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Max viaja a Buenos Aires paraestudiar una carrera. Sin embargo,el verdadero motivo que lo muevees buscar a Teresa, de quien estáenamorado. Al llegar, se instala enun cuarto barato, cuya ventana lerecuerda al ojo de un pez, desdedonde observa a la ciudad.Finalmente se anima a zambullirseen ella, y sale a buscar trabajo. Allíencuentra gente nueva, conoce elamor y se sumerge en otra realidadque no tiene mucho que ver con susueño, pero que, tal vez, termineaproximándose a él.

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Pablo de Santis

Desde el ojo delpez

ePub r1.0lenny 30.10.15

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Título original: Desde el ojo del pezPablo de Santis, 1991Ilustración de cubierta: Max CachimbaRetoque de cubierta: lenny

Editor digital: lennyePub base r1.2

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Para Lili

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Llegué a Buenos Aires a los 17, apunto de cumplir 18. Tengo 21. Lo quevoy a contar pasó hace tres años.Actualmente no veo las cosas como lasveía en ese momento. No digo estoporque ahora entienda mejor. Enabsoluto. Con el tiempo uno vacomprendiendo cada vez menos de todo,y si dejo pasar un poco más, ya no voy aentender nada.

Al principio vivía en una pensión.Tenía que compartir el cuarto con otro,que tenía un par de años más que yo. Nome acuerdo cómo se llamaba. Llevaba la

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cabeza rapada y estaba siempremeditando. Era de una secta teosófica.Eso era lo que él decía, al menos. Mehablaba día y noche tratando deconvencerme para que entrara en lasecta. Por ejemplo, yo entraba al cuartoa las tres de la mañana, muerto desueño, tratando de no hacer ruido, ycuando creía que lo había conseguido, élgiraba la cabeza hacia mí, perfectamentedespierto.

—¿Pensaste —me decía— en quégrande es el universo y qué pequeñosnosotros? Pero nosotros tambiénpodemos ser grandes.

A veces yo simulaba dormir. Pero élme despertaba con un gong.

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La armonía del universo era su temafavorito. Podía hablar durante horas.Pero a mí no me importaba más que laarmonía de mi cuarto, y no había modode conseguirla.

Él me decía que en alguna vidaanterior yo había sido alguienacostumbrado a largas, muy largasesperas. Y que por eso ahora estaba tanimpaciente.

En eso tenía razón. Yo tenía encimatoda la impaciencia del mundo.

La pensión no era para mí. Perotampoco podía alquilar un departamento.Conseguí la dirección de un edificio en

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donde, me dijeron, alquilaban cuartosmuy baratos y sin contrato.

Fui a ver el edificio. Era en la calleParaná, a media cuadra de Corrientes.

Me recibió la portera. No estabamuy preocupada por que el cuarto sealquilara o no.

—Este edificio tiene muchosinconvenientes. Por suerte, lo van ademoler —dijo, como paraentusiasmarme.

—¿Cuándo?—No se sabe. Seguramente muy

pronto. No da para más.Hice el ademán de abrir el ascensor.

Era muy antiguo, de hierro negro, con unpequeño espejo cubierto de polvo.

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—No se moleste. No funciona.—¿Se rompió hace poco?—Sí. Tres años.Subimos por una escalera de

mármol. Los escalones estaban gastadosen el centro. A medida que pasábamospor los pisos, el edificio parecía másdesierto. Como si yo fuera a ser el únicohabitante.

Llegamos al sexto piso, el último. Laportera tuvo que detenerse un segundopara recuperar la respiración.

Abrió la puerta de uno de loscuartos. Estaba vacío.

Había burbujas de humedad en lasparedes descascaradas. Me bastó unamirada para sospechar goteras. La

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portera dijo una cifra.—No soy la dueña. No puedo

regatear. Lo toma o lo deja.Me acordé de mi ex compañero de

pieza, de los horarios de la pensión, delas largas conferencias sobre la armoníadel universo.

—Lo tomo —dije.

Al día siguiente golpeé en eldepartamento de la portera para que mediera las llaves. Le pagué lo quehabíamos arreglado.

—No es un departamento demasiadocómodo, pero le viene bien a unestudiante como usted. ¿Porque usted

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estudia, no?Me gustaba que me tratara de usted.

Pensé que a lo mejor mi cara habíacambiado en los últimos días,imponiendo un poco más de respeto.

—Todavía no, acabo de llegar a laciudad. Pero pronto voy a entrar en lafacultad.

—¿Viene de lejos?—De Córdoba.—Me pareció, por el acento.Apreté las llaves en la mano. Había

esperado mucho el momento de tenerpor primera vez un cuarto propio (un«departamento» como llamabapomposamente la portera a esas cuatroparedes descascaradas). Era una

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ceremonia un poco triste esa entrega dellaves en comparación con lo importanteque era para mí tener la habitación.

Subí enseguida, aunque no tenía nadaque hacer arriba. Encendí la luz: era unalamparita de poco voltaje y tendría quecambiarla.

Me gustaba que el edificio estuvieratan cerca de Corrientes. Había muchoruido, pero yo estaba solo en la ciudad(fuera de algunos nombres anotados enla agenda, números telefónicos a los quenunca llamaría) y entonces era buenoestar cerca de toda esa gente.

Compré un colchón y llevé miscosas al cuarto: apenas unos libros y unavalija con ropa. En los días siguientes

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fui colgando mapas en las paredes.En una caja de madera empecé a

guardar piezas metálicas que encontrabaen la calle: tornillos, clavos, pedazos deherramientas, caños rotos, toda clase defragmentos de cosas oxidadas. Algo asícomo una colección.

Me gustaba mirar mi ventana desdela calle: con sus tejas grises parecidas aescamas, era como el ojo de un pez.

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En mi primera mañana en el edificiogolpeó a mi puerta un compañero depiso. Al principio no le vi la cara: a susespaldas había un alto ventanal que, apesar de que no lo limpiaban desdehacía años, llenaba el pasillo de luz. Metendió la mano.

—Me llamo Marquitos. Bah,Marcos, pero todos me dicen…

—Max —dije.—Ah, Maximiliano.—Sí.En realidad mi verdadero nombre

era Máximo. Yo jamás comprendí cómo

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mis padres pudieron llegar a ponerme unnombre tan horrible. Sé que era suprimer hijo, y yo entiendo los apuros, lapreocupación de los padres primerizosen los momentos siguientes alnacimiento, pero aun así… ¿por quéMáximo? ¿Por qué habiendo más de tresmil nombres se les tenía que haberocurrido justamente ése? Ni siquierahabía algún abuelo que se llamara así.Había salido de sus propias cabezas.

Por eso me hacía llamar Max, y sialguien preguntaba mi nombreverdadero, decía: Maximiliano. Enmemoria del emperador de México.

Lo invité a pasar. Era alto y muyflaco; llevaba grandes anteojos de

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armazón metálico y un pulóver rojo conpocos agujeros para ser una red perodemasiados para seguir siendo unpulóver.

Como no sabíamos qué decirnos lepedí que me contara algo del edificio.

—Es todo un desastre. Las cañeríaspierden agua, el ascensor no funciona.Cuando se rompe algo nadie lo arregla.Total, lo van a tirar abajo en pocotiempo.

—¿Hay alguien más además denosotros?

—Hay una chica que se llamaVerónica, que vive en el segundo, y unpar de parejas que ya se están por ir.Mucha gente entra y sale, alquila por

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tres meses y se va. Yo hace ya tres añosque vivo acá, y sé que todo el mundo seva, tarde o temprano. En cuanto empezása hacerte amigo de alguien se hace humoa los pocos días sin avisar. Cuandollegué había mucha gente, talleres depintura, grupos de teatro que alquilabanpiezas baratas para ensayar, y hasta elascensor funcionaba. Pero vino rápidola decadencia.

—¿Y cuándo van a tirar abajo eledificio?

—No se sabe, siempre postergan lafecha, por suerte. Un día vamos a sentirque todo se sacude y vamos a tener eltiempo justo para salir volando antesque las topadoras lo tiren abajo.

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Había llegado a Buenos Aires paraestudiar geografía. Al menos esa era laversión que le había dado a mis padres.

Estaba dispuesto a estudiar, sí, perola verdadera razón de mi viaje era unachica que había conocido. Decir que lahabía conocido es demasiado, porquenunca había hablado con ella.

La vi y me enamoré. Sé que suena unpoco ridículo. A mí también me suenaasí ahora. En aquel momento también meparecía profundamente ridículo. Pero yosentía que me había enamorado y quetenía que ir a buscarla.

Se llamaba Teresa. Me gustaba el

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nombre, porque sonaba un pocoanticuado, y me encantan las cosas queestán fuera de época. Como losmonopatines, en lugar de los skates, olos cines de barrio en lugar de losvideos.

Yo sabía que ella había viajado aBuenos Aires. No tenía su dirección;solamente estaba seguro de queestudiaba arquitectura porque una amigame había pasado el dato antes de que yoviajara.

Una tarde le conté a Marquitos mihistoria, mientras tomábamos un poco deginebra que él había comprado.

—¿Eran novios?—No.

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—¿Amigos?—No.—¿Entonces?—Nunca cruzamos una palabra. Pero

tengo que encontrarla. Ah, y es pelirroja.—No se animó a decirme nada. Me veíamuy convencido.

Elegí geografía porque me gustabamirar mapas. Supongo que habría queencontrar razones más fuertes para hacerlas cosas, pero ese fue siempre miproblema. Es decir: lo que para mí erauna buena razón, para los demás no era,generalmente, nada.

Si yo le hubiera planteado a mis

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padres que iba a Buenos Airessolamente para ver a una chica queconocía sólo de vista me habríanpreguntado ¿por eso? en un tonosumamente extrañado.

No hubiera sabido qué contestarles.Por eso, para hacer cualquier cosa

conviene inventarse unas cuantasrazones adecuadas a las circunstancias.Con tres o cuatro para cada caso essuficiente.

Marquitos a su vez me contó suhistoria.

—Mi viejo es médico, mi familiavive en Flores. Querían que estudiaraMedicina. Fui un año a la facultad.Cuando entré a la morgue no me

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descompuse. Pero un día miré un librocon una lámina del cerebro y ahí sí sentíque me desmayaba.

—¿Por qué por una lámina y no porla morgue?

—No sé. A lo mejor me impresionanmás las cosas dibujadas que las reales.Pero no volví a entrar en la facultad.Quería hacer música. Ahora tengo ungrupo de rock y gano unos pesos comocadete.

—¿Qué tocan?—Heavy. El grupo se llama

«Asesinatos masivos de ancianos a laluz de la luna». Un poco largo, peroimpacta, ¿no?

—Sí —dije.

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Me trajo un casete para queescuchara. Lo más agradable era elmomento en que afinaban losinstrumentos.

—A lo mejor tienen éxito —le dije,devolviéndole el casete.

Se lo decía sinceramente. Yo estabaseguro de que todas las cosassuficientemente horribles acaban poralcanzar el éxito.

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Tres días después de mi llegada aledificio tuve mi primer día de facultad.

La primera clase, en la queseguramente habían explicado todo loque era importante, no pude ir, porqueestuve perdido por los pisos buscandoel aula.

Me fijaba en el número de la sala enuna cartelera. Pero apenas empezaba apreguntar dónde quedaba, se meolvidaba el número.

Me extrañó que el edificio de lafacultad estuviera casi vacío. Meimaginaba las aulas llenas de gente. Yo

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tenía una idea de la facultad de Filosofíay Letras bastante parecida al centro delmundo. Por suerte, me duró solamente unpar de horas.

Trataba de estar entusiasmado. Erael primer día, y se supone que, al menosal principio, uno se entusiasma contodas las cosas.

Me gustaba la geografía por losmapas, creo que ya lo dije. Me gustabanlas evocaciones que me traían losnombres de las ciudades asiáticas oafricanas. Los nombres de los desiertosy los lagos gigantes. Miraba el globoterráqueo para imaginar viajes. Hojeabasiempre las viejas revistas del NationalGeographic que me había dado mi

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abuelo.La geografía era para mí una serie

de nombres que sonaban muy bien en lacabeza, como una música.

También me apasionaban las páginasde la enciclopedia Lo sé todo que leíacuando era chico. Episodios de lahistoria de Roma, el cultivo del algodón,las abejas, Napoleón, China, la caída deTroya, páginas de la Biblia, todomezclado. Pero lo que más meimpresionaban eran los artículos sobrepaíses lejanos. Podía quedarme horaspensando en la China, la India, elHimalaya, Japón.

Todo eso era lo que yo entendía porgeografía. Pero a la media hora de clase

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comprendí que de alguna manera, enalgún momento, yo había cometido unerror.

Hablaban de técnicas cartográficas,de isobaras, de paralelos.

¡La geografía entonces era unaciencia!

Igual me prometí tratar deencontrarle algún encanto. Suponía quedetrás de todas las complicaciones,tenían que estar también los países,hasta los lejanos.

Marquitos me presentó a Verónica,la chica que vivía en el segundo. Erarealmente linda, a pesar de no ser

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pelirroja. Tenía el pelo negro y loslabios gruesos y rojos, y eso me gustaba.Me pregunté si no me haría olvidar aTeresa. ¿Pero cómo iba a poderolvidarla, si ni siquiera la conocía losuficiente como para acordarme de ella?

Nuestro primer encuentro fue algobreve. Marquitos nos presentóformalmente y estuvimos los tresmirándonos como tarados, sin saber quédecir, como ocurre en ese tipo depresentaciones.

Tres horas más tarde alguien golpeóa la puerta de mi habitación.

—Hay una canilla que pierde —medijo ella—. No puedo cerrarla.

Bajamos hasta el segundo. Parecía

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tener algún tipo de interés en mí; por lomenos me preguntó de dónde venía y esetipo de cosas. Como no conocía a nadieen la ciudad, la menor muestra de interéspodía llegar a emocionarme.

