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Edición: Daniel García Santos Diseño de cubierta: Alfredo Montoto Sánchez, basado en una idea de Juana García Abás Ilustraciones: José Luis Fariñas Diseño interior y composición: Berardo Rodríguez Cadalso © Cintio Vitier, 2006 © Sobre la presente edición: Editorial Letras Cubanas, 2006 ISBN 959-10-1136-9 Instituto Cubano del Libro Editorial Letras Cubanas Palacio del Segundo Cabo O’Reilly 4, esquina a Tacón La Habana, Cuba E-mail: [email protected]

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Edición: Daniel García SantosDiseño de cubierta: Alfredo Montoto Sánchez, basado en una

idea de Juana García AbásIlustraciones: José Luis FariñasDiseño interior y composición: Berardo Rodríguez Cadalso

© Cintio Vitier, 2006© Sobre la presente edición: Editorial Letras Cubanas, 2006

ISBN 959-10-1136-9

Instituto Cubano del LibroEditorial Letras CubanasPalacio del Segundo CaboO’Reilly 4, esquina a TacónLa Habana, Cuba

E-mail: [email protected]

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UnoUnoUnoUnoUno

egún lo he dicho muchas veces,cuando algunos amigos nospiden que escribamos nues-tras memorias, ello coincidecon el hecho de que empezamosa perder la memoria. La memo-ria, sin embargo, «se dice —comoel ser— de muchas maneras»(y aquí vuelve la voz de MaríaZambrano en su Coloquio acercade la memoria y la esperanza en

San Agustín). Hay, por lo pronto,la memoria factual y la memoria

poética. Ayer, por ejemplo, se me quedó en Varaderola carpeta negra que me acompaña desde hace muchosaños y en la que había guardado algunos papeles ytodo el dinero que me quedaba. Fue esta pérdida,que descubrí al llegar de regreso, la que me enmu-deció hasta esta mañana, domingo 30 de julio de 2005,en que he decidido y empezado a escribir mis me-morias no actuales, sin demasiadas fechas y con algunapoesía, si ello es dable.

Leal y Yuri eran los perros que nos acompañabanen la Finca de mi Abuela. Aquella Finca no era másque un pedazo de tierra poblada por un penumbroso

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naranjal y una casa de madera con sala, dos habita-ciones, comedor, cocina que daba al traspatio, portaly jardín con una puertecita de madera que decía«Villa Julia», nombre de mi abuela, Doña JuliaRamírez, la Viuda del General. Allí pasaba yo de niñolargas temporadas, entre felices y angustiosas, conmi tía Estrella, la mulata Panchita y el guajirito Maño.En cuanto a Leal y Yuri, el primero, un perrazo blancoy castaño al que amarraban de noche en el tronco deun naranjo como guardián más ladrador que otracosa, y el segundo, Yuri, cariñoso y rubio, se habíaquedado por azar en el andén que estaba frente a lacasa. Perteneció, decían, a un circo ruso que viajabaen el Tren Central, el que cruzaba deteniéndose sólounos minutos rugiendo, llameando y deslumbrando.Yuri era el amor de mi tía Estrella, muy joven aún,que iba dos veces por semana a Matanzas a dar cla-ses de piano y le tendía a Yuri su esterita como a unniño. De sus andanzas circenses Yuri conservaba al-gunas monerías. Yo también lo quería mucho. SobreLeal, cuando ya estudiaba en el Colegio La Luz conEliseo Diego, escribí una «composición» que me valiócomo premio un busto en yeso de Martí. Está sobremi mesa.

A aquel caserío llamado Empalme porque tal erael nombre de su andén ferrocarrilero (donde empal-maban los vagones), se llegaba, viniendo de Matan-zas y pasando cerca de Ceiba Mocha, primero por laCarretera Central y después por un caminito de tie-rra colorada, escoltado de cañabravas, con muchosbaches y pedruzcos. Allí el fotingo y los espejuelosen la punta de la nariz de Don Juan, chofer habitual

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de la familia, hacían milagros. Pero la mayor partede los viajes a Matanzas los hacíamos en ferrocarril.No se me olvida el color pajizo de los asientos, el humode la locomotora uniéndose al vuelo con las copas delos árboles y las nubes gordas, que se movían tambiénpero más lentamente, dos tiempos que parecían, aljuntarse, decir algo pero yo no sabía qué.

A muy pocas personas conocí yo en el pequeño ymuy pobre caserío de Empalme —palabra esta que,secretamente, siempre me ha fascinado. Sólo recuerdorealmente a Perico, que reaparecía siempre para laNochebuena como experto asador de lechón en púay ramazones de plátano; el silencioso y delicadoMaño, un poco mayor que yo, niño aún y ya suave-mente paterno; la inolvidable Flora, también silen-ciosa y modestísima palma de su casa, algún arren-datario que pasaba de lejos, jinete lento, saludandorespetuosamente a mi abuela... Una noche,«embullados» por mi tía Estrella, gran bailadora,fuimos a la Fiesta de la Candelaria en Ceiba Mocha,en cuyo confuso y un poco alucinante «revolico» sentíalgo, por los cuentos que oía, de la legendaria pre-sencia del desafiante Manuel García, Rey de losCampos de Cuba.

En el portal de la Casa de la Finca, bajo las estre-llas enormes e inmediatas, oía la historia de la fami-lia materna en los cuentos de mi abuela. Así supe delos estudios de Medicina de mi abuelo en la Univer-sidad de Montpellier, de cómo los abandonó cuan-do supo de los preparativos de Martí para una nue-va guerra, de su renuncia a aquellos estudios y suregreso a La Habana, en cuya calle Peña Pobre se

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reunió a su hermana Rosario, conspiradora con elnombre clandestino de Violeta, y cómo allí conocióal húngaro Zizkay, que iba a ser su ayudante cuandose convirtió en Delegado de Hacienda del PartidoRevolucionario Cubano en los campos insurrectosde La Habana, Matanzas y Pinar. Las anécdotas deaquel heroico pasado, a ratos salpicadas de risas, sefundían con el silencio de los naranjales, con las si-luetas de los grupos de palmas detrás del enmude-cido andén, con los salpicados ruiditos de la frondaque nos rodeaba, con la luz como asombrada de lasestrellas, con la inmensa luna hundiéndose en algúnmar invisible, con los oscuros ladridos de Leal, conla quietud dormilona de Yuri, con la silueta dePanchita sentada en el quicio del portal.

Entre tanto Rosa me esperaba siempre en mi casade Matanzas, para llevarme todas las noches, biencogido de la mano, a oír la retreta de la Banda Muni-cipal, todos de azul, o la Banda Militar, todos deamarillo, en el Parque de la Libertad, alrededor dela estatua de Martí. Qué danzones aquellos, verda-deros pórticos de la gloria de la patria, mientras Rosaconversaba bajito con su novio, primer clarinete deuna de las dos bandas, ahora no recuerdo cuál.

