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Redescubriendo la política: el regreso a sus principios Quirinus Talesius (Seudónimo)

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Redescubriendo la política:

el regreso a sus principios

Quirinus Talesius

(Seudónimo)

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INTRODUCCIÓN

¿Desde cuándo la política es sinónimo de pillaje, corrupción y comportamiento

vil? ¿O siempre fue así?

Por intermedio de Stefan Zweig, sabemos que Napoleón la asumía como la

fatalité moderne. Y no desvariaba, porque ya a fines del siglo XVIII todo es

político. A pesar de los fracasos, la convicción ilustrada que juzga que desde el

poder es posible reordenar cada uno de los asuntos humanos no ha dejado de

imperar.

Haciendo un balance de esa pretensión en lo que le tocó ser partícipe y

testigo, en 1946 George Orwell se vio empujado a ser sincero: la política es una

masa de mentiras, evasivas, estupidez, odio y esquizofrenia. Por la manera como

la concibe, el peso de su desengaño y frustración debió haber sido enorme. Dos

décadas después, Alejo Carpentier no pudo evitar expresar lo siguiente en su

homenaje a la gesta francesa de 1789: La Revolución había forjado hombres

sublimes, ciertamente; pero había dado alas, también, a una multitud de

fracasados y de resentidos, explotadores del Terror que, para dar muestras de

alto civismo, hacían encuadernar textos de la Constitución en piel humana.

Puntualmente, es el mismo desquiciamiento que hace decir a Antony Beevor que

usar el término política para hacer referencia al Tercer Reich puede inducir a

error.

No obstante lo indicado, la política moderna es tenida como una superación

del oscurantismo y la barbarie de las etapas precedentes. Empero, la constante

nunca dejó de ser la agresión y el despojo desde esa poderosa droga —según

Primo Levi— que es el poder. Como demostración de los efectos deletéreos de

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este elemento, J. J. Tolkein recreó en El señor de los anillos (1954) la

deformación moral y física del otrora noble hobbit Sméagol. Sus ansias de poseer

el precioso —el anillo que otorgaba el poder— lo transformaron en el horripilante

Gollum.

¿Poder y política son lo mismo? Fuera de lo puramente imaginario, Bertrand

de Jouvenel prefirió evocar la figura del Minotauro para trasmitir la idea de una

creatura exclusivamente motivada por el poder…. siempre el poder… el objetivo

de la política… por lo que —como Mao Tse-Tung— exige sanguinosamente

juventud y belleza. Pero no nos equivoquemos, no sucede a la inversa: el poder

no tiene por meta la política. Su desiderátum es atrapar la pura imposición, esa

acción violenta que invita a que aflore lo diabólico e inhumano. Por eso en 1651

—en pleno amanecer de la modernidad— Thomas Hobbes sacó de la manga su

Leviathan, un espantoso monstruo bíblico capaz de aplacar la codicia humana. He

aquí una bestia que se eleva por sobre bestias, si es que nos remitimos al experto

en demonios y endemoniados Jean Bodin y su alegoría de que el pueblo es un

animal de muchas cabezas.

¿Puede dar buenos consejos un saber disperso en muchas cabezas? ¿No

es ello como pedirle cordura a un loco? Bodin dirá que ese fue el defecto de las

repúblicas populares de la antigüedad que las monarquías absolutistas de su

tiempo (sigo XVI) deberán evitar. ¿He aquí una apuesta realmente “moderna”?

En Creación (1981), Gore Vidal pone en boca de un embajador persa

moviéndose en la Atenas del siglo V. a.C. la siguiente frase: ninguna

muchedumbre puede gobernar una ciudad, mucho menos un imperio. ¿Qué es lo

que el ficticio enviado de Jerjes vio entre los hijos de Atenea? Como puede

suceder con un personaje real del presente, estamos ante quien no comprendía

que el poder no habite omnipotente en una sola entidad.

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De la literatura testimonial e histórica a la fantástica, cada uno de los autores

antes citados no hicieron más que exponer la constante de la violencia

institucionalizada. Ello hasta el grado que la mayoría de los habitantes de las

diferentes naciones del planeta —de las más prósperas a las más pobres— casi

terminan dando las gracias por el maltrato sufrido. Exactamente el motivo por el

cual en 1756 el joven Edmund Burke —antecediendo doscientos años a Albert

Camus— dijo que el Leviathan es ese poder civil que ha inundado la tierra con un

diluvio de sangre, mejorando el misterio del asesinato.

Si para Camus la Segunda Guerra Mundial estaba recién concluida cuando

lanzó El hombre rebelde (1951), para Burke la revolución francesa aún estaba a

tres décadas de distancia. Lejos de saber que hacia 1790 redactará sus

Reflexiones sobre la revolución francesa, muestra en su mocedad una indubitable

repulsa contra el poder. Le repele, siendo que mayor será su rechazo cuando los

jacobinos entren en escena cegados por el delirio de concentrar todas las

magistraturas en un solo puño.

Paradójicamente, aquellos autodenominados “republicanos” harán realidad

el viejo sueño de los reyes galos —tenidos como genéticamente degenerados—

de secuestrarlo todo alrededor de su lumbre. Benjamín Constant se mofará de

ello, haciendo ver lo primitivo que era volver a exigir que un monarca administre

justicia al pie de una encina. Pero hoy —preguntaba— ¿qué se vería en un juicio

dado por un rey, sin la participación de los tribunales? Respondía: la violación de

todos los principios, la confusión de todos los poderes, la destrucción de la

independencia judicial, deseada tan enérgicamente por todas las clases.

Contra lo que comúnmente se entiende, esa hazaña regresiva hizo más

inclinada la pendiente hacia el poder para el hombre común. Lo colocó a una

distancia mayor, casi inalcanzable. Sin paradojas, será en el período de la

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máxima democratización de la sociedad cuando la política se torne más ajena que

nunca a la gente e invite a la antipolítica. Así es, en las postrimerías del siglo XIX

Friedrich Nietzsche profetizará que la democratización de Europa es un

organismo involuntario para criar tiranos. Como Alexis de Tocqueville, es de los

que dirá que había que hacerse de una nueva política. Claramente, ya hacía

mucho tiempo que la única forma para redescubrirla era sumergiéndose en una

cada vez más escurridiza civilidad.

¿LA POLÍTICA ES VIOLENCIA?

Por lo hasta ahora señalado, ¿se puede plantear que la política es

ineludiblemente una imposición, un todopoderoso aherrojamiento de fuerzas

maléficas?

Si para la teoría política clásica el poder es de muchos y la violencia corre

por cuenta de individualidades, entonces ¿por qué el demos produce tiranos? ¿O

es que la política es el arte del tirano, una ciencia para cíclopes y titanes? ¿Son

estos los intrusos que busca arrear hombres para su singular provecho?

Haciendo uso de su gran erudición y amplio soporte intelectual, Max Weber

asumió a inicios del siglo XX una visión por demás discutible: que la política es un

eco directo del estado. Sin duda, vivir en medio de una atmósfera de exigencias

holísticas y de conceptos sobrecargados tiene sus consecuencias. Días profusos

en pensamientos delirantes y discursos violentos, de vestimentas paramilitares,

fuerzas de choque y mesianismos providencialistas que el grueso del público

recibió con resignación y hasta con complacencia. Bajo este ambiente denso, un

joven judío emocionalmente frágil se verá alentado a hacer una precisión sobre el

tema en clave incendiaria. Completamente absorbido por su tempo, el místico

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Walter Benjamín hará saber que en alemán Gewalt no sólo es violencia, sino

también poder legítimo, autoridad, fuerza pública.

El alemán se abre paso como lengua filosófica, aunque no se repara que los

que hacen filosofía son teólogos y profetas liquidacionistas del orden demo-liberal

que les permitió filosofar. Como émulos de Savonarola, estamos ante quienes

piden hogueras a las que luego ellos mismos serán lanzados. Puntualmente, la

piromanía de los viejos sacerdotes se ofrece como remendadora de entuertos. Y

como los neomísticos Martin Heidegger y Carl Schmitt, el esteta hebreo-marxista

Benjamin colegirá que la política es conquista, imposición y guerra. En

consecuencia, los derechos tendrán el regusto del que despoja al calor de la

divinidad. ¿Por ello el despojado deberá de sentirse mejor y asimilar los golpes

como quien recibe a plenitud de consciencia el agua bendita?

Esta es la característica del grueso de los conferenciantes y del auditorio

post colapso de la decimonónica civilización demoliberal. En ese sentido, Weber

fue uno más. Ello lo demostrará en 1919, cuando en su célebre conferencia sobre

la política como profesión convierta en tesis académica el bárbaro aserto de un

delegado ruso en las reuniones de paz de diciembre de 1917 en Brest-Litowsk:

todo estado está fundado en la violencia. Esa fue la expresión que lo secuestró. Y

el delegado ruso que la pronunció no fue otro que León Trotsky, uno de los líderes

más connotados de los golpistas que liquidaron el breve paréntesis demoliberal

que bregó por esterilizar la vieja autocracia zarista. Tal es como dos años

después de ese dictum, Weber hará célebre un modo de ponderar lo público que

la teoría clásica siempre tuvo como una abierta negación a la política.

Pocas semanas más tarde de la citada conferencia de Múnich, estallará una

abierta guerra civil. Desafortunadamente para la salud del sabio, le tocó ser

testigo de lo que más temía: el asomo del moralismo comunista y su vertical

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camino a la felicidad, así como de su correspondiente represión. En resumen: vio

la pugna de egocéntricas individualidades en aras del poder, en aras de

convertirse en déspotas o tiranos desde alocuciones fundacionales de nuevas

formas de hacer política.