La cañería nunca fue miespecialidad. En una época había tenidola idea de estudiar plomería. Me parecíaque quedaba muy bien ser un meritoriomuchacho de clase media que para noser mantenido por sus padres dedicabasu tiempo libre a aprender algún oficio.Pero del industrial prácticamente mehabían echado por inútil y la sola ideade trabajar bastaba para deprimirme.Así que había renunciado a ser unmeritorio muchacho de clase media para

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ser un vago más.El mundo está hecho de tal manera

que es más fácil desarmar las cosas quearmarlas. Esa es otra de las cosas queaprendí en el industrial. Por supuestodesarmé la canilla rápidamente,olvidando controlar que la llave de pasoestuviera cerrada. Enseguida salió unformidable chorro de agua helada queme empapó. Empecé a tiritar. Traté detapar el chorro como pude, pero laspiezas que había sacado de la canilla seme mezclaban. Verónica me miraba sinsaber muy bien qué hacer. Me alcanzóuna toalla. «Se va a inundar la casa», mealertó, como si yo, que estaba bajo elchorro de agua, no me hubiera dado

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cuenta de que algo andaba mal. Noestaba nervioso, casi me habíaresignado al desastre.

Por suerte llegó Marquitos, encontróla llave de paso correcta, la cerró ydespués armó la canilla.

Como sé reconocer cuando miactuación no está a la altura de lascircunstancias, dije algo en voz baja ysubí a mi cuarto.

Cada vez que había algo que no mesalía bien, renacía mi pasión por Teresa.

Era un amor un poco abstracto,porque no la había visto más de tresveces, y apenas si recordaba nítidamentela última vez.

Tenía una sola pista, y ella me

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llevaba a la facultad de Arquitectura.Elegí mi día sin clases para tratar deencontrarla. Un miércoles.

Tomé un colectivo hasta la CiudadUniversitaria. No esperaba encontrarlaenseguida como por arte de magia, sinoque estaba dispuesto a que aquello fuerauna especie de investigación.

En las situaciones adversas actúobastante mejor que cuando no hayproblemas. Porque cuando las cosas sonfáciles, termino complicándolasinvariablemente. Pero cuando losproblemas existían antes de que yollegara, ahí me sentía más tranquilo.

Pregunté en una oficina cuáles eranlas materias de segundo año. Me dieron

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una lista. Tomé nota en una libretita. Enla primera página había anotado: CasoT. En ese momento, según observé en lacartelera, estaban dictando dos de lasmaterias de segundo año. Estuve en elbar mientras esperaba que terminaranlas clases, comiendo un sándwich ytomando un licuado de banana. Paramatar el tiempo leía por segunda otercera vez El retrato de Dorian Gray.

Subrayaba mis frases favoritas:«Experiencia es el nombre que damos anuestros errores». Me sentía un hombrecargado de experiencia.

Fui a la salida de la clase. Lepregunté a varias chicas si conocían aTeresa. Todas me contestaban que no. En

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el fondo me gustaba: me parecía quecomo Teresa ni yo conocíamos a esaschicas, se establecía entre nosotros unaespecie de familiaridad.

Yo esperaba encontrar a su amigaíntima, que no sólo me diera su teléfonosino que me arreglara una cita con ella.

Encontré a una rubia que pareciórecordar.

—Conozco a una chica que laconoce, me parece. Se llama Silvia.

Me dio su número de teléfono. Loanoté en mi libretita.

Al llegar al departamento encontréun mensaje de mi hermano Flavio. Através de su letra despareja y gigante meenteré de que acababa de llegar a

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Buenos Aires y que pasaría a las diez dela noche a buscarme para quecomiéramos juntos.

«Tengo noticias que darte»,anunciaba el papel. No decía si eranbuenas o malas. Lo insulté en secretopor crearme esa ansiedad.

A las diez de la noche bajé paraesperarlo. Nos saludamos con unabrazo. Hacía más de dos meses que nonos veíamos. Flavio es dos años menory no nos parecemos físicamente en nada,aunque la gente siempre descubre deinmediato que somos hermanos. Es rubioy más alto que yo, lo cual siempre meresultó bastante amargante. ¿Por qué,teniendo dos años menos, tenía que

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medir cuatro centímetros más? Eso meparecía a todas luces una injusticia. Demis dos hermanas, Florencia, que en esemomento tenía 17 años, se parecía a él;la más chica, Marcela, que andaba porlos 15, a mí.

Lo llevé hasta un bar muy angosto deCorrientes, que parecía fuera del tiempoy tenía en el fondo un jukebox. Unamujer con vestido de piel de leopardo sededicaba a flagelar a la concurrenciacon la repetición de un tema de JulioIglesias. Mi hermano acomodó en unasilla su bolso. Vi que tenía una revistade ciencias ocultas. Siempre le habíangustado esos temas.

—¿Seguís con esas cosas?

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—Hice un curso de control mental.Falta poco para que termine, pero yapuedo hacer algunas pruebas.

Encendió un cigarrillo.—¿Qué vas a hacer?—Mirá. No siento ningún dolor.Se lo pasó por el dorso de la mano.

Yo esperaba que diera un alarido, peroni siquiera hizo un gesto de dolor. Eltruco funcionaba.

—Ahora dame tu mano.—Estás loco. —Puse las manos

debajo de la mesa.—No tengas miedo. Te paso la

energía a vos y tampoco te quemás.—No, gracias. Dejémoslo para otro

día.

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—Ya lo hice y sé que funciona. Se lohice a mamá y no dijo nada.

No pudo convencerme, y pasamos aotro tema. En el resto de la noche nopropuso clavarme alfileres ni hacermecaminar sobre brasas ardientes nininguna otra prueba instructiva.

Como siempre que nos reuníamosdespués de un tiempo sin vernos nospusimos a hablar de viejas series detelevisión. Casi a modo de contraseñacomentábamos capítulos de Los locosAddams, Los vengadores o Dimensióndesconocida, diciendo siempre lasmismas cosas.

Salimos del bar y buscamos unapizzería.

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—Me escribiste que tenías queavisarme algo.

—Ah, sí. La constructora de papáquebró.

—¿Quebró? Eso quiere decir…—Qué está sin trabajo.Mi primer pensamiento fue de una

notable generosidad hacia mí. «Se acabóla cuota mensual. Voy a tener quetrabajar.»

—El mes que viene vas a recibir elúltimo pago. Y si no cambian las cosasvas a tener que trabajar.

A Flavio no le parecía algodemasiado dramático. Se extrañó de queyo quedara impresionado. Sepreocupaba por la telequinesis, por la

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hipnosis, por la gente que habíaregresado de la muerte y se dedicaba acontarlo, por las reencarnaciones, porlos antiguos ritos tibetanos y egipcios,pero los problemas cotidianos leparecían estar fuera de su alcance, comoun idioma extranjero. La realidad noestaba hecha para él.

Mi padre había trabajado hasta esemomento como ingeniero de unaempresa constructora. Era bueno yconseguiría ubicación pronto, pero hastael momento…

—No te preocupes —dijo Flavio—,no nos vamos a morir de hambre. Hayahorros para un tiempo. Pero no sé sivoy a poder seguir con el curso de

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control mental.Distraídamente se pasó la brasa del

cigarrillo por el dorso de la mano.

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Flavio se trajo la bolsa de dormir,así que pasó la noche en mi casa, o enaquello a lo que aproximadamente podíallamar mi casa. Como era el huésped, ledejé la cama y yo dormí en el piso demadera. Me desperté con la espaldadeshecha.

A la mañana nos despedimos. Él ibaa pasar un día más en lo de un amigo ydespués regresaría a Córdoba.

Miré la ciudad por la ventana conforma de ojo de pez. Se la veía distinta.No es lo mismo una ciudad a la que unoviene a estudiar que un lugar en donde

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uno tiene que trabajar. Parecía más duray más cerrada. Y se acercaba el otoño.

Las cosas no pasan prolijamente.Siempre están mezcladas. Para contarlasuno tiene que ordenar un poco. Peroconviene no olvidar que uno las vivió enconfusión.

Le pedí a Marquitos, por esosmismos días, que me dijera en dóndepodía trabajar. Los avisos del diario nome daban resultado. Llegaba tarde,había que hacer cola, se presentabansesenta personas para un puesto decadete. Por lo menos Marquitos teníafamiliares en la ciudad. A lo mejor

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alguno necesitaba un empleado.—¿Qué sabés hacer? —me preguntó.Era una pregunta de las que me

ponen en aprietos. Pensé en cuál de mishabilidades podría servir para trabajar.En toda mi vida había aprendido trescosas: una de ellas era hacer barcos enel interior de botellas. Me habíaenseñado un amigo, durante unasvacaciones. Su padre era alcohólico,pero el hijo tenía una filosofía muyparticular: hay que aprovechar hasta losinfortunios. La segunda era jugar alajedrez (era bueno en el ataque), y latercera era la velocidad con queresolvía crucigramas y juegos deingenio.

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—¿Sabés escribir a máquina?—Bueno, si practico un poco.—¿Eléctrica?—Creo que de cadete iría bien.—¿Tenés el servicio militar?—Número bajo.—¿Y registro para manejar?—Ah, no, le tengo terror a los autos.Marquitos parecía decepcionado.—Voy a ver qué puedo hacer —dijo.

Esa noche busqué un teléfonopúblico. Después de recorrer mediaciudad encontré uno que funcionaba.Llamé a la chica de la facultad. Meatendió la madre y me pasó con Silvia.

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Le pregunté por Teresa, pero ella desvióla conversación, y hablamosvaguedades. Después insistí.

—Vive con una amiga y no tieneteléfono. No te puedo decir la direcciónporque no te conozco.

—Pero soy amigo. La conozco deCórdoba.

—Si fueras muy amigo tendrías ladirección.

—La perdí.Seguimos hablando un rato. No

podía sacarle ningún dato y se me estabapor terminar el tiempo. Acabéinvitándola al cine. Era un pasoarriesgado, pero mi investigación teníaque seguir de alguna manera.

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Quedamos en encontrarnos en un bar.Ella me reconocería por mi libro decabecera. Yo, porque ella iba a llevar unmoño negro en la cabeza.

Fui al bar de Lavalle a la horaindicada. Estaba justo enfrente del cine.Ella había elegido una películaromántica, Enamorados, o algo así.Rogaba que cambiara de idea. A mísiempre me gustaron las de terror.

Me puse a mirar si entraba algunachica con un moño negro. Contéveinticinco. Justo estaba de moda. Habíapuesto el libro sobre la mesa en formacasi tan ostensible como si estuviera en

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venta.Finalmente apareció. Era bonita, por

suerte. Un poco más alta que yo y conalgunos reflejos violetas. Parecía unapunk indecisa. Yo era tan excesivamenteformal para vestir que pensé que nocongeniaríamos muy bien.

—Qué casualidad —dijo, mirandoel libro. Mi familia vive en Wilde.

Yo tenía la página del diario con laspelículas.

—¿Vamos a ir a ver Enamorados?—pregunté, con tono pocoentusiasmado.

—No, te dije eso para que no teasustaras. Prefiero ver Violación en elcolegio de monjas.

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—No creo que sea muy buena.—Me gustan esas películas. Vamos.Pasamos frente a varias salas

enormes para llegar a un cine diminuto,que olía a humedad. Sacamos lasentradas. El cine estaba casi vacío. Unborracho se nos sentó al lado y tuvimosque mudarnos. Quiso seguirnos, pero loperdimos cuando apagaron la luz.

Había traído una caja de maní conchocolate. Ella sacó de su cartera unabotella de cerveza.

—Me gusta este cine porque puedoponerme cómoda —dijo.

La película tenía una trama un pocorepetitiva. En un colegio de monjas sesucedían las violaciones a las alumnas.

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Eran 17 casos, más o menos. Eso noalteraba la continuación del ciclolectivo.

A ella la película le parecía muycómica. Estaba muerta de risa.

A la salida fuimos a un bar. Como alpasar, le pedí la dirección de Teresa.

—No quisiera pensar que meinvitaste a salir solamente porquequerías pedirme los datos de esa chica.Sería de pésimo gusto.

Había marcado la palabra «pésimo».—No, solamente me acordé de

repente.—Ah —dijo, y pidió un cognac.

Pedí otro para mí aunque nunca tomaba,excepto algunos tragos de la botella de

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Marquitos. Era hora de empezar.

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5

Estuve todo un mes saliendo conSilvia. No nos entendíamos demasiadobien, pero eso hacía que estuviéramosjuntos. Nos veíamos dos veces porsemana. Ella se quedaba a dormir en micuarto. Éramos como dos personas quehablaran diferentes idiomas. El día quenos entendimos a la perfección, todoterminó. Dicen que el problema de lasparejas es la falta de comunicación. Yocreo todo lo contrario.

Como soy un poco débil de carácterfrente a las mujeres, me dejé guiar porella a los peores cines de Buenos Aires

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para ver las películas más espantosas.Antes de conocerla no me gustaba laciudad. Después aprendí que podía sertodavía peor.

Silvia estudiaba danza, y se movíaentre gente que necesariamente hacíateatro o bailaba, o hacía mimo y todoese tipo de cosas. Un domingo horriblefuimos a ver una obra en dondetrabajaba una amiga de ella. Había cincopersonas en las butacas y siete sobre elescenario. Me parecía unadesproporción.

—¿Estás segura de que la obra nopasa acá, en las butacas? —le pregunté.

—No, callate.Era una versión de Frankenstein.

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Pero Frankenstein era una especie devedette venida a menos.

—¿Esa es tu amiga?—Sí.—Actúa realmente mal.—Callate. No es el Frankenstein

tradicional. Es una relectura.La bella que hacía de la bestia tenía

un affaire con el doctor Frankenstein.Terminaban viviendo juntos.

La obra terminó. Pensé que dada laescasa concurrencia, el aplauso seríareemplazado por un apretón de manos,que siempre es más íntimo, pero no fueasí.

Esa misma noche dejamos devernos. Fue un corte poco dramático.

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Ella me dijo que le parecía que noteníamos mucho en común. Yo opiné queestaba de acuerdo. Era bueno coincidiren algo.

Como no tenía nada que perder, lepedí la dirección de Teresa.

—¿Quién es?—¿Cómo quién es? La chica por la

que te llamé aquella vez. Se supone quees tu amiga.

—Ah, no la conocía. Pero me habíagustado tu voz por teléfono y por eso teseguí la conversación. Después de todo,la pasamos bastante bien, ¿no?

Le dije que sí. La vi salir de micuarto. Me saludó desde la escalera.

Las despedidas siempre me ponían

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mal, y además, mi investigación habíavuelto al principio.

Fui a la habitación de Marquitos. Leconté lo que me había pasado la nocheanterior. Solíamos conversar todos losdías de lo que le pasaba a cada uno,mientras tomábamos mate.

—Te conseguí trabajo —dijo élentusiasmado, como para darme ánimos.