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DosDosDosDosDos

legar a Matanzas bordeando el parque monu-mental que mandó a construir Machado, desde el quese divisaba gran parte de la blanca ciudad y toda sumajestuosa bahía punteada de barcos, era siempreemocionante, en especial si ya uno había bajado porla pendiente calle ¿Contreras o Milanés? en los másveloces patines de este mundo, hasta doblar a la dere-cha y abrazarse a un poste de hierro de la luz eléctri-ca frente a mi propia casa, en Dos de Mayo 70, frenteal parquecito del Instituto de Segunda Enseñanza,entre la bodega de Amaro y la Iglesia de los Meto-distas. Una vez estuve allí con mi padre, que habíarecibido formación protestante desde que entró comomaestro en el famoso plantel La Progresiva de Cár-denas, después de haber sido pesador de caña en elIngenio Merceditas de Santa Clara hasta los catorce. Noentendí nada de lo que sucedía allí, como tampocomás tarde cuando iba todos los domingos, con misegundo maestro de violín, Gustavo Lamothe, al corode la Iglesia de los Carmelitas.

A la izquierda, saliendo de mi casa, vivían unasmuchachas llamadas las Febles, una de las cuales,Lolina, tocaba el piano. Cierta mañana de algún mesnecesariamente primaveral, oí a través del inmensomuro que nos separaba, el sonido de un violín. Atraído

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por aquel encantamiento, me colé en el zaguán delas Febles, y pasé silenciosamente a la sala, dondeme encontré un hombre de alta estatura, vestido deluto de pies a cabeza, empuñando un violín y unarco que me parecieron mágicos y que me acompañanhasta hoy. Se trataba del recientemente enviudadoPataleón de la Concha, médico siempre enlutado ysolitario, que vivía en una casa siempre cerrada dela calle Milanés. Lo que tocaban él y Lolina era laSonata Primavera de Beethoven. Me ofrecí de inme-diato para «pasar las hojas» de las dos partituras,pues ya mi primer maestro, Cándido Faílde, mulatoesbelto y finísimo, sobrino del inventor del danzón,me había enseñado bastante (incluso a tocar el HimnoNacional y Trigueñita), y con Lamothe, ya en el corode los Carmelitas, con la compañía del maestroOjanguren en el órgano, de Aniceto Díaz en la flauta,de Periquito Diez en el contrabajo y de mi hermanoAugusto como magnífico barítono, me había hechoexperto en solfear y tocar «a primera vista». De estemodo las mañanas matanceras de todos mis domingospasaron a pertenecer a las sonatas para violín y pianode Beethoven.

Mi casa, entre tanto, seguía siendo el ColegioFroebel y más tarde Vitier, dirigido por mis padres,Medardo Vitier y María Cristina Bolaños, MaestraNormalista, a la que mi padre conoció cuando toda-vía estudiaba en el Colegio protestante Irene Tolland.Cuando Machado cesanteó a todos los profesores quehicieron causa común con la rebeldía estudiantil,cada vez más fuerte y más violentamente reprimida,los profesores cesantes crearon la llamada Academia

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de los Catedráticos, dirigida por Arturo Echemendía,y mi padre tuvo que recorrer varias veces la isla dic-tando conferencias de educación, literatura y filosofía.Siempre recuerdo el vehemente y peligroso discursoantimachadista que pronunció en el Sauto, que mehizo temblar tanto como la ovación que recibió, ycómo tuvo que esconderse en una habitación de laFinca de mi Abuela en Empalme, y cómo, a pesar detodo, recibió la protección amiga del teniente Madru-ga, que sencillamente lo admiraba. Tampoco olvidoel viaje que hice con mi padre para inaugurar el Ate-neo de Cienfuegos, en que también sentí la admira-ción en los ojos de dos jóvenes promesas: CarlosRafael Rodríguez y Juan David. Mi madre, empeña-da en que luciera mejor, me compró unos insólitosbombachos, que me valieron un grito en el Pradonocturno de Cienfuegos: «¡Bombachos, suelten a esemuchacho!»

Aunque me dieron otras razones, supongo que elhecho de haber estudiado los primeros grados en loque había sido y volvería a ser la sala de mi propiacasa, convertida en aula con pupitres, pizarrón ymapas, impulsó la decisión de que siguiera mis es-tudios, ya próximos a la llamada Preparatoria paraingresar en el Instituto, matriculándome en la Aca-demia de los Catedráticos, cuyo director, ArturoEchemendía, era gran amigo de mi padre. Hermanoespiritual, debo decir más bien. Lo recuerdo siem-pre por encima de todos los profesores de aquelColegio excepcional, entre los que se destacaba parami vocación y gratitud, el bajito y siempre eréctil, ensu almidonado y ajustado dril cien, Pepito Russinyol.

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Pero Echemendía era, sin duda, caso aparte. No ol-vido su aparentemente injustificada indignación, quelo puso trémulo y rojo de ira, ante el espectáculo deun aula ingobernable como no fuera mediante el cas-tigo. Pude intuir que aquella tendencia animalescaal caos, aquella necesidad de una «mano dura» paraimponer un orden que los muchachos solos no pare-cían necesitar ni desear, lo sacaba de quicio. Era comola negación flagrante de una profunda convicción.Era, nada menos, en su propio Colegio, como la ne-gación de su personal eticidad, de su propia vida.Tal espectáculo, desde luego, no era frecuente enaquellas aulas, como lo sería después en el Institutode La Habana. Pero no olvido aquélla que pudierallamarse involuntaria lección viva. Mi padre, pensé,hubiera reaccionado igual.

Terminadas las clases en mi casa-escuela, mi pa-dre solía sentarse en un sillón, ya entrada la noche,junto a las violetas del cantero central que en el pa-tio de losas presidía un modesto árbol de mango,cuya copa resultaba próxima a los desagües del te-cho un poco inclinados. Un vaso con hielo que habíatraído mi madre, lo acompañaba sobre una losa. Enel cielo las estrellas no se veían tan próximas comoen Empalme, pero se advertía mejor su tranquilo ti-tilar. Allí mi padre tomaba su café, allí fumaba unpoco, allí pensaba. Discretamente se oía el rumor delos ajetreos caseros de mamá. Yo, entre tanto, estabahaciendo las tareas escolares en una mesa ilumina-da por una lamparita.

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TresTresTresTresTres

l machadato signifi-có para mí, sobre

todo, harina: pan-talones de sacos

de harina, pican-tes y reacios a la

plancha; harinacon huevo fritoo sin huevo fri-to todos los díasen la mesa; el

odioso color amarillo de los soldados en sus inmen-sos caballotes castaños dando «plan de machete» aun grupo de estudiantes en la esquina mal alumbra-da de mi casa... Coincidieron aquella lucha y la caí-da del tirano con mis primeros viajes a La Habanapara iniciar mis clases de violín con Juan Torroella,por indicación desde luego inapelable de Pantaleónde la Concha. Uno de aquellos viajes, realizados enun extraño autocar que paraba frente a mi casa, tuveque hacerlo con un ridículo sombrero de pajilla, por-que no usarlo llegó a considerarse participaciónrevolucionaria, incluso a mis escasos doce años. Elalivio de aquella caída, no obstante los motines po-pulares y los saqueos de viviendas, sin contar las nuevas

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ventoleras políticas que ya se anunciaban, produ-jo una especie de silencio nacional cuya penumbrame acompañaba al subir la crujiente escalerilla queme llevaba al estudio de mi nuevo maestro, en lacalle Industria y no sé qué, ni tampoco recuerdo elnúmero.