El miedo de Weber se justificaba porque entre ambos bandos el monopolio

de la violencia no garantizaba ningún futuro pacífico. Si el objetivo de reivindicar

dicho monopolio para el estado era porque éste garantizaba la paz, Weber morirá

(junio de 1920) aterrado por lo que podía ocurrir. Que es lo que a la postre

ocurrió, lo que le hará decir a Hannah Arendt que las guerras y las revoluciones,

no el funcionamiento de los regímenes parlamentarios y los partidos

democráticos, constituyen las experiencias políticas fundamentales de nuestro

siglo. Al fin y al cabo los estados —tanto los democráticos como los no

democráticos— llegaron a ser mucho más poderosos de lo que fueron a inicios

del siglo XX, lo que no precisamente revirtió la idea de que la política es una

actividad innoble, depravada y sórdida. Todo lo contrario, la confirmó con creces.

Weber estaba muy lejos de representar los viejos valores democráticos. Por

ello con suma facilidad hizo suya la sentencia de Trotsky, rubricando para la

posteridad: Esto es realmente cierto. ¿Lo era?

Si retrocedemos hasta la Política de Aristóteles, veremos que la afición por

guerrear —es decir, por ejercer violencia— es connatural al ser inferior… pero

también al superior… Exactamente aquella bestia o ese dios que no puede vivir

en comunidad por exceso de autosuficiencia. Citando a Homero, el también autor

de la Ética nos refirió al ser insocial sin tribu, sin ley, sin hogar. Justo lo que

encaja tanto en un cíclope como en el indiscutiblemente humano que regenta un

estado.

El elitismo promonárqico de Aristóteles no puede ser obviado aquí: para él

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—como para su maestro Platón— el mortal que gobierna a otros mortales es un

ser distinto a sus semejantes. No es un igual. Como no le son iguales cada uno

de los humanos que por su “inferioridad” han nacido para obedecer. Factor que

justifica el someterlos, pues entiende que es “natural” que el superior o el más

fuerte doblegue al débil.

¿Cómo se comprueba esa “superioridad” y esa “debilidad”? Innegablemente,

en el campo de batalla. Como lo recuerda el mismo Aristóteles, no en vano los

primeros demagogos surgieron de los generales. Si la regla es que sólo unos

pocos pueden distinguirse por su excelencia, será en el combate donde el

descastado revierta su suerte y sea encumbrado por los dioses.

Ya en la República, Platón juzgaba que la guerra acompaña al afán ilimitado

de posesión de riquezas. ¿No había otra manera de emprender? Como en los

remotos días de los héroes de la Ilíada, la forma más aplaudida para trascender

seguía siendo a través del uso diestro y sudoroso del escudo, la espada y la

lanza. Aunque ya ese mundo estaba físicamente enterrado, retóricamente

continuaba respirando. Así pues, discursivamente aún era preferible ir a Troya

para cubrirse de gloria combatiendo y morir joven antes que vivir una vida oscura

e insignificante. Desde este tenor es que debemos de leer el decreto de Solón

(siglo VII a.C.) que sancionaba con la pérdida de la ciudadanía al ateniense que

no optaba por un bando en caso de guerra civil. A ello Roma no fue ajena. El

escudo, la espada y la lanza la fundaron. Eran los arcaicos símbolos de su

derecho, instrumentos que le permitían a sus huestes tomar lo ajeno por propia

mano. Un despliegue de “virilidad” que sólo recaía sobre los foráneos.

El mensaje de los siglos no puede ser más elocuente. Si para el moderno

Elias Canetti matar era la forma más baja de supervivencia, los milenios plagados

de crímenes confesaban que ese proceder le permitía a los mortales aproximarse

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a los dioses. No por accidente la destrucción de Troya —la de murallas

construidas por dioses— fue tenida como la mayor expresión de vitalidad humana

para griegos y romanos.

El significativo volumen de esclavos en ambas sociedades confiesan su sino.

En Grecia la presencia del igualmente abultado número de siervos delata quiénes

eran realmente los primitivos pobladores de esas tierras. Junto a los extranjeros y

las mujeres, ninguno de estos sometidos por la fuerza podían ser ciudadanos en

la ciudad más perfecta. No todo el que vive dentro de los muros de la polis es

ciudadano, pues ser ciudadano en ella era estar en la medida de lo posible exento

de trabajar. Una exigencia igual a la que se les pedía a los sacerdotes paganos,

ya que así honraban mejor a los dioses. Como resaltó Cornelius Castoriadis, aquí

no hay esclavos ni hombres libres por naturaleza. Es la guerra la que los vuelve

así.

Como vemos, la abierta beligerancia es la forma de vivir que más ha

preponderado en materia política. La constante siempre estuvo en ver a la paz y a

la concordia como un síntoma de debilidad y decadencia. El “peligro” de dejar de

matar y de robar en lugar del “vergonzoso comerciar” está inserto en el nervio de

los textos clásicos, como un cavernoso eco de la generalizada barbarie de la

antigüedad. Puntualmente, es lo que invitó a la corrupción a los lacedemonios

cuando alcanzaron la hegemonía entre los griegos y se les agotaron las grandes

contiendas bélicas. Es el orbe que se rige bajo la urgencia de guerrear sin fin,

aunque el riesgo del vencedor es que tarde o temprano termine corriendo la

suerte del vencido. Ese fue el motivo del profundo llanto de Escipión Emiliano

ante la destruida Cartago. Como le dijo a Polibio: Un momento glorioso, pero

tengo el terrible presentimiento de que algún día la misma sentencia será

pronunciada sobre mi propia tierra.

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En Roma esa incertidumbre será el cimiento de un “estado de necesidad” del

que Sila hizo uso y abuso. Si la Roma republicana vetaba la presencia de

ejércitos cerca a sus límites, el ingreso de tropas en su recinto dejará un triste

legado. Para Montesquieu este herético proceder enseñó a los generales

romanos a violar el asilo de la libertad, a inventar proscripciones y poner precio a

la cabeza de los contrarios. A partir de ese momento, los intentos de socavar los

cimientos de la republica romana serán más intensos.

Indudablemente el comportamiento de Sila fue el de un romano en estado

originario, que ve el espíritu republicano a través de las violencias. ¿Quizás

porque como soldado juzgaba que era el indicado para salvar al populus de los

peligros reales o imaginario? Como los golpistas de todos los tiempos, ¿sintió el

llamado? No en vano populus significa originalmente “llamamiento a filas”. O

meramente su accionar no fue más que el darle rienda suelta a un decisionismo

subyacente en toda organización gubernamental, el que no temió invocar el

imperium que colocaba a los ciudadanos en total dependencia del magistrado que

lo detentaba. Así es, el imperium suprimía a la libertas.

Desde Sila la necesidad no tiene ley. En palabras de Tito Livio, esta es la

última y más poderosa de las armas. Tal es como la ultima ratio se abre paso

sobre el amplio abanico de las soluciones civilizadas para pasar a convertirse en

prima ratio. Emerge el tipo de hombre que hizo padecer a Cicerón, el mortal que

conduce el destino de una república quiso ser inmortal. Empero, si Roma pudo

contener su congénita apuesta por la violenta necessitas fue porque también

estaba en su complexión una noción de ciudadanía sustentada en el respeto a

derechos. Sin embargo ahí donde esta manera de entender la ley no existía o

simplemente carecía de afianzamiento, todo clamor por anteponer criterios de

“estado de necesidad” se erigía en una abierta amenaza a quienes habían

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reemplazado el pillaje por los intercambios voluntarios. Así pues, cuando Arendt

dice que en la sociedad moderna la necesidad ocupa el lugar de la violencia nos

obsequia sinónimos del problema antes que antónimos para su solución.

¿Arendt no reparó que durante milenios sociedades enteras se

autodestruyeron por la forma en la que satisfacían sus necesidades? Claramente

supo de sobra que invocarla era recurrir a instancias prepolíticas, el piso desde

donde se justifican aquellas tiranías legítimas y santas injusticias que Tocqueville

tanto temió.

LA POLÍTICA CLÁSICA

Hasta ahora hemos descrito comportamientos políticos de los que detentan el

poder, que es perfectamente aplicable a los que aspiran a él. Pero también hemos

hecho referencia a una Roma capaz de contener la violencia a través de derechos

ciudadanos. Esto último es la máxima expresión de la política clásica, el núcleo de

un legado donde la violencia —por purificadora que sea— no tiene cabida.

Es esta la razón por la que Nicolás Maquiavelo no empleó la palabra político

en El príncipe (1513). Sólo concebía la política y lo político dentro de los linderos

de la ciudad. No podía ser de otra manera, ya que el príncipe no es ciudad ni

mucho menos un ciudadano igual a los demás. Por esa causa, estamos ante

quien no puede invocar política alguna ni mucho menos puede brindarla.

Como se infiere, Maquiavelo no comparte la tesis de Weber. Su hondo

republicanismo no le permitió asumir que un estado superpuesto a la ciudad

pueda generar ninguna política. Según los rigores clásicos, siempre fue imposible

que esta pueda darse en estamentos ajenos a la comunidad de ciudadanos. Al

depender de sí misma, no estaba sujeta a dueño o patrón. En el peor de los

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casos, ostentaba el privilegio de conservar sus fueros o prerrogativas frente a un

ocasional príncipe; autonomías que en la mejor de sus horas alentó un sobrado

motivo de orgullo colectivo, que se hizo célebre a través de la frase germana

Stadtluft macht frei, el aire de la ciudad libera.

Esta es una constante propiamente urbana. En su momento de máximo

apogeo, il populus de Roma llegó a estar compuesto mayormente por libertos

pluriétnicos de origen servil. Por eso Montesquieu profirió que Roma los recibía

esclavos y los devolvía romanos. En el siglo XII la persona que vivía un año y un

día en una ciudad dejaba de ser siervo. Ello no se dio por puro afecto libertario,

sino para cubrir la cada vez más creciente demanda de trabajo dentro de las

ciudades. Ese era el tenor de alentar que los siervos huyan de los dominios de

sus señores. Aceptarlos exentos de cargas feudales permitía que se les contrate

sin inconvenientes.

