo, que estoy chateando con mi tía abuela! –¿Tía abuela? ¿Escuché bien? –Sí. ¿Viste qué limado? Al principio decía que ochenta años eran

muchos para empezar con la tecnología y ahora es con la que más me engancho. ¡Si está todo el día en el chat!

La idea puede parecer absurda si se parte de mi propia resistencia

a acercarme a la computadora. Pero una vez que la vencí y vi cómo dos de mis tías también lo hacían, descubrí un canal de comunicación imperdible entre madres e hijas.

También para relacionar a abuelos con sus nietos –no sé qué pasará

con los de usted, pero a mis hijos se los encuentra mucho más rápido y mejor dispuestos por e-mail o Messenger–, y ellos ven en sus abuelos un ritmo activo que creían perdido.

Seguramente, al comienzo, la idea será rechazada tanto por madres

como por hijas. El temor a la tecnología es una realidad y la resistencia a lo nuevo siempre se hará presente, pero no dejemos que gane el escepticismo.

Renovemos nuestra computadora y llevémosle a ella la antigua,

así empezará a probar sin tanto miedo de romperla o de borrar todo, al saber que nosotras ya no la usamos.

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Vale la pena ser pro-activas en esto que puede ser una bendición, ya que no es tan fácil encontrar bendiciones para la vejez.

Para pensar:

A veces, la vejez llega teñida de desgano. Este sentimiento lleva a creer que el pasado es el verdadero presente y allí queda congelada la persona. Muchos están tan convencidos de esto, que tientan a quienes los rodean a aceptarlo sin intentar nada a cambio. Esta actitud es tan errónea como perjudicial.

A las personas que, quizá por haber padecido en su vida muchas contrariedades, están atrapadas en la idea de haberlo visto todo, les sugiero considerar que así como no hay límites para el sufrimiento, tampoco los hay para las situaciones placenteras. Estar abiertos a lo que el futuro les ofrece les permitirá seguir enlazados a las nuevas generaciones, en un fluir natural que nunca se detiene.

Las posibilidades que hoy ofrece Internet son enormes y no

debiéramos desperdiciarlas. Siéntese con su madre frente a la computadora y comience a mostrarle de qué se trata. Si usted tampoco sabe usarla, recurra a un experto.

Él les descubrirá a ambas un nuevo mundo.

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Capítulo 26

El momento de la muerte da miedo

“Quien le enseña al hombre a morir, le enseña a vivir”.

Montaigne

Anoche, muy tarde, sonó el teléfono, algo poco habitual en casa. Atendió mi hija y escuchó que era de parte de una prima de Mar del Plata, pero la comunicación se cortó.

En los minutos de espera del nuevo llamado, tuve tiempo para

disponerme a escuchar quién había muerto. Sabía que el tío José no daba más, no podía ser otro. Cuando atendí, quise facilitarle el momento a mi prima.

–Me imagino por qué me llamás –le dije. –Sí. Murió mi papá.

Me pareció una muy buena noticia, ya que el tío padecía una

enfermedad terminal, pero no podía decirle eso a ella. Él tenía ochenta y ocho años y desde hacía seis meses vivía en un

geriátrico con todas las facultades perdidas. Lo tenían internado en una clínica desde hacía cuatro días y los médicos deliberaban si amputarle o no las piernas.

Mi prima me contó que estaba dándole de comer y él se ahogó.

Hasta ahí sentí algo de alivio al pensar que poder acompañar a alguien tan importante como un padre en el último instante de su vida, si bien da temor, también puede ser una bendición. Pero fue en ese punto donde las cosas se atascaron ya que, al parecer, ella corrió a buscar ayuda.

–Hicieron todo por salvarlo, pero fue imposible.

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Mientras yo le decía palabras de consuelo, me preguntaba: “¿Salvarlo de qué? ¿Salvarlo de morir para cortarle las piernas por la infección?”

Al otro día llamé a mi querida tía, famosa entre nosotros por su

lucidez para vivir la vida, y ya estaba al tanto de la noticia. Como siempre, traté de comentar con ella mis controvertidas ideas sobre el tema y me sorprendió que ella, que en general me las confirma, me dijera: –No Ely, estás en un error. En ese momento, hasta vos saldrías corriendo a pedir ayuda.

–No lo niego. En todo caso, pediré ayuda para mi miedo, no para aquel que va a morir –le dije–. Ponete vos en el lugar del tío: ¿preferís que te acompañe hasta el final, o que me vaya a pedir que prolonguen tu agonía?

Se rió. También fue una forma de decirle que yo, en el lugar del

que va a morir, mil veces elegiría el esfuerzo de que me acompañaran.

Más tarde vino el diálogo con mi hija. Después de todo, es a mis hijos a quienes quiero dejarles el nudo desatado.

–Mami, no sentís mucho esta muerte, ¿no? –No sólo no la siento, sino que la celebro –le respondí, y de paso

le recordé las condiciones en que mi tío había llegado a los ochenta y ocho–. Celebro que el sufrimiento haya terminado. El de él y el de los que lo rodeaban. Al sufrimiento le sigue el alivio, y al alivio, la posibilidad de continuar con lo amoroso que el dolor aplasta momentáneamente.

Recién entonces me sentí en condiciones de hilvanar los recuerdos

que me unieron al tío. Él está siempre presente en la trama de mi vida.

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Para pensar:

Lo desconocido suele provocar temor, y ni hablar de ver morir a alguien; una situación que todos trataríamos de evitar si pudiéramos.

Sin embargo, la muerte de un anciano, especialmente si ha tenido una vida que valió la pena, provoca alivio. Ocurre que en Occidente, el estigma cultural de vivenciar este momento como una tragedia es muy fuerte.

Si lo pensamos de otro modo, entonces en el proceso de duelo podremos darnos cuenta de cuánto tenemos de ese ser dentro de nosotros. Y que siempre nos acompañará.

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Capítulo 27

Lo que dicen de mi madre

“Así como un niño saludable no le teme a la vida, un anciano saludable no le temerá a la

muerte”. Erik Erikson

Hace poco estuve en Madrid y me reencontré con Elena, una vieja

amiga que vivió en la Argentina. La vi totalmente asimilada y hasta había recuperado la entonación catalana de sus padres.

Café de por medio, nos pusimos al día acerca de cómo habían transcurrido nuestras vidas desde que no nos veíamos.

–¿Sabes que estoy escribiendo un cuento sobre tu madre? –me dijo en medio de la charla desordenada–. Se llama “La boutique de los sueños”. Veo que el título te sorprende –comentó al ver mi expresión–, pues no debiera. Tu madre no hizo otra cosa que vender sueños en su boutique, aunque su negocio parecía otra cosa.

* * * *

El negocio de mi madre... “La boutique Carmen”, ¿cómo

describirlo? En principio, el nombre era absolutamente irónico, dado que estaba

inscripto para la habilitación municipal de los últimos años bajo la categoría de “Ropa usada y nueva de ocasión”.

Nunca supimos bien qué quería decir, pero así figuraba en la pizarra negra colocada en forma de caballete en la vereda, en la que mi padre escribía los anuncios publicitarios con unos pedacitos de tiza blanca que hacían unos chirridos horribles.

Su historia comercial tiene un claro principio y un claro final. En 1949, mi madre decidió abrir en casa el negocio, para ayudar al

presupuesto familiar. Entonces mi padre empezó a construir un pequeño

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�� local con el apoyo de algunos tíos. Y ahí se inició “La chiquita”, mercería, perfumería y anexos.

“La chiquita” era yo, que había nacido un año antes. Era una versión de lo que hoy se conoce como “poli rubro”; pero con los años y algunas mudanzas fue mutando con la incorporación de ropa usada y nueva de ocasión.

Cuando mi madre se enfermó y ya no pudo seguir con el negocio, llevó todos los petates a su garaje... “en forma momentánea hasta recuperar sus fuerzas”, como dijo, convirtiéndolo en un depósito; léase: amontonamiento de más de mil prendas acumuladas a través de las distintas mudanzas de su negocio.

Ese bodrio incluía muebles y objetos viejos que ella atesoraba

adentro de cajas desvencijadas, en estantes desordenados y torcidos por el peso, ya que a medida que iba metiendo más y más cosas tuvo que empujar y hacer presión.

Como consecuencia, el paso quedó cerrado por una especie de gran masa cúbica que iba desde el piso al techo y que era absolutamente impenetrable, excepto si se entraba por el primer piso y se intentaba bajar por la escalera.

La cuestión es que mi madre estaba grave y alguien me sugirió

hacer algo con eso, porque toda esa ropa y objetos usados llevados a vender, estaba cargada con una energía llena de mucha tristeza, por haber pertenecido a personas que ya habían muerto –o que necesitaban el dinero para cosas urgentes–, y habían tenido que recurrir a la venta olvidando el encanto de guardar la plancha de la abuela, el brasero, o cosas parecidas. Y que toda esa onda negativa podía influir en el malestar de ella.

–Tu madre es un ser demasiado especial como para vender lo que se ve de una prenda –siguió diciendo mi amiga–. Ella vendía el sueño encerrado en cada una.

* * * *

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¿Quién podía atreverse a contradecir a mi madre, que agonizaba, y deshacerse de ese bodrio antihigiénico? Lo habíamos intentado de diferentes maneras mucho tiempo antes de que enfermara; desde la grosería, diciéndole: “Sacate esas porquerías de encima”, hasta la oferta generosa de mi marido de comprarle toda la existencia a muy buen precio y donarla a las Aldeas SOS.

Traté de no ser arbitraria acerca de las pertenencias de mi madre,

puesto que este negocio nos había acompañado toda la vida facilitándonos las cosas en muchos momentos, ya sea con las pequeñas ganancias o porque nos permitía comprar con precios mayoristas lo que queríamos. O, como dice mi amiga, porque quizá también comprábamos sueños.

Yo deseaba encontrar una buena salida, pero ella se negó a todas.

