Meditaciones Metafísicas ~ Descartes

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DESCARTES MEDITACIONES METAFÍSICAS CARTA A LOS SEÑORES DECANOS Y DOCTORES DE LA SAGRADA FACULTAD DE TEOLOGÍA DE PARIS: Señores: La razón que me mueve a presentaros esta obra es tan justa y cuando vosotros conozcáis su propósito confío que tendréis también un motivo tan justo para tomarla bajo vuestra protección, que pienso que no puedo hacer nada mejor, para recomendarla a vosotros, que deciros en pocas palabras lo que me he propuesto en ella. Siempre he considerado que estas dos cuestiones de Dios y del alma eran las que principalmente deben ser demostradas por las razones de la Filosofía antes que por las de la Teología: pues, aun cuando nos baste a nosotros los fieles creer por fe que existe un Dios y que el alma humana no muere con el cuerpo, no parece ciertamente posible que los Infieles puedan ser jamás convencidos de alguna religión, ni incluso de alguna virtud moral, si no se les prueba primero estas dos cosas por la razón natural; y puesto que a menudo se propone en esta vida mayores recompensas para los vicios que para las virtudes, pocas personas preferirían lo justo a lo útil si no las contuviera el temor de Dios o la esperanza de otra vida. Y aunque sea absolutamente verdadero que es preciso creer que hay un Dios porque así se enseña en las Sagradas Escrituras, y, por otra parte, que es preciso creer las Sagradas Escrituras porque provienen de Dios, y esto porque, como la fe es un don de Dios, y aquel que otorga la gracia para hacer creer las demás cosas puede también otorgarla para hacernos creer que / existe: no se podría, sin embargo, proponer esto a los Infieles, quienes podrían imaginarse que se comete aquí el error que los lógicos llaman círculo. Y en verdad, he advertido que vosotros, Señores, no sólo aseguráis con todos los Teólogos que la existencia de Dios se puede probar por razón natural, sino también que de la Santa Escritura se infiere que su conocimiento es mucho más claro que el que se tiene de muchas cosas creadas y que, en efecto, es tan fácil que quienes no lo tienen son culpables. Como es manifiesto por estas palabras de la Sabiduría, capítulo 13, en donde se dice que su ignorancia es imperdonable, pues si su espíritu ha 1

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Primeras dos meditaciones metafísicas de Descartes.

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DESCARTES MEDITACIONES METAFÍSICAS

CARTA A LOS SEÑORES DECANOS Y DOCTORES DE LA SAGRADA FACULTAD DE TEOLOGÍA DE PARIS:

Señores: La razón que me mueve a presentaros esta obra es tan justa y cuando vosotros conozcáis su propósito confío que tendréis también un motivo tan justo para tomarla bajo vuestra protección, que pienso que no puedo hacer nada mejor, para recomendarla a vosotros, que deciros en pocas palabras lo que me he propuesto en ella. Siempre he considerado que estas dos cuestiones de Dios y del alma eran las que principalmente deben ser demostradas por las razones de la Filosofía antes que por las de la Teología: pues, aun cuando nos baste a nosotros los fieles creer por fe que existe un Dios y que el alma humana no muere con el cuerpo, no parece ciertamente posible que los Infieles puedan ser jamás convencidos de alguna religión, ni incluso de alguna virtud moral, si no se les prueba primero estas dos cosas por la razón natural; y puesto que a menudo se propone en esta vida mayores recompensas para los vicios que para las virtudes, pocas personas preferirían lo justo a lo útil si no las contuviera el temor de Dios o la esperanza de otra vida. Y aunque sea absolutamente verdadero que es preciso creer que hay un Dios porque así se enseña en las Sagradas Escrituras, y, por otra parte, que es preciso creer las Sagradas Escrituras porque provienen de Dios, y esto porque, como la fe es un don de Dios, y aquel que otorga la gracia para hacer creer las demás cosas puede también otorgarla para hacernos creer que / existe: no se podría, sin embargo, proponer esto a los Infieles, quienes podrían imaginarse que se comete aquí el error que los lógicos llaman círculo. Y en verdad, he advertido que vosotros, Señores, no sólo aseguráis con todos los Teólogos que la existencia de Dios se puede probar por razón natural, sino también que de la Santa Escritura se infiere que su conocimiento es mucho más claro que el que se tiene de muchas cosas creadas y que, en efecto, es tan fácil que quienes no lo tienen son culpables. Como es manifiesto por estas palabras de la Sabiduría, capítulo 13, en donde se dice que su ignorancia es imperdonable, pues si su espíritu ha penetrado tan adelante en el conocimiento de las cosas del mundo, ¿cómo es posible que no hayan encontrado más fácilmente al soberano Señor?1 Y en los Romanos, capítulo primero, se dice que son inexcusables2, y aun en el mismo pasaje, por medio de estas palabras, lo que se conoce de Dios es manifiesto en ellos3, parece que se nos advierte que todo lo que puede saberse de Dios puede ser mostrado por medio de razones que no es necesario buscar sino en nosotros mismos, y que únicamente nuestro espíritu es capaz de suministrar. Por este motivo he pensado que no sería desatinado que hiciera ver aquí por qué medios puede verificarse esto y qué vía hay que seguir para alcanzar el conocimiento de Dios con mayor facilidad y certeza de lo que conocemos las cosas de este mundo. Y por lo que respecta al alma, aunque muchos han creído que no es fácil conocer su naturaleza y hasta algunos se han atrevido a decir que las razones humanas nos convencen de que muere con el cuerpo, y que sólo la fe nos enseña lo contrario, sin embargo, puesto que el Concilio de Letrán, realizado bajo León X, en la sesión 8 los condena y ordena expresamente a los filósofos cristianos responder a sus argumentos y emplear todas las fuerzas de su espíritu para hacer conocer la verdad, me he atrevido a acometerlo en este escrito. Además, sabiendo que la principal razón que hace que muchos impíos no quieran 1 Libro de la Sabiduría, cap. 13, vers. 8 y 9.2 Romanos, cap. 1, vers. 20.3 Romanos, cap. 1 vers. 19.