—¡Oh, no! Ahora no puedo. Noestoy con ánimos.

—Pero si no saliste más que un mescon Silvia…

—Bueno, pero siempre unaruptura…

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En realidad era la idea de trabajar loque me deprimía.

—Mañana a las siete tenés una cita.—¿De la tarde?—No. Te presto una corbata. ¿Tenés

saco?—Sí. Prestame hilo y aguja.—¿Un pantalón decente?—Elijo el menos sucio. Si sabía me

hubiera preparado. Esto me tomatotalmente por sorpresa.

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6

Mientras iba para mi cita de trabajocon la corbata tristemente anudada en elcuello, apretándome la garganta, mepreguntaba por qué Marquitos no seríaun amigo un poco menos considerado.¿Por qué no se olvidó del pedido detrabajo? ¿Por qué se le había ocurridohacer justamente esa clase de favor?Uno dice las cosas al pasar. No es paraque todo el mundo se lo tome en serio.

Era un edificio de oficinas. Con estoquiero decir: era un edificio delúgubres, grises, espantosas oficinas. Norecuerdo cómo se llamaba la empresa

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(que, dicho sea de paso, era tanpróspera como una firma que sededicara a vender ascensores en elcampo). Fabricaban cosas de metal.Piezas, quién sabe para qué. Tuve quellenar algunos formularios. Lo hacía contanta lentitud que me pareció que meiban a echar antes de haber entrado. Losformularios eran conmovedores, porquedemostraban un interés obsesivo encosas de las que ni siquiera yo meacordaba.

Una secretaria que parecía sacadade los avisos de las escuelas desecretarias de los años 50 me recibió elformulario. Debí hacer algunascorrecciones. Después me dijo

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«Vamos». Y fuimos.«Al segundo subsuelo», le dijo ella

al ascensorista. Trabajar en el primersubsuelo no debía ser muy excitante,pero en el segundo ya me parecía unabuso de profundidad.

La secretaria me explicó, mientrasbajábamos, que mi trabajo consistiría enreemplazar a un empleado que habíanechado. Pero él estaba todavía allíabajo.

Me lo presentó. «Merino», dijo. Metendió la mano: tenía cerca de treinta ycinco años. Saco gris, camisa blanca,corbata azul, todo un poco gastado.Además, parecía haberse resignado a lapérdida de la juventud como un mal

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menor.Yo esperaba gestos verdaderamente

antipáticos, dada la incómoda situación.Pero no parecía ser así.

La oficina era amplia: un archivolleno de carpetas polvorientas conlegajos amarillos en su interior. Elpolvo me hacía toser.

—¿Alérgico?—Un poco.—¿Al polvo?Empecé a enumerar las cosas a las

que era alérgico. El polvo ocupaba ellugar trigésimo noveno.

Merino comenzó a explicarme quéparte correspondía a cada sección. Mecostaba prestar atención. Todo me

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parecía igual.Extendió toda una serie de papeles

sobre el escritorio de madera. Parecíaorgulloso de su trabajo. Era elabanderado de la Escuela de losArchivistas Olvidados.

—Como verás, no hay mucho porhacer acá abajo.

—¿Cuánto hace que está acá?—Tres años.—¿Tanto?—Un abrir y cerrar de ojos. Los de

arriba están convencidos de que acá eltrabajo es terrible. Yo mientras tanto lapaso bien. Lo único que hay que haceres mantener ordenadas las cosas.

Hablaba como si estuviera en Hawai

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rodeado de odaliscas. Bueno, no deodaliscas, quiero decir: mujeres conflores, contoneándose, como en lasestúpidas películas de Elvis Presley.

—¿Por qué lo echaron?—Un día vino un tipo de arriba,

Chinawsky, a hacerme lío por unexpediente. Ya lo vas a conocer. Le tirécinco carpetas en la cara. Trató depegarme, pero me escondí detrás deaquel armario y aparecí con unmatafuegos.

Como si yo no pudiera entender algotan sencillo, fue hasta el matafuegos y lopuso en funcionamiento. Salió un chorrode espuma gris.

—Le dije que si volvía iba a

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matarlo. Salió corriendo y pidió midespido.

—Todo un cobarde —dije, tratandode ganarme la confianza del peligrosoMerino. Me pregunté si me habíandejado encerrado con un loco, a docemetros de profundidad.

Merino, aunque despedido, siguiótrabajando unos días más. Era undespido extraño. Él me daba cosas parahacer, para que no me aburriera.Almorzábamos juntos en media hora yvolvíamos al subsuelo. No había nadainteresante ahí abajo. Facturas, viejoscatálogos, cuentas de clientes muertos,perdidos, fugados, kilos de polvoalmacenado para el porvenir.

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Mientras estaba en el archivo meparecía que la vida estaba arriba,reservada para los otros, y yo abajo, singozar de nada, alejado de todo lo quevalía la pena, escuchando lasconspiraciones de un loco.

Yo lo veía trabajar con dedicación.Clasificaba papeles, llevaba carpetas deun estante a otro, repasaba planillasapolilladas.

—¿Para qué trabaja tanto, si ya lodespidieron? —le pregunté. Su cabezaasomó detrás de un armario de metal.

—No estoy trabajando. Desde queme enteré que me iban a despedir estoy

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desordenando todo. Pero todo, hasta elúltimo papel. Voy a arruinar el trabajode años. Para esta empresa el archivo esfundamental, aunque no lo sepan.Cuando estallen los problemas por miculpa, entonces se van a acordar de mí,vas a ver.

Se acercó a mí. Sonreía concomplicidad. Debía de tener muchasganas de contarle a alguien su secreto.

—Lo único que te pido es quesimules que acá no hay nada fuera delugar, si no puedo tener problemas paracobrar mi indemnización. ¿Me vas ahacer el favor?

Dije que sí.—Me estuvieron ignorando durante

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muchos años. Ahora van a saber quiénsoy. ¿Vos no harías lo mismo? ¿O teparece demasiado?

Le dije que no me parecíademasiado. Que estaba bien. Pensé:Merino y su discreta venganza.

Pude enterarme de varias cosassobre su vida. Era soltero y vivía con sumadre en un caserón, en Barracas. Lacasa tenía malvones en el patio,carpetitas sobre los muebles, caramelosen cajas de vidrio. Los juguetes, loscuadernos escolares, la ropa infantil deMerino guardados casi como en unmuseo.

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No era una vida muy apasionante.No le había hablado a nadie de su

venganza. Ni a su madre. Estabaenamorado de su único acto de prolija,obsesiva e inútil rebeldía.

Felizmente se fue pronto. Me habíacansado con sus conjeturas sobre lasreacciones que tendrían los directivosde la empresa, a los que yo no conocía.

Cuando se fue, me dio un apretón demanos, prometió que volvería, y dijo«Te dejo esto», como si yo fuera elincómodo heredero de su conspiración.

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7

Cada vez me era más difícil estudiar.No podía concentrarme. Me parecía queel estudio era algo pensado parapersonas reposadas, algo que se podíahacer, por ejemplo, después de lossetenta años, pero que era insensatoantes de los veinte.

Iba muy poco a la facultad. Tomabauna materia, la dejaba. Apenas conocíaa otros estudiantes. La geografía que amí me gustaba (y que era algo así comoun ejercicio de exótica distracción)estaba cada vez más lejos.

Pensaba abandonar la carrera. Pero

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a punto de tomar la decisión imaginabala cara de mi madre frente a la sintéticafrase «Voy a dejar la facultad». Eso meimpulsaba a seguir.

Pasaba mucho tiempo deambulandopor la ciudad. Cuando encontraba en elsuelo cualquier pieza de metal oxidado,la guardaba en mi bolsillo para ubicarlaen mi colección. «Alguna vez voy ahacer algo con toda esta chatarra», medecía. Entraba en las librerías deAvenida de Mayo y en las de Corrientespara revolver las mesas de oferta.Compraba muchos libros, aunque pocasveces los leía. «Para más adelante van aservir» me prometía. Había llenado elropero de novelas baratas. Volví a leer a

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Julio Verne, como cuando tenía diez uonce años. Compré todos los libros deVerne que encontré, como si mi infanciahubiera empezado de nuevo. Tambiéntenía en mi biblioteca las novelas de H.Rider Haggard, con sus aventuras enOriente, personajes que se amaban através de las reencarnaciones… Amedida que leía había hecho una lista delugares que quería conocer: El Cairo, elHimalaya, Machu Picchu, La Isla dePascua, Roma, Atenas, Ulan Bator,Pekín, Bagdad…

Caminaba durante horas por lasmismas calles, sin proponérmelo, comosi en mi cabeza hubiera un plano que nopudiera traicionar. Me parecía que

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deambular me ayudaba a pensar. Peromis ideas acerca de todo eran cada vezmás embrolladas. Entraba en un bar,pedía un cortado, y me quedaba mirandoa la gente, con la mente en blanco, ocasi.

Me sentía un completo extraño en laciudad. Y eso me gustaba.

Verónica golpeó a mi puerta.—Tengo entradas para un recital —

dijo—. Iba a ir con una amiga, pero nopuede. ¿No querés acompañarme?

Abrí la puerta. Estaba casi lista.Maquillada y todo. Medias negras, unaminifalda negra, una remera blanca

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pegada al cuerpo, un saco conarabescos.

Tenía las entradas en las manos. Ledije que sí, aunque los recitales nuncame entusiasmaron. Demasiada gente enlugares demasiado chicos. Y se suponíaque había que bailar, saltar, o estarparado todo el tiempo.

Prefería los conciertos de músicaclásica. Gente sentada, cada uno en subutaca. Lástima que me aburríanhorriblemente.

—Tenés que vestirte en diez minutos—me dijo ella.

—Voy así —dije. No tenía más ropalimpia que la puesta, que tampocoestaba demasiado limpia.

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Fue una cita completa. Primerofuimos a cenar. Nunca habíamos comidojuntos solos. Tomamos un colectivo quenos dejó frente a la discoteca dondetocaba el grupo. Leí en los carteles:«Los redonditos de ricota».

Verónica olía a perfume caro.Bueno, no sé mucho de perfumes, perono era una colonia de las propagandasde la televisión. Yo pensaba: tendría quetener una novia así.

Fuimos a la popular. Hubo queesperar un poco hasta que empezaran atocar.

—Me aburre esperar —le dije,mientras le convidaba una pastilla dementa.

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—A mí no, me gusta mirar a la gente—dijo ella.

Se escuchaban cantitos, aplausos,silbidos. Las luces se apagaron yempezó el recital.

Todo el mundo estaba conmocionadoa mi alrededor. Cantaban, bailaban, seempujaban. Verónica estaba totalmentedesatada. Me gustaba verla así. Prontoempezó a transpirar y la pintura corridale dibujó líneas en la cara.

No podía conectarme a todo eso.Podía escuchar, disfrutar de la música,pero no conectarme. Me sentía aislado,casi un intruso, en una fiesta ajena.

A mi alrededor los empujones sehacían cada vez más frecuentes. «Basta,

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pensé, voy a entrar también.»Un poco forzadamente, me puse a

saltar y a empujar.Dos minutos después alcancé a

reflexionar que había empujado a lapersona equivocada.

Era un tipo con campera de cuero yanteojos oscuros, a pesar de que la luzno sobraba. Tenía el pelo cortado alrape y un aire así como de haber matadoa su madre viuda. No le gustó que loempujara.

Enseguida me encontré en el suelo.«¿Cómo llegué aquí?», me pregunté. Porel dolor en el pómulo izquierdo, dedujeque había sido una trompada.

Fue bueno haberme caído, porque

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arriba todo el mundo pareció enloquecery empezó a pegarse.

Tomé a Verónica de la mano,tratando de que nos fuéramos o, almenos, nos mudáramos a una zona máspacífica. Las cajas de vino volaban porel aire.

Media hora más tarde estábamosafuera. Caminamos por la 9 de Julio.

—¿Te duele el golpe?—Un poco.—Tenés hinchada la cara.—Por suerte no fue el ojo.Seguimos caminando, hasta llegar a

La Giralda. Fui al baño y me miré en el

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espejo. Era la primera vez en mi vidaque me habían dado una verdaderatrompada. Lamenté que no hubiera sidoen ninguna situación heroica.

Me lavé la cara y el agua fría mepareció casi un regalo.

Pedimos dos cervezas y las tomamosmientras hablábamos cada vez de cosasmás íntimas. Sección «Recuerdos»,sección «Momentos graves», sección«Novios/as», sección «Mi verdaderapersonalidad, más allá de lasapariencias» y cosas por el estilo.

No estaba muy sobrio, por supuesto.Nunca tuve resistencia al alcohol.

La cabeza no me funcionabademasiado bien. Conozco los síntomas.

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Es cuando pienso las cosas dossegundos más tarde de lo que las digo.Quiero decir, me oigo decir algo, ypienso: ¿cuándo se me ocurrió esto?

—Verónica —le dije, tomándole unamano—, estoy enamorado de vos.

—Es un disparate —dijo sininmutarse. Era una chica realista.

Me detuve unos segundos a pensar.—Sí, es un disparate. No sé por qué

lo dije.—Tomaste demasiado.No se había inmutado.

Evidentemente, yo había estado diciendomuchas pavadas como para que no lasorprendiera una declaración de amor.

Fuimos hacia el edificio. De noche

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daba un poco de pavor subir aquellosescalones casi a oscuras. Verónica meacompañó hasta el sexto, porque pensóque me iba a caer por las escaleras.

Abrió la puerta de mi cuarto y meempujó en la cama.

—Mañana no te vas a acordar denada —me dijo.

Al día siguiente me preguntó sirecordaba qué había pasado después delrecital, y le dije que no.

No sé si me creyó.

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8

Mientras tanto, había vuelto a miinvestigación.

Volví a donde había empezado: lafacultad de Arquitectura. Recorrí todaslas aulas donde se dictaban materias desegundo año. Hablé con muchosestudiantes.

Al final encontré a una chica que laconocía. Era cordobesa también. Sellamaba Carmen. Morocha yterriblemente alta.

Hablamos un rato, tratando deencontrar conocidos comunes. Prontodimos con uno.

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—Ah, ¿lo conocés a ese imbécil? —pregunté de inmediato.

—Sí, es mi novio.A pesar del incidente me informó

que iba a haber una fiesta en dossemanas. Y ahí seguramente estaríaTeresa. Me dio la dirección.