–Cuando yo no esté, hagan lo que quieran, pero mientras tanto eso

queda ahí...

De más está aclarar que siempre la complacimos en este punto. Un poco por respeto y otro porque no sabíamos cómo iba a reaccionar frente al garaje vacío si sobrevivía a la gravedad de su cáncer.

Pero la vida siempre nos ofrece una oportunidad. Fue necesario mucho tiempo de elaboración previa, y dos llamados

telefónicos para encontrar la solución. El primero, de la mujer de mi hermano, que tenía negocio al lado del depósito de mi madre.

–¡No sabés! –me dijo una mañana–. Con la lluvia de anoche se inundó el garaje. Algunas cajas flotan, y seguro que hay ratas porque en mi negocio encontré caca...

A ella le costaba encontrar las palabras y a mí se me hizo un nudo

en el estómago. El segundo llamado lo hice yo, para pedir un camión que se llevó

hasta el último trapo.

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Mi madre no sólo se recuperó, sino que siguió creciendo en sabiduría, para que el día en que tomé coraje y le conté lo que había hecho, me contestara: –Lamento el trabajo que les di, no pensaba que para ustedes era tan difícil. Pero confío plenamente en que si lo hiciste, era porque había que hacerlo.

¡Gracias mami!

* * * *

Después de estar con Elena y escuchar cosas tan encantadoras de

mi madre, una amiga me escribió un e-mail en el que decía: “Tengo permanentemente un revuelo de recuerdos puestos en los últimos veinticinco años, ya que tanto tu madre como tu padre y las circunstancias pasadas con ellos, para mí son atesoradas y atesorables entre lo más cálido que viví. No sé qué adjetivo ponerle, diría «sabia»”.

¡Qué encantador!

Le mostré a otra amiga este e-mail y me dijo: –¡Ah no! ¿Qué es

esto de guardarse los sentimientos para uno? –y ahí nomás se sentó a escribirle una carta a mi madre.

Por suerte, ella no deja de recibir estas dulces devoluciones. Gracias a todas las que reconocen en mi madre cosas tan

generosas.

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Para pensar:

Debido a la importancia que tienen las distintas relaciones de nuestras amigas con sus madres, sugiero que no las pierda de vista, sobre todo con el paso de los años.

Llevamos en nuestro interior partes de ellas, y esto nos servirá para elaborar los cabos sueltos en la relación con nuestra propia madre. De alguna manera, el rompecabezas se completa con ellas. Aún con las que nunca fueron cordiales, complacientes, ni queribles... que lamentablemente son muchas.

Pero habremos alcanzado un signo de madurez con la consecuente calma interior, si aceptamos su incomprensión y su manera de dificultar la relación madre-hija.

Perdonemos su actitud; es posible que también ellas hayan sido víctimas de la ignorancia.

Ya es tiempo de cerrar todas las heridas.

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Capítulo 28

¿Y si la traigo a vivir conmigo?

“El secreto de una buena vejez, no es otra cosa que un pacto honrado con la soledad”.

Gabriel García Marquez

Tiene ganas de venir un tiempo a vivir a casa y yo no me decido. En Buenos Aires somos nosotros cuatro, y punto; pero en Mar del Plata ella tiene cuñados, parientes, amigos, médico de cabecera...

Me angustia mucho pensar en la posibilidad de internarla acá en

lugar de hacerlo en el Hospital de la Comunidad, donde nacieron muchos de sus seres queridos y otros murieron. Le es familiar y forma parte de su historia.

¿Qué es lo mejor para ella?

* * * *

Faltaba menos de una semana para que mami volviera a Mar del Plata, como lo habíamos planificado.

–¿Sabés, Ely? No tengo ganas de volver –me confesó.

Ante esta declaración, no pude menos que detenerme a pensar. En casa, sin una habitación propia y teniendo que subir por escalera

para llegar a la de mis hijos, difícilmente se sentiría a gusto.

Se me ocurrió que podía acondicionar el departamento que uso como consultorio, a media cuadra de casa, para que se instalara allí con una acompañante.

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Decidí hablarlo con ella, ya que se trataba de resolver su vida y no la mía, y entendió que su negativa a irse era un sentimiento que le provocaba la separación de nosotros; pero que, en realidad, su hogar estaba en Mar del Plata.

–Ely, la casa de uno es el rincón más maravilloso. Siempre se

quiere volver. Es más –continuó–, cuando esté allí no voy a querer venir para aquí, porque el viaje cada vez se me hace más difícil.

La acompañé hasta su casa y enseguida tomó contacto con sus

cosas. Ahí todo es más adecuado a su situación. La vi entusiasmada y me alivié.

Le agradezco a mi madre, por su buena disposición para encontrar

las mejores soluciones. Pero no siempre se da así.

* * * *

Mi prima Caty no puede decir lo mismo.

Yo le insisto que su trabajo debe ser aprender a perdonarla; su madre –sabiendo que si se queda a vivir con ella, podría llevar a su hija al divorcio, pues su marido no aceptaría esa convivencia–, igualmente le insiste en hacerlo, aún estando los tres tan enfrentados desde siempre.

Le sugiero el perdón, ya que se me ocurre que una obstinación así

sólo responde a viejos resentimientos y miedos que hace falta disolver.

Una vez que la perdone, recuperará la calma, y podrá tomar la decisión acertada.

* * * *

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Mi madre envejece… ¿Qué hago?

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Para pensar:

El grado de dificultad que a veces presenta el último tramo de la vida suele ser insospechado. Por lo tanto, conviene considerar con bastante antelación los obstáculos que la casa podría presentar para alguien cuya movilidad se ha visto reducida. Desde su amplitud –que muchas veces impone un mantenimiento especial en cuanto a la limpieza y los gastos–, hasta el hecho de tener baños inapropiados, escaleras –internas o externas–, o una ubicación en zonas alejadas, que dificulte la asistencia médica o las relaciones sociales.

Como estas prevenciones suelen ser negadas, cuando llega el momento en que todo se complica se piensa en mudar a la persona a la casa de algún hijo, situación que resulta aún más conflictiva.

Intentar convivir con alguien con quien nunca se ha vivido antes y pretender mantener la armonía familiar suele ser muy difícil, ya que siempre surgen inconvenientes.

En este camino de aprendizaje, tome los recaudos a tiempo y libere de esta responsabilidad a las nuevas generaciones.

Sepa que vivir una vida enfrentado a un familiar cercano, deriva necesariamente en el agravamiento del conflicto en el último tramo de la vida.

Trate de revertir la situación antes de que sea tarde.

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Capítulo 29

Viejos que se ríen de sí mismos

“El tiempo que uno pasa riendo es tiempo que pasa con los Dioses”.

Proverbio japonés

Sara es la madre de un amigo y, por distintas circunstancias, vive muy sola a sus casi ochenta y cuatro años. Todos los meses nos encontramos a tomar un cafecito y en esos encuentros nos reímos bastante de su situación.

Tanto ella como yo creemos que es la mejor forma de enfrentar el hecho de ser vieja, sufrir muchas limitaciones y tener que arreglarse con la colaboración de vecinos y algunos familiares que también tienen un montón de años.

La última vez que nos reunimos, me planteó una inquietud bastante

insólita. Vale aclarar que es judía religiosa, de manera que no recibe llamadas telefónicas en shabat, desde el viernes a la tarde hasta la noche del sábado.

–Elia, no sé qué vas a decir, pero me preocupa cómo me voy a

arreglar si muero en shabat. No me van a encontrar hasta el domingo... ¿No te parece feo?

–Quedate tranquila –le dije después de respirar hondo–. Va a ser feo para el que te encuentre. Vos olvidate del tema. ¿Qué otra cosa te preocupa? ¿Tenés dinero?

–La verdad es que no me animaba a decírtelo, pero me surgió un gasto extra y necesito zapatos. Siempre pensé que con los que tenía me iban a alcanzar... pero no.

–¿Querés decir que estás viviendo más allá de lo que las suelas están soportando?

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–Tal cual. Estoy encantada de tener que comprarme otro par. Eso quiere decir que no sólo estoy viva, sino activa, y que sigo siendo coqueta.

* * * *

Siempre que nos encontramos, tenemos un motivo para reírnos.

Una vez me contó que había alguien a quien se negaba a ver a pesar de ser una persona muy importante para ella, así que quise saber por qué.

–Porque me infarto en ese mismo momento –me contestó. –¿Y no te gustaría? Vivís tranquila, y cuando creés que ya es hora

te encontrás con esta persona, y plum... infarto y listo. ¡Matás dos pájaros de un tiro!

Le agradecí a Sara, por el mensaje que me dejó en el contestador

al día siguiente de esta charla. –Elia, anoche no podía dormir de tanto reírme con tus consejos.

Para pensar:

¿Por qué tratar los temas de la vejez con tanta solemnidad, si con humor todo resulta más aceptable?

La gente grande toma con “seriedad” sus años y sus achaques. Pocos son los que quieren darse cuenta del paso de los años, y la mayoría hasta ensaya complejas ecuaciones para negarlo.

La vejez existe, la soledad existe, lo mismo que la discapacidad. Si hemos llegado a la madurez casi sin experimentar ninguna, cuando ésta se presente el humor será la mejor herramienta para contribuir a aceptarla.

Trate de desarrollar el humor, y ayude a que lo haga su madre. Es un paliativo infalible.

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Capítulo 30

¿Cómo se lo digo?

“La batalla más difícil es todos los días conmigo”.

Napoleón Bonaparte

¿Será que hay que dar tantas vueltas? ¿Es necesario encontrar el “momento preciso” para decir algunas cosas?

Con la gente de más de setenta soy vueltera. Tengo la impresión

–creo que es errónea–, de que podría dañarla. Si la persona que cuida a nuestro hijo nos dice que renuncia, pues

tomaremos mochila y niño y seguro tendremos algún lugar donde dejarlo por un rato, ya sea la escuela o con los padres de un amiguito...