Lo que sí recuerdo es la erguidura y la severa bon-dad de aquel anciano junto a la foto de su profesor enel Conservatorio de París, Jacques Thibaud. Lo quesí recuerdo es que con él tuve que empezar de nue-vo como si nunca hubiera tenido un violín en lasmanos, con el cuaderno de escalas por él mismo com-puesto y las lecciones de Alard, hasta que, pocos añosdespués, pude graduarme de cuarto año en el Con-servatorio Falcón, en Galiano y no sé qué, tocandocon su esposa Terina el Concierto en Re Mayor deVivaldi.

Desde el principio noté que Torroella me apre-ciaba como discípulo y como persona o... personita.Después de mi padre y de Arturo Echemendía, fueel ejemplo mayor que conocí, en aquellos años, derecta cubanía. Mentalmente lo comparaba con Enri-que José Varona, a quien mi padre tanto admiraba.Gracias a él pude llegar a tocar con Virgilio Diago,concertino de la Sinfónica Nacional, en la Academiade Artes y Letras, y con su mayor discípulo, ÁngelReyes, Primer Premio del Conservatorio de París, enun homenaje que le tributamos en el Teatro Martí, sino recuerdo mal, lo que no sería raro. En la primeraocasión tocamos la encantadora Bella cubana de White,con la condescendiente aprobación de EduardoSánchez de Fuentes; en la segunda, la indiferente

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Cavatina de Raft, que con el unísono de no menos deveinte violines lo era más aún. Pero quedaban, comoejemplos para mí, en Matanzas, Arturo Echemendía;en La Habana, Juan Torroella.

Las últimas amistades musicales de aquel convul-so período fueron la de Mario Argenter y la familiade los hermanos Melero en Pueblo Nuevo. Mario vivíacerca de la casa de mi abuela materna en Matanzas,casa también muy querida por mí, donde me recuerdotocando con mi tía Estrella Júrame de María Grever.¿María? Quizás. En la casa de los Melero, para ir a lacual había que pasar el precioso puente sobre el SanJuan, con sus dos inefables columnitas, todos loshermanos, presididos por el gran pianista y compo-sitor Pancho Melero, eran músicos, incluyendo a lahermana saxofonista, cosa rara entonces. Allí pasá-bamos las tardes tocando lo que podíamos de lasoperetas de Strauss o las inspiradísimas cancionesmatanceras de Pancho, que todavía Fina recuerda ycanta quedamente, entrañablemente, como Soy cubanoy Cuevas de Bellamar. Qué sesiones de música román-tica, de música cubanísima, que aún después de ha-berme mudado con mis padres a La Habana, durantemuchos domingos intenté salvar como un náufragourgido de oxígeno vital.

Pancho, desde luego, acabó siendo captado o «rap-tado» por los Lecuona Cuban Boys, en una de sus incur-siones a la isla.

En cuanto a Mario Argenter, ¿qué decir? Juntosveníamos a los conciertos matinales de Lecuona enel Teatro Nacional. Nunca olvidaremos Fina y yo lasversiones de los Versos sencillos que nos regaló en el

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piano solitario y reconcentrado de su casa. Nuncaolvidaré a su tía Enedina. Nunca olvidaré el patiolargo, estrecho, lateral, recoleto, de su casa silenciosa.Como lo he dicho en otro sitio, él no era matancero.Él era, es Matanzas.

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CuatroCuatroCuatroCuatroCuatro

uelvo a cargar con mi cuerpo y con mi alma parasentarme otra vez frente a la máquina de letras. ¿Mehabré convertido ya en este objeto reproductor? No,todavía. Anoche estuve padeciendo por Carolina, lahijita de mi chofer. Dicen que hay un «andancio», unvirus mortal para los niños, y pasé la noche muy an-gustiado, temiendo por ella, que lleva dos días convómitos. Es una niña preciosa, gentil, inteligente, todacariño, encantadora. ¿Es posible que le pase algomalo? Sí, es posible. También es posible que cuan-do esta mañana llegue su padre, el discretísimoMedardo, me diga que está mejor, que no es cosa depeligro. ¿Y si lo es? Me llenaría de angustia, de in-conformidad, de tristeza, de horrible incomprensiónde eso que llaman destino. No hace mucho escribíun llamado «Soneto interrogante», que terminaba,pensando en la belleza del último Cuarteto deBeethoven, con aquel apunte que tanto impresionóa Claudel (Es muss sein, Es preciso): «El destino resul-ta ¿la belleza?» Esa niña es ya la belleza pura.Medardo, mi conductor, es esta mañana el mensaje-ro. Carolina se llamaba también mi abuela paterna,a la que nunca quise tanto como a «Doña Julia», segúnla llamaban todos en Empalme, quizás porque noconviví tanto con ella, quizás por su carácter mismo,

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más despegado y en el que mi padre siempre desta-caba la virtud de lo que los antiguos llamaban«ecuanimitas», quizás porque la vi siempre más cercade la primera familia de mi padre. En cuanto a miabuelo paterno, Severo como su nombre, carpinterodel Central Merceditas, protestante hasta la médula,fue el primer ser humano que vi convertido en cadá-ver, tendido en mi propia casa. De él conservo suvisión, de madrugada, yendo a caballo por un sen-dero de Las Villas, de «todos los animales de la Crea-ción», y su dicho de que tenía más miedo a matarque a morir, por lo que fue lo que llamaban, entrelos independentistas, un «pacífico». Esta declaración,aparecida en una entrevista que publicó reciente-mente Juventud Rebelde, me valió varias cartassorprendentemente aprobatorias, sobre todo la de unacompañera perteneciente a un batallón de Nicaro, laque me confesaba su angustia cuando la felicitabanpor sus progresos en las prácticas de tiro.

Estos últimos meses, por cierto, han sido pródi-gos en entrevistas de televisión. La más importante,la más extensa e intensa, fue la que me hizo HéctorVeitía, por indicación de Octavio Cortázar, quien pre-sentó sus dos primeros capítulos en el Centro deEstudios Martianos con motivo del 28 aniversario de sufundación. Tantas «conversaciones» destinadas a lapublicidad próxima o futura (lo que no deja de estre-mecerme), pueden hacer en gran medida inútilesestas Memorias que, por otra parte, ya habían alimen-tado largamente mi novela y mis cuentos. Esta ma-ñana 2 de agosto de 2005 he decidido, por tanto, discon-tinuar de tal modo estas memorias que indistintamente

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aludan a vivencias pasadas o presentes, lo que hande darle una temporalidad más integradora y tal vezmás pintoresca. Por ejemplo, ya pasado el susto dela linda Carolina, que amaneció mejor, esta mañanaquiero hablar de mis variados tíos.

