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La reseña (material para el parcial domiciliario) Taller de Expresión I Cátedra Klein 2012

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La reseña(material para el parcial domiciliario)

Taller de Expresión I

Cátedra Klein

2012

Índice

1. Reseñas literarias

-Sobre Recorre los campos azules, de Claire Keegan, por S.P.

-Sobre La casa de los conejos, de Laura Alcoba, por…

-Sobre Los lemmings y otros, de Fabián Casas, por Sandro Barrella

-Sobre Mil gotas, de César Aira, por Romina Freschi

-Sobre La confesión, de César Aira, por Soledad Quereilhac

-Sobre Dejen todo en mis manos, de Mario Levrero, por Patricia Somoza

-Sobre Realidad, de Sergio Bizzio, por Patricia Somoza

-Sobre El hijo, de Solange Camauer, por Patricia Somoza

2. Sobre el género

-“La reseña literaria”, Carme Font

-“Enamorados”, Graciela Speranza

-“Críticos de cine", Javier Porta Fouz (fragmento)

1. Reseñas literarias

El País, Montevideo

CuentosRECORRE LOS CAMPOS AZULES, de Claire Keegan, Eterna Cadencia Editora, Buenos Aires, 2009. Distribuye Ediciones del Puerto, 206 págs.

Hay una facilidad en la novela, una deriva gozosa a la que el

lector está dispuesto a entregarse, que no siempre se produce en el

cuento. Las novelas –incluso las malas– proporcionan una ilusión de

familiaridad, un apego, una tranquilidad que proviene de su

duración, de la reiteración de nombres propios, del mero discurrir. El

cuento casi nunca es así. Por su propia brevedad el cuento es intenso

y, por lo tanto, desapacible.

La superposición, además –la presencia obligada de otro

cuento que empieza cada vez que el anterior acaba– hace que el

clima del relato, ese milagro del ámbito creado por la historia, se

pierda rápidamente. Pero ocurre con ciertos cuentos lo que ocurre

con ciertos poemas: se niegan a irse. Se imponen, pese a su

brevedad, como mundos perfectos, reales, de los que no es posible

salir. Así son los cuentos de Claire Keegan.

En su libro Formas breves (Anagrama, 2000) Ricardo Piglia

postula el cuento contemporáneo como una estructura cuyos

fundamentos están en el cruce entre una historia superficial y otra

subyacente. El cuento es un relato que encierra un relato secreto,

dice. La historia oculta debe surgir a medida que la historia visible se

va desplegando.

Las historias de Claire Keegan no son muy distintas de otras

historias de ambiente rural. Hablan del peso de la frustración, de la

soledad inevitable, de la vergüenza y del dolor. Asumen que las

personas no son malas o buenas, sino que hacen lo que pueden. Y lo

que pueden es, con frecuencia, muy poco, aunque cueste mucho. En

los campos de Irlanda, como en todos los campos, los hombres saben

vagamente que tener una mujer aumenta las posibilidades de tomar

una cena caliente, y las mujeres saben que no hay tiempo que perder.

De esa necesidad y esa urgencia están hechos los matrimonios, y de

esos matrimonios y esos apremios está hecha la vida misma.

La vida familiar rural es casi siempre ominosa, al menos en

literatura. Está atravesada por el incesto, el adulterio, la mentira y la

mezquindad. Las decisiones de hombres y mujeres no tienen que ver

con elecciones, sino con regularidades y ritmos, con ciclos que hay

que cerrar y apetitos que hay que saciar.

Algunas veces, esa condición trágica se expresa en el habla

de los personajes, en el efecto mimético conseguido por cierta

entonación, por cierto ritmo. Claire Keegan no procede así. En los

cuentos de Keegan la voz narrativa sigue a los personajes, los

invade, conoce sus pensamientos. No los describe: cuenta cómo son

percibidos. Esa colonización de los personajes por parte del narrador

es muy perturbadora. Instalado dentro de los protagonistas, el yo

narrativo, menos que un narrador omnipresente, es una entidad que

habita a sus criaturas y experimenta su dolor, su soledad o su

tristeza.

Aunque es notorio que Irlanda es la tierra de los seres feéricos, las

breves historias de este libro sólo evocan la magia al pasar, salvo en

el último relato, en el que las tradiciones folclóricas asoman como

una más de las formas de lo trágico o lo inevitable. Sin embargo, es

la escritura misma de Keegan, su apropiación de la vida de los

personajes, lo que tiñe todo de un efecto sobrenatural. La habilidad

de la autora consiste en crear un mundo estable y mostrar sus

tensiones internas, hasta el punto en que es posible sentir la violencia

con que todo podría estallar.

Recorre los campos azules (Walk the blue fields es el título

original) ganó el premio Edge Hill al mejor libro de cuentos de las

Islas Británicas en 2007, y su anterior colección de relatos,

Antarctica (1999), había sido nombrada "Libro del año" por Los

Angeles Times, además de haber ganado el William Trevor Prize y

el Rooney Prize for Irish Literature. Claire Keegan, nacida en 1968

en County Wicklow, Irlanda, estuvo en Buenos Aires a fines del año

pasado, para la presentación de la primera edición en español de su

libro.

S. P.

ADN Cultura, sábado 07 de junio de 2008

Narrativa extranjeraEl ojo clínico de una niña

Traducida del francés, la novela de la argentina Laura Alcoba cuenta un año de su infancia en la década del setenta y entrega una memoria estremecedora sobre la violencia política

La casa de los conejosPor Laura Alcoba Edhasa/Trad.: Leopoldo Brizuela/134 páginas/$ 26

Seguramente es más fácil para un niño imitar a un adulto que

para el adulto realizar la operación opuesta. Ya lo advertía Silvina

Ocampo: los chicos son simples y directos, y por más que uno se

esfuerce es difícil alcanzar esa perfección. Laura Alcoba, sin

embargo, logra con La casa de los conejos —su ópera prima—

ubicarse del lado de la excepción. Como en las películas de Yasujiro

Ozu, en donde la cámara invariablemente se coloca a la altura de los

ojos de un niño, la autora es capaz de sostener a lo largo de la novela

el registro infantil sin que le tiemble la voz.

