mataperros

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mataperros Por un perro que maté, mataperros me pusieron y mataperros me quedé Refrán español 1 El día, por más que a Policarpo le hubiese gustado, no había amanecido de río. A pesar de que el sol le quemaba la frente mientras esperaba a Martín Precario en el balcón, un gran reguerete de nubes grises se amontonaba sobre el horizonte en dirección de las montañas, y, desde el meollo de cúmulonimbos, donde los grises se convertían en negros de tormenta, se desprendían relámpagos silenciosos cada varios segundos. No, el día definitivamente no estaba de río. De momento se sintió molesto porque el día estaba igual para todos, inclusive para Martín Precario, que debía de estar en ese instante en el expreso mirando por la ventana del carro y dándole un clásico fóquet a ese mismo nudo de nubes grises encrispado sobre El Yunque.

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Rafael Franco Steeves

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mataperrosPor un perro que maté, mataperros

me pusieron y mataperros me quedéRefrán español

1

El día, por más que a Policarpo le hubiese gustado, no había amanecido de río. A pesar

de que el sol le quemaba la frente mientras esperaba a Martín Precario en el balcón, un

gran reguerete de nubes grises se amontonaba sobre el horizonte en dirección de las

montañas, y, desde el meollo de cúmulonimbos, donde los grises se convertían en negros

de tormenta, se desprendían relámpagos silenciosos cada varios segundos.

No, el día definitivamente no estaba de río.

De momento se sintió molesto porque el día estaba igual para todos, inclusive para

Martín Precario, que debía de estar en ese instante en el expreso mirando por la ventana

del carro y dándole un clásico fóquet a ese mismo nudo de nubes grises encrispado sobre

El Yunque.

Era obvio que no era día de río y Martín había decidido, por lo visto, ignorar el hecho.

Policarpo se había sorprendido tanto cuando el Precario le dijo por teléfono –bueno, pues

vamos, estoy saliendo ahora, dame diez minutos, quince máximo si me da por un

Yoo-Hoo en el camino – que no supo qué decir. Se quedó con el teléfono en la mano y la

boca abierta con un «pero» guindándole de los labios como una baba patética. En seguida

que el click cortó la llamada se le desbordaron todas las objeciones que tenía

atragantadas.

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Pero es que no tenía por qué objetar. Toda la ciudad olía a lluvia y a carreteras

mojadas. Policarpo en ningún momento pensó que Martín insistiría en ir a La Tinaja del

Yunque, y tan pronto el click selló el plan se sintió acorralado y se le escapó un «qué

cojones» acompañado de una «fóquin óspera» que no hicieron más que subrayar su

inagotable propensidad a dejarse llevar por los empujones de la vida.

De la sensación de impotencia que le había dejado la llamada del Precario, había sido

demasiado fácil caer en el familiar letargo nostálgico que le producía el breve repaso del

inventario de reacciones tardías y desacertadas que al cumplir la peseta ayer lo había

depositado decididamente rumbo a ningún lado en particular. Era cuestión de hábito a

estas alturas. Cualquier bobería le llevaba el pensamiento agarrado de la mano a ese

pasado reciente repleto de bocacalles que desembocaban todas en su actual butaca

telefónica.

Sin embargo, el ignominioso repaso de causas y azares resultaba fatuo y

seudofilosófico, lo cual no toleraba por más de unos breves segundos. Nada le costó

encogerse de hombros, mirar largamente a su alrededor, decidir que le gustaba bastante

este ningún lado en particular y salir al balcón a esperar a Martín para decirle dos o tres

cuando llegara con el hocico hundido en una lata de Yoo-Hoo.

2

La discusión, para la desilusión de Policarpo, no duró suficiente. Como de costumbre

pensaba que al recurrir a un refrán popular lo tenía planchado desde antes que empezara.

—Neblina en el valle, pescador a la calle, neblina en la montaña, pescador a la cabaña,

— explicó Policarpo sin poder esconder su alegría al pensar que poseía un argumento

inquebrantable.

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—Quien calla, otorga,— contestó el Precario en directa alusión al intercambio

telefónico anterior.

No era justo. Además de restregarle el dedo en la llaga, Martín también aludía al

acuerdo implícito y desarticulado de que dentro de la amistad que compartían el uno

tenía que complacer al otro cuando no se habían puesto peros en la etapa de

planificación. Aunque no lo hablaban, ninguno de los dos había sido nunca tan burdo

como para cancelarle en la cara alguna salida al otro cuando se proponían marchar.

