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Material de Taller Enunciación y Multiplicidad de voces

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Material de Taller

Enunciación y Multiplicidad de voces

Índice de textos para analizar en Taller:

Género discursivo. 1. Cómo toman decisiones los animales, Clarín. Com. Jueves 24,06,19992. Todos los años, el mismo lugar, la misma hora, Luis Capozzo 3. Costumbres de los ahogados, Alfred Jarry4. Patafísica y conocimiento (fragmento), Christian Ferrer5 Instrucciones, Julio Cortázar

Situación enunciativa: enunciador y enunciatario6. No sé si he sido claro, Roberto Fontanarrosa7. Graffiti, Julio Cortázar

Polifonía8. Voz en el teléfono, Silvina Ocampo9. Raymon Carver, Tres rosas amarillas 10. El juego de las voces, Laura Di Marzo

Ruptura de la isotopía estilística11. Benito Martinez, La televisión12. Fotos, Rodolfo Walsh

Intertextualidad13. La tela de Penélope o quién engaña a quién, Augusto Monterroso14 Charly García , Canción De Alicia

15 Germán Rozenmacher, Cabecita Negra 16. José Pablo Feinmann, Por si las moscas. 17. Leonardo Moledo, Los libros de arena

18. Jorge Luis Borges, El libro de arenaArgumentación dialógica

19. Marcelo Percia, Noticias sobre el hombre del grabador20. Esther Cohen, Subjetividad y ficción21. Fabián Casas, Ensayo Bonsai

Leer “ Enunciación y Multiplicidad de voces” ( Problemas del lenguaje y la comunicación) Bajtín: los géneros discursivos ( Problemas del lenguaje y la comunicación)

Leer en El taller universitario:La situación enunciativa del género académicoExponer, explicar y argumentar. Cómo leer la dimensión argumentativa de los textos académicosEvaluar la lecturaIncluir enunciados ajenos: la polifonía

1. Cómo toman decisiones los animales

Cuando se habla del pensamiento de los animales se está hablando de la capacidad que tienen para decidir. Porque un animal puede elegir ir a un lugar o a otro, explicó a Clarín el biólogo Luis Cappozzo. El experto en ecología y comportamiento animal del Museo Argentino de Ciencias Naturales dijo además que, en el mundo animal, las decisiones se toman de manera permanente. Según Cappozzo, un animal decide por dos motivos: a través de la información que lleva en los genes de acuerdo con la historia evolutiva de su especie, y a través, también, de su experiencia individual. De ese modo selecciona, por ejemplo, qué pozo elegir como guarida. Estas decisiones no son motivadas por una conciencia o un pensamiento abstracto, sino que los animales eligen para asegurar su supervivencia e incrementar su éxito reproductivo, señaló el biólogo. En su opinión, algunos mamíferos tienen una capacidad importante de aprender. Un puma, por ejemplo, aprende las técnicas de caza que le enseña su madre durante el período de lactancia. Pero esto no hace a algunos animales más o menos inteligentes que otros -sostuvo el biólogo-. Un calamar no es menos inteligente que un delfín, sino que tiene un comportamiento más sencillo. Mientras el calamar se limita a adaptarse al medio para cambiar su coloración, el delfín es capaz de vivir en sociedades. Cappozzo dijo que cada especie se adapta a sus necesidades. Y en sus sistemas nerviosos centrales se ven distintos grados de complejidad. Hace una semana se conoció el resultado de un estudio realizado en Escocia: investigaron chimpancés por cinco décadas y concluyeron que tienen cultura propia, con costumbres aprendidas y compartidas, y no heredadas genéticamente. En el mundo de los invertebrados, una profesora de neurociencia informó en 1998 en Canadá que los pulpos juegan, tienen personalidades y son buenos imitadores. Clarín. Com. Jueves 24,06,1999---------------------------------------------------------------------------------------------------------------------2. “Todos los años, el mismo lugar, la misma hora”, Luis Capozzo ( de Capozzo, Luis, Agua salada y sangre caliente. Historia de mamíferos marinos)

3.Alfred Jarry / COSTUMBRES DE LOS AHOGADOS

Hemos tenido ocasión de entablar relaciones bastantes íntimas con estos interesantes borrachos perdidos del acuatísmo. Según nuestras observaciones, un ahogado no es un hombre fallecido por sumersión, contra lo que tiende a acreditar la opinión común. Es un ser aparte, de hábitos especiales y que se adaptaría a las mil maravillas a su medio si se lo dejase residir un tiempo razonable. Es notable que se conserven mejor en el agua que expuestos al aire. Sus costumbres son extrañas y, aunque ellos gustan de desempeñarse en el mismo elemento que los peces, son diametralmente opuestas a la de éstos, si se permite expresarnos así. En efecto, mientras los peces, como es sabido, navegan remontando la corriente, es decir en el sentido que exige más de sus energías, las víctimas de la funesta pasión del acuatísmo se abandonan a la corriente del agua como si hubieran perdido toda energía, en una perezosa indolencia. Su actividad sólo se manifiesta por medio de movimientos de cabeza, reverencias, zalemas, medias vueltas y otros gestos corteses que dirigen con afecto a los hombres terrestres. En nuestra opinión, estas demostraciones no tienen ningún alcance sociológico: sólo hay que ver en ellas las convulsiones inconscientes de un borracho o el juego de un animal.El ahogado señala su presencia, como la anguila, por la aparición de burbujas en la superficie del agua. Se los captura con arpones, lo mismo que a las anguilas; el uso de garlitos o líneas de fondo resulta a este efecto menos provechoso.En cuanto a las burbujas, se puede caer en el error por la gesticulación desconsiderada de un simple ser humano que sólo se halla en el estado de ahogado provisorio. En este caso, el ser humano no es en extremo peligroso y en todo comparable como lo hemos dicho más arriba, a un borracho perdido. La filantropía y la prudencia exigen distinguir dos fases en su salvamento: 1) la exhortación a la calma; 2) el salvamento propiamente dicho. La primera operación, imprescindible, se efectúa muy bien por medio de un arma de fuego, pero hay que estar familiarizado con las leyes de la refracción; en la mayoría de los casos, basta con un golpe de remo. Sólo queda ―segunda fase― capturar al objeto por el mismo método que a un ahogado ordinario.Es raro que los ahogados se desplacen formando bancos, a la manera de los peces. De ello se puede inferir que sus ciencias sociales son aún embrionarias, a menos que se juzgue más simple suponer que su combatividad y valor guerrero es inferior al de los peces. Es por ello que éstos se comen a aquellos.Estamos en condición de probar que hay un solo punto en común entre los ahogados y los demás animales acuáticos; desovan como los peces, aunque sus órganos reproductores, para el observador superficial, parezcan conformados como los de los humanos. Desovan, a pesar de esta grave objeción: ninguna ordenanza de la prefectura protege su reproducción por la veda momentánea de su pesca.Corrientemente, un ahogado se vende a 25 francos en el mercado de la mayoría de los departamentos, constituyendo una fructífera y honesta fuente de recursos para la población ribereña. Sería pues de interés patriótico fomentar su reproducción; de lo contrario, a falta de esa medida, sería grave la tentación, para el ciudadano ribereño y pobre, de fabricar ahogados artificiales, igualmente merecedores de la prima, por medio del maquillaje por vía húmeda de otros ciudadanos vivos.El ahogado macho, en la estación del desove, que dura casi todo el año, se pasea en su desovadora, descendiendo como de costumbre la corriente, la cabeza hacia adelante, la cintura levantada, las manos, los órganos de desove y los pies meneándose sobre el agua. Permanece de buen grado balanceándose entre las hierbas. Su hembra también desciende la corriente, con la cabeza y las piernas volcadas hacia atrás y el vientre al aire.Así es la vida.------------------------------------------------------------------------------------------------------------4. Jarry y la Patafísica

Patafísica y conocimiento (fragmento)Christian Ferrer

"La patafísica se ocupa de imaginar la construcción práctica de dispositivos que no van a existir".

¿Qué es la patafísica? No tanto una burlona superación de la metafísica como una percepción del mundo. Sería, con mayor precisión, la ciencia inventada por Alfred Jarry a fines del siglo XIX para trascender las limitaciones que la literatura imponía a su obra. Jarry, de origen Bretón, nació en 1873 y murió el Día de Todos los Santos del año 1907. Su madre y su hermano pasaron largas temporadas en el manicomio, institución que Jarry sustituyó por pensiones y cafés parisinos. Su vida es la historia de una urgencia y la de un suicidio gradual por medio del consumo inmoderado de ajenjo y éter. Vanguardista acicateadopor un genio anárquico; escritor simbolista; raro: así suele ser congelado. Sin embargo, aquel estudiante de provincias había absorbido su buena dosis de Esquilo y de Shakespeare. La obra de Jarry, escasa a fin de cuentas, conjuga en sí misma a la cita culta y la bufonería, la estructura narrativa del drama clásico y el humor arbitrario, la ironía elegante con la grosería de índole popular. Ubú Rey, epopeya farsesca y tragedia cómica, comienza con una primera línea inmejorable: “¡Mierdra!”.(…) La historia del Colegio de ‘Patafísica (así, con apóstrofe, según el uso del Colegio) es también la historia del arte de vanguardia, pues algunos de sus integrantes fueron Joan Miro, Marcel Duchamp, Jean Dubuffet, Asgern Jorn, Enrico Baj, Jacques Prevert, Boris Vian y Raymond Queneau. También lo fueron Groucho, Chico y Harpo Marx.(…)La patafísica es una recusación del positivismo, una reacción bufonesca contra la doctrina del progreso en la época. Los principios de la ciencia patafísica sostienen que “todo puede ser su opuesto”, que “la esencia del mundo es la alucinación”, que “todos somos innobles”, que “nada parece nunca lo que es”, que “todo fenómeno es individual, defectuoso e inagotable”, y que “todo saber es siempre personal y valido para un instante”. Todavía hoy se siguen pregonando programas políticos de la ciencia que la suponen universal, generalizable, útil y aplicable. Pero si se quiere dar cuenta de la particularidad de las cosas y de la singularidad de los seres humanos se necesita un ideal de ciencia muy distinto al hasta ahora conocido y dominante. Una ciencia de lo singular detecta y celebra las excepciones al orden regular de la naturaleza y de la sociedad. Tal ciencia afirma la inevitable diferencia y superabundancia de cosas y seres y lenguajes únicos en sí mismos. Las cosas, antes o después, se deforman, derriten o mutan: están allí para incitar a los hombres a aceptar y agradecer un mundo excepcional. Jarry decía que el llamaba monstruo a “todo original de inagotable belleza”. Lapatafísica es un elogio de la curiosidad, lo cual nos devuelve a la motivación originaria de la ciencia, hoy obturada por metodologías y modas académicas. Aunque lo maravilloso, la excepción inclasificable y la unicidad asombrosa carezcan de legitimidad para quienes operan con conceptos generales, no otra cosa hay en el inventario del mundo.Artículo publicado en Artefacto/3 – 1999 - www.revista-artefacto.com.arPublicado por efecto alquimia en miércoles, octubre 21, 2009 ------------------------------------------------------------------------------------------------------------------ 5. Julio Cortázar

"Con la Maga hablábamos de patafisica hasta cansarnos, porque a ella también le ocurría (y nuestro encuentro era eso, y tantas cosas oscuras como el fósforo) caer de continuo en las excepciones, verse metida en casillas que no eran las de la gente, y esto sin despreciar a nadie, sin creernos Maldorores en liquidación ni Melmoths privilegiadamente errantes. No me parece que la luciérnaga extraiga mayor suficiencia del hecho incontrovertible de que es una de las maravillas mas fenomenales de este circo, y sin embargo baste suponerle una conciencia pare comprender que cada vez que se le encandila la barriguita el bicho de luz debe sentir como una cosquilla de privilegio. De la misma manera a la Maga le encantaban los líos inverosímiles en que andaba metida siempre por cause del fracaso de las leyes en su vida.”

Cortázar , Rayuela

Instrucciones para llorar Dejando de lado los motivos, atengámonos a la manera correcta de llorar, entendiendo por esto un llanto que no ingrese en el escándalo, ni que insulte a la sonrisa con su paralela y torpe semejanza. El llanto medio u ordinario consiste en una contracción general del rostro y un sonido espasmódico acompañado de lágrimas y mocos, estos últimos al final, pues el llanto se acaba en el momento en que uno se suena enérgicamente. Para llorar, dirija la imaginación hacia usted mismo, y si esto le resulta imposible por haber contraído el hábito de creer en el mundo exterior, piense en un pato cubierto de hormigas o en esos golfos del estrecho de Magallanes en los que no entra nadie, nunca. Llegado el llanto, se tapará con decoro el rostro usando ambas manos con la palma hacia adentro. Los niños llorarán con la manga del saco contra la cara, y de preferencia en un rincón del cuarto. Duración media del llanto, tres minutos.

Instrucciones para subir una escaleraNadie habrá dejado de observar que con frecuencia el suelo se pliega de manera tal que una parte sube en ángulo recto con el plano del suelo, y luego la parte siguiente se coloca paralela a este plano, para dar paso a una nueva perpendicular, conducta que se repite en espiral o en línea quebrada hasta alturas sumamente variables. Agachándose y poniendo la mano izquierda en una de las partes verticales, y la derecha en la horizontal correspondiente, se está en posesión momentánea de un peldaño o escalón. Cada uno de estos peldaños, formados como se ve por dos elementos, se sitúa un tanto más arriba y adelante que el anterior, principio que da sentido a la escalera, ya que cualquiera otra combinación producirá formas quizá más bellas o pintorescas, pero incapaces de trasladar de una planta baja a un primer piso.Las escaleras se suben de frente, pues hacia atrás o de costado resultan particularmente incómodas. La actitud natural consiste en mantenerse de pie, los brazos colgando sin esfuerzo, la cabeza erguida aunque no tanto que los ojos dejen de ver los peldaños inmediatamente superiores al que se pisa, y respirando lenta y regularmente. Para subir una escalera se comienza por levantar esa parte del cuerpo situada a la derecha abajo, envuelta casi siempre en cuero o gamuza, y que salvo excepciones cabe exactamente en el escalón. Puesta en el primer peldaño dicha parte, que para abreviar llamaremos pie, se recoge la parte equivalente de la izquierda (también llamada pie, pero que no ha de confundirse con el pie antes citado), y llevándola a la altura del pie, se le hace seguir hasta colocarla en el segundo peldaño, con lo cual en éste descansará el pie, y en el primero descansará el pie. (Los primeros peldaños son siempre los más difíciles, hasta adquirir la coordinación necesaria. La coincidencia de nombre entre el pie y el pie hace difícil la explicación. Cuídese especialmente de no levantar al mismo tiempo el pie y el pie).Llegado en esta forma al segundo peldaño, basta repetir alternadamente los movimientos hasta encontrarse con el final de la escalera. Se sale de ella fácilmente, con un ligero golpe de talón que la fija en su sitio, del que no se moverá hasta el momento del descenso.

Instrucciones para dar cuerda al relojAllá al fondo está la muerte, pero no tenga miedo. Sujete el reloj con una mano, tome con dos dedos la llave de la cuerda, remóntela suavemente. Ahora se abre otro plazo, los árboles despliegan sus hojas, las barcas corren regatas, el tiempo como un abanico se va llenando de sí mismo y de él brotan el aire, las brisas de la tierra, la sombra de una mujer, el perfume del pan.¿Qué más quiere, qué más quiere? Átelo pronto a su muñeca, déjelo latir en libertad, imítelo anhelante. El miedo herrumbra las áncoras, cada cosa que pudo alcanzarse y fue olvidada va corroyendo las venas del reloj, gangrenando la fría sangre de sus rubíes. Y allá en el fondo está la muerte si no corremos y llegamos antes y comprendemos que ya no importa.

Instrucciones para cantarEmpiece por romper los espejos de su casa, deje caer los brazos, mire vagamente la pared, olvídese. Cante una sola nota, escuche por dentro. Si oye (pero esto ocurrirá mucho después) algo como un paisaje sumido en el miedo, con hogueras entre las piedras, con siluetas semidesnudas en cuclillas, creo que estará bien encaminado, y lo mismo si oye un río por donde bajan barcas pintadas de amarillo y negro, si oye un sabor pan, un tacto de dedos, una sombra de caballo. Después compre solfeos y un frac, y por favor no cante por la nariz y deje en paz a Schumann.----------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------6. FONTANARROSA, Roberto, No sé si he sido claro

(Collage de Pablo Bernasconi)Antes que nada quisiera pedir, señor juez, señores del jurado, que sepan disculpar si, tal vez, en mi relato, ofendo sin querer el oído de la dama o el caballero, con palabras que puedan parecer "non sanctas". Pero es que el tema señor juez, en sí mismo, se hace un poco dificultoso de contar sin recurrir a esas palabras a las que hago mención.Yo creo que ha sido el destino, el azar, el que me ha puesto en esta situación, la casualidad, y, lamentablemente, señores, no tengo, ni mucho menos, dotes de orador. Procuraré, a lo sumo, ser concreto y lo más breve posible. Pero quería dejar hecha la salvedad para que nadie, después, diga que no lo he advertido y se me pueda acusar de maleducado o boca sucia. Por otra parte, estamos entre gente madura que sabrá comprender lo que yo diga.Ya sé, ya sé, señor juez, perdóneme. Iré al grano. Pero ocurre que no es fácil para un hombre humilde, como yo, desenvolverme en esta situación, frente a tan honorables mandatarios. Es el destino, como le decía, el que ha querido que yo fuese testigo de los hechos, y procuraré ser lo más claro posible, sin ofender a nadie. Voy a comenzar la historia por el principio, o al menos, voy a tratar, señor juez, señores del jurado, de darles una idea de quién era Miguel Panizo, Miguelito, como le decíamos en el barrio, el Burro Panizo. Y Miguel Panizo, allá, en Saladillo, era famoso por una cosa, señor juez, por su virilidad, su hombría. Y cuando digo su virilidad, su hombría, no me refiero con esto a que era un guapo, un hombre de coraje, o un tipo valiente. Eso no lo sé. Nunca lo demostró, o no tuvo oportunidad de demostrarlo. Tampoco era un tipo provocador como para tener oportunidad de demostrarlo. Todo lo contrario, Miguelito era un pan de Dios, un muchachote buenazo, señores. Por eso, cuando yo digo que Miguel Panizo era famoso por su virilidad me refiero a otra cosa. Y ustedes saben bien a qué me refiero. Me refiero, procuraré ser más explícito, me refiero... porque veo entre los presentes rostros algo dubitativos... algunos ya veo que me han comprendido... sí, sí... eso mismo... eso mismo... Pero seré claro, me refiero a que Miguel Panizo era famoso por el...