En La casa de los conejos, Alcoba narra su experiencia de

vida clandestina junto a su madre y un grupo de peronistas

revolucionarios de izquierda durante fines de 1975 y principios del

1976. La historia está enmarcada por una suerte de prólogo o carta

de intención y por un "epílogo" en el que se resume de manera

escueta el destino de los personajes. Una verdadera crónica de

muerte anunciada de la que ella y la madre pudieron azarosamente

escapar.

A pesar del fuerte valor testimonial del relato —la

protagonista vive varios meses en el domicilio que ocultaba la

principal imprenta de los Montoneros—, la novela no cae en la

predecible idealización de la lucha armada ni en la demonización de

la dictadura. Hay más bien un ojo clínico, o de entomóloga en

ciernes, capaz de diseccionar la realidad con una crudeza pasmosa.

Por ejemplo, cuando visita al padre en la cárcel, acompañada por sus

abuelos, a la niña la impresionan más que ninguna otra cosa los

senos de la abuela durante la requisa. "Es verdad que se parecen más

a bolsas que a pechos de mujer y que a uno le cuesta creer que

semejante masa sea solo de carne." Pero esto no significa que

estemos frente a un monstruo prodigio. Se trata de una niña

perfectamente normal, honesta, egoísta ("Entiendo todo muy bien,

pero no pienso más que en una cuestión: la escuela. Si vivimos

escondidos, ¿cómo voy a hacer para ir a clase?") a la que le ha

tocado lidiar con el peso del secreto, la reclusión, la identidad

mentida y el terror a ser descubierta. "Me pregunto cómo hemos

podido entendernos tan mal", se lamenta la protagonista en el

capítulo primero haciendo referencia a sus padres, esos padres

militantes que la obligan a conciliar la merienda con la limpieza de

armas: magistral puesta en abismo del problema mayor (la infancia y

la revolución bajo un mismo techo) que podría inclusive enriquecer

el catálogo de modos de convivencia que Roland Barthes propuso en

su seminario Cómo vivir juntos.

La nacionalidad de la autora, el lugar —La Plata— en que

transcurre la historia y la ajustada traducción de Leopoldo Brizuela

invitan a olvidar por completo que La casa de los conejos fue escrita

en francés. Sin embargo, tanto la elección de narrar en su segunda

lengua como la de hacerlo desde la perspectiva de una niña de siete

años no son temas menores sino una manera eficaz de tomar

distancia y ampararse en el ecuménico terreno de la ficción. Y esa

distancia, a veces brutal, convierte de algún modo a la protagonista

en una extranjera que por momentos, en su incorruptible literalidad,

trae a la memoria a aquellos corresponsales de las falsamente

inocentes Cartas persas de Montesquieu. Claro que mientras estos

últimos no podían escapar de las limitaciones propias del género

epistolar, aquí el ritmo ágil de la prosa, las astutas elipsis, los

personajes apenas delineados, el suspenso, el narrador como

"detective" que termina por descubrir al delator y el flirteo con "La

carta robada" de Poe acercan La casa de los conejos al género

policial. Con la diferencia de que en las novelas policiales casi nunca

quedan cabos sueltos y en este libro, en cambio, el final no puede ser

más abierto: Clara Anahí Mariani, la recién nacida que desapareció

el día que la imprenta cayó en un operativo del Ejército y sus

moradores fueron asesinados, aún no sabe quién es.

La Nación. Suplemento Cultura-Domingo 16 de abril de 2006

BibliografíaCiclo de BoedoPor Sandro Barrella

LOS LEMMINGS Y OTROS Por Fabián Casas-(Santiago Arcos Editor)-101 páginas-($ 23) 

Antes de su emancipación en 1972 según ordenanza

municipal número 26607, lo que se conoce como Boedo pertenecía

por derecho al barrio de Almagro. Sin embargo sus habitantes nunca

se sintieron "almagrenses", y por paradójico que pueda parecer, el

equipo de fútbol que los identifica, San Lorenzo de Almagro, no

lleva en su nombre el del barrio que aquellos supieron conseguir. En

uno de los ocho cuentos que forman Los Lemmings y otros, un

personaje resuelve, lejos de los despachos oficiales, cualquier

discrepancia: "Boedo queda donde estemos nosotros". Como la

esfera de Pascal, cuyo centro está en todas partes y la circunferencia

en ninguna, el Boedo de Los Lemmings... es un universo en

expansión, la caja de resonancia para el coro de voces que Casas

pone en circulación, una especie de Itaca de la que parten y a la que

regresan los personajes de estas historias.

El orden de los cuentos no es arbitrario. El primero presenta,

desde el paisaje remoto de la infancia —que nunca es mostrada

como un paraíso perdido—, algo así como el elenco estable del ciclo

de Boedo. En el último ese mismo elenco vuelve marcado por el

pesado rastrillo del tiempo. Entre uno y otro surge la voz del

narrador, especie de álter ego pacientemente construido por Fabián

Casas, el mismo que en sus libros de poemas asume la primera

persona del singular.

"Los Lemmings", el cuento que abre y da título al libro,

comienza con un arltiano cross a la mandíbula: "La dictadura fue la

música disco". Menos un axioma sociológico que un hallazgo de la

lengua, la imagen revela, en su concentración de sentido, los

estragos del Proceso en la generación que lo padeció cuando pasaba

de la infancia a la adolescencia. Casas hace luego un guiño al lector

con una réplica casi exacta del comienzo de El cazador oculto ("si

de veras quieren escuchar otra historia...") para despejar cualquier

duda: lo que sigue es un relato de iniciación. Otros guiños, en forma

de cita, remiten a sus propios versos, como el pedido del "resaltador"

a Proust, sucedáneo de la magdalena, o el recuerdo de los amigos

borrados antes de tiempo "con el liquid paper del Proceso, las

Malvinas y el Sida".