Policarpo tuvo que fruncir las cejas mientras Martín sonreía. Aquello de la neblina,

que lo había tenido que pescar en el segundo apéndice del mataburros de bolsillo

Grijalbo, había quedado neutralizado con un mejor refrán, para colmo breve, y lo

breve…bueno, y además con lo de no poder rajarse en la puerta, el Precario había

invocado un recurso ,que si decidía pelearlo, establecería un precedente devastador.

Ningún otro acuerdo tácito y silencioso estaría inmune.

No era justo. Martín Precario no le daba escapatoria, no le aceptaba coartada.

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—Pero es que no entiendo cómo es que tú de verdad piensas que esas nubes no son nada.

—No es eso, Poli…además, si no querías venir ¿por qué ya tenías el trajebaño puesto

debajo de los mahones cuando llegué a tu casa?

—…

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El Volky de Martín Precario parecía ser el único vehículo que viajaba rumbo al Yunque

por la carretera número tres de San Juan a Fajardo. El tráfico sí estaba pesado en la

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dirección contraria, rumbo a la urbe. Camiones, carros, vagonetas y trokas cuatro por

cuatro avanzaban a toda velocidad al otro lado de la carretera. Iban llenas de familias con

caras largas y rostros ceñudos. Uno que otro niño con semblante de apestado aplastaba el

rostro contra el vidrio de una ventana, dejando en el cristal un embarre de protesta

mocosa. Otros, Policarpo podía observar por momentos, se enredaban a los puños

seguramente por cualquier bobería. En fin, lo que se veía era una procesión de pasadías

playeros fallidos.

—Por algo está bajando toda esta gente. ¿No le has visto las caras?

—Ay Poli, por favor. Pensaba que el asunto ya estaba resuelto. Te dije que si empieza

a llover fuerte y el río se pone fangoso, nos largamos. Pero basta ya de la cantaleta.

Además, tú sabes que llueve casi todos los días en El Yunque, no es ningún secreto. Por

algo le dicen los gringos rainforest, ¿no?

—Lo sé, lo sé. Pero es que…

—Pero es que nada. Suspende el llanto que no te va. Te da aires de pequeño burgués

malcriado.

—Perdón míster macho. Pero no me convences, esta insistencia tuya no cuadra. Me

huele a…bueno, mejor lo dejamos ahí—. Policarpo fingió como mejor pudo uno de sus

malos humores patentizados, los cuales había elaborado al nivel de un arte sublime. Pero

pensaba que su emoción lo delataba. No lo podía evitar, el Precario prácticamente se lo

había llevado a las malas de la casa por alguna razón en específico. Esto no era un viaje

cualquiera al río. Policarpo detectaba la más leve insinuación de un motivo ulterior, casi

un susurro de manipulación. Eso lo emocionaba porque la amistad que compartían ya

había llegado a su cumbre, de ahí en adelante era cuesta abajo a menos que…

—Ya, ¿ese fue el show? A veces me decepcionas Poli.

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—Cállate y conduce, a ver si llegamos antes de que caiga el agua.

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En Luquillo ya había llovido algo cuando el Volky llegó a los cien quioscos de frituras y

cerveza. No eran apenas las tres de la tarde, pero ya la gran mayoría había cerrado.

La idea de comprar unas cervezas había sido de Policarpo, con el pretexto de que ya

que el día estaba tan horrible y el Precario tan empeñado en subir a algún río del Yunque,

él iba a necesitar algo con que contrarrestar el frío que de seguro iba a hacer en el monte.

Además, funcionaría para neutralizar el malhumor y los nervios que el dichoso pasadía le

estaba poniendo de puntas. Pero era una excusa, Policarpo lo que quería de verdad era

emborrachar un poquito a Martín. O mucho, lo mismo le daba, lo importante era que

tuvieran algo para facilitar la caída de las inhibiciones. En particular las de Martín

Precario.

Las últimas semanas habían llevado la amistad entre Policarpo y Martín a una especie

de tierra de nadie. Confesiones se habían articulado bajo una luna nueva entre sorbos de

un barato vino tinto chileno en el Parquecito del Indio en Condado. Mientras la estatua

del taíno permanecía erguida y clavando su mirada de piedra en la nada nocturna, el

Precario había iniciado una ronda impromptu de sacar los trapos sucios del clóset.

