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mataperrosPor un perro que maté, mataperros
me pusieron y mataperros me quedéRefrán español
1
El día, por más que a Policarpo le hubiese gustado, no había amanecido de río. A pesar
de que el sol le quemaba la frente mientras esperaba a Martín Precario en el balcón, un
gran reguerete de nubes grises se amontonaba sobre el horizonte en dirección de las
montañas, y, desde el meollo de cúmulonimbos, donde los grises se convertían en negros
de tormenta, se desprendían relámpagos silenciosos cada varios segundos.
No, el día definitivamente no estaba de río.
De momento se sintió molesto porque el día estaba igual para todos, inclusive para
Martín Precario, que debía de estar en ese instante en el expreso mirando por la ventana
del carro y dándole un clásico fóquet a ese mismo nudo de nubes grises encrispado sobre
El Yunque.
Era obvio que no era día de río y Martín había decidido, por lo visto, ignorar el hecho.
Policarpo se había sorprendido tanto cuando el Precario le dijo por teléfono –bueno, pues
vamos, estoy saliendo ahora, dame diez minutos, quince máximo si me da por un
Yoo-Hoo en el camino – que no supo qué decir. Se quedó con el teléfono en la mano y la
boca abierta con un «pero» guindándole de los labios como una baba patética. En seguida
que el click cortó la llamada se le desbordaron todas las objeciones que tenía
atragantadas.
Pero es que no tenía por qué objetar. Toda la ciudad olía a lluvia y a carreteras
mojadas. Policarpo en ningún momento pensó que Martín insistiría en ir a La Tinaja del
Yunque, y tan pronto el click selló el plan se sintió acorralado y se le escapó un «qué
cojones» acompañado de una «fóquin óspera» que no hicieron más que subrayar su
inagotable propensidad a dejarse llevar por los empujones de la vida.
De la sensación de impotencia que le había dejado la llamada del Precario, había sido
demasiado fácil caer en el familiar letargo nostálgico que le producía el breve repaso del
inventario de reacciones tardías y desacertadas que al cumplir la peseta ayer lo había
depositado decididamente rumbo a ningún lado en particular. Era cuestión de hábito a
estas alturas. Cualquier bobería le llevaba el pensamiento agarrado de la mano a ese
pasado reciente repleto de bocacalles que desembocaban todas en su actual butaca
telefónica.
Sin embargo, el ignominioso repaso de causas y azares resultaba fatuo y
seudofilosófico, lo cual no toleraba por más de unos breves segundos. Nada le costó
encogerse de hombros, mirar largamente a su alrededor, decidir que le gustaba bastante
este ningún lado en particular y salir al balcón a esperar a Martín para decirle dos o tres
cuando llegara con el hocico hundido en una lata de Yoo-Hoo.
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La discusión, para la desilusión de Policarpo, no duró suficiente. Como de costumbre
pensaba que al recurrir a un refrán popular lo tenía planchado desde antes que empezara.
—Neblina en el valle, pescador a la calle, neblina en la montaña, pescador a la cabaña,
— explicó Policarpo sin poder esconder su alegría al pensar que poseía un argumento
inquebrantable.
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—Quien calla, otorga,— contestó el Precario en directa alusión al intercambio
telefónico anterior.
No era justo. Además de restregarle el dedo en la llaga, Martín también aludía al
acuerdo implícito y desarticulado de que dentro de la amistad que compartían el uno
tenía que complacer al otro cuando no se habían puesto peros en la etapa de
planificación. Aunque no lo hablaban, ninguno de los dos había sido nunca tan burdo
como para cancelarle en la cara alguna salida al otro cuando se proponían marchar.
Policarpo tuvo que fruncir las cejas mientras Martín sonreía. Aquello de la neblina,
que lo había tenido que pescar en el segundo apéndice del mataburros de bolsillo
Grijalbo, había quedado neutralizado con un mejor refrán, para colmo breve, y lo
breve…bueno, y además con lo de no poder rajarse en la puerta, el Precario había
invocado un recurso ,que si decidía pelearlo, establecería un precedente devastador.
Ningún otro acuerdo tácito y silencioso estaría inmune.
No era justo. Martín Precario no le daba escapatoria, no le aceptaba coartada.
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—Pero es que no entiendo cómo es que tú de verdad piensas que esas nubes no son nada.
—No es eso, Poli…además, si no querías venir ¿por qué ya tenías el trajebaño puesto
debajo de los mahones cuando llegué a tu casa?
—…
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El Volky de Martín Precario parecía ser el único vehículo que viajaba rumbo al Yunque
por la carretera número tres de San Juan a Fajardo. El tráfico sí estaba pesado en la
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dirección contraria, rumbo a la urbe. Camiones, carros, vagonetas y trokas cuatro por
cuatro avanzaban a toda velocidad al otro lado de la carretera. Iban llenas de familias con
caras largas y rostros ceñudos. Uno que otro niño con semblante de apestado aplastaba el
rostro contra el vidrio de una ventana, dejando en el cristal un embarre de protesta
mocosa. Otros, Policarpo podía observar por momentos, se enredaban a los puños
seguramente por cualquier bobería. En fin, lo que se veía era una procesión de pasadías
playeros fallidos.
—Por algo está bajando toda esta gente. ¿No le has visto las caras?
—Ay Poli, por favor. Pensaba que el asunto ya estaba resuelto. Te dije que si empieza
a llover fuerte y el río se pone fangoso, nos largamos. Pero basta ya de la cantaleta.