Pero, ¿y si la que renuncia es la acompañante de una persona semi-discapacitada a la que no podemos llevar a otro lado?

Le pasó a mi amiga, que de pronto se encontró con que su madre

se quedaría sola. No sólo tuvo que buscar a alguien adecuado para su cuidado, sino que la madre, ignorando lo difícil que era dar con alguien especial, antes de conocerla ya se anticipó con protestas.

–Vos sabés bien que ese tipo de persona no es para mí.

Así fue como rechazó distintas posibilidades. –¿Por qué te empeñás en traer a alguien si yo puedo sola? –le dijo

directamente un día–. No las tolero.

Mientras la madre hablaba, las imágenes caían en la mente de mi amiga como en cascada: el día que llegó y el gas estaba abierto, la vez que su madre tuvo la plancha enchufada durante dos días; cuando se empeñó en bajar una caja del estante superior del placard y terminó enyesada...

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–¡Basta! ¡No podés vivir sola! –respondió de manera contundente. –Yo no me meto en tus cosas, así que vos no te metas en las mías.

Con mi madre, fue todo diferente. Estuve veinte días sin atreverme a decirle que Nidia, la mujer

joven que la cuidaba desde hacía un año, había conseguido un empleo muy conveniente para ella. ¿Por qué demoré tanto y me preocupé pensando en las posibles respuestas de mi madre?

–¡Qué difícil me va a resultar, con lo bien que estoy con ella! –me

respondió cuando al fin un día tomé coraje y se lo dije–. Pero la verdad es que se lo merece... Me encanta lo que consiguió...

Nos cuesta confiar en los viejos, pero no olvidemos que muchos

de ellos no sólo tienen las dificultades de la edad, también tienen la sabiduría.

Otra información que demoré mucho más en transmitirle por la

angustia que me causaba, fue la necesidad de que usara pañales. Me los tira por la cabeza –pensaba yo– o quizá se deprima y

desmejore. ¿Se ofenderá? ¿Me dirá que exagero?

Pero el hecho es que, si no los usaba, ya no podríamos salir ni siquiera en auto a dar una vuelta: una cosa es caca en la alfombra de mi living y otra muy distinta en el living de un amigo o en el asiento del remise. De manera que llegó un momento en el que me animé.

–Mami, no sé cómo te va a caer lo que tengo que decirte, pero es

inevitable. Tenés que usar pañal. –¿Para qué? –Porque te hacés encima –yo sé que ella casi no se ha dado cuenta–.

La cosa no es agradable, pero te sucede... –Vos sabés que yo no quiero ser un trastorno. Trataré de adaptarme

a la situación. Compralos nomás...

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Volví entusiasmada con un producto que desconocía: bombachas

desechables con pañal incorporado. Me alivió saber que esa forma facilitaría el uso.

Pero, al otro día, de nuevo encontré caca en la alfombra. –Mami..., ¿qué pasó, si tenés la bombacha especial puesta?

–Ay, Ely, no estoy acostumbrada, así que me la fui bajando porque

no llegaba, y ya ves, no llegué...

También están a las que nunca se les llega ni a mencionar la posibilidad, porque la cerraron en forma terminante antes.

Pero los esfínteres siguen su camino, independientemente del acuerdo o desacuerdo de quien los posee, o de quien se hace cargo de limpiar sus deposiciones. Por lo tanto...

Ideas creativas, paciencia, buena voluntad y sabiduría, todo esto

teñido de amor, a veces no alcanza para atravesar con naturalidad las diferentes experiencias por las que se puede transitar durante el último período de la vida.

Para pensar:

Invertir energía en preguntarnos “¿Cómo puede pasarme esto a mí?” o en decirnos cosas como “¡Nunca imaginé a mi madre en esta situación!”, nos impide mantener el frágil equilibrio que domina este período de la vida.

Practiquemos hacer a un lado todos los temores acerca de la forma como responderá el enfermo y actuemos.

Muchas veces, las reacciones negativas de los otros dependen de nuestra actitud temerosa al transmitirles la información.

No pierda de vista que aquello que tiene que decirle al que lo padece él lo sabe, aunque sea de manera inconsciente.

A usted sólo le resta encontrar las palabras más adecuadas. Se necesita mucho amor, coraje, amor, perdón, compasión, y más amor.

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Capítulo 31

En el nombre del Padre...

“Para rezar a Dios con devoción, no hace falta creer en Dios según los dogmas de ninguna

religión”. Somerset Maugham

Resulta bastante paradójico que yo, que vengo de familia atea, piense

en la religión como un alivio. Pero lo cierto es que he podido apreciar resultados muy positivos en personas que, sin haber sido creyentes practicantes, en la vejez encuentran un consuelo cuando participan de ceremonias o, simplemente, cuando escuchan un sermón interesante.

Particularmente en la religión judía, he visto una dedicación especial

hacia la gente mayor por parte de los rabinos. Tengo viejas amigas que, por diferentes circunstancias, se

encuentran bastante solas y entonces, ya sea en el templo o la iglesia, comparten con otros cierto grado de espiritualidad que fueron perdiendo con el diario vivir.

No es el caso de Esther.

Ella siempre me dice que no quiere hablar con el rabino de las

intimidades de la familia –por cierto, no son como para alardear–, porque le da vergüenza mostrar parte de sus miserias a tan respetado personaje.

–Mi hijo es un ingrato, ¿qué va a decir el rabino?

Los sacerdotes y los rabinos son verdaderos expertos en compasión; por eso creo que no debemos evaluar negativamente que nuestra madre vuelva a practicar su religión después de una vida de indiferencia.

La vejez, la espiritualidad y la muerte van de la mano.

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De hecho, Esther se atrevió a hablar de lo que ella llamaba la ingratitud de su hijo con el rabino y no sólo no se sintió juzgada, sino que abrió un canal de comunicación que sólo le trajo alivio.

Admitamos que a veces un tercero, en este caso un religioso,

puede ayudar a curar viejas heridas. Bienvenida sea toda intervención que colabore a alcanzar la

bendita paz.

Para pensar:

No importa qué religión o filosofía nos acompañen. Ir de la mano de alguna facilita el tránsito que va, de una vida con limitaciones, al alivio que implica dejar de aferrarse a ella.

Más que amor a la vida, muchas veces esta última actitud refleja temor, que tarde o temprano tendremos que superar.

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Capítulo 32

No creo en las brujas, pero que las hay, las hay...

“Si no perdonas por amor, perdona al menos por egoísmo, por tu propio bienestar”.

Dalai Lama

“Al fin, tu padre hizo lo mejor cuando se suicidó...” “No puedo soportar tanto abandono...” “Yo te crié distinto, no sé en qué me equivoqué...” “Si me muero, se te van a acabar los problemas...” “Rezo todas las noches para que Dios me lleve...” “Si no se hubiera muerto tu hermano, yo no habría llegado a

esto...” “Ya no te importo...” “Tus hijos son como vos, no les importa nada de mí...” “Hubiera abortado, como quería tu padre, y habría vivido

tranquila. “Decime en qué me equivoqué para que seas así, porque algo

debo haber hecho...” “Te di mi vida, y vos lo sabés muy bien...” “¿Nunca pensaste por qué a tu padre le dio un infarto? ¿O no

sabés que se murió del disgusto?”

Tengo amigas que, vencidas por las circunstancias e intentando ya por el lado del humor, me cuentan que las madres llevan varias décadas al borde del suicidio o cosas por el estilo.

–¿Vos te acordás que mi hermana mató a mi padre? –me dijo

Nancy el otro día. –¡Pero si yo me acuerdo bien del día en que él tuvo un infarto!

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–Sí, pero mi madre siempre dijo que fue por el disgusto que le causó mi hermana cuando se fue a vivir sola.

Una cosa es escucharlo después de los cuarenta y otra muy distinta

haber vivido casi toda la vida angustiada con la amenaza materna de suicidio o la acusación de algún que otro asesinato.

Yo no creo en las brujas, pero que las hay...

Para pensar:

Siempre se dice que madre hay una sola. Se ha hecho humor con ella, se han escrito miles de páginas referidas a la madre sublime, pero muy poco sobre madres que han transformado la vida de sus hijos en un calvario y, además, en la vejez reclaman la atención que necesitan.

Si su madre está en esta lista, encuentre razones que le den un sentido superador a todo lo que tenga que hacer por ella.

No olvide que si usted logra un balance cero a pesar de todo, las nuevas generaciones recibirán su regalo.

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Capítulo 33

Mi pasado me condena

“A los recuerdos no hay que amontonarlos, sino seleccionar los mejores”

Rilke

Es el título de una película, pero lo que no es de película es que hay muchas personas aferradas al pasado, llenas de rencor, que les atribuyen a las experiencias vividas en la infancia el poder de signar el hoy, aunque hayan pasado varias décadas.

Por eso siempre estoy en desacuerdo con Dorita. Pasa largos períodos sin ver a la madre, a la que acusa de la mayor

parte de sus fracasos. La mujer tiene más de ochenta, y como nunca entendió demasiado a la hija tampoco comprende sus reproches actuales. Y sigue pensando que le tocó una hija conflictiva.

Vivir actualizando el pasado es una manera sofisticada de negar el

paso del tiempo y aprovechar para olvidarse que, entre el momento en el que le elegían los novios y el día de hoy, transcurrieron más de cuarenta años. Y no sólo se olvida de eso, sino también de la posibilidad de que su madre muera mientras ella deshoja la margarita de los tiempos del jardín de infantes.

(Mujer de sesenta) –Mamá, quiero plantearte algo que nunca me

atreví a decir, y a los sesenta creo que ya es hora... (Madre de ochenta) –Planteo... ¿que vos no te atreviste? ¡No

volverás con lo del viaje a Brasil al que no te llevamos! (Mujer de sesenta) –¿Ves que con vos no se puede hablar, que te

creés que lo sabés todo? Me arruinaste la vida y lo seguís haciendo. Yo no puedo más con este secreto...