A Policarpo todo lo había tomado por sorpresa. En especial la súbita vulnerabilidad de

Martín. Escuchó con paciencia todo lo que Precario se sacó del pecho, a través de

tangentes e incoherencias balbuceadas a tientas primero y luego en torrentes sin fin.

Aquella había sido una historia sórdida, sin duda, pero a la misma vez fascinante por su

complejidad. Policarpo jamás hubiera pensado que Martín Precario fuese una persona tan

compleja y sensible, abacorada por cuanta contradicción existía y poseída por tantos

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demonios particulares. Martín lograba proyectar cierta estabilidad caracterizada por

apatía, o más bien una suerte de indiferencia informada y concienzuda que le permitía

habitar el tiempo y espacio como quien no quiere la cosa. La gente solía gravitar hacia

Martín Precario, quizás porque se sentía atraída a esa soltura de carácter que seguramente

envidiaba.

Martín era el tipo de persona que acababa siendo líder de un grupo sin querer, porque

la gente se lo imponía. O simplemente, hacían lo que él hacía. Cuando un grupo de

amigos debatía sin éxito qué hacer, a dónde ir, cuándo y cómo, esperaban a ver qué hacía

Precario para entonces seguir su ejemplo. Policarpo gozaba viendo a Martín Precario

agonizando ante la atención disimulada de sus pares, sucumbiendo a emitir su opinión a

regañadientes ante un público atento, sin respirar.

—No te ofusques,— le solía decir Policarpo a cada rato. —Sólo te quieren imitar.

Mientras más reacio te pongas, más van a querer hacer lo que tú digas.

A lo que Martín respondía con un gruñido seco, de viejo cascarrabias. Pero al fin y al

cabo, toda su imagen había quedado descubierta tras una botella de Trapiche a la sombra

del indio de Condado. Llegó al punto en que Policarpo dejó de escuchar las palabras

morbosas que profería el Precario embriagado y se quedó mas que con un solo

pensamiento en la cabeza: lo quiero para mí, algún día será mío.

Cuando sólo quedaban unas gotas de Trapiche, Policarpo decidió corresponder con su

propia confesión. Le habló brevemente a Martín de su homosexualidad, y se complació al

ver que Precario no salía corriendo ni le caía encima con insultos y puños. Su

homosexualidad, por supuesto, no tenía nada que ver con la amistad que compartía con

él, le mintió Policarpo a Martín. Una crecía independiente de la otra, llevó la mentira a su

conclusión lógica. Hubiera sido demasiado abrupto para el Precario si le confesaba sus

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emociones a la misma vez que su orientación sexual. Una cosa a la vez, ya tendría tiempo

para elaborar y desmenuzar lo que sentía por él.

Y claro, Policarpo no podía ignorar la intuición que le decía que la insistencia de

Martín Precario en ir al Yunque un día como hoy estaba directamente relacionada con lo

que había transcurrido de manera surrepticia y repentina bajo la sombra de una luna

nueva hace unas semanas atrás.

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—He estado pensando en lo que hablamos la otra noche,— dijo con cierto grado de

dificultad Martín, tragando un buche enorme en medio de la oración en aparente agonía.

Aquí fue, pensó Policarpo mientras cerraba los ojos y le daba gracias a un dios, hasta

ese día ignoto y desaparecido. —Veo,— contestó y dejó que esa última vocal se quedara

flotando en el aire fresco y húmedo del Yunque.

Después de todo, había resultado un día espléndido para ir al río. Aunque sí había

lloviznado al principio, mientras resbalaban camino abajo hacia la cascada de La Mina,

por el bosque enano, ya habían salido unos rayos solares que perforaban el denso follaje

como sables luminosos de otro tiempo, otra época futura. Si no fuera por que Martín

estaba experimentando tanta dificultad al hablar, Policarpo hubiese permanecido un largo

rato contando cada rayo que penetraba la espesura verde que se tambaleaba sobre sus

cabezas con cada pequeño soplo de viento que los encontraba sentados sobre una piedra

de río.

Martín Precario respiró profundo y se tragó el resto de la cerveza de un sorbo. —Veo,

— repitió Policarpo, esta vez sin estirar la “o” como si fuera un chicle y optando por

decirlo de un tiro, sin regodeos. Luego de un rato, se acomodó sobre la piedra y estiró

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una pierna mientras esperaba a que el Precario retomara el hilo de lo que tanto trabajo le

costaba articular.