"Cuatro fantásticos", el segundo cuento, amplifica la versión

infantil de la experiencia en la búsqueda de un héroe que actúe como

sustituto del padre ausente. Los sucesivos novios de la madre irán

ocupando ese lugar dejado por el padre, "metido en la guerrilla",

según revela el último de los "fantásticos". La referencia a la lucha

política en los años setenta vuelve a hacerse presente, de modo

asordinado, sin demasiadas explicaciones, en "La mortificación

ordinaria", un cuento oscuro, de construcción precisa, en el que los

contornos del realismo practicado por Casas se diluyen. El

protagonista, acosado por una amnesia parcial, revive su pasado en

una organización armada como un ajuste de cuentas entre

delincuentes de poca monta.

"El bosque pulenta", uno de los mejores cuentos del libro,

funciona a su vez como bisagra del ciclo. Los chicos que en el

primer relato tomaban Talasa (jarabe eufónico-eufórico) y se

contaban historias en la pieza del tano Fuzzaro, están dejando de

serlo. Cuando el cuento termine serán adolescentes. Máximo

Disfrute, héroe absoluto de la historia, no sólo es el proveedor de

aventuras; es, sobre todo, el creador de un lenguaje. La fascinación

que el narrador siente por la jerga de Máximo es directamente

proporcional a la que le inspira su figura. Como en el resto de los

cuentos, la narración progresa por acumulación de pequeños

sucesos, desvíos en el cauce principal de la trama, un chiste oportuno

que se resuelve en iluminación epifánica. El carácter episódico, la

circulación constante de microhistorias, se funden en la "musiquilla"

que les da soporte: el trabajo minucioso sobre la lengua crea una

ilusión de oralidad y rubrica un estilo.

Esto se ve reforzado en el relato, "Apéndices al Bosque

Pulenta". En la primera parte es Máximo quien da su versión de los

hechos, en un monólogo fragmentario, frente a un interlocutor mudo

que remeda la figura de un terapeuta. En la segunda parte toman la

palabra, según pasan los años, dos personajes del ciclo, para cerrarlo.

Casas, que, seguramente, aporta algo de sí al personaje del hijo en el

cuento "El relator", le da voz a Nancy Costas para hacer el recuento.

A diferencia de Máximo, Nancy escribe. Escribe "en un cuaderno

Gloria", y en su escritura pasa a gran velocidad la película hablada

de una generación que hizo en Boedo la experiencia de la vida. Con

los vivos y los muertos, con los sobrevivientes. Los que pudieron,

finalmente, regresaron a Itaca.

Con el oído atento del poeta, Fabián Casas entrega en estos

cuentos una crónica urbana, novela familiar-barrial, literatura

atravesada por una época oscura que logra trascender con el brillo de

la lengua.

....poesía actual

César Aira, Mil GotasEloísa Cartonera, Bs. As. 2003

Por Romina Freschi

La ficción depende de la realidad, hasta la más loca, la más surreal de las ficciones, parte de la experiencia, de un germen de algo que podemos considerar al menos “realista”. Incluso aquello que parece más fantástico tiene un anclaje en lo real, una mecánica, un modo de operar, un lenguaje, una representación y al tener representación, entra en el mundo de lo real. Si ya es ficción, tiene un nombre, una representación que la liga sin redención posible a aquello que llamamos “real”.Ahora ¿cómo determinar aquello que llamamos “real”??? ¿Cómo se define lo real, cómo se lo piensa, si no es en términos de representación??? He aquí un problema “real”, “verdadero”¿existe la realidad sin la ficción???, ¿existe la verdad sin la mentira?Entendiendo ficción como representación, la ecuación es perfecta. La conciencia de lo real sólo es posible a partir de la representación, de un mecanismo de ficción, que se construye y se reproduce materialmente.¡El Fin del Arte! aparece cuestionado en este libro de César Aira, Mil Gotas, que podrán entenderse como mil lágrimas, o como un original batido de la historia de la representación.

El primer movimiento, el problema que da comienzo a la historia y a la máquina de producir historias, es la desaparición de la Gioconda del Museo del Louvre, desaparición que no deja de referenciar a aquella que ocurrió “realmente” a principios del siglo XX y que es el real comienzo de esta historia, el origen de la Gioconda tal como la conocemos ahora, representación perfecta -y técnicamente reproducible- de aquello que es el Arte y que a estas alturas ya no importa que exista, o que esté realmente en el museo del Louvre. Es posible tenerla en el bolsillo, como una estampita que nos relaje de pensar en el Fin del Arte, para pensar en el Fin de Semana.Esta desaparición de la Gioconda no es como aquella primera, sino que es “realmente” un simple milagro, que como dice Novalis, siempre viene acompañado de algo natural y viceversa, como la ficción y la realidad, como un rayo que cambia para siempre el pasado, es decir, hace que el pasado deje de existir (Deleuze).El pasado sí, pero la realidad no, la realidad persiste, y la ficción cambia para seguir estableciéndola, buscándola. La disolución de la Gioconda entonces no, sí su reproducción en mil gotas de pintura viva, milagro que reproduce su historia en mil, cambia su historia en mil, pero esas miles también tienen historias, fantásticas sí, pero a esta altura también realistas, indiferenciadamente.

Pero se imponía una indiferencia superior. Todo se neutralizaba en el juego propio del realismo. La invención misma, a las que las gotas en su dispersión se entregaban con frenesí, actuaba retroactivamente sobre el realismo. Se diría que en cada uno de sus avatares se las estaba escribiendo, con una gota de tinta y una atención maniática al verosímil. Cada gota

se cerraba sobre sí misma en el equilibrio fragilísimo de su tensión superficial. No había contexto: pura irradiación.”