La tía Estrella, la más religiosa y bailadora de lafamilia, que todos los años participaba triunfante enel Baile de Mamarrachos del Casino Español deMatanzas, y yo la acompañaba sólo para oír losdanzones, después de un amor frustrado acabó casán-dose con Emilio Ortega, corredor de la propiedad,como se decía entonces, a quien mi padre siemprellamó «el hombre mejor que había conocido». Vivimosmuchos años en casas contiguas, en la calle Figueroade la Víbora o Santos Suárez, como gustéis, frente alllamado Parque Mendoza, y juntos recorrimos, ma-nejando Ortega, buena parte de Estados Unidos, de losque especialmente recuerdo Nueva Orleáns. Tuvieronuna hija llamada María Julia, que sigue viviendo allícon su familia. La otra tía materna, Yoya, casada conun serio cobrador de ferrocarriles, no está en mi me-moria nada más que con sus ojos azulísimos, no tancelestes sin embargo como los de Estrella, ni tan in-tensamente verdiazules como los de mi madre, quecuando leí a Zenea me recordaron los de AdahMencken. En cuanto al único tío varón de la ramaBolaños, tenía los hombros un poco caídos y los ojostambién azules del General, era médico y vivía consu esposa bajita y muy católica, Margot, en una calleempinada de la Víbora, a donde fuimos a vivir antesde mudarnos definitivamente para Figueroa 358,entre San Mariano y Vista Alegre, casa construida

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con los ahorros de mi madre. Allí vivimos Fina y yomás de cincuenta años.

En cuanto a los tíos varones de la rama paterna,eran Heliodoro (familiarmente, Helio), muy alto,delgado y pálido, excelente profesor de Matemáticas,con cuyo hijo Vitelio tuve una amistad infantil queno dejó huellas, y Ángel, el más temperamental yrojizo de la familia, casado con una hija de BonifacioByrne, el más delator también de un origen francés,cojo de una pierna, cuya prótesis se la hizo, me dije-ron, el abuelo Severo. Un ejemplo de su carácter lotuve cuando una mañana le quitó a mi padre su vie-jo sombrero y lo quemó ante sus ojos impasibles ysonreídos. Un gran abogado, decían. De la familiadel primer matrimonio de mi padre sólo conocí decerca y quise mucho a mi hermano Augusto, amantede «la mar» y de la pesca más que de los estudios,magnífica voz de barítono, gran amigo de mis hijosSergio y José María.

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CincoCincoCincoCincoCinco

Qué papel juega el azar enla memoria, en las Memo-rias? Hace un par de me-ses más o menos (qué útiles el «más o menos»), nosvisitó el poeta e investiga-dor Amauri FranciscoGutiérrez Coto con un vo-luminoso trabajo inconclu-so sobre Orígenes, facilitán-donos después copias de lascartas de Fina y mías a Lezamaque encontró en el archivo dela Biblioteca Nacional. Comoyo tengo guardadas las cartas que nosescribió Lezama, pensamos que sería útil reprodu-cir ese epistolario cruzado entre nosotros. ¿Pero nosería demasiado extenso? Cada momento de la vidatiene su extensión. Cuando se está perdiendo la me-moria factual, como es mi caso, prefiere uno los sal-tos más o menos antológicos, y aquí el «más o me-nos» vuelve a ser utilísimo.

Bueno, de Matanzas se me olvidaron nada menosque Papito y nada menos que Burón. El primero,negrito con bombín encasquetado hasta las orejas,

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organizando pandillas y juegos incomprensiblespero divertidos. El segundo, negrón mandadero dela bodega de Amaro, que permanecía mudo cuandoel grupito nocturno de los viciosos exageraba sushazañas sexuales, que incluían, increíblemente, in-jertos de vellos masculinos en la piel femenina y vice-versa. Los cuentos de tiburones, de que he habladoen un poema, tenían también, en cuanto eran tan ocul-tos como fabulosos, su regusto sensual. El sexo ma-tancero se concentraba en un grupito nocturno, en elque no faltaban adultos pervertidores. La cosa siguióen el habanero y chinesco Shangai, pero con músicasiempre mejor que el siniestro silencio cinematográ-fico. Quien no haya pasado por el infierno, que levantela mano. El asunto es salir de él.

De pronto, en la biblioteca matancera de mi padre,apareció el librito azul, la Segunda antolojía poética deJuan Ramón Jiménez, con su jota emblemática. Des-de las Arias tristes hasta el Diario de un poeta recien-casado, lo estuve leyendo y releyendo, sin compar-tirlo con nadie, durante todo un año. Además de mideslumbrada iniciación poética, tuve la sensación deque el mundo, con sexo y todo, se enderezaba, eravivible.

De pronto, cuando ya estábamos en La Habana,se apareció Juan Ramón en persona. Toda la poesíacubana se iluminó para recibirlo. Coincidió su lle-gada con la primera amistad poética de mi vida: lade Eliseo Diego en el Colegio La Luz del Vedado,casi increíble réplica de la Academia de los Catedrá-ticos en Matanzas, aunque ya sin la dirección deArturo Echemendía. Juntos, Eliseo y yo, con un joven

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que recuerdo siempre fumando pipa, irónicamenteinteligente, empezamos a asistir a las conferenciasorganizadas por la Institución Hispanocubana deCultura, bajo la dirección de Fernando Ortiz. Eran losaños de la Guerra Civil española, y españoles ilustreseran, y casi todos definitivamente exiliados, los es-cogidos por la Hispanocubana. Fue así como pudimosescuchar la inolvidable conferencia de Juan Ramón,sabia y melodiosamente presentado por CamilaHenríquez Ureña, sobre «El trabajo gustoso». Nosólo los grandes poetas españoles o franceses habíansido sus primeros maestros, sino también «el regantegranadino» y «el mecánico de Moguer», los aristos,los mejores, del pueblo trabajador, sin olvidar laslecciones de Platero, cuyo humildísimo pesebre visi-taríamos muchos años después Fina y yo. Fina y yo,por cierto, como Eliseo y Bella, estábamos, sin cono-cernos aún, en el mismo teatro recibiendo las mis-mas lecciones. Después, leyendo las colaboracionescubanas de Juan Ramón, aprenderíamos mucho más:que la poesía pura (en cuanto aspira a la belleza, quese identifica con la justicia) es «inmanenteantimperialista». No planteó Juan Ramón en Cubaningún conflicto entre poesía «pura» y poesía «social»o «política». El Festival por él organizado y presen-tado en febrero de 1937 en el Teatro Campoamor,recogido después en libro, fue una prueba absolutade democracia poética. No faltó allí ninguna voz sig-nificativa de aquel momento. Es lamentable que, se-gún era su deseo, no se hubiera establecido aquellatradición. Así podríamos tomarle el pulso anualmentea lo más íntimo de la nación.

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En otras páginas he señalado también que JuanRamón Jiménez fue el único intelectual españolde su generación que se percató agudamente delos crecientes venenos del capitalismo norteameri-cano, según se evidencia en las punzantes, satíricas,clarividentes páginas de su trabajo «Límites del pro-greso», aparecido en el segundo número de la revistaVerbum (1937), inspirada por José Lezama Lima y aél dedicado.

Recuerdo que una mañana salí corriendo comoun loco a lo largo de toda mi casa para llegar a lacontigua de mi tía Estrella, de donde una voz mehabía avisado que Juan Ramón me llamaba por telé-fono. Era para invitarme a oír música esa noche en elConservatorio Bach, es decir, en la casa de MaríaMuñoz, la gran amiga de Federico García Lorca, fun-dadora del Coro Nacional, y Antonio Quevedo, elgran musicólogo y discómano. Todo lo que oímosaquella noche fue de gloria, tanta gloria, por lo me-nos, como mi silencio cuando Juan Ramón calificólos poemitas de lo que iba a ser mi primer libro en elcomedor vacío del Hotel Vedado. Fui con Eliseo portodo Teniente Rey hasta la Casa Úcar. Era el 25 deseptiembre de 1938, eran mis 17 años. El increíbleautógrafo de Juan Ramón me esperaba, me sigueesperando.