—Oquey, ya, que se joda. Lo que te tengo que decir, Poli, es que creo que tienes

razón. Tú sabes, de lo que me dijiste aquella noche.

Policarpo pensó un segundo, pero en seguida interpuso: —Lo sé. O mejor, lo

sospechaba porque es imposible estar seguro de estas cosas, en especial al principio. Pero

no te ofusques, Martín, por eso mismo pasamos todos en un momento dado.

Era un discurso genérico, que Policarpo repetía ahora después de haberlo escuchado

cientos, sino miles de veces. Pero era un discurso eficaz, frontal, cierto. Sintió el

comienzo de una deliciosa taquicardia seguido por el golpe de adrenalina que se

avalanzaba por las venas de su cuerpo. De momento, aunque no duró nada, pensó que

quizás estaba soñando.

Se distrajo recorriendo los alrededores con su mirada excitada; quería grabar con

fuego cada detalle en su memoria como la marca de un carimbo candente sobre la piel.

Un palo de mangó se estremeció tras el paso de una ventolera alicia, ultramarina, seguida

por el destello de un relámpago que congeló el movimiento del río por entre las rocas

alizadas, el vuelo silencioso de un pájaro negro por encima de los yagrumos y la

embestida miniaturizada de un lagartijo tragándose un coleóptero volador a la orilla de

un meandro cualquiera.

Un día como hoy sólo ocurre cada cien años, pensó Policarpo mientras se daba el

gusto de un suspiro solapado. Sus ojos habían absorbido la escena rupestre de la misma

manera que una esponja absorbe agua. Nunca olvidaría ese mangó sacudido por la brisa,

ni aquel chango suspendido en el aire o el verde brillante del lagartijo que se confundía

con el follaje.

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Como tampoco olvidaría, por más que tratara y quisiera, el brazo tenso de Martín

Precario con las venas brotadas empuñando la botella vacía de cerveza por el cuello, ni la

sombra momentánea que pasó como un murmullo por su rostro cuando Martín levantó la

botella sobre su cabeza el instante antes de rajarle el cráneo con ella. Ni siquiera el

repentino dolor, acompañado de ese zumbido interno insoportable, producto de cualquier

golpe fuerte en la cabeza, pudo evitar que Policarpo pensara en qué lindo estaba todo,

hasta la lluvia de cristales rotos cayendo a su alrededor como lágrimas salpicadas de sol.

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—¿Quieres un cigarrillo Poli?

—Tú sabes que dejé de fumar.

—Sí, pero si dejaste de fumar porque te preocupaba tu salud, ese argumento ya está

obsoleto. Ahora mismo, en estos momentos, no tiene ningún sentido preocuparte por tu

salud.

—…

—No seas bobo Poli, aprovecha y fúmate uno. Toma,— y le pasó una caja de

cigarrillos. —Lamento informarte que el daño que te pueda causar un cigarrillo es, de

hecho, el menor de tus problemas.

—Qué remedio. Dame,— contestó adolorido y luego de un rato corto encendió un

Marlboro. Sentía el latido de su corazón justo encima de la cabeza, donde la botella había

roto la piel. Todavía no podía creer que Martín Precario le hubiese rajado la cabeza y que

encima, de ñapa, lo amenazara con lo que sobraba de la botella: el cuello con dientes y

colmillos de cristal.

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Ya no tenía dudas sobre si soñaba o no. Ahora lo que no sabía con seguridad era

cuánto iba a durar la pesadilla. Inhaló sin remilgos, importándole un bledo la quemazón

en la garganta, y miró a su alrededor. Una masa amorfa de nubes negras amenazaba con

descargar su contenido alborotado en cualquier momento sobre el bosque. Policarpo no

podía imaginar que ni el turista más ingenuo y empedernido se hubiese aventurado por

los caminos del Yunque en una tarde como ésta.

No cabía duda de que estaba solo con Martín en el Yunque.

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Un recuerdo que Policarpo, dada la circunstancia, no podía sacudir de su mente afligida:

arena en los zapatos. Un indio congelado en metal. El ronroneo automovilístico,

mecanizado de una ciudad cabeceando con soñolencia, compitiendo con el arrullo

atlántico de una vaguada tropical. El cálido vino fluyendo libremente entre dos amigos

confiando en el anonimato de una noche negra y una luna nueva.