digamos... por lo que calzaba... ¿Cómo explicarlo?... El aparato que calzaba, el sexo, digamos, el miembro viril, exactamente. Puedo asegurarle, señor juez, y perdone si soy muy crudo en mis términos, que era inhumano lo que tenía ese muchacho entre las piernas. Una cosa bárbara. Así, observe. Mi antebrazo, casi. Soy un hombre grande, he visto muchas cosas, pero puedo asegurarles que nunca en mi vida había visto algo así. ¡Una cosa tremenda! Por algo le decían "El Burro", a Miguelito. El "Burro" Miguel, porque como ustedes saben... noto que han comprendido por las miradas de todos ustedes... los burros son notorios por... Está bien, sí, señor juez, perdóneme... intento ser claro para ilustrar al jurado, y a la vez, no aparecer demasiado grosero para las damas que lo componen, también... Ellas sabrán perdonarme.Sí, sí, continúo, señor juez. Puedo asegurarles, señores del jurado, que el atributo de Miguel Panizo era para ser expuesto en circos, en ferias públicas, de la misma forma que a veces se muestran terneros de dos cabezas, o jorobados, u otras deformidades físicas. Pero él, Miguelito, siempre se había negado a eso porque decía, y tenía razón, señores del jurado, que él no era un payaso, o un animal, para ser exhibido en una kermesse, o en algún circo. Y yo les aseguro, señores del jurado, que ese muchacho podía haberse ganado la vida muy fácilmente trabajando en el Tihany, o en el Ringlin Brothers, por dar un ejemplo.Pero no, Miguel siempre trabajó en el Almacén de don Isidro, a la vuelta del club Calzada, como cualquier hijo de vecino. Pero eso sí, tiempo atrás solía aceptar desafíos, apuestas, de gente que venía de otras partes. Eso sí. Un poco porque no dejaba de ser una diversión para los muchachos del barrio, que lo seguíamos como quien sigue a un equipo de fútbol. Nosotros éramos su hinchada. Y otro poco porque así, de cuando en cuando, se ganaba los buenos pesos. Pero hacía mucho que eso ya no pasaba en Saladillo. El último que recuerdo, hace como ocho años, fue un... un bobalicón de Santa Fe... un grandote que jugaba al básquet y vino a desafiarlo a Miguel. Me acuerdo que la competencia fue a puertas cerradas, por supuesto, en la sala de los trofeos del club Unión y Gloria, frente a un escribano público, y estábamos todos. Se había acondicionado una mesa, quisiera explicarles el procedimiento a los señores del jurado, una mesa a la que se le había pintado, muy prolijo, en la madera, un sistema métrico, que llegaba al metro y medio, más o menos, y sobre esa mesa se hacía la exhibición... bueno... de las piezas. Disculpen las damas si me extralimito, porque veo... bueno... rostros un tanto ruborizados, pero entiendo que es mi deber de testigo aportar, en lo posible...Está bien, está bien, señor juez, perdóneme. Pido disculpas. Quizás mi intención de colaborar hace que me extralimite... Sí, sí, continúo. Bueno, aquella vez del santafecino fue un fiasco porque Miguel le ganó, casi, por veinte centímetros. Sí, señores, advierto ciertas miradas suspicaces entre los honorables presentes, pero puedo jurarles por lo que más quiero, por el cariño de mi madre, que no les miento. Es que lo de Miguelito era pavoroso. Y estoy hablando del aparato... ¿cómo podría explicarlo?... del aparato en posición de descanso. No les hablo, no quiero contarles lo que era eso cuando entraba en actividad, porque en esos...Bien, perdón señor juez. Lo que ocurre es que la gente suele no creer cuando uno les cuenta, piensan que uno está fantaseando, pero quiero recordarles que yo he jurado decir solamente, la verdad y no voy a defraudar ni la confianza que ha depositado en mí el jurado al llamarme a declarar, ni mucho menos la mirada de mi padre, quien, tal vez, desde el Cielo...Ya sé, señor juez, perdón. Mil perdones. Continúo. Esa vez con el santafecino, fue la última vez que Miguel participó en un desafío de ese tipo. Estoy hablando de casi ocho, si no nueve años atrás. Pero, por lo demás, Miguel Panizo, llevaba una vida normal, tranquila, común. No era un hombre de farolear, digamos, de engrupirse con sus condiciones fuera de lo común. ¡Y mire que cualquiera pudiera haberlo hecho, en su misma situación! Más considerando, ustedes bien saben cómo son los barrios, ese culto que existe por el machismo, por la cosa viril. ¡Cómo se habla de eso en la barra del café, en el club, los chistes de los amigos, las cargadas, las bromas! Pero no, Miguelito ya dije que era un pan de Dios, no le daba mucha bolilla a esas cosas. Tampoco las desmentía porque no era tonto. No las desmentía. El sabía que, en la medida en que esa fama se difundiera, él sacaba sus buenas ventajas. ¿De qué

modo? Permítame explicarlo, señor juez, dado que aprecio miradas algo confundidas entre los presentes. Todos sabemos que las mujeres son bastante curiosas, señor juez... No sé si me explico... No sé si ha sido clara mi intención. No sé si han logrado captar lo que quiero decir con esto... Un momento, un momento... quisiera aclarar, porque veo rostros un tanto enojados entre las damas del jurado... Es solamente lo que he dicho... En ese aspecto, en el aspecto de la relación, digamos, por así decirlo, hombre-mujer, la relación íntima, o bien, sexual, la mujer se dice que es más inquieta que el hombre. Más curiosa, la subyuga lo desconocido, o lo misterioso. Se siente atraída por aquello que no conoce. Al menos leí algo así en alguna revista especializada. ¡No quiero que se piense que yo, señor juez, soy el inventor de esta teoría! Creo haberlo visto en el "Maribel". O al menos algunas mujeres son así, si no todas. Por lo menos, y eso doy fe, lo juro por la salud de mis hijos, en el barrio yo he visto varias mujeres, incluso digo más, muchas de ellas "señoras", "señoras respetables", venir al club a la hora en que ellas sabían que nos reuníamos los muchachos, para verlo al Miguel. Y le buscaban la conversación, le "daban calce", como dicen los muchachos. Y el Miguelito aprovechaba, porque era un grandote algo quedado en algunas cosas, pero de tonto no tenía nada. Y al día siguiente se las veía a esas mujeres con el rostro cambiado, con una sonrisa, así, como perdidas y uno entonces sabía que el Miguel les había hecho saber lo que es la buena eh... ustedes ya me comprenden, la buena... creo ser claro, la buena herramienta, disculpen si soy crudo en mis palabras. Y voy llegando al núcleo de lo que tengo que contar, según todos sabemos, y pido disculpas si me he excedido en detalles irrelevantes, vuelvo a repetir que no soy orador y...Bien, señor juez, tiene razón. Perdone usted. La cuestión es que una semana atrás, el lunes pasado, sí, el lunes pasado, llega al barrio un enano. Un enano de Resistencia, Chaco. Se imagina, señor juez, que la noticia corrió enseguida porque un enano es muy notorio, siempre, por la misma razón de su baja estatura. Pero este enano, señores del jurado, Sosa se llamaba, o se hacía llamar, desafió al Miguelito. Así como lo oyen. Podría sonar como una petulancia, o una falta de humildad de parte del enano, desafiar a un coloso como Miguel, pero ustedes bien saben lo que se dice, lo que se comenta en torno a los enanos... No sé si soy claro... No sé si ustedes entienden el sentido de lo que quiero transmitirles, porque veo algunos rostros como... como que no comprenden. Se dice, no sé si es cierto, que los enanos, a pesar de su escasa talla, de su tamaño reducido, están, podríamos decir... están muy bien provistos.Bien, señor juez, sí, sí, comprendo, continúo. No... Además veo que me han comprendido perfectamente, veo por sus miradas que ellos también conocen la fama de estos enanos, o al menos han oído de ella. Incluso a este Sosa, Marcial Sosa, el enano que se presentó en el buffet del club el lunes pasado, le decían el "Brasero". Por supuesto que es un apodo, que no configuraba un dechado de imaginación porque es un apodo muy remanido, digamos, porque... claro... no le decían el "Bracero" porque hubiese trabajado en la zafra... y perdonen la ironía. No sé si me llegan a entender. No sé si comprenden, en especial las damas, porque noto ciertas caritas como que no entienden. El brasero, por el brasero brasero, el aparatito para calentar cosas, la pava, digamos. El brasero que como todos sabemos tiene tres patas y suele llamarse así a ciertas personas, lógicamente, hombres, cuando se comenta que, justamente...Muy bien, muy bien, señor juez, es que intento ser lo más gráfico posible. Perdone usted. Disculpe. Continúo y sepan disculparme las damas si soy un tanto crudo en mis explicaciones. En el club de inmediato se creó una efervescencia ante el desafío del recién llegado del Chaco e, incluso, comenzaron a tejerse historias disparatadas. Usted sabe cómo son las barras de los clubes. Cómo se habla ahí al divino botón. Porque este enano era del Chaco y el Miguelito Panizo también es chaqueño. No de Resistencia pero sí del Chaco. De Roque Sáenz Peña, creo. Se vino acá hace como quince años, pero es del Chaco. Y se empezó a decir en la mesa del club que en Chaco todos los hombres son así, que era así por la alimentación, o por el clima seco, qué sé yo. Hasta que Fermín, el Toto Fermín, que es el macaneador mayor del

club... Usted sabe, señor juez, que en todo club, en todo barrio hay un macaneador, un loco, un tontito, bueno... Fermín, que es el macaneador del club, inventó que el enano era en realidad hijo de Miguel, un hijo natural, que por eso estaba también digamos... que por eso cargaba también su buen, su buen aparato, que Miguel había huido del Chaco justamente por eso, para no hacerse cargo del enano y todas esas cosas. ¡La que se armó! De cualquier manera el desafío ya se había concertado, Miguel había dicho que sí, y el enano había apostado cualquier guita a su... a su pingo. No me pregunten cuánto porque mentiría si les digo, pero sí que era una cantidad más que considerable, se hablaba de dólares, incluso. Bueno, el miércoles a la noche, fue la cosa. Se cerró el club con la excusa de que había desinfección, nos fuimos todos para el salón de los trofeos, éramos como treinta, y allí estaba la mesa ésa que yo ya les expliqué, se había acondicionado como para este tipo de... confrontaciones. Quiero aclarar que en este tipo de cosas no se aceptan mujeres ni niños, que quede bien claro que es nada más que una competencia con un público exclusivamente de hombres. No hay ninguna corrupción ni porquería. Estaba también el escribano, pero no se permitían fotógrafos.El enano llegó medio tarde, cuando ya pensábamos que se había borrado, temeroso de pasar papelones. Pero llegó, agitado, con un envoltorio alargado de papel de diario bajo el brazo, donde decía que traía una regla para constatar las medidas. Ahí se armó medio una discusión porque hubo que decirle que él obraba en condición de desafiante, y que acá las cosas se regían por las reglamentaciones de la provincia de Santa Fe, y esas cosas. Yo no sé qué había de cierto en todo eso, pero supongo que los muchachos medio lo apuraron para no dejarse prepotear por un desconocido de afuera que venía a desconfiar de nosotros, y para colmo, enano. De cualquier manera, después de la parada de carro, hubo que hacer las cosas bien por derecha, no fuera a ser que el enano, o el mismo escribano, pensaran que los queríamos llevar por delante y robarles el dinero. El escribano sorteó quién debía... digamos, desenfundar primero. Y salió elegido Miguelito, pobre. Miguel peló el termo y lo puso sobre la mesa. Una cosa monumental, vea. El enano se puso pálido, yo lo estaba mirando de reojo, blanco se puso. El escribano midió, no sé bien cuánto acusó Miguel —si lo supiese no me lo creerían—, y le tocó el turno al enano. Yo vi que el enano agarraba la regla envuelta en papel de diario y pensé: "Este no está convencido. No lo puede creer". Y por ahí el enano saca del envoltorio alargado, no una regla, saca un machete de este porte, de esos de abrir picadas en el monte y...Cuando revivo esa escena le juro, señor juez, que me recorre la columna vertebral un estremecimiento de arriba abajo. Fue un solo tajo, señor juez, un machetazo seco sobre la mesa... Mire... El aparato de Miguelito era una víbora, un brazo mutilado retorciéndose sobre la mesa. No quiero abundar en detalles porque veo en los rostros transfigurados de todos ustedes... el mismo espanto que sentí yo... Pobre Miguel... Después nos contaron que este enano, Sosa, había resultado el marido de una mujer que un día probó con Miguel, allá en el Chaco. No sé. Una historia así. Y que se la había jurado al Miguel. El enano era obrajero. ¡Cómo son las cosas! ¿De qué vale, a veces, tener tanto, señor juez? Me pregunto yo... ¿de qué vale tener tanto?.Roberto “El Negro” Fontanarrosa nació en Rosario (Santa Fe), Argentina, el 26 de noviembre de 1944, y murió el 19 de julio de 2007. Era humorista gráfico y escritor.------------------------------------------------------------------------------------------------------------------- 7. Graffiti, Julio Cortázar(Cortázar. Cuentos completos 2 (1969-1982). Madrid y Buenos Aires: Alfaguara, 1994. [Páginas 397-400])

Tantas cosas que empiezan y acaso acaban como un juego, supongo que te hizo gracia encontrar un dibujo al lado del tuyo, lo atribuiste a una casualidad o a un capricho y sólo la segunda vez te diste cuenta que era intencionado y entonces lo miraste despacio, incluso

volviste más tarde para mirarlo de nuevo, tomando las precauciones de siempre: la calle en su momento más solitario, acercarse con indiferencia y nunca mirar los grafitti de frente sino desde la otra acera o en diagonal, fingiendo interés por la vidriera de al lado, yéndote en seguida. Tu propio juego había empezado por aburrimiento, no era en verdad una protesta contra el estado de cosas en la ciudad, el toque de queda, la prohibición amenazante de pegar carteles o escribir en los muros. Simplemente te divertía hacer dibujos con tizas de colores (no te gustaba el término grafitti, tan de crítico de arte) y de cuando en cuando venir a verlos y hasta con un poco de suerte asistir a la llegada del camión municipal y a los insultos inútiles de los empleados mientras borraban los dibujos. Poco les importaba que no fueran dibujos políticos, la prohibición abarcaba cualquier cosa, y si algún niño se hubiera atrevido a dibujar una casa o un perro, lo mismo lo hubieran borrado entre palabrotas y amenazas. En la ciudad ya no se sabía demasiado de que lado estaba verdaderamente el miedo; quizás por eso te divertía dominar el tuyo y cada tanto elegir el lugar y la hora propicios para hacer un dibujo. Nunca habías corrido peligro porque sabías elegir bien, y en el tiempo que transcurría hasta que llegaban los camiones de limpieza se abría para vos algo como un espacio más limpio donde casi cabía la esperanza. Mirando desde lejos tu dibujo podías ver a la gente que le echaba una ojeada al pasar, nadie se detenía por supuesto pero nadie dejaba de mirar el dibujo, a veces una rápida composición abstracta en dos colores, un perfil de pájaro o dos figuras enlazadas. Una sola vez escribiste una frase, con tiza negra: A mí también me duele. No duró dos horas, y esta vez la policía en persona la hizo desaparecer. Después solamente seguiste haciendo dibujos.

Cuando el otro apareció al lado del tuyo casi tuviste miedo, de golpe el peligro se volvía doble, alguien se animaba como vos a divertirse al borde de la cárcel o algo peor, y ese alguien como si fuera poco era una mujer. Vos mismo no podías probártelo, había algo diferente y mejor que las pruebas más rotundas: un trazo, una predilección por las tizas cálidas, un aura. A lo mejor como andabas solo te imaginaste por compensación; la admiraste, tuviste miedo por ella, esperaste que fuera la única vez, casi te delataste cuando ella volvió a dibujar al lado de otro dibujo tuyo, unas ganas de reír, de quedarte ahí delante como si los policías fueran ciegos o idiotas. Empezó un tiempo diferente, más sigiloso, más bello y amenazante a la vez. Descuidando tu empleo salías en cualquier momento con la esperanza de sorprenderla, elegiste para tus dibujos esas calles que podías recorrer de un solo rápido itinerario; volviste al alba, al anochecer, a las tres de la mañana. Fue un tiempo de contradicción insoportable, la decepción de encontrar un nuevo dibujo de ella junto a alguno de los tuyos y la calle vacía, y la de no encontrar nada y sentir la calle aún más vacía. Una noche viste su primer dibujo solo; lo había hecho con tizas rojas y azules en una puerta de garage, aprovechando la textura de las maderas carcomidas y las cabezas de los clavos. Era más que nunca ella, el trazo, los colores, pero además sentiste que ese dibujo valía como un pedido o una interrogación, una manera de llamarte. Volviste al alba, después que las patrullas relegaron en su sordo drenaje, y en el resto de la puerta dibujaste un rápido paisaje con velas y tajamares; de no mirarlo bien se hubiera dicho un juego de líneas al azar, pero ella sabría mirarlo. Esa noche escapaste por poco de una pareja de policías, en tu departamento bebiste ginebra tras ginebra y le hablaste, le dijiste todo lo que te venía a la boca como otro dibujo sonoro, otro puerto con velas, la imaginaste morena y silenciosa, le elegiste labios y senos, la quisiste un poco. Casi en seguida se te ocurrió que ella buscaría una respuesta, que volvería a su dibujo como vos volvías ahora a los tuyos, y aunque el peligro era cada vez mayor después de los atentados en el mercado te atreviste a acercarte al garage, a rondar la manzana, a tomar interminables cervezas en el cafe de la esquina. Era absurdo porque ella no se detendría después de ver tu dibujo, cualquiera de las muchas mujeres que iban y venían podía ser ella. Al amanecer del segundo día elegiste un paredón gris y dibujaste un triángulo blanco rodeado

de manchas como hojas de roble; desde el mismo café de la esquina podías ver el paredón (ya habían limpiado la puerta del garage y una patrulla volvía y volvía rabiosa), al anochecer te alejaste un poco pero eligiendo diferentes puntos de mira, desplazándote de un sitio a otro, comprando mínimas cosas en las tiendas para no llamar demasiado la atención. Ya era noche cerrada cuando oíste la sirena y los proyectores te barrieron los ojos. Había un confuso amontonamiento junto al paredón, corriste contra toda sensatez y sólo te ayudó el azar de un auto dando vuelta a la esquina y frenando al ver el carro celular, su bulto te protegió y viste la lucha, un pelo negro tironeado por manos enguantadas, los puntapiés y los alaridos, la visión entrecortada de unos pantalones azules antes de que la tiraran en el carro y se la llevaran.