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(Madre de ochenta) –Mirá, los secretos, después de algunas décadas caducan, de manera que si querés hablar de algo de tu infancia, ni me lo digas. Además, ya no me acuerdo de nada...

Despidamos el pasado porque, para bien o para mal, ya pasó.

Esta es la madre que tenemos en el aquí y ahora: “Tómela o déjela”.

Para pensar:

Digámosle adiós al pasado. Esto no significa justificar conductas inaceptables, sino evitar quedar

fijados a cosas que, a esta altura, resultan inmodificables. Miremos lo acontecido a la luz de todo lo que hemos aprendido

durante los años, y la nueva perspectiva nos dará la verdadera dimensión de cuánto hemos crecido, nos hemos superado y hemos podido comprender y perdonar.

Cada vez que se conecte con experiencias desagradables en relación con su madre, despréndase de ellas, escríbalas en un papel y luego quémelo. Entréguelas al espacio, no las retenga.

Usted ya cuenta con muchas otras herramientas que ha incorporado a lo largo de su vida, y que le servirán para elaborar cualquier hecho aberrante que haya tenido lugar cuando era una niña.

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Capítulo 34

Sin espiritualidad no hay buen morir

“A medida que envejecemos, llegamos a darnos cuenta que hemos confundido lo que éramos

con lo que hacíamos”. Ram Dass

Creo que mi madre aún no murió porque carece de una creencia

espiritual.

–Ely, ¿qué puedo hacer yo con esta vida tonta que llevo? –Mami, creo que eso depende de la evaluación que hagas. Tonta

es una posibilidad. También podrías pensar que, más allá de tus limitaciones, es un período pasivo, en el que podés recordar viejas historias, todo lo que construiste hasta aquí. Hacer una síntesis. Pensar qué hubieras cambiado de tu actitud si volvieras a vivir las mismas situaciones o de qué cosas estás enteramente orgullosa.

–No tengo ganas de pensar. Y la sigo viendo tonta. –Decíme cómo querrías vivir y vemos si puedo ayudarte. –Si te lo pregunto es porque yo no tengo ni idea de cómo, pero así

como es ahora, me desagrada. –¿Pensás en la muerte en algún momento? –Ni se me ocurre. No sé, supongo que un día moriré y listo. No

pienso en eso. –¿Pensás en las personas queridas que murieron? –Sí. Pienso en papi. Lo extraño muchísimo. –¿Creés que te lo vas a encontrar en algún lado? –No. –Por suerte, yo llevo a mis muertos conmigo. Los recuerdo, me

acompañan, casi diría que la muerte no los separó de mí. Tengo sus vivencias, su presencia; no sé, sigo en diálogo abierto. No sólo yo, mis

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�� hijos citan y han incorporado ideas de mis seres queridos que han muerto hace cuarenta años. La transmisión oral no falla. Ya forman parte de ellos también.

–Quizás tengas razón. Voy a tratar de pensar de esa manera. –A mí me ayuda.

Hace poco alguien me dijo: “Tu madre no muere porque no tiene adónde ir”.

Para pensar:

¿Cómo podríamos ayudar a las personas que no son religiosas, tampoco ateas, y que no terminan de comulgar con la “New Age”, a encontrar el camino de aceptación y paz previo al acto de morir?

Una forma, es contarles cómo encara usted el tema de la muerte personal o la de sus seres queridos, cómo los lleva dentro de usted. Eso los ayudará a tener alguna idea de qué sucederá con ellos cuando ya no estén.

Deles precisiones acerca de la alegría de haber compartido momentos de la vida.

Lo importante es que sientan que no serán olvidados.

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Capítulo 35

¿Por qué no me llamás? ¿No te importa?

“No sirve quedarse con la psicología de veinte años atrás. Cuando la biología progresa y el

desarrollo personal se detiene, se produce un desgarro que acelera la vejez”.

Dr. Juan Hitzig

Las llamadas telefónicas a quienes les digo, con cierto humor, “santas madres”...

¡Qué trampa!

Este reclamo no empieza cuando la viejita está sola y espera... sino cuando las madres convencemos a nuestros hijos de que es muy, muy importante que nos llamen siempre, siempre: cuando llegaron, cuando están por salir, cuando salieron, cuando...

Todo parece estar justificado en razones de seguridad, pero empiezo

a descreer que esa sea la única causa.

Es verdad que las condiciones de vida han ido cambiando a lo largo del tiempo, pero lo que permanece inalterable es nuestra necesidad de controlar a nuestros hijos. Las intenciones son buenas, pero lo cierto es que lo hacemos al servicio del miedo y ni siquiera nos damos cuenta.

No llamar a la madre tantas veces como ella desearía, no significa

que no la amemos; en mi caso, sólo lo hago cuando tengo algo interesante para decirle.

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¿O acaso cuando Marita llama a la madre tres veces por día es porque la quiere más que yo a la mía?

Al contrario, cada vez que le pregunté de qué hablan diariamente,

me dijo que, en la mayoría de los casos, son trivialidades, comentarios negativos de la realidad y la actualidad, chismes intrascendentes de la vida de otros –por definición, las hijas nunca van a tomar las sugerencias de sus madres con respecto a qué hacer con novios, maridos, ex maridos, amigos y /o hijos–, o discusiones interminables que van surgiendo cuando no hay nada mejor para decir.

* * * *

Como yo también me crié en la filosofía de “llamáme para ver

cómo llegaste” –es decir, viva o muerta–, voy a contarles algo que me pasó en 1973, cuando partía en un tren con camarote hacia Salta para hacer la residencia como psicóloga en un Hospital Neuropsiquiátrico.

A las pocas horas de estar viajando, el tren descarriló; hubo algunos

muertos y bastantes heridos. Yo estaba ilesa, pero en estado de pánico pensando que mis padres podrían haber escuchado las noticias. De manera que, cuando varias horas después continuamos hacia Salta con unos cuantos vagones menos, en el primer pueblito que paramos me lancé para hablar por teléfono.

No pudo ser, ya que la parada era por diez minutos y el teléfono más cercano estaba a quince minutos de allí.

Mientras pensaba siempre en mi madre y, de paso, me liberaba de

cualquier otra angustia, se hicieron las once de la noche y llegamos a destino. Al tomar un taxi e indicarle al señor que me llevara a una oficina de teléfonos, me respondió que las oficinas cerraban a las nueve, pero que no me preocupara ya que podría hablar desde el hospital.

Pensé que hacer una llamada de larga distancia desde allí no era

una gran idea, pero no tenía otra opción. De manera que fui hacia el

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��� hospital dispuesta a comunicarme, pero como no había discado directo al levantar el tubo escuché una voz que me ofrecía sus servicios.

Le dije que era psicóloga, que acababa de llegar... Del otro lado, alguien me decía con una risita que me fuera a

dormir que era tarde. Obviamente pensó que yo era una paciente. ¡No podía creer lo que me estaba pasando!

Puse el reloj temprano para ir a la oficina en cuanto abriera y traté

de dormirme.

Pero al día siguiente, ¡oh sorpresa!, me enteré de que las comunicaciones con la provincia de Buenos Aires estaban suspendidas hasta nuevo aviso, como consecuencia de un temporal.

Conociendo a mi madre, pensé que si nadie me había avisado que

se había infartado era porque ellos tendrían los mismos problemas de comunicación que yo.

Toda hija de madre miedosa desarrolla características creativas

especiales alrededor del tema, si es que aún siguen vivas.

De manera que, al pasar por Austral Líneas Aéreas, se me ocurrió enviar un télex a un amigo que trabajaba en la sucursal de Mar del Plata...

A esta altura, habrá reparado en cuánto han evolucionado las

comunicaciones...

Traté de ser escueta: “Diego, llamá a casa y avisales que en el accidente no me pasó nada. Elia”.

Mi amigo recibió el mensaje y, sin entender mucho, se lo pasó a

mi madre y se olvidó del tema. –¿Alguien sabe algo de un accidente cerca de Salta? –preguntó

mami en voz alta, muy sorprendida.

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–Será ESE del tren que descarriló. Hubo muertos y muchos heridos... –le contestó el hermano.

El fin de la historia es absolutamente previsible. Mi madre dedujo que yo era una de las heridas y que no lo decía

para no alarmarlos. Si no, ¿por qué no llamaba? Y se volvieron todos locos.

Gracias a esta experiencia, que parece un sainete, pero fue un verdadero drama, aprendí tempranamente que es una buena noticia que no haya noticias.

Para pensar:

Prácticamente no he encontrado casos de hijos que, enredados en la obligación de llamar todos los días por teléfono a la madre, disfruten de hacerlo. El hábito se parece más a un trámite burocrático, a una obligación que nada tiene que ver con el cuidado, el respeto o el amor.

¿Por qué nos olvidamos tan fácilmente de proveer calidad a nuestros encuentros? ¿O a nuestras llamadas?

Tratemos de comprender –y de que nos comprendan–, que la vida se ha tornado muy compleja, que son muchos los frentes en los que tenemos que movemos, y que la recriminación no tiene cabida, porque responde a un modelo autoritario de acusado-acusador que ya es hora de superar.

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Capítulo 36

¿Alzheimer, o pesimismo puro?

“Saber envejecer es una obra maestra de la sabiduría y una de las partes más

difíciles del gran arte de vivir”. Henri Fréderic Amiel

–Hola, Ely, soy Eva. –¿Cómo estás? –Mal, muy mal... –¿Qué te pasa? –Todo me va mal. ¿Qué te voy a contar? ¿Que soy una vieja de

ochenta, dolorida, que estoy muy sola, que mis amigas no me visitan, que ya no puedo salir sin compañía, que casi no como? ¿Para qué?

–Ay, mujer, la verdad es que no sé qué decirte con ese panorama. –No importa, dejémoslo así. Yo quería preguntarte si puedo ir

algunos días a la casa de tu madre en Mar del Plata porque perdí aquí, dentro de casa, no lo vas a creer... mi prótesis dental. Casi no puedo comer sin ella y no hay manera de encontrarla; por eso decidí que voy a viajar para que me hagan una nueva.