Aunque estos nuevos hombres libres no llegaban a convertirse

automáticamente en ciudadanos, la sola proximidad a quienes sí tenían esa

condición los beneficiaba en grado sumo. De esta guisa, aprovechaban la

principal característica que desde sus orígenes tuvieron las ciudades: multiplicar

las oportunidades ad infinitum, la base donde los materialmente desiguales

advierten que las distancias sociales no son impedimento para ser tratados por la

ley. Gracias a ese piso jurídico es que podrán estar cerca de hacer política, un

ejercicio únicamente dable entre los que se reconocen como análogos portadores

de derechos.

Desde antiguo este genésico “respeto al otro” y la necesidad de ser

reconocidos por los demás como semejantes hizo que se abandonara el uso de la

fuerza, dando paso a la persuasión. Es el argumentar que en su acepción latina

(augere) Arendt encontrará la simiente filológica del sustantivo auctoritas. Una

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tradición que Occidente bebe tanto de la polis griega como de la civitas romana.

Un legado de deliberación que quedará firmemente adscrita a los programas

democráticos y republicanos, dos experiencias que suministrarán tanto una

apuesta activa como formal de asumirse iguales. Pero no son las únicas: Moses

Finley menciona tímidamente a los fenicios en el origen de lo político.

Debemos colegir que la timidez de Finley no es gratuita, ya que para la

tradición clásica el “hombre político” provendrá de ese actuar y de ese hablar

antes que de ese comerciar. Elementos insoslayables en la formación de la

ciudad, lo que conminó a los griegos a expresar: A cualquier parte que vayas,

serás una polis.

¿Esto último fue una maldición o una bendición? Fustel de Coulanges tomó

esa frase como propia de magos y sacerdotes en su afán de recalcar que la

ciudad se impone al hombre, canon que Aristóteles recogerá desde su teleología

aserción de que la polis precede a la sociedad incluso antes de existir porque ella

es el fin de toda comunidad primera. Acaso el ejemplo más célebre de este tipo

de soflamas fue la oración fúnebre de Pericles. Rememorado, adornado o

inventado por Tucídides, en esta alocución Atenas es ponderada como núcleo de

una singular vida en común forjada a lo largo de generaciones. Una polis donde

hasta el menos tangible y más efímero de los logros humanos se convertían en

imperecederos.

Los atenienses fueron plenamente conscientes de su particularidad, y lo

fueron más de cara a los extranjeros. Una actitud característica de los pueblos de

la antigüedad, los que suelen confesarse a través del eco de “gestas heroicas”

que no son más que poéticas envolturas de añejas aficiones genocidas. Por ello

para Castoriadis el belicoso orbe homérico irá en paralelo al surgimiento de la

polis democrática, ubicando su génesis en el siglo VIII a.C. Es decir, apunta que

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esa forma original de vida en sociedad se consolida doscientos años antes de la

reforma de Clístenes. A fines del siglo VII a.C. en Atenas se encuentran

indubitables elementos democráticos, los que no eran extraños en las colonias

mercantiles de Jonia, de las islas del Egeo oriental y de las costas de Anatolia.

¿Otra vez el verdadero origen de la política tratada desde la periferia? En

estos emporios comerciales nacieron los poemas homéricos y el pensamiento

crítico. No por casualidad en la literatura griega será frecuente toparse con la

metáfora de la nave cuando se hagan referencias al manejo del gobierno. El

propio ágora no fue otra cosa que el mercado donde se intercambiaban artículos

varios, compartiendo el espacio con las actividades religiosas y ciudadanas. Lugar

que le permitió a Heródoto narrar su Historia y recibir recompensas pecuniarias

por ello. Un escenario que Roma conoció ampliamente, que la obligó a prohibir las

asambleas ciudadanas en los días de compra y en los días festivos. En su

Historia natural, Plinio el Viejo entendió que ello buscaba evitar que se interfiriera

en el desarrollo de los negocios.

¿Hay algo más potencialmente activo y locuaz que gente comerciando? ¿Es

casual que diferentes espacios públicos hayan convivido a la vez en el ágora?

¿Que la compra-venta haya formado los cimientos de la comunicación

democrática, la concurrencia de las ideas, la esferas legales, la propiedad, la

competencia por los cargos electivos y la tolerancia? Así pues, todo indica que la

vita activa del buen ciudadano no fue incompatible al griterío de viandantes y

mercaderes. El mero contacto con los foráneos y la puja entre comerciantes

liquidó el autismo de las comunidades tradicionales de la antigüedad. Rebajó

muchos de sus elementos característicos. Otros sobrevivieron.

Ya que los atenienses se consideraban autóctonos del Ática, la demanda por

alcanzar la homogeneidad racial alcanzará al macedonio Aristóteles. En la Política

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la carencia de “pureza de sangre” será tenida como factor de disensión social. No

se podrá fraternizar entre tipos humanos disímiles, por lo que la democracia que

permite la convivencia entre los diferentes no será griega. Como precisó Giovanni

Sartori, ella será logro de la moderna sociedad liberal.

La vida política que brindó la constitución de la polis estuvo lejos de borrar

las conductas más distintivas del pequeño clan, como el infanticidio y la

eugenesia. Subsiste un alto grado de reciprocidad agraria. Por eso para el

estagirita la felicidad de cada uno de los hombres es la misma que la de la ciudad

o no es la misma. Bajo ese rigor es que Hipócrates fue contra su propio

juramento, negándose a curar bárbaros porque el extranjero es el “enemigo” que

contamina, el que cae en usura, en negocios contranaturales y estériles. En esa

línea, no se acepta asomos egocéntricos. Se prefieren los sumisos.

Los reparos a la propiedad descienden de esta impronta, porque dejada a

libre disposición eleva a su dueño sobre el común. Que es lo que conmina a

Aristóteles a decir que ningún ciudadano se pertenece a sí mismo, sino todos a la

ciudad. Un celo conservacionista invitará a preferir ciudades poco pobladas; para

el estagirita, hasta de 10 mil personas. Un parecer análogo al de Platón, tenaz

opositor a las novedades de los puertos marítimos, a sus negociantes y

abundancia de gente. Para este filósofo la polis adecuada deberá limitarse a un

máximo de 5.040 ciudadanos. Juzgan que una ciudad extensa tanto como una

despoblada pierde su constitución. Si ya la aldea necesitaba de esta regla para

perdurar, el objetivo de la polis —que es la comunidad perfecta de varias aldeas—

será seguir esa línea. Por eso es que se precisa que la ciudad ideal es la que

alcanza el nivel más alto de autosuficiencia, resultado directo de la convivencia de

ciudadanos capaces de apuntalar una vida autárquica.

Ese es el espacio natural de la tradición clásica, donde la auto-opresión del

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demos campea con su celo antiindividualista. Tal es la causa por la que para este

régimen la educación de los niños y jóvenes no puede estar en manos de

privados. Por ende, nadie discutirá que este tipo de temas esté en manos del

legislador. He aquí a un personaje que en el afán de perfeccionar a la polis se

convertirá en el reformador de la política clásica.

Ya no se estará ante quien sólo se contenta con deliberar y decidir sobre la

guerra y la paz, las alianzas y sus disoluciones, la pena de muerte, el destierro y

la confiscación, sobre la elección de los magistrados y la rendición de cuentas.

Tampoco se conforma con participar en las funciones judiciales y en el gobierno

que conserva la ciudad, a lo que cualquier ciudadano puede acceder mediante

sorteo. No, estamos ante quien querrá reordenarlo todo y anteponer su libertad a

la de la polis. Para comenzar, es el que recusa a la democracia por su excesiva

deliberación a la par que reclama un gobierno altamente expeditivo. En este

último caso, el mayor inconveniente serán los derechos y la noción de igualdad

ante la ley.

LA “NUEVA POLÍTICA”

Con el arribo del legislador-constituyente se cierra el telón de la política clásica. Él

es el portador de una "nueva política". Ya no será el gobernante el que practica la

prudencia frente a las instituciones dadas, sino también el que legisla

prudentemente. Cuando Aristóteles denuncia que los demagogos llegan al

extremo de hacer al pueblo soberano incluso de las leyes, describe un acontecer

antipolítico.

Hasta antes de la aparición de este portento, el “hombre político” se

circunscribía al universo de los ciudadanos. A la verdad, un oligárquico “cuerpo de

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ciudadanos”. Esa fue la causa por la que —anota Finley— «el demos nunca

proporcionó a la asamblea oradores salidos de sus filas», un grupo humano

similar a los barones ingleses que en 1215 pasaron a la historia como el “pueblo

inglés”. Empero, el cambio mayor vendrá cuando se ensanche la función de dar

leyes y se centre la atención en ese sujeto capaz de motivar normas por motu

proprio. ¿No es eso lo que el platónico filósofo-rey representó? A pesar de que

Platón reconoce la grandeza de los primeros tiempos de la democracia ateniense

—donde reinaba la diké (justicia) y el aidós (vergüenza)—, su propuesta

constituyó un directo rechazo a ese régimen. En el caso de Aristóteles, su postura

monárquica lo delata por igual. Aunque la ciudad que éste invocó siempre buscó

mantener el rigor de la polis clásica, siendo esa la razón por la cual Castoriadis lo

tiene como anterior a Platón a pesar de no renunciar a imponerle un celador.

Con esta “nueva política”, la institucionalidad de la polis se limitará a la ética.