Mucho después (era horrible temblar así, era horrible pensar que eso pasaba por culpa de tu dibujo en el paredón gris) te mezclaste con otras gentes y alcanzaste a ver un esbozo en azul, los trazos de ese naranja que era como su nombre o su boca, ella así en ese dibujo truncado que los policías habían borroneado antes de llevársela; quedaba lo bastante como para comprender que había querido responder a tu triángulo con otra figura, un círculo o acaso un espiral, una forma llena y hermosa, algo como un sí o un siempre o un ahora. Lo sabías muy bien, te sobraría tiempo para imaginar los detalles de lo que estaría sucediendo en el cuartel central; en la ciudad todo eso rezumaba poco a poco, la gente estaba al tanto del destino de los prisioneros, y si a veces volvían a ver a uno que otro, hubieran preferido no verlos y que al igual que la mayoría se perdieran en ese silencio que nadie se atrevía a quebrar. Lo sabías de sobra, esa noche la ginebra no te ayudaría más a morderte las manos, a pisotear tizas de colores antes de perderte en la borrachera y en el llanto. Sí, pero los días pasaban y ya no sabías vivir de otra manera. Volviste a abandonar tu trabajo para dar vueltas por las calles, mirar fugitivamente las paredes y las puertas donde ella y vos habían dibujado. Todo limpio, todo claro; nada, ni siquiera una flor dibujada por la inocencia de un colegial que roba una tiza en la clase y no resiste el placer de usarla. Tampoco vos pudiste resistir, y un mes después te levantaste al amanecer y volviste a la calle del garage. No había patrullas, las paredes estaban perfectamente limpias; un gato te miró cauteloso desde un portal cuando sacaste las tizas y en el mismo lugar, allí donde ella había dejado su dibujo, llenaste las maderas con un grito verde, una roja llamarada de reconocimiento y de amor, envolviste tu dibujo con un óvalo que era también tu boca y la suya y la esperanza. Los pasos en la esquina te lanzaron a una carrera afelpada, al refugio de una pila de cajones vacíos; un borracho vacilante se acercó canturreando, quizo patear al gato y cayó boca abajo a los pies del dibujo. Te fuiste lentamente, ya seguro, y con el primer sol dormiste como no habías dormido en mucho tiempo. Esa misma mañana miraste desde lejos: no lo habían borrado todavía. Volviste al mediodía: casi inconcebiblemente seguía ahí. La agitación en los suburbios (habías escuchado los noticiosos) alejaban a la patrulla de su rutina; al anochecer volviste a verlo como tanta gente lo había visto a lo largo del día. Esperaste hasta las tres de la mañana para regresar, la calle estaba vacía y negra. Desde lejos descubriste otro dibujo, sólo vos podrías haberlo distinguido tan pequeño en lo alto y a la izquierda del tuyo. Te acercaste con algo que era sed y horror al mismo tiempo, viste el óvalo naranja y las manchas violetas de donde parecía saltar una cara tumefacta, un ojo colgando, una boca aplastada a puñetazos. Ya sé, ya sé ¿pero qué otra cosa hubiera podido dibujarte? ¿Qué mensaje hubiera tenido sentido ahora? De alguna manera tenía que decirte adiós y a la vez pedirte que siguieras. Algo tenía que dejarte antes de volverme a mi refugio donde ya no había ningún espejo, solamente un hueco para esconderme hasta el fin en la más completa oscuridad, recordando tantas cosas y a veces, así como había imaginado tu vida, imaginando que hacías otros dibujos, que salías por la noche para hacer otros dibujos. 8.Silvina Ocampo , Voz en el teléfono

No, no me invites a casa de tus sobrinos. Las fiestas infantiles me entristecen. Te parecerá una macana. Ayer te enojaste porque no quise encender tu cigarrillo. Todo está relacionado. ¿Que estoy loco? Tal vez. Ya que nunca puedo verte, terminaré por explicar las cosas por teléfono. ¿Qué cosas? La historia de los fósforos. Detesto el teléfono. Sí. Ya sé que te encanta, pero a mí me hubiera gustado contarte todo en el auto, o saliendo del cine, o en la confitería. Tengo que remontarme a los días de mi infancia.

—Fernando, si jugás con fósforos, vas a quemar la casa —me decía mamá, o bien—: Toda la casa va a quedar reducida a un montoncito de cenizas—o bien—: Volaremos como fuegos de artificio.

¿Te parece natural? A mí también, pero todo eso me inducía a tocar fósforos, a acariciarlos, a tratar de encenderlos, a vivir por ellos. ¿Te sucedía lo mismo con las gomas de borrar? Pero no te prohibían tocarlas. Las gomas de borrar no queman. ¿Las comías? Esa es otra cosa. Los recuerdos de mis cuatro años tiemblan como iluminados por fósforos. La casa donde pasé mi infancia, ya te dije que era enorme: se componía de cinco dormitorios, dos vestíbulos? dos salas con el cielo raso pintado, con nubes y angelitos. ¿Te parece que vivía como un rey? No creas. Siempre había líos entre los sirvientes.

Se habían dividido en dos bandos: los partidarios de mi madre y los partidarios de Nicolás Simonetti. ¿Quién era? Nicolás Simonetti era el cocinero: yo lo quería con locura. Me amenazaba, en broma, con un enorme cuchillo lustroso, me daba trocitos de carne y hojitas de lechuga para que me entretuviera, me daba caramelo que derramaba sobre el mármol. El contribuyó tanto como mi madre a despertar mi pasión por los fósforos, que encendía para que yo los apagara soplando. Debido a los partidarios de mi madre, que eran infatigables, la comida nunca estaba lista, ni rica, ni a punto. Siempre había una mano que interceptaba los platos, que los dejaba enfriar, que agregaba talco a los tallarines, que espolvoreaba los huevos con ceniza. Todo esto culminó con la aparición de un pelo larguísimo en un budín de arroz.

—Este pelo es de Juanita—dijo mi padre.—No—dijo mi tía—, no quiero "echar pelos en la leche", para mi gusto, es de Luisa.Mi madre, que tenía mucho amor propio, se levantó de la mesa en medio de la comida y

tomando de la punta de los dedos el pelo, lo llevó a la cocina. La cara absorta del cocinero que vio, en lugar de un pelo, una hebra de hilo negro, irritó a mi madre. No sé qué frase sarcástica o hiriente hizo que Nicolás Simonetti se quitara el delantal que amasó como un bollo para tirarlo y anunciar que dejaba la casa. Yo lo seguí al cuarto de baño donde se vestía y se desvestía diariamente. Aquella vez, él que era tan atento conmigo, se vistió sin mirarme. Se peinó con un poquito de grasa que le quedaba en las manos. Nunca vi manos tan parecidas a peines. Luego, con dignidad juntó, en la cocina, los moldes, los cuchillos enormes, las espátulas y las metió en una valijita que siempre traía y se dirigió a la puerta con el sombrero puesto. Para que se dignara mirarme le di un puntapié en la pierna; entonces puso su mano, que olía a manteca, sobre mi cabeza y dijo:

—Adiós, pibe. Ahora muchos apreciarán las comidas de Nicolás. Que se chupen los dedos.¿Te hace gracia? Sigo enumerando: dos escritorios. ¿Para qué tantos? Yo también me lo

pregunto. Nadie escribía. Ocho corredores, tres cuartos de baño (uno con dos lavatorios). ¿Por qué dos? Se lavarían a cuatro manos. Dos cocinas (una económica y una eléctrica), dos cuartos para lavar y planchar la ropa (uno de ellos decía mi padre que estaba destinado a arrugarla), una antecocina, un antecomedor, cinco cuartos de servicio, un cuarto para los baúles. ¿Viajábamos mucho? No. Esos baúles se utilizaban para distintas cosas. Otro cuarto para los armarios, otro para los cachivaches donde dormía el perro y mi caballo de madera montado en un triciclo. ¿Si existe esa casa? Existe en mi recuerdo. Los objetos son como esos mojones que indican los kilómetros recorridos: la casa tenía tantos que mi memoria está cubierta de números. Podría decir en qué año comí la primera manzana o mordí la oreja del perro, o bien oriné en la dulcera. ¡Te parece que soy un cochino! Las alfombras, las arañas y

las vitrinas de la casa me gustaban más que los juguetes. Para el día de mi cumpleaños mi madre organizó una fiesta. Invitó a veinte varones y veinte mujeres para que me trajeran regalos. Mi madre era previsora. ¡Tenés razón, era un amor! Para el día de la fiesta los sirvientes sacaron las alfombras, los objetos de las vitrinas que mi madre reemplazó por caballitos de cartón con sorpresas y automovilitos de material plástico, matracas, cornetas y flautines, dedicados a los varones; pulseras, anillos, monederos y corazoncitos a las mujeres. En el centro de la mesa del comedor colocaron la torta con cuatro velitas, los sandwiches, el chocolate servido. Algunos niños llegaron (no todos con regalos) con sus niñeras, otros con sus madres, otros con una tía o una abuela. Las madres, tías o abuelas se sentaron en un rincón para conversar. Yo las escuchaba de pie, soplando en una corneta que no sonaba.

—Qué bonita estás, Boquita—dijo mi madre a la madre de una de mis amigas—. ¿Venís del campo?

—Es la época en que uno quiere quemarse y es un monstruo—respondió Boquita.Yo creí que se refería a los fósforos y no al sol. ¿Si me gustaba? ¿Qué cosa? ¿Boquita? No.

Era horrible, con su boca diminuta, sin labios, pero mi madre aseguraba que nunca había que decir bonita a las bonitas, sino a las feas porque era más amable; que la belleza está en el alma y no en la cara; que Boquita era un esperpento, pero que "tenía algo". Además mi madre no mentía: siempre se arreglaba para pronunciar las palabras de un modo equívoco, como si se le enredara la lengua, y así lograba decir "qué loquita estás, Boquita"; lo que también podía interpretarse como una alabanza a la fuerte personalidad de su amiga. Hablaron de política, de sombreros y de vestidos, hablaron de problemas económicos, de personas que no habían ido a la fiesta: lo advierto ahora recopilando las palabras que les oí decir. Después de la distribución de globos y de la representación de títeres (donde Caperucita Roja me aterró como el lobo a la abuela, donde la Bella me pareció horrorosa como la Bestia), después de apagar las velas de mi torta de cumpleaños, seguí a mi madre a la salita más íntima de la casa, donde se encerró con sus amigas, entre los almohadones bordados. Conseguí esconderme detrás de un sillón, pisotear el sombrero de una señora, sentado en cuclillas, apoyado contra la pared, para no perder el equilibrio. Ya sé que soy un bruto. Las señoras reían tanto que apenas comprendía yo las palabras que pronunciaban. Hablaban de corpiños, y una de ellas se desabotonó la blusa hasta la cintura para mostrar el que llevaba puesto: era transparente como una media de Navidad, pensé que tendría algún juguete y sentí deseos de meter la mano adentro. Hablaron de medidas: resultó que se trataba de un juego. Por turno se pusieron de pie. Elvira, que parecía una nena enorme, misteriosamente sacó de su cartera un centímetro.

—Siempre llevo en mi cartera una lima y un centímetro, por las dudas—dijo.—Qué loca —exclamó Boquita estrepitosamente—, pareces una modista.Se midieron la cintura, el pecho y las caderas,—Te apuesto a que tengo cincuenta y ocho de cintura.—Y yo te apuesto a que tengo menos.Las voces resonaban como en un teatro.—Quisiera ganar con las caderas—decía una.—Yo me contento con la pechera—dijo otra—. A los hombres les interesa más el pecho,

¿no ves dónde miran?—Si no me miran en los ojos no siento nada —dijo otra, con un suntuoso collar de perlas.—No se trata de lo que sentís, sino de lo que ellos sienten —dijo la voz agresiva de una que

no era madre de nadie.—A mi me importa un bledo —respondió la otra, encogiéndose de hombros.—Yo, no —dijo la Rosca Pérez, que era preciosa, cuando le tocó el turno de medirse;

tropezó contra el sillón donde yo estaba escondido.—Gané —dijo Chinche, que era puntiaguda como un alfiler de cabeza chica y que hacía

sonar las nueve esclavas de oro que llevaba en el brazo.

—Cincuenta y uno —exclamó Elvira, examinando el centímetro que rodeaba la cintura diminuta de Chinche.

¿Que no podía tener cincuenta y un centímetros, a menos de ser una avispa? Pues entonces era una avispa. ¿Se puede hundiendo la barriga como un yogui? Yogui no era, pero encantadora de serpientes, sí. Fascinaba a las mujeres perversas. A mi madre, no. Mi madre era un pan de Dios. Le tenía lástima. Cuando le hablaban mal de Chinche contestaba:

—Macana frita.Cualquier día. Nunca le oí decir a un malevo "macana frita". Sería algo muy personal. Era

muy ella misma. Seguiré contando. En ese momento sonó el teléfono que estaba colocado junto a uno de los sillones; Chinche y Elvira, repartiéndoselo, lo atendieron; luego, tapando el teléfono con un almohadón, dijeron a mi madre:

—Es para vos, che.Las otras se codearon y Rosca tomó el teléfono para oír la voz.—Apuesto a que es el barbudo —dijo una de las señoras.—Apuesto a que es el duende —dijo otra, mordiendo sus collares.Entonces comenzó un diálogo telefónico en que todas intervinieron pasándose el teléfono

por turno. Olvidé que estaba escondido y me puse de pie para ver mejor el entusiasmo, con tintineo de pulseras y collares, de las señoras. Mi madre al verme cambió de voz y de rostro como frente al espejo se alisó el pelo y se acomodó las medias; apagó con ahinco el cigarrillo en el cenicero retorciéndolo dos o tres veces Me tomó de la mano y yo aprovechando su turbación, robé los fósforos largos y lujosos que estaban sobre la mesa, junto a los vasos de whisky. Salimos del cuarto.

—Tenés que atender a tus invitados—dijo mi madre con severidad—. Yo atiendo a los míos.Me dejó en la sala desmantelada, sin alfombra, sin los objetos habituales de las vitrinas, sin

los muebles más valiosos, con los caballitos de cartón vacíos, con las cornetas y flautines en el suelo, con los automovilitos todos con dueños que eran impostores para mí. Cada uno de los niños tenía ya un globo que abrazaba, que estrujaba con audacia. Sobre el piano enfundado alguien había colocado los regalos que los amigos me habían traído. ¿Pobre piano? ¡Por qué no decís, más bien, pobre Fernando! Advertí que faltaban algunos regalos, pues yo atentamente los había contado y examinado en el momento de recibirlos. Pensé que estarían en otro lugar de la casa y ahí empezó mi peregrinación por los corredores que me llevaron al tacho de basura donde desenterré unas cajas de cartón y papeles de diario que triunfalmente llevé a la sala desmantelada. Descubrí que algunos de los niños habían aprovechado de mi ausencia para apoderarse de nuevo de los regalos que me habían traído. ¿Vivos? Sinvergüenzas. Después de muchas vacilaciones, muchas dificultades para entrar en relación con los niños nos sentamos en el suelo para jugar con los fósforos. Pasó una niñera y dijo a su compañera:

—Hay adornos muy finos en esta casa: hay cada florero que si se te cae en un pie te lo aplasta —y mirándonos como si hablaran del mismo florero, agregó—: Cada uno cuando está solo es un diablo, pero acompañado se te vuelve un Niño Dios.

Hicimos construcciones, planos, casas, puentes con los fósforos, les doblamos las puntas, durante un largo rato. No fue sino después, cuando llegó Cacho con los anteojos puestos y una billetera en el bolsillo que tratamos de encender los fósforos. Primero quisimos encenderlos en la suela de los zapatos, después en la piedra de la chimenea. A la primera chispa nos quemamos los dedos. Cacho era muy sabio y dijo que sabía no sólo preparar, sino encender una fogata. El tuvo la idea de cercar la antecocina, donde estaba su niñera, con fuego. Yo protesté. No teníamos que desperdiciar fósforos en niñeras. Esos fósforos lujosos estaban destinados para la salita íntima donde los había encontrado. Eran los fósforos de nuestras madres. En puntas de pie nos acercamos a la puerta del cuarto donde se oían las voces y las risas. Yo fui el que cerré la puerta con llave, yo fui el que saqué la llave y la guardé en el bolsillo. Apilamos los papeles en que venían envueltos los regalos, las cajas de cartón con paja; algunos diarios que habían quedado sobre una mesa, las basuras que había juntado,

unos leños de la chimenea, donde nos sentamos un rato para mirar la futura hoguera. Oímos la voz de Margarita, su risa que no he olvidado, diciendo:

—Nos encerraron con llave.Y la respuesta de no sé quién:—Mejor, así nos dejan tranquilas.Al principio el fuego chisporroteaba apenas, luego estalló, creció como un gigante, con

lengua de gigante. Lamía el mueble más valioso de la casa, un mueble chino con muchos cajoncitos, decorado con millones de figuras que atravesaban puentes, que se asomaban a las puertas, que paseaban en la orilla de un río. Millones y millones de pesos le habían ofrecido a mi madre por ese mueble, y nunca lo quiso vender a ningún precio. ¡Te parece, una lástima! Mejor hubiera sido venderlo. Retrocedimos hasta la puerta de entrada donde acudieron las niñeras. Retumbaron las voces pidiendo auxilio en la larga escalera de servicio. El portero, que estaba conversando en la esquina, no llegó a tiempo para hacer funcionar el extinguidor de incendios. Nos hicieron bajar a la plaza. Agrupados debajo de un árbol vimos la casa en llamas, y la inútil llegada de los bomberos. ¿Ahora comprendes por qué no quise encender tu cigarrillo? ¿Por qué me impresionan tanto los fósforos? ¿No sabías que era tan sensible? Naturalmente, las señoras se asomaron a la ventana pero estábamos tan interesados en el incendio que apenas las vimos. La última visión que tengo de mi madre es de su cara inclinada hacia abajo, apoyada sobre un balaustre del balcón. ¿Y el mueble chino? El mueble chino se salvó del incendio, felizmente. Algunas figuritas se estropearon: una de una señora que llevaba un niño en los brazos y que se asemejaba un poco a mi madre y a mí.