–¿Viajar? ¿Por qué no te la hacés en Buenos Aires? –Porque allá me la hicieron bien y no quiero cambiar. Ahora que

viene mi hijo de Estados Unidos a visitarme, le voy a pedir que me lleve.

–No sé, me parece mucho esfuerzo viajar para eso. Tendrías que buscar algo acá.

–Acá no tengo quién me lo consiga. Mis otros hijos trabajan, no tienen tiempo...

–Quedate tranquila, que algo vas a encontrar... –Hablando de encontrar... ¿Sabés que se me perdió la prótesis? Y

yo querría viajar a Mar del Plata y parar en la casa de tu madre, si es posible...

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–Sí, me estabas contando... –Es tremendo, casi no puedo comer, no salgo a ningún lado, mis

amigas ya no me visitan y encima perdí la prótesis... ¿Te conté?

Para pensar:

Puede ser una combinación de pesimismo y Alzheimer, no tiene importancia el diagnóstico. Lo que importa es trabajar en la idea de que interpretar los olvidos parciales de los mayores como falta de amor o de atención, perjudica al que los padece. Además, estas interpretaciones suelen terminar en enojos o malentendidos, donde las partes parecen hablar idiomas diferentes.

Piense que todos estos olvidos son involuntarios. No diga lo que siente cuando esté frente a una nueva repetición. No agrave una situación de por sí difícil. Ya no piense en una supuesta intencionalidad amparado en la sensación de que “siempre me hizo lo mismo”. Es posible que haya sido así, pero cuando esto ocurre en la vejez depende de un deterioro neuronal.

Tome sus recaudos y sea responsable de su propio cuidado. Sus padres mayores lo necesitan centrado y bien dispuesto. Practique la paciencia. Transforme las emociones negativas que le despierta, en

comprensión, pues este es un aprendizaje valioso para la vida.

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Capítulo 37

Ni poniéndome pilas logro visitarla

“El error del anciano es pretender enjuiciar el Hoy, con el criterio del Ayer”.

Epícteto

En la relación con una madre, la mejor inversión es intentar que el balance cierre en cero. Todos pierden si este resultado queda muy desbalanceado.

Para eso, por supuesto, existen diferentes alternativas.

La opción que eligió un amigo mío es dolorosa para él, y para su madre: hace cuatro meses que cortó todo contacto con ella.

Sé que Schopenhauer plantea esta posibilidad como una elección

válida, pero yo prefiero lo que logró Marita.

Mi amiga vivió bajo la oprimida consigna de que su madre era sagrada, y casi deja su vida en el intento de adecuarse a semejante premisa. No tuvo hijos y, entre otras devastaciones, se lo atribuye al ser patético de esa señora.

Hoy, a sus cincuenta años y con un agobio evidente, me cuenta

que logró una manera de relacionarse en paz con ella. ¿Cómo? La visita una vez por semana y usa ese momento para

descansar. Se tira en la cama junto a ella, pone las piernas para arriba, lleva algún casete de Julio Sosa o Roberto Goyeneche –los predilectos de su madre–, toma mate, se pinta las uñas, se depila, se hace una limpieza de cutis, y todos los etcéteras que puedan imaginar para pasar semanalmente un rato con una de esas madres que se colgaron a la vida de sus hijas.

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Y pudo dejar atrás la locura que le provocaba la idea obsesiva de no querer verla, pero tener que hacerlo.

Esta solución, finalmente, ha logrado llevarle tranquilidad.

Siempre resulta conveniente, en lo posible, realizar los encuentros

con este tipo de madres en lugares al aire libre, como ir a tomar un tecito en un parque, un museo o el shopping; es decir, donde pueda verse otra cosa que no sea la vieja casa, con los viejos objetos, los viejos recuerdos que tiñen nuestro presente y que ya es hora de dejarlos ir.

Ventilarnos con ella, nos traerá un soplo de aire renovador.

Para pensar:

En la práctica clínica, colaboro activamente en la búsqueda de soluciones que acorten el abismo entre madres e hijas cuyas relaciones son extremadamente conflictivas.

No me aparto de la necesidad de llegar al fin de la relación con un equilibrio mínimo, que permita una despedida real y no una que esté marcada por el desencuentro.

El resultado de esta última será siempre la pelea interior, el rencor y la frustración, sentimientos que, inevitablemente, teñirán las relaciones con las nuevas generaciones.

Salga de la rutina si siente que la oprime. Ofrézcale a su madre, y a usted misma, opciones que mejoren la

calidad del encuentro.

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Capítulo 38

¿Qué hablaste con el médico?

“El arte de envejecer es el arte de conservar alguna esperanza”.

André Maurois

Ya pasaron ocho años de su difícil operación sin haber tenido ningún otro síntoma relacionado con el estómago.

Ella nunca había contado cuál había sido el secreto que estableció con el médico, así que un día le pregunté.

–¿De qué hablaron aquella vez con el doctor, tan en reserva? Por un momento temí que a esta altura ya no lo recordara, pero me

equivoqué.

–Fue muy simple, él me dijo: “Quiero que sepa que lo que usted tiene es grave. Su única chance de vivir es la operación. Si elige vivir, yo me animo a operarla”. No lo dudé un instante. “Opéreme” –le dije. Y él me contestó: “Esto va a quedar en absoluto secreto entre usted y yo. Sólo vamos a comunicar su decisión y la fecha de la intervención”.

Tan sencillo como eso. ¡Qué alegría saber que hay médicos que

ponen su poder al servicio de la verdad, de la vida, y del respeto!

Para pensar:

Para vivir situaciones positivas como la aquí descripta, tenemos que aprender a confiar.

Confiemos en que cada uno es responsable de sí mismo, aunque la sociedad nos haya confundido haciéndonos pensar que el control hacia el otro –ya sea de padres a hijos o viceversa– involucra una dosis de culpa.

Ese sentimiento sólo produce malestar.

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Capítulo 39

Hoy cumple ochenta y cuatro años

“La juventud es el momento de estudiar la sabiduría; la vejez el de practicarla”.

Jean Jacques Rousseau

Hablando con un amigo de la relación que tengo con mi madre, me dijo que encuentra llamativo lo poco que le pregunto a ella acerca de lo que quiere hacer, y cree que es por eso que me sobrecargo de problemas, por estar todo el día tratando de decidir lo mejor y dudando de si realmente lo logro.

Debo reconocer que me sorprendió su aplastante lógica masculina.

–Yo sé por qué no le pregunto a mami a cada rato qué quiere

hacer –le respondí–. Simplemente, porque no le creo muchas cosas que me dice.

La amplia sonrisa de mi amigo me alcanzó para entender el juego

que muchos jugamos sin darnos cuenta: tomamos decisiones todo el tiempo, con la creencia de que son las que tomarían ellos, sin tener la precaución de corroborarlas antes.

¡Mami confía tanto en mí y desconfía tanto de su capacidad de

decisión!

Cuando le pongo la tele, se sienta a mirar, pensando que no se había dado cuenta de que tenía ganas de hacerlo.

Mami, todavía estamos a tiempo para revertir este juego.

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Y aprovechando tu cumple tan especial, te tengo un regalo: de aquí en más no voy a dejar de preguntarte qué es lo que querés, y trataré de complacerte.

Para pensar:

¿Qué hacer cuando nada parece conformarla? Nuestra capacidad de complacer al otro tiene un límite. Usted quiere

conformar a su madre y se dispone a ello, pero ¿y si no lo logra? La lección es simple: no siempre los deseos se cumplen. Si insiste en negar esta verdad, seguirá luchando contra molinos de

viento. Acepte que la trama interior de cada persona está compuesta por

múltiples mecanismos, y que sólo podemos ser el motor de unos pocos de ellos.

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Capítulo 40

La vida hay que vivirla

“Envejecer es nada más que cambiar de gustos”.

China Zorrilla

Un nuevo fin de año en Cariló con suegros, cuñados, hijos... ¡Somos un montón!

Mami sigue firme. Cada vez más espíritu y menos cuerpo.

Como cada año, vamos a la playa a la mañana y a la tarde. Pero esta vez ella camina mucho más insegura y llega agitada.

Su grado de dependencia hacia mí aumenta y aumenta. Tengo la impresión de que como su cuerpo no le responde, usa el mío.

Hoy me dijo, refiriéndose a qué postre elegir: –Ely, ¿qué quiero yo?

La verdad es que me agobia un poco. Es como una nena, a

diferencia de que cuando le digo “elegí y yo te lo traigo”, en lugar de ponerse contenta con la libertad de pedir sin limitaciones, su cara se ensombrece.

Siente “ausencia de deseo”, por ponerle un nombre a su vacío que alguna vez me describió.

–Ahora podría volver a acostarme –me dijo ayer cuando terminó

de desayunar–. ¿Qué voy a hacer levantada? –Mami, la vida hay que vivirla. Si no, ¿para qué la querés?

La vejez parece haber arrasado con su capacidad de elegir, quizá

por ese vacío de deseo; pero su lucidez de ver siempre el lado luminoso de las cosas se mantiene intacta.

Sólo quiere estar acompañada para que no la alcance algún temor.

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Perdió la mayor parte de sus miedos, los cuales se diluyeron porque se olvidó de los motivos.

Mientras tanto, si bien entiendo su nivel de dependencia hacia mí,

trato de equilibrarlo con mi necesidad de independencia.

Para pensar:

La trampa de seguir dependiendo de las opiniones de nuestra madre después de haber llegado a la edad adulta, suele transformarse en mortal cuando la situación se revierte y ella pasa a depender de nosotras.

Si ese fue el tipo de vínculo que hemos establecido con ella, así continuará aunque se inviertan los papeles.