Se dejará de ver en Grecia lo que en Roma se vió ampliamente: la demanda en

favor de la igualdad ante la ley. Sin duda, el diferente origen de cada una de estas

ciudades explica las distancias. Mientras la polis responde a un pasado mítico de

conquistadores incluso étnicamente identificables, la civitas será producto de la

conjunción de etnias y tribus dispares. La primera se entenderá como obra de

caudillos-legisladores, la segunda como un producto del acaecer. Para los

romanos las leyes seguirán surgiendo de la deliberación ciudadana. En cambio

los griegos no se hacían inconvenientes para recurrir a legisladores extranjeros.

Esta predilección por los controles éticos antes que jurídicos hará que un

magistrado que desconozca la constitución de su ciudad se deslegitime

moralmente, pero prosiguiendo en su cargo. Ahora habrá que obedecer las leyes

justas del tirano. La “nueva política” se desconecta con el demos y con la polis. En

su alocución Pro Flaco, Cicerón acusará a los griegos de haber convertido la

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libertad en licencia. Únicamente sobrevivirá el clásico ideal de justicia, que se

constreñirá a medir las “buenas costumbres” (como la espartana eunomia) de los

funcionarios.

Como hemos indicado, en Aristóteles era dable una polis sin demos suelto

en plaza. Ello porque asumía que este último había extraviado su virtud

ciudadana, la que sólo podía hallarse en un campesinado que —de paso— tiene

el generoso hábito de abstenerse de practicar la política. Una visión que John

Stuart Mill compartirá por su temor a la democracia, a la vez que ponía en alto a la

polis. Arendt no será diferente, dado que al ver a la polis como el espacio que

protege al hombre de la futilidad de la vida individual confiesa un eleatismo que

sólo es posible fuera del demos. Se prefiere una ciudanía activa antes que un

pueblo activo. ¿Quiénes harán de esclavos, de siervos y de extranjeros insertos

entre el mundo de estos xenofóbicos ciudadanos? ¿Quiénes evitarán el fastidio

de desempeñar las tareas que les impiden ser libres?

Estamos ante magistrados y teóricos que piensan la polis no como hombres,

sino como dioses. ¿No es eso hybris o desmesura?

Sea en la polis de Platón o en la de Aristóteles, ya en vida de ambos aquella

“ciudad ideal” había fenecido. Por eso Sófocles la llora al recrear un Ayax que

prefiere apartarse de ella, lamentándose que todo cambia. La polis había dejado

de ser el mejor de los refugios contra la amplitud del mundo que develaban los

hombres del mar. Desde el clima a las circunstancias humanas y de gobierno,

ahora todo se corrompe. Los ciudadanos que de aquí en adelante salgan de esas

urbes carecerán del sino agrario. Tendrán el espíritu de los mercaderes, del

idiotés (idiota) que se mueven a su antojo. Son los enajenados antipolíticos que

Pericles vio con desprecio por privilegiar sus intereses privados frente a los

públicos. Esa queja es la que Platón buscará conjurar deteniendo la historia,

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sacando de la manga una aberración que sólo será una innegable demostración

de su perversión y desamor a la polis.

Así es, Platón desprecia al nomos (la ley, costumbres, educación y creencias

griegas). Si Jerjes no comprendió lo que éste era —¡Ah, Mardonio, contra qué

hombres nos llevaste a combatir!—, el alumno de Sócrates despreciará al asesino

de su maestro. Al hijo de Darío le exasperará enfrentarse contra hombres que se

tenían por libres e iguales. Que se sometían a un logos impersonal, a una ley

común que es patrimonio exclusivo de los que habitan en la ciudad. A ese

consenso ciudadano Platón le antepone un político altamente diferenciado, como

el dios que se hace Dios. Portar la ciencia o episteme del gobierno hará que se

reine con leyes o sin leyes, con la voluntad general o a pesar de esta.

Contra lo que Hannah Arendt señaló, ni en Platón ni Aristóteles hubo

“política clásica”. Sin polis de ciudadanos iguales —aunque estos sean una

minoría de mortales— no es dable la política. Lo que impide que ella surja es que

sobre el demos está el hombre regio, el basilikós, el platónico hombre político, el

que manda porque conoce. Con esta supuesta novedad lo “clásico” será que el

orden justo sea parte de un previo proceso de ingeniería social. Sin un marco

teórico previo no se vislumbra sociedad alguna, aunque la haya. No se concebirá

que pueda ser un producto espontáneo. Esos son los rigores de la “nueva

política”, la que relegará la idea de un progreso forjado a pulso por generaciones

de personas, donde el arte de gobernar pertenecía a todos los atenienses en

común y a ninguno de ellos en particular. Según Protágoras, eso fue lo que Zeus

decretó. Entre otros, esta manera de concebir la cosa pública y los asuntos

humanos también estuvo visible en pensadores como Demócrito y Tucídides. Ya

para Heródoto —como mucho antes pare Hesíodo— era palmario que el

sufrimiento es el compañero del saber.

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Como se advierte, Demócrito, Protágoras, Heródoto, Sófocles y Tucídides

forman parte de una pléyade de pensadores que mostraron su aversión a la

concentración de poder. Preferían su atomización. Para ellos es la dispersa

inventiva humana la que crea soluciones a primera vista inexplicables, no los

dioses. En cambio, los fundadores de la “nueva política” no iban por esa ruta. Al

invertir la noción de politeía, Platón y Aristóteles invitaron a olvidar que en Grecia

también se apostó alguna vez por la igualdad ante la ley. Desde entonces, para el

que más Atenas será evocada como el más elevado ideal de vida en común.

Después vendrá Esparta. Abiertamente, una “nueva política” que no tendrá ningún

parentesco con la que Tocqueville solicitará en la primera mitad del siglo XIX.

Pero tampoco con la que cultivó Maquiavelo entre fines del siglo XV y comienzos

del XVI.

LA PRAXIS REPUBLICANA

Si antes del siglo XVI hacer política todavía era una actividad noble, ello lo fue por

un detalle que resalta: las ciudades marcaban la pauta, no los estados. Y la

marcaban desde el imperio de la ley, siendo que la irrupción del estado moderno

empujó a todo viso de autogobierno al campo de las utopías; es decir, lo que

alguna vez fue posible pasó al campo de lo imposible.

Antes del viraje hacia el absolutismo, concebir que el poder podía ser

diseminado para un mejor control estaba lejos de ser una mera retórica

democrática. Con sus asperezas y desvíos, era posible verla concretada en los

hechos. Que es lo que le aconteció en el siglo XII a un aristócrata alemán, quien

fue testigo de una urbanidad resurgida seiscientos años después de la caída de

Roma gracias al estímulo de la civilización urbana erigida por los musulmanes en

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la península ibérica. Eso es lo que el cronista Otón de Freising —el aristócrata

alemán en cuestión— vio a lo largo y ancho de Liguria, Lombardía, Emilia,

Romana y Toscana. Ante sus ojos, otrora humildes comunas como Pisa, Milán,

Arezzo, Lucca, Bolonia y Siena se hallaban transformadas desde el siglo XI en

pujantes ciudades gracias a una forma de gobierno inexistente en el resto de

Europa: el republicanismo.

¿Decenas de miles de personas viendo bajo el imperio de igualdad ante la

ley y gobernándose ellas mismas? Es con lo que se topó aquél historiador

palaciego, quien además era nieto del sacro-emperador Enrique IV, hermano del

también sacro-emperador Conrado III y tío del igualmente sacro-emperador

Federico I, el célebre barbaroja. Ante tamaña magnitud de testigo, Umberto Eco lo

tomó como personaje en su novela Baudolino (2000), haciéndole que su célebre

sobrino Hohenstaufen le pregunte: ¿Y estas ciudades se han apropiado de todos

mis derechos?

Es de entender el por qué Federico I no podía creer lo que le informaban.

¿Cómo así el pueblo de Dios eligió ir sin su pastor?, pudo haberse cuestionado

incrédulo. Otón le contestó: Sobrino y emperador mío, tú estás pensando en

Milán, Pavía y Génova como si fueran Ulm o Augsburgo. Las ciudades de

Alemania han nacido por deseo de un príncipe, y en el príncipe se reconocen

desde el principio. Pero para estas ciudades es distinto. Han nacido mientras los

emperadores germánicos estaban ocupados en otros asuntos, y han crecido

aprovechándose de la ausencia de sus príncipes.

Como remarca Quentin Skinner, Otón de Freising reparó que en el norte

italiano «había surgido una nueva y sorprendente forma de organización social y

política.» La dimensión del comercio en esa zona fue de tal magnitud que impactó

en las norteñas regiones de Flandes y Brabante. También alcanzó a lo que hoy es

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Francia, transformando sus aisladas villas y aldeas en interconectados mercados.

El cambio fue significativo. Daniel Waley comprobó que ese auge iba de la mano

con la ampliación de propietarios. En sus pesquisas, dirá que en el tardío y

decadente siglo XIII cerca de dos tercios de las familias urbanas eran dueñas de

tierras rurales.

Cuando en esta última centuria Tomás de Aquino —también emparentado

con la dinastía Hohenstaufen— deje entre sus abundantes manuscritos uno

dedicado a un joven príncipe chipriota, llamará la atención su mención al gobierno

político de las ciudades del norte italiano. Como su admirado Aristóteles —quien

dedicó su Protréptico a Temisión, príncipe de Chipre—, Aquino concebía que es

más útil para la sociedad el gobierno de uno solo que el de muchos. Y si se puede

prescindir del comercio —siempre bajo la influencia agraria del estagirita y del

aislacionismo griego—, mejor. Como Platón, mejores augurios le dada a las

ciudades alejadas del mar. Recordemos: para Tomás de Aquino el comercio era

inhonesto, por lo que para él la usura y el préstamo con intereses no tienen

distinción. Óptica antieconómica que complace a Chesterton en los antiliberales

años 1930, lo que le hace decir que estamos ante quien anticipó desde el primer

momento el peligro de aquella confianza en el comercio y el mercado que se

iniciaba más o menos en su tiempo, y que ha culminado en el colapso mercantil

universal del nuestro.