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creer que existe un Dios y que el alma humana es distinta del cuerpo es porque dicen que nadie hasta ahora ha podido demostrar estas dos cosas; aunque no soy de su opinión, sino que por el contrario sostengo que la mayor parte de las razones aducidas por tantos grandes personajes / sobre esas dos cuestiones son otras tantas demostraciones, cuando son bien entendidas, y que es casi imposible inventar otras nuevas: sin embargo, yo creo que no se podría hacer nada más útil en Filosofía que investigar una vez afanosamente y con cuidado las mejores y más sólidas y disponerlas en un orden tan claro y tan exacto que conste, sin embargo, a todo el mundo que son verdaderas demostraciones. Y por fin, puesto que han deseado esto de mí numerosas personas, personas que tienen conocimiento de que he cultivado cierto método para resolver toda clase de dificultades en las ciencias; método que, en verdad, no es nuevo, no habiendo nada más antiguo que la verdad, pero del que saben que me he servido bastante felizmente en otras ocasiones, pensé que tenía el deber de intentar algo acerca de este asunto. Pero he trabajado todo lo que pude para incluir en este tratado todo lo que se puede decir. No es que haya reunido todas las diversas razones que se podrían alegar para servir de prueba en nuestro asunto: pues jamás he creído que esto fuera necesario, sino cuando no existe ninguna razón cierta, sino solamente he tratado las primeras y principales de tal manera que me atrevo a proponerlas como demostraciones muy evidentes y muy ciertas. Y diré, además, que son tales que pienso que no existe ningún camino por medio del cual el espíritu humano pueda descubrir jamás otras mejores; pues la importancia del asunto y la gloria de Dios, a lo que todo esto se refiere, me obligan a hablar aquí de mí mismo un poco más libremente de lo que acostumbro. Sin embargo, cualquiera sea la certeza y la evidencia que yo encuentre en mis razones, no me puedo convencer de que todo el mundo sea capaz de entenderlas. Pero como en la geometría existen muchas que nos han dejado Arquímedes, Apolonio, Papus y muchos más, y que todo el mundo ha admitido como muy ciertas y muy evidentes, porque no contienen nada que, considerado separadamente, no sea muy fácil de conocer y porque en ninguna parte las consecuencias no corresponden y no concuerdan muy bien con los antecedentes, sin embargo, puesto que son un poco largas y exigen un espíritu muy entero, sólo son comprendidas y entendidas por muy pocos: igualmente, aunque considero que aquellas de que aquí me sirvo igualan e incluso sobrepasan en certeza y evidencia las / demostraciones de la Geometría, temo, sin embargo, que no pueden ser entendidas demasiado satisfactoriamente por muchos, tanto porque son también un poco largas, y dependientes unas de otras, como principalmente porque exigen un espíritu enteramente libre de todo prejuicio y que se puede apartar fácilmente del comercio de los sentidos. Y en verdad, en el mundo no se encuentran personas más aptas para las especulaciones metafísicas que para las de la Geometría. Y, además, existe aun esta diferencia, que como en la Geometría cada cual está imbuido de la opinión de no adelantar nada que no tenga una demostración cierta, los que no están suficientemente versados pecan muy a menudo aprobando falsas demostraciones, para hacer creer que las entienden, antes que refutando las verdaderas. Pero no sucede lo mismo en la Filosofía, en que como cada uno cree que todas sus proposiciones son problemáticas, pocos se entregan a la investigación de la verdad e incluso muchos, queriendo lograr reputación de espíritus fuertes, no se ocupan de otra cosa que de impugnar arrogantemente las verdades más manifiestas. Por esto, Señores, cualquiera sea el peso que puedan tener mis razones, porque pertenecen a la Filosofía, no espero que tengan gran predicamento sobre los espíritus si no las tomáis bajo vuestra protección. Pero es tan grande la estima que todo el mundo profesa a vuestra sociedad, y el nombre de la Sorbona goza de tal autoridad, que no solamente en lo

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que respecta a la fe, después de los sagrados Concilios, jamás se ha confiado tanto en el juicio de ninguna otra compañía, sino también en lo que respecta a la filosofía humana, pues se cree que no es posible encontrar en ninguna parte mayor solidez y conocimiento, ni mayor prudencia e integridad para pronunciar su juicio: no me cabe ninguna duda, si vosotros os dignáis tomaros tanto interés por este escrito como para querer primeramente corregirlo – pues, teniendo conocimiento no solamente de mi debilidad, sino también de mi ignorancia, no me atrevería a asegurar que no contiene ningún error –, agregarle después las cosas que le faltan, pulir las que no están perfectas y tomaros el trabajo de dar una explicación más amplia de las que lo necesitan o, por lo menos, hacérmelo saber para que yo lo haga, y, por fin, después que las razones por las que pruebo que hay un Dios y que el alma humana difiere del cuerpo, hayan sido llevadas / hasta ese punto de claridad y de evidencia, a que estoy seguro que se las puede conducir, de modo que deban ser tenidas por muy exactas demostraciones, no dudo que queráis declarar esto y testimoniarlo públicamente; no me cabe duda, digo, que si se hace esto todos los errores y falsas opiniones que han existido siempre respecto de estas dos cuestiones se borrarán pronto del espíritu de los hombres. Pues la verdad hará que todos los doctos y los hombres de talento suscriban vuestro juicio y vuestra autoridad; de modo que los ateos, que en general son más arrogantes que doctos y juiciosos, depongan su espíritu de contradicción o quizá sostengan ellos mismos las razones que vean admitidas por todas las personas de talento como demostraciones, temiendo parecer que no las entienden; y por fin, todos los demás se rendirán fácilmente ante tantos testimonios y ya no habrá nadie que se atreva a dudar de la existencia de Dios y de la distinción real y verdadera del alma humana y el cuerpo. Corresponde a vosotros juzgar ahora del fruto que provendrá de esta creencia una vez bien establecida, vosotros que veis los desórdenes que su duda produce: pero no me correspondería recomendar la causa de Dios y de la Religión a quienes han constituido siempre sus más firmes columnas. /

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PREFACIO AL LECTOR 4

He tocado ya antes en pocas palabras estas dos cuestiones de Dios y del Alma humana en el Discurso, que publiqué en francés en el año 1637, sobre el método para conducir bien la razón y buscar la verdad en las ciencias, no con el propósito de tratarlas entonces a fondo, sino sólo de pasada, con el fin de inferir por el juicio que merecieran de sus lectores de qué modo debería tratarlas después, pues me han parecido siempre de tal importancia que juzgaba oportuno hablar de ellas más de una vez, y el camino que sigo para explicarlas es tan poco frecuentado y tan alejado de la ruta usual, que no consideré útil presentarlas con mayor amplitud en francés y en un discurso que pudiera ser leído por todo el mundo, temiendo que los espíritus más débiles creyeran que les era permitido emprender ese camino. Ahora bien, habiendo rogado en aquella obra5 a todos los que hallaran en mis escritos algo digno de censura que me hicieran el favor de señalármelo, no se me ha objetado nada notable, sino dos cosas sobre lo que había dicho acerca de estas dos cuestiones, a las que quiero responder aquí en pocas palabras antes e iniciar una explicación más exacta. La primera objeción señala que como el espíritu humano al hacer re / flexión sobre sí mismo sólo conoce que es una cosa que piensa no se sigue que su naturaleza o su esencia consista sólo en pensar, de modo que esta palabra sólo excluya todas las demás cosas que quizá podría también decirse que pertenecen a la naturaleza del alma. A esta objeción respondo que no he tenido tampoco entonces la intención de excluirlos según el orden de la verdad de la cosa (de la que entonces no trataba), sino solamente según el orden de mi percepción, de modo que mi sentido consistía en no conocer nada como perteneciente a mi esencia, sino que yo era una cosa que piensa o una cosa que tiene en sí la facultad de pensar. Pero mostraré después de qué modo, como no conozco ninguna otra cosa que pertenezca a mi esencia, se sigue que tampoco hay nada que, en efecto, le pertenezca. La segunda objeción es que por tener en mí la idea de una cosa más perfecta que yo, no se sigue que esta idea sea más perfecta que yo, y mucho menos que lo representado por esta idea exista. Pero respondo que en esta palabra idea hay un equívoco; pues, o puede ser tomada materialmente por una operación de mi entendimiento, y en este sentido no se puede decir que sea más perfecta que yo; o puede ser tomada objetivamente por la cosa representada por esta operación, la cual, aunque no se suponga que existe fuera de mi entendimiento, puede, sin embargo, ser más perfecta que yo, en razón de su esencia. Ahora bien, después expondré más ampliamente en este Tratado cómo únicamente por tener en mí la idea de una cosa más perfecta que yo se sigue que esta cosa existe verdaderamente. Además, he visto también otros dos escritos suficientemente extensos sobre esta materia, pero que impugnaban tanto mis razones como mis conclusiones y con argumentos sacados de los lugares comunes de los ateos. / Pero como este tipo de argumentos no puede impresionar el espíritu de los que entiendan bien mis razones y como los juicios de muchos son tan débiles y tan poco razonables que muy a menudo se dejan vencer por las primeras opiniones que hayan tenido sobre una cosa, aunque puedan ser muy falsas y alejadas de la razón, antes que por una sólida y verdadera aunque posterior refutación de sus opiniones, no quiero responderles aquí, temiendo que me vea obligado a exponerlos en primer