9, Carver, R., Tres rosas amarillasChejov. La noche del 22 de marzo de 1897, en Moscú, salió a cenar con su amigo y confidente Alexei Suvorin. Suvorin, editor y magnate de la prensa, era un reaccionario, un hombre hecho a sí mismo cuyo padre había sido soldado raso en Borodino. Al igual que Chejov, era nieto de un siervo. Tenían eso en común: sangre campesina en las venas. Pero tanto política como temperamentalmente se hallaban en las antípodas. Suvorin, sin embargo, era uno de los escasos íntimos de Chejov, y Chejov gustaba de su compañía.Naturalmente, fueron al mejor restaurante de la ciudad, un antiguo palacete llamado L'Ermitage (establecimiento en el que los comensales podían tardar horas -la mitad de la noche incluso- en dar cuenta de una cena de diez platos en la que, como es de rigor, no faltaban los vinos, los licores y el café). Chejov iba, como de costumbre, impecablemente vestido: traje oscuro con chaleco. Llevaba, cómo no, sus eternos quevedos. Aquella noche tenía un aspecto muy similar al de sus fotografías de ese tiempo. Estaba relajado, jovial. Estrechó la mano del maitre, y echó una ojeada al vasto comedor. Las recargadas arañas anegaban la sala de un vivo fulgor. Elegantes hombres y mujeres ocupaban las mesas. Los camareros iban y venían sin cesar. Acababa de sentarse a la mesa, frente a Suvorin, cuando repentinamente, sin el menor aviso previo, empezó a brotarle sangre de la boca. Suvorin y dos camareros lo acompañaron al cuarto de baño y trataron de detener la hemorragia con bolsas de hielo. Suvorin lo llevó luego a su hotel, e hizo que le prepararan una cama en uno de los cuartos de su suite. Más tarde, después de una segunda hemorragia, Chejov se avino a ser trasladado a una clínica especializada en el tratamiento de la tuberculosis y afecciones respiratorias afines. Cuando Suvorin fue a visitarlo días después, Chejov se disculpó por el "escándalo" del restaurante tres noches atrás, pero siguió insistiendo en que su estado no era grave. "Reía y bromeaba como de costumbre -escribe Suvorin en su diario-, mientras escupía sangre en un aguamanil."Maria Chejov, su hermana menor, fue a visitarlo a la clínica los últimos días de marzo. Hacía un tiempo de perros; una tormenta de aguanieve se abatía sobre Moscú, y las calles estaban

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llenas de montículos de nieve apelmazada. Maria consiguió a duras penas parar un coche de punto que la llevase al hospital. Y llegó llena de temor y de inquietud."Anton Pavlovich yacía boca arriba -escribe Maria en sus Memorias-. No le permitían hablar. Después de saludarle, fui hasta la mesa a fin de ocultar mis emociones." Sobre ella, entre botellas de champaña, tarros de caviar y ramos de flores enviados por amigos deseosos de su restablecimiento, Maria vio algo que la aterrorizó: un dibujo hecho a mano -obra de un especialista, era evidente- de los pulmones de Chejov (era de este tipo de bosquejos que los médicos suelen trazar para que los pacientes puedan ver en qué consiste su dolencia). El contorno de los pulmones era azul, pero sus mitades superiores estaban coloreadas de rojo. "Me di cuenta de que eran ésas las zonas enfermas", escribe Maria.También Leon Tolstoi fue una vez a visitarlo. El personal del hospital mostró un temor reverente al verse en presencia del más eximio escritor del país (¿el hombre más famoso de Rusia?) Pese a estar prohibidas las visitas de toda persona ajena al "núcleo de los allegados", ¿cómo no permitir que viera a Chejov? Las enfermeras y médicos internos, en extremo obsequiosos, hicieron pasar al barbudo anciano de aire fiero al cuarto de Chejov. Tolstoi, pese al bajo concepto que tenía del Chejov autor de teatro ("¿Adónde le llevan sus personajes? -le preguntó a Chejov en cierta ocasión-. Del diván al trastero, y del trastero al diván"), apreciaba sus narraciones cortas. Además -y tan sencillo como eso-, lo amaba como persona. Había dicho a Gorki: "Qué bello, qué espléndido ser humano. Humilde y apacible como una jovencita. Incluso anda como una jovencita. Es sencillamente maravilloso." Y escribió en su diario (todo el mundo llevaba un diario o dietario en aquel tiempo): "Estoy contento de amar... a Chejov."Tolstoi se quitó la bufanda de lana y el abrigo de piel de oso y se dejó caer en una silla junto a la cama de Chejov. Poco importaba que el enfermo estuviera bajo medicación y tuviera prohibido hablar, y más aún mantener una conversación. Chejov hubo de escuchar, lleno de asombro, cómo el conde disertaba acerca de sus teorías sobre la inmortalidad del alma. Recordando aquella visita, Chejov escribiría más tarde: "Tolstoi piensa que todos los seres (tanto humanos como animales) seguiremos viviendo en un principio (razón, amor...) cuya esencia y fines son algo arcano para nosotros... De nada me sirve tal inmortalidad. No la entiendo, y Lev Nikolaievich se asombraba de que no pudiera entenderla."A Chejov, no obstante, le produjo una honda impresión el solícito gesto de aquella visita. Pero, a diferencia de Tolstoi, Chejov no creía, jamás había creído, en una vida futura. No creía en nada que no pudiera percibirse a través de cuando menos uno de los cinco sentidos. En consonancia con su concepción de la vida y la escritura, carecía -según confesó en cierta ocasión- de "una visión del mundo filosófica, religiosa o política. Cambia todos los meses, así que tendré que conformarme con describir la forma en que mis personajes aman, se desposan, procrean y mueren. Y cómo hablan".Unos años atrás, antes de que le diagnosticaran la tuberculosis, Chejov había observado: "Cuando un campesino es víctima de la consunción, se dice a sí mismo: "No puedo hacer nada. Me iré en la primavera, con el deshielo."" (El propio Chejov moriría en verano, durante una ola de calor.) Pero, una vez diagnosticada su afección, Chejov trató siempre de minimizar la gravedad de su estado. Al parecer estuvo persuadido hasta el final de que lograría superar su enfermedad del mismo modo que se supera un catarro persistente. Incluso en sus últimos días parecía poseer la firme convicción de que seguía existiendo una posibilidad de mejoría. De hecho, en una carta escrita poco antes de su muerte, llegó a decirle a su hermana que estaba "engordando", y que se sentía mucho mejor desde que estaba en Badenweiler.Badenweiler era un pequeño balneario y centro de recreo situado en la zona occidental de la Selva Negra, no lejos de Basilea. Se divisaban los Vosgos casi desde cualquier punto de la ciudad, y en aquellos días el aire era puro y tonificador. Los rusos eran asiduos de sus baños termales y de sus apacibles bulevares. En el mes de junio de 1904 Chejov llegaría a Badenweiler para morir.A principios de aquel mismo mes había soportado un penoso viaje en tren de Moscú a Berlín.

Viajó con su mujer, la actriz Olga Knipper, a quien había conocido en 1898 durante los ensayos de La gaviota. Sus contemporáneos la describen como una excelente actriz. Era una mujer de talento, físicamente agraciada y casi diez años más joven que el dramaturgo. Chejov se había sentido atraído por ella de inmediato, pero era lento de acción en materia amorosa. Prefirió, como era habitual en él, el flirteo al matrimonio. Al cabo, sin embargo, de tres años de un idilio lleno de separaciones, cartas e inevitables malentendidos, contrajeron matrimonio en Moscú, el 25 de mayo de 1901, en la más estricta intimidad. Chejov se sentía enormemente feliz. La llamaba "mi poney", y a veces "mi perrito" o "mi cachorro". También le gustaba llamarla "mi pavita" o sencillamente "mi alegría".En Berlín Chejov había consultado a un reputado especialista en afecciones pulmonares, el doctor Karl Ewald. Pero, según un testigo presente en la entrevista, el doctor Ewald, tras examinar a su paciente, alzó las manos al cielo y salió de la sala sin pronunciar una palabra. Chejov se hallaba más allá de toda posibilidad de tratamiento, y el doctor Ewald se sentía furioso consigo mismo por no poder obrar milagros y con Chejov por haber llegado a aquel estado.Un periodista ruso, tras visitar a los Chejov en su hotel, envió a su redactor jefe el siguiente despacho: "Los días de Chejov están contados. Parece mortalmente enfermo, está terriblemente delgado, tose continuamente, le falta el resuello al más leve movimiento, su fiebre es alta." El mismo periodista había visto al matrimonio Chejov en la estación de Potsdam, cuando se disponían a tomar el tren para Badenweiler. "Chejov -escribe- subía a duras penas la pequeña escalera de la estación. Hubo de sentarse durante varios minutos para recobrar el aliento." De hecho, a Chejov le resultaba doloroso incluso moverse: le dolían constantemente las piernas, y tenía también dolores en el vientre. La enfermedad le había invadido los intestinos y la médula espinal. En aquel instante le quedaba menos de un mes de vida. Cuando hablaba de su estado, sin embargo -según Olga-, lo hacía con "una casi irreflexiva indiferencia".El doctor Schwohrer era uno de los muchos médicos de Badenweiler que se ganaba cómodamente la vida tratando a una clientela acaudalada que acudía al balneario en busca de alivio a sus dolencias. Algunos de sus pacientes eran enfermos y gente de salud precaria, otros simplemente viejos o hipocondríacos. Pero Chejov era un caso muy especial: un enfermo desahuciado en fase terminal. Y un personaje muy famoso. El doctor Schwohrer conocía su nombre: había leído algunas de sus narraciones cortas en una revista alemana. Durante el primer examen médico, a primeros de junio, el doctor Schwohrer le expresó la admiración que sentía por su obra, pero se reservó para sí mismo el juicio clínico. Se limitó a prescribirle una dieta de cacao, harina de avena con mantequilla fundida y té de fresa. El té de fresa ayudaría al paciente a conciliar el sueño.El 13 de junio, menos de tres semanas antes de su muerte, Chejov escribió a su madre diciéndole que su salud mejoraba: "Es probable que esté completamente curado dentro de una semana." ¿Qué podía empujarle a decir eso? ¿Qué es lo que pensaba realmente en su fuero interno? También él era médico, y no podía ignorar la gravedad de su estado. Se estaba muriendo: algo tan simple e inevitable como eso. Sin embargo, se sentaba en el balcón de su habitación y leía guías de ferrocarril. Pedía información sobre las fechas de partida de barcos que zarpaban de Marsella rumbo a Odessa. Pero sabía. Era la fase terminal: no podía no saberlo. En una de las últimas cartas que habría de escribir, sin embargo, decía a su hermana que cada día se encontraba más fuerte.Hacía mucho tiempo que había perdido todo afán de trabajo literario. De hecho, el año anterior había estado casi a punto de dejar inconclusa El jardín de los cerezos. Esa obra teatral le había supuesto el mayor esfuerzo de su vida. Cuando la estaba terminando apenas lograba escribir seis o siete líneas diarias. "Empiezo a desanimarme -escribió a Olga-. Siento que estoy acabado como escritor. Cada frase que escribo me parece carente de valor, inútil por completo." Pero siguió escribiendo. Terminó la obra en octubre de 1903. Fue lo último que escribiría en su vida, si se exceptúan las cartas y unas cuantas anotaciones en su libreta.

El 2 de julio de 1904, poco después de medianoche, Olga mandó llamar al doctor Schwohrer. Se trataba de una emergencia: Chejov deliraba. El azar quiso que en la habitación contigua se alojaran dos jóvenes rusos que estaban de vacaciones. Olga corrió hasta su puerta a explicar lo que pasaba. Uno de ellos dormía, pero el otro, que aún seguía despierto fumando y leyendo, salió precipitadamente del hotel en busca del doctor Schwohrer . "Aún puedo oír el sonido de la grava bajo sus zapatos en el silencio de aquella sofocante noche de julio", escribiría Olga en sus memorias. Chejov tenía alucinaciones: hablaba de marinos, e intercalaba retazos inconexos de algo relacionado con los japoneses. "No debe ponerse hielo en un estómago vacío", dijo cuando su mujer trató de ponerle una bolsa de hielo sobre el pecho.El doctor Schwohrer llegó y abrió su maletín sin quitar la mirada de Chejov, que jadeaba en la cama. Las pupilas del enfermo estaban dilatadas, y le brillaban las sienes a causa del sudor. El semblante del doctor Schwohrer se mantenía inexpresivo, pues no era un hombre emotivo, pero sabía que el fin del escritor estaba próximo. Sin embargo, era médico, debía hacer -lo obligaba a ello un juramento- todo lo humanamente posible, y Chejov, si bien muy débilmente, todavía se aferraba a la vida. El doctor Schwohrer preparó una jeringuilla y una aguja y le puso una inyección de alcanfor destinada a estimular su corazón. Pero la inyección no surtió ningún efecto (nada, obviamente, habría surtido efecto alguno). El doctor Schwohrer, sin embargo, hizo saber a Olga su intención de que trajeran oxígeno. Chejov, de pronto, pareció reanimarse. Recobró la lucidez y dijo quedamente: "¿Para qué? Antes de que llegue seré un cadáver."El doctor Schwohrer se atusó el gran mostacho y se quedó mirando a Chejov, que tenía las mejillas hundidas y grisáceas, y la tez cérea. Su respiración era áspera y ronca. El doctor Schwohrer supo que apenas le quedaban unos minutos de vida. Sin pronunciar una palabra, sin consultar siquiera con Olga, fue hasta el pequeño hueco donde estaba el teléfono mural. Leyó las instrucciones de uso. Si mantenía apretado un botón y daba vueltas a la manivela contigua al aparato, se pondría en comunicación con los bajos del hotel, donde se hallaban las cocinas. Cogió el auricular, se lo llevó al oído y siguió una a una las instrucciones. Cuando por fin le contestaron, pidió que subieran una botella del mejor champaña que hubiera en la casa. "¿Cuántas copas?", preguntó el empleado. "¡Tres copas!", gritó el médico en el micrófono. "Y dése prisa, ¿me oye?" Fue uno de esos excepcionales momentos de inspiración que luego tienden a olvidarse fácilmente, pues la acción es tan apropiada al instante que parece inevitable.Trajo el champaña un joven rubio, con aspecto de cansado y el pelo desordenado y en punta. Llevaba el pantalón del uniforme lleno de arrugas, sin el menor asomo de raya, y en su precipitación se había atado un botón de la casaca en una presilla equivocada. Su apariencia era la de alguien que se estaba tomando un descanso (hundido en un sillón, pongamos, dormitando) cuando de pronto, a primeras horas de la madrugada, ha oído sonar al aire, a lo lejos -santo cielo-, el sonido estridente del teléfono, e instantes después se ha visto sacudido por un superior y enviado con una botella de Moét a la habitación 211. "¡Y date prisa! ¿Me oyes?"El joven entró en la habitación con una bandeja de plata con el champaña dentro de un cubo de plata lleno de hielo y tres copas de cristal tallado. Habilitó un espacio en la mesa y dejó el cubo y las tres copas. Mientras lo hacía estiraba el cuello para tratar de atisbar la otra pieza, donde alguien jadeaba con violencia. Era un sonido desgarrador, pavoroso, y el joven se volvió y bajó la cabeza hasta hundir la barbilla en el cuello. Los jadeos se hicieron más desaforados y roncos. El joven, sin percatarse de que se estaba demorando, se quedó unos instantes mirando la ciudad anochecida a través de la ventana. Entonces advirtió que el imponente caballero del tupido mostacho le estaba metiendo unas monedas en la mano (una gran propina, a juzgar por el tacto), y al instante siguiente vio ante sí la puerta abierta del cuarto. Dio unos pasos hacia el exterior y se encontró en el descansillo, donde abrió la mano y miró las monedas con asombro.

De forma metódica, como solía hacerlo todo, el doctor Schwohrer se aprestó a la tarea de descorchar la botella de champaña. Lo hizo cuidando de atenuar al máximo la explosión festiva. Sirvió luego las tres copas y, con gesto maquinal debido a la costumbre, metió el corcho a presión en el cuello de la botella. Luego llevó las tres copas hasta la cabecera del moribundo. Olga soltó momentáneamente la mano de Chejov (una mano, escribiría más tarde, que le quemaba los dedos). Colocó otra almohada bajo su nuca. Luego le puso la fría copa de champaña contra la palma, y se aseguró de que sus dedos se cerraran en torno al pie de la copa. Los tres intercambiaron miradas: Chejov, Olga, el doctor Schwohrer . No hicieron chocar las copas. No hubo brindis. ¿En honor de qué diablos iban a brindar? ¿De la muerte? Chejov hizo acopio de las fuerzas que le quedaban y dijo: "Hacía tanto tiempo que no bebía champaña... " Se llevó la copa a los labios y bebió. Uno o dos minutos después Olga le retiró la copa vacía de la mano y la dejó encima de la mesilla de noche. Chejov se dio la vuelta en la cama y se quedó tendido de lado. Cerró los ojos y suspiró. Un minuto después dejó de respirar.El doctor Schwohrer cogió la mano de Chejov, que descansaba sobre la sábana. Le tomó la muñeca entre los dedos y sacó un reloj de oro del bolsillo del chaleco, y mientras lo hacía abrió la tapa. El segundero se movía despacio, muy despacio. Dejó que diera tres vueltas alrededor de la esfera a la espera del menor indicio de pulso. Eran las tres de la madrugada, y en la habitación hacía un bochorno sofocante. Badenweiler estaba padeciendo la peor ola de calor conocida en muchos años. Las ventanas de ambas piezas permanecían abiertas, pero no había el menor rastro de brisa. Una enorme mariposa nocturna de alas negras surcó el aire y fue a chocar con fuerza contra la lámpara eléctrica. El doctor Schwohrer soltó la muñeca de Chejov. "Ha muerto", dijo. Cerró el reloj y volvió a metérselo en el bolsillo del chaleco.Olga, al instante, se secó las lágrimas y comenzó a sosegarse. Dio las gracias al médico por haber acudido a su llamada. El le preguntó si deseaba algún sedante, láudano, quizá, o unas gotas de valeriana. Olga negó con la cabeza. Pero quería pedirle algo: antes de que las autoridades fueran informadas y los periódicos conocieran el luctuoso desenlace, antes de que Chejov dejara para siempre de estar a su cuidado, quería quedarse a solas con él un largo rato. ¿Podía el doctor Schwohrer ayudarla? ¿Mantendría en secreto, durante apenas unas horas, la noticia de aquel óbito?El doctor Schwohrer se acarició el mostacho con un dedo. ¿Por qué no? ¿Qué podía importar, después de todo, que el suceso se hiciera público unas horas más tarde? Lo único que quedaba por hacer era extender la partida de defunción, y podría hacerlo por la mañana en su consulta, después de dormir unas cuantas horas. El doctor Schwohrer movió la cabeza en señal de asentimiento y recogió sus cosas. Antes de salir, pronunció unas palabras de condolencia. Olga inclinó la cabeza. "Ha sido un honor", dijo el doctor Schwohrer . Cogió el maletín y salió de la habitación. Y de la historia.Fue entonces cuando el corcho saltó de la botella. Se derramó sobre la mesa un poco de espuma de champaña. Olga volvió junto a Chejov. Se sentó en un taburete, y cogió su mano. De cuando en cuando le acariciaba la cara. "No se oían voces humanas, ni sonidos cotidianos -escribiría más tarde-. Sólo existía la belleza, la paz y la grandeza de la muerte."Se quedó junto a Chejov hasta el alba, cuando el canto de los tordos empezó a oírse en los jardines de abajo. Luego oyó ruidos de mesas y sillas: alguien las trasladaba de un sitio a otro en alguno de los pisos de abajo. Pronto le llegaron voces. Y entonces llamaron a la puerta. Olga sin duda pensó que se trataba de algún funcionario, el médico forense, por ejemplo, o alguien de la policía que formularía preguntas y le haría rellenar formularios, o incluso (aunque no era muy probable) el propio doctor Schwohrer acompañado del dueño de alguna funeraria que se encargaría de embalsamar a Chejov y repatriar a Rusia sus restos mortales.Pero era el joven rubio que había traído el champaña unas horas antes. Ahora, sin embargo, llevaba los pantalones del uniforme impecablemente planchados, la raya nítidamente marcada y los botones de la ceñida casaca verde perfectamente abrochados. Parecía otra persona. No sólo estaba despierto, sino que sus llenas mejillas estaban bien afeitadas y su