El señalado manuscrito será conocido como De Regimine Principum ad

Regem Cypri. Es un texto inacabado de alrededor de 1265, que fue “completado”

por una segunda pluma. Un anónimo escriba que ofrecerá una visión de la política

que hoy es “incomprensible”. Y ya que Tomás de Aquino tiene mucho que ver con

lo que modernamente entendemos por política, es llamativo que esa segunda

pluma demuestre no compartir la predilección absolutista ni anticomercial del

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santo.

Claramente, la inclinación de Tomás de Aquino por el régimen monárquico

no encajaba con el tono de redacción que había en buena parte De Regimine

Principum. Las referencias a las ciudades-repúblicas, sus magistraturas y la

buena ventura de su vida comercial era una evocación extraña. Ante esa saltante

contradicción, los estudiosos comenzaron a indagar quién fue realmente el autor

de esas líneas. Y ya que la obra era una especie de manual para la educación de

un príncipe —afín a los tratados utópicos y moralizantes— los contrastes no

podían soslayarse. Así pues, ¿quién fue el que incrustó un notorio discurso

político-republicano dentro del trabajo de un autor confesamente antipolítico o

antirrepublicano?

Gracias a los investigadores, hoy sabemos que la persona que “completó”

De Regimine Principum fue Ptolomeo de Lucca. Este contemporáneo, directo

discípulo y hasta biógrafo del futuro santo fue el que cometió el “yerro” de titular

República a la Política de Aristóteles. Quizá su lugar de origen tenga mucho que

ver en esa reestrenada “vieja política”. Al respecto, mientras Maquiavelo evocó a

Lucca por haber sido comprada por el genovés Gerardino Spinola en treinta mil

florines —previo rechazo de los florentinos—, en el convulso siglo XVII James

Harrington rememorará a Lucca como ejemplo de una ciudad que sustenta su

libertad en el respeto a las leyes: formuladas por todos con el único fin de

proteger la libertad de cada individuo privado, lo cual acaba convirtiéndose en la

libertad de la comunidad. Para Harrington y su generación —calificados por

Skinner como neorromanos— commonwealth es república, aunque ya su postura

es más libresca que vivencial. Por ello su Oceana (1656) es abiertamente una

utopía. Está lejos de ser un texto de teoría política a la usanza del republicanismo

clásico, que siempre gustó de dialogar con su coyuntura.

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Alrededor de tres décadas después de ser abandonada la redacción de De

Regimine Principum por Tomás de Aquino, Ptolomeo de Lucca prosiguió con la

obra. Skinner lo tiene como autor de la mayor parte del libro segundo y de los

libros tercero y cuarto. Para Eudaldo Forment, el santo sólo alcanzó a redactar

hasta el capítulo cuarto del libro segundo.

Las diferencias son visibles. Será el alumno y no el profesor el que nos

noticie sobre ciudades autogobernadas. Un tipo de régimen al que señala de

politicum —como la república romana y el Israel de los jueces—, en

contraposición al verticalismo que caracteriza a las monarquías. Siendo que la

diferencia mayor no estará en que si es el pueblo o el rey el que se hace cargo del

poder, sino que ese poder se ciñe a la ley. Obviamente será menos complicado

constreñir a los representantes del pueblo, pues históricamente el rey siempre se

asumió como una lex animata: una directa encarnación de la ley.

Situado en la vereda opuesta a su maese, vemos a Ptolomeo de Lucca

someterse a las experiencias históricas que a Tomás de Aquino le fueron

irrelevantes —incluidas las bíblicas—. No será ello una mera discrepancia entre

maestro y discípulo, pues durante siglos se pensó que el aristotelismo fue el que

activó el republicanismo bajomedieval. Pero es palmario que este último es muy

anterior a la reaparición de los textos de Aristóteles, los que supieron de “amplia

lectoría” gracias a sus traductores de mediados del siglo XIII: el franciscano inglés

Roberto Grosseteste (traductor de su Ética) y el dominico flamenco Guillermo de

Moerbeke (traductor de su Política). De ese modo, el agregado de Ptolomeo de

Lucca informa de una corriente de argumentación cívica preexistente en

doscientos años al arribo de la obra del estagirita. Una corriente que convivirá con

el lenguaje antirrepublicano que éste active.

Como lo precisó Skinner, ya en sí los frescos que el sienés Ambrogio

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Lorenzetti pintó en la Sala dei Nove del Palazzzo Pubblico entre 1337 y 1340

carecían de relación con las tesis aristotélicas. Centrando sus pesquisas en los

pintores flamencos de mediados del siglo XIV e inicios del XV, Tzvetan Todorov

develará un denominador común aún extraño a la Italia de aquel período: el

descubrimiento del individuo. A doscientos años de la Reforma, el hombre

concebido por los artistas de la urbanidad del norte de Europa deja de ser un

simple juguete en manos de Dios para convertirse en alguien que él mismo quiere

ser. Como se muestra, ni Aristóteles ni Tomás de Aquino jugaron rol alguno en el

resurgir del discurso republicano. Más bien las tesis de ambos servirán de abono

para minar los soportes del autogobierno urbano en pleno auge económico de las

ciudades.

Cuando en 1439 se le pida a Leonardo Bruni que le dedique unas líneas a la

constitución de su ciudad, redactará en griego un panfleto titulado Sobre la

Politeia de los Florentinos. Su intención se centró en reivindicar el sentido de su

comuna en clave democrática. Aunque aquí el objeto de la política es la república,

para entonces no eran pocos los que comenzaban a creer que lo mejor estará en

huir de la città y buscar la felicidad en la vida contemplativa y solitaria. Es lo que

en el Quattrocento Francesco Petrarca había llevado a cabo, acaso por exceso de

ensimismamiento. Pero en el siglo XV esa postura ya delataba un cariz de

gravedad pública, que es lo que puntualmente veremos en Gian Francesco

Poggio Bracciolini. Revisando el republicanismo de éste último humanista, Viroli

sentenciará: «Cuando la política se convierte en búsqueda del poder, el hombre

sabio huye de ella.» Se pasa de Cicerón a Séneca, que es abandonar la ley y la

ética de la ciudad. Así es como los siempre pequeños grupos de ciudadanos

activos pasan a diferenciarse cada vez más del resto de sus conciudadanos. De

la “vieja política”, pasan al bando de los apolíticos por exceso de “nueva política”.

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LOS LIQUIDADORES DE LA POLÍTICA

El discurso liquidador de la política es el que eleva al príncipe por sobre el popolo.

Es el discurso antipolítico que se hace político, el que pasa a ser patrimonio del

estado. Eso es lo que Weber recoge. Donde no hay ejercicio de una ciudadanía

celosa de su libertas frente al poder, sino de quienes quieren ser parte de él para

ser “más libres” que sus semejantes. Ahora el poder se independiza. Todo viso de

autogobierno se apaga. Es el colapso de la civilización urbana.

Desde la firma de la Paz de Lodi (9 de abril de 1454) entre una Venecia

autónoma y un Milán dominado por Francia, se imponen las formas de gobierno

principescas por doquier. A su influjo, el pueblo pierde preeminencia y los

redactores de “espejos de príncipes” ascienden a teóricos del stato. La historia ya

no será un instrumento ciudadano, sino palaciego. Igual sucederá con la justicia,

como lo descubrirá Corneille a mediados del siglo XVII en la primera escena de

La mort de Pompée. Así pues, los liquidadores de la política lo son de la

república, del auténtico valor de la historia y de la justicia. Tácito reemplaza a Tito

Livio. El imperio y sus césares se imponen a senadores, cónsules y pretores. Los

sentimientos antimonárquicos se convierten en antiguallas.

Esa fue la manera como la modernidad se abrió paso. Estamos ante un

radical “antes y después”, lo que obligó a Hobbes a retractarse de lo dicho en su

temprano Elements of Law (1640). ¿De qué se arrepentía en este libro? De

haberse aliado a las tesis del autogobierno republicano y a la política deliberativa

cuando la moda iba por la otra vereda. Con su Leviathan intentará estar al día con

las novedades, pero volverá a fallar. Esta vez por exceso de entusiasmo

absolutista, llegando a espantar a los monárquicos de su tiempo.

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Como muestra de que esa desubicación fue masiva, Maquiavelo seguirá

apostando por las milicias ciudadanas antes que ceder a los ejércitos

profesionales. En palabras de Perry Anderson, el autor de El príncipe no reparó

que la ciudadanía activa de las comunas estaba muerta. Para Skinner esa

anacrónica pifiada era la patente demostración de un republicanismo paralizado

en el siglo XII, aunque ya para Tito Livio el temor a armar a la plebe se compartía

con el temor a dejarla desarmada. Pero el miedo mayor estaba en que el sistema

de milicias apartaban de sus quehaceres privados a los hombres que las nutrían,

ello en la antigua Roma como en las ciudades bajomedievales.

Estamos ante una forma de rememorar que los utopistas explotarán a sus

anchas, alentando “historias especiales” que carecerán de conexión con la

realidad. La aparición de Savonarola será parte de esa rebuscada añoranza,

aunque de Tomás Moro a Tommaso Campanella se transcribirán las más

cargadas de fantasía. Sin coincidencias de por medio, el monje apocalíptico

morirá en la hoguera por buscar la “ciudad de Dios” entre pecadores, el utopista

inglés será decapitado por negarse a servir in extremis a su rey y el milenarista

calabrés pasará veintisiete años en las celdas de la Inquisición por subversivo de

acción y de palabra. Y en medio de estas visiones imposibles, otro utopista

recreará una abadía postmoderna. En su primera novela de 1532

François Rabelais le dará a la Abadía de Thélème la regla de la “desregulación

conventual”, resumida en el lema fay ce que vouldras, haz lo que te dé la gana.