En estos casos, lo mejor es “tomar las pérdidas”, como se dice en lenguaje empresarial; esto es, disponerse a cerrar el viejo capítulo.

Es lo único que nos permitirá abrir uno nuevo, sin repetir la historia.

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Capítulo 41

¡Nunca voy a parecerme a ella!

“Lo que habéis heredado de vuestros padres volvedlo

a ganar a pulso, o no será vuestro”. Johann Goethe

Uno de los condimentos básicos para la mala relación de una

hija con su madre, son las conductas que resultan del pánico de parecerse a ella.

Y si no, mire a mi amiga Celia, que vive torturada tratando de

elegir entre la culpa de no ver a su madre y el horror que le provoca verla.

Ella contaba que esto último le produce una sensación de parálisis. Cuando la visita, la mente le queda casi en blanco, tiene frío, casi no habla, se sienta lo más alejada posible de la madre y se la pasa temblando.

Casi todos los recuerdos que tiene de ella son desagradables, pero Celia se formó en la valoración de este vínculo y sabe que ahora ella la necesita.

–Pero si vos sabés que es una visita compasiva, que tenés

cincuenta años y que el poderío de tu madre fue perdiéndose a lo largo del tiempo. ¿Qué es lo que te paraliza hoy? –le pregunté cuando la vi tan angustiada.

–Ver que algunas de sus conductas horribles las tengo incorporadas sin haberlo ni siquiera sospechado –me contesta.

Qué bueno que se haya dado cuenta, porque de esa forma va a

poder enfrentar el pánico que la paraliza. Hemos incorporado un paquete con moño que nunca se nos ocurrió

desatar para ver qué contenía. Por suerte, Celia ya empezó por arrancar la cinta.

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Para pensar:

No es realista pensar que sólo tenemos de nuestra madre lo que nos gusta de ella.

A lo largo de la vida, vamos incorporando distintas actitudes... de las buenas y de las que no lo son tanto.

Si nos damos cuenta de esto, estaremos en mejores condiciones de tomar lo que nos agrada y evitar repetir lo que nos parece negativo.

Intentemos resolver las conductas aprendidas de nuestra madre que nos disgusten. Esto no sólo nos permitirá modificarlas, sino liberarnos de la sensación de culpa que genera descubrir que tratamos a nuestros hijos de forma similar a como ellas nos trataban a nosotras, y que tanto rechazo nos sigue provocando.

Ellos también tendrán la posibilidad de transformarlas, pero podemos acortarles el camino.

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Capítulo 42

El amor ablanda las verdades más duras

“El invierno, cuando se cultiva, es tan arable

como la primavera”. Emily Dickinson

La tía Coca, la mujer de mi tío Tito, con sus setenta y algo, es una

de mis tías más jóvenes. Me cuenta que hace unos días vivió un episodio inesperado: se

desmayó en la casa, estuvo casi sin comer cuarenta y ocho horas hasta que la encontró la hija en el piso, inconsciente. No recuerda nada de lo que pasó en ese tiempo.

Cuando recuperó la conciencia, ya en el hospital, no reconocía el

lugar y pensaba que estaba en un “chalecito”, decía, habilitado como geriátrico.

A las enfermeras les hacía preguntas totalmente alejadas de la realidad. Así pasó otras cuarenta y ocho horas, hasta que lentamente fue recuperando la razón.

–Vos, que sos psicóloga, ¿qué opinás de lo que me pasó? –me

preguntó sin previo aviso.

Transcurrieron unos segundos... hasta que me animé. –Creo que estuviste loca como una cabra... –¡Sabía que no me ibas a fallar! Al tío le dijiste la verdad y a mí

también. ¿Sabés lo que me contestaban cuando yo preguntaba qué me habría pasado para inventar lo del chalecito?

–No te preocupes, la habitación en la que estabas se parecía un poco a la casita que describías...

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–Me angustiaba más, porque me daba cuenta de que me daban la razón, ¡precisamente como a los locos! Te agradezco poder seguir confiando en vos, a mí me alivia más la verdad.

Para pensar:

Justificar el hecho de decir verdades demasiado dolorosas comentando “yo no sé mentir” no ayuda a nadie. Denunciar ciertas situaciones, muchas veces no aporta nada positivo, especialmente si no se nos ha pedido opinión.

Pero si la persona que atraviesa un momento de gran dolor o sufrimiento le pide que le explique cómo son las cosas, confíe en su pedido y ¡adelante!

Quien no quiere saber la verdad evita hacer preguntas que lo conduzcan a ella. Respete las formas en que cada uno decida transitar las situaciones dolorosas que se le presenten.

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Capítulo 43

Eso no es para mi madre

“Cuantas más velas tiene nuestro pastel, menos aliento tenemos para apagarlas”.

Gustave Flaubert

Escucho tantas y tan variadas opiniones sobre la difícil relación madre e hija, que pienso que la nuestra es maravillosa. Se lo digo a mi madre riendo.

–Vos sos un plomo, pero en comparación con las otras madres

ochentonas, sos una reina. –Ya veo que ser la menos plomo me transforma en la mejor –me

contesta–. Para mí no es poco, pues me resulta muy difícil esta etapa. ¿Te acordás lo activa que yo era? Me llevaba el mundo por delante y ahora no puedo ni tomar una ducha por las mías. ¿Cómo se llega a esto, me lo podés explicar?

–Bueno... sos la más indicada para responderte a esa pregunta, ya que hasta aquí llegaste vos solita.

La mayor parte de la gente cree que la vejez o las enfermedades son

cosas que se instalan en el cuerpo como si les vinieran desde afuera, cuando en realidad son resultado de pequeñas decisiones que han ido tomando, de manera consciente e inconsciente, durante toda la vida.

Lo que cada uno llega a ser ha ido construyéndolo a lo largo del

tiempo. Vamos armando nuestra vida a medida que transcurre, y no sólo

en las últimas décadas.

Por eso agradezco este período de convivencia con mi madre, ya que al tomar contacto con su cuerpo desnudo cuando la ayudo a bañarse

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���138 Elia Toppelberg

–cosa que no había hecho antes–, observo que no tiene masa muscular, sino sólo huesitos que trata de no dañarse al hacer fricción.

Podría atribuírselo a su escaso peso y sus muchos años, pero no dejo de considerar que ella nunca hizo ejercicio físico ni deporte alguno, aunque insiste en que siempre fue “muy movediza”.

Si no hubiera visto el cuerpo de mami, carente de formas –al

punto que ella lo llama “bulto”–, probablemente yo continuaría abandonando en forma periódica las decenas de gimnasios por los que pasé en los últimos cuarenta años.

Muchas veces le he dicho, sobre todo si he estado en contacto con

alguien demasiado deteriorado o me cuentan de alguien así. –¿Viste esa gente que quedó inmovilizada en una silla de ruedas,

sin control de esfínteres, ciega, sorda, y qué sé yo? Bueno, antes de que llegue ese momento lo mejor es que partas.

Digo “partir” y no “morir” porque la palabra tiene algo de viaje, de tránsito, de ir a otro lugar. Lo curioso es que a ella la idea no la impresiona.

Así como cree que la enfermedad es algo que le viene de afuera, piensa lo mismo respecto de la muerte, con lo cual queda en una actitud absolutamente pasiva, a merced de la hija –en el mejor de los casos–, o de los médicos, o de quien corresponda.

¿Sabe lo que ha llegado a decirme?

–Ely, yo no quiero estar así como vos describís, pero seguro que

no me voy a dar cuenta. Vos avisame.

¡Es lo único que me faltaba! Cada vez que me entrega en peso pesado la responsabilidad de las

decisiones que ella no toma, quisiera huir. Claro que, por otra parte, no le gusta sentirse dependiente y entonces

toma alguna determinación que sería mejor si la hubiera obviado. Pero

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Mi madre envejece… ¿Qué hago?

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���Mi madre envejece... ¿qué hago? 139

como he acumulado mucha de su generosidad, a veces cuento hasta diez antes de decirle algo.

–Mami, quedamos en que la vida es un trámite personal. No me veo diciéndote: “bueno... llegó la hora”.

Pero ella insiste en que no va a darse cuenta. Por mi parte confío en su intuición, que siempre la ayudó a resolver su vida de la mejor manera posible.

No entiendo por qué va a perder esa cualidad, tratándose de morir.

Cuando veo a esos ancianos que, como algunos duramente describen, se transformaron en una “planta” –lo que vendría a significar que cortaron lazos con el mundo, no reconocen a nadie, no se alimentan por sí solos, no controlan esfínteres, y no lo digo porque me lo contaron sino por haber tenido un familiar cercano que estuvo así durante años, con el agregado que gemía o gritaba casi todo el día aportando al ambiente un toque patético y angustioso–, pienso que eso, definitivamente, no es para mi madre, y espero poder ayudarla para evitarlo.

Para pensar:

Al decir “ayudarla”, me refiero a acompañar el proceso de la vejez confirmando constantemente todos aquellos vínculos amorosos que nos han unido y que ocupan, y ocuparán, un lugar importante en nuestro corazón.

A veces, el deterioro físico y psíquico lleva a la persona a pensar que también se han deteriorado todos los lazos construidos a lo largo de su vida; por eso es beneficioso recordarle que éstos permanecerán inalterados.

Busque las palabras adecuadas, y hable con ella acerca de todo lo que se le ocurra alrededor de la idea de morir dignamente.

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Capítulo 44

Y con el Parkinson, ¿qué hacemos?

“En la juventud aprendemos, en la vejez entendemos”.

Marie von Ebner Eschen Bach

La del Parkinson es Esther. Unos años atrás habían comenzado los síntomas, pero como eran

imperceptibles sus hijos no le dieron importancia, e incluso ni siquiera el médico hablaba todavía de ese diagnóstico.

Lo cierto es que desde hace un año se le declaró notablemente con el temblor característico, entre otros síntomas.