pelo domado y peinado. Parecía deseoso de agradar. Sostenía entre las manos un jarrón de porcelana con tres rosas amarillas de largo tallo. Le ofreció las flores a Olga con un airoso y marcial taconazo. Ella se apartó de la puerta para dejarle entrar. Estaba allí -dijo el joven- para retirar las copas, el cubo del hielo y la bandeja. Pero también quería informarle de que, debido al extremo calor de la mañana, el desayuno se serviría en el jardín. Confiaba asimismo en que aquel bochorno no les resultara en exceso fastidioso. Y lamentaba que hiciera un tiempo tan agobiante.La mujer parecía distraída. Mientras el joven hablaba apartó la mirada y la fijó en algo que había sobre la alfombra. Cruzó los brazos y se cogió los codos con las manos. El joven, entretanto, con el jarrón entre las suyas a la espera de una señal, se puso a contemplar detenidamente la habitación. La viva luz del sol entraba a raudales por las ventanas abiertas. La habitación estaba ordenada; parecía poco utilizada aún, casi intocada. No había prendas tiradas encima de las sillas; no se veían zapatos ni medias ni tirantes ni corsés. Ni maletas abiertas. Ningún desorden ni embrollo, en suma; nada sino el cotidiano y pesado mobiliario. Entonces, viendo que la mujer seguía mirando al suelo, el joven bajó también la mirada, y descubrió al punto el corcho cerca de la punta de su zapato. La mujer no lo había visto: miraba hacia otra parte. El joven pensó en inclinarse para recogerlo, pero seguía con el jarrón en las manos y temía parecer aún más inoportuno si ahora atraía la atención hacia su persona. Dejó de mala gana el corcho donde estaba y levantó la mirada. Todo estaba en orden, pues, sal vo la botella de champaña descorchada y semivacía que descansaba sobre la mesa junto a dos copas de cristal. Miró en torno una vez más. A través de una puerta abierta vio que la tercera copa estaba en el dormitorio, sobre la mesilla de noche. Pero ¡había alguien aún acostado en la cama! No pudo ver ninguna cara, pero la figura acostada bajo las mantas permanecía absolutamente inmóvil. Una vez percatado de su presencia, miró hacia otra parte. Entonces, por alguna razón que no alcanzaba a entender, lo embargó una sensación de desasosiego. Se aclaró la garganta y desplazó su peso de una pierna a otra. La mujer seguía sin levantar la mirada, seguía encerrada en su mutismo. El joven sintió que la sangre afluía a sus mejillas. Se le ocurrió de pronto, sin reflexión previa alguna, que tal vez debía sugerir una alternativa al desayuno en el jardín. Tosió, confiando en atraer la atención de la mujer, pero ella ni lo miró siquiera. Los distinguidos huéspedes extranjeros -dijo- podían desayunar en sus habitaciones si ése era su deseo. El joven (su nombre no ha llegado hasta nosotros, y es harto probable que perdiera la vida en la primera gran guerra) se ofreció gustoso a subir él mismo una bandeja. Dos bandejas, dijo luego, volviendo a mirar -ahora con mirada indecisa- en dirección al dormitorio.Guardó silencio y se pasó un dedo por el borde interior del cuello. No comprendía nada. Ni siquiera estaba seguro de que la mujer le hubiera escuchado. No sabía qué hacer a continuación; seguía con el jarrón entre las manos. La dulce fragancia de las rosas le anegó las ventanillas de la nariz, e inexplicablemente sintió una punzada de pesar. La mujer, desde que había entrado él en el cuarto y se había puesto a esperar, parecía absorta en sus pensamientos. Era como si durante todo el tiempo que él había permanecido allí de pie, hablando, desplazando su peso de una pierna a otra, con el jarrón en las manos, ella hubiera estado en otra parte, lejos de Badenweiler. Pero ahora la mujer volvía en sí, y su semblante perdía aquella expresión ausente. Alzó los ojos, miró al joven y sacudió la cabeza. Parecía esforzarse por entender qué diablos hacía aquel joven en su habitación con tres rosas amarillas. ¿Flores? Ella no había encargado ningunas flores.Pero el momento pasó. La mujer fue a buscar su bolso y sacó un puñado de monedas. Sacó también unos billetes. El joven se pasó la lengua por los labios fugazmente: otra propina elevada, pero ¿por qué? ¿Qué esperaba de él aquella mujer? Nunca había servido a ningún huésped parecido. Volvió a aclararse la garganta.No quería el desayuno, dijo la mujer. Todavía no, en todo caso. El desayuno no era lo más importante aquella mañana. Pero necesitaba que le prestara cierto servicio. Necesitaba que fuera a buscar al dueño de una funeraria. ¿Entendía lo que le decía? El señor Chejov había

muerto, ¿lo entendía? Comprenez-vous? ¿Eh, joven? Anton Chejov estaba muerto. Ahora atiéndeme bien, dijo la mujer. Quería que bajara a recepción y preguntara dónde podía encontrar al empresario de pompas fúnebres más prestigioso de la ciudad. Alguien de confianza, escrupuloso con su trabajo y de temperamento reservado. Un artesano, en suma, digno de un gran artista. Aquí tienes, dijo luego, y le encajó en la mano los billetes. Diles ahí abajo que quiero que seas tú quien me preste este servicio. ¿Me escuchas? ¿Entiendes lo que te estoy diciendo?El joven se esforzó por comprender el sentido del encargo. Prefirió no mirar de nuevo en dirección al otro cuarto. Ya había presentido antes que algo no marchaba bien. Ahora advirtió que el corazón le latía con fuerza bajo la casaca, y que empezaba a aflorarle el sudor en la frente. No sabía hacia dónde dirigir la mirada. Deseaba dejar el jarrón en alguna parte.Por favor, haz esto por mí, dijo la mujer. Te recordaré con gratitud. Diles ahí abajo que he insistido. Di eso. Pero no llames la atención innecesariamente. No atraigas la atención ni sobre tu persona ni sobre la situación. Diles únicamente que tienes que hacerlo, que yo te lo he pedido... y nada más. ¿Me oyes? Si me entiendes, asiente con la cabeza. Pero sobre todo que no cunda la noticia. Lo demás, todo lo demás, la conmoción y todo eso... llegará muy pronto. Lo peor ha pasado. ¿Nos estamos entendiendo?El joven se había puesto pálido. Estaba rígido, aferrado al jarrón. Acertó a asentir con la cabeza. Después de obtener la venia para salir del hotel, debía dirigirse discreta y decididamente, aunque sin precipitaciones impropias, hacia la funeraria. Debía comportarse exactamente como si estuviera llevando a cabo un encargo muy importante, y nada más. De hecho estaba llevando a cabo un encargo muy importante, dijo la mujer. Y, por si podía ayudarle a mantener el buen temple de su paso, debía imaginar que caminaba por una acera atestada llevando en los brazos un jarrón de porcelana -un jarrón lleno de rosas- destinado a un hombre importante. (La mujer hablaba con calma, casi en un tono de confidencia, como si le hablara a un amigo o a un pariente.) Podía decirse a sí mismo incluso que el hombre a quien debía entregar las rosas le estaba esperando, que quizá esperaba con impaciencia su llegada con las flores. No debía, sin embargo, exaltarse y echar a correr, ni quebrar la cadencia de su paso. ¡Que no olvidara el jarrón que llevaba en las manos! Debía caminar con brío, comportándose en todo momento de la manera más digna posible. Debía seguir caminando hasta llegar a la funeraria, y detenerse ante la puerta. Levantaría luego la aldaba, y la dejaría caer una, dos, tres veces. Al cabo de unos instantes, el propio patrono de la funeraria bajaría a abrirle.Sería un hombre sin duda cuarentón, o incluso cincuentón, calvo, de complexión fuerte, con gafas de montura de acero montadas casi sobre la punta de la nariz. Sería un hombre recatado, modesto, que formularía tan sólo las preguntas más directas y esenciales. Un mandil. Sí, probablemente llevaría un mandil. Puede que se secara las manos con una toalla oscura mientras escuchaba lo que se le decía. Sus ropas despedirían un olor a formaldehído, pero perfectamente soportable, y al joven no le importaría en absoluto. El joven era ya casi un adulto, y no debía sentir miedo ni repulsión ante esas cosas. El hombre de la funeraria le escucharía hasta el final. Era sin duda un hombre comedido y de buen temple, alguien capaz de ahuyentar en lugar de agravar los miedos de la gente en este tipo de situaciones. Mucho tiempo atrás llegó a familiarizarse con la muerte, en todas sus formas y apariencias posibles. La muerte, para él, no encerraba ya sorpresas, ni soterrados secretos. Este era el hombre cuyos servicios se requerían aquella mañana.El maestro de pompas fúnebres coge el jarrón de las rosas. Sólo en una ocasión durante el parlamento del joven se despierta en él un destello de interés, de que ha oído algo fuera de lo ordinario. Pero cuando el joven menciona el nombre del muerto, las cejas del maestro se alzan ligeramente. ¿Chejov, dices? Un momento, en seguida estoy contigo.¿Entiendes lo que te estoy diciendo?, le dijo Olga al joven. Deja las copas. No te preocupes por ellas. Olvida las copas de cristal y demás, olvida todo eso. Deja la habitación como está. Ahora ya todo está listo. Estamos ya listos. ¿Vas a ir?

Pero en aquel momento el joven pensaba en el corcho que seguía en el suelo, muy cerca de la punta de su zapato. Para recogerlo tendría que agacharse sin soltar el jarrón de las rosas. Eso es lo que iba a hacer. Se agachó. Sin mirar hacia abajo. Tomó el corcho, lo encajó en el hueco de la palma y cerró la mano.-----------------------------------------------------------------------------------------------------------------------10. Laura Di Marzo, El juego de las voces

---------------------------------------------------------------------------------------------------------------Rodolfo 12. Walsh, Fotos

1–Niño Mauricio, vaya a la Dirección.El niño Mauricio Irigorri le tocaba el culo a la maestra, eludía el cachetazo y en el recreo cobraba las apuestas. Tenía una hermosa letra, sobre todo cuando firmaba “Alberto Irigorri” bajo las amonestaciones de los boletines. Don Alberto no reparaba en esos detalles. Estaba demasiado ocupado en liquidar a precios de fábula un galpón de alambre de púa que empezó a almacenar cuando la guerra de España. Ahora el alambre no venía de Europa porque allá lo usaban para otra cosa. “Gracias a Dios”, repetía don Alberto, que por esa época se volvió devoto.A fin de año, la señorita Reforzo se quitó a Mauricio de encima con todos cuatros. (“Ese chico necesita una madre”, comentó.) Entró en sexto de pantalón corto y bigote. El de sexto era maestro y el niño Mauricio tuvo que inventar otros juegos con pólvora, despertadores y animales muertos. Tal vez se adelantaba a sus años y a su medio, y por eso no era bien comprendido.–No te juntés con él –decía mi padre.Yo me juntaba igual.–¿Eh, Negro? –proponía Mauricio mirándome desde la esquina del ojo.–¿Y si tal cosa? –protestaba yo.–Hay que divertirse, Negro. La vida es corta.Mauricio pegaba una oblea, la oblea decía “Dios es amor”, Mauricio la pegaba en la maquinita de preservativos, en el baño del “Roma”.2No quiso entrar a la Normal porque era cosa de mujeres. Don Alberto lo mandó al comercial de Azul. Depositaba en él grandes esperanzas que nadie compartía. A los tres meses estaba de vuelta, elogiando el río y el cañoncito del parque. “También hay mucho comercio”, dijo a modo de esclarecimiento.Ese año me vine a Buenos Aires. Le escribí, no me contestó. En mayo tuve carta de Estela. Te estoy tejiendo un pulóver, aquí ya empezaron los fríos. Mamá, que a ella tampoco le gustan las tías, pero este año no hay más remedio, sos muy chico para ir a una pensión. ¿Y es cierto que estudiás latín? Ah, a Mauricio lo echaron. Yo veía las grandes pestañas de mi hermana. Estela sombreando la carta. Las mujeres siempre lo quisieron a Mauricio.3Cuando empezaron a mermarle las botellas de guindado, don Alberto prefirió no tenerlo más de lavacopas. Entró de aprendiz tipógrafo en La Tribuna. Por esa época.INAUGUROSE EL MEODUCTO PRESIDENTE PERONAsistió el gobernadorLo echaron.

11. Benito Martinez, La televisión

Un soldado me mira antes de disparar. Es solo un instante, y me mira con esa cara de vidrio oscuro que tienen los soldados antes de disparar. El estudiante extiende los brazos en un gesto instintivo e inútil. Lo van a matar, se da cuenta y trata de detener el tiempo extendiendo los brazos hacia adelante. El soldado tiene el fusil automático listo y apunta al estudiante, que extiende los brazos. En ese momento se puede pensar que el estudiante ya está muerto, pero no, hay una larguísima fracción de segundo entre un momento y otro. Los dos se han quedado mirándome desde la pantalla del televisor, el matador y la vícitma, bajo un sol que no he visto nunca.El soldado dispara, pero no lo vemos, gracias al anuncio del nuevo detergente.

–Un error lo tiene cualquiera –dijo Mauricio.4Diciembre y allí estaba en la punta del andén, haciéndose el distraído para no encontrarse con la mirada de mi padre. Me había sacado una cabeza de ventaja, pero ésa ya no era su medida, ni los pantalones largos y el cigarrillo colgando del labio, sino el gesto de rechazo, de conquista y de invención con que probaba el filo del mundo y rebotaba, descubriendo siempre una nueva manera de lanzarse al asalto, como un revólver que agota su carga y luego se dispara a sí mismo, el cañón, el tambor y hasta el gatillo, quemado de furor y desmesura. Apoyado en un poste me miraba y su mano izquierda oscilaba suavemente a la altura del hombro en una especie de saludo.Mi padre terminó de hablar con el jefe de estación, y sólo cuando todas las valijas estuvieron a mi lado y el peoncito esperando órdenes, se volvió hacia mí con los brazos en la cintura –una alta figura quemada por el sol, alta desde el chambergo hasta las botas– y yo sin saber si debía darle la mano o besarlo hasta que sacó de adentro una lenta sonrisa de metal y me puso la mano sobre el pelo.En el trayecto a la camioneta, me crucé con Mauricio sin mirarlo.5–Dejaron la tranquera abierta: el toro se escapó. Corrieron los avestruces: así se matan los caballos. Cosas de gringo.–Fui yo.–Cosas de gringo bolichero –insistió mi padre, moviendo suavemente el cabo del rebenque como un gran índice–. Ya te tengo dicho.–Campo hay por todas partes –comentó después Mauricio.Pero no un campo con media legua de laguna como aquél, no el campo donde andabas a lo pueblero, con las riendas sueltas, rebotando en el recado, con la escopeta en la mano, saliendo ensangrentado de los cardales, tiroteando las gallaretas, hundiéndote hasta las verijas en el barro.Acordate: el cerro donde apareció el gliptodonte panza arriba, con la panza llena de agua llovida. Acordate: la noche en que no encontramos más que las riendas en el alambrado y tuvimos que volver a pie entre los juncos. Acordate: el espinel lleno de taralilas.¿Campo como ése? Dónde, Mauricio, dónde.6Mauricio, a los quince años, mide un metro setenta y cinco, es campeón de bochas en el almacén de su padre, se acuesta con la sirvienta. Por un tiempo pareció que se iba a dedicar a la guitarra, pero su verdadera vocación es el codillo.7Agita una mano y se va.Dobla una esquina y se va.Salta a un carguero y se va.Sonríe:–Chau, Negro.Y se lo traga el tiempo, la tierra, la gran inundación de la memoria. Circula clandestinamente en las historias del pueblo y de la familia. “No es malo, pobre”, dice mi madre. “Tiene mala suerte.” (Las mujeres, siempre.) “¿Mala suerte al truco?”, replica mi padre.Lo han visto por el lado de General Pinto, trabajando en las cosechas de maíz o girasol.Quiso ser boxeador en Bahía Blanca, y un negro le desfiguró la cara.Gana un camión al pase inglés, lo pierde al siete y medio.8“Pasó por el pueblo –me escribe Estela– sin saludar a nadie. Paró con un camión colorado frente al ‘Roma’ y a todos los que fueron a hablarle les dijo que estaban equivocados, que no los conocía. Unicamente conversó con el rengo Valentín, el lustrabotas. Valentín dice que preguntó por vos y nadie más, que se tomó una botella de cerveza y se fue. Venía del sur, iba

para Buenos Aires, el camión estaba cargado de bolsas, eso es lo que dice Valentín. Mamá engripada, papá con mucho trabajo, la semana que viene hay un embarque grande de hacienda, de muy mal humor dice que si las cosas siguen así habrá que degollar las vacas en el campo, que nadie sabe para quién trabaja, y otras cosas que no te puedo repetir, a ver si escribís. ¿Así que te dieron un susto en zoología? Su hermanita le dijo: estudie los celenterados. P.D.: Te podés figurar cómo se quedó don Alberto, está muy viejo, yo creo que esas cosas no se hacen.”9Entre dos puntos de un campo existe una diferencia de potencial de un vol cuando el transportar un culón de uno al otro se pone en juego el trabajo de un yul.Sieds, sieds, sieds, seyons, seyez, siéent. Imp.: Séyait, séyait, séyaient. Fut.: Siéra, siéront. Pr. Subj.: Siée, siéent. Ger.: Séyant.Lugones nació en 1874 en Río Seco y se mató en 1938 en el Tigre. Estaba desilusionado.¿Eh? Tres valencias, una libre.Sed nóstri mílites dáto sígno cum inféstis pílis procu... procucurríssent...–Sobresaliente, Tolosa. ¿Qué piensa seguir?–Abogacía, señor.–Política, ¿eh? No olvide las musas. Nuestros grandes políticos llevan un tintero en el chaleco.10–Acordate quién sos –decía lentamente–, y que todo esto va a pasar. La ciudad se muere sin el campo, y el campo es nuestro. El campo es como el mar, y las estancias están ancladas para siempre, como acorazados de fierro. Otras veces han querido hundirnos y el campo siempre los tragó: advenedizos sin ley y sin sangre, el viento de la historia se los lleva, porque no tienen raíces. Ahora nos insulta por la radio, pero tiene que comparar el trigo afuera, porque este año nadie va a sembrar. Levanta la gente, pero no levanta las vacas. Las vacas no entienden de discursos. Llegará el día de la razón y del castigo, y entonces muchos van a sufrir. Hay que prepararse para ese día.En el corral, el polvo amarillo de las ovejas se alzaba como una profecía. Los perros descansaban su perfil heráldico en los portones. Mi padre tiró al suelo la última tarja.–Setecientas cinco –dijo y el capataz asintió con una mueca de tierra.La sonrisa de mi padre se hizo profunda como la intimidad del monte, se contagió a los dedos con que armaba sin mirar un cigarrillo, atento al presente del número y a la entraña del futuro.–Estoy contento con vos –dijo sacando de la campera un billete de quinientos–. Tomá, andá a divertirte.Los guardé, en la galería me encontré con Estela, me parece que no hay con quien divertirse.–No me importa nada –dice Estela–. Por mí, que reviente –y se va a esconder a su pieza.Nadie quiere pronunciar su nombre.---------------------------------------------------------------------------------------------------------------

De esta manera ella conseguía mantenerlo alejado mientras coqueteaba con sus pretendientes, haciéndoles creer que tejía mientras Ulises viajaba y no que Ulises viajaba

13. Augusto Monterroso, La tela de Penélope o quién engaña a quién

Hace muchos años vivía en Grecia un hombre llamado Ulises (quien a pesar de ser bastante sabio era muy astuto), casado con Penélope, mujer bella y singularmente dotada cuyo único defecto era su desmedida afición a tejer, costumbre gracias a la cual pudo pasar sola largas temporadas. Dice la leyenda que en cada ocasión en que Ulises con su astucia observaba que a pesar de sus prohibiciones ella se disponía una vez más a iniciar uno de sus interminables tejidos, se le podía ver por las noches preparando a hurtadillas sus botas y una buena barca, hasta que sin decirle nada se iba a recorrer el mundo y a buscarse a sí mismo.

mientras ella tejía, como pudo haber imaginado Homero, que, como se sabe, a veces dormía y no se daba cuenta de nada. --------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------14.