4 Este Prefacio está tomado de la versión latina, pues no aparece en la versión del Duque de Luynes. Esto explica el cambio de tomo y página en la anotación marginal. En la Síntesis de las seis meditaciones siguientes se retoma el texto francés y con él las señas marginales correspondientes.5 Discurso del Método, sexta parte.

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término. Diré solamente en general que todo lo que dicen los ateos para combatir la existencia de Dios depende siempre o de que se le inventan a Dios afecciones humanas o que atribuyen a nuestros espíritus tanta fuerza y sabiduría que tenemos la presunción de querer determinar y comprender lo que Dios puede y debe hacer, de modo que todo lo que dicen no nos ocasiona ninguna dificultad, siempre que recordemos solamente que debemos considerar nuestros espíritus como cosas finitas y limitadas y a Dios como un ser infinito e incomprensible. Ahora, después de haber reconocido suficientemente los sentimientos de los hombres, procuraré de nuevo tratar de Dios y del alma humana y al mismo tiempo poner los fundamentos de la filosofía primera, pero sin esperar ningún elogio del vulgo ni que mi libro sea examinado por muchos. Por el contrario, no aconsejaré jamás a nadie leerlo sino a quienes quieran meditar seriamente conmigo y puedan apartar su espíritu del comercio de los sentidos y librarlos enteramente de toda clase de prejuicios, personas que demasiado lo sé son muy pocas. Pero por lo que respecta a aquellos que sin preocuparse mucho del orden y enlace de mis razones se complazcan en discurrir sobre cada una de las partes, como / hacen muchos, tales, digo, no sacarán ningún provecho de la lectura de este tratado, y aunque encuentren ocasión de sutilizar en numerosos pasajes, difícilmente podrían objetar nada importante o que sea digno de respuesta. Y ya que no prometo a los demás satisfacerlos inmediatamente ni tengo tanta presunción que crea que puedo prever todo lo que parezca difícil a cualquiera, expondré primeramente en estas Meditaciones los mismos pensamientos por los cuales estoy convencido de haber llegado a un conocimiento cierto y evidente de la verdad, para ver si, con las mismas razones que me han convencido, puedo yo también convencer a los demás; y después de esto responderé a las objeciones que me han formulado personas de talento y saber, a quienes he enviado mis Meditaciones para que las examinasen antes de darlas a la imprenta, pues me han formulado tantas y tan diferentes que me atrevo a esperar que será difícil proponer alguna de importancia que no haya sido ya tratada. Por esto ruego a quienes deseen leer estas Meditaciones que no formen ningún juicio de ellas antes de que se hayan tomado el trabajo de leer todas estas objeciones y las respuestas que les he dado.

SÍNTESIS DE LAS SEIS MEDITACIONES SIGUIENTES

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En la primera expongo las razones por las cuales podemos dudar en general de todas las cosas y en particular de las cosas materiales, por lo menos mientras no tengamos otros fundamentos en las ciencias que los que hemos tenido hasta ahora. Pero, aun cuando la utilidad de una duda tan general no aparezca a primera vista, es, sin embargo, muy grande en cuanto nos libera de toda clase de prejuicios y nos prepara un camino muy fácil para acostumbrar nuestro espíritu a apartarse de los sentidos, y, por fin, en que hace que no sea posible que podamos tener ninguna duda de lo que después descubramos como verdadero. En la segunda, el espíritu, que sirviéndose de su propia libertad supone que no existen todas las cosas de cuya existencia cabe la menor duda, reconoce que es absolutamente imposible, sin embargo, que él mismo no exista. Lo que también es de grandísima utilidad, puesto que por este medio distingue fácilmente las cosas que le pertenecen, es decir, de naturaleza intelectual, de aquellas que pertenecen al cuerpo. Pero puesto que puede suceder que algunos esperen de mí en este lugar razones para probar la inmortalidad del alma, estimo que debo advertirles por lo pronto que no habiendo procurado escribir nada en este tratado de que no tuviese demostraciones muy exactas, me he visto obligado a seguir un orden semejante al que usan los geómetras, esto es, hacer preceder todas aquellas cosas de las que depende la proposición que se busca, antes de concluir nada. Ahora bien, la primera y principal cosa que se requiere antes de conocer la inmortalidad del alma, es formar un concepto claro / y neto y enteramente distinto de todos los conceptos que se puede tener del cuerpo: lo que se ha hecho en este lugar. Se requiere, además, saber que todas las cosas que concebimos clara y distintamente son verdaderas según las concibamos: lo que no ha podido probarse ante de la cuarta Meditación. Además, es preciso tener un concepto distinto de la naturaleza corporal, que se forma, parte en esta segunda Meditación, y parte en la quinta y sexta. Y por fin, debe concluirse de todo esto que las cosas que se conciben clara y distintamente son sustancias diferentes, como se concibe que el espíritu y el cuerpo son en efecto sustancias diversas y realmente distintas unas de otras: y es esto lo que se concluye en la sexta Meditación. Y en la misma aquello también se confirma porque sólo concebimos a todo cuerpo como divisible, en tanto que el espíritu o el alma del hombre no se puede concebir sino como indivisible: pues, en efecto, no podemos concebir mitad de un alma tal como podemos concebir la del más pequeño cuerpo, de modo que reconocemos que sus naturalezas no solamente son diversas, sino incluso en cierto modo contrarias. Pero es necesario que sepan que no me he comprometido a decir nada más en este tratado, tanto porque esto basta para mostrar con suficiente claridad que de la corrupción del cuerpo no se sigue la muerte del alma y así dar a los hombres la esperanza de una segunda vida después de la muerte, como también porque las premisas de las que se puede concluir la inmortalidad del alma dependen de la explicación de toda la física: primeramente, a fin de saber que en general todas las sustancias, es decir, las cosas que no pueden existir sin ser creadas por Dios, son por propia naturaleza incorruptibles, y no pueden jamás dejar de ser si no son reducidas a la nada por el mismo Dios que quiere negarles su concurso ordinario. Y, luego, a fin de que se observe que el cuerpo, tomado en general, es una sustancia, por lo que tampoco perece, pero que el cuerpo humano, en tanto que difiere de los demás cuerpos, no está formado y compuesto más que de una cierta configuración de miembros y de otros accidentes semejantes, y el alma humana, por el contrario, no está compuesta por ningún accidente, sino que es una pura sustancia. Pues aunque todos sus accidentes sean susceptibles de cambio, por ejemplo, que conciba ciertas cosas, que quiera otras, que sienta otras, etc., es, sin embargo, siempre la misma alma, en