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SeisSeisSeisSeisSeis

e aquí la única carta que recibí de Gastón Baquero.

La Habana, Dic. 10 de 1938.Cynthio Vitier. Ciudad.Amigo mío: —

Permitirá y perdonará usted que salve todo requisito de cor-tesanía, de reglamentada «educación», para darle de pronto, ysin mérito alguno por mi parte, un nombre, el de amigo, que meacerque a usted en el propio ambiente de la proximidad que aho-ra tenemos. Amigo le he dicho, porque ya antes había puestoUd. en mí un poco de esa amistad esencial, permanente, que es laPoesía. A través de otro amigo y poeta —José Lezama Lima— leconocí y sentí a Ud. Cuando llega su libro a mis manos (Dic. 9) yapuedo dirigirle estas letras como si de antigua cosa mía se trata-se. Tengo pues un derecho cierto a haberle encontrado puestoentre lo que me es particularmente querido [en] esa fina y altacorriente que es su Poesía.

No voy a ponerle aquí eso que han dado en llamar «juiciocrítico» pues yo no entiendo de esas jerigonzas en el campo de laPoesía. De un modo directo, intuitivo casi, acepto o rechazo elmensaje poético, pudiendo sólo los razonamientos ulteriores con-ducirme a verificar valores de ingenio, gramática, etc. Pero loinicial, el eco o resonancia que despierta en nosotros aquelloque se nos aparece y vale como voz y mensaje, es lo que preside.Digo que es Poesía aquella comunión de forma y sentimiento enque el Ser trasciende de sí mismo por la ardiente y pura inten-ción de lo eterno. Digo que no es Poesía aquello trabajado artifi-ciosamente, tanto, que no traspasa el menor hálito de verdad ypureza. Juan Ramón Jiménez es poeta; Gaspar Núñez de Arce,por ejemplo, no lo fue.

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Alguien podría decir ahora, por la malicia propia de los quetodo lo aforan en puntos de «hechos», que no es muy posibleasumir en usted intenciones o búsquedas de lo eterno porque suedad es de las que beben el nacimiento del Universo, y como nolo tienen superado por conocimiento o experiencia, descansanexpectantes y gozosos en el futuro. Pero Ud. es poeta! ¿Quién escapaz de mirar relaciones de cuna o vejez frente al misteriodestiempado, absoluto, que es la Poesía? Un poeta no tiene otraedad que la plenitud de sus versos. Un poeta vive insertado en eltiempo suyo, que es el de medida inlograble; y en el espaciosuyo, que es el espacio eterno, esencial. Así, lo que acontece en lapersona del poeta es el acontecimiento poético y no otra cosa.Quiero decir, que el sentido de la Poesía puede residir, y confrecuencia esto sucede, en persona enajenada del acto poético.Mas, cuando aquella se percibe a sí misma como continente deesa fuerza; cuando se hace consciente de su Ser y nace el poeta,desaparece toda barrera espacial, temporal, lógica, habitual, etc.,trasladándose el centro vital, de la persona, a la expresión de laPoesía. Nadie sabe ni puede saber cuándo comenzará a viviruna persona para lo esencial. Produce estupor y risa encontrar-se uno de esos jueces de lo humano y lo divino que dicen sufi-cientemente: «¿Pero X es poeta siendo tan joven? Eso no puedeser! ¿Qué ha leído? ¿Qué sabe?» Y podríamos responderle: «Sabelo que sin saberlo él sabe en él; sabe lo suyo que es la Poesía;mañana dará a este saber los cauces de estilo y forma que le seangratos, pero ya sabe lo que importa a su vida, lo que la informa yrealiza.» Porque estoy convencido de que somos nosotros entanto que personas, pero no somos nosotros en tanto que voces oexpresiones de una esencia cualquiera. —No significo con estoque el poeta, el artista, sea un Robot al que manipulan nosabemos cuales hilos invisibles. La unidad, la llegada, es preci-samente el equilibrio entre voluntad y Destino. De aquí que lomás sorprendente en Ud. es la continuidad de la voz, la unidaddel sentimiento. Como joven —pues estoy en el vigésimo-terceraño de mi vida—; como poeta —pues aunque de produccióninédita casi en su totalidad mi devoción es la Poesía—; comomiembro de esta generación nuestra a la que pertenecen en sulínea superior los altísimos nombres de Eugenio Florit y de José

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Lezama Lima, he sentido un gozo profundo, auténtico, en supresencia. Soy enemigo de tertulias, charlas colectivas, reunio-nes, etc., pero tengo una fe ciega, fe de niño, en el poder de laamistad. Los seres humanos, cuando se consideran aisladamen-te, como simples personas de Dios, tienen siempre una luz bella,amable, en la que puede reconocerse el impulso divino que a todosnos produjo y sostiene. Pero en cuanto los hombres forman par-tidos, peñas, grupos, emerge lo peor de la humanidad que es sufalta de tolerancia, de respeto, de amor. El mismo hombre a quienteníamos por culto y comprensivo se transforma en fiera cuandoacepta una dogmática cualquiera; cuando se hace parcial, parti-dista. Huyendo de esto, por conservar lo mejor de cada vida, yde la nuestra por ende, que es la fe en lo humano, temo como amal incurable toda limitación que me provenga del exterior, todaimposición de la historia a mi conciencia. Ahora, lo comprendo,no sirvo más que como persona aislada. En este carácter le ofrez-co hoy mi amistad y mi agradecimiento por su delicadeza paraconmigo. Creo en la bondad de cultivar fuertes relaciones entretodos los que nos dedicamos a las mismas tareas. Sobre todo, enmedio tan pobre de cooperación y cariño como el nuestro, dondeel abrazo del compañero significa casi siempre el anuncio deun descrédito. —Le ruego que no vaya a tomarme por esto quele digo como un amargado, trágico, resentido joven. Tengo de-masiado buen humor y cariño en mi corazón como para odiar anadie. Pero al mismo tiempo que estoy presto para realizar loimposible por mantener una amistad, estoy dispuesto a perderimperios por no recibir en mi corazón nada que no estime limpiode engaño y falsedad. —Perdone si esta carta le llega un pocoincongruente, demasiado espontánea. Es mi modo; miirrechazable traje espiritual. Le repito que tendré un gusto ver-dadero, fraternal, en sostener amistad con usted. Mucho hemosde hablar sobre nuestra querida Poesía. Tentado he estado desdeantes de comenzar de cambiar el ceremonioso «usted» por un másapropiado «tú». Somos demasiado jóvenes los dos para entre-garnos a cosa tan estéril como es la cortesía llamada social. Pero nohay que apresurarse. Recordemos los versos de Goethe queJuan Ramón pone al frente de «Canción»: «Como la estrella —sintregua— y sin precipitación.» En tanto, tenga usted la bondad

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de hacer llegar a su padre mis mayores respetos. Cuanto le esti-mo y admiro no es para ser puesto en carta a quien como usted lees tan personal e íntimo. Las mejores cosas de la vida se dicenpor alusión. Usted, poeta, lo sabe. —Acepte, como un testimoniode mis sentimientos, de mis mejores deseos fraternales, el poemaadjunto. Verá que, en lo aparente, estamos distanciados usted yyo. Pero el problema de la Poesía es precisamente lo contrario dela apariencia.