—¿Nos vemos ahí? —le pregunté.—No, al imbécil de mi novio no le

gustan las fiestas.Guardé el papel con la dirección en

el bolsillo. Tendría que esperar dossemanas. Había esperado tanto que dossemanas más no me harían nada. Teníamiedo de que pasara tanto tiempo, puesal volver a verla no la reconocería.

Comprendo que lo mío podría

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parecer una obsesión. Que tenía todo elaspecto de una obsesión. Que vistodesde cualquier punto de vista nadiedudaría en catalogarlo de obsesión.

Bien, debo confesar que era unaobsesión.

La lluvia era un verdadero problemaporque el techo de mi cuarto estaballeno de goteras. Había cierta posiciónen que podía poner la cama para que nose mojara, pero dormir en posiciónvertical siempre me fue difícil.

Había agotado la existencia de ollas,vasos, y otras cosas que me pudieranprestar para contener el agua.

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—¿Por qué no le pedís a la porteraque te cambie de cuarto? —me decíaMarquitos—. Están todos vacíos.

Era cierto. Para esta época noquedábamos en el edificio más queMarquitos, Verónica y yo.

—En realidad estoy un pocoencariñado con esta habitación —le dije—. Ya sé que es desastrosa. Pero megusta la forma de la ventana, y me gustaimaginar que vivo en una especie dealtillo.

Marquitos no dijo nada. Lo veíavacilar. Como si tuviera algo paradecirme y no se animara.

—Vos alguna vez me comentaste…Hubo una pausa.

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—… que tocabas la batería…—Sí, en Córdoba.—¿Eras bueno?—Si hubiese sido bueno habría

seguido.—Le agarró hepatitis a mi batero, y

tenemos que tocar mañana en un pub.Estuvimos un mes para conseguirlo yahora no podemos decir que no.

—¿Entonces?—Pensé que a lo mejor te animabas.—Hace mucho que no practico.—Faltá al trabajo. Podemos ensayar

mañana, todo el día.Le dije que sí, en un arrebato de

audacia. Pero no se le fue el miedo queparecía tener. Me di cuenta: no sentía

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temor de que yo me negara, sino de queaceptara.

Ese día Marquitos me explicó lo queera la ley de Murphy.

La formulación general de la ley era:«Si algo puede salir mal, va a salirmal». Él pensaba que en este casoparticular había muchas cosas quepodían salir mal.

Me dijo también, sin ánimo deagredirme, según aclaró, que yo parecíael ejemplo más claro que habíaconocido de todas las aplicacionesposibles de la ley de Murphy.

Fui al pub con Marquitos. Quedaba

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en San Telmo. Me presentó a cada unode los que tocaban en el grupo. Todosllevaban alguna clase de sobrenombre:un gordo que tocaba el bajo se llamabaSherpa; había un tecladista que se hacíallamar Dunga-Dunga, y otro guitarristaque tenía el apodo de Freddy, por laspelículas. Por suerte, Marquitos seguíasiendo Marquitos.

Comenzamos a ensayar. El primertema se llamaba «Accidente de tráfico».El segundo: «Ojo, que la sangreresbala». El tercero: «El descuartizadorde Burzaco».

—¿No tienen uno un poco menossangriento? —les pregunté—. La gentese va a impresionar con las letras.

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—¿A quién trajiste, Marquitos, a uncrítico literario? —preguntó Sherpa.

Marquitos trató de poner un poco dearmonía.

—Las letras las hacemos entre todosy nos salen como salen —dijo.

El cuarto tema trataba de lasrelaciones familiares. Se llamaba«Colgá a tu abuelita del poste de luz».

Yo trataba de hacer lo que podíafrente a la batería.

Golpeaba aquí o allá. Entre tantoruido, no se oía mucho.

Las letras se hubieran podido tomarpor poemas de Rubén Darío encomparación con la música.

—Marquitos, el recital es para

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amigos, nada más, ¿no?—No, Max, viene la gente del lugar.

Siempre se llena, toque quien toque.—Pero la gente desconocida puede

reaccionar mal.—Quedate tranquilo, no tocás tan

mal.Yo no estaba pensando solamente en

mí.Me había dado cuenta de dos cosas

esa tarde. La primera era que yo tocabaespantosamente mal. La segunda era queni siquiera con un martillo neumático sepodían empeorar las canciones.

A las dos de la mañana empezó acaer gente. Yo estaba bostezando. Erauna barra; vestían igual que nosotros.

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A mí me habían prestado unacampera de cuero que me quedabaenorme y me habían puesto en el cuelloun collar de perro.

El primer tema funcionó bastantebien. Es decir, contó con la totalindiferencia del público.

Antes de la segunda canción entró alpub otra barra. Eran como losanteriores, pero con el vestuario un pocomás recargado. Cadenas, calaveras,tachas, toda clase de prendedores contoda clase de símbolos: crucesesvásticas, insignias de grupos heavy,gillettes.

Parecía una competencia por elpremio Yo Tengo Más Símbolos Que

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Nadie.El segundo tema (el famoso

«Haciendo fogatas con madera deataúd») incitó al público a silbar einsultar. A nosotros, por supuesto.

—Marquitos, parece que no lesgusta.

—Callate, Max, es su forma demostrar aprobación. Somos así.

—¿Somos?No lo imaginaba al bueno de

Marquitos escupiendo para mostrar quealgo le gustaba.

Una moneda silbó al lado de mioreja.

El tercer tema pasó sininconvenientes. Al cuarto hubo un

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problemita técnico. El boliche quedó aoscuras. Como yo había estadocolaborando al principio en lasconexiones eléctricas, hubo acusacionesinfundadas de que era uno de misarreglos el que había hecho saltar lostapones. Pero no había pruebas.

El dueño del lugar encendió unasvelas. Se escuchaban, además de losgritos, ruidos confusos, objetos quecaían del cielo.

Algo voló sobre mi cabeza. Era unasilla.

—Salgamos del escenario —gritóuno de los músicos.

Había empezado la batalla campal.Por suerte, como había dos barras,

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resumieron en un choque frontal susopiniones sobre la música de«Asesinatos masivos de ancianos a laluz de la luna» y sobre el corte de luz.

Hubo algo así como una destrucciónsistemática del pub, hasta que seescucharon las sirenas de la policía.

Marquitos me agarró de la mano yme arrastró hacia afuera. No sé cómo seguiaba, porque no se veía casi nada. Laúltima vez que lo había encerrado lapolicía lo habían molido a golpes, y noquería repetir la escena.

Ya habíamos salido del boliche yempezábamos a correr cuando elpatrullero dobló la esquina. Estababastante oscuro y no nos vieron.

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Corrimos las tres primeras cuadras.Caminamos después otras cinco sindecir palabra. Nos faltaba el aire.Atravesamos un parque a oscuras yseguimos caminando, hasta el centro.

Cuando llegamos a Corrientesbuscamos una pizzería abierta. Habíapocas mesas ocupadas.

Marquitos buscó un teléfono públicoy llamó a las casas de los músicos, paraavisar que posiblemente los padrestendrían que ir a buscarlos a algunacomisaría.

Yo notaba miradas extrañadas de lagente a mi alrededor. Entonces me dicuenta de que todavía seguía con elcollar de perro.

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9

Estaba solo, a 12 metros bajo tierra,entre carpetas llenas de polvo.

Eso era mi trabajo.La luz de los tubos me cansaba los

ojos. Había sectores con colonias depulgas de papel, que si me acercaba mecomían vivo. Escuchaba a veces el ruidode unos pasos detrás de los armarios.Una tarde vi la cabeza de la rata, duranteun segundo.

Eso era mi trabajo.Un archivo inútil, con legajos

inservibles, al que sólo bajaban los dela empresa muy de vez en cuando, para

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pedirme cosas que era imposibleencontrar.

Eso era mi trabajo.Duré tres meses, o menos. No lo

tengo anotado en ningún diario personal.(En realidad lo único interesante paraescribir son las cosas que uno no hahecho. Pero si no las ha hecho, ¿cómopuede contarlas?)

Después que me hicieron variospedidos sin resultado, tuve que informarque Merino, que ya había cobrado suindemnización, había mezclado todo.

No dije que se trataba de unavenganza.

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Bajó a verme un hombre gordo. Elcansancio le daba un aire sereno.

—No se preocupe por nada —dijo—. Trate de ordenar lo que pueda, perocon calma. Después de todo no es suculpa. Lo mejor sería quemar todosestos papeles. Le aseguro que así sesolucionarían muchos problemas.

Le pregunté si el desorden noafectaría las cuentas de la empresa.

—No, nadie le da importancia aesto. Esta empresa se está hundiendo.Con el archivo ordenado o no. Mireesto, mire a su alrededor. ¿Le pareceque alguien puede darle importancia?

Se fue.A los pocos días apareció Merino en

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el bar donde yo almorzaba.—No me animé a bajar al archivo

por temor a represalias.—Hiciste bien —dije. Señalé un

peligro innominado tras las puertas de laempresa, que estaba enfrente del bar.

Me preguntó, como para cumplir,cómo andaba. Pero no podía esconderque su único interés eran los resultadosde su revancha. Movía las manosconstantemente.

—¿Qué hicieron cuando se dieroncuenta del desorden?

—Hubo un escándalo. Tuve queexplicarles mil veces que no tuve laculpa. Dedujeron que habías sido vos.Hasta hubo un directivo que tuvo

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taquicardia.—¿Se perdió mucho?—No se pudo completar un balance.

Eso los puso mal.—¿No habrá sido demasiado?—Mirá, las cosas se hacen así o no

se hacen.Cuando empiezo a mentir no puedo

parar. Es como comer bombones. Medesbarranco. Hablé del posible cierrede la empresa. Hasta aventuré que podíahaber algún suicidio.

—¿Un suicidio?—Y, acordate de Wall Street. La

gente no se mata sólo por amor.Cuando me fui, se quedó sonriendo.

Me hizo una señal desde la calle. Al

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alejarse miró hacia los costados, comosi alguien pudiese seguirlo.

En una pared había pegado un papelcon el día y la hora de la fiesta a la queiría Teresa, para no olvidarme.

Le pedí a Marquitos que meacompañara. Era en Belgrano. Nosequivocamos de colectivo, tuvimos quecaminar veinte cuadras y llegamos tarde.Pero no importaba mucho.

Era en una casa particular, en unaesquina. Tenía una alta reja negra y unbreve jardín. Era muy grande, y penséque el dueño debía tener mucha plata.Los autos estacionados en la vereda eran

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caros. No era lugar para nosotros.Yo dudaba de que nos dejaran entrar,

porque me había olvidado el nombre dela dueña de casa. Nadie nos habíainvitado, pero como en esas fiestasnunca todo el mundo conoce a todo elmundo, siempre existe la posibilidad deque uno sea amigo de alguien.

Hay invitados directos, invitadosindirectos, e invitados sumamenteindirectos. A esta última categoríapertenecíamos nosotros, muy cercana ala de los colados.

Nos abrió la puerta una chica y nosdijo que pasáramos.

—Ustedes deben ser amigos deJulieta —dijo.

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—¿Ya llegó? —pregunté, comobuscándola con la mirada.

Había poca luz y era una suerte.Marquitos y yo éramos los únicos conpelo largo. Él iba vestido medio heavy,como siempre. Yo llevaba una remeracon la cara de Bugs Bunny, que me habíaregalado mi hermano.

Temía que nos reconocieran comoextraños y nos echaran a patadas.

Había unas parejas bailando. Yo mepuse a charlar con una chica parapreguntarle por Teresa, mientras atacabauna bandeja con saladitos. La chica teníaun enorme moño rojo en la cabeza.Parecía un regalo de bodas.

—No sé si vendrá hoy. Tenía clase

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de teatro. Termina muy cansada.—No sabía que estudiaba teatro.—Sí, en el Teatro Chino.Estuvimos charlando un rato. Ella

había tomado bastante. Yo también.Empezó a contarme cosas de su vida.Bastante íntimas.

Creo que después de un rato hastallegó a ruborizarme.

—¿Por qué me contás todo esto amí?

—Porque no me conocés y se te notaque no conocés a nadie de este lugar. Yporque no te voy a ver más en mi vida.

Eso era lo que yo consideraba comoun rasgo de lucidez.

Cuando terminé de hablar lo vi a

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Marquitos durmiendo en un rincón. Nohabía tenido éxito con ninguna chica dela fiesta. Se conocían entre sí, nosmiraban como a bichos raros. No seanimaban a echarnos por si éramosamigos de alguien.

Había tomado litros de cerveza ycoca. Fui al baño. Al hacer funcionar eldepósito empezó a salir agua. Traté dearreglarlo y el chorrito que salía deltanque se convirtió en un torrente.

Traté de encontrar la llave de paso,sin suerte. Me acordé de aquella vez,con Verónica. El agua me perseguía. Erauna lástima que no me hubiera dedicadoa aprender un poco de plomería,después de todo.

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Apagué la luz y salí del baño. Miréla puerta: el agua empezaba a pasar porabajo y llegaba al parquet.

Desperté a Marquitos y lo arrastréhasta la puerta.

—¿La encontraste?—No, pero sé donde está —le dije

mientras llegábamos a la puerta.Nos habíamos alejado media cuadra

cuando la música se apagó y todas lasluces se encendieron.

El agua había llegado hasta la puertade entrada.

—Creo que no estás muy bien de lacabeza —dijo Marquitos—. Yo que vosbuscaría alguna chica que estuviera mása mano.

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—No voy a abandonar ahora, queestoy tan cerca —dije.

Sentía que Teresa estaba al alcancede la mano. Quería encontrarla, nadamás.

Lo que pudiera pasar después no meimportaba en absoluto.

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10

Ese lunes, cuando el despertadorsonó, pensé: no voy a ir a trabajar.

Quise volver a dormirme. Merevolví en la cama. Había algo que memolestaba. No me bastaba con dormirhasta tarde ese día. Necesitaba hacerlomuchas otras mañanas. Todas lasmañanas.

Entonces pensé: no voy a ir más atrabajar.

A partir de allí pude dormirtranquilo.

Fue una especie de revelación.

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Tenía todo el día libre por delante.Me quedaba plata sólo para unos días,pero eso no llegaba a preocuparmedemasiado.

Solamente si uno tiene todo un díalibre por delante puede sentir que lo quetiene es toda la vida por delante.