Como recuerda Jacques Lafaye, dicho monasterio «no tendrá muros de

circunvalación ni relojes para contar las horas; sólo se admitirán mujeres

hermosas y hombres apuestos; los votos no serán perpetuos sino revocables, “se

marcharán cuando les parezca, franca y abiertamente”; los tres votos: de

castidad, pobreza y obediencia, se sustituirán por: estar casado, ser rico y vivir

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libremente.»

Con paradojas o sin ellas, se apuesta tanto por un radical individualismo en

lo íntimo y personal como por la concentración del poder en lo gubernamental.

Una aporía que terminó en la guillotina de los jacobinos, la principal inspiración de

los revolucionarios rusos de 1917.

Ya en la Europa iluminista, la sobreexposición de motivos greco-romanos —

replicados en el arte y en la vestimenta— no frenará la fascinación por el “hombre

regio” y su “nueva política”. Ni siquiera se le diseccionó imaginariamente. Todo lo

contrario, los vuelos de la razón coincidieron en alinear las atomizadas

magistraturas bajo la sombra de una sola. En ello Jean-Jacques Rousseau y los

ilustrados coincidieron plenamente, siendo que no fue accidental la aparición del

“emperador-republicano” representado por Napoleón Bonaparte. Un tipo de

oxímoron que comenzará a proliferar, cautivando a ilusos, despistados e

irresponsables. Empero, había resquicios de excepcionalidad. Para el republicano

Thomas Jefferson, Bonaparte no pasó de ser un usurpador sin virtud alguna,

flemático, calculador y sin principios; un estadista ignorante del comercio, de la

economía política o del gobierno civil.

Luego de esta fiebre proimperial, el republicanismo pasó a ser un enunciado

vacío de contenido. Su política ya no será política.

EL RENACER CICERONIANO

En su añoranza, Maquiavelo se delató fiel partidario de la “vieja política”. En su

caso, la “vieja política” surgida en las comunas del septentrión italiano que

deslumbró a Otón de Freising en el siglo XII. Y la añorará en medio del máximo

producto de aquella “revolución comercial” que la produjo: la urbanidad

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renacentista representada por su amada Florencia.

La ciudad bajomedieval fue el epicentro de una comunidad extendida. El

sólido discurso autonomista que emanó de su seno se confesaba directo tributario

de la Roma de cónsules, senadores y pretores. Al diluirse el cara-a-cara del

demos, se da paso a un nivel mayor de urbanidad. Como en su día se enteró el

pastor Titiro —recreado por Virgilio en sus Bucólicas—, este era un paraje muy

diferente al que solía llevar sus ovejas. El mismo escenario que alentó el

resurgimiento de una retórica que fue labrada por Cicerón en la “ciudad eterna” a

mediados del decadente siglo I a.C. He aquí un personaje fundamental para

entender esta renascentia romanitatis. Como anotó Sartori: «Ya Cicerón sostenía

que la civitas no es un conglomerado humano cualquiera, sino aquel

conglomerado que se basa en el consenso de la ley.»

Según algunos rigurosos custodios del demos griego, en ese “conglomerado

humano” no puede haber política. Empero, ¿realmente la hubo en la Atenas que

apostó por la ética?

La mención a Cicerón confiesa de por sí el por qué el espíritu mercantil

bajomedieval optó por la civitas romanorum y no por la polis griega. Le

acomodaba la convicción de que una ciudad no es libre si es que entre sus

ciudadanos hay uno que puede romper la ley, lo que equivale a destruir la ciudad

y todo lo que ella activa. Al respecto, la sensibilidad de Maquiavelo será grande

frente al que es capaz de atemorizar a los magistrados. Vengan estos de la

nobleza o del pueblo, concebía que la sola presencia de alguien así rebajaba la

libertas. De este modo, estamos ante quien asume la política como una directa

expresión de una ciudadanía carente de amo. Por ende, las magistraturas se

someten a las leyes. Ellas son la voz del pueblo, por lo que será político el

comportamiento de las autoridades que se ciñen a la normatividad. Esta es una

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regla que no admite excusas.

A pesar de estar ante un pensador que recoge la visión de que la guerra es

una extensión de la política, no encontraremos en Maquiavelo una

conceptualización que reivindique la violencia per se. Su republicanismo se lo

impide. Si con los griegos la política sólo era dable entre los ciudadanos de la

polis, ello los republicanos bajomedievales como él lo tendrán más que presente.

Mientras que el comunitarismo igualitario se petrificó para entender la

política a partir del pequeño grupo, el republicanismo abrió sus compuertas. Ese

carácter de comunidad extendida Roma la tuvo desde su génesis. La sola

mención de etruscos, latinos y sabinos conviviendo nos habla de la ausencia de

un grupo capaz de imponerse fácilmente a los demás. Una situación que a la

larga invitó a delimitar espacios de acción, relajando los rigores de la reciprocidad

tribal. Se perforan férreos cotos cerrados, derribando sacralidades y rigores

gentilicios que harán brotar un ámbito publicum nacido de la suma de

particularismos. Por ello de la profusión de divinidades, pues cada núcleo familiar

llevaba a cuestas sus invisibles guardianes de vidas y patrimonios. Una religión

de la propiedad innegablemente práctica, ajena a cualquier invocación sideral o

metafísica.

Ese será el tenor del derecho de los quirites, por el cual los bienes de los

ciudadanos y sus pactos eran intocables. En cuanto a la “palabra empeñada”, ella

será la fuente de una libertas que se independizará del clan sin perder su tenor

deliberativo. En el eclipse de estas ciudades, Jean Bodin recordará que no existe

república si no hay nada público. Y definirá a la respublica como la multitud de

familias y de su propiedad común. Invoca un consensus iuris que no escapa del

cuerpo de ciudadanos, que los hace compartir un mismo ideal de justicia. La traza

patrimonialista es palmaria. Por eso Aristóteles tuvo a la república como una

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mezcla de oligarquía y democracia. En el ya citado De regimine principum se

rescatará la precisión antibelicista de Catón, recordado por Salustio: No creáis

que nuestros antepasados acrecentaron la República, haciéndola grande y

gloriosa, como hoy lo es, por la fuerza de las armas. Un detalle que Polibio no

dejó de advertir: Ningún hombre con algo de inteligencia va a la guerra con sus

vecinos simplemente por el placer de destruir a su adversario. Como resumen,

Ptolomeo de Lucca será tajante: los romanos se hicieron merecedores del imperio

porque establecieron leyes sabias. Es la remembranza de los que prefirieron ser

regidos por normas antes que por hombres, labrando una noción de civis que será

sinónimo de política.

Aunque Tomás de Aquino haya carecido de mayor experiencia mundana y

Maquiavelo confiese no saber nada de economía, ambos vivirán en un orden de

cosas imposible de medir fuera de los mercados. En Theorie und Praxis (1963),

Jürgen Habermas develará que la célebre traducción del aquinense del zoon

politikon aristotélico por animal sociale corresponde a una confusión que el

estagirita siempre quiso evitar: ver los asuntos del gobierno como temas

domésticos, ver lo público desde lo particular. ¿Aquino comprendía que insistir en

la comunidad de la polis era anacrónico? En cuanto a Maquiavelo, este sólo

hablará de civitas y de ciudadanos libres. Para él no hay política fuera de esos

marcos que están lejos de albergar en su interior un orden soso y estrecho, por lo

que el que “nada sabe de economía” resalta la novedad que significa que el

Banco de San Jorge se encargue del gobierno de varias ciudades y territorios

para beneplácito de sus habitantes. ¿No era esa la labor de la comuna?

En principio, Maquiavelo tiene este prodigio como un hecho que no niega lo

republicano. No coloca al Banco de San Jorge en el rubro de los tiranos, siendo

que para él lo político se amolda a los tiempos sin perder su esencia. En su

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Historia de Florencia escribió que raras veces ocurre que las pasiones personales

no redunden en perjuicio del bien común. Las distancias con Adam Smith lo

salvan que se le acuse de “ideologización economicista”, cuando únicamente

recogía lo que acontecía en su mundo. Justo lo que empujó a Poggio Bracciolini a

mirar con embeleso el soporte institucional de una república que nació en un lugar

palustre y malsano: Venecia. Como Pisa y su clima maligno, estos obstáculos no

impidieron a la Serenissima que se hiciera rica y poderosa. Se engrandeció en

base al tráfico comercial antes que por las armas. Incluso Poggio amenazó con

marcharse a Venecia por los desproporcionados impuestos que Florencia le

imponía.

El prestigio de la constitución de Venecia fue celebrado ya en su día por

Petrarca. Las familias principales —que tenían el origen de su riqueza en el

comercio— entendían que dicha institucionalidad coaligaba perfectamente sus

haciendas con el “buen gobierno”. No obstante ello, desde el discurso primó el

recuerdo de que los romanos despreciaron sus intereses particulares por el

interés común. Pero la sinceridad de personajes como Poggio Bracciolini no

puede ser tomada como la excentricidad de un adinerado humanista. Su

presencia en la corte papal y el haber ocupado el cargo de canciller de Florencia

deben ser tomadas en cuenta a la hora de medir sus palabras: todas las

iniciativas se emprenden por dinero, todos somos movidos por el deseo de lucro.

¿Quién haría cosa alguna si no tuviera la esperanza de una utilidad?