Cuente con el sentimiento afectuoso de su amigo:Gastón BaqueroS/c Virtudes No. 880, bajos.P.S. —No olvide Ud. que el próximo 24 de Diciembre cumple un

año más de vida Juan Ramón Jiménez.

Esta carta me llegó acompañada por el poema ti-tulado «Muerte del Ave».

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SieteSieteSieteSieteSiete

i amistad con Gastón fuein crescendo hasta que junto con

Eliseo, Emilio Ballagas,Virgilio Piñera, Justo Ro-dríguez Santos, OctavioSmith y otros hicimos en-tre el 42 y el 43 Clavileño,

un revistón con dibujos de RenéPortocarrero y de Felipe Orlando.Puede decirse que la Redacción de

Clavileño —consecuencia, como Nadie Parecía y Poeta,de la dispersión de Espuela de Plata— era la casa deBella y Fina García Marruz, de las que ya éramosnovios Eliseo y yo, en el segundo piso de Neptuno308. A tal extremo que, según nos contaría Lezamamucho después, cuando él pasaba de noche por aque-lla calle, pensaba: allá arriba se reúnen poetas aleja-dos de mí. Aquellas diversas lejanías pudieron for-mar una sola unidad a partir de 1944, con Orígenes.

Si alguien presidía silenciosamente nuestra amis-tad desde que nos conocimos en la Escuela de Filo-sofía y Letras, era Agustín Pi. Dotado de una insóli-ta receptividad y de un sympathos, según diríaLezama, tan ilocalizable como concentrado. Agustínfue nuestro amigo absoluto. Aunque únicamente los

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libros competían con su afición, o adicción, al miste-rio de las personas, la letra escrita por él nunca leinteresó más allá de las bromas que lo divertían.Rescaté, sin embargo, una estampa titulada «Losextraños músicos», publicada, creo, en Alerta, que esuna joya dentro del tema de la extrañeza, que fue eltema dominante, por diversas vías, de Eliseo y yomismo en nuestra primeras páginas apreciables. Loincluí en un testimonio que titulé «El Turco Sentado»,porque así llamó alguna vez Agustín a nuestrasreuniones en aquella casa, por lo demás, tan musi-cal que su diapasón abarcaba desde un coro vascohasta las filigranas de Mozart, casa iluminada por lahospitalaria Josefina Badía en su omnicomprensivopiano.

En Clavileño pude ofrecer testimonio de mi segundomaestro en el tiempo, César Vallejo, e incluso, pormodo oblicuo, un atisbo de mis primeros acer-camientos al mysterium lezamiano, que ya empezabaa apoderarse de mi atención cognoscitiva, poética-mente cognoscitiva, en una brevísima nota titulada«Por este Picasso». Cuando en 1944, coincidiendo conla aparición de Orígenes, leí mi «Experiencia de lapoesía» en el Ateneo, mi segunda publicación en la yaquerida imprenta Úcar, pude ahondar y resumir misaproximaciones previas a Enemigo rumor (textos quehasta hoy sólo conoce Enrique Saínz) y atisbar el te-soro oculto en las primeras lecciones de MaríaZambrano. Fueron años, en verdad, de vertiginosaformación poética, a la que sólo faltaba, para las ne-cesidades de mi oscuro, extraño, destino, la llegadaarrasadora de Arthur Rimbaud.

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Las cartas están desapareciendo. Nada más leja-no a una verdadera carta que eso que llaman fax ocorreo electrónico. Cada vez que miro la letra peque-ña, dibujada y fluida de las cartas que me escribióLezama, siento que el misterio y alimento de las ver-daderas cartas está en proceso de extinción. La téc-nica ha entrado en el alma, sencillamente, para ma-tarla. Claro que no ha podido, pero noto incluso enverdaderos poetas «computarizados» una especie deincesancia que procede, no de la plétora interior, sinode las facilidades y rapideces tentadoras que ofrecela digitalización. No creo que la poesía pierda esabatalla, pero sí la tinta que era la sangre de las cartasy que «mi querida maquinita», como la llamaba Pablode la Torriente Brau, con su ausencia de abstracción,con su ritmo acompañante, de algún modo conser-va. Prueba de ello la carta de Gastón antes citada,toda ella escrita en una Remington capaz de envejecercomo un sillón.

Cierto que la correspondencia entre amigos essiempre conversacional, pero entre amigos escrito-res se presta a sondeos íntimos o conceptuales quela conversación oral no suele propiciar. Así Lezamaen sus cartas nos escribía cosas no fácilmenteconversables que, sin embargo, él necesitaba decir-nos y nosotros —Fina y yo— necesitábamos oírle,como, por ejemplo, en su carta con motivo de Expe-riencia de la poesía: «Ese acercamiento suyo a mi obra,y la forma en que lo ha hecho, hacen pensar que lapoesía va a convertirse de mera confesión, extensióno deliquio, en estado autónomo (aunque no ente-léquico, sino heraclitano). Ese envío de la intensidad,

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fuego de lo mío o de lo suyo, va a mezclarse con laextensión (en el sentido de los que pueden partici-par) engendrando el estado poético...» Tocaba aquílo que iba a ser la sustancia misma de Orígenes comoaventura espiritual. Demasiado pudorosos éramoslos dos para que me atreva ahora a citar las palabrasfinales de aquella carta. ¿Y para cuándo lo voy a de-jar? Pidiendo disculpas a su sombra, o mejor a su luzde siempre, aquí van: «Siento sus páginas como im-prescindibles en mí. Sé que entrañan un juicio, porla limpidez de su vida y de su poesía, frente al cualtengo yo que permanecer quieto y agradecido. Esalgo que me hace temblar de alegría, pero que mesirve para avisarme de la obligación en que estoy deuna más aguda penetración, de lanzarme, ya que unavez he sido oído, de lanzarme a otras exploracionesy de tocarme con más precisión. Si mi obra le ha ser-vido, troquémonos en acción de gracias, por algo queno logramos entrever, mucho más allá de mis gra-cias y de mi alegría. / Le aprieta en lo suyo de sumano / J. Lezama Lima / (Cordialidades a Fina yEliseo)».