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tanto que el cuerpo humano no es más el mismo, sólo con que cambie la figura de alguna de sus partes. De donde se sigue que el cuerpo humano puede fácilmente perecer, pero que el espíritu o el alma del hombre (no los distingo) es por su naturaleza inmortal. / En la tercera Meditación me parece que he explicado de un modo suficientemente extenso el principal argumento de que me sirvo para probar la existencia de Dios. Sin embargo, a fin de que el espíritu del lector se pueda abstraer más fácilmente de los sentidos no he querido emplear en este lugar ninguna comparación sacada de las cosas corporales, aun cuando hayan quedado acaso muchas oscuridades, las que, como espero, serán enteramente aclaradas en las respuestas que doy a las objeciones que me han formulado después. Así, por ejemplo, es bastante difícil entender cómo la idea de un ser soberanamente perfecto, la cual está en nosotros, contiene tanta realidad objetiva, es decir, participa por representación en tantos grados de ser y de perfección que debe necesariamente provenir de una causa soberanamente perfecta; pero esto lo he aclarado en esas respuestas mediante la comparación con una máquina complicada, cuya idea se encuentra en el espíritu de algún obrero, pero como el artificio objetivo de esta idea debe tener alguna causa, a saber, la ciencia del obrero o de algún otro de quien la haya aprendido, igualmente es imposible que la idea de Dios que está en nosotros no tenga a Dios mismo como su causa. En la cuarta, se prueba que las cosas que concebimos muy clara y muy distintamente son siempre verdaderas, y simultáneamente se explica en qué consiste la razón del error o falsedad, lo que debe necesariamente saberse tanto para confirmar las verdades precedentes como para entender mejor las que siguen. Pero, sin embargo, se debe notar que aquí no trato en ningún lugar acerca del pecado, es decir, del error que se comete en la persecución del bien y del mal: sino solamente del que sobreviene en el juicio y el discernimiento de lo verdadero y de lo falso. Y que no creo hablar aquí de las cosas que pertenecen a la fe o a la conducta de la vida, sino solamente de aquellas que se refieren a las verdades especulativas y conocidas únicamente por medio de la ayuda de la luz natural. En la quinta, además de explicarse la naturaleza corporal tomada en general, se demuestra nuevamente la existencia de Dios por medio de nuevas razones, en las que, sin embargo, se puede encontrar algunas dificultades, pero que serán resueltas en las respuestas a la objeciones que me han sido hechas; y también se descubre aquí de qué modo es verdad que la certeza misma de las demostraciones geométricas depende del conocimiento de un Dios. Por fin, en la sexta, distingo la acción del entendimiento de la imaginación; se describen las notas de esta distinción, muestro allí que el alma del hombre es realmente distinta del cuerpo y, sin embargo, que está tan estrechamente fundida y unida con él que forman / un compuesto como si fueran una misma cosa. Allí se exponen todos los errores que proceden de los sentidos, juntamente con los medios para evitarlos. En fin, aduzco todas las razones de las que se puede concluir la existencia de las cosas materiales: no se trata de que las juzgue muy útiles para probar lo que prueban, a saber, que hay un mundo, que los hombres tienen cuerpos, y otras cosas semejantes que jamás han sido puestas en duda por ningún hombre de buen sentido, sino porque considerándolas de cerca se llega a conocer que no son tan firmes ni tan evidentes como las que nos conducen al conocimiento de Dios y de nuestra alma, de modo que éstas son las más ciertas y las más evidentes que puedan entrar en el conocimiento del espíritu humano, y es todo lo que he pretendido probar en estas seis Meditaciones, lo que me obliga a omitir aquí muchas otras cuestiones de las que he hablado ocasionalmente en este tratado. /

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MEDITACIONES SOBRE FILOSOFIA PRIMERA EN LAS CUALES SE DEMUESTRAN LA EXISTENCIA DE DIOS Y LA DISTINCIÓN REAL ENTRE EL

ALMA Y EL CUERPO DEL HOMBRE

Primera Meditación

De las cosas que se pueden poner en duda

Hace ya algún tiempo que me he dado cuenta de que desde mis primeros años había admitido como verdaderas una cantidad de opiniones falsas y que lo que después había fundado sobre principios tan poco seguros no podía ser sino muy dudoso e incierto, de modo que me era preciso intentar seriamente, una vez en mi vida, deshacerme de todas las opiniones que hasta entonces había creído y empezar enteramente de nuevo desde los fundamentos si quería establecer algo firme y constante en las ciencias. Pero pareciéndome este proyecto demasiado grande, he aguardado a alcanzar una edad que fuera tan madura que no tuviera que esperar otra posterior más apropiada para ejecutarlo, lo cual me lo ha hecho aplazar tanto que pensaría cometer una falta si empleara aun en deliberaciones el tiempo que me queda para obrar. Ahora, pues, que mi espíritu está libre de toda clase de cuidados y que me he procurado descanso seguro en una tranquila soledad, me aplicaré seriamente y con libertad a destruir en general todas mis antiguas opiniones. Pero no será necesario para cumplir este propósito probar que todas ellas son falsas, cosa que / quizá jamás lograra llevar a cabo; pero – puesto que la razón me convence, por lo pronto, de que a las cosas que no son enteramente ciertas e indudables debo negarles crédito con tanto cuidado como a aquellas que parecen manifiestamente falsas – bastará el menor motivo de duda que yo encuentre para hacer que las rechace a todas. Y para esto no es necesario que examine a cada una en particular, lo que sería un trabajo infinito; pero ya que la destrucción de los fundamentos necesariamente arrastra consigo todo el resto del edificio, atacaré, por lo pronto, los principios sobre los cuales se apoyaban mis antiguas opiniones. Todo lo que he admitido hasta ahora como más verdadero y seguro lo he tomado de los sentidos o por los sentidos; pero he experimentado a veces que estos sentidos eran engañosos y es propio de la prudencia no confiar jamás enteramente en los que nos han engañado una vez. Pero aunque los sentidos nos engañan a veces respecto de las cosas poco sensibles y muy alejadas, existen quizá muchas otras de las que no se puede razonablemente dudar, aunque las conozcamos por su intermedio: por ejemplo, que estoy aquí, sentado junto al fuego, vestido con una bata teniendo este papel en las manos y otras cosas por el estilo. ¿Y cómo podría negar que estas manos y este cuerpo son míos? A menos quizá que me compare con esos insensatos cuyo cerebro está de tal modo turbado y ofuscado por los negros vapores de la bilis que aseguran constantemente que son reyes, siendo muy pobres, que están vestidos de oro y púrpura, hallándose desnudos, o que se imaginan que son cántaros o que tienen un cuerpo de vidrio. Pero son locos y yo no sería menos extravagante si me condujera según su ejemplo. Sin embargo, tengo que considerar aquí que soy hombre y, por consiguiente, que suelo dormir y representarme en sueños cosas iguales o a veces menos verosímiles que estos insensatos cuando están despiertos. ¡Cuántas veces no me ha sucedido de noche soñar que me hallaba en este sitio, que estaba vestido, que me encontraba junto al fuego, aunque yaciera desnudo en mi lecho! En este momento me parece que no miro este papel con ojos