Si en la última década del siglo XVIII Edmund Burke advirtió que es mejor

seguir la fortuna que se produce en un país que el intentar guiarla, en la primera

mitad del Quattrocento intelectuales y estadistas como Poggio no pensaban

diferente. Concebían que la ausencia de ricos daña especialmente a los más

débiles y necesitados. Recurriendo a la ironía, Poggio propuso obsequiar avaros a

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los pobres en lugar de trigo. A su entender, esa era la mejor manera de

socorrerlos: ¿Quiénes son los que buscan el bien público sin atender a su propia

ganancia? Yo no he conocido a nadie hasta hoy que pueda hacerlo sin

perjudicarse. Los filósofos hablan mucho de que la utilidad común debe ser

preferida, pero sus afirmaciones son más especiosas que verdaderas.

Poggio escribió estas líneas sin rubor, en medio de una Florencia sumida en

una severa crisis institucional propiciada precisamente por la arremetida

plutocrática. Por entonces, la solución que se blandía era apartar de la ciudad a

los magnates del comercio y las finanzas. El legado de la antigüedad así lo exigía,

resistiéndose a aceptar el cambio que el cada vez más creciente orden mercantil

demandaba. Contra esto último, Leonardo Bruni teorizó que los desequilibrios

materiales tenían que ser equiparados para que la república siga siendo una

relación entre iguales. Delatando la influencia de Aristóteles, entendió que sólo el

económicamente autónomo era libre. Para él un asalariado era semejante a un

esclavo, dejando de ser apto para cultivar los valores cívicos. Coincidentemente,

Bruni fue también un florentino orgulloso del pasado conquistador y guerrero de

su ciudad.

Como Bruni, Nicolás Maquiavelo y Francesco Guicciardini coincidirán en el

gusto por la narrativa de una ciudad rica y poderosa habitada por ciudadanos

pobres. O por lo menos severamente controlados en ese factor, «sin grandes

disparidades de riqueza del tipo —dirá Skinner— que suele causar envidia y

promover así disturbios políticos.» Empero, la dinámica de la realidad retaba a

este republicanismo más apegado al igualitarismo comunal que al que asiente a la

asimetría de fortunas. Sin duda, un desafío para los nuevos tiempos que se vivían

y que ni siquiera los más duros defensores del republicanismo florentino —más

afines al popolo que a los ottimate, al pueblo que a la nobleza— pudieron

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soslayar. Tal es como Bruni se pregunta: ¿cómo rehabilitar la virtud cívica y la

igualdad ciudadana ahí donde fluye el comercio?

Lamentablemente para los florentinos, será demasiado tarde cuando

decidan replicar en su ciudad la institucionalidad veneciana en su ciudad. Ya en sí

la República de Venecia comenzaba a dejar atrás su época de apogeo, dando

inicio a una larga decadencia en medio de estados absolutistas.

Si para los paladines de la “política clásica” el tráfico de mercancías, los

negocios internacionales y la compra de trabajo ponían en riesgo a la polis, ello

para los romanos y para los ciudadanos de las ciudades-repúblicas

bajomedievales siempre supo ser el soporte de su libertad. Así pues, la igualdad

ciudadana siguió abriéndose paso desde la insistencia patrimonialista. Aunque

ahora sus máximos portavoces estarán en el campo anglosajón.

¿LA INVENCIÓN LOCKEANA?

Es muy probable que antes de su experiencia norteamericana Tocqueville

pensara que las repúblicas únicamente se hallaban en los libros, como los

ornitorrincos. Bueno, ello fue así hasta que se dio de bruces con una joven nación

que ostentaba una administración imperceptible, que no presenta en su

constitución nada de central ni de jerárquico. Sorprendido, escribirá en su

Democracia en América (1835): «Por ningún lado descubrimos el motor. La mano

que dirige la máquina social se oculta en todo instante. (…) El poder existe, mas

no se sabe dónde se puede hallar su representante.»

Como Otón de Freising, estamos ante quien ve a una sociedad actuando por

sí misma. Palpa una libertas supérstite del orden urbano bajomedieval, pero en

clave moderna. Es decir, individualista. Que es lo que la convicción de que el

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hombre posee “derechos naturales” canalizó desde fines del medievo, lo que

surgió inmediatamente después del eclipse del romanismo ciceroniano cultivado

desde fines del siglo XI. Así pues, no estamos ante ninguna innovación.

Todo esto acontece mucho antes de los aportes de pensadores como

Giovanni Pico de la Mirándola (siglo XV), Francisco Suárez (siglo XVI), Comenius,

Hugo Grocio y John Selden (siglo XVII), entre muchos otros preclaros

reivindicadores del hombre libre que en la tradición clásica es sinónimo de

autogobierno. Base sobre la cual John Locke recreará un discurso político que

calzará perfectamente con la res publica comercial que neerlandeses e ingleses

erigieron inmediatamente después del colapso de la civilización urbana

bajomedieval.

Ya para entonces era imposible argumentar desde los marcos institucionales

de las ciudades. Estos habían sido barridos por los estados, los que secuestraron

para sí las iniciativas empresariales. Impusieron a sus cortesanos sobre los

mercaderes, limitándose a replicar la economía corporativista medieval. Fernand

Braudel pone como ejemplo que en Nápoles el cargo de sindaco dell’Arte della

lana pasa a la nobleza en 1550. ¿No era que a la aristocracia le repelían los

negocios? Ello nunca fue verdad, por eso reactivan a gran escala su espíritu

bélico. Las sucesivas guerras contra Holanda por parte de Inglaterra en el siglo

XVII tuvieron por objetivo sacar de carrera a un directo competidor comercial.

Francia no se quedó atrás. Su embajador (el conde de Courson) acusó en 1648

de que el lucro es la única brújula que guía a los neerlandeses.

Los estados prefieren el pillaje a los negocios. Es la hora de las parasitarias

ciudades capitales de los príncipes europeos. Así las cosas, los ciudadanos ven

que el fin de su libertas vino acompañada por una carta de nacionalidad que no

les garantizaba la integridad de sus bienes y personas. Es la inmediata

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consecuencia de convertirse en súbditos. Es el arribo de la “razón de estado” que

anulará no sólo la política republicana, sino también la propia idea de política.

Incluso en Milán Giangaleazzo Visconti prohibió el uso del término popolo. Las

distancias son abismales. Desde ese momento las rebeliones por impuestos se

harán características. Como antaño, serán combatidos con argumentos

constitucionales. Pero no como una retórica de defensa de derechos imaginarios,

sino palpables. Por eso ahí donde los comerciantes alcanzaron un elevado grado

de riqueza la oposición a las pretensiones monárquicas tuvieron éxito. Pero si las

“buenas razones” no surtían efecto, se pasaba a las armas. Es fue lo que sucedió

en los Países Bajos por décadas, buscando impedir que los Habsburgo se sirvan

a sus anchas de su añeja prosperidad comercial.

A partir de entonces, lo que la ciudad produzca dejará de ser de provecho

para sus ciudadanos. El arte del estado —sentenciará Guicciardini en su Discorso

di Logrogno (1512)— estará en disolver la città, dando paso a una

institucionalidad que tendrá el dudoso don de caer en bancarrota las veces que

quiera. La piscología urbanita sucumbe, lo que invita al adolescente Étienne de la

Boëtie a redactar en 1548 su Discours sur la servitude voluntaire.

Obviamente, la sustentación patrimonialista de los derechos se afectó. La

narrativa localista tampoco bastaba, había que elevarse por ese estadio.

Sirviéndose del ya imperante iusnaturalismo, el republicanismo procederá a

recrear la historia. Reacomoda las “viejas tradiciones”, las que le permiten al

pueblo inglés (el Parlamento) arrancarle a Carlos I el reconocimiento de su

“heredada libertad”. Ello es lo que consigue con la Petition of Rights de 1628.

Cuando en 1649 el señalado rey se atreva a invertir a su favor el brocardo que

rezaba lex facit regem, la ley hace al rey, se le decapitará. Torpemente olvidó que

desde la Charta Magna de 1215 Inglaterra era formalmente un reino con alma de

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república, que él sólo era primus inter pares. En 1688 nuevamente el peso de la

historia sellará una revolución que tuvo como único cometido “preservar las

antiguas leyes”.

Por lo que indicamos, ¿el convulso siglo XVII inglés también participa de la

decadencia de la política clásica que caracteriza al resto de Europa? ¿Acaso su

resistencia constitucionalista —que años después fascinará a Montesquieu— no

fue parte de una apuesta de paz con la libertad?

Como remarcó A. J. Carlyle, Locke «(…) retuvo los principios generales de

los grandes pensadores políticos de la Edad Media». No ofreció una alocución

revolucionaria, se mantuvo dentro de la tradición política precedente. Lo único

nuevo fue su racionalismo, lo que lo ligó a un Baruch Spinoza que tampoco

concibió que el derecho natural de cada uno cese en el estado político. De cultura

judeo-hispana, Spinoza (o Espinosa, como lo llamaba Marcelino Menéndez

Pelayo) disfrutó con orgullo de la invención de los republicanos neerlandeses

como Jan de Witt: la democracia moderna, la que requiere el comercio para ser

libre.

Esta actualización del constitucionalismo —con sus legalidades inmanentes,

como advirtió György Lukács— será el mejor de los acompañantes para un tipo

de sociedad no equiparable a ninguna otra. Por primera vez en la historia de la

humanidad los derechos se entenderán a nivel de los hombres en singular. Esa la

razón por la que en Ámsterdam hay barrio judío, pero no gueto. La comunidad

tradicional, el corporativismo gremial y los “derechos de clase” son minados por la

lógica contractualista, que es la única posibilidad que tienen los particulares para

escapar del inmovilismo social. Una herramienta ética y legal que los colonos

ingleses —en verdad, colonos multinacionales— trasladaron a los desiertos del

Nuevo Mundo también antes de que Locke aparezca en escena.