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OchoOchoOchoOchoOcho

an pronto estoy en París como estoy en Moscú.Los detalles llegan a perfilarse en conjuntos indefi-nibles, innominables. Cada ciudad, con su olor pro-pio. París huele a París, Moscú a Moscú. Lo demásson fotografías y postales que ahora quiero repasar.Por ejemplo, desde el Templo de Quetzaltcóatl enTeotihuacán leo en un mensaje a Lezama con letrade Fina: «Viendo los sombríos esplendores de México,lo recordamos mucho e imaginamos sus comenta-rios. Juegos y conjeturas que nos dan compañía suya.Pronto estaremos en casa, más pequeña y real, y todoesto será un fantasma. Lo abrazan...» En el jardín dela Residencia de Estudiantes, tan cerca como lejosdel centro de Madrid, alguien, ¿quién?, nos hizo unretrato. Pensábamos en Lorca, en Dalí, en Buñuel, enJuan Ramón, que hizo plantar unos ¿álamos? cerca.Como en una extensión de Matanzas me sentí en elmercado de Montevideo. Esta noche vamos a la Óperade Leningrado. Mañana vamos a volver al Louvrepara volver a ver a Goya; no, a Rembrandt, aL’Hermitage. En un mensaje sin fecha de Fina a Leza-ma releo: «Teresita acaba de dejarnos recado en casaque suspende el recital para el martes próximo. Mejor.Así habremos cobrado y podremos pasar a buscarloen un coche de cascabeles. Seguimos disfrutando su

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segundo tomo. Abrazos de Fina». ¿Qué segundotomo? Ahora vamos durante todo un día de carrete-ra, manejando Hermes Herrera, desde el Vaticanohasta la nocturna, alucinante catedral de Milán. Ahoraestamos en un hotel vacío de Miami asomándonos auna playa desierta. ¡En Florencia, en la Plaza de laSeñoría, qué sopa de tomate, con David y Perseoalzando la cabeza de la Gorgona, de testigos! Por«la pampa húmeda», por «la pampa húmeda», por «lapampa húmeda» hasta los altos iluminados de la casadonde nació el Che. La otra orilla del Volga no sedivisa.

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NueveNueveNueveNueveNueve

e habla de laRevolución Cubanacomo de una perso-

na, con nombre yapellido. Según latelevisión y los

periódicos, goza deexcelente salud. Se-

gún las conversacionesvecinales, está llena de problemas. Ambas cosas pue-den ser ciertas.

Mañana, lunes 8, se inaugura en Caracas otro Fes-tival de la Juventud y los Estudiantes. Nada se meproblematiza más que un fervor y una alegría pro-gramadas. Un programa, sin embargo, no implica ne-cesariamente una falsedad. Esa mezcla de lo progra-mado y lo espontáneo es característica de lo político.El hombre necesita, no sólo vivir, sino también pro-gramar la vida. ¿Hasta dónde? ¿Hasta qué grado?Hasta que no se pierda la autenticidad.

No basta que una causa sea buena para no perderla autenticidad. Tampoco el programa por sí solobasta para perderla. Como en todo lo humano, segúnMartí, la «ley matriz» sigue siendo el equilibrio. Elfervor y la alegría de una buena causa, junto con esas

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fuerzas tan espontáneas en la juventud, pueden sergarantía de una autenticidad de la que, en nuestrotiempo, puede depender el destino de un continente.

La reciente y creciente vinculación de Cuba y Ve-nezuela, de Fidel y Chávez, de Martí y Bolívar, abrenaturalmente, destinadamente, un camino históricode posible salvación frente a la voracidad de los Es-tados Unidos. El pensamiento antimperialista deBolívar y Martí, como el de Hostos y Betances, másallá de diferencias tácticas y estrategias que no de-ben ignorarse, constituye la única alternativa parallegar a la verdadera independencia espiritual ymaterial de nuestra América.

La independencia es nuestro único modo real deser, tanto en lo político como en lo personal. Inde-pendencia que no significa, desde luego, arrogantesoledad. El pasado colonialista de casi toda Europaen realidad plantea las cosas de otro modo paraaquella zona del mundo que no ha tenido que lidiartan de cerca con una prepotencia como la yanqui.Digo yanqui para aludir a lo más visceral de ese paíscuando es más Estados Unidos que Norteamérica,según una distinción que debo a Thomas Merton enuna carta. Él allí me decía que no quería ser estado-unidense sino norteamericano.

Para que lleguemos a armonizar políticamente conla patria de Lincoln y de Whitman tenemos primeroque integrarnos de veras con la patria de Bolívar yMartí, sin olvidar nunca la advertencia martiana deque cada país de nuestra América ha querido siem-pre «el gobierno de la casa propia», sin tentacionesfederalistas que entre nosotros resultan artificiales.

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Unión de espíritu, no de gobierno «como la plata enlas raíces de los Andes», que decía Martí, me pun-tualiza Fina.

Si somos un solo pueblo desde el Bravo hasta laPatagonia, como nos concibió Martí, ello sólo puede serun ejemplo más de la sabia etimología de la palabraUniverso señalada también por él, versus-uni, lo di-verso en lo uno, clave también de la norma políticaque internamente debieran seguir nuestras naciones.Desde el punto de vista religioso, que tan poco seatiende en nuestros días, y que desde luego atañetambién a la cultura en general, debiéramos aspirara un sincretismo indo-cristiano y afro-cristiano dentrode una evangelización ya sin espada ni género algunode poder temporal.

Dudo mucho de que tales sean los temas debati-dos en el Festival Mundial de la Juventud y los Es-tudiantes. No por ello, desde luego, serán estérilessus urgentes intenciones integradoras, antimperia-listas y antiterroristas. La personalidad de la Revo-lución Cubana, con nombre y apellido, estará frater-nalmente allí. (7 de agosto de 2005.)

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DiezDiezDiezDiezDiez

a contemplación (televisiva) de la inauguracióndel Festival fue sin duda tremendamente emocionan-te. No tuvimos fuerzas para llegar hasta las palabrasde Chávez, en las que se destacan cualidades —«pa-sión» y «pureza» de la juventud— que no son de lasmás socorridas en este género de discurso. Sorpren-dentemente, por otra parte, lo que suponíamos queestaría ajeno a los debates, apareció con valorprotagónico, pero sobre todo con una fuerza tremen-da, entre el Juramento bolivariano en el Sacro Montey el enorme desfile de las delegaciones de 144 paí-ses. Me refiero a esa Danza descomunal en torno auna Virgencita, una Cruz y, según dijo el locutor, unahostia consagrada, de evidente sincretismo del men-saje cristiano con lo indígena y con lo africano. Allíestaba, sin necesidad de ningún debate, la presenciatroncal de una poderosa tradición hispanoamerica-na de la que se han nutrido y se nutren, sépanlo o no,nuestros pueblos. Nuestra prensa, desde luego, sal-tó del Juramento al Desfile, pero hay que agradecera Venezuela esa profunda fidelidad a los orígenes ytradiciones que abrazan tanto su música popular — noolvidemos nunca Florentino y el Diablo— como eserenovado o más bien resurrecto espíritu revolucio-nario que la está dirigiendo, con Cuba, hacia el futuro.

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Con Cuba, con Brasil, e incluso, según las flechasindicadoras de este desfile, con Colombia, de la que,por cierto, acaba de llegarme en dos versiones, sal-vadas por mi amigo Jaime Mejía Duque, Felipe el Hom-bre, réplica también maravillosa del eterno duelo, tanamericano como fáustico, del Demonio y el Hombre.Lo que ha hecho Venezuela con este diálogo está enla raíz de su destino, y Chávez no sólo lo sabe, sinoque lo canta.