Charly García Canción De Alicia

quién sabe alicia éste paísno estuvo hecho porque sí.

te vas a ir, vas a salirpero te quedas,

¿dónde más vas a ir?

y es que aquí, sabesel trabalenguas trabalenguas

el asesino te asesinay es mucho para ti.

se acabó ese juego que te hacía feliz.

no cuentes lo que viste en los jardines, el sueño acabó.ya no hay morsas ni tortugas

un río de cabezas aplastadas por el mismo piejuegan cricket bajo la luna

estamos en la tierra de nadie, pero es míalos inocentes son los culpables, dice su señoría,

el rey de espadas.

no cuentes lo que hay detrás de aquel espejo,no tendrás poder

ni abogados, ni testigos.enciende los candiles que los brujos

piensan en volvera nublarnos el camino.

estamos en la tierra de todos, en la vida.sobre el pasado y sobre el futuro,

ruinas sobre ruinas,querida alicia.

se acabó ese juego que te hacía feliz.----------------------------------------------------------------------------------------------------------------15. Germán Rozenmacher; "Cabecita Negra"

A Raúl Kruschovsky El señor Lanari no podía dormir. Eran las tres y media de la mañana y fumaba enfurecido, muerto de frío acodado en ese balcón del tercer piso, sobre la calle vacía, temblando encogido dentro del sobretodo de solapas levantadas. Después de dar vueltas y vueltas en la cama, de tomar pastillas y de ir y venir por la casa frenético y rabioso como un león enjaulado, se había vestido como para salir y hasta se había lustrado los zapatos.Y ahí estaba ahora, con los ojos resecos, los nervios tensos, agazapado escuchando el invisible golpeteo de algún caballo de carro de verdulero cruzando la noche, mientras algún taxi daba vueltas a la manzana con sus faros rompiendo la neblina, esperando turno para entrar al amueblado de la calle Cangallo, y un tranvía 63 con las ventanillas pegajosas, opacadas de

frío, pasaba vacío de tanto en tanto, arrastrándose entre las casas de uno o dos a siete pisos y se perdía, entre los pocos letreros luminosos de los hoteles, que brillaban mojados, apenas visibles, calle abajo.Ese insomnio era una desgracia. Mañana estaría resfriado y andaría abombado como un sonámbulo todo el día. Y además nunca había hecho esa idiotez de levantarse y vestirse en plena noche de invierno nada más que para quedarse ahí, fumando en el balcón. ¿A quién se le ocurría hacer esas cosas? Se encogió de hombros, angustiado. La noche se había hecho para dormir y se sentía viviendo a contramano. Solamente él se sentía despierto en medio del enorme silencio de la ciudad dormida. Un silencio que lo hacía moverse con cierto sigiloso cuidado, como si pudiera despertar a alguien. Se cuidaría muy bien de no contárselo a su socio de la ferretería porque lo cargaría un año entero por esa ocurrencia de lustrarse los zapatos en medio de la noche. En este país donde uno aprovechaba cualquier oportunidad para joder a los demás y pasarla bien a costillas ajenas había que tener mucho cuidado para conservar la dignidad. Si uno se descuidaba lo llevaban por delante, lo aplastaban como a una cucaracha. Estornudó. Si estuviera su mujer ya le habría hecho uno de esos tes de yuyos que ella tenía y santo remedio. Pero suspiró desconsolado. Su mujer y su hijo se habían ido a pasar el fin de semana a la quinta de Paso del Rey llevándose a la sirvienta así que estaba solo en la casa. Sin embargo pensó, no le iban tan mal las cosas. No podía qúejarse de la vida. Su padre había sido un cobrador de la luz -un inmigrante que se había muerto de hambre sin haber llegado a nada. El señor Lanari había trabajado como un animal y ahora tenía esa casa del tercer piso cerca del Congreso, en propiedad horizontal y hacía pocos meses había comprado el pequeño Renault que ahora estaba abajo, en el garaje y había gastado una fortuna en los hermosos apliques cromados de las portezuelas. La ferretería de la Avenida de Mayo iba muy bien y ahora tenía también la quinta de fin de semana donde pasaba las vacaciones. No no podía quejarse. Se daba todos los gustos. Pronto su hijo se recibiría de abogado y seguramente se casaría con alguna chica distinguida. Claro que había tenido que hacer muchos sacrificios. En tiempos como éstos donde los desórdenes políticos eran la rutina había estado varias veces al borde de la quiebra. Palabra fatal que significaba el escándalo, la ruina, la pérdida de todo. Había tenido que aplastar muchas cabezas para sobrevir porque si no, hubieran hecho lo mismo con él. Así era la vida. Pero había salido adelante. Además cuando era joven tocaba el violín y no había cosa que le gustase más en el mundo. Pero vio por delante un porvenir dudoso y sombrío lleno de humillaciones y miseria y tuvo miedo. Pensó que se debía a sus semejantes, a su familia, que en la vida uno no podía hacer todo lo que quería, que tenía que seguir el camino recto, el camino debido y que no debía fracasar. Y entonces todo lo que había hecho en la vida había sido para que lo llamaran "señor". Y entonces juntó dinero y puso una ferretería. Se vivía una sola vez y no le había ido tan mal. No señor. Ahí afuera, en la calle, podían estar matándose. Pero él tenía esa casa, su refugio, donde era el dueño, donde se podía vivir en paz, donde todo estaba en su lugar, donde lo respetaban. Lo único que lo desesperaba era ese insomnio. Dieron las cuatro de la mañana. La niebla era más espesa. Un silencio pesado había caído sobre Buenos Aires. Ni un ruido. Todo en calma. Hasta el señor Lanari tratando de no despertar a nadie, fumaba, adormeciéndose.De pronto una muier gritó en la noche. De golpe. Una mujer aullaba a todo lo que daba como una perra salvaje y pedía socorro sin palabras, gritaba en la neblina, llamaba a alguien, a cualquiera. El señor Lanari dio un respingo, y se estremeció, asustado. La mujer aullaba de dolor en la neblina y parecía golpearlo con sus gritos como un puñetazo. El señor Lanari quiso hacerla callar, era de noche, podía despertar a alguien, había que hablar más bajo. Se hizo un silencio. Y de pronto la mujer gritó de nuevo, reventando el silencio y la calma y el orden, hacienclo escándalo y pidiendo socorro con su aullido visceral de carne y sangre, anterior a las palabras, casi un vagido de niña, desesperado y solo.El viento siguió soplando. Nadie despertó. Nadie se dio por enterado. Entonces el señor Lanari bajó a la calle y fue en la niebla, a tientas, hasta la esquina. Y allí la vio. Nada más que

una cabecita negra sentada en el umbral del hotel que tenía el letrero luminoso "Para Damas" en la puerta, despatarrada y borracha, casi una niña, con las manos caídas sobre la falda, vencida y sola y perdida, y las piernas abiertas bajo la pollera sucia de grandes flores chillonas y rojas y la cabeza sobre el pecho y una botella de cerveza bajo el brazo.- Quiero ir a casa, mamá - lloraba - . Quiero cien pesos para el tren para irme a casa.Era un china que podía ser su sirvienta sentada en el último escalón de la estrecha escalera de madera en un chorro de luz amarilla.El señor Lanari sintió una vaga ternura, una vaga piedad, se dijo que así eran estos negros, qué se iba a hacer, la vida era dura, sonrio, sacó cien pesos y se los puso arrollados en el gollete de la botella pensando vagamente en la caridad. Se sintió satisfecho. Se quedó mirándola, con las manos en los bolsillos, despreciándola despacio.- ¿Qué están haciendo ahí ustedes dos?, la voz era dura y malévola. Antes que se diera vuelta ya sintio una mano sobre su hombro.- A ver, ustedes dos, vamos a la comisaría. Por alterar el orden en la via pública.El señor Lanari, perplejo, asustado, le sonrió con un gesto de complicidad al vigilante.- Mire estos negros, agente, se pasan la vida en curda y después se embroman y hacen barullo y no dejan dormir a la gente.Entonces se dio cuenta que el vigilante también era bastante morochito pero ya era tarde. Quiso empezar a contar su historia.- Viejo baboso, dijo el vigilante mirando con odio al hombrecito despectivo, seguro v sobrador que tenía adelante. - Hacéte el gil ahora.El voseo golpeó al señor Lanari como un puñetazo.- Vamos. En cana.El señor Lanari parpadeaba sin comprender. De pronto reaccionó violentamente y le gritó al policía.- Cuidado señor, mucho cuidado. Esta arbitrariedad le puede costar muy cara. ¿Usted sabe con quién está hablando? - Había dicho eso como quien pega un tiro en el vacío. El señor Lanari no tenía ningún comisario amigo.- Andá, viejito verde, andá, ¿te creés que no me di cuenta que la largaste dura y ahora te querés lavar las manos?, dijo el vigilante y lo agarró por la solapa levantando a la negra que ya había dejado de llorar y que dejaba hacer, cansada, ausente y callada mirando simplemente todo. El señor Lanari temblaba. Estaban todos locos. ¿Qué tenía que ver él con todo eso? Y además ¿qué pasaría si fuera a la comisaría y aclarara todo y entonces no lo creyeran y se complicaran más las cosas? Nunca había pisado una comisaría. Toda su vida había hecho lo posible para no pisar una comisaría. Era un hombre decente. Ese insomnio había tenido la culpa Y no había ninguna garantía de que la policía aclarase todo. Pasaban cosas muy extrañas en los últimos tiempos. Ni siquiera en la policía se podía confiar. No. A la comisaría no. Sería una verguenza inútil.- Vea agente. Yo no tengo nada que ver con esta mujer - dijo señalándola. Sintió que el vigilante dudaba. Quiso decirle que ahí estaban ellos dos, del lado de la ley y esa negra estúpida que se quedaba callada, para peor, era la única culpable.De pronto se acercó al agente que era una cabeza más alto que él, y que lo miraba de costado, con desprecio, con duros ojos salvajes, inyectados y malignos, bestiales con grandes bigotes de morsa. Un animal. Otro cabecita negra.- Señor agente - le dijo en tono confidencial y bajo como para que la otra no escuchara, parada ahí, con la botella vacía como una muñeca, acunándola entre los brazos, cabeceando, ausente como si estuviera tan aplastada que ya nada le importaba.- Venga a mi casa, señor agente. Tengo un coñac de primera. Va a ver que todo lo que le digo es cierto. - Y sacó una tarjeta personal y los documentos y se los mostró - . Vivo ahí al lado - gimió casi, manso y casi adulón, quejumbroso, sabiendo que estaba en manos del otro sin tener ni siquiera un diputado para que sacara la cara por él y lo defendiera. Era mejor amansarlo, hasta darle plata y convencerlo para que lo dejara de embromar.

El agente miró el reloj y de pronto, casi alegremente, como si el señor Lanari le hubiera propuesto una gran idea, lo tomó a él por un brazo y a la negrita por otro y casi amistosamente se fue con ellos. Cuando llegaron al departamento el señor Lanari prendió todas las luces y le mostró la casa a las visitas. La negra apenas vio la cama matrimonial se tiró y se quedó profundamente dormida.Qué espantoso, pensó, si justo ahora llegaba gente, su hijo o sus parientes o cualquiera, y lo vieran ahí, con esos negros, al margen de todo, como metidos en la misma oscura cosa viscosamente sucia; sería un escándalo, lo más horrible del mundo, un escándalo y nadie le creería su explicación y quedaría repudiado, como culpable de una oscura culpa, y yo no hice nada mientras hacía eso tan desusado, ahí a las 4 de la mañana, porque la noche se había hecho para dormir y estaba atrapado por esos negros, él, que era una persona decente, como si fuera una basura cualquiera, atrapado por la locura, en su propia casa.- Dame café - dijo el policía y en ese momento el señor Lanari sintió que lo estaban humillando. Toda su vida había trabajado para tener eso, para que no lo atropellaran y así de repente, ese hombre, un cualquiera, un vigilante de mala muerte lo trataba de che, le gritaba, lo ofendía. Y lo que era peor, vio en sus ojos un odio tan frío, tan inhumano, que ya no supo qué hacer. De pronto pensó que lo mejor sería ir a la comisaría porque aquel hombre podría ser un asesino disfrazado de policía que había venido a robarlo y matarlo y sacarle todas las cosas que había conseguido en años y años de duro trabajo, todas sus posesiones, y encima humillarlo y escupirlo. Y la mujer estaba en toda la trampa como carnada. Se encogió de hombros. No entendía nada. Le sirvió café. Después lo llevó a conocer la biblioteca, Sentía algo presagiante, que se cernía, que se venía. Una amenaza espantosa que no sabía cuando se le desplomaría encima ni cómo detenerla. El señor Lanari, sin saber por qué, le mostró la biblioteca abarrotada con los mejores libros. Nunca había podido hacer tiempo para leerlos pero estaban allí. El señor Lanari tenía su cultura. Había terminado el colegio nacional y tenía toda la historia de Mitre encuadernada en cuero. Aunque no había pedido estudiar violín tenía un hermoso tocadistos y allí, posesión suya, cuando quería, la mejor música del mundo se hacía presente.Hubiera querido sentarse amigablemente y conversar de libros con ese hombre. Pero ¿de qué líbros podría hablar con ese negro? Con la otra durmiendo en su cama y ese hombre ahí frente suyo, como burlándose, sentía un oscuro malestar que le iba creciendo, una inquietud sofocante. De golpe se sorprendió que justo ahora quisiera hablar de libros y con ese tipo. El policía se sacó los zapatos, tiró por ahí la gorra, se abrió la campera y se puso a tomar despacio.El señor Lanari recordó vagamente a los negros que se habían lavado alguna vez las patas en las fuentes de plaza Congreso. Ahora sentía lo mismo. La misma vejación, la misma rabia. Hubiera querido que esuviera ahí su hijo. No tanto para defenderse de aquellos negros que ahora se le habían despatarrado en su propia casa, sino para enfrentar todo eso que no tenía ni pies ni cabeza y sentirse junto a un ser humano, una persona civilizada. Era como si de pronto esos salvajes hubieran invadido su casa. Sintió que deliraba y divagaba y sudaba y que la cabeza le estaba por estallar. Todo estaba al revés. Esa china que podía ser su sirvienta en su cama y ese hombre del que ni siquiera sabía a ciencia cierta si era policía, ahí, tomando su coñac. La casa estaba tomada.- Qué le hiciste - dijo al fin el negro.- Señor, mida sus palabras. Yo lo trato con la mayor consideración. Así que haga el favor de... - el policía o lo que fuera lo agarró de las solapas y le dio un puñetazo en la nariz. Anonadado, el señor Lanari sintió cómo le corría la sangre por el labio. Bajó los ojos. Lloraba. ¿Por qué le estaba haciendo eso? ¿Qué cuentas le pedían? Dos desconocidos en la noche entraban en su casa y le pedían cuentas por algo que no entendía y todo era un manicomio.- Es mi hermana. Y vos la arruinaste. Por tu culpa ella se vino a trabajar como muchacha, una chica una chiquilina, y entonces todos creen que pueden llevársela por delante. Cualquiera se cree vivo ¿eh? Pero hoy apareciste, porquería, apareciste justo y me las vas a pagar todas

juntas. Quién iba a decirlo, todo un señor...El señor Lanari no dijo nada y corrió al dormitorio y empezó a sacudir a la chica desesperadamente. La chica abrió los ojos, se encogió de hombros, se dio vuelta y siguió durmiendo. El otro empezó a golpear]o, a patear]o en la boca del estómago, mientras el señor Lanari decía no, con la cabeza y dejaba hacer, anonadado, y entonces fue cuando la chica despertó y lo miró y le dijo al hermano:- Este no es, José. - Lo dijo con una voz seca, inexpresiva, cansada, pero definitiva. Vagamente el señor Lanari vio la cara atontada, despavorida humillada del otro y vio que se detenía bruscamenté y vio que la mujer se levantaba, con pesadez, y por fín, sintió que algo tontamente le decía adentro "Por fin se me va este maldito insomnio" y se quedó bien dormido. Cuando despertó, el sol estaba alto y le dio en los ojos, encegueciéndolo. Todo en la pieza estaba patas arriba, todo revuelto y le dolía terriblemente la boca del estómago. Sintió un vértigo, sintió que estaba a punto de volverse loco y cerró los ojos para no girar en un torbellino. De pronto se precipitó a revisar todos los cajones, todos los bolsillos, bajó al garaje a ver si el auto estaba todavía, y jadeaba, desesperado a ver si no le faltaba nada. ¿Qué hacer a quién recurrir? Podría ir a la comisaría, denunciar todo pero ¿denunciar qué? ¿Todo había pasado de veras? "Tranquilo, tranquilo, aquí no ha pasado nada", trataba de decirse pero era inútil: le dolía la boca del estómago y todo estaba patas arriba y la puerta de calle abierta. Tragaba saliva. Algo había sido violado. "La chusma", dijo para tranquilizarse, "hay que aplastarlos, aplastarlos", dijo para tranquilizarse. "La fuerza pública", dijo, "tenemos toda la fuerza pública y el ejército", dijo para tranquilizarse. Sintió que odiaba. Y de pronto el señor Lanari supo que desde entonces jamás estaría seguro de nada. De nada.