Fui a lo de Verónica. Había un pocomás de confianza entre nosotros despuésde mi desastrosa declaración de amor.Tomamos mate, me habló de su nuevonovio, de sus peleas. Yo estaba en elhorrible papel de «amigo de la chica».Al final le pedí que me diera ladirección del Teatro Chino.

La buscó en un cajón lleno de cartas,

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ropa interior y fotos viejas.—¿Vas a actuar? Lo único que te

faltaba.Pasé por alto el comentario. Me

daba un poco de vergüenza explicar quehacía todo esto porque había conocidouna vez a una chica pelirroja. Despuésle dije que sí, que pensaba aprenderteatro. En realidad yo aborrecía a losactores. Eran demasiado extravertidospara mi gusto, y me impresionaban comogente que siempre se estaba saludando yabrazando y eran amigos de todo elmundo. No soporto a la gente que esamiga de todo el mundo, como losanimadores de televisión.

—¿Hoy no te me vas a declarar? —

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me preguntó, tendiéndome un papelito.—Hoy no —dije.A la tarde fui a la escuela de teatro.

Estaba en el centro. Expliqué que queríaver una clase antes de anotarme. Eradifícil acertar justo con la clase en queestuviera ella, pero la mujer que meatendió no tenía una lista de alumnos.Pensaba que con mirar a la gente algunapista encontraría. Confiaba en mis dotesde investigador: la tenacidad y lainspiración del momento.

Las clases eran nocturnas, así que ala noche volví. Había un grupo de seispersonas sobre el escenario del TeatroChino. Eran todos más o menos jóvenes.Algunos más chicos que yo.

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Apareció el profesor. Tendría unoscuarenta años y respirabaprofundamente. Parecía estar metido enalguna especie de éxtasisshakespeareano. Se movía con gransolemnidad y hablaba lentamente,modulando con afectación. Me parecióreconocerlo: había actuado tal vez comofigura de reparto en alguna telenovela.

—No queremos que miressolamente, queremos que participes —dijo. Se refería a mí.

Asentí con la cabeza. Aquello meparecía una especie de tribunal.

—Gritá —dijo.Le expliqué que me costaba gritar si

no tenía algún motivo.

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—¿Un motivo?—Llamar a alguien que está lejos.

Un pisotón. Una caída.Se acercó y me pisó discretamente el

pie. Aunque no me dolió, grité. Grité tanfuerte que se asustó.

—¿Te pasó algo?—No, grité nada más.—Bueno, pasemos a otros

ejercicios.La gente empezó a contar episodios

desafortunados de la infancia.Abandonos, miedos, juguetes rotos,castigos ejemplares. El clima iba increscendo. Estaban todos emocionados,como si fuéramos una gran familia.

Me llegó el turno. Yo conté que

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cuando tenía seis años mi perro se habíapeleado con mi gato. Como reté alperro, aunque el culpable había sido elgato, porque había tratado de comerse alcanario, el perro salió a la vereda y setiró abajo de un camión. Había muchatensión emocional, y al terminar lahistoria una chica se puso a llorar. Eratonto que llorara por eso, que era unahistoria sacada de un dibujito animado,ya que no sólo nunca había tenido ningúnperro, sino que los detestaba. Me habíaparecido un buen recuerdo triste deinfancia.

Cuando la clase terminó, todos,menos el profesor que parecía habervuelto a su éxtasis shakespeareano,

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fuimos a un bar. Aproveché y preguntépor Teresa.

Había un tipo que la conocía. Era elmayor del grupo. Como se molestó unpoco por mi pregunta, pensé que sería sunovio. «Sale con este tarado», me dije.No creo que esté de más confesarmeresentido.

Me dijo que al día siguiente habíauna obra y que ella actuaba allí. Mequedé un rato más charlando porque nome parecía mala gente, después de todo.Lástima que les gustara actuar.

A la noche siguiente volví al TeatroChino para ver la obra. Éramos siete enla sala, lo que me hizo recordar algunasandanzas anteriores. Los actores

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llevaban grandes máscaras de cartón deojos y narices gigantescos. Las máscaraseran buenas, los actores no. Pronto vi auna pelirroja. Tenía que ser Teresa.Nadie más podía tener ese color depelo.

En Moby Dick hay todo un capítulodedicado al color blanco. Me gustaríaleer una novela en la que hubiera todoun capítulo dedicado al rojo.

Sentí que el corazón aceleraba. Lahabía encontrado. Ahora tendría quehablarle. ¿Qué le diría? ¿Saldríacorriendo espantada de mí? Aparecíaante mis ojos lo absurdo de toda micarrera de obstáculos hacia ella. Mepreguntaba ¿Le digo la verdad o le

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cuento que la encontré de casualidad?Me decidí por lo segundo.

La obra era un desquicio. Habíaalgún argumento, pero eran tantos losgritos y los golpes que era difícilentender nada. Todos, en algúnmomento, se revolcaban por el piso. Segolpeaban. Ponían «todo de sí mismos».Así lo había dicho el profesor.

Parecía un jardín de infantes conalumnos que repetían desde hacía quinceaños.

Pero yo la miraba solamente a ella.Miraba su cabellera. No digo«cabellera» en vez de «pelo» porque sí,nada más. Realmente le venía bien lapalabra «cabellera», porque da la idea

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de que el pelo cae, se mueve y brilla.No hablaba. Caminaba entre los

actores. La obra era La máscara de lamuerte roja, basada en el cuento de Poe,y ella era la muerte roja.

Me hubiera desilusionadoescucharla hablar y sentir que era unapésima actriz.

Por suerte su mudez siguió hasta elfinal de la obra. Traté de recordar suvoz, no pude.

La obra terminó. Se escucharondesvaídos aplausos. Pensé: a lasprimeras funciones van los amigos yfamiliares cercanos, y aplauden como siactuara Marlon Brando. Después van losconocidos, y aplauden bastante, por

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compromiso. Finalmente, caen los queno conocen a nadie, despistados, oespectadores extraños, que se acercanpor motivos insólitos, como yo. Yaplauden apenas.

Cuando terminaron de saludar pasédetrás del telón. Crucé un patio lleno depaneles de escenografía. La encontré enun cuartito a punto de sacarse lamáscara, frente a un espejo.

Le dije quién era. No pude contarleque la había encontrado por casualidad:me escuché diciendo un cuento absurdo,lleno de incoherencias, es decir, laverdad.

Una carrera de obstáculos.Cuando terminé de hablar,

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relampagueó algo en mi cabeza. Era lalucidez. Y me di cuenta de quesolamente podía esperar que se riera.

No se rió. Se sacó la máscara.Le miré la cara. Había restos de

maquillaje que se le había corrido por latranspiración. Las líneas negras parecíandibujos. Era una cara hermosa. Y elpelo.

Pero no era Teresa.

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11

Las declaraciones de amor son depor sí bastante complicadas, pero siademás uno se las hace a la personaequivocada… Creo que la chica que enese momento tenía adelante, pelirrojacomo Teresa, se habría reído si hubieraestado un poco menos asombrada.

Yo no me sentía ridículo: habíapasado en varios kilómetros los límitesdel ridículo. Estaba en una etapasuperior; la vergüenza había quedadoatrás. Pero todavía tenía ganas de darexplicaciones, así que invité a aquellaimpostora a tomar algo. No pensé que

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iba a aceptar, pero lo hizo.Primero tomamos un café en un bar

que estaba a la vuelta, y despuéspasamos buena parte de la nochebuscando un restaurante que a ella leparecía que quedaba no muy lejos.Había que buscar una calle, de la que nose acordaba el nombre. En cuanto laviera, la iba a reconocer, me dijo.Después cambió de idea: había queencontrar una iglesia. Después dedieciocho cuadras se decidió por unaplaza. En nuestro itinerario no noscruzamos ni con la calle, ni con laiglesia ni con la plaza, así que fuimos acomer a un restaurante chino.

—Teresa hacía el papel que yo hago

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ahora, pero se aburrió de actuar y se fue.No apareció más. No sé dónde estáahora.

Por centésima vez en la noche, ledije que la había confundido por el pelo.

—Me gustaba tanto el color del deella que me lo teñí. Creo que tedecepcioné… Esperabas verla a ella…

—No, al contrario, ya tendré tiempopara encontrarla, si es que la quieroencontrar —le dije.

El restaurante había quedado vacío.Los chinos sólo esperaban que nosfuéramos nosotros para cerrar. Peroestaban convencidos de que debían serpacientes, no ponían las sillas sobre lasmesas, como en los restaurantes

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occidentales, ni empezaban a baldear.La falsa pelirroja que tenía delante

se llamaba Daniela, y ya no era ningúnpuente, ninguna pista hacia Teresa, sinoun infranqueable y hermoso obstáculo.

Nos vimos el día siguiente y elsiguiente y el siguiente.

Pasábamos juntos todo el tiempolibre que teníamos. Me extrañó que losprimeros días nos viéramos tan seguido,como si hubiera algún apuro. Más tardesupe que había apuro.

Cuando estábamos en mi habitaciónse quedaba mirando mis cosas, como sibuscara algo. Estudiaba las piezasoxidadas. Miraba los lomos de loslibros, mi ropa, las paredes

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descascaradas: un detective en el lugardel crimen. También me hacía preguntas.Mostraba un interés desusado pordetalles que yo ni siquiera recordaba.Por ejemplo, se preocupaba por miárbol genealógico.

—¿Pero tu bisabuelo materno fue elque vendía agüita milagrosa…?

—Sí.—¿Y era el que tenía dos familias?—Sí, una en Córdoba y otra en

Buenos Aires. Las dos familias sellegaron a conocer. Las mujeres no setenían rencor, no sé por qué. A lo mejorles parecía natural.

Le mostré una foto en la que estabanlas dos esposas de mi bisabuelo juntas,

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posando sonrientes. Mi bisabuela eramás bien gordita, la otra era una mujermenuda y bonita.

—Lástima que tu bisabuelo no estáen la foto.

—Estaba sacando la foto —le dije.Era el personaje legendario de la

familia. Si había alguien de quien contarcosas, era de él. El resto se habíadejado llevar por la normalidad, lasbuenas costumbres, la monogamia, lostrabajos seguros. En cambio mibisabuelo se había tenido que escaparde la provincia por vender su famosaagüita milagrosa. Lo acusaban decurandero.

Se decía que había ganado con su

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medicina imaginaria una fortunafabulosa y que la había gastado en tresnoches de juego en el sur de Brasil.

Daniela se mostraba interesada portodo. Me hablaba con la seriedad quetienen los chicos.

El quinto día que nos vimos mepropuso que fuéramos a la quinta de unatía, que vivía en Adrogué, pero que sehabía ido del país. Tomamos el tren enOnce hasta la estación, y caminamostreinta cuadras bajo una llovizna helada.Llegamos a la casa con las zapatillasllenas de barro.

El jardín estaba abandonado. Lasplantas invadidas por los yuyos. Entodas partes había caracoles,

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deslizándose sobre las hojas húmedas ybrillantes.

—No venía acá desde antes que mitía se fuera —me dijo Daniela—. Penséque la casa iba a estar en mejorescondiciones.

Pasamos junto a la piscina. Un aguanegruzca cubría el fondo. Flotaban hojasy escarabajos muertos.

Una rana se movió en el agua,agitando la superficie estancada. Mehizo recordar a cacerías de ranas y desapos, cuando era chico. Me acercaba,arrinconaba a los bichos, pero a últimomomento dejaba que se escaparan,porque me daba asco tocar la pielviscosa. Eso me hacía sentir un poco

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cobarde.—Tengo frío. Entremos a la casa —

dijo Daniela. La luz que filtraban lasnubes era intensa y su pelo estabailuminado por una fosforescenciaeléctrica.

La puerta rechinó y olimos unavaharada de humedad. Había pocosmuebles, feos, pesados, de estilosincongruentes, como si la casa hubierasido amueblada con restos de otrascasas. Más tarde me di cuenta de queeso era realmente: un basurero familiar,museo de cosas desechadas.

Tomamos unos mates mientrastendíamos una cama grande con sábanasfrías que encontramos en un cajón. En

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los pliegues había bolsitas de lavanda ynaftalina. Todo parecía viejo yconcluido.

Era la quinta vez que nos veíamos,pero parecía mucho más. Estábamossolos en esa casa a orillas del mundo,entre cosas grises y muertas, y sinembargo, todo lo que hacía, hasta elmínimo gesto, era como poner en marchalos mecanismos nocturnos de algoinesperado que se podía llamarfelicidad. Estábamos solos, tanminuciosamente solos como una parejapuede estar. Bueno, no sé si se podíallamar «pareja». Entonces ella me dijoque en un mes y medio se iría a vivir alsur. Que teníamos un límite por delante.

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No quería comprometersedemasiado, para no sufrir después. Esodijo.

Me habló de una ciudad chica, vidatranquila y todas esas cosas: la utopíasureña.

Me aterraba un poco perderla,porque ni siquiera la había tenido. No sési cinco noches son mucho o pocotiempo. Las noches no se miden porcantidad.

Le pregunté por qué quería irse.—Yo vivía con una chica en un

departamento. Lo alquilábamos entre lasdos.

—¿Y?—Estaba siempre deprimida.

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—Como todo el mundo.—No, un poco más que todo el

mundo.—¿Y? —Había que arrancarle cada

palabra.—Se quiso matar. Pastillas para

dormir y whisky.—¿Se salvó?—Sí, la encontré yo. Le hicieron

lavaje de estómago, estuvo en terapiaintensiva y después siguió conpsicoanalistas, antidepresivos, flores deBach, yoga. No volvió a querer matarse.Pero se me hizo insoportable vivir en laciudad. Pensé en cambiar de lugar. Meestaba volviendo loca yo también.

Afuera hacía frío y el viento entraba

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por las rendijas. Ella puso a hervir unaolla con agua y echó arroz integral,porque era vegetariana y vivía sufriendoel arroz, las verduras y cualquier cosaabominable que fuera comestible. Noera raro que se fuera al sur, repitiendoperegrinaciones hippies.

Yo no sabía qué decirle. Estababastante molesto. Tenía algo así comocelos, pero de nada en particular.Entonces dije: «Mandame postales».

Abrió la puerta y se fue corriendo aljardín.