Además, tú sabes que llueve casi todos los días en El Yunque, no es ningún secreto. Por
algo le dicen los gringos rainforest, ¿no?
—Lo sé, lo sé. Pero es que…
—Pero es que nada. Suspende el llanto que no te va. Te da aires de pequeño burgués
malcriado.
—Perdón míster macho. Pero no me convences, esta insistencia tuya no cuadra. Me
huele a…bueno, mejor lo dejamos ahí—. Policarpo fingió como mejor pudo uno de sus
malos humores patentizados, los cuales había elaborado al nivel de un arte sublime. Pero
pensaba que su emoción lo delataba. No lo podía evitar, el Precario prácticamente se lo
había llevado a las malas de la casa por alguna razón en específico. Esto no era un viaje
cualquiera al río. Policarpo detectaba la más leve insinuación de un motivo ulterior, casi
un susurro de manipulación. Eso lo emocionaba porque la amistad que compartían ya
había llegado a su cumbre, de ahí en adelante era cuesta abajo a menos que…
—Ya, ¿ese fue el show? A veces me decepcionas Poli.
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—Cállate y conduce, a ver si llegamos antes de que caiga el agua.
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En Luquillo ya había llovido algo cuando el Volky llegó a los cien quioscos de frituras y
cerveza. No eran apenas las tres de la tarde, pero ya la gran mayoría había cerrado.
La idea de comprar unas cervezas había sido de Policarpo, con el pretexto de que ya
que el día estaba tan horrible y el Precario tan empeñado en subir a algún río del Yunque,
él iba a necesitar algo con que contrarrestar el frío que de seguro iba a hacer en el monte.
Además, funcionaría para neutralizar el malhumor y los nervios que el dichoso pasadía le
estaba poniendo de puntas. Pero era una excusa, Policarpo lo que quería de verdad era
emborrachar un poquito a Martín. O mucho, lo mismo le daba, lo importante era que
tuvieran algo para facilitar la caída de las inhibiciones. En particular las de Martín
Precario.
Las últimas semanas habían llevado la amistad entre Policarpo y Martín a una especie
de tierra de nadie. Confesiones se habían articulado bajo una luna nueva entre sorbos de
un barato vino tinto chileno en el Parquecito del Indio en Condado. Mientras la estatua
del taíno permanecía erguida y clavando su mirada de piedra en la nada nocturna, el
Precario había iniciado una ronda impromptu de sacar los trapos sucios del clóset.
A Policarpo todo lo había tomado por sorpresa. En especial la súbita vulnerabilidad de
Martín. Escuchó con paciencia todo lo que Precario se sacó del pecho, a través de
tangentes e incoherencias balbuceadas a tientas primero y luego en torrentes sin fin.
Aquella había sido una historia sórdida, sin duda, pero a la misma vez fascinante por su
complejidad. Policarpo jamás hubiera pensado que Martín Precario fuese una persona tan
compleja y sensible, abacorada por cuanta contradicción existía y poseída por tantos
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demonios particulares. Martín lograba proyectar cierta estabilidad caracterizada por
apatía, o más bien una suerte de indiferencia informada y concienzuda que le permitía
habitar el tiempo y espacio como quien no quiere la cosa. La gente solía gravitar hacia
Martín Precario, quizás porque se sentía atraída a esa soltura de carácter que seguramente
envidiaba.
Martín era el tipo de persona que acababa siendo líder de un grupo sin querer, porque
la gente se lo imponía. O simplemente, hacían lo que él hacía. Cuando un grupo de
amigos debatía sin éxito qué hacer, a dónde ir, cuándo y cómo, esperaban a ver qué hacía
Precario para entonces seguir su ejemplo. Policarpo gozaba viendo a Martín Precario
agonizando ante la atención disimulada de sus pares, sucumbiendo a emitir su opinión a
regañadientes ante un público atento, sin respirar.
—No te ofusques,— le solía decir Policarpo a cada rato. —Sólo te quieren imitar.
Mientras más reacio te pongas, más van a querer hacer lo que tú digas.
A lo que Martín respondía con un gruñido seco, de viejo cascarrabias. Pero al fin y al
cabo, toda su imagen había quedado descubierta tras una botella de Trapiche a la sombra
del indio de Condado. Llegó al punto en que Policarpo dejó de escuchar las palabras
morbosas que profería el Precario embriagado y se quedó mas que con un solo
pensamiento en la cabeza: lo quiero para mí, algún día será mío.
Cuando sólo quedaban unas gotas de Trapiche, Policarpo decidió corresponder con su
propia confesión. Le habló brevemente a Martín de su homosexualidad, y se complació al
ver que Precario no salía corriendo ni le caía encima con insultos y puños. Su
homosexualidad, por supuesto, no tenía nada que ver con la amistad que compartía con
él, le mintió Policarpo a Martín. Una crecía independiente de la otra, llevó la mentira a su
conclusión lógica. Hubiera sido demasiado abrupto para el Precario si le confesaba sus
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emociones a la misma vez que su orientación sexual. Una cosa a la vez, ya tendría tiempo
para elaborar y desmenuzar lo que sentía por él.
Y claro, Policarpo no podía ignorar la intuición que le decía que la insistencia de
Martín Precario en ir al Yunque un día como hoy estaba directamente relacionada con lo
que había transcurrido de manera surrepticia y repentina bajo la sombra de una luna
nueva hace unas semanas atrás