Medallones de La Patria
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MEDALLONES
DE LA
PATRIA
EPISODIOS BONAERENSES
“…todos los heroísmos y todas las abnegaciones pasan inadvertidas y en silencio.”
Comandante Prado.
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MAMA CARMEN
Carlos Casares
En tiempos en que las madres tenían hijos, y no prole, Mama Carmen concibió quince.
Suponemos que debió ser ya vieja cuando se la ve en el fuerte General Paz de Carlos
Casares, sirviendo como sargento y habiendo entregado, a esta altura, catorce de sus
vástagos en la guerra. Quedaba uno, al que mandaba como cabo en el fortín. Era
Ledesma, el cabo Ángel Ledesma.
El cabo tenía un perro y, no muy lejano en el tiempo, un escritor se ocupa en un artículo
en un prestigioso diario de las andanzas simpáticas del can, pero yo preferiría hablar de
la muerte del cabo, que, por supuesto, no es nada original, porque murió en combate,
como suelen morir los soldados. Salió con una partida de quince hombres a cuyo frente
iba su madre a relevar al personal de un fortín, cuando fueron asaltados por una chusma
indígena de unas cien lanzas.
La corpulencia de Ángel podía ser comparada con la del gran Áyax. Su candidez
también. Pero dos lanzazos bastaron, porque él no era invulnerable, para atravesarlo y
que cayera muerto. Mama lanzó un grito desgarrador y enfrentó al matador de su hijo.
Se trabó en lucha cuerpo a cuerpo como una amazona. Al fin, aquellas negras manos de
mujer que amasaban roñosas tortas fritas en el cuartel, lograron con el puñal partir el
corazón del indígena, al que cortó la cabeza para adornar, atado en la cola, el caballo
que transportaría el cuerpo de Ángel, su decimoquinto hijo cedido a la patria. Tal vez
bárbaro trofeo, pero fueron las de su madre las únicas honras que recibió el soldado
caído en combate.
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VIOLETAS EN LAS TUMBAS
Ensenada, 1827
Él tendría unos veinticuatro años y ella diecisiete. Tras conocerse, se amaron de
inmediato, pero debieron postergar la vivencia de ese amor por otras urgencias. Quizá,
en esa época, las responsabilidades pesaban más que en la nuestra, y había que
atenderlas, so pena de caer en el deshonor, otra palabra que ya casi no nos afecta.
Él era marino. Y en una guerra, como la que la patria debió mantener contra Brasil,
decidió combatir.
Le cupo la tarea de comandar, frente a las dieciséis del Imperio, una de las cuatro naves
de la flota, la “Independencia”, en la escuadra que dirigía su futuro suegro, Guillermo
Brown.
Brown era irlandés, nacido curiosamente en un condado llamado “Mayo” y que
concebiría, allá en su tierra, a aquella muchacha protagonista de esta historia que vio la
luz, también curioso, un día de 1810.
Los míseros datos estadísticos de superioridad numérica, dieciséis barcos frente a
cuatro, nunca representaron algo que pudiera perturbar el ánimo o el temple de los que
nacen para guerrear. Tocó al joven batirse frente a las costas de la Ensenada de
Barragán. Refieren buzos contemporáneos con afanes arqueológicos, que aún hoy
persiste el olor a pólvora.
La batalla le fue ingrata porque las municiones se agotaron tras tres mil disparos, no
quedando ya siquiera eslabones de la cadena del ancla para tirar. La nave había recibido
más de doscientos proyectiles y perdido la mitad de sus hombres, pero no se rindió. Para
no abandonar la lucha e incendiar el barco, como se lo ordenaba Brown, el capitán
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Francisco Drummond, el joven de quien hablamos, aborda un bote de su bergantín
“Independencia”, ya sin una oreja, arrebatada por un disparo, para conseguirlas en
algún otro de los navíos que combate en las aguas del Río de la Plata. Cuando logra
abordar uno, una bala de cañón termina por postrarlo sobre la cubierta.
Pocas cosas alcanza a pronunciar aquel día de abril de 1827: que entreguen un reloj a su
madre, el anillo nupcial a su prometida y unas palabras al comandante Brown: que
cumplió con su deber y que muere como un hombre debe morir. Las tres parecen querer
expresar cosas importantes de aquellos tiempos relacionadas con pretéritos deberes y
amores: padres, esposa, patria.
Guillermo transmite la infausta a su amada hija y postergada novia, que es Elisa Brown
y que cuidaba de las hermosas flores de los jardines en la casa de Barracas, pero ella
nada exclama, clausura cualquier exteriorización de sus sentimientos e impone a sus
lagrimales la sequedad.