16. Por si las moscas. Por José Pablo Feinmann

Los sectores dirigentes se asumen (lo han hecho siempre) como los poseedores de la Argentina. Sea para gozarla, para traficarla o para enajenarla, la Argentina les pertenece. Es su casa y uno con su casa hace lo que quiere. La edifica y la muestra al mundo, festejándola, en el Centenario, la trafica durante la década del ‘30 o la enajena durante el menemismo. Lo único que los sectores dirigentes no aceptan ni han aceptado jamás es que la casa se la tomen los otros, se la ocupen los bárbaros, los que no la han poseído ni poseerán jamás, ya que eso sería subvertir el orden de la casa, que está en orden en tanto está en manos de sus dueños. A veces, los dueños de la casa deciden ampliarla y negociar con los otros para mantener el orden: lo hizo Sáenz Peña con Yrigoyen. La “chusma ultramarina” se había vuelto molesta o potencialmente molesta y había que “integrarla”. Yrigoyen lo haría. Luego, en el ‘45, las migraciones internas concentran en Buenos Aires un proletariado riesgoso, nuevo, un “aluvión zoológico”. Será el coronel Perón quien integre a esos “grasitas” y les dé cobertura social, sindical, laboral. Como fuere, a los dueños de la casa no les gusta integrar y desconfían de los integradores. Desconfían de Yrigoyen, desconfían de Perón, a quienes derrocan con implacables golpes militares. Al cabo, “integrar” es “compartir”, abrirles a los otros espacios en la casa, y los dueños de la casa la quieren para ellos, toda para ellos, porque, sencillamente, son insaciables. Hicieron la casa gracias a la “abundancia fácil” del país, no la modernizaron sino que la gozaron y se dedicaron a impedir que “los otros” (a quienes, de aquí en más y ya veremos por qué, llamaremos “las moscas”) pudieran gozarla. Así las cosas, desarrollaron más los organismos de represión (sobre todo el Ejército) que la industria y el mercado interno. Será porque el mercado interno está lleno de moscas y ellos ni a las moscas quieren alimentar. Por fin, hartos de gozar la casa, en un mundo globalizado que “ellos” sienten como suyo (y al cual, en efecto, pertenecen por medio de sus capitales que se asocian con los del poder universal y se desterritorializan), deciden enajenar la casa y la venden, y se quedan con el dinero y se van o se encierran en los barrios privados, countries, torres o bancos y se olvidan de las moscas, que siguen alimentándose con lo único que ha quedado

del viejo país de la abundancia fácil, con mierda.La metáfora de la casa tomada (que es una de las grandes herramientas teóricas para entender la Argentina) fue creada por Julio Cortázar en un cuento perfecto que publicó en su libro Bestiario, de 1951. Habría, él, de aclarar luego que escribió ese cuento instigado por la llegada del peronismo (del primer peronismo) al poder. Con ironía y acaso con autoironía habría de decir “me fui del país porque los bombos peronistas no me dejaban escuchar los conciertos de Bartok”. Tampoco podía escuchar las óperas de Alban Berg. Se va. Acepta describirse como un joven culto de clase media que huye a París ante la invasión de “los otros”. De las moscas. Años después, Germán Rozenmacher, que no tenía casi nada en común con Cortázar, resemantiza su cuento en otro que habrá de llamarse “Cabecita negra”. Rozenmacher narra la noche infernal del señor Lanari, que está solo en su casa (su mujer y su hijo se han ido a “la quinta de Paso del Rey”), que no puede dormir, que oye gritar a una mujer, que baja (saliendo de “la” casa), que se acerca a la mujer, que es una morochita (“una negra”), que está bastante borracha y a la que el señor Lanari ayuda con un billete de cien pesos y luego se la queda mirando, “despreciándola despacio”. Aparece un policía y cree que el señor Lanari anda en tratos con una prostituta. “El señor Lanari (narra entonces Rozenmacher) le sonrió con un gesto de complicidad al vigilante.”–Mire estos negros, agente, se pasan la vida en curda y después se embroman y hacen barullo y no dejan dormir a la gente. “Entonces se dio cuenta de que el vigilante también era bastante morochito, pero ya era tarde.” Empieza la noche pesadillesca del señor Lanari. El vigilante le dice “viejo baboso”. No lo lleva a la comisaría sino que se mete en su casa con la morocha, con la cabecita negra. Lanari sospecha que están asociados. Entran en la casa. “La negra apenas vio la cama matrimonial, se tiró y se quedó profundamente dormida.” Por su parte, sin mayor hesitación, el vigilante se toma el mejor coñac del señor Lanari. “Todo estaba al revés. Esa china que podía ser su sirvienta en su cama y ese hombre del que no sabía a ciencia cierta si era policía, ahí, tomando su coñac. La casa estaba tomada.” Por fin, luego de ultrajarlo un rato más, los “intrusos”, los “cabecitas negras”, “las moscas” se van. El señor Lanari queda solo en su casa; queda solo, infinitamente escarnecido, desesperado. “La chusma”, dice. “Hay que aplastarlos”, dice. “La fuerza pública”, dice. “Tenemos toda la fuerza pública y el Ejército.” Escribe, entonces, Rozenmacher: “Sintió que odiaba. Y de pronto, el señor Lanari supo que desde entonces jamás estaría seguro de nada. De nada”. No obstante, el señor Lanari está seguro de un par de cosas fundamentales. Son las que invocó en su semidelirio represivo. “Tenemos la fuerza pública y el Ejército”, invocó, reclamó. No pudo haber sido más impecable y coherente. La casa de los señores Lanari, de todos los señores Lanari de la Argentina, está custodiada por la “fuerza pública”, por “el Ejército”, tal como enumera Rozenmacher. Ya sea en la Patagonia, en 1921, como en el país de la década del ‘70, la ultima ratio de la seguridad de la casa reside en el Ejército. Cuando la casa se amplía, ya sea por el integracionismo yrigoyenista o por el Estado de Bienestar peronista o por los primeros intentos de la democracia del ‘84, el Ejército permanece en un segundo plano. Pero cuando los conflictos aparecen, cuando aparecen y se tornan ingobernables, cuando “las moscas” comienzan a pedir más de lo que los dueños de la casa están dispuestos a entregar, o cuando los “integradores” no pueden controlarlas, los dueños de la casa desvían la mirada y otra vez miran hacia donde, siempre que la casa peligró, miraron: hacia los poseedores de las armas, hacia los que cuidan la casa y los intereses de sus dueños. Así hemos llegado a donde queríamos llegar. Hemos llegado a entender las causas del súbito protagonismo que (a través de dichos del periodista Mariano Grondona) ha tomado la figura del general Brinzoni durante estos días.Abundemos: hoy, por medio del plan de los banqueros y del FMI, hay más “moscas” que nunca en el país. Un dicho, que todos conocen, dice: “Coma mierda, millones de moscas no pueden equivocarse”. Hoy, en la Argentina, millones de moscas comen mierda. No están equivocadas, ya que es lo único que pueden comer. La infinita codicia de los poderosos (del

poder político aliado al poder económico y al capital financiero) les ha dejado esa única, humillante posibilidad. ¿Piensan los dueños de la casa alimentar a las moscas? No parece. Los dueños de casa, como siempre, piensan antes en el “caos absoluto” que en la democratización de la riqueza que podría evitarlo. Y cuando piensan en el “caos absoluto”, piensan en el Ejército como solución. Antes que saciar el hambre, prefieren fusilarlo. De este modo, Grondona, quien ya había pedido los tanques en la calle durante la hambruna de 1989, habla ahora del “Plan B” del general Brinzoni. Aproximadamente ha dicho: “Los militares dicen todo el tiempo que no van a intervenir, pero es como cuando se habla de devaluar: todos dicen que no, que no, hasta que se devalúa”. Cierto, por eso, alguna vez, absurdamente, se dijo: “El que apuesta al dólar, pierde”. Cabría decir hoy, siguiendo el símil de Grondona, “el que apuesta a los militares, pierde”. Y dijo algo más Grondona, algo excepcionalmente revelador. Dijo: “Si yo fuera el general Brinzoni, aceptaría el orden institucional, pero en caso de caos absoluto tendría un Plan B”. Y, terminando, aclaró: “Por si las moscas”.Página 12 – (contratapa) 15 de junio 2002

--------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------17. Leonardo Moledo, Los libros de arena

“Arena: la arena es roca natural y finamente dividida, compuesta de partículas cuyo tamaño varía entre 0,063 y 2 mm. Una partícula individual dentro de este rango es llamada grano de arena. Las partículas por debajo de los 0,063 mm hasta 0,004 mm de tamaño en geología se llaman légamo; y por arriba de la medida del grano de arena se llama grava, de hasta 64 mm. Hay arena que es piedra caliza molida que ha pasado por la digestión del pez loro. La arena es transportada por el viento y el agua, y depositada en forma de playas, dunas, médanos, etc. Muchas personas, especialmente los niños, utilizan para realizar construcciones como castillos de arena o túneles”.Wikipedia, la enciclopedia libre

“Me dijo que su libro se llamaba el libro de arena porque ni el libro ni la arena tienen principio ni fin.”El libro de arena, Jorge Luis Borges.

El libro de arena, el famoso cuento de Borges que en cierto modo continúa (y es anunciado) en La biblioteca de Babel, asocia la arena al infinito. Las páginas del libro se deshacen y multiplican como los granos de arena de una playa, y cada hoja, se separa en infinitas hojas, y no puede volver a ser encontrada. “Apoyé la mano izquierda sobre la portada y abrí con el dedo pulgar casi pegado al índice. Todo fue inútil: siempre se interponían varias hojas entre la portada y la mano. Era como si brotaran del libro”. Borges presenta el asunto como un insondable misterio, pero lo que le ocurre al libro de arena, simplemente, es que tiene infinitas páginas, y como acotaría un matemático cualquiera, de los que pululan por las grandes ciudades y se esconden en las alcantarillas de la realidad, infinito con la potencia del continuo, un infinito más poderoso e inagotable que el de los números que acostumbramos a conocer; tanto, que hizo falta la genialidad de Georg Cantor (que murió loco como Schumann y Nietzche) para descubrirlo. Lo que sí resulta misterioso es que el infinito se concrete en un objeto de este mundo; ya que, según cuentan quienes saben, no existe nada infinito, salvo en el transmundo de las matemáticas.La arena es sólo un consuelo, pequeños objetos desmenuzables, que a veces se extienden hasta el horizonte, en el desierto o en las playas. La arena ni siquiera parece ser algo sino apenas una partícula de nada, que forma una playa simplemente por acumulación.

Pero no es verdad que la arena, como el libro, sea infinita, ni que no tenga ni principio ni fin. Al fin y al cabo, el cuento de Borges tuvo un ilustre predecesor: El libro de arena (Arenario) del notable Arquímedes (287 a. C.), considerado por algunos como el científico más importante de la Antigüedad, en el que llega a la conclusión exactamente opuesta. Arquímedes escribió, para demostrar que los granos de arena no eran infinitos, una especie de pequeño manual para Gelón, hijo de Hierón, rey de la ciudad de Siracusa. “Hay algunos, Gelón, que consideran infinito en cantidad el número de granos de arena y por arena considero no sólo la que hay en Siracusa y el resto de Sicilia sino también la que se encuentra en cualquier región habitada o deshabitada (...) Y es claro que quienes sostienen este punto de vista, si se imaginaran un volumen de arena tan grande como la tierra incluyendo todos los mares y cuencas, que se llenara hasta la montaña más alta, estimarían todavía menos posible que se pudiera hallar un número que representara una cantidad mayor que la arena señalada”. Y a continuación, elabora un sistema de numeración que permite contar no sólo una masa de arena como la Tierra sino la arena que llenaría una esfera con centro en el Sol.Traducido a términos modernos, el cálculo es relativamente fácil. Si un grano de arena mide 0,06 mm, en un milímetro entran dieciséis granos alineados, en un metro dieciséis mil, y en un kilómetro dieciséis millones. Lo cual significa que en una playa de un kilómetro de largo, por cien metros de ancho y diez metros de profundidad, caben cuatro millones de billones de granos de arena, más o menos la misma cantidad de granos de arroz que Sissa, el inventor del ajedrez pidió como recompensa. Y en los diez kilómetros de playa de Villa Gesell, y considerando que la playa tiene un generoso kilómetro de ancho, tenemos: 400 millones de billones de granos.Son bastantes y contarlos, a razón de uno por segundo, llevaría diez billones de años, lo cual es decididamente mucho para unas vacaciones, teniendo en cuenta que es más de mil veces el tiempo que pasó desde que se formó la Tierra.La Tierra, por su parte, es aproximadamente una esfera de seis mil kilómetros de radio. Poniendo en fila seis mil millones de granos, llegaríamos al centro. Como el volumen de la Tierra es más o menos 4,2xr3 (4\3 x pi x r3) la cantidad de granos de arena que entran en la Tierra, grano más o menos, es veinticuatro mil billones de billones. Y si siguiendo a Arquímedes, queremos calcular cuántos granos caben en una esfera con centro en el Sol y que se extienda hasta la Tierra (con las medidas modernas, y no con la que daba Arquímedes, tomando las de Aristarco de Samos), hay que tener en cuenta que el Sol dista 150 millones de kilómetros, y que en esa distancia se pueden alinear aproximadamente dos mil cuatrocientos billones de granos de arena. Una esfera con centro en el Sol y cuyo radio fuera la distancia a la Tierra podría contener tres trillones de trillones de trillones (un trillón es un millón de billones). Por su parte, la distancia hasta los límites del universo visible es de unos diez mil millones de años luz, esto es, diez mil billones de kilómetros. Para formar un año luz, hay que poner en fila ciento sesenta mil billones de granos de arena y hasta el confín del universo se llegarían con diez mil millones de veces esa cantidad. Para llenar el volumen entero harían falta una cantidad de granos igual a cuatro veces la cifra que forma un uno seguido por 82 ceros. Un número de porte, sin duda, pero que está tan lejos del infinito como el número diecisiete. Arquímedes murió en 212 a.c. asesinado por un soldado de las tropas romanas que tomaron Siracusa; su Libro de arena perduró y se transmutó en el cuento que lleva el mismo título y que Borges hace transcurrir en un cuarto piso de la calle Belgrano, en una ciudad esquemática y peligrosa, sobornada por la tragedia. El infinito, como el universo, es un abismo, que sólo puede imaginarse de noche, justo antes del amanecer.

Página 12, 31 de enero 2005-01-31

18. Jorge Luis Borges, El libro de arena

La línea consta de un número infinito de puntos; el plano, de un número infinito de líneas; el volumen, de un número infinito de planos; el hipervolumen, de un número infinito de volúmenes... No, decididamente no es éste, more geometrico, el mejor modo de iniciar mi relato. Afirmar que es verídico es ahora una convención de todo relato fantástico; el mío, sin embargo, es verídico.Yo vivo solo, en un cuarto piso de la calle Belgrano. Hará unos meses, al atardecer, oí un golpe en la puerta. Abrí y entró un desconocido. Era un hombre alto, de rasgos desdibujados. Acaso mi miopía los vio así. Todo su aspecto era de pobreza decente. Estaba de gris y traía una valija gris en la mano. En seguida sentí que era extranjero. Al principio lo creí viejo; luego advertí que me había engañado su escaso pelo rubio, casi blanco, a la manera escandinava. En el curso de nuestra conversación, que no duraría una hora, supe que procedía de las Orcadas.Le señalé una silla. El hombre tardó un rato en hablar. Exhalaba melancolía,como yo ahora.-Vendo biblias -me dijo.No sin pedantería le contesté:-En esta casa hay algunas biblias inglesas, incluso la primera, la de John Wiclif. Tengo asimismo la de Cipriano de Valera, la de Lutero, que literariamente es la peor, y un ejemplar latino de la Vulgata. Como usted ve, no son precisamente biblias lo que me falta.Al cabo de un silencio me contestó:-No sólo vendo biblias. Puedo mostrarle un libro sagrado que tal vez le interese. Lo adquirí en los confines de Bikanir.Abrió la valija y lo dejó sobre la mesa. Era un volumen en octavo, encuadernado en tela. Sin duda había pasado por muchas manos. Lo examiné; su inusitado peso me sorprendió. En el lomo decía Holy Writ y abajo Bombay.-Será del siglo diecinueve -observé.-No sé. No lo he sabido nunca -fue la respuesta.Lo abrí al azar. Los caracteres me eran extraños. Las páginas, que me parecieron gastadas y de pobre tipografía, estaban impresas a dos columnas a la manera de una biblia. El texto era apretado y estaba ordenado en versículos. En el ángulo superior de las páginas había cifras arábigas. Me llamó la atención que la página par llevaba el número (digamos) 40.512 y la impar, la siguiente, 999. La volví; el dorso estaba numerado con ocho cifras. Llevaba una pequeña ilustración, como es de uso en los diccionarios: un ancla dibujada a la pluma, como por la torpe mano de un niño.Fue entonces que el desconocido me dijo:-Mírela bien. Ya no la verá nunca más.Había una amenaza en la afirmación, pero no en la voz.Me fijé en el lugar y cerré el volumen. Inmediatamente lo abrí. En vano busqué la figura del ancla, hoja tras hoja. Para ocultar mi desconcierto, le dije:-Se trata de una versión de la Escritura en alguna lengua indostánica,¿no es verdad?-No -me replicó.Luego bajó la voz como para confiarme un secreto:-Lo adquirí en un pueblo de la llanura, a cambio de unas rupias y de la Biblia. Su poseedor no sabía leer. Sospecho que en el Libro de los Libros vio un amuleto. Era de la casta más baja; la gente no podía pisar su sombra, sin contaminación. Me dijo que su libro se llamaba el Libro de Arena, porque ni el libro ni la arena tienen ni principio ni fin.Me pidió que buscara la primera hora.Apoyé la mano izquierda sobre la portada y abrí con el dedo pulgar casi pegado al índice. Todo fue inútil: siempre se interponían varias hojas entre la portada y la mano. Era como si brotaran del libro.-Ahora busque el final.