—Maté la gata, Poli, y no fue sin querer…

Más allá de las palmeras, un grupo de jóvenes gritaban y bebían alrededor de una

fogata. Un carro de policía avanzaba despacito por la Ashford, con los biombos

apagados. Un trío de turistas en pantalones bermudas se aventuraban hacia esa parte de

Condado que los locales evitan.

—Fíjate, ahora me doy cuenta de que inconscientemente estaba pendiente al horario

que mantenía la vecina. Cuando se iba a trabajar sacaba la gata al balcón y le dejaba algo

de comida seca en un plato. El sábado, cuando salió la vecina corriendo, porque iba

tarde, sacó la gata pero no le dejó comida. Fue fácil convencer a Penélope, creo que así

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se llamaba la gata, de que se metiera en casa. Después de todo no tenía comida y ella

como quiera a veces se metía en casa en busca de un poquito de cariño…

Los muchachos seguían gritando y alimentando la fogata con pencas de palma

mojadas. La policía ya se entretenía dándole un boleto a uno en un carro deportivo por

alguna estupidez. Los turistas en bermudas se habían percatado de la repentina oscuridad

de la calle y ahora viraban de regreso, al hotel, lo más probable.

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—Las maravillas del Cable TV, Poli. Aquella noche en el parquecito del indio, después

que te conté cómo maté a la gata de mi vecina, tú me dijiste que habías visto un

programa de la vida de Jeffrey Dahmer. Entonces me dijiste una cosa que, mano, se me

quedó dando vueltas en esta catrueca enferma que tengo, veinticinco horas al día y ocho

días a la semana, Poli. ¿Te acuerdas de lo que me dijiste?

—Sí…sí, ahora me acuerdo,— contestó Policarpo luego de una pausa durante la cual

recorrió los sucesos de la noche en el parquecito del indio como si le diera fast-forward y

play a la vez a un vídeo. En un ejercicio mental que sólo le tomó unos segundos, detuvo

la película de su memoria en una secuencia a la cual no le había dado gran importancia

cuando sucedió: —¿Mataste un pobre gato así porque sí?,— le había dicho a Martín

aquella noche. —Tú sabes que así fue que empezó Jeffrey Dahmer, ¿no? Antes de

graduarse a descuartizar chamaquitos para congelarlos y después comérselos, el Dahmer

pasó por una época de mataperros. Sí, mano, sin gufeos. Lo vi en un programa de Cable

TV, no me acuerdo qué canal. La cosa es que después que agarran a Dahmer con un par

de chamaquitos en el freezer, los vecinos que se criaron en la misma calle que él cuando

era un adolescente con la cara llena de acné, le empiezan a contar a los investigadores

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que en una época, antes de que Dahmer se graduara de la superior, las mascotas de los

vecinos empezaron a desaparecer. El muy cabrón se los llevaba a una casa abandonada y

los degollaba haciendo estos rituales super macabros…mira ver, Martín, ésa es una

carrera que no se te había ocurrido. Natural born killer—. Policarpo revivió esta escena

una y otra vez por lo que le pareció fueron horas. Sin embargo, al despertar de su lapso

mental por el pasado, se dio cuenta de que no había pasado ni un minuto. —Sí…sí, ahora

me acuerdo.

—La real maravilla de Cable TV, Poli, es que repiten los programas. Bravo, A&E,

MTV, Discovery y The Learning Channel todos repiten sus programas. Si no me

equivoco el programa que tú viste fue Biography, de A&E. Lo sé porque lo vi hace dos

noches. Serial killers on Biography this week. Martes, Bundy; Miércoles, Berkowitz;

Jueves, Dahmer. Y tengo que admitir que no fue hasta que vi esos programas que me di

cuenta de lo que soy en realidad. Un Natural born killer, en tus propias palabras, Poli,—

dijo Martín y su argumento comenzó a parecer ensayado, calculado.

En efecto, las palabras de Precario le recordaron sus propias palabras de hace un rato

cuando había recitado como un papagayo su propio discurso sobre lo difícil que era

encarar la homosexualidad por primera vez.

—Esa no era mi intención, para nada. ¿Te das cuenta de lo que estás diciendo?

Todavía tienes tiempo, Martín, piénsalo bien, no vaya a ser que hagas algo de lo que

luego te arrepientas,— pero enseguida que Policarpo terminó su pequeño discurso

improvisado, se dio cuenta de que era un ejercicio fútil. ¿Qué hubiera hecho él,

Policarpo, si uno de sus amigos lo hubiese tratado de convencer de que él no era

homosexual?