Salí a buscarla. La encontré junto ala pileta. Solamente tenía puesto unpulóver amarillo sin nada debajo, yestaba temblando. Lloraba. Los grillos

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se quejaban a nuestro alrededor.Tendrían sus razones. La abracé, lemordí la oreja, y debo haber dicho algooportuno, porque recuerdo que dejó dellorar.

En esos momentos se me ocurríanfrases más oportunas que ahora.

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12

Le gustaba sacar fotos, pero movíala cámara. Conservo una colección defotos sin cabeza.

El mes y medio se pareció, en cadauno de sus días, a una despedidademasiado prolongada.

No estaba muy segura de lo que ibaa hacer, pero estaba convencida de quetenía que irse. Yo admiraba esaseguridad. No lograba tomar ningunadecisión excepto en el último momento.

—Voy a trabajar en una radio. Hayuna amiga que está ahí… —Enumerabatodos los oficios posibles. No le

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importaba mucho qué iba a hacer alllegar. Lo importante era marcharse dela ciudad.

Ni siquiera confiaba demasiado ensu utopía sureña. Sus esperanzas eranmódicas, tan razonables que casi nojustificaban el viaje.

El último día estuvimos todo eltiempo juntos caminando. No sabíamosmuy bien adónde ir ni qué decir. Laacompañé a buscar el equipaje.Comimos a la noche en un restaurantedel centro. Yo trataba de simularjovialidad pero casi no podía tragar lacomida.

Me pidió que no la extrañara.—¿Si te escribo me vas a contestar?

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—preguntó.—Sí.—¿Y si te pido que vayas?Fui sincero.—No sé.—Si me hubieras dicho que sí no te

hubiera creído.Aun en los momentos así se

comportaba de un modo razonable.Fuimos a la estación.Iba a viajar en turista. Era una

locura, tantas horas en esos asientosduros que no se reclinaban, con las lucessiempre encendidas. Y el frío. No leimportaba demasiado.

Parecía una escolar a punto de haceruna excursión, sabiendo que no

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importaba demasiado el lugar adonde lallevaran, porque total era una excursión.

Sacó la cabeza por la ventanilla parasaludarme; mientras el tren se alejaba,pude seguir mirándola: el pelo rojosacaba luz no sé de dónde paraconvertirse en una señal.

Pocos días después Marquitos metrajo la noticia de que iban a tirar abajoel edificio.

Yo estaba sin trabajo, sin Daniela,cursando una carrera que no meinteresaba y me parecía milagroso quepudiera seguir levantándome a lamañana. Por eso, en el momento, no mepreocupó demasiado.

—Muchas veces amenazaron y nunca

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cumplieron.—Esta vez es en serio —dijo.Quería que alquilásemos un

departamento juntos, pero yo le recordéque no tenía plata ni trabajo.

Apenas había empezado septiembre.Un hombre nos visitó a cada uno de losque vivíamos. Tenía un maletín negropor si le pedíamos papeles. Dijo que lomandaba el dueño. El edificio tenía queestar vacío antes del 29 de octubre.

En ese momento vendrían lastopadoras y acabarían con todo.

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13

Cuando se fue Daniela, volví a miinvestigación: algún paseo por lafacultad, un par de llamadas telefónicas,todo sin resultado. Ya no buscaba aTeresa, era la inercia lo que mearrastraba. Creo que no habría seguidosi no hubiera sido por una noticia queme dio Flavio y que puso a Teresa ahí,al alcance de mi mano. Y cuando noqueda otra cosa, todavía queda lacuriosidad.

Mi hermano me había escrito unacarta. Era muy raro que me escribiera;nunca lo hacía. La carta decía pocas

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cosas, pero lo esencial era que Flaviohabía conseguido las llaves de undepartamento que mi familia tenía enMar del Plata y que después del despidode mi padre estaban por vender. Nuncaantes le habían dado la llave; en la cartano me contaba cómo la habíaconseguido. Me parecía poco probableque mis padres creyeran que Flaviohabía llegado a algún grado de adultez.Eran optimistas: explicaban todos susdislates a través de la edad; yo mepreguntaba qué pasaría cuando los añospasaran.

En la carta, Flavio me invitaba a quefuera el fin de semana a Mar del Plata,si tenía plata para el viaje, porque

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pensaba que ir solo y fuera detemporada podía ser algo muydeprimente.

Tomé el tren con la esperanza de queno se hubiera arrepentido u olvidado desu invitación, porque apenas tenía platapara el pasaje de vuelta. Hacía cuatroaños que no iba a Mar del Plata. Lleguéel viernes a la madrugada, desayuné enla estación y después tomé un colectivopara el centro. La casa no estaba lejosdel casino.

Crucé los dedos al tocar el timbre.Por suerte atendió; entre sueños, peroatendió. Entré al departamento. Laspersianas estaban bajas y apenasdistinguí, en la penumbra, la forma de

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los muebles. Se había dormido sinventilarlo y el departamento olía ameses de encierro.

Levanté la persiana. Flavio habíamurmurado algo, un saludo quizás, y sehabía ido a la cama de nuevo. Revolvíun poco los placares para ver si todoestaba como lo recordaba. Habíajuguetes viejos, que como de chicos nolos habíamos usado más que por cortastemporadas, habían sobrevivido a añosde juegos, a cuatro infancias.

Me acosté en el sillón y dormí hastalas once. Cuando me desperté, mihermano se había lavado la cara yparecía un poco más humano.

—Vamos a desayunar —dijo.

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—Ya desayuné.—Eso fue hace mucho. Desayuná de

vuelta.Caminamos un par de cuadras hasta

llegar a un bar. Pedimos café con leche ymedialunas, y mientras comíamos, nospusimos a recordar viejos programas.

—Qué suerte que hayas podidovenir. No estaba muy seguro. Pensé quea lo mejor podías estar ocupado.

—¿Ocupado? ¿En qué? —Siempreolvidaba que Flavio se había impuesto,ya de chico, la difícil tarea deidealizarme—. Tenía muchas ganas devenir. Es mejor encontrarnos acá que enBuenos Aires. Es una pena que haya quevender este departamento.

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—¿Te gusta?—No, es horrible, pero igual me da

pena. Es la decadencia total de lafamilia. Y de nosotros no se puedeesperar que alguna vez ganemos algo.

—No lo van a vender. Las cosasestán mucho mejor. Papá está en otraconstructora, así que vas a tener denuevo tu cuota mensual.

Sentí un coro de ángeles a miespalda. Todas las cosas se volvieronbrillantes. Flavio había enunciado esoque yo sentía como mi salvación con laexpresividad de un contestadorautomático.

—Es fantástico, porque estoy sintrabajo.

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—¿Qué te pasó?—No viene al caso, pero la verdad

es que para los trabajos de porqueríaque hay lo mejor es no hacer nada.

Flavio me dio la razón. Había quereconocerlo: era tan vago como yo y seplegaba sin resistencia a esa clase deconvicciones.

A la tarde fuimos a la playa. Hacíafrío, pero yo me había empeñado. Mehabía disfrazado de bañista, con unshort hawaiano y unas ojotasfosforescentes. Las pocas personas quehabía en la playa estaban con pulóver ycampera. Yo temblaba, pero igual quisemeter los pies en el agua. No sé por quéme obstinaba en sufrir de esa manera,

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pero eran costumbres.Mi hermano buscaba caracoles en la

orilla, y yo desechos, alguna pieza demetal para mi colección, trabajada porel mar. Encontré una placa de hierrogruesa, cubierta de óxido.

—A lo mejor es de un barco hundidoen alta mar —dije.

—Si fuera de un barco hundido enalta mar, estaría en el fondo del mar. Elhierro no flota.

Le di la razón. Flavio era realistapara las cuestiones inútiles.

—Ponete contento —me dijomientras yo esperaba que se me secaranlos pies, en lo posible, antes de sucongelamiento—. Encontré un dato de tu

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amor imposible. Tiene un tío que vive enPalermo. Tengo el número de teléfono yla dirección. La familia se comunica conella a través de él. El tío está un pocoloco, según me dijeron. Te tendría quecobrar por este dato.

Se decepcionó al ver que la noticiano me entusiasmaba demasiado. Pero notuve que pensar mucho para darmecuenta que, de todos modos, iría abuscarla.

Es como uno de esos sábados a lanoche en que uno no tiene ganas de hacernada ni arregló nada, pero sale igual, sinningún entusiasmo; total, no hay nadaque hacer.

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Esa noche comimos en eldepartamento porque ninguno de los dostenía plata para cenar afuera. Al menoseso me había dicho mi hermano. Perocuando terminamos sacó varios billetesdel bolsillo y los puso sobre la mesa.

—¿Y esa plata?—Estuve ahorrando.—¿Para qué?—Para el casino. Necesito pagar

mis clases de parapsicología.Le dije que no lo iban a dejar entrar

porque era menor de edad pero seempeñó en ir. Traté de convencerlo deque iba a perder sus ahorros en minutos,pero estaba convencido de que era su

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día de suerte. Hablaba como uniluminado.

—Tengo una cábala. No la inventéyo, me la pasaron. Acá está, anotada enun papelito.

—¿Quién te la dio?—¿Te acordás de Sergio, que era

compañero de secundaria? Bueno, me ladio el tío.

—¿El que tuvo que hipotecar lacasa?

—Sí, ése. Hay que apostar anúmeros impares menores de quince enlas primeras jugadas…

Estuvo media hora explicándome enqué consistía la cábala. Llegué aentender el esquema del juego, pero no

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el paso (mágico) por el cual esa suma dejugadas se convertía en seguro triunfo.Flavio me acusó de derrotista, pero nose dejó intimidar por mis consejos(«Asociate al club de madres», me dijo)y partimos rumbo al casino.

Yo tenía la esperanza de que lepidieran los documentos en la entrada, ode que no nos dejaran entrar por nuestravestimenta (teníamos jeans y remeras yyo imaginaba que la gente iba al casinode smoking o algo parecido), pero nohubo caso. Flavio compró las entradas yatravesó el hall como si nada, mientrasque a mí sí me detuvieron y me pidierondocumentos. Flavio estaban tanobsesionado con su cábala que ni

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siquiera se distrajo en burlarse.—Que tengas suerte —le dije.—Más que suerte, intuición y

disciplina.Yo no había entrado nunca antes al

casino: me parecía estar en medio deuna película berreta. Flavio se movíacomo si hubiera nacido allí. Compró lasfichas, de color rojo, y fue a una de lasmesas. Ya me había advertido que elcolor rojo tenía algún significadoespecial.

—No elijo la mesa al azar. Tengocomo un presentimiento —me sonrió concomplicidad.

Consultó por última vez su papelito,a escondidas, porque sospechaba que el

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cuerpo de seguridad se arrojaría sobreél, y se lanzó a apostar. Eligió el 5 yperdió. Apostó al 7 y salió el 36;después puso fichas en varios casillerosjuntos y también perdió. Le quedabanpocas fichas.

—Guardá algunas, que no vas atener plata para volver —le dije.

—Todavía no terminé. Ya va a salir.Está ahí, puedo olerlo.

Preferí no ver el final y fui a dar unavuelta. Caminé entre las mesas, miré a lagente, calculando: «Bueno, ahora lequedan siete fichas, ahora cuatro, ahorajuega la última». Cuando pasé abuscarlo ya había terminado de jugar.Me alegró ver que no parecía demasiado

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amargado.—Prefiero no ser ambicioso y parar

acá. Para saber jugar hay que sabercuándo detenerse —sentenció. La frasedebía ser de algún manual barato deltipo: «Cómo hacer saltar la banca».

—¿Perdiste todo?Se sorprendió de que esa

posibilidad pudiera ser enunciada. Memostró los bolsillos de su campera dejean llenos de fichas.

—El triple de lo que aposté. Ahoratengo para mis clases. Si desarrollo miintuición un poco más creo que podríaganar una fortuna.

Esa noche nos quedamos hablandohasta las tres de la mañana. Lo que a mí

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me parecía un milagro, para él era lomás natural del mundo.

—No es suerte. Un poco dematemáticas y otro poco depresentimiento. Eso es todo.

Le pedí que no me hablara como ungurú de televisión y se ofendió.

—Dejé el colegio —me dijodespués—. Me aburría demasiado. A lomejor retomo el año que viene.

El año que viene era un territorio losuficientemente borroso como para queentraran allí todas las cosas que habíapor hacer. Yo también tenía el año queviene ya completo de tareas que nuncallevaría a cabo y que, confinadas allí, almenos no me molestaban.

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Seguimos hablando del colegio. Noestaba muy convencido de volver algunavez. Bastaba que mencionara el temapara que yo recordara el aburrimiento yese perfecto, acabado, sentimiento deinutilidad que era lo que me habíaquedado. Me contó también que sepeleaba todos los días con papá, porqueél quería que siguiera estudiando paraque entrara en Derecho.

En mi familia siempre estuvieronobsesionados con la universidad.

—Estaba tan seguro de que yo teníaque ser abogado y servía para eso quehasta me hizo hacer un test vocacionalen un instituto. No es para convencermea mí sino a vos, me decía. Ya vas a ver

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cuál es el resultado: abogado. ¿Y quésalió, después de tantas preguntas,entrevistas y dibujitos? Nada. Lalicenciada me dijo: «Hicimos ya 15.900tests vocacionales en este instituto y esla primera vez que sale uno sin ningunainclinación hacia ninguna carrera otrabajo». Estaba maravillada. No mesacaba los ojos de encima. «O bien hayalgún error», me dijo «o bien es unmilagro». Me propuso que me dedicaraa eso, a poner en prueba la efectividadde los tests vocacionales de todo elmundo. Así me llenaría de plata.

Flavio siguió hablando mientrastomábamos mate. Me contaba todo comosi esperara alguna clase de respuesta.

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Yo pensaba, y no decía nada, que era laversión dos años después de los mismosproblemas.

—En cambio vos —dijo— estás enBuenos Aires, estudiando. No tenéstrabajo pero ya vas a conseguir. Sabéslo que querés hacer. Está bien, estás unpoco desequilibrado con ese asunto dela chica pelirroja, pero ya se te va apasar. Tenés la vida resuelta.

No quise decepcionarlo y no abrí laboca.

—Lo que me gusta —dijo de pronto,y abrió los ojos y pude ver lo que lefaltaba cuando hablaba de cualquier otrotema: el entusiasmo— es el curso deparapsicología que estoy haciendo. No

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es para reírse. No lo dicta un chanta sinoun hombre serio, el licenciadoMaguncia. En poco tiempo más seguroque voy a poder mover las cosas con lamente.