Hace poco la visité y todavía me dura el impacto de ver cuántos años se le habían venido encima a causa de la enfermedad. Es como si en dos meses hubiera pasado una década. Al verme, lo primero que hizo fue llorar, cosa poco habitual en ella. Me dijo que no podía más, que su situación era insostenible.

El hijo, encargado de cobrarle la jubilación, había decidido

manejarle el dinero porque opinaba que ella había perdido la noción del valor que tenía.

En mi caso es muy simple: mi madre habla en Australes. Resultado: no dispone de un centavo y tiene que rendir cuentas de

todas sus necesidades. Si le pide que le compre un champú, el hijo le hace ver que el anterior le duró muy poco y que seguramente está haciendo un uso desmedido. No le permite llamar a su hija, que vive en el exterior, porque dice que hacerlo desde allá es más barato y que espere a que ella la llame. Ni qué hablar de gastar en revistas, todas traen las mismas pavadas que puede ver por televisión... Y, fatalmente, me encontré ante la pregunta temida.

–Ely, quiero tu opinión sincera. A esta altura, ¿tengo que pasar por semejante situación?

Me quedé un rato muda.

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–No creo que tu hijo lo haga con mala intención, ni para quedarse con dos pesos. Pienso que son los grandes malentendidos que todos padecemos de vez en cuando.

–Sí, ¡pero es mi dinero! Ay, disculpame querida, vos tan amorosa me viniste a ver y yo te salgo con semejante paquete...

–No te preocupes. Te agradezco que lo compartas conmigo.

La vi tan indefensa, disculpándose por molestar con sus angustias, como la imagen que ella me describió alguna vez de su infancia. La mamá murió cuando ella tenía cinco años, y su papá, un joven aventurero, solía irse dejándola con su hermanito menor en distintas casas de señoras que se conmovían, pero que no hacían mucho por ellos, más que darles techo y comida.

Creció con la sensación de estar siempre de más. ¿Coincidencia o consecuencia?

Lo cierto es que el Parkinson incapacita, y en algunos casos lo hace en un tiempo muy breve.

Para pensar:

El deterioro físico no llega acompañado necesariamente de un deterioro en la posibilidad de comprensión. Es cierto que manejar el dinero sigue siendo un índice de independencia, ya que requiere de un nivel de abstracción. Si pensamos que ella está perdiendo esa capacidad, y que esto le produce mucho sufrimiento, al menos durante algún período sería bueno hacer juntas las compras, o los pagos, para ir ayudándola a dejar de administrar su dinero de una manera paulatina.

El detalle –que parece insignificante– de dejarles sólo cambio en lugar de billetes grandes, puede hacer una enorme diferencia en cuanto a los famosos vueltos que creemos que “vinieron mal”.

Si a usted le resulta imposible hacer todo esto en forma personal, trate de encontrar a alguien que lo reemplace, y que considere el hecho de salir de compras con su madre como un paseo. De este modo, ella no sentirá que su dinero lo maneja usted porque ella no puede.

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Capítulo 45

Soy consciente de las señales del envejecimiento

“Convertir el ultraje de los años en una

música, un rumor y un símbolo”. Jorge Luis Borges

Nuevamente viajo a Mar del Plata. Cada vez me cuesta más. Hoy,

por ejemplo, casi pierdo el vuelo. Cuando miré el reloj era tardísimo. Son tan sutiles las cosas que me detienen, que si no las tengo en cuenta la próxima vez hasta podría perderlo de verdad.

Desde hace un tiempo, a mi llegada tenemos organizado un

encuentro con amigas para ir a comer, con mi madre incluida. Somos cinco mujeres que sumamos una parva de años y una larga historia que nos une.

Si algo caracteriza estos encuentros es la risa. Como entre nosotras

hay gente grande, imaginar que yo soy la chiquita del grupo ya es motivo de carcajada. Por lo menos, todavía no nos han echado de ningún restaurante.

Esta vez, una de mis amigas me dice que la reunión será en la casa

de mi madre, porque ella no quiere salir. Nuevamente se me hace un nudo en el estómago; antes, mami

nunca hubiera elegido quedarse.

Los días que compartimos siempre paseamos mucho; no tendría nada de malo quedarnos en su casa charlando... sólo que pienso que sus limitaciones son irreversibles y me resulta difícil aceptarlo.

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Lo cierto es que está en paz, tiene la cara vital y casi sin arrugas. ¿Corticoides o paz interior?

Quizás ambos. Los resultados son óptimos.

Para pensar:

Muchas veces, resulta difícil ver que la vida, como la luz de una vela, va disminuyendo su intensidad hasta apagarse.

Pero así fue, es y será. Por eso, aconsejo no insistir hasta el hartazgo con que nuestra

madre haga lo que nos parece a nosotras que tiene que hacer. Las fuerzas van disminuyendo lentamente y es bueno que nos demos cuenta.

No para paralizarnos, sino para ir encontrando opciones vitales con el resto de energías que van quedando.

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Capítulo 46

Mi madre se agarra a la vida

“Malgasté mi tiempo, ahora el tiempo me malgasta a mí”.

William Shakespeare

Pasa el tiempo y a mi madre se le agudizan sus limitaciones. Ya casi no sale.

Esta vez, decidimos viajar con mi hijo a visitarla. Ella estaba

esperándonos con su hermana, con esa cara iluminada que pone cuando ve a los nietos. Pasamos un momento encantador.

Cuando íbamos por el postre, me pidió que la acostara, pues no se sentía bien.

En el momento de sentarse en la cama, comenzó con lo que yo,

asustada, interpreté como convulsiones. Se quedaba rígida, con los ojos dados vuelta y casi sin palpitaciones durante varios segundos.

De pronto, parecía recuperarse y perder la rigidez, pero al momento siguiente volvía la convulsión. Pensamos que era el fin.

Me sorprendí ante mi aplomo. La tomé de la mano mientras le

hablaba tratando de tranquilizarla, ya que pensaba que nuestra presencia le permitiría relajarse hasta descansar en paz.

No logro conocer a mi madre, sobre todo por su capacidad de

recuperación.

Con los pómulos rígidos, y cuando sus ojos apenas acababan de volver a su lugar, dijo: –¿Qué hacen ahí? ¿Por qué no llaman a una ambulancia?

Por un segundo quedamos paralizados.

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Lo que ocurría no podía ser cierto, pero lo era.

Mi tía corrió a pedir ayuda, mi hijo salió de la habitación a pedido de mi madre pues ella no deseaba que él la viera en esas condiciones, y yo me quedé asistiéndola en las sucesivas convulsiones que sufrió no sólo en su habitación, sino en la ambulancia y también en el hospital.

El médico de guardia indicó que fuera llevada directamente al

quirófano para colocarle un marcapasos provisorio: lo que yo llamaba convulsiones, en realidad eran paros cardíacos.

Todo sucedía tan rápido, que demoré un momento hasta decirle al

médico que no estaba de acuerdo conque le aplicaran nada para prolongar su vida.

–Ella vivió bien hasta aquí, no necesita un plus de vida artificial.

Sin decir palabra, pero con una firmeza aplanadora, él me hizo a un lado y me quedé inmutable, viendo con cuánta celeridad la llevaban al quirófano para intervenirla.

Mi madre superó el momento.

También superó la intervención del día siguiente, cuando hubo

que volver a colocarle el marcapasos porque, a causa de su fragilidad y de la urgencia, había quedado mal ubicado.

Superó la colocación del marcapasos definitivo, y la segunda

intervención, porque tampoco éste había quedado en su lugar.

Superó, superó, pero dejó en el camino su paz interior, su gusto por la lectura, su interés por algunos programas de televisión.

No tiene ganas de jugar a las cartas, disminuyó enormemente su

capacidad para dormir.

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En síntesis, vive en un mar de ansiedad, calmándose a veces –cuando los ansiolíticos le hacen efecto–, y requiriendo a quienes la rodeamos que la ayudemos a vivir de otra manera.

Para pensar:

Es indudable que, cuando alguien se aferra a la vida, puede lograr sobrevivir. El tema es cómo.

Siempre es difícil acompañar este proceso. El enfermo, en general, delega la responsabilidad de su estado, y espera que los demás le devuelvan las condiciones perdidas.

Ver a un ser querido atrapado en el deseo de vivir, pero sin disponerse a aceptar cada una de las limitaciones que se van sumando a medida que pasa el tiempo, coloca al familiar en situaciones que alternan entre la culpa y el esfuerzo de encontrar los límites de aquello que puede hacer.

En general es invadido por la frustración, la parálisis, la confusión o un estado de angustia inoperante. Ante esto, es importante no perder de vista que la ayuda que pueda brindarle dependerá, en parte, de lo que el otro desee recibir. Aquel que ha sido enérgico y vital, probablemente siga siéndolo, y al final de sus días se aferrará, innecesariamente, a una vida que ya no vale la pena ni el sufrimiento de ser vivida.

Lo positivo de esta difícil situación es aprender de la experiencia, para poder tomar nuestras propias decisiones en el futuro.

Por ejemplo, me informaron en el Hospital –y luego lo corroboré con un abogado–, que la decisión de no ser mantenida con vida por métodos artificiales, debe estar escrita por puño y letra del interesado, y certificada ante escribano para que tenga validez. O, simplemente, estar certificada en el lugar donde se atiende habitualmente, si se espera que ante cualquier emergencia, sea trasladada a dicha Institución.

Ayudemos a tomar esta prevención, para asegurarnos de poder hacer respetar la decisión, de quien perdió la posibilidad de hacerlo.

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Capítulo 47

Cuando su padre y su madre viven juntos

Si bien este libro se ha basado en la relación entre la madre que

envejece y la hija, muchas veces los padres viven juntos en la misma casa y la hija tiene una creciente responsabilidad hacia ellos.

He creído útil incluir algunas sugerencias que pueden ayudar a encarar esta situación.

� Recuerde que no puede cambiar la personalidad de sus padres –menos aún cuando se trata de padres con muchos años–, pero sí su relación con ellos.