El reverso de la gota superpoderosa de pintura de la Gioconda, no es otra cosa que el realismo de la gota de tinta del escritor que la escribe, la imagina, le otorga propiedades humanas, como un niño jugando con una mascota, tal como ocurre con dos de las mil gotas:

“Unos niños la descubrieron casualmente y se la llevaron a su casa. La metieron en un frasco de plástico, la adoptaron como mascota. Con un alfiler hicieron agujeros en la tapa del frasco para que respirara. La llamaban Caracolito, y a cada rato se preguntaban: ¿Qué estará haciendo Caracolito? Iban a ver. Le suponían o inventaban estados de ánimo, deseos, sueños, aventuras, en su vida minimalista dentro del plástico transparente.”

“Lo habrían querido tener de mascota. Le habrían hecho una casita de papel con puertas y ventanas, un iglú, una bicicleta de su tamaño.”

Toda fantasía tiene su reverso real, así como toda realidad tiene un reverso de fantasía. Esta fábula, que tiene un final feliz –un casamiento- vuelve a reafirmar esa unión perfecta y eminentemente humana (1), sin abandonar jamás el orden de la realidad (el Papa se quedará soltero para siempre).

César Aira es mi autor favorito, vuelvo a declararlo públicamente. De él obtengo todo lo que quiero de la literatura: diversión, reflexión, más para leer a través de las lecturas que se transparentan en sus relatos. Me encanta. Por suerte, ha escrito muchos

libros, y eso significa que me queda mucho de él para leer.

Mil Gotas, además de un festín, es una ganga y parte de un proyecto original. Está publicado por Eloísa Cartonera, editorial a cargo de Washington Cucurto y Javier Barilaro, y la idea consiste en hacer los libros con tapas de cartón comprado a los cartoneros a mayor precio del corriente. También emplean a los cartoneros para fabricar los libros y se los puede visitar donde los confeccionan y comprarlos –Guardia Vieja 4237- a sólo $3 (Repito, una ganga).

Además de Aira, colaboran con sus textos escritores como Lamborghini y Piglia, y de esa forma, buena literatura circula accesible para muchos.

¿El Fin del Arte? No, una manera más de reproducirlo y quizás, de forma realista, hacer que el pasado deje de existir.

Romina E. Freschi

(1) ¿Qué son las fábulas sino aquellas historias donde los animales, vegetales y minerales tienen actitudes humanas para que nos reflejemos en ellas “como dos gotas de agua” y obtengamos una moraleja?

ADN Cultura-Sábado 13 de junio de 2009Crítica de libros / Narrativa argentina

La conquista del estiloPor Soledad Quereilhac

La confesión Por César Aira Beatriz Viterbo 128 páginas $ 35

La primera página de La confesión presenta una situación in

media res que captura la lectura de inmediato y que invita al

recorrido "de un tirón", tal como lo hacen los buenos relatos: "El

Conde Vladimir Hilario Orlov fue presa de un barrunto de pánico al

ver los cristales con imágenes en manos del niño. La fase crítica de

la alarma duró apenas un instante". La escena no transcurre en la

Rusia zarista, sino en la Buenos Aires actual, en una casa donde

varias generaciones del clan Orlov se reúnen para pasar el día y en la

cual aparece, en manos de un niño travieso, un proyector con

imágenes del pasado que amenaza con develar un secreto de ese

improbable "conde" Vladimir. Al uso ciertamente anacrónico y

humorístico del título aristocrático, se agrega la composición extraña

del clan: una mezcla de ricos y pobres, de "blancos" y criollos

"negroides", presentados de esa manera por el discurso "canalla" y

racista del conde, magistralmente logrado en esta nueva novela

breve de César Aira.

La lectura "de un tirón" a la que invita La confesión

contrasta, no obstante, con aquello que surge de la relectura, o acaso

también de una primera lectura que, mientras se deja llevar,

mantiene un ojo atento al estilo y la forma. Porque tras esa

apariencia casual y llevadera de muchos relatos de Aira, habita un

estilo trabajado, una habilidosa inclusión de registros paródicos (el

racista, el miserabilista, el del odio a los niños), y por sobre todo,

una efectiva forma de incorporar segmentos que se refieren a la

literatura y a las elecciones estéticas del autor. Todo ello, claro está,

sin solemnidad, con la dosis justa de ironía como para instalarse a

medio camino entre lo serio y el chiste, pero principalmente, sin

dejar nunca de narrar, sin salirse jamás de ese micro-mundo

narrativo que, por más extraño, paródico o desopilante que sea,

posee, si no su lógica, al menos sí una atmósfera identificable.

En este caso, la situación que construye un escenario que

permite lo metaliterario es el diálogo entre el conde y uno de los

parientes pobres, Don Aniceto, un hombre que "parecía uno de esos

viejos folkloristas borrachines". Mientras el conde le cuenta una

historia improvisada, de buscada "asimetría" entre sus partes con "su

comienzo realista y su final fantástico" (un puro relato aireano), el

viejo criollo le relata una historia de crudo realismo social, efectiva y

"transparente" según su juicio crítico. Simultáneamente a esta escena

de contrapunto narrativo, en la que el conde y el viejo criollo

compiten casi en sordina, porque a duras penas se escuchan,

transcurren otros dos niveles de la historia: los juegos del niño del

comienzo, ahora convertido en "pequeño caudillo gordo impune y

desencadenado", y las elucubraciones paranoicas del conde, quien

siente que su "secreto" será súbitamente descubierto por los

parientes.

Al cerrar la última página de La confesión, se presenta una

sensación nueva y conocida a la vez: la de haber asistido a un buen

relato cuyas múltiples líneas abiertas vuelven a fusionarse sutilmente

al final, casi a la manera de esos "perfectos" relatos del siglo XIX,

pero con la salvedad de que, como está implícito en la literatura de

Aira, no hace falta que esa fusión sea deudora de la lógica ni de los

contenidos, sino apenas -¿y qué más?- una conquista del estilo.