Se le hubiera reído en la cara. Sarcástico. Cínico.

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De la misma manera que Martín se reía ahora.

Policarpo se llevó una mano a la cabeza y tuvo que morderse la lengua para evitar que

el dolor lo indujera a chillar como un niño. Miró a su alrededor para tratar de identificar

cualquier objeto o cosa que pudiera usar para defenderse, pero no había nada. Estaba

solo, encima de una piedra. La neverita con las cervezas estaban en la otra piedra de río,

junto a Martín.

—¿Que pasó?,— dijo Martín, mientras seguía con sus ojos la mirada de Policarpo. —

Qué, ¿quieres una cerveza? La pregunta sería más bien para qué la quieres, ¿para

bebértela o para restrallármela en la chola? No sé por qué, o embuste, tú eres tan delicado

que no te puedo imaginar a la ofensiva, cuadrándote de forma agresiva, visceral, para

tirárteme encima y matarme.

—Ni me compares contigo, Precario. Seré maricón, pero no un asesino. Lo que quiero

es hielo porque me duele la cabeza.

—Ah, ya no soy Martín, ahora soy ‘Precario’. Bueno, si te quieres poner comemierda

antes de morir, allá tú. Porque me imagino que te tienes que haber dado cuenta de que

eso es lo que hay, Poli. Yo sé que tú no eres ningún asesino, pero pensé que no ibas a

querer morir. ¿Tan vago eres que ni te vas a defender? ¿Tú te crees que tu mariconería te

va a salvar?

—Yo no soy el que necesita salvarse.

—Me decepcionas Poli. Pensé que si alguien podía sembrar en mí la duda, serías tú. Y

aunque no me lo creas, te aprecio. De hecho, si no hubiese llegado a esto, ¿quién sabe?

La homosexualidad, o por lo menos la depravación sexual, es un elemento importante en

el crecimiento de un sicópata.

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—La homosexualidad no es depravación sexual. Si no me equivoco, Precario, te

refieres al homoerotismo, o quizás, en algunos casos, a la homofobia.

—Por favor, Poli, suspende lo de Precario. Soy yo, Martín. Sigo siendo el mismo.

Un silencio incómodo acompañado de relámpagos lejanos pero brillantes, llenó el

espacio que parecía agrandarse entre los dos.

—Anyways, no quiero discutir contigo, Poli,— y comenzó a escucharse la lluvia

azotando el follaje a los alrededores. —Ah, no lo hubiese podido planear mejor. Es un

buen día para morir, ¿no?

—…

—Lo que no me gusta es que no te quería hacer daño, Poli. Pero como te confesé lo

de la gata de la vecina, no te hubiese tomado mucho tiempo darte cuenta de por qué

camino voy. Hay que atar todos los cabos y tú eres un cabo suelto…Me encanta, me

siento como en una película, siempre he querido decir cosas así en serio. Ay, Poli. ¿Qué

voy a hacer contigo ahora? Yo no quería simplemente degollarte como hice con la gata.

Te quería dar una oportunidad para que te defendieras. Pensaba darte una botella, para

que la rompieras contra la piedra y así estamos empate, mano a mano. ¿Seguro que no

quieres la oportunidad de poder degollarme tú a mí? Se siente bien rico…

—Mar…Precario, ¿tú oyes lo que estás diciendo? Esto no es una película. Esto es…

—No trates, no vas a poder. Ya yo le di todas las vueltas posibles al asunto. Yo soy un

sicópata, Poli. La única duda que queda es si tú me puedes matar en defensa propia,— y

de repente Martín Precario sacó una botella de Medalla y la restralló contra la piedra,

salpicándolos a los dos de cerveza. —Toma, dale, sin miedo, cógela,— y se la ofreció a

Policarpo.

—…

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—¡CÓGELA! Puñeta.

—Pero…

—Maldita sea, Poli, coje la fóquin botella y déjate de mierdas.

—Pero es que yo no…,— y sin querer queriendo Policarpo estiró el brazo hasta que

agarró el cuello de la botella.

—¿Viste que fácil?,— el tono amenazante ya se le había escapado a la voz de Martín.

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—Ya yo lo tengo todo planeado, Poli.

—¿Ah, sí? No lo dudo,— opinó con sarcasmo irreprimido.

—Sí, mano. Mira, la gata Penélope fue mi diploma de la escuela superior de sicópatas.