Meses después, ella se interna entre los juncales por un canal del Riachuelo. Las
leyendas dirán que iba, ya demente, con su vestido de novia y que era el mismo día de
diciembre fijado para la boda. Arriesgan las conjeturas que fue un pozo traicionero,
arriesgan otros que fue una firme decisión romántica. Lo cierto es que ya no había
ánimo de vivir, y que cuando eso ocurre, cualquier riacho puede ahogarnos.
El padre de Elisa, nuestro héroe de la Independencia, a quien ninguna arenga enemiga
melló nunca, quedó con la vista ida, desde el mirador de su casona, Cannon House,
observando con vestimentas negras el horizonte, hacia Ensenada, quizá con el catalejo
que tras su muerte debería vender su esposa para pagar deudas, y así lo constató
Guillermo Hudson. Quizá debió comprender el Almirante que, aquel sitio en el que
murió su valeroso oficial, había sido un signo de que algo suyo iba a quedar allí, mucho
antes, cuando arribó al país, y su nave quedó encallada en la misma ensenada.
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Los novios, Francisco y Elisa, permanecen enterrados bajo un humus común, dicen que
atados con cadenas los ataúdes, para que ya nada los separe. El epitafio piadoso en la
lápida de Elisa en el cementerio británico, Victim of the treacherous wave, sólo pretende
asegurarle las puertas del cielo, que a los suicidas les están negadas. Un obituario en un
semanario inglés, el “British Packet”, clama a Dios para que permita surgir las violetas
en su tumba, tal vez con idéntica intención redentora.
Hoy solo asociamos Casa Amarilla, el nombre con que fueron conocidos los predios del
almirante, con los hinchas de un club de fútbol en el Riachuelo y los humildes
monoblocks periféricos.
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EL BUQUE
General Lamadrid, 1876
Se bambolea, cabecea. Una cuna lo meció en Cicagna, Italia, cuando recién nacido; otra
de hierro lo mece ahora en el mar, casi muerto. Porque en el buque que lo trae de
regreso a Buenos Aires, Nicolás Levalle agoniza. Apenas tiene cuatro años el poeta que
cantará “Ay alazán, alazán, si llegáremos a tiempo…”, y quizá le hubiera gustado recitar
esa balada en sus últimos momentos, de haber conocido el poema aún no escrito.
El maduro oficial de sesenta y dos años viene enfermo. Había concurrido hasta París
para hallar algún alivio. Previo a la operación, combinó dos camisetas, una de
espumilla, blanca, otra de seda, celeste, porque “Así se va uno hasta el infierno y se
quema contento…” Sin embargo, no hubo cura definitiva, entonces apresuró el viaje,
porque se moría, pero quería morir en la patria, como si la patria fuera el regazo de una
madre.
El buque va lento y la muerte corre con premura por las venas. En el bamboleo se
mueven también los recuerdos. Desgrana las heridas de múltiples batallas: una en la
guerra contra Paraguay, allá en Boquerón, una bala en la pierna, cuando cargaba, sable
en mano, entre el humo de los cañonazos y los fogonazos de la metralla; Otras
enfrentando la barbarie de las Montoneras, en “Don Gonzalo”, en las cuchillas
entrerrianas: otra vez la pierna y la rodilla destrozada.
Quizá sonríe ante algunos episodios de estas campañas: aquella desobediencia al
Ministro de Guerra, que lo intimó tres veces a abortar la carga, bajo amenaza de pegarle
cuatro tiros. Volvió exitoso, habiendo aplastado la resistencia enemiga, chorreando
sangre, y se presentó ante el superior para que le pegara los tres restantes disparos; aquel
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desembarco para recobrar Nogoyá, en manos de las fuerzas de López Jordán, hecho tan
sigiloso en mitad de la noche, que encontró al enemigo dormido, por lo que Levalle
mandó tocar el Himno Nacional, para que despertara y saliera a combatir como debía.
Luego, la lucha contra el salvaje. Cuando arreciaban los malones de fuego, muerte y
rapiña, enfrenta mil quinientas lanzas en los alrededores de la laguna Paragüy, en lo que
será el partido de General la Madrid, y se bate por cinco horas. “Lanzas” es apenas una
figura retórica. Abundaban ya entre los indios las carabinas Remington y los revólveres.
El buque está cerca de Buenos Aires y la vida se le escapa. La memoria se pierde por
terrosos caminos de los pueblos de la provincia de Buenos Aires. Recuerda la fundación
de Carhué y de Guaminí. Y otra vez la rebeldía. Porque los funcionarios se rinden ante
la escasez de todo para cumplir el avance en el desierto, hasta de lo más elemental para
sobrevivir, y quieren recular. Pero Levalle, no. A pesar de las penurias que lo han hecho
encanecer con rapidez en tres meses, pide que se nombre a otro para que se vuelva; él se
queda, y le habla a los suyos, a los camaradas de la División Sud: “¡No tenemos yerba,
no tenemos tabaco, no tenemos pan, ni ropa, ni recursos, en fin, estamos en la última
miseria; pero tenemos deberes que cumplir!” Nunca requirió de otra cosa: deberes, y
órdenes para cumplirlos, así se lo planteó a Sarmiento en 1873 cuando le preguntó qué
necesitaba para sofocar la rebelión Jordanista. “La orden para cumplirla. El batallón 5º
no espera ni necesita otra cosa”, le respondió.