© LA NACION

ADN Cultura-Sábado 13 de octubre de 2007

Narrativa latinoamericanaEl gran vicio de la extrañeza

Por Patricia Somoza

Dejen todo en mis manos Por Mario Levrero Mondadori/121 páginas/$ 28

Si en el Río de la Plata ha habido siempre lugar para la

rareza, en el margen izquierdo el concentrado parece mayor. Tal vez

aquella posición ventajosa que Borges otorgaba a la literatura

argentina y otras literaturas no centrales, se extreme en el Uruguay:

al margen del margen, los orientales serían más libres para usar la

tradición con irreverencia; y de la mano de la irreverencia van la

innovación y la originalidad: no otra cosa es lo raro. Como sea, el

pequeño país es pródigo en rarezas: allí están, para confirmarlo,

Felisberto Hernández o Marosa di Giorgio; y, también, Mario

Levrero.

Los raros se convierten en objetos de culto. Aunque no

demasiado frecuentado en este margen del Plata, Levrero tiene sus

devotos, fieles lectores que habiendo degustado el sabor de su

literatura, buscan reincidir y defienden su sabor por sobre otros

sabores. Para los no iniciados, Dejen todo en mis manos es un

comienzo inmejorable. Novela corta o nouvelle que se deja leer y

que da ganas de seguir leyendo, puede ser el principio de un vicio.

Ante todo, Dejen todo en mis manos es un libro divertido. Un

lenguaje llano, transparente y coloquial, voluntariamente alejado de

cualquier pretensión "literaria", sumerje al lector en la cotidianidad

de un escritor que pelea por publicar una novela porque tiene

hambre. La necesidad económica está puesta en primer plano. Si hay

algo que encanta de esta narración, es que en ella los goces de la

literatura están al mismo nivel que las necesidades más básicas o

cotidianas: comer, tener sexo, dormir, saborear un buen café , y

contar con el dinero para poder hacer todo eso. Para publicar la

novela y cobrar sus dinerillos, nuestro protagonista y narrador recibe

una insólita propuesta de su editor: localizar a Juan Pérez, un

misterioso autor que envió un manuscrito desde Penurias, un pueblo

del interior, sin indicar el remitente, cuya publicación la editorial

considera un éxito seguro. El manuscrito tiene cautivados a unos

misteriosos suecos, encarnación tal vez de los misterios de la

globalización o de los ojos ávidos del mercado por vender espejitos

latinoamericanos.

Prueba del amor y de la deuda de Levrero con el policial, la

novela no es otra cosa que la investigación del protagonista en busca

de Juan Pérez, una pesquisa cuyo único enigma es la identidad del

autor. Juan Pérez es, digamos, Mongo Pirulete, el misterio de un

autor que puede ser cualquiera, según especula el narrador-

investigador: cree que es hombre pero tiene letra de mujer, puede ser

marica, lesbiana, la prostituta del pueblo, la maestra jubilada, el

fotógrafo raro, el milico ciego.

Publicada por primera vez en 1996, Dejen todo en mis manos

–que se publica por primera vez de este lado del Río de la Plata–

tiene la gracia de la liviandad, pero es un libro que piensa: bullen en

él las ideas, preguntas y teorías; la liviandad se opone a lo grave, no

a lo reflexivo. Cruzando el policial con Los tres chiflados, y el

psicoanálisis con el dibujo animado y con el cómic, tiene la virtud de

llevar complejas cuestiones téoricas al plano de la anécdota y de la

construcción. Con gracia levreriana, la novela reflexiona sobre qué

es un autor, se pregunta por el género de la escritura, discute acerca

del éxito y el valor, piensa en las condiciones materiales en que los

textos se producen, en las relaciones entre literatura y mercado, entre

literatura y memoria, literatura y experiencia, literatura y

autobiografía, pone a prueba la autonomía de la literatura.

Los narradores en primera persona que atraviesan buena

parte de la obra de Levrero viven en un mundo que bien podría ser el

suyo, el del hombre que se ganó la vida inventando crucigramas,

dirigió una revista de juegos, fue fotógrafo, tuvo una librería de

viejo, coordinó talleres literarios y frecuentó seudónimos. Fallecido

en 2004, Levrero escribió guiones de historieta y publicó cuentos y

novelas, entre ellas la "trilogía involuntaria" que forman La ciudad,

París y El lugar. Involuntario es también el malentendido que lo

encasilla como escritor de ciencia ficción debido a que sus primeros

textos fueron publicados en revistas o colecciones del género.

ADN Cultura-Sábado 02 de mayo de 2009

Crítica literaria / Narrativa argentinaLa TV por asalto

Por Patricia Somoza Para LA NACION

Realidad Por Sergio Bizzio Mondadori 224 páginas $ 35

Sergio Bizzio ha escrito una gran novela, una novela

inteligente y entretenida, legible y pensante, lúcida y divertida, una

novela que habla del estado de cosas de hoy en un lenguaje de hoy.

Es que, ya desde su título, Realidad da en la clave de algunos de los

fenómenos contemporáneos: esa suspensión de oposiciones antes

constitutivas, como la de realidad y ficción, vinculada a la

tecnología, a la cultura de la imagen y a las nuevas modalidades de

producción y circulación.

Por eso en el centro de Realidad hay un reality show y todo

lo que se narra tiene que ver con él. Todo lo que sucede en los

realities es una hiperrealidad que no puede incluirse en las viejas

categorías de realidad y ficción. Realidad extrema la apuesta, porque

el programa en cuestión parece absorber "toda" la realidad cuando

"la realidad" entra de manera imprevista en la emisión de Gran

Hermano. Esto es, cuando un grupo fundamentalista islámico toma

el canal de televisión donde se está emitiendo el reality y mantiene

como rehenes a buena parte del personal y a los cinco participantes

del programa, cinco estrellas de las que todo el país está pendiente,

cuyas historias tienen los condimentos necesarios para conformar un

drama sentimental. Ellos son la verdadera pieza de cambio del grupo

terrorista que, para liberarlos, exige la entrega de uno de los suyos:

un talibán que se ha convertido al cristianismo y es considerado un

traidor, y que vive en la Argentina.