� Evoque siempre las buenas experiencias compartidas, aunque sean pocas o daten de muchos años atrás.

� Tenga presente que, a veces, los padres no hablan de determinados temas, para no preocupar a los hijos.

� Si no encuentra palabras para decir algo, use una aproximación indirecta.

� Si la situación es peligrosa –como seguir conduciendo el auto cuando se está en riesgo o no ir al médico cuando una herida no cierra–, es mejor que deje de lado el deseo de ellos y actúe.

� Si la higiene se deteriora, si dejan de pagar las cuentas, si parecen perezosos o “abandonados”, consulte al médico para descartar depresión u otras enfermedades.

� Si ve que toman decisiones erradas, pero no peligrosas ni dañinas, debe aceptar su autonomía para llevar el control de sus vidas. Un día gozaremos de los mismos derechos.

� Considere que las quejas pueden no ser una crítica hacia usted, sino una reflexión acerca de la soledad y la inseguridad que sienten.

� Lo que sus padres hicieron en el pasado, pasó. Antes de hablar de cosas espinosas de otros tiempos reflexione sobre la utilidad o el sentido de hacerlo. Los caminos sin retorno no ayudan.

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Mi madre envejece… ¿Qué hago?

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���� Cambie los patrones. Si a la noche se encuentran muy cansados, trate

de ir a verlos en otro horario. Cambie los lugares de encuentro,

busque nuevos espacios, que le resulten más amables para ambos.

� Tenga presente por qué quiere ayudar a sus padres.

� Acepte ayuda de terceros, pues es una forma de descomprimir ciertas

situaciones de opresión.

� Sólo usted puede crear el correcto balance de la relación. Encuéntrelo

y manténgalo. No importa lo que otros hagan, responda a su corazón.

� No se sienta una mala persona si en algún momento se pregunta:

“¿Por qué no muere, con todos los problemas que trae?” Somos,

simplemente, seres humanos.

� Aunque la senilidad no les permita recordar que usted los visita

periódicamente, es bueno que las personas que los cuidan sepan de su

interés.

� Organice reuniones en casa de ellos, pero con poca gente. De este

modo evitará el excesivo cansancio y ellos podrán acostarse cuando lo

deseen.

� Tenga en cuenta que a muchos les resulta más fácil decidir sobre la

desconexión de un respirador, que de la casa donde han vivido.

� Cuide al padre cuidador. Generalmente se lo desatiende.

� Si se hicieron promesas de no-internación, y llega ese momento,

aclarar que las promesas fueron hechas sin conocer el desenlace de los

hechos. Pero que siempre seguirán cuidando de la privacidad,

seguridad y dignidad de ellos hasta el final.

� Si se pregunta: “¿Por qué tengo que cuidarlos si ellos no lo hicieron

conmigo?” Evalúe su presente y actúe en consecuencia. Recuerde que

el pasado pasó.

� Tome decisiones aunque sean difíciles, antes de que la relación esté

completamente dañada.

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Mi madre envejece… ¿Qué hago?

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Epílogo

Un regalo para las nuevas generaciones

“Quise contar los días y he llenado de

casilleros las paredes de la casa”. Simona Coral

He tratado de contar con sinceridad mis experiencias y reflexiones

como hija de varias décadas, y todo el trabajo que me costó y me seguirá costando mejorar mi relación con mi madre.

Sé que al hacerlo también estoy mejorando mi relación con la vejez. Las palabras del Maestro Ram Dass en su libro Still Now vienen a

cuento:

Si la situación va a cambiar, es porque nosotros, los que envejecemos, trabajamos para cambiarla. No podemos esperar que los jóvenes tiren abajo nuestras puertas, imploren por nuestra sabiduría, nos recuerden nuestra responsabilidad ante la sociedad. Como gente mayor, tenemos que iniciar el cambio, liberarnos a nosotros mismos de estos prejuicios culturales y recordar el aporte singular que ponemos sobre la mesa.

Es nuestra oportunidad de regalarle a las próximas generaciones,

nuevas herramientas para enfrentar el proceso del envejecimiento hacia un buen morir.

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Mi madre envejece… ¿Qué hago?

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Posdata

Murió mi madre.

Estaba en su casa, como ella había querido, y no en el Hospital... Para que esto pudiera ser así, hubo que implementar una serie de

cambios en el último mes. Cama ortopédica, colchón para evitar escaras, silla de ruedas –que tuvimos que adaptar por razones de espacio–, etc. etc.

Hasta unas horas antes de morir, insistió en que la muerte no era

un tema para ella. De manera que reclamaba que hiciéramos algo, porque vivir de ese modo cada vez le desagradaba más.

Lamenté que mi madre no hubiera podido aceptar que la muerte

inminente era, realmente, su único tema, pues imaginé que su partida hubiera sido menos contrariada.

Pero, en realidad, nunca se sabe qué es lo mejor para el otro en

situaciones límites.

Procuraré, cuando llegue mi momento, saber qué es lo mejor para mí y actuar en consecuencia.

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Dedico este libro a...

A mi santa madre que, si bien no me sugirió el tema, me lo facilitó ampliamente.

A mi marido, quien siempre creyó que yo tenía valores ocultos.

Después de veinticinco años, ya es hora de que, por lo menos, le agradezca toda su colaboración por seguir sosteniéndolo.

A mis hijos, que de tanto criticarme lograron que me dispusiera a

rever el rol de una madre.

Por las dudas, empecé por el de la mía.

Elia Toppelberg

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Mi madre envejece… ¿Qué hago?

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Agradecimientos

Dediqué este libro a mi familia, que fue la que me sostuvo, soportó, disfrutó, etc. etc.

Pero también quiero agradecer especialmente a aquellos que no

tuvieron que sufrirme tanto, pero estuvieron a mi lado:

A Fernando Botindari, que sigue confiando en que vale la pena acompañarme en esto.

A Gabriela Vigo que se conmovió y me alentó desde el primer momento.

A Hilda Lucci por su gran trabajo profesional y por sus comentarios acerca de que las madres dan más trabajo del que yo muestro.

A Gabriel y Joaquín, que me dedicaron su tiempo sin siquiera conocerme.

A mis amigas del alma por su dedicación y esfuerzo amoroso: Marta Iriart, Susuki Ferreras, Maricel Balbudo, Marta de los Santos, Azucena Rodriguez.

A Miguel de Adá por su generosidad y eficiencia.

A Juan Eduardo Tesone por estar en el momento clave, con las

palabra justa y la calidez que yo necesitaba.

A María Eugenia Estenssoro, Javier Boustani y Juan Diego Polverino por su permanente presencia.

A mis queridas amigas con las que hemos compartido venturas y

desventuras en la aventura de ser hijas de las madres que nos tocaron.

Elia Toppelberg

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Índice Prefacio: ¿Por qué me toca esto a mí?

Capítulo 1. Conviviendo con mi madre vieja Capítulo 2. Así murió mi abuela Capítulo 3. El mayor dolor fue cuando se enfermó Capítulo 4. Qué hacer con los millones de objetos que guarda mi madre Capítulo 5. ¿Dependen de mí sus ganas de vivir? ¿O la vida es un trámite personal? Capítulo 6. ¿Le digo que la noto desmejorada? Capítulo 7. Podemos ayudar a que los abuelos y los nietos se disfruten Capítulo 8. ¿Soñó alguna vez con la muerte de su madre? Capítulo 9. Las tragedias siempre tienen algo de risueño Capítulo 10. Las lágrimas son un testimonio Capítulo 11. De nuevo en casa, después de haber dejado a mi madre en la

suya Capítulo 12. Estas fiestas, ¿serán las últimas? Capítulo 13. Dependo de quienes cuidan a mi madre Capítulo 14. A la demencia senil es más fácil entenderla, que aceptarla Capítulo 15. Por muy difícil que sea, no dilatar lo que haya que decir Capítulo 16. ¿Te ayudo a bañarte? Capítulo 17. Nada de zapallo hervido ni arroz blanco Capítulo 18. Viejas amigas... viejas Capítulo 19. Yo, que en mi vida tragué una verdura hervida Capítulo 20. ¿Y si la interno? Capítulo 21. ¿Qué tal una pasada por la sordera? Capítulo 22. Está perdiendo la visión. ¿Quedará ciega? Capítulo 23. Bingo, Scrabel y seminarios de Filosofía Capítulo 24. ¿Se acuerda cuando la maestra era la segunda mamá? Capítulo 25. Internet puede ser una solución Capítulo 26. El momento de la muerte da miedo

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Mi madre envejece… ¿Qué hago?

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���Capítulo 27. Lo que dicen de mi madre Capítulo 28. ¿Y si la traigo a vivir conmigo? Capítulo 29. Viejos que se ríen de sí mismos Capítulo 30. ¿Cómo se lo digo? Capítulo 31. En el nombre del Padre Capítulo 32. No creo en las brujas, pero que las hay, las hay Capítulo 33. Mi pasado me condena Capítulo 34. Sin espiritualidad no hay buen morir Capítulo 35. ¿Por qué no me llamás? ¿No te importa? Capítulo 36. ¿Alzheimer, o pesimismo puro? Capítulo 37. Ni poniéndome pilas logro visitarla Capítulo 38. ¿Qué hablaste con el médico? Capítulo 39. Hoy cumple ochenta y cuatro años Capítulo 40. La vida hay que vivirla Capítulo 41. ¡Nunca voy a parecerme a ella! Capítulo 42. El amor ablanda las verdades más duras Capítulo 43. Eso no es para mi madre Capítulo 44 Y con el Parkinson, ¿qué hacemos? Capítulo 45. Soy consciente de las señales del envejecimiento Capítulo 46. Mi madre se agarra a la vida Capítulo 47. Cuando su padre y su madre viven juntos Epílogo: Un regalo para las nuevas generaciones Posdata Dedicatoria

Agradecimientos © 2006 Elia Toppelberg

E-mail del autor: [email protected]

ISBN: 978-987-02-1600-1