Ahora, tú eres mi tesina de bachillerato: “El amigo manso degollado: aproximación al

estado liminal posmoderno y retorno al sacrificio mítico”. O quizás “sacrificio

primoevo”, o sino, “original”. No sé, todavía no he decidido.

—…,—. Está loco de remate y no es chiste, pensó Policarpo. Por primera vez desde

que había comenzado toda esta situación desquiciada comprendió que si no hacía algo,

moriría hoy.

—Pero en realidad no importa, Poli. Lo que sí me interesa es continuar los estudios

posgraduados. El doctorado. Y ya sé dónde lo voy a hacer. Adivina,— pero Policarpo no

decía nada, sólo se apreciaba el silencio elocuente del bosque y el rumor de sus voces

verdes. —Bueno, no es muy difícil. California, por supuesto. Es la meca mundial de los

sicópatas. Supongo que será por la cantidad de indocumentados. Yo prefiero el norte,

aunque el sur es el destino por excelencia de todo sicópata ambicioso. Pero yo prefiero el

norte con sus bosques de secoyas y viñedos Ernest & Julio Gallo…y claro, el mejor mafú

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del mundo, Indica Thunderfuck o Humboldt Northern Lights, ¿no crees? Sí,

definitivamente. Ya tengo hasta el pasaje, ida solamente,— y Martín Precario miró por

un segundo su pequeño bulto con ternura.

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—Pero ya, Poli, se te acabó el tiempo. Estoy hablando demasiado y el vuelo es esta

noche…¿decidiste qué vas a hacer?

A esas alturas ya la lluvia comenzaba a penetrar el follaje espeso del Yunque y las

gotas frías caían a chorros por doquier.

Martín Precario empuñó su botella y se paró. Policarpo permanecía sentado,

incrédulo. Era hora de despertar de esta horrible pesadilla. Su cabeza le latía con más

fuerza, como si el corazón se le fuese a salir por el roto que el Precario le había

proporcionado en el cráneo. Suspiró malhumorado y decidió pararse también.

No iba a morir sentado ni de rodillas. La cobardía y la sumisión no eran elementos

endémicos de la homosexualidad.

La botella se sentía rara, ajena, en la mano de Policarpo, pero por lo visto no le

quedaba otra alternativa. El Precario sonrió, como si adivinara sus pensamientos, y de

pronto soltó una carcajada maquiavélica. Sin embargo carecía de cierta autenticidad y

traicionaba, en vez, algo de simulacro.

—Así me gusta, Poli. Creo que te subestimé,— añadió y se acercó a Policarpo con dos

pasos que tomó con cautela sobre la piedra mojada.

Ahora estaban los dos sobre la misma piedra y la lluvia se tornaba más violenta.

Estaban completamente ensopados. Policarpo podía saborear en los labios la sangre que

le bajaba de la cabeza.

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El cantazo lo sacudió e hizo que Policarpo por poco perdiera el balance. Martín Precario

volvió a reír y abrió y cerró la palma de la mano como si el sopapo que le había dado la

hubiera lastimado.

—Auch…que duro tienes el cachete, Poli.

Policarpo se quedó boquiabierto. Ahora le latía la cabeza y el cachete izquierdo, pero

como quiera permanecía inmóvil, sin poder reaccionar. Quizás sin querer reaccionar.

—Por favor, Martín, no lo hagas…,— dijo, pero le salió mal, sin coraje y sin

verticalidad. Había sido más bien una protesta pusilánime.

—Ah, ahora soy Martín otra vez,— continuó el Precario y le propinó un par de

bofetadas una después de la otra sin mucha fuerza. —Ay bendito, pobre Poli.

La humillación que comenzaba a sentir Policarpo hirvió de repente dentro de sus

venas y le llenó los ojos de odio. Boquiabierto y algo anonadado, Policarpo le clavó la

mirada a Martín. Un golpe de adrenalina le quemó las entrañas y lo dejó sordo por unos

instantes. Lo único que podía escuchar ahora era su respiración entrecortada amplificada

dentro de su cabeza.

Apretó el puño alrededor del cuello de la botella rota y todo su cuerpo se encrispó.

—Uy, Poli, me estás metiendo miedo,— dijo Martín más sarcástico que nunca. Y

antes de que pudiera añadir algún otro comentario soez, el brazo de Policarpo salió

disparado desde atrás, trazando un arco en el aire y rozando la garganta del Precario.