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OnceOnceOnceOnceOnce

ué crónica hubiera escrito Martí sobreel notición de ayer, 10 de agosto:la anulación por la Corte deAtlanta del juicio de «los cincohéroes». Qué retrato hubiera he-cho de cada uno de ellos, qué evo-cación y elogio de sus familias:madres, esposas, hijos. Y quéelogio de la tenacidad deFidel, desde que hace sieteaños dijo «¡Volverán!», tenaci-dad en cuya eficacia ante la sor-dera yanqui no todos creímos siem-pre. Claro que esa anulación, en cierto modo anun-ciada por el Grupo de Trabajo de la ONU y la multi-tud de instituciones mundiales que la apoyan, nogarantiza la celebración de un juicio totalmente jus-to. Pero el paso dado es de todos modos sorpren-dente y gigantesco. ¿Y qué hubiera hecho Martí sinoanalizar las «razones» de aquella tenacidad? Sólo seexplica por una sólida fe en la condición humana.Algo semejante sucedió con el caso del niño Elián.Fidel infundió una fe tal en la campaña por su rescate,basada esencialmente en la sensibilidad del pueblode Norteamérica, que lo que parecía una esperanza

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utópica de pronto se realizó. Mucho más difícil sepresentaba el caso de «los cinco», cuyo amañado jui-cio fue obra directa de la mafia miamense que llevóal poder a George W. Bush, y que sigue siendo paraél un poderoso apoyo político. ¿Se trata de demos-trar que, a pesar de todo, la democracia norteameri-cana existe? Sea de ello lo que fuere, si creemos queel hombre es creación de Dios, y alguien cree firme-mente en la condición humana, ¿en qué realmentecree?

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DoceDoceDoceDoceDoce

a Fina y yo estábamos casados (desde el 26 dediciembre de 1946, por el padre Ángel Gaztelu, en laIglesia del Carmen) cuando empecé a trabajar comomecanógrafo, que ya lo era, graduado en la Acade-mia Pitman de Matanzas, desde los doce años. Me-canógrafo y taquígrafo, pero además mi madre mehabía puesto a estudiar pintura en la tambiénmatancera Academia Tarascó, en la calle Ríos, cuyosbalcones daban al San Juan. Tarascó era un españolque pintaba con bata de pintor, chalina y boina negras,casado con una hermosa mexicana, que no dejabade figurar en varios de sus cuadros. Allí, que yo re-cuerde, hice una buena copia de una fotografía delgeneral José María Bolaños, prematuramente enve-jecido después de la Guerra, y dos «marinas», unaoscura y borrascosa, la otra de un idílico azul, queFina «salvó» varias veces del latón de la basura y miasistente, Paula María Luzón Pi, tuvo la idea de po-ner en la sala de mi casa actual junto al primer óleode mi nieto José Adrián, que reproduce como en unsueño el quinqué azul de la Finca de mi Abuela, quese me rompió. (En realidad aquel dibujo de mi abuelomaterno lo hice en el patio de mi casa, mirandosiempre, no sé por qué, las húmedas junturas mora-das de las losas del patio.)

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De aquel primer trabajo como mecanógrafo en unaoficina de gángsteres, cerca del Campamento deColumbia, he hablado suficientemente en mi novelaDe Peña Pobre. Allí pude conocer por dentro la quehoy llamamos seudorrepública. Pasé después a darclases de Francés Elemental, con Ramón Rubiera detitular, en la sesión nocturna de la Escuela Normal deLa Habana, y, cuando me cesantearon (con LinoNovás Calvo y su esposa Herminia del Portal), Gastónme consiguió un puestecito de supuesto asesor jurí-dico (porque ya era, increíblemente, Abogado) en elMinisterio que regía el enfático doctor Osear Gans.Entre tanto escribía y publicaba, siempre en la CasaÚcar, Sedienta cita, Extrañeza de estar, De mi provincia,Capricho y homenaje, El hogar y el olvido, Sustancia, Con-jeturas y Canto llano, dedicado a Eliseo Diego en elaño de mi primera comunión en la Iglesia de Reina,con el sobrecogedor, inesperado Aleluya de Häendelal final de la misa y los chipirones rellenos, de cele-bración, en nuestro almuerzo viboreño.

Más de una vez me he referido a lo que significó parami vida y mi poesía enero del 59, vivencia sólo amar-gada por Lunes de Revolución y serenamente devuelta,no obstante las frecuentes bombas nocturnas en lascalles de Santa Clara, por mi trabajo durante dos añosen la Universidad Central de Las Villas, con SamuelFeijóo, que merece ser el centro de otras Memorias,Núñez Jiménez, Marianito Rodríguez Solveira, Marta,Fávole y el inefable Günter Schutz de compañía dia-ria, hasta que Fina y yo empezamos a trabajar dicho-samente en la Biblioteca Nacional, entonces dirigidapor María Teresa Freyre de Andrade, ¡qué señora!

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Juntos estábamos allí, en la llamada Sala de Colec-ción Cubana, en los «cubículos» que eran como lastransparentes celdas de un alegre convento o monas-terio, las desde entonces perennes Araceli GarcíaCarranza y su hermana Josefina, Celestino Blanch,Caridad Proenza, Roberto Friol, Cleva Solís. ZoilaLapique, Juan Pérez de la Riva, María Lastayo,Xiomara Sánchez, Eliseo Diego en el Departamentode Literatura Infantil, Bella dando clases en la Es-cuela de Bibliotecarios, Clara Gómez de Molinaquién sabe dónde, Israel Castellanos, Renée MéndezCapote leyéndonos capítulos de su Cubanita que naciócon el siglo, como subdirectora Maruja Iglesias, comosecretaria Anabelle Rodríguez, Octavio Smith estu-diando a Santiago Pita, Fina y yo por primera vezunidos en un libro, Temas martianos, y de pronto llegó,rápido duende inolvidable, Paquito Chavarry, queme llevó al trabajo productivo en las afueras de LaHabana y finalmente me hizo miliciano. Perdón porel desorden, irrespetuoso quizás con las jerarquías.¿Y cómo olvidar, en la jerarquía de «trabajadores demantenimiento» —sin los cuales no se mantienenada—, a Tomasito Robaina, hoy investigador, alsabio negro Zayas y a otros con los que fui al cortede caña para el Central Habana Libre? Nuestro al-bergue se llamaba Pedro Lantigua. Mi zafra entoncesfue de varios poemas.

En el 68 se creó la Sala Martí, antecedente del Cen-tro de Estudios Martianos. En mayo del 72 fuimos alColoquio Internacional sobre Martí en la Universi-dad de Burdeos. Más detalles en la sección de mientrevista con Héctor Veitía Conversaciones con Cintio

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Vitier, titulada «Resumen de una pequeña historia».Esa historia desembocó para Fina y para mí, feliz-mente, en nuestra reinserción, ya jubilados,honorariamente, en el Centro de Estudios Martianos.Allí seguimos y este año iniciamos nuestras vaca-ciones con una semana en Varadero, de donde re-gresé con la noticia de mi pérdida creciente de lamemoria factual, llamémosla así, no poética

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TreceTreceTreceTreceTrece

uiero terminar estas incompletísimas Memo-rias, o más bien Olvidos, haciendo constar que en lallave (o pila) del lavabo de mi cuarto en Matanzasestaba el Diablo, y que hoy, jueves 18 de agosto de2005, mi único Dios es un niñito que todavía no sabehablar, un niñito recién nacido: el Niño divino y hu-mano del Pesebre.

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