El buque se detiene, a la vista del puerto. El corazón del soldado, también, arropado de
modo invisible por su “niña”, la bandera del Batallón 5º de Línea.
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LA CHAQUETA
Benito Juárez, 1855
El campo arde. Las tolderías de la provincia de Buenos Aires han sido levantadas en
armas por el cacique chileno Calfucurá. El caciquejo José María Bulnes Yanquetruz,
pese a su pasajera enemistad con él, aprovecha la situación para maloquear por Tandil,
Chillar y Juárez.
Una columna, de poco más de ciento veinte hombres, salida de Azul, se abanica en el
desierto en pos del auxilio reclamado por el Capitán González, cercado por los indios en
los campos de Don José Gerónimo de Iraola.
Al frente, marcha el Capitán Otamendi quien, no sabe bien por qué, echa una ojeada a
su chaqueta. No va a un desfile, sino a un destino mejor, y para esa plaza, siempre
pretende que su uniforme luzca impecable.
De pronto, lo asaltan terribles alaridos, y una caballada, que orilla los dos mil animales
y que habría estado oculta en los bajos, se le viene encima. El resguardo más seguro que
divisa en el campo raso es un mísero corral de palo a pique, y ahí, con sus hombres y
con sus caballos, queda cercado por las hordas de Yanquetruz.
El cañoncito y las balas nada pueden hacer contra el número que empieza a rebasarlos
por todos lados, ni contra los propios caballos, que se espantan y pisotean a los mismos
defensores.
El corral es como un lazo que los va estrangulando uno a uno, hasta alcanzar los ciento
veinte y pico. Solo un soldado, con siete heridas, salva su vida, al haber sido dado por
muerto. Es él quien relata a la columna, que más tarde arriba en auxilio, que el primero
en caer lanceado fue su capitán, defendiendo la puerta del corral. Siguieron el segundo
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en el mando y el capitán Cayetano de la Canal, por un bolazo que le partió la frente;
después el propio hijo, el teniente Pedro de la Canal, que alcanzo a ultimar, rabioso, al
matador de su padre, pero con el que acabaron rápido los lanzazos por la espalda de la
chusma. Los últimos de los ciento veinte murieron alrededor de su jefe y del estandarte.
En medio de la masacre, los refuerzos encontraron a Otamendi sin su chaqueta.
Sólo se tendría noticia de ella tiempo más tarde, en Bahía Blanca, cuando borracho
como siempre, en una riña, muriera por una puñalada por la espalda Yanquetruz, que la
llevaba puesta, presumiendo elegancia.
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ATILA Y CALFUCURÁ
25 de Mayo, 1859
A uno decían “El azote de Dios”; al otro, “El señor de las Salinas” o “El Napoleón de
las pampas”. El nombre común de “bárbaros” los hermanó, a pesar de los tiempos
disímiles que vivieron.
Había un imperio de un lado. Aquí, apenas un desierto que pretendía empezar a ser
habitado. En ambos, cierta historiografía pretendió encontrar rasgos de generosidad que
atemperaran su salvajismo. Acaudillaron grandes hordas nómades que cometieron
atrocidades que se parangonan entre sí. También supieron acordar tributos con el
circunstancial poder político que los satisficieran.
En lo físico pareciera haber diferencias: bajo Atila, alto Calfucurá. Sin embargo, la piel
morena y los rasgos achinados parecen evidenciar un mismo y pretérito origen racial,
según algunas teorías sobre el poblamiento americano. El desconocimiento o la ausencia
de escritura quisieron que ambos contaran con testigos privilegiados que luego
escribieron su experiencia. Prisco, historiador enviado como embajador a su
campamento, habla de un Atila dominador de varias lenguas, entre ellas, el latín; el
francés Auguste Guinnard, cautivo y forzado secretario de Calfucurá, pormenoriza sus
penurias en un libro que inspirará a Julio Verne otro.
El dominio del caballo les fue otorgado entre los elementos. El duro ocio de la
poligamia les fue común. Previo a sus respectivas derrotas que marcarían sus ocasos,
tuvieron al alcance de su mano la destrucción de una ciudad inerme. No lo hicieron. Dos
varones de Dios, Papa uno, modesto cura el otro, les salieron al encuentro y redujeron
su fiereza a doméstica mansedumbre. León I fue canonizado, el padre Francisco
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Bibolini (1827-1907) halló su reposo final en la Iglesia del pueblo de 25 de Mayo que
contribuyó a preservar.
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