Supuse, en ese momento, que teníaque darle buenos consejos. Que volvieraal colegio. O que trabajara. Que nohiciera más cursos de parapsicología.Que pusiera los pies sobre la tierraporque cualquier levitación dura untiempo muy corto y después hay quevolver a acatar la ley de gravedad.

Pero él no podría creer en ningunode mis buenos consejos, porque yo noestaba para eso. Porque yo no tenía lavida resuelta. Porque a mí me parecía

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algo terrible tener la vida resuelta.Si yo hubiera dicho algo así como

«Te conviene seguir estudiando, sentarcabeza, ya sos grande…», él hubierapensado: está mintiendo.

Traté de ser lo más sincero posible.Le dije que a veces uno pasa pormomentos de caos. Meses, un año, enque todo tambalea.

—¿Querés decir que yo estoypasando por uno de esos momentos decaos?

—Sí.—¿Cuánto dura?Me encogí de hombros. En realidad

creía que había un gran caos y pequeñosmomentos de estabilidad. Por eso

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preferí no seguir hablando. No teníaninguna prueba al respecto. Y, despuésde todo, yo era su hermano mayor.

Me adelanto un poco: mi hermanonunca logró mover cosas con la mente,aunque insistió, aunque se convirtió enel alumno aventajado del profesorMaguncia. Yo hubiera dado cualquiercosa para que los objetos que él seempecinaba en desplazar, asistido por ellicenciado (primero botellas, vasos,después un pedazo de telgopor, yelementos cada vez más leves: una hoja,una pluma, un mosquito muerto) semovieran. Pero el mundo era, para

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Flavio, un lugar lleno de cosasinmóviles y pesadas, impermeables a lasdiscretas energías de su mente, y que noservían más que para impedirle el paso.

Antes de despedirnos me mostróalgunas fotos de la familia, ordenadas enun álbum de plástico de tapas negras.Eran del cumpleaños de una de mishermanas.

Como todas las fotos de reunionesnocturnas, el flash le ponía a todas lascaras ojos rojos, dándoles un aspecto deinvasores interplanetarios.

Mis hermanas tenían vestidos nuevosy parecían más grandes. (Me di cuentade que cuando pensaba en ellas lasimaginaba en una edad neutra, una

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especie de resumen de lo que habíansido de más chicas: caras de los 11, delos 13, de los 15 años superpuestas.)Florencia, que tenía en ese momento 17años, arrastraba en todas las fotos a untipo disfrazado de detective de DivisiónMiami, que era una especie de novio,según me dijo Flavio. Tenía una cara tancomún que era parecido a casi todo elmundo. Marcela, la más chica, posabacomo para un desfile de modelos.

En una de las fotos había una grúaarmada con un mecano que mi padre mehabía regalado cuando cumplí doceaños, y que alguna vez me prestó paraque jugara. El juguete tenía cerca de unmetro y medio de altura.

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—Papá hizo esa grúa cuando estabasin trabajo. Se pasaba horasensamblando las piezas. Primeroarmaba, después desarmaba. Mamá ledecía que estaba loco, y que lo iba aechar de la casa. Ahora está haciendouna grúa de verdad, y por eso tiene queir por unos días a Buenos Aires. Te va avisitar. ¿Vos no pensás ir a Córdoba?

—No, por ahora no.—Puedo prestarte plata, ahora que

gané.—No es por eso.Iba a decir algo más pero no sabía

qué. Era un poco difícil darexplicaciones. Habíamos empezado acaminar por la costa, alejándonos del

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centro, mientras el viento soplaba más ymás fuerte. Ya era hora de dar la vuelta,prepararnos para el viaje de regreso.

—Fui a Buenos Aires a buscar a unachica que no encontré, a estudiar unacarrera que ahora me aburre y a buscartrabajo, que no tengo. No es un buenbalance.

—Esas son razones para irte deBuenos Aires, no para no volver aCórdoba.

—¿Sí?Me quedé un momento pensando en

lo que acababa de decirme.—Creo que son buenas razones para

no volver a Córdoba.—No nos entendemos en esto —dijo

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él.—No, creo que no. Sea como fuere,

no voy a volver por ahora.Fuimos al departamento a buscar las

cosas. Cerramos las ventanas y ledevolvimos ese aspecto lóbrego de casaabandonada. Lo acompañé hasta laestación de micros.

—Mandales saludos a todos —dije.—Podrías escribir unas líneas.

Tengo cinco minutos.—Es difícil escribir cartas, y más

así, apurado.En ese momento me miró con alguna

especie de desconfianza. Pero no por loque yo acababa de decir, sino por algoque le pasó por la cabeza en ese

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instante. En ese momento supe, aunqueel gesto no duró un segundo, que éltambién me reprochaba que yo mehubiera ido. Los demás lo habían hechonotar con claridad, pero él no. De él nolo había sabido hasta ese instante. Sehabía descuidado al despedirnos y esobastó para que yo supiera la verdad.

Me apuré a saludarlo porquenecesitaba escapar de él. Sentí un pocode alivio cuando subió al micro y losvidrios opacos desdibujaron su cara,mezclándola con las caras de los demáspasajeros.

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Pasó solamente una semana antes deque mi padre viajara a Buenos Aires.Por suerte estaba sobre aviso y me habíapreparado mentalmente para eseencuentro. Había imaginado los diálogosque podríamos tener unas cientocincuenta veces. Diálogo 1: padre enactitud irónica. Diálogo 2: padre enactitud sobreprotectora. Diálogo 3:padre en actitud de expectativa ydesconcierto, etcétera. Los cálculosfallaron. El encuentro fue una mezcla detodos los diálogos que había imaginado,pero en desorden y, a menudo, con los

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papeles cambiados.Encontré un papel pegado al portero

eléctrico (que funcionaba comoreceptoría de mensajes, porque habíaperdido sus posibilidades eléctricasdesde mucho antes de mi llegada). No sehabía animado a subir, aunque la puertade calle estaba siempre abierta.

Me citaba en una confitería a la queyo nunca había ido, no muy lejos de allí.Una de esas confiterías para citas detrabajo y parejas tontas adonde la genteva a mentirse en asuntos de dinero o deamor. Faltaban todavía tres horas para elencuentro.

Traté de ser puntual. Había ido a veruna película de vampiros a un cine

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minúsculo y vacío, y al salir, las callesya estaban oscuras. Cuando me acerquéa Corrientes, me di cuenta de que habíaun corte de luz en casi toda la avenida.Los semáforos tampoco funcionaban yen cada esquina se oían bocinazos ygritos. Ya era casi la hora y me apuré,caminando del lado del cordón, para irmás rápido, pasando por detrás de losquioscos de diarios. Llegué a laconfitería donde nos habíamos citado.Estaba a oscuras, pero habían puestovelas en las mesas.

Al entrar busqué a mi padre con lavista, pero no lo encontré porque nohabía luz suficiente. Caminé hasta elfondo. Ahí estaba, cerca de un teléfono

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público, con los anteojos puestos parapoder reconocerme. Le di un abrazo.

—Salgamos de acá —le dije,tirándolo del brazo.

—No terminé el whisky. Ahorasalimos. Pedite algo.

Pedí una coca. Le pregunté por sutrabajo y extendió sobre la mesa losplanos de una grúa en la que estabatrabajando. No había luz suficiente paraver nada. Siempre me habían gustado lasgrúas: en la calle me paraba a ver, en lasobras en construcción, las máquinas quesostenían bloques de cemento de variastoneladas a decenas de metros del suelomientras un hombre solo las comandaba.Me gustaba que mi padre estuviera

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trabajando en algo así.—¿Qué tal tus cosas? ¿Tenés

trabajo?—Por ahora no, pero estoy

buscando. Es difícil conseguir.—Te traje algo de plata. ¿Y la

carrera?—Bien.—Podrías haber seguido algo más

útil. Abogacía, por ejemplo.—¿Por qué abogacía? ¿Por qué

querés que todos seamos abogados?—Conviene tener un abogado en la

familia.—¿Por qué no estudiaste vos

abogacía?—¿Yo? Estás loco. Es muy aburrido.

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—¿Y por qué tenemos que seguirnosotros?

—Mirá, vos y tu hermano se aburrende cualquier cosa, así que ya que se vana aburrir de todas maneras, por lo menospueden seguir una carrera útil.

Salimos del bar. Entonces pudeverle la cara. Parecía más flaco,descansado y bronceado.

—Aproveché para jugar al tenisahora que estuve sin trabajo. Pierdosiempre, pero me hace bien igual.Lástima que recupero el agua quetranspiro con cerveza. Me viene bienestar una temporadita sin trabajo poraño. ¿No vas a volver a Córdoba?

—No, por ahora no. Tengo cosas que

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hacer.—Ah sí, la agenda completa,

seguramente. Un fin de semana, aunquesea. Es más fácil que te muevas vos aque nos movamos todos.

—Un poco más adelante.—Quisiera que estuvieras allá para

hablar con tu hermano. Yo ya no sé quédecirle. No sos mucho más lúcido que élpero igual algún consejo podrías darle.Tiene 16 años y lo único que hace esestudiar parapsicología y jugar con lascalextric. ¡A los 16 años, te das cuenta!Todos mis amigos tienen más o menoslos mismos problemas con sus hijos: oque los pescaron con drogas, o quevuelven a las cinco de la mañana o que

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le tiraron a la madre una silla en lacabeza. Yo no puedo abrir la boca.Imaginate, cómo voy a decir: elproblema de mi hijo es que estudiaparapsicología y juega con la scalextric.Creo que me echarían de la empresa. Loúltimo que se le ocurrió es investigarquién fue en su vida anterior.

—Eso no me lo había dicho.—Empezó hace tres días. Se va a

hacer hipnotizar para remontarse a susvidas anteriores. Además, el otro díahizo ese juego de la copita en el que sesupone que hablan los espíritus. La hizoparticipar a tu madre. La copita empezóa moverse y apareció el nombre de tuabuelo. A tu madre le agarró un ataque

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de pánico. Tuve que darle un calmante.Uno tendría que tener quince, o treinta ycinco hijos, como los patriarcas de laBiblia, a ver si así la pega con alguno.

—De quince hijos, alguno puedesalir abogado.

—Igual me quedan tus hermanaspara insistir.

—No las veo.—No creas. Florencia promete. Lee

muchas novelas de Perry Mason. El otrodía fue a ver una película de esas dejuicios y salió muy entusiasmada.Lástima que tiene ese novio idiota. Si noperdiera tanto tiempo con él podría seruna buena estudiante.

Me llevó a comer a un buen

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restaurante y pude pedir dos platos,vino, postre y café. Me contó cómo leiba en su nuevo trabajo.

—El único problema es que mepusieron una secretaria que es unabelleza y tu madre está convencida deque es mi amante. Yo le digo paratranquilizarla: «Ojalá fuera mi amante.Estaría bailando cancán en la cornisa».El otro día me tiró un plato. Yo creíaque esas cosas pasaban solamente en laspelículas. Antes solamente había llegadoa tirarme un libro. Pero todo se vuelvemás peligroso con los años.

Al día siguiente lo acompañé hastael aeropuerto. Me había tenido quelevantar a las siete de la mañana y

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esperaba que mi padre hubiera notadoese terrible sacrificio, pero a él no lellamó la atención. Durante toda lamañana me estuvo hablando de suserrores como padre y de lo que hubieratenido que hacer.

—Cuando vos eras chico tu madreme traía los libros de Piaget y trataba deque yo entendiera algo. Ahora le digoque tendría que haber sido un poco másduro. Un poquito, nada más. El otro día,después de discutir con tu hermano,busqué en la biblioteca los libros dePiaget que decían que no había que serun padre autoritario y todo eso, y los tirépor la ventana.

Bueno, pensaba yo, faltan por lo

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menos tres meses para que tenga quevolver a escucharlo.

Llamaron a embarcar a los pasajerosdel vuelo a Córdoba.

—¿Te sobra alguna fotocopia de lagrúa?

Abrió el maletín de cuero negro ysacó una hoja. Miré el dibujo. Erahermoso. Me maravillaba que pudieramanejarse con claridad en esos planos,en aquel enjambre de líneas y vectores eíndices de resistencia del material ocualquier cosa que fueran aquellascifras, mientras que cualquier obstáculoreal lo ponía en un estado de absolutodesconcierto.

—¿Cuándo nos volvemos a ver? —

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preguntó, mientras buscaba en susbolsillos la tarjeta de embarco.

—Para las fiestas voy.—Como Papá Noel. Sólo para las

fiestas.Me dio un abrazo y un beso y se

alejó.Sentí un gusto amargo en la boca.

Me acerqué a un quiosco para comprarun paquete de pastillas de menta. Almeter la mano en el bolsillo de lacampera encontré un papel. Era ladirección del tío de Teresa. Hacíavarios días que creía, aliviado, que lohabía perdido. Había buscado en todaspartes (no quería encontrarlo, perobuscaba exhaustivamente igual) menos

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ahí.Compré un paquete de pastillas de

menta y veinte cospeles de teléfono.

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15

La voz era tan rara que pensé que meestaban haciendo una broma o que mehabía comunicado con la agencia dedoblajes.

Era el tío de Teresa, RodolfoCarmine.

—No le puedo decir dónde viveporque no lo sé —dijo con una voz másparecida al sonido de una trompeta quea otra voz cualquiera—. Ella es unachica muy especial, hay que sacarle laspalabras con tirabuzón. Viene todos losmiércoles a verme, para buscar noticiasy la plata que le manda mi hermana; que

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si no fuera por eso, no me visitaría niuna vez en el año. Así que lo que puedoproponerle, si usted es amigo, es quevenga a casa el miércoles a las seis.

Estuvo hablando como media horamás. Temí que personalmente fuera peorque por teléfono.

Me asustaba un poco la idea de unencuentro directo, de improviso, y conel tío delante. Quedaría en claro que yono era tan amigo como había dicho porteléfono porque ella, probablemente, nose acordaría de mí.

Yo era ése que estuvo en la fiesta detal, y que te miraba con ojosdesorbitados; tendría que decirle algopor el estilo para que me ubicara.

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Había algo así como un amigocomún, al que pensaba usar, si llegaba laocasión.

No importa en qué situación unoesté: uno nombra gente, y se arreglan lascosas. Todos nos conocemos de algunaparte, todos tenemos algún familiar oamigo en común, todos descendemos deAdán y Eva.