Lo notable del caso es que los terroristas saben aprovechar el

programa a su antojo y, a través del locutor, empiezan a manipular a

los chicos de la Casa –que ignoran su situación–, forzándolos a

actuar mucho más allá de lo previsto, con el fin de difundir la

ideología del grupo y presentarlos como el espejo de la perdición

contra la que luchan. Los terroristas se revelan como expertos

guionistas: fascinados por el curso que darán a la trama, se olvidan

por momentos de la fe y las ametralladoras; y el público entra en

comunión con los terroristas cuando quiere que se concreten las

acciones que éstos proponen. La lógica de la TV disuelve la

oposición entre el mundo árabe y Occidente.

A Bizzio le juega a favor su relación con el cine y la TV:

además de narrador, es guionista y director de cine. En sincronía con

el mundo que relata, un mundo de puras apariencias sin espacio para

la profundidad, un narrador desafectado se desliza por la superficie

de las cosas sin conmoverse. Todo se juega en las imágenes; lo único

real es lo que aparece. Una suerte de realismo se cruza con la

telenovela y el melodrama. El autor de Rabia maneja muy bien las

interrupciones y cambios de ritmo, las postergaciones y los cortes;

sabe usar los planos y los detalles. Experto en la lengua de la cultura

de masas, usa sus formas y estereotipos dándoles una vuelta de

tuerca. Al mismo tiempo que hace creer, mantiene la distancia.

Vinculado a las nuevas escrituras y al camino que Puig y

Aira abrieron en la literatura argentina, Bizzio ha dejado un poco de

lado lo informe y errático de sus primeras novelas a favor de una

construcción de la trama más acabada, apostando siempre a los

cruces y las mezclas. Si la realidad es un reality show y la narración

es una narración televisiva, entonces Realidad puede "leerse como

una novela", como reza el texto apenas comienza, o como un estado

de cosas actual más allá de los límites de un libro.

© LA NACION

La Nación. Suplemento Cultura-Domingo 09 de octubre de 2005

BibliografíaEterna voz ausentePor Patricia Somoza

EL HIJOSolange Camauër-(Alfaguara)- 203 páginas-($ 26)

¿Cómo se enfrenta un niño a la abrupta disolución del mundo

que implica el suicidio de la madre? ¿Cómo se salvan los vivos de la

desmesura y el escándalo de la autodestrucción? No queda más que

narrar para entender, establecer los móviles y ordenar las causas,

inventar lo que no puede saberse, hacer que las fuerzas mudas se

transmuten en palabras. De eso trata El hijo, la tercera novela de

Solange Camauër, narradora y licenciada en Filosofía.

El hijo es Tuti y tiene siete años. La muerte de Silvi, su

madre, lo deja en medio de una disputa familiar por ver quién se

queda con él. Allí están la abuela, el padre, la tía, salpicados por el

dolor y las preguntas lacerantes que implican la muerte de Silvi,

peleando por el deseo, a veces mezquino, de cuidar al niño.

Allí están sus voces buscando narrar la historia que les

permita soportar el bofetazo de una muerte como ésa, de justificarla

desde la infancia. "Me dijeron que mi mamá se murió", empieza

diciendo Tuti, mientras recuerda el perro en la ruta, el pececito en el

fondo de la pecera, la mamá triste en camisón y en la cama. Está la

abuela acusando al ex marido de su hija de haberla matado, perpleja

por haber cobijado en su falda a una suicida y sosteniendo al nieto en

el orden estricto y amoroso de las comidas nutritivas, de los horarios

para dormir y ver televisión. Está el padre de Tuti y ex marido de

Silvi, cínico en su sillón de diputado, introspectivo en estas

circunstancias, buscando la orden de un juez para ejercer una

paternidad siempre fallida. Está la hermana de Silvi, activa en su rol

de tía, intentando atravesar el infierno para volver a la practicidad de

sus romances con hombres casados y a la vida misma.

Cada uno de ellos narra un capítulo de El hijo. Cada uno

cuenta la historia de Silvi en el intento de dar forma a lo que ha

estallado, de volver al automatismo de los gestos cotidianos. Vale la

pena aclarar que el juego de narradores es mucho más complejo y

sutil de lo que parece, porque hay una voz misteriosa que se cuela en

todas, una voz en bastardilla cuyo emisor sólo será conocido al final,

a menos que la perspicacia del lector lo descubra antes. Una voz que

forma parte de la intriga y el suspenso que consiste, también, en

saber quién se quedará con Tuti.

En ese punto, se diría, estriba la máxima virtud de la novela.

En su capacidad de combinar una trama bien construida con una

profunda exploración de la melancolía, los efectos de un suicidio, la

complejidad de las relaciones familiares.

El hijo es, en un sentido, una novela policial. Hay un crimen

y un enigma que despiertan la necesidad de saber e investigar, de

reconstruir los hechos con exactitud, de responder los porqués que

taladran y los insistentes "cómo pudo ser". Sólo que aquí el asesino

coincide con el muerto; sólo que todos son a un tiempo detectives y

culpables que complican las indagaciones porque a la vez se

indagan; sólo que hay una asesina que sigue matando después de

muerta.

Pero El hijo es también una novela filosófica, una novela

psicológica, una ficción biográfica, una vindicación de la narración.

¿Por qué alguien –para decirlo filosóficamente– deja de perseverar

en el ser? ¿Qué pasa cuando la madre ya no está? ¿Qué verdad hay

en el relato de una vida? Puro vacío en su mudez, el suicida no

puede contar el cuento, es un lenguaje sin referencia, una gramática

loca. Por eso no queda otra cosa que narrar, buscar o inventar

explicaciones, llenar de palabras los silencios, los momentos

muertos, los intersticios de la nota suicida.