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Una palabra que Policarpo no pudo descifrar se quedó atravesada en al aire como un

zollipo grotesco y húmedo. El cuerpo de Martín cayó bocarriba sobre la otra piedra. Con

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una lentitud agonizante, el puño de Martín Precario se abrió y soltó la botella, la cual

rodó jubilosa por entre las piedras hasta que se hundió en un meandro tranquilo tras un

simple y breve ¡plup!

Era la primera vez que Policarpo veía un cuerpo moribundo. La sangre le salía a

Martín Precario por borbotones de la garganta. Los ojos desorbitados parecían buscar

algo que no encontraban.

Policarpo se sintió extrañamente complacido. Se dobló de rodillas sobre el Precario y

soltó su propia risa diabólica.

—Ahora soy yo el que me siento como en una película,— le dijo a Martín. —Y te

confieso que se siente bien rico. Oye, ¿te duele el cuello?,— le susurró al oído mientras

le hundía la manzana de Adán a Martín y se llenaba las manos de sangre.

La piel del muslo de Martín cedió con facilidad ante el cristal roto de la botella.

Policarpo cortó a lo loco hasta que dio con la vena femoral y la sangre salió disparada

hacia arriba como un géiser. El otro muslo fue mucho más fácil, ahora que sabía más o

menos dónde estaba ubicada la vena.

El rostro de Martín Precario perdió su color y los ojos, ya tranquilos y fijados en la

nada que se lo tragaba, se cerraron a medias. Una sonrisa genuina, desconcertante para

Policarpo, se dibujó entre sus labios.

—Gra…,— trató de decir Martín Precario pero no pudo, emitiendo un suave suspiro

mientras se le escapaba la vida por la boca, los ojos y todos los orificios corporales. Una

flatulencia floja, sin fuerzas, culminó el proceso y resultó ser la última señal de vida que

exhibió el Precario.

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Policarpo permaneció quieto unos minutos. Tenía las manos embarradas de sangre

coagulada y la cabeza parecía laterle más fuerte que antes. Tocó por última vez el cuerpo

apenas tibio de Martín y sintió que lo palpaba através de mil capas atmosféricas.

—California,— pensó en voz alta y agarró el pequeño bulto de Martín Precario antes

de marcharse sin mirar para atrás.

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Cuando llegó al carro de Martín Precario, Policarpo abrió el bulto para sacar las llaves.

Pillado entre los anillos de la argolla metálica encontró un papel doblado cuatro veces.

Policarpo:

Ya verás como la primera vez siempre es la más difícil, pero nunca la única. Después

de hoy se te hará mucho más fácil. Habrán otros, te lo aseguro. En California se te hará

más fácil perderte entre la multitud. Aunque te cueste trabajo creerme, yo no lo quería

hacer, aunque te hubiese degollado a las malas si tú no hubieses dado el grado. Fíjate,

eso en realidad nunca me preocupó. Por lo menos te puedes consolar recordándote que

me salvaste de una vida insoportable. Y lo hiciste a costa tuya.

tu amigo siempre,

Martín Precario

—Qué sucio,— dijo para sí mismo Policarpo y se metió en el Volky. En el bulto de

Martín también encontró otra caja de Marlboro sin abrir, un encendedor y el pasaje.

Luego de prender un cigarrillo, le pegó la llama del encendedor a la nota y la tiró por la

ventana. Esperó a que se hiciera cenizas y salió en primera del estacionamiento.

Bajó la cuesta en neutro, como acostumbraba hacer Martín Precario, aplicando los

frenos sólo cuando era absolutamente necesario. Cuando Martín lo hacía, Policarpo se

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ponía nervioso y discutía con él. Le gritaba que dejara de comportarse como un

adolescente y condujera el carro de forma responsable. Martín entonces se reía mientras

Policarpo maldecía y se aferraba al mango de plástico sobre el dash frente al asiento del

pasajero.

Una vez fuera del Yunque, Policarpo se montó en la número 3 rumbo a San Juan.

Según la información en el pasaje, tendría poco más de una hora para ir a su apartamento

y recoger alguna ropa. La llovizna que no había cesado de caer, ahora se intensificaba. La

masa de nubes se había enrollado alrededor del pico del Yunque y cuando despuntaba un

relámpago sobre el monte, por fin ya se oía rugir su trueno concatenado.

—Eres un maldito, — dijo entre dientes mientras cogía una curva a cuarenta millas

por hora, —y me vas a hacer falta.

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