También fracasé; apenas logré balbucear con una voz que no era la mía:-Esto no puede ser.Siempre en voz baja el vendedor de biblias me dijo:-No puede ser, pero es. El número de páginas de este libro es exactamente infinito. Ninguna es la primera; ninguna, la última. No sé por qué están numeradas de ese modo arbitrario. Acaso para dar a entender que los términos de una serie infinita admiten cualquier número. Después, como si pensara en voz alta:-Si el espacio es infinito estamos en cualquier punto del espacio. Si el tiempo es infinito estamos en cualquier punto del tiempo.Sus consideraciones me irritaron. Le pregunté:-¿Usted es religioso, sin duda?-Sí, soy presbiteriano. Mi conciencia está clara. Estoy seguro de no haber estafado al nativo cuando le di la Palabra del Señor a trueque de su libro diabólico.Le aseguré que nada tenía que reprocharse, y le pregunté si estaba de paso por estas tierras. Me respondió que dentro de unos días pensaba regresar a su patria. Fue entonces cuando supe que era escocés, de las islas Orcadas. Le dije que a Escocia yo la quería personalmente por el amor de Stevenson y de Hume.-Y de Robbie Burns -corrigió.Mientras hablábamos yo seguía explorando el libro infinito. Con falsa indiferencia le pregunté:-¿Usted se propone ofrecer este curioso especimen al Museo Británico?-No. Se lo ofrezco a usted -me replicó, y fijó una suma elevada.Le respondí, con toda verdad, que esa suma era inaccesible para mí y me quedépensando. Al cabo de unos minutos había urdido mi plan.-Le propongo un canje -le dije-. Usted obtuvo este volumen por una rupias y por la Escritura Sagrada; yo le ofrezco el monto de mi jubilación, que acabo de cobrar, y la Biblia de Wiclif en letra gótica. La heredé de mis padres.-¡A black letter Wiclif! -murmuró.Fui a mi dormitorio y le traje el dinero y el libro. Volvió las hojas y estudió la carátula con fervor bibliográfico.-Trato hecho -me dijo.Me asombró que no regateara. Sólo después comprendería que había entrado en mi casa con la decisión de vender el libro. No contó los billetes, y los guardó.Hablamos de la India, de las Orcadas y de los jarls noruegos que las rigieron. Era de noche cuando el hombre se fue. No he vuelto a verlo ni sé su nombre.Pensé guardar el Libro de Arena en el hueco que había dejado el Wiclif, pero opté al fin por esconderlo detrás de unos volúmenes descabalados de Las Mil yUna Noches.Me acosté y no dormí. A las tres o cuatro de la mañana prendí la luz. Busqué el libro imposible, y volví las hojas. En una de ellas vi grabada una máscara. El ángulo llevaba una cifra, ya no sé cuál, elevada a la novena potencia.No mostré a nadie mi tesoro. A la dicha de poseerlo se agregó el temor de que lo robaran, y después el recelo de que no fuera verdaderamente infinito. Esas dos inquietudes agravaron mi ya vieja misantropía. Me quedaban unos amigos; dejé de verlos. Prisionero del Libro, casi no me asomaba a la calle. Examiné con una lupa el gastado lomo y las tapas, y rechacé la posibilidad de algún artificio. Comprobé que las pequeñas ilustraciones distaban dos mil páginas una de otra. Las fui anotando en una libreta alfabética, que no tardé en llenar. Nunca se repitieron. De noche, en los escasos intervalos que me concedía el insomnio, soñaba con el libro.Declinaba el verano, y comprendí que el libro era monstruoso. De nada me sirvió considerar que no menos monstruoso era yo, que lo percibía con ojos y lo palpaba con diez dedos con uñas. Sentí que era un objeto de pesadilla, una cosa obscena que infamaba y corrompía la realidad.

Pensé en el fuego, pero temí que la combustión de un libro infinito fuera parejamente infinita y sofocara de humo al planeta.Recordé haber leído que el mejor lugar para ocultar una hoja es un bosque. Antes de jubilarme trabajaba en la Biblioteca Nacional, que guarda novecientos mil libros; sé que a mano derecha del vestíbulo una escalera curva se hunde en el sótano, donde están los periódicos y los mapas. Aproveché un descuido de los empleados para perder el Libro de Arena en uno de los húmedos anaqueles. Traté de no fijarme a qué altura ni a qué distancia de la puerta.Siento un poco de alivio, pero no quiero ni pasar por la calle México.------------------------------------------------------------------------------------------------------------------19. Marcelo Percia, Noticias sobre el hombre del grabador

20. Esther Cohen, Subjetividad y ficción

21. Fabián Casas, Ensayos bonsai

Odio contra la máquina II

Después de pasar por el Personal Fest, uno podría parafrasear la famosa frase de despedida de Perón: "Llevo en mis oídos la más maravillosa música...", etc. En realidad, en esas jornadas de viernes y sábado en el Ciudad de Buenos Aires, no hubo mucha maravillosa música -hasta los Mars Volta acoplaron- y la imagen que me llevé en mis retinas fue la de una parva de gente domesticada y encandilada por la luz violeta de sus celulares, llamándose mutuamente para encontrarse en algún escenario y que, definitivamente, habían perdido la posiblilidad de experiencia.

Sobre el fin del milenio, las personas que tienen asegurada casa, comida, entradas al cine, ropa y discos viven hostigadas por la idea de que hay una fiesta, una gran fiesta, pero que está siempre sucediendo en otro lado. Les tengo malas noticias: la fiesta no está en ningún lado.

Y si el mingitorio de Duchamp fue un objeto fetiche para resignificar el arte del siglo XX, el aparato celular, cada vez más pequeño y cada vez más poderoso, es una muestra cabal, la materialización más notable, de la estupidez humana.

Estar conectado, vivir sin riesgos, el mundo como un lugar claro y racional donde queremos habitar... Esa es la distopía que propulsa a las propagandas de telefonía celular. En realidad, no estamos conectados con nadie. Cada vez acumulamos más información -podemos tener miles de canciones en un Ipod-, pero ya no podemos pensar.

Philip Larkin, un melancólico poeta inglés, escribió un poema donde una chica disfrutaba la ceremonia de ponerse escuchar discos viejos en una tarde de sol. Tocar una hoja de un libro. Tocar a una persona. Los dinosaurios dándose cuenta de que algo andaba mal.

Pero, ya que estamos, podríamos proponer una contrapropaganda. Estás tratando de meter el bocadillo letal para enamorar a la chica que te gusta. Y le suena el celular: es el ex novio, desde Zambia, ¡que se puede comunicar!

O te reunís con tus amigos para cenar. Pero, como creés que sos inmortal, gastás un montón de tiempo tratando de descular cómo funciona el nuevo aparatito que tus jefes te obsequiaron para controlarte hasta en el inodoro. O te agarró un embotellamiento de tráfico en un taxi.

¡Buenísimo! ¡Entonces podés mandar mail por tu celular! Y , lo más importante, puede sonar el sábado, cuando ya está todo perdido, y decirte que la fiesta ¡estaba en otra parte! Pero cuando llegás al lugar, repetís el numerito que ya patentaron Aquiles y la tortuga desde tiempos presocráticos.

Ya lo dijo Sara Connor, la mamá de John. Las máquinas vienen por nosotros. Se achican, cada vez más pequeñas, símbolo de perfección y de pedigrí para quien las posea. Mientras tanto, nosotros engordamos de comida, discos, películas y revistas que ya leemos de reojo porque no damos más.

Los japoneses tienen un concepto interesante para denominar la pobreza voluntaria: el wabi. Y Flopa, una tarde de sol en su casa suburbana, me cantó una nueva canción suya que se

llama "Abandoná". Y dice así: "Abandoná tu carga/Fijate, todo está apoyado sobre el suelo/Y hacé el lugar que haga falta/ En vez de armarte una valija de viajero/Para llevar/ Lo que vale menos que su peso./ Asi las cosas fueron hechas para ser tenidas/ hechas para ser dejadas".

Be There.

RITA Y BERTONIpor Fabián Casas

El otro día, escuchando hablar a Daniel Bertoni en un documental sobre el Mundial 78 –un documental crítico sobre la utilización del fútbol para ocultar una masacre- me vino a la cabeza la frase de Spinoza: ¿Por qué los hombres luchan por su opresión como si se tratara de su libertad? Spinoza supo contestar con su vida a esa pregunta: se negó a hacerse cargo de una cátedra de filosofía en la universidad de Heidelberg y rechazó además el dinero mensual que el Rey de Francia le ofrecía a cambio de que le dedicara uno de sus textos. Spinoza pensaba y escribía y para poder hacerlo sin interrupciones, no se dejaba seducir por boludeces. Trabajaba puliendo lentes y con eso le bastaba. Tenía una idea central para mantenerse alejado del poder: creía que quienes mandan son impotentes que encuentran una alegría compensatoria construyendo su poder sobre la tristeza de otros.¿Pero qué decía Bertoni? Cuando le preguntaron si se sentía afectado por haber ganado un mundial organizado por la dictadura militar, contestó: “Yo hacía las paredes con Luque y kempes, no con Videla y Massera”. Lo cual era cierto. Dentro del juego, dentro del perímetro de la cancha, no había militares, pero el cemento con el que se construían sus paredes, estaba pagado por el Proceso de Reorganización Nacional. De modo que Bertoni –y muchos otros- a la hora de enfrentarse con los hechos políticos-con la vida diaria de ese momento- sólo elegían ser futbolistas: hamsters corriendo en sus rueditas en la pecera de vidrio que les construyó el EAM.Y una idea, así al tuntún, me llevó a otra. La noche anterior al documental del mundial, había estado leyendo un ensayo que publicó Marcelo Cohen en su revista Otra Parte donde da cuenta de un posible mapa de la literatura argentina actual y cita, en el párrafo del comienzo –posiblemente como disparador de su texto- , la polémica que instaló el libro de Damián Tabarovsky Literatura de izquierda en un suplemento literario. Así que leí a Cohen y después leí el libro de Tabarovsky.El ensayo de Cohen tiene la particularidad de dividir en tuppers, para guardar en el frizer y comerlos cuando se pueda, a determinados escritores que divide en determinadas categorías: prosa de estado, hiperliteratura, infraliteratura, afroliteratura, etc. El ensayo, escrito en una prosa florida y seductora –Cohen es un maestro de la lengua- abunda en tecniquerías y párrafos que parecen aniquilarse en sí mismos a medida que se los lee. Suele pasar hasta en las peores familias. Cuando un gran escritor no tiene nada que decir, se enamora de su facilidad y se saca los tapones de los oídos para dejarse llevar por el canto de las sirenas. Pero en las noches argentinas, lo que se escucha ahora son las sirenas de los patrulleros. Cohen, al igual que Bertoni, hace su trabajo dentro de la literatura. Es un escritor. Tal vez un Gran Escritor. De hecho, su último libro dice en el cinturón de castidad que le puso la editorial: la última novela del mejor escritor argentino. ¿Y qué puede decir un Gran Escritor Argentino? Cosas de un Gran Escritor Argentino. Su texto es un paneo metafísico por un panorama donde la escritura es sometida a un ordenamiento para tranquilidad de todos (prosa de estado, hiper, infra, etc), mientras el gran ojo en el cielo, el ojo del demiurgo las contempla y ordena en su cerebro argentino cargado de terrores. Hay algo en Cohen, a la hora de dividir a los escritores en castas, de funcionario de aduana de los Estados Unidos. Este pasa, este es un poco sospechoso, este tiene un turbante. Todo esto aderezado con una seriedad que envidiaría el mismísimo Ernesto Sábato. Freud se preguntaba ¿por qué este hombre está haciendo esto? Lacan, en cambio, decía ¿para quién lo está haciendo?

El libro de Tabarovsky me pareció notable por varias razones. Primero, porque nunca me reí tanto leyendo un libro de crítica. Uno de los programas que se plateó César Aira, lo concretó Tabarovsky: escribir un chiste. Un chiste muy bueno es Literatura de Izquierda. De esos que uno memoriza y que corre a contarle a sus amigos en la primera sobremesa que encuentra (de hecho, yo hice eso con el libro de Tabarovsky, se lo recomendé a todo el mundo). Hay algo en la prosa de Literatura de Izquierda que lo vuelve liviano, aunque planteé un combate: de un lado, los escritores del mercado, los que hacen bien los deberes o los que quieren ser famosos, estrellas de rock, etc; y del otro, los que no escriben para nadie, los escritores sin público. Tabarovsky, a diferencia de Cohen, es honesto: ya que va a entrar a diseccionar, pone nombres y apellidos y no se esconde en categorías para no malquistarse con nadie. Pone en primer plano la dudosa categoría del gusto. Gelman diría: ¡Hurra, al fin nadie es inocente! Igual, los nombres que el autor distribuye en uno y otro bando no me parecen importantes para la discusión, simplemente son los que le gustan y los que no. Lo más interesante es que tantoTabarovsky como Cohen siguen hablando de literatura, aunque el primero pareciera querer llegar –vía Deleuze- hacia una desintegración, el punto de fuga que la conecte con la vida. Un- más – allá- de- Bertoni.Sin embargo, hay algo que no me parece productivo en la crítica de Tabarovsky a la manera de escribir de los escritores que él denomina serios, es decir, los que no “enloquecen” al lenguaje y se afirman en modelos clásicos. No veo que haya que estar en contra de ningún escritor, en contra de ninguna forma narrativa, en contra de ninguna manera de venderse como escritor. Se le puede robar a todos, se puede aprender de todos. En su casita de Aberdeen, donde vivía de manera muy pobre, Kurt Cobain tenía muchas mascotas. Había, entre otros, un conejo y un gato. El gato se empeñaba en fornicar con el conejo. A Cobain le causaba risa imaginarse qué podría salir de esa unión. A mí también. Lo que quiero decir es que esa manera de purificar la escritura, de conseguir que el galgo salga con las orejas ornamentales y que no haya que cortárselas, nos conduce a nothing. Se termina replicando el modelo que se quiere atacar. Imaginémoslo: una mañana nos despertamos y estamos rodeados por super escritores de vanguardia, que le hacen trampas a la lengua, que escriben de atrás para adelante, que se citan mutuamente, se reproducen en antologías incomprensibles, y que logran que, al lado de ellos, Beckett parezca Tinelli.Tanto el periodismo como la academia necesitan clasificar, ordenar, digerir y escupir por el recto los excrementos. El excremento es la literatura. Y nuestros problemas empezaron cuando nos vimos obligados a esconder la mierda. Ahí entramos en la cultura, las restrospectivas, Kutica en el Malba, las mesas redondas, las ferias del libro, los suplementos de cultura, etc. La literatura es una imagen de pensamiento que nos impide escribir. Es un clishé dentro del mundo de los clishés. Y como clishé sólo sirve para deterner, estancar, enfermar. Un escritor sin público se plantea Tabarovsky como el escritor de izquierda. Pero ahí sigue la engañosa dualidad culposa del progresismo. Algo de lo que carece, por ejemplo, el peronismo. La derecha sabe lo que tiene que hacer con el poder. El progresismo ambiciona el poder pero utiliza cosméticos para que se le note poco. Y lo cierto es que uno escribe con alguien, en el medio de todos, cruzándose con estéticas y propuestas diferentes, ampliando su paleta de colores, se escribe inspirado por los que no escriben y sólo narran de manera oral, como en el sermón de la montaña. En cada bar, oficina, dormitorio o plaza, hay alguien relatando el gran sermón de la montaña, sólo hay que tener el oído atento y el estado de atención para hacerse escribir. Somos narraciones de la vida. Cuando el relato se estanca, nos enfermamos y morimos.Siempre, en vez de Duchamp, Duchant. Y como le dijo Alí a Frazier después de una mutua golpiza descomunal: Joe, ¡ahora somos libres!Hace poco se me rompió un zapato. No recordaba que existiera un zapatero cerca de mi casa. Igual salí a buscar uno. A las dos cuadras lo encontré. La zapatería era increíble. Había olor a cuero, la estufa estaba encendida y el cono de luz de la mesa de trabajo del zapatero inundaba todo con su calidez. El hombre tendría unos sesenta años y me dijo que estaba en

esa cuadra desde hacía veinte, que había visto crecer a muchos de los chicos del barrio. Me llamó la atención que nunca había notado el negocio –pese a pasar seguido por ahí- hasta que lo necesité. Me di cuenta que el que hace bien su trabajo es invisible. Que no tiene que salir a buscar a nadie porque el que lo necesita llega. En la cultura de la exposición, la invisibilidad es un don.En estos precisos momentos hay un escritor sin público de verdad. Se llama David Jerome Salinger. Según dicen, se pone un overol y dedica gran parte de sus mañanas a escribir historias de la familia Glass. Tiene ya cuatro libros en una caja fuerte. Está escribiendo una hagiografía.Cuando Kurt Cobain alcanzó el nirvana y se pegó un tiro, su mejor amigo y compañero de grupo, leyó esto en su funeral: “Kurt tenía una ética arraigada en el pensamiento propio del punk rock: ningún grupo es especial, ningún músico es el rey. Si tenés una guitarra y mucha alma, meté ruido y tomátelo en serio, porque sos una super estrella. Tocá los tonos y los ritmos que son universales para toda la humanidad. La música. Vamos, utilizá la guitarra de tambor, descubrí un ritmo y dejá fluir tu corazón. Kurt nos hablaba al nivel del corazón”.Dos sugerencias de las artes marciales:Uno. No pasarse la vida quejándose de que el suplemento x es el verdugo de la lengua, que no te publica, que siempre publica a otros, etc. Hacer el medio que uno necesite para lo que se quiera decir. Y, en vez de utilizar una retórica de rechazo (“yo ahí no publico porque etcétera, etcétera”), aplicar la lógica del yudo: utilizar la fuerza del más fuerte. Hacerle trampas a los medios, utilizar su poder industrial de difusión para traficar información. Saber que estás en la Matrix, pero intentar que te sea funcional. ¡Nada de llorisqueos! Ya hemos repetido hasta el cansancio lo que dijo Rolando de hacerle trampas a la lengua, y lo que dijo Marcelo y sampleó Deleuze de que el escritor crea un lenguaje propio dentro de un lenguaje. Creemos los medios, utilicemos los medios que ya están, abandonemos esa estupidez de que alguien nos está haciendo algo, de que somos víctimas de la Prosa de Estado. Nadie le hace nada a nadie. O como le decía Don Juan a Castaneda: nadie le hace nada a un guerrero.No le pidamos peras al olmo: el Papa no puede aprobar el aborto porque es el gerente de contenidos de la Iglesia Católica y labura de eso.Dos. El kata es una combinación de posturas del karate de defensa y ataque. Es meditación en movimiento. Yo sé hacer dos. La Heian Shodan y la Heian Nidan. Me gusta eso, parecen servir para atacar y defenderse pero en la práctica sirven para meditar. Yo me armé una kata literaria: está compuesta por estos manifiestos a los que veo como movimientos para meditar y crecer, para producir vida.1) La Carta a la Dictadura Militar, de Rodolfo Walsh.2) El Escritor argentino y la tradición, de Borges.3) El prólogo de Gombrowicz a la edición del Ferdidurke argentino.4) El prólogo a Los Lanzallamas, de Roberto Arlt.

En karate existen muchas katas, creo que cada uno, a lo largo de su vida, debería armar las que se le canten.Con la primavera llegó a mi vida un regalo de Dios que se llama Rita. Tiene tres meses. La otra noche estábamos en el parque y se puso a cavar un pozo, lo hacía con un convencimiento milenario, lo hacía con el corazón de la especie. De esa manera me gustaría escribir.

Valeria MasaPor Fabián Casas