Con sus saberes filosóficos al servicio de los literarios,

Camauër ha tramado una novela inteligente y sutil, reflexiva y

autoconsciente que evidencia el poder de toda narración: su

capacidad de dar forma y sentido a la experiencia.

2. Sobre el género

ADN Cultura, viernes 17 de febrero de 2012

Críticos de cine

Oscar Wilde decía que la crítica podía ser un arte. Pero no siempre lo es. Para acercarse a ese ideal, tiene que contar con cuatro elementos tan diferentes como los cuatro puntos cardinales: la información, el análisis, la interpretación y la evaluación.

Por Javier Porta Fouz Para LA NACION

1

¿Qué se puede decir de los críticos de cine, así, en general?

Empecemos con una frase que se escucha con frecuencia: los críticos

de cine son cineastas frustrados. Listo, ya está mal. Decir que los

críticos de cine son cineastas frustrados es como decir que son

rubios. Como decir que los empleados bancarios se desabrochan la

corbata en el subte. Algunos seguro que no lo hacen, y hay otros que

trabajan en bancos situados en calles a las que no llega el subte.

Generalizando, también se puede decir que mucha gente generaliza

sobre los críticos de cine. "Callate, director frustrado." Uf. ¿Si uno

opina sobre algo se lo considera como a un creador de ese algo, pero

frustrado? OK, quedemos así. Los hinchas de fútbol son directores

técnicos frustrados. Y los que critican a los críticos de cine son

críticos de cine frustrados.

"Querida señorita Kael, dado que usted sabe tanto del arte del

cine, ¿por qué no usa su tiempo para hacer cine?" Esto es parte de un

mensaje que le llegó a Pauline Kael en 1963, cuando hacía crítica en

radio. La estadounidense Kael -pocas pulgas, ingeniosa y veloz-

contestó, entre otras cosas: "Hay una respuesta estándar a esta vieja

idiotez de si-usted-sabe-tanto-del-arte-del-cine-por-qué-no-hace-

películas. Uno no necesita poner un huevo para saber si el huevo

tiene buen sabor." Y agregó:

Considero que la crítica es un arte, y si en este país y en este

tiempo se practica con honestidad, no genera mayores ganancias que

ser un cineasta de vanguardia. Mis queridos y anónimos oyentes que

mandan cartas: si creen que es tan fácil ser crítico y tan difícil ser

poeta, pintor o experimentador fílmico, les sugeriría que intenten

ambas cosas. Quizás descubran por qué hay tan pocos críticos y

tantos poetas.

Otro que consideraba que la crítica podía ser un arte era

Oscar Wilde, que en El crítico como artista lo decía desde el título.

A partir del personaje de Gilbert, Wilde provocaba: "Resulta mucho

más difícil hablar de algo que hacerlo. […] La acción, de hecho, es

siempre fácil, y cuando se nos presenta en su forma más agravada,

por ser continua, y que para mí es la actividad industrial, deviene

simplemente en refugio de gente sin nada que hacer".

[…]

3

Aire, fuego, tierra, agua. Cuatro elementos. La crítica también, para

ser crítica y no otra cosa, debería tener cuatro elementos.

Uno es la información. No es, o no debería ser, el número

uno, el más importante, pero empezamos por ahí porque es fácil. Por

ejemplo: se habla del actor Kevin Costner. Se puede decir que

dirigió películas. Que dirigió Open Range, que aquí se estrenó como

Pacto de justicia. Estamos informando. Datos. Claro: hoy la

información no vale lo mismo que en la década del 60, cuando en la

revista Tiempo de Cine había una sección de fichas de películas.

Hoy, abundar en información acerca de datos fácilmente ubicables

con tres o cuatro clics de un mouse –o de pantalla táctil– puede ser

considerado un despilfarro.

Otro elemento es el análisis. Análisis: disección,

categorización, conceptualización. En Open Range, sobre todo en su

primera parte, abundan los grandes planos generales. Ya estamos

analizando. Para decir lo que dijimos tenemos que saber qué es un

gran plano general, tenemos que ser capaces de identificarlo.

El tercer elemento es a la vez el más difícil y el más tentador,

el de mayor posibilidad de brillo y seducción: la interpretación, que

se logra al ubicar lo analizado en contextos de significación más

amplios. En Open Range podemos decir que esos grandes planos

generales remiten, por un lado, a la conciencia del género western

que tiene Costner como director. Son planos elegíacos, planos de un

género que no existe más. Cada nuevo y aislado western

contemporáneo ya no es una épica, sino una elegía. A eso ayuda la

música y también la historia que cuenta la película de Costner: el fin

de los pastoreos libres y la imposición definitiva de los límites en la

tierra, el fin de la vida nómade de los cowboys . Para interpretar

tuvimos que haber ubicado la película en la historia del género y en

la historia del oeste de Estados Unidos.

Y por último, el cuarto elemento: la evaluación. Open Range

es excelente, y fue una película soslayada por mucha gente (ignorada

y subvalorada). Sí: evaluar es poner estrellitas. Bah, evaluar es

también poner estrellitas, pero puede ser mucho más interesante que

eso. Veamos una pequeña crítica sobre un disco, para salir un poco

del cine: "Uno de los lanzamientos más gloriosos en la historia, la

canción del título del tres veces platino The Final Countdown es

bombásticamente brillante, basura gloriosa, un asalto nuclear y

capilar que sólo pudo salir eyectado de los vacuos años ochenta."