Lo que más temor me daba era queella estaba en la categoría «mujer de missueños». Y es bueno que las mujeres delos sueños se queden allí, en los sueños.Cuando uno las convoca a la realidad,las cosas no salen como estabanplaneadas.

De todas maneras me decidí. Hay

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algo en mí muy parecido a la valentía.La inconsciencia.

La casa estaba en una esquina. Habíasido, décadas atrás, una casa simplepero hermosa y, por desorden ovanguardismo del arquitecto, estaballena de ángulos imprevistos, ventanasromboidales, paredes que se abrían en45 grados. Ahora estaba con el frentederruido, la puerta sin barniz, algúncaño a la vista entre el revoquecarcomido.

Un hombre vestido con ropasanticuadas me abrió la puerta. Teníaunos cuarenta y cinco años, pero la ropa

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lo avejentaba. «Rodolfo Carmine», dijo,tendiéndome la mano. Me hizo pasar auna sala en donde había una mesa y unjarrón con jazmines marchitos, quellenaban la habitación de un olor pesadoy dulzón, y paredes cubiertas de estantescon libros. En un viejo winco se oía untango de donde, entre guitarrasmetálicas, emergía una voz para mídesconocida, a pesar de que a mi padrele gustaba el tango y tenía todos losdiscos de cantantes de antes del 50 queuno pudiera imaginar.

Me sirvió un café casi transparente.Los dos pocillos eran desiguales: el míotenía unos dibujos chinos: un dragóndorado sobre negro.

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—Así que usted quiere encontrarsecon Teresa. Amigos de Córdoba,seguramente. Yo me vine de la doctacasi de pibe, atraído por las bellasletras.

Encendió una pipa. El olor a tabacodesplazó a los jazmines.

—¿A qué se dedica?, si no esindiscreción —preguntó— Déjemeadivinar, que tengo dotes para laintuición. ¿Medicina, tal vez? Le veocara de futuro galeno. Lo imagino conbisturí y barbijo.

—No, estudio geografía.—Apasionante. Los ríos torrentosos,

la aridez de los desiertos, la geometríaapabullante de los paralelos y

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meridianos que se obstina en cortar elmundo como una naranja.

Siguió hablando durante treintaminutos. Yo miraba impaciente la horaen la pared. Era un cucú. Carmineadvirtió mi atención.

—Hermosa máquina, ¿no es cierto?Orgullo de los suizos, como loschocolates. Aunque es un artefactomecánico, no pierde la calidez de lamadera, y añade la sorpresa delpajarito. Patrimonio de familia.

Cuando llevó los pocillos a lacocina, me acerqué a la bibliotecaporque algo me había llamado laatención: todos los libros (y serían unosseiscientos) eran iguales. Leí en el lomo

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el título repetido: El arpa de alambre depúa, por Rodolfo Carmine.

Algunos estaban nuevos, otrosamarillentos, quemados por el sol, ohinchados por la humedad, o sin tapas, ocon el lomo roto.

—Veo que le extraña mi colección—dijo al entrar—. Le voy a regalar uno.

Tomó un libro de la biblioteca ydestapó una lapicera.

—¿Su nombre?—Max. Maximiliano.«Al geógrafo y cartografista Max, de

su amigo, Rodolfo Carmine», escribiócon tinta roja.

—Tenga, guárdelo. Lo publiqué haceaños. Pero un día encontré uno de mis

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libros en una mesa de oferta. Estabadedicado a un amigo, que lo habíavendido, el muy traidor. Me pareció quetenía como un aire de tristeza el libro,ahí abandonado, mendigando lectoresentre obritas pornográficas y manualesde cuarto grado. Entonces lo compré yahí nomás se me desató una especie decompulsión. Cada vez que encontraba unejemplar de El arpa… lo compraba. Sieran veinte, me traía los veinte a casa,con el voluptuoso interés delcoleccionista. ¿Qué le parece?

Su mano señaló los anaqueles delomos idénticos.

—Es una especie de alegoría sobrela literatura y el arte en general. ¿No lo

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conmueve la imagen del artista tañendoel arpa y lastimándose los dedosmientras toca? Y sin embargo no deja detocar. Un joven como usted sería ellector ideal. —Su voz ya no se parecía auna trompeta, sino a la de las siete delApocalipsis.

Me miraba expectante para que yodijera algo. Me salvó el timbre.

Era Teresa.

Había estado meses buscándola yahora venía hacia mí.

Saludó a su tío y me miró sinreconocerme, por supuesto. Mencioné aaquel amigo común, y entonces aceptó

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que se acordaba de mí.Era hermosa. Era lo único que me

acordaba de ella y la memoria no mehabía mentido.

—Me encanta que mi sobrina estudiearquitectura —dijo Carmine—. ¿Sabe loque dijo el gran Le Corbusier cuandovino a Buenos Aires y le preguntaronqué se necesitaba para reformar laciudad? Él respondió: dinamita.

Aproveché la mención para inventaruna excusa.

—Sabía que estudiabas y queríapedirte algunos datos antes de entrar enla facultad.

—Cómo, ¿usted no estudiabageografía?

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—Quiero cambiarme de facultad —alcancé a inventar.

—Será una pérdida para la geografía—dijo el tío.

—Está bien —dijo ella—, perovayamos a otra parte.

Saludé a Carmine. Él me alcanzó ellibro que me había regalado cuando yanos estábamos yendo.

Me di cuenta entonces de que estabacaminando solo con Teresa (nada nosinterrumpía, no había ningún obstáculo)y que no sabía qué decirle.

Pensé en contarle la verdad, que lahabía buscado durante meses y todo eso,pero no lo hice. Mantuve mi excusaincreíble. Yo ya había dicho la verdad

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una vez, y se la había dicho a Daniela, yahora no podía volver a hacerlo. Laverdad le pertenecía a Daniela.

Ahora me tocaba mentir.

Quedamos en vernos al díasiguiente.

Nos encontramos en una confiteríade la avenida Santa Fe, porque a ella legustaba esa zona. Fue puntual. Tomamosun café y me habló durante una hora dela arquitectura, de los profesores, de loshorarios, de los paros que le impedíanestudiar.

Como había mantenido esa excusapara verla, no me quedaba más remedio

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que escuchar.Era muy raro el contraste entre su

cara, tan hermosa, y todo el aburrimientoque emanaba de su persona. No podíancoincidir en un mismo cuerpo.

—¿Tenés auto o moto? —mepreguntó mientras mirábamos vidrieras.

—Ni auto ni moto.—Lástima. Una vez tuve un novio

que no tenía nada. Era terrible ir encolectivo a todas partes. Por suerte nospeleamos.

Cada tanto volvía preocupada a laforma en que yo había llegado hasta ella,pero yo desviaba la conversación.

Hablé poco, y siempre para darle larazón en todo. Cuanto más estaba con

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ella, más quería que volviera Daniela.En el fondo me gustaba estar con Teresaporque si tenía vuelta la cara a un lado,y yo no le miraba más que el pelo, eracomo estar con Daniela.

Caminamos por Santa Fe, miramosvidrieras, entramos en largas galerías.Me hizo algunas preguntas sobre mí,pero cuando empezaba a contestar, ellame hablaba de otra cosa.

—Nos podemos encontrar algún díade éstos —me dijo al despedirnos.

—A lo mejor nos vemos en lafacultad —dije.

Un beso en la mejilla, un papel conuna dirección que tiré a los pocosminutos; así terminó mi investigación.

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De todas las cosas que habíaemprendido, aquella búsqueda parecíahaber sido la más estúpida, la másabsurda, la más insensata.

Pero no lo fue: porque en el caminome había encontrado con Daniela.

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16

Primero se fue Verónica. La encontréfrente a mi puerta; había dejado losbultos abajo.

—Me voy a la casa de una amiga —dijo—. Apurate, que quedan pocos días.

—Estoy en eso —mentí.—¿Adónde te vas a ir?—Ando buscando. Quedan unos días

todavía; no hay tanto apuro. Si unoaprovecha bien el tiempo…

Me dio un beso en la mejilla.—Es un poco triste irse de acá. Es

un buen lugar, aunque los caños esténrotos, ¿no? —me preguntó.

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Le contesté que sí con la cabeza. Eraalgo más que un buen lugar para mí: erael único.

Prometimos volver a encontrarnos.Uno siempre queda en volver a versecon una cantidad de gente a la quedespués no ve jamás.

Después se fue Marquitos.—¿Qué estás haciendo con todas las

cosas sin guardar? —me preguntó—. Entres días tiran abajo el edificio.

Yo no había empacado nada. Es más,había ordenado la pieza por primera vezen meses. Era algo así como hacer unalimpieza general de la casa cincominutos antes de Pompeya.

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—¿Qué vas a hacer? —Marquitosmiraba mi actitud serena, casi oriental,con la que tomaba el asunto.

—Mañana voy a buscar una pensión.—Yo voy a estar en lo de mis viejos

un tiempo, mientras busco dónde vivir.Me anotó en un papel la dirección.—Si no tenés dónde estar, vení. No

es muy cómodo y además mi madre esinsoportable, limpia el lugar donde estássentado, te obliga a andar con patines,pero es mejor que nada.

Se sentó en la cama.—¿Dejaste de ir a la facultad?—Sí, no aguanté más —dije—. Me

levanté en medio de una clase, y al salir

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del aula me di cuenta de que no iba avolver.

—Lástima.—¿Por qué?Marquitos se encogió de hombros.—Ahora no tengo nada que hacer en

la ciudad.—¿Vas a volver a Córdoba?—No. No tengo la menor idea de lo

que quiero hacer. Es mejor que pienseun poco. Por lo menos, tengo que decidirqué es lo que no quiero hacer.

Me dio un abrazo.—Estoy seguro de que no vas a

conseguir nada antes de que tengas queirte, así que te espero en casa —dijo, ybajó corriendo las escaleras.

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Al día siguiente empaqué mis cosas,pero no me decidí a buscar una pensión.

El edificio había quedado solo paramí. Recorrí los pisos, como si fuera elnuevo dueño de una casa lujosa. Habíados departamentos que tenían lacerradura rota, y los investigué como sibuscara algo.

Disfruté mucho de esa expediciónpor el edificio vacío. Tenía algo debarco hundido.

El último día llevé todas mis cosas ala planta baja.

Resolví dejar mi colección depiezas de metal, porque eran demasiadopesadas como para transportarlas. Noimportaba; en cualquier momento podría

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empezar a juntar de nuevo.Después fui a los baños, y tapé con

trapos las vías de desagüe de loslavatorios y las bañaderas. Abrí lascanillas y dejé correr el agua.

El agua desbordó las viejasbañaderas de losa, atravesó el piso delbaño y anegó las maderas oscuras delparquet, para filtrar hacia losdepartamentos inferiores. Varios chorroscomenzaron a caer sobre el techo dehierro del ascensor.

Ríos que venían de los diferentespisos se encontraron en la escalera demármol, para llegar hasta la planta baja,hasta mis pies.

El edificio era como una gran

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máquina hidráulica que hubieracomenzado a funcionar mal, a dejarsearrastrar hacia el caos.

Quise cerrar la puerta, pero alhacerlo vi que había una carta detrás dela placa dorada. Miré el destinatario:yo.

Era una carta de Daniela.

Llevé mis cosas hasta un bar y mepuse a leer. La carta tenía un tonopublicitario. Hablaba de las maravillasde aquella ciudad del sur. Parecía unmanifiesto hippie.

Me decía que fuera, queintentáramos algo, que total no había

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nada que perder.Bueno, me convenció.La frase «No hay nada que perder»

siempre me tienta, aunque seainvariablemente falsa.

Fui a la casa de Marquitos. Le dijeque estaría solamente un par de días.Los padres lo trataban como a un hijopródigo: la madre preparaba comidascomplicadas, tratando de evocar gustosde infancia; le hacía postres, lo dejabadormir hasta tarde. Marquitos se veíaterriblemente incómodo, como si lohubieran confundido con otra persona yno supiera cómo aclarar el error.

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No hay nada peor que convertirse enhijo pródigo. Por eso yo no queríavolver a Córdoba. No se puede volverdiciendo: bueno, perdí, las cosas no mefueron bien, hagamos de cuenta que nadapasó. Sigo siendo el de antes: eldesayuno, por favor.

Saqué el pasaje para un miércoles ala noche.

Antes de partir pasé frente aledificio. Había dos volquetes junto a lapuerta. Varios obreros lo estabandesmantelando; arrancaban las cosasque tenían algún valor: canillas,radiadores, puertas, ventanas, bronces.

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Miré hacia mi ventana. Un obrerosacó de cuajo el ojo de pez. Después,con una maza, hizo volar las tejas grisesen pedazos, que cayeron sobre la calle.

Crucé a la otra vereda, levanté unateja rota y la guardé.

Con mi equipaje al hombro caminéhasta la estación. Faltaban algunascuadras para llegar cuando empezó allover. En un quiosco compré una revistade historietas y busqué mi tren. Me sentéen el vagón, aunque todavía faltabamedia hora para partir. Leí toda larevista. Me sentía raro, como enfermo: ami alrededor la fuerza de gravedaddesaparecía, me quitaba peso, meahuecaba el cuerpo. Era alguna clase de

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felicidad.Pensé en Daniela. No sabía si me

esperaba o no. O si se había arrepentidode invitarme.

Me alejaba de los viejos errores, olo que fueran, e iba hacia los nuevos. Ysaber eso era todo lo que necesitaba.

El tren se puso en marcha.

Page 209: Max viaja a Buenos Aires para - eet602.edu.ar · Fui a ver el edificio. Era en la calle ... portera dijo una cifra. —No soy la dueña. No puedo ... ginebra que él había comprado.

PABLO DE SANTIS. Nació en BuenosAires en 1963. Ha sido guionista y jefede redacción de la revista argentinaFierro y ha trabajado como guionista yescritor de textos para programas detelevisión. Su primera novela El palaciode la noche apareció en 1987 a la que lesiguieron Desde el ojo del pez, La

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sombra del dinosaurio, Pesadilla parahackers, El último espía, Lucas Lenz yel Museo del Universo, Enciclopediaen la hoguera, Las plantas carnívoras yPáginas mezcladas, obras en su mayoríadestinadas a adolescentes.

Su novela El enigma de París fueganadora del Premio IberoamericanoPlaneta-Casa de América deNarrativa 2007.