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dormidos, que esta cabeza que muevo no está adormecida, que a sabiendas y con propósito deliberado extiendo esta mano y la siento; lo que se presenta en el sueño no parece de ningún modo tan claro ni tan distinto como todo esto. / Pero pensando en ello cuidadosamente, recuerdo haberme engañado a menudo con parecidas ilusiones, mientras dormía. Y deteniéndome en este pensamiento, veo tan manifiestamente que no existen indicios concluyentes ni señales lo bastante ciertas por medio de las cuales pueda distinguir con nitidez la vigilia del sueño, que me siento realmente asombrado; y mi asombro es tal que casi llega a convencerme de que duermo. Supongamos, pues, que ahora estamos dormidos y que todas estas particularidades, a saber, que abrimos los ojos, que movemos la cabeza, que extendemos las manos y cosas parecidas, no son sino falsas ilusiones; y pensemos que quizá las manos y nuestro cuerpo no son tales como los vemos. Sin embargo, es preciso por lo menos reconocer que las cosas que se nos representan en el sueño son como cuadros y pinturas que no pueden estar formados sino a semejanza de algo real y verdadero, y que así, por lo menos, estas cosas generales, es decir, los ojos, una cabeza, las manos, todo el resto del cuerpo, no son cosas imaginarias, sino verdaderas y existentes. Pues, en verdad, aun cuando los pintores se aplican con el mayor artificio a representar sirenas y sátiros mediante formas raras y extraordinarias, no les pueden atribuir, sin embargo, formas y naturalezas enteramente nuevas, sino que lo que hacen es solamente cierta mezcla y composición de miembros de diversos animales; o bien si su imaginación es quizá suficientemente extravagante para inventar algo tan nuevo que jamás podamos haber visto nada semejante, y que así su obra represente para nosotros algo puramente imaginado y absolutamente falso, por lo menos los colores, con que los componen, deben ser, sin duda, verdaderos. Y por la misma razón, aunque estas cosas generales, es decir, un cuerpo, los ojos, una cabeza, manos y otras por el estilo, puedan ser imaginarias, es preciso reconocer que hay cosas aun más simples y más universales, que son verdaderas y existentes, de cuya mezcla, ni más ni menos que de la mezcla de algunos colores verdaderos, están formadas todas estas imágenes de las cosas que residen en nuestro pensamiento, ya verdaderas y reales, ya imaginadas y fantásticas. A este género de cosas pertenece la naturaleza corpórea en general, y su extensión; igualmente la figura de las cosas extensas, su cantidad o magnitud, y su número; como también el lugar donde están, el tiempo que mide su duración y otras semejantes. / Por eso quizá no concluiremos de allí erradamente si decimos que la física, la astronomía, la medicina y todas las demás ciencias que dependen de la consideración de las cosas compuestas son muy dudosas e inciertas; pero que la aritmética, la geometría y las demás ciencias de esta naturaleza, que no tratan sino de cosas muy simples y muy generales, sin preocuparse demasiado si se encuentran en la naturaleza, o no, contienen algo cierto e indudable. Pues aunque esté despierto o duerma, dos y tres juntos formarán siempre el número cinco, y el cuadrado jamás tendrá más de cuatro lados; y no parece posible que verdades tan claras puedan ser sospechosas de falsedad o incertidumbre alguna. Sin embargo, hace mucho que tengo en mi espíritu cierta opinión, a saber, que existe un Dios que lo puede todo y por el cual he sido creado y producido tal como soy. Pues, ¿quién me podría asegurar que este Dios no ha hecho que no exista tierra ninguna, ningún cielo, ningún cuerpo extenso, ninguna figura, ninguna magnitud, ningún lugar y que, sin embargo, yo tenga las sensaciones de todas estas cosas y que todo esto no me parezca existir sino como lo veo? E, igualmente, como a veces juzgo que los demás se equivocan, incluso en las cosas que piensan saber con mayor certidumbre, puede ser que él haya

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querido que yo me equivoque siempre que hago la suma de dos y tres, o que cuento los lados de un cuadrado, o que juzgo acerca de algo aun más fácil, si es que se puede imaginar algo más fácil que esto. Pero quizá Dios no ha querido que fuese engañado de esta manera, pues es soberanamente bueno. Con todo, si repugnara a su bondad el haberme hecho tal que yo me engañara siempre, parecería también ser contrario a él permitir que me engañe a veces y, sin embargo, no puedo dudar de que lo permita. Habrá tal vez aquí personas que preferirían negar la existencia de un Dios tan poderoso antes que creer que todas las demás cosas son inciertas. Pero no nos opongamos a ellos por el momento y concedámosles que todo lo que se ha dicho aquí de Dios es una fábula. Sin embargo, cualquiera sea la manera en que supongan que he llegado al estado y ser que poseo, ya lo atribuyan a algún destino o fatalidad, ya lo refieran al azar, ya pretendan que es por una serie continua y un enlace de cosas, es seguro que, puesto que errar y equivocarse / es una especie de imperfección, cuanto menos poderoso sea el autor a que atribuyan mi origen, tanto más probable será que yo sea tan imperfecto que me engañe siempre. Razones a las que no tengo nada que contestar, aunque me veo obligado a reconocer que de todas las opiniones que en otro tiempo había creído verdaderas, no hay ni siquiera una de las que no pueda ahora dudar, no por irreflexión o ligereza alguna, sino por razones muy fuertes y maduramente consideradas: de modo que es necesario que detenga y suspenda desde ahora mi juicio sobre esos pensamientos y que no les preste más crédito que el que prestaría a cosas que me parecieran evidentemente falsas, si deseo encontrar algo permanente y seguro de las ciencias. Pero no es suficiente hacer esas observaciones; es necesario, además, que procure recordarlas, pues aquellas antiguas y habituales opiniones todavía vuelven a menudo a mi pensamiento, ya que el largo y familiar trato que han tenido conmigo les otorga derecho a ocupar mi espíritu sin mi anuencia y a adueñarse casi de mis convicciones. Y no perderé jamás la costumbre de afirmarlas y de confiar en ellas mientras las considere tal como son en efecto, a saber, de algún modo dudosas, como acabo de mostrarlo, y, sin embargo, muy probables, de manera que existe mucha más razón para creer en ellas que para negarlas. Por tal motivo pienso que me conduciré más prudentemente si, adoptando una actitud opuesta, procuro engañarme a mí mismo por todos los medios, fingiendo que todos estos pensamientos son falsos e imaginarios, hasta que, habiendo contrabalanceado mis prejuicios de tal modo que no puedan hacer inclinar mi parecer de un lado más que de otro, no se vea mi juicio, sin embargo, dominado por malos hábitos y apartado del recto camino que lo puede conducir al conocimiento de la verdad. Pues estoy seguro, con todo, de que no puede haber peligro ni error en ese camino y de que no será nunca excesiva la desconfianza que hoy demuestro, ya que ahora no es cuestión de actuar, sino solamente de meditar y de conocer. Supondré, pues, que existe, no por cierto un verdadero Dios, que es la soberana fuente de verdad, sino cierto genio maligno, tan astuto y engañador como poderoso, que ha empleado toda su habilidad en engañarme. Pensaré que el cielo, el aire, la tierra, los colores, las figuras, los sonidos y todas las cosas exteriores que vemos no son sino ilusiones y engaños de los que se / sirve para sorprender mi credulidad. Me consideraré a mí mismo como sin manos, sin ojos, sin carne, sin sangre, como falto de todo sentido, pero en la creencia falsa de tener todo esto. Me mantendré obstinadamente unido a este pensamiento, y si, por este medio, no está en mi poder llegar al conocimiento de alguna verdad, por lo menos está en mi poder suspender mi juicio. Por esto cuidaré escrupulosamente de no dar crédito a