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Aquí no hay geopolítica ni “visión de futuro” de por medio, únicamente

derechos. Estos son el núcleo de un concierto que no se mide por las

consecuencias, sino por sus fundamentos. Si hay escepticismo con respecto al

gobierno, abunda el optimismo con relación a lo que la gente puede realizar por

propia cuenta. Claramente, no se puede decir que se apuesta por un orden de

respeto a derechos y a la vez temer los efectos del libre ejercicio de estos. En esa

línea, cuando en 1810 Thomas Jefferson exprese que he basado mi vida en

principios de sincero republicanismo estará confesando que los hizo valer por

sobre la veleidad de las circunstancias. Sin duda, Jefferson y su generación

sabían que ese era su reto. Los romanos les habían aleccionado a los que luego

serían conocidos como los founding fathers que los elementos de la república

eran instrumentales, que el fin máximo era la libertad. Como buenos clasicistas,

estos comprendieron de sobra que ir acorde a un corpus de pensamiento que

siempre demostró capacidad de adaptación significaba mantenerse en la senda

de aquella virtus romana que dos mil años atrás encandiló a Polibio.

Sin casualidades de por medio, Polibio será empleado alrededor de 1740 por

los ingleses para medir los alcances de su constitución de cara a su anhelo de

hegemonía mundial. El cada vez más visible tráfico de mercancías entre

diferentes regiones del planeta demandaba una pax análoga a la romana,

completamente ajena a la guerra. Un acontecer que se radicalizará con la

“revolución industrial”, que al activar una grandiosa reacción en cadena de

economías y negocios exigió a las instituciones sociales y de gobierno un

necesario reacomodo. Como fácilmente se desprende, los textos antiguos no

podían ayudar en este panorama atiborrado de primicias. De partida, el pueblo

estaba lejos de ser aquella fracción de gente que gozaba de privilegios. No, ahora

el pueblo era mucho más numeroso. Concretamente, una extendida y variopinta

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asociación de hombres libres que se asumían portadores de derecho innatos por

el sólo hecho de existir sobre la tierra.

LA INNOVACIÓN AMERICANA

En su primer discurso como presidente de los Estados Unidos (4 de marzo de

1801), Thomas Jefferson lanzó un buen deseo que pronto vio diluirse a nivel ético,

pero no en el campo institucional: We are all republicans-we are all federalists.

Una alocución que hacía referencia a aquellas facciones que siempre fueron un

severo dolor de cabeza para la polis griega, la civitas romana y la republicana città

bajomedieval. Obviamente, también lo fue en las Provincias Unidas de los Países

Bajos y en Inglaterra. Así pues, ¿cómo frenar a una poliarquía de elites cada vez

más ambiciosas en su brega hacia el poder?

Como convencidos republicanos, los founding fathers apostaron por la ley.

Que compitan entre sí dentro de la legalidad, sin favoritismos para ninguna

“minoría cívica”. Ciñéndose a las reglas, cualquiera de ellas tendrá la oportunidad

de representar al pueblo. Tal es como se da paso a que los “ciudadanos

prestigiosos” sirvan a la república, pero forzándolos a medirse electoralmente con

un universo de desconocidos conciudadanos.

Con este esquema de representación se rebajaba significativamente el

temor de Maquiavelo y de Burke por este tipo de ambiciosos y díscolos actores.

Curiosamente, dos décadas antes de la declaración de independencia

norteamericana David Hume advirtió que equilibrar un estado grande con leyes

generales es una labor tan intensa y difícil, que ningún genio humano, por más

omnicomprensivo que sea, puede realizarla con la simple ayuda de la razón o la

reflexión. Incluso profetizó: El juicio de muchos hombres debe concurrir a esta

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tarea, la experiencia debe guiar esa labor y sólo el tiempo la puede llevar a la

perfección.

Precisamente, ello fue lo que acometieron los founding fathers. Sus

pretensiones fueron sencillas. Nunca propugnaron una simetría social, se

limitaron a conservar libertades dentro de la dinámica democrática de su

numerosa ciudadanía con derechos. Nunca antes la política tuvo ese tratamiento,

era un hecho sin precedentes. El patriotismo y la fraternidad con sabor tribal son

hechas a un lado, su congénita carga de agresividad se confiesa desfasada para

garantizar patrimonios. Por ese motivo, en ellos nunca encajó la premisa de

Rousseau de que la finalidad de la asociación política era conservar a sus

miembros —su número y su población— y hacerlos prosperar, debido a que antes

de lograr la independencia eran prósperos y su población aumentaba

constantemente sin ningún perjuicio. Y como colofón, les era natural el que

algunos fuesen ricos y otros pobres, algunos eminentes y otros oscuros, algunos

poderosos y otros débiles. Como igualmente les era natural —incluso más allá de

dolorosos conflictos raciales— que todo ser humano tuviese derechos, esos

derechos que les permitían relacionarse de un modo altamente productivo.

En una epístola de septiembre de 1814, Jefferson escribirá: «(…) no

tenemos pobres. La gran mayoría de nuestra población está compuesta por

trabajadores (…) La mayor parte de la clase trabajadora posee propiedades,

cultiva su propia tierra, tiene familia (…) Los ricos, por su parte, y los

acomodados, ni siquiera conocen lo que los europeos llaman lujo. Simplemente

disfrutan de más bienes y comodidades que sus proveedores. ¿Puede concebirse

condición social más deseable que ésta?»

Es imposible no dejar de evocar al remoto Hesíodo —un campesino-

comerciante como Jefferson—, para quien los hombres se hacen ricos por el

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trabajo. Al respecto, ¿no decía Aristóteles —como Rousseau— que el verdadero

demócrata debe velar para que el pueblo no sea demasiado pobre, pues esto es

la causa de que la democracia sea mala? ¿Qué había que ingeniárselas para que

se produzca una prosperidad duradera?

Este último parecer le hizo decir a Tocqueville que estaba ante una república

que no se podía comparar con las griegas y romana. ¿Cómo encontrarlas, si

nunca antes la humanidad supo de un lugar donde todas las clases se mezclan y

destruyen los privilegio? Nunca antes en la historia de la humanidad se supo de

una movilidad social de tal envergadura. Empero, el discurso agrario será difícil de

extirpar. Hombre de campo al fin, en diciembre de 1787 Jefferson manifestó

desde su embajada parisina: Cuando nos apilemos los unos sobre los otros en

grandes ciudades nos corromperemos tanto como en Europa, y procederemos a

devorarnos mutuamente. Es lo que le escribió a James Madison midiendo las

siderales distancias entre su país y aquella Francia en crisis, pobre y

sobrecargada de limitaciones a las libertades. Sin embargo, dos años antes

(1785) el mismo Jefferson había resaltado el gusto de su pueblo por la

navegación y el comercio y en el posterior 1799 se confesó partidario del

comercio con todas las naciones.

Como tantas veces, la añeja retórica compite con la que necesitan los

estupendos logros de la edad moderna. Si en Francia le peuple designaba a los

carentes de propiedades, en los Estados Unidos the people la tenía ganada por

su propio esfuerzo. En palabras de Tocqueville: en América no hay proletarios.

Será la preservación de esta dinámica la misión que Jefferson y su generación

tomen como suya. En sus palabras, ese será el “fuego sagrado” que el mundo les

había confiado que preserven.

Esta última evocación nos aproxima al rigor del mito, que en el caso

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republicano es volver a Roma. Por esa vía, los founding fathers fueron

plenamente conscientes de lo que significaba apuntalar libertades patrimoniales.

Pero fueron conscientes de manera defensiva, por eso lo plasmaron en la

Declaración de Independencia y en la Constitución. Republicanamente hablando,

dieron vida a un orden político a carta cabal. Si lo único que les impedía para

cumplir ese anhelo era sacudirse del yugo de la tiranía del rey Jorge IV y su corte

palaciega, ahora que lo habían logrado la buena nueva de su gesta llegaría a

todos los rincones del planeta usando las vías del comercio internacional.

Esta es la gran innovación norteamericana. El basarse en principios no

utilitarios ni conductistas le permitió a cada quien apuntar por una personalísima

ruta a la felicidad. Ello fue lo que George Washington resaltó en su discurso de

despedida del 17 de septiembre de 1796. Una fascinación por vencer que otrora

se daba en el campo de batalla, justo esa calentura que Tocqueville vio

trasladada a los negocios en aquella parte del Nuevo Mundo y que lo hizo clamar

por una ciencia política nueva. No obstante ello, en el resto de las naciones el

estilo absolutista seguía en pie, comprendiéndose la política como un mero reflejo

del poder. Incluso Tocqueville expresa que las pasiones que más profundamente

agitan a los americanos son pasiones comerciales y no pasiones políticas,

aunque luego se precisa: mejor dicho, ellos trasladan a la política los hábitos del

negocio.

CONCLUSIÓN

Como recomendaba Maquiavelo, sólo hay que volver a los principios para

restituirle a la república su reputación. Por eso mismo, ¿por qué el casi general

rechazo a lo patrimonial cuando se habla de política? ¿Por qué estirar hasta el

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presente el karma bélico antes que el comercial? ¿Por qué se seguir prefiriendo la

apuesta ética ateniense antes que la apuesta institucional de los romanos y su

espíritu de lucha trasladada a los negocios? ¿Por qué rebuscar soluciones en un

fracaso tribal y no el éxito en una aldea que se hizo ciudad-mundo a partir de la

interconexión de mercados que universalizaron libertades?

Maquiavelo también hablaba de procurarse de buenos ordenamientos tanto

como de buenos hombres, pero sobre todo su mayor consejo fue el rescatar aquel

marco ético-legal donde los individuos portaban derechos innatos. En su

nostálgica demanda republicana volvía a reivindicar aquello que dio vida a la

polis, a la civitas, a la cittá bajomedieval y a las democracias modernas.

Exactamente aquello que desde inicios del siglo XIX el liberalismo defiende,

tomando la posta de una tradición de pensamiento donde la política es de todos

en general y de nadie en particular.

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