Así empezaba la crítica del disco La última cuenta regresiva, del

grupo sueco Europe, escrita por Doug Stone el sitio web

Allmusic.com. Y terminaba así: "Se puede vivir sin The Final

Countdown , pero ¿por qué habríamos de hacerlo?" En inglés, la

pregunta es: " but why?". Ese cierre contundente es una evaluación

sofisticada. Ese " why? " del final, esa pregunta breve, es una

evaluación que va más allá de este disco en particular y se mete de

lleno en una cuestión clave para la crítica. Volvamos a la crítica de

cine. La mayor parte de las películas que vemos no son obras

maestras. Podríamos vivir sin ellas (y de hecho también sin las obras

maestras), pero ¿por qué privarnos de ciertos placeres que algunos

reprimidos llaman "culpables"? Evaluar todo en función del metro

patrón de la obra maestra consagrada –se usa mucho mentar El

ciudadano como molde, o Vértigo– hace que muchos críticos nunca

califiquen nada de excelente, y hace que el canon cinematográfico

permanezca pétreo. Evaluar películas es no sólo evaluar títulos en

particular. Es poner en perspectiva, construir microscópicamente la

historia del cine.

4

Después de haber listado estos cuatro elementos, hay que decir que

son condición necesaria pero no suficiente. A la crítica hay que darle

forma. Si bien hay crítica de cine que se hace por radio y por

televisión, concentrémonos en la más relevante: la escrita. La

escritura es el quinto elemento (sepan disculpar la involuntaria

referencia a la película de Luc Besson). Para que la crítica

pertenezca de pleno derecho al periodismo cultural (un periodismo

de cruce temático y de disciplinas, de profundización, que busca el

tono del ensayo), el crítico debe necesariamente preocuparse por

cómo escribir. Como decía V. F. Perkins, "el qué es el cómo". El

crítico, así como se preocupa por afinar la mirada sobre el cine,

debería preocuparse por afinar la escritura.

Kael era consciente: decía que no sabía lo que realmente

pensaba acerca de una película hasta que terminaba de escribirlo. La

escritura, entonces, no es una mera instancia de traducción del

"pensamiento previo". Lo sabía Wilde, que consideraba que el

lenguaje era el padre, y no el hijo, del pensamiento. La crítica trabaja

con palabras: ellas son sus materiales. No debería descuidarlas. El

mejor elogio que se le puede hacer a un crítico no es "coincido con

su valoración del cine" sino "a pesar de que no coincido con su

valoración, me interesa cómo dice lo que dice, incluso me da placer

leerlo a pesar de no coincidir con las estrellitas que les pone a las

películas". Porque en un mundo ideal el crítico debería ser alguien

con quien establecer un diálogo sobre el cine, alguien con quien

confrontar, alguien que puede hacernos ver las películas desde otros

ángulos.

5

Pero no vivimos en un mundo ideal: hay mandatos y recetas que se

imponen, y no todos apuntan al ideal dialógico que acabamos de

establecer. Otros mandatos, otras recetas. Algunos ayudan al diálogo

y a la creatividad y otros los entorpecen. ¿Qué deber hacer y qué

debe ser la crítica? Veamos algunas opiniones; algunas que nos

gustan, otras que poquito y nada. Así como Kael y Wilde

consideraban que la crítica podía ser un arte, V. F. Perkins, en El

lenguaje del cine, dice que la crítica "puede asemejarse en algunos

aspectos a una disciplina artística, aunque de ningún modo son lo

mismo". Este autor afirma que la crítica, al ser una actividad pública,

"sólo se ocupa de aquello que puede comunicarse. Puedo sentir –

agrega– que un film es coherente, pero, a menos que pueda explicar

la naturaleza de su coherencia, mi sentimiento no aporta un mayor

peso crítico que mi respuesta sobre el color de la corbata del héroe.

[...] Un juicio crítico sólo tiene valor cuando a su vez puede ser

criticado y puesto a prueba por la experiencia y las percepciones de

los demás".

Perkins aclara que en la crítica tanto el juicio como la

descripción y el análisis (que necesita "formular afirmaciones sobre

la distribución de la retórica del film, cuya percepción es tan

subjetiva") descansan sobre una respuesta personal. Para poder

evitar los problemas que plantea esta respuesta personal a la

percepción de los modelos o principios de organización de un film,

Perkins propone que las afirmaciones de los críticos se basen en "la

integridad crítica y la honestidad intelectual". En cuanto a la

naturaleza provisional de los juicios, Perkins afirma que esta

característica no debe paralizar al crítico, y que éste tampoco debe

dudar en mantener sus juicios "mientras sean defendibles".

[…]

6

A fines de la década del 50 –pero desde unas coordenadas que nos

parecen más cercanas que las de La Habana de 1982– en el libro

Cómo se mira un film. Cine: conciencia de un fenómeno (editado

aquí por Eudeba) los italianos Giacomo Gambetti y Enzo Sermasi

les plantearon a críticos de su país, en un momento de auge de la

cinematografía italiana, la siguiente pregunta: "¿Qué es la crítica

cinematográfica?". Entre las casi cincuenta respuestas publicadas

pueden encontrarse aportes de interés. La crítica cinematográfica

debe "comprender la película" y así "ayudar al público a

comprenderla" (Umberto Barbaro). Es un "método para juzgar las

películas sobre la base de un sistema estético" que no posee

diferencias formales con respecto a la crítica literaria (Filippo De

Sanctis). La crítica de cine es "un servicio público" que debe "ser útil

al lector" en el sentido de indicarle si vale la pena mirar una película

y por qué (Tullio Kezich).

¡Ay, Kezich! Sin dudar de sus buenas intenciones (ni de la

tremendamente fotogénica década del 50 italiana), ese tipo de

recomendaciones han probado ser de elevada toxicidad, con el

tiempo. Hoy algunos esperan que el crítico les diga si la película es

para "ver comiendo pochoclo", o si "es floja, pero a los amantes del

género les gustará" y otras frases que se encuentran con frecuencia,

demasiada frecuencia. La crítica pensada exclusivamente para guiar

el caudal de público para un lado o para otro. El crítico como un

vigilante que ordena el tránsito cinematográfico. El crítico que

prescribe películas en una receta (con un texto-receta-fórmula).

Espectadores que no se arriesgan, críticos que tampoco. Todos nos

adormecemos.

[…]