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ninguna falsedad y prepararé tan bien mi espíritu para todos los ardides de este gran engañador que, por poderoso y astuto que sea, jamás podrá imponerme nada. Pero este proyecto es penoso y difícil y cierta pereza me arrastra insensiblemente al curso de mi vida ordinaria. Y a semejanza de un esclavo que gozara en sueños de una libertad imaginaria, cuando comienza a sospechar que su libertad no es más que un sueño, teme ser despertado y conspira con sus ilusiones agradables para aprovecharse más largamente de ella, así recaigo insensiblemente desde mí mismo en mis antiguas opiniones y temo despertarme de este adormecimiento, por miedo de que las laboriosas vigilias que sucederían a la tranquilidad de este reposo, en lugar de aportarme alguna claridad y luz en el conocimiento de la verdad, no fuesen suficientes para aclarar las tinieblas de las dificultades que acaban de ser removidas.

Segunda Meditación

De la naturaleza del espíritu humano y que es más fácil de conocer que el cuerpo

De la meditación que llevé a cabo ayer me ha colmado el espíritu de tantas dudas que ya no está en mi poder olvidarlas. Y, sin embargo, no advierto de qué modo podría resolverlas; y como si de repente me hubiese precipitado en aguas muy profundas, me encuentro tan sorprendido que no puedo hacer pie en el fondo, ni nadar para sostenerme en la superficie. Me esforzaré, con todo, y seguiré de nuevo el mismo camino que había empezado ayer, apartándome de todo aquello en que podría imaginar la menor duda, exactamente como si supiera que es absolutamente falso; y proseguiré siempre en este camino has / ta que haya encontrado algo cierto o, por lo menos, si no logro otra cosa, hasta que haya conocido con certeza que no existe en el mundo nada cierto. Para mover el globo terrestre de su lugar y trasladarlo a otro, Arquímedes no pedía sino un punto fijo y seguro. Así tendría yo derecho a concebir grandes esperanzas si fuese lo bastante afortunado como para encontrar solamente algo cierto e indudable. Supongo, pues, que todas las cosas que veo son falsas; me convenzo de que jamás ha existido nada de cuanto mi memoria llena de mentiras me representa; pienso que no tengo sentido alguno, creo que el cuerpo, la figura, la extensión, el movimiento y el lugar no son sino ficciones de mi espíritu. ¿Qué podrá considerarse verdadero, pues? Acaso sólo que no hay nada cierto en el mundo. Pero, ¿qué sé yo si no habrá alguna otra cosa diferente de las que acabo de juzgar inciertas y de la que no pueda caber la menor duda? ¿No habrá acaso un dios o algún otro poder que me ponga estos pensamientos en el espíritu? Esto no es necesario, pues quizá yo soy capaz de producirlos por mí mismo. Pero, al menos, ¿no soy acaso alguna cosa? Pero ya he negado que tenga algún sentido ni cuerpo alguno. Vacilo, sin embargo, pues, ¿qué se sigue de ahí? ¿Soy de tal modo dependiente del cuerpo y de los sentidos que no pueda existir sin ellos? Pero he llegado a convencerme de que no había absolutamente nada en el mundo, que no había ni cielo, ni tierra, ni espíritu, ni cuerpo alguno. ¿Acaso no me he convencido también de que no existía en absoluto? No, por cierto; yo existía, sin duda, si me he convencido, o si solamente he pensado algo. Pero hay un engañador (ignoro cuál)

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muy poderoso y muy astuto que emplea toda su habilidad en engañarme siempre. No hay, pues, ninguna duda de que existo si me engaña, y engáñeme cuanto quiera, jamás podrá hacer que yo no sea nada en tanto que piense ser alguna cosa. De modo que después de haber pensado bien, y de haber examinado cuidadosamente todo, hay que concluir y tener por establecido que esta proposición: yo soy, yo existo, es necesariamente verdadera siempre que la pronuncio o que la concibo en mi espíritu. Pero no conozco aún bastante claramente lo que soy, yo que estoy cierto de que soy; de modo que, sin embargo, debo tener cuidado de no tomar imprudentemente / alguna otra cosa en lugar de mí y de ese modo equivocarme en ese conocimiento que sostengo es más cierto y más evidente que todos los que he tenido antes. Por este motivo consideraré de nuevo lo que yo creía ser antes de haber penetrado en estos últimos pensamientos; y de mis antiguas opiniones suprimiré todo lo que puede ser combatido con las razones que acabo de alegar, de modo que quede precisamente sólo lo que es enteramente cierto e indudable. ¿Qué es, pues, lo que anteriormente he creído ser? Sin duda, he pensado que era un hombre. Pero, ¿qué es un hombre? ¿Diré que es un animal racional? No, por cierto: pues sería preciso investigar después qué es animal y qué es racional, y así de una única cuestión llegaríamos insensiblemente a una infinidad de otras más difíciles y embarazosas, y no podría abusar del poco tiempo y ocio que me quedan empleándolos en resolver semejantes sutilezas. Pero me detendré más bien a considerar aquí los pensamientos que se me presentaban antes por sí mismos en mi espíritu y que no me eran inspirados sino por mi propia naturaleza, cuando me aplicaba a considerar mi ser. Consideraba, por lo pronto, que tenía un rostro, manos, brazos, y toda esta máquina compuesta de hueso y de carne, tal como se presenta en un cadáver, que yo designaba con el nombre del cuerpo. Consideraba, además, que me alimentaba, que andaba, que sentía, y pensaba y refería todas estas acciones al alma, pero no me detenía a pensar de ningún modo en lo que era esta alma, o bien, si me detenía, imaginaba que era una cosa extremadamente rara y sutil, como un viento, una llama o un aire muy tenue que estaba insinuado y difundido en mis partes más groseras. Por lo que respecta al cuerpo, de ningún modo dudaba de su naturaleza, pues pensaba conocerlo muy distintamente, y si lo hubiese querido explicar ateniéndome a las nociones que yo poseía, lo hubiese descrito del siguiente modo: por cuerpo, entiendo todo lo que puede ser limitado por alguna figura; que puede ser circunscrito en algún lugar, y llenar un espacio de tal modo que todo otro cuerpo esté excluido de él; que puede ser sentido, por el tacto, por la vista, por el oído, por el gusto o por el olfato; que puede ser movido de muchas maneras, no ciertamente por sí mismo, sino por algo extraño que lo toca y del que recibe la impresión. Pues no creía de ningún modo que se debiera atribuir a la naturaleza corpórea estas ventajas: tener en sí la potencia de moverse, de sentir y de pensar; por el contrario, me sorprendía más / bien de ver que semejantes facultades se encontraban en algunos cuerpos. Pero, ¿quién soy yo, ahora que supongo que existe alguien que es extremadamente poderoso, y, si me atrevo a decirlo, maligno y astuto, que emplea todas sus fuerzas y toda su habilidad en engañarme? ¿Puedo estar seguro de que poseo la menor de todas las cosas que acabo de atribuir a la naturaleza corpórea? Me detengo a pensar en ello con atención, vuelvo y revuelvo todas estas cosas en mi espíritu y no encuentro ninguna de que pueda decir que esté en mí; no es necesario que me detenga a enumerarlas. Pasemos, pues, a los atributos del alma, y veamos si hay algunos que estén en mí. Los primeros son alimentarme y caminar; pero si es verdad que no tengo cuerpo, es verdad también que no puedo caminar y alimentarme. Otro es sentir; pero tampoco se puede sentir sin el cuerpo: aparte de que he

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pensado sentir en otras oportunidades muchas cosas durante el sueño, y al despertarme he reconocido no haberlas sentido efectivamente. Otro es pensar, y encuentro aquí que el pensamiento es un atributo que me pertenece: únicamente él no puede ser separado de mí. Yo soy, yo existo: esto es cierto; pero ¿cuánto tiempo? A saber, todo el tiempo que yo piense, pues quizá podría suceder que si yo dejara de pensar, dejaría al mismo tiempo de ser o de existir. No admito ahora nada que no sea necesariamente verdadero: yo no soy, pues, hablando con precisión, más que una cosa que piensa, es decir, un espíritu, un entendimiento o una razón, que son términos cuyo significado antes me era desconocido. Así, pues, yo soy una cosa verdadera y verdaderamente existente; pero, ¿qué cosa? Excitaré aun más mi imaginación para ver si no soy algo más. Yo no soy esa reunión de miembros que se llama cuerpo humano; no soy un aire tenue y penetrante difundido por todos estos miembros; no soy un viento, un soplo, un vapor, ni nada de cuanto puedo figurar e imaginar, ya que he supuesto que todo eso no era nada y que, sin alterar esta suposición, hallo que no dejo de estar cierto de que soy alguna cosa. Pero, ¿y si sucediera que estas mismas cosas que yo supongo no ser, porque me son desconocidas, no son en absoluto efectivamente diferentes de mí mismo, al que conozco? No sé nada; no discuto ahora sobre esto; no puedo formar juicio más que de las cosas que me son conocidas: he reconocido que existía, e indago quién soy yo, yo que he reconocido que existo. Ahora bien, es muy / cierto que esta noción y conocimiento de mi ser, así tomado de un modo preciso, no depende de las cosas cuya existencia no me es aún conocida; ni por consiguiente, y con mucha mayor razón, de ninguna de las que son imaginadas e inventadas por la imaginación. E incluso estos términos de figurar e imaginar me señalan mi error, pues figuraría, en efecto, si imaginara que soy una cosa, puesto que imaginar no es más que contemplar la figura o la imagen de una cosa corpórea. Pues ya sé ciertamente que soy y que al mismo tiempo puede suceder que todas estas imágenes, y en general que todas las cosas que se refieren a la naturaleza del cuerpo, sólo sean sueños o quimeras. En consecuencia, veo claramente que tendría tan poca razón en decir: excitaré mi imaginación para conocer más distintamente quién soy, que si dijera: estoy despierto en este momento y percibo algo real y verdadero; pero, puesto que no lo percibo aún con suficiente claridad, me dormiré expresamente para que mis sueños me representen esto mismo con más verdad y evidencia. Y, así, reconozco con certeza que nada de cuanto puedo comprender por medio de la imaginación pertenece a ese conocimiento que tengo de mí mismo, y que es preciso recoger y apartar su espíritu de este modo de concebir para que él mismo pueda reconocer muy distintamente su naturaleza. Pero, ¿qué soy, pues? Una cosa que piensa. ¿Qué es una cosa que piensa? Es una cosa que duda, que concibe, que afirma, que niega, que quiere, que no quiere, que también imagina y siente. Por cierto no es poco si todas estas cosas pertenecen a mi naturaleza. Pero, ¿por qué no pertenecerán a ella? ¿No soy acaso el mismo que ahora duda de casi todo, que, sin embargo, entiende y concibe ciertas cosas, que asegura y afirma que sólo éstas son verdaderas, que niega todas las demás, que quiere y desea conocer más, que no quiere ser engañado, que imagina muchas cosas, incluso algunas a pesar suyo, y que siente también muchas como por intermedio de los órganos del cuerpo? ¿Hay algo de todo esto que no sea tan verdadero como es cierto que soy y que existo, aun cuando durmiera siempre y aquel que me ha dado el ser empleara todas sus fuerzas para engañarme? Alguno de esos atributos, ¿puede ser distinguido de mi pensamiento o puede decirse que exista separado de mí mismo? Pues es de suyo tan evidente que soy yo el que duda, el que entiende y el que desea, que no es necesario añadir nada aquí para explicarlo. Y también tengo ciertamente la

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potencia de imaginar, / pues, aunque pueda suceder (como he supuesto antes) que las cosas que imagino no sean verdaderas; sin embargo, esta potencia de imaginar no deja de existir realmente en mí, y forma parte de mi pensamiento. En fin, yo soy el mismo que siente, es decir, que recibe y conoce las cosas como por los órganos de los sentidos, puesto que, en efecto, veo la luz, oigo el ruido, siento el calor. Pero se me dirá que estas apariencias son falsas y que yo duermo. Lo concedo; sin embargo, por lo menos, es muy cierto que me parece que veo, oigo y siento calor; esto no puede ser falso; y es propiamente lo que en mí se llama sentir, y esto, tomado así, precisamente no es otra cosa que pensar. De donde empiezo a conocer quién soy con un poco más de luz y de distinción que antes. Pero, sin embargo, me parece todavía, y no puedo dejar de creer, que las cosas son corpóreas, cuyas imágenes se forman en mi pensamiento y que caen bajo los sentidos, no sean más distintamente conocidas que esa parte de mí mismo, no sé cuál, que no cae bajo la imaginación; aunque, en efecto, es muy extraño que cosas que hallo dudosas y alejadas sean más clara y más fácilmente conocidas por mí, que las que son verdaderas y ciertas, y que pertenecen a mi propia naturaleza. Pero veo bien de qué se trata: mi espíritu se complace en extraviarse y no se puede contener dentro de los justos límites de la verdad. Aflojémosle una vez, pues, las riendas, para que tirándolas después suave y oportunamente podamos dirigirlo y conducirlo más fácilmente. Empecemos considerando las cosas más comunes y que creemos comprender más distintamente, a saber: los cuerpos que tocamos y que vemos. No entiendo hablar de los cuerpos en general, pues estas nociones generales son de ordinario más confusas, sino de uno particular. Tomemos, por ejemplo, este pedazo de cera que acaba de ser extraída de la colmena: no ha perdido aún la dulzura de la miel que contenía, conserva todavía parte del perfume de las flores de que fue hecho; su color, su figura, su tamaño, son manifiestos; es duro, es frío, puede ser tocado y si se lo golpea produce cierto sonido. En fin, se encuentra en él todo aquello que puede hacer conocer distintamente un cuerpo. Pero he aquí que, mientras hablo, lo acercan al fuego: los restos de sabor se disipan, el perfume se desvanece, su color cambia, su figura se pierde, su tamaño aumenta, se vuelve líquido, se calienta, apenas se lo puede tocar, y aunque se lo golpee / no producirá ningún sonido. ¿Subsiste la misma cera después de este cambio? Es preciso confesar que subsiste y nadie puede negarlo. ¿Qué es lo que se conocía, pues, con tanta distinción en este pedazo de cera? Por cierto, no puede ser nada de lo que he observado por medio de los sentidos, porque todas las cosas percibidas por el gusto, o el olfato, o la vista, o el tacto, o el oído han cambiado y, sin embargo, subsiste la misma cera. Quizá fuera lo que ahora pienso, a saber, que la cera no era, ni esta dulzura de la miel, ni este agradable perfume de las flores, ni esta blancura, ni esta figura, ni este sonido, sino solamente un cuerpo que poco antes se me aparecía bajo estas formas, y que ahora se muestra bajo otras. Pero, ¿qué es, hablando con precisión, lo que imagino, cuando la concibo de esta manera? Considerémoslo atentamente, y alejando todo lo que de manera alguna pertenece a la cera, veamos lo que queda. Por cierto no queda más que algo extenso, flexible, mudable. Y, ¿qué es esto flexible y mudable? ¿Acaso no imagino que esta cera siendo redonda es capaz de volverse cuadrada, y de pasar del cuadrado a una figura triangular? No, por cierto, no es esto, puesto que la concibo capaz de recibir una infinidad de cambios semejantes y no podría, sin embargo, recorrer esta infinidad por medio de mi imaginación y, por consiguiente, este concepto que tengo de la cera no se verifica por medio de la facultad de imaginar. ¿Qué es, pues, esta extensión? ¿No es, acaso, también algo desconocido, puesto que crece en la cera que se funde y se vuelve aun mayor cuando está enteramente fundida y es

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mucho mayor aún cuando el calor aumenta? Y yo no podría concebir claramente y en verdad lo que es la cera si no pensara que es capaz de recibir más variedades de extensión de lo que jamás haya imaginado. Es preciso, pues, que convenga que yo no sabría concebir por medio de la imaginación lo que es esta cera y que sólo el entendimiento la concibe: me refiero a este pedazo de cera en particular, pues en lo que respecta a la cera en general es aún más evidente. Pero, ¿qué es esta cera que no puede ser concebida sino por el entendimiento o el espíritu? Por cierto es la misma que veo, toco, imagino, y la misma que conocía desde el principio; pero lo que hay que advertir es que su percepción, o bien la acción por medio de la cual se la percibe, no es una visión, ni un tacto, ni una imaginación, / y no lo ha sido jamás, aunque antes pareciera serlo así, sino solamente una inspección del espíritu, que puede ser imperfecta y confusa, como lo fue antes, o bien clara y distinta, como lo es ahora, según que mi atención se fije más o menos en las cosas que hay en ella y de las cuales está compuesta. Sin embargo, no podría sorprenderme demasiado cuando considero cuánta debilidad existe en mi espíritu y la inclinación que lo lleva insensiblemente al error. Pues aunque yo considero todo esto en mí mismo sin pronunciar palabras, las palabras, sin embargo, me estorban, y me siento casi engañado por los términos del lenguaje ordinario, pues decimos que vemos la misma cera si nos la presentan, y no que juzgamos que es la misma por el hecho de que tenga el mismo color y la misma figura; de donde casi concluiría que se conoce la cera por la visión de los ojos, y no únicamente por la inspección del espíritu, si por casualidad no observara desde una ventana las personas que pasan por la calle, al ver las cuales no dejo de decir que veo hombres tal como digo que veo la cera y, sin embargo, qué veo desde esta ventana sino sombreros y capas que pueden cubrir espectros u hombres artificiales que no se mueven más que por resortes, pero que yo juzgo que son hombres verdaderos; y de este modo comprendo únicamente por la potencia de juzgar que radica en mi espíritu lo que creía ver con mis ojos. Una persona que trata de elevar su conocimiento por encima de lo ordinario debe sentir vergüenza por sacar motivos de duda de las formas y los términos del habla vulgar; prefiero pasar adelante y considerar si yo concebía lo que era la cera cuando la percibí primeramente y creí conocerla por medio de los sentidos externos, o por lo menos el sentido común, como lo llaman, es decir, por medio de la potencia imaginativa, con más evidencia y perfección de lo que la concibo ahora, después de haber examinado más exactamente lo que es, y de qué modo puede ser conocida. Por cierto, sería ridículo poner esto en duda. Pues, ¿qué había en esta primera percepción que fuera distinto y evidente, y que no pudiera caer del mismo modo bajo los sentidos del menor de los animales? Pero cuando distingo la cera de sus formas exteriores, y la considero completamente desnuda, como si la hubiera despojado de sus vestiduras, es cierto que aunque se pueda hallar todavía error en mi juicio, no la puedo concebir de esa manera sin un espíritu humano. Pero, finalmente, ¿qué podría decir de ese espíritu, es decir, de mí mismo? Pues, hasta este momento, no admito de mí más que un espíritu. ¿Qué afirmaré, digo, de mí, que parezco concebir con tanta / claridad y distinción ese pedazo de cera? ¿No me conozco a mí mismo, no solamente con mucha más verdad y certeza, sino aun con mucha más distinción y claridad? Pues si juzgo que la cera es o existe, porque la veo, por cierto se sigue mucho más evidentemente de que soy o de que yo mismo existo, por que la veo. Pues puede suceder que lo que veo no sea efectivamente cera; puede también suceder que no tenga incluso ojos para ver nada; pero no puede suceder que cuando veo, o (lo que ya no distingo) cuando pienso que veo, yo, que pienso, no sea alguna cosa. Igualmente, si juzgo que la cera

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existe, porque la toco, se seguirá también lo mismo, a saber, que yo soy; y si lo juzgo porque mi imaginación me convence, o por algún otro motivo cualquiera, concluiré siempre lo mismo. Y lo que he observado aquí de la cera puede aplicarse a todas las demás cosas exteriores a mí y que se encuentran fuera de mí. Pues si la noción y el conocimiento de la cera parece ser más claro y más distinto, después de haber sido descubierta no solamente por la vista o por el tacto, sino por muchas otras causas, ¡con cuánta mayor evidencia, distinción y claridad me debo conocer yo mismo, puesto que todas las razones que valen para conocer y concebir la naturaleza de la cera, o de cualquier otro cuerpo, prueban mucho más fácil y más evidentemente la naturaleza de mi espíritu! Y se encuentran, además, tantas otras cosas en el espíritu mismo, que pueden contribuir al esclarecimiento de su naturaleza, que las que dependen del cuerpo, como éstas, casi no merecen ser enumeradas. Pero, por fin, he aquí que he llegado insensiblemente a donde quería; pues, ya que me es actualmente conocido, que propiamente hablando no concebimos los cuerpos más que por la facultad de entender que existe en nosotros, y no por la imaginación ni por los sentidos, y que no los conocemos porque los vemos o tocamos, sino solamente porque los concebimos mediante el pensamiento, conozco evidentemente que no hay nada que me sea más fácil de conocer que mi espíritu. Pero puesto que es casi imposible deshacerse tan rápidamente de una antigua opinión, será conveniente que me detenga un poco en este lugar para que, debido a la extensión de mi meditación, imprima más profundamente en mi memoria este nuevo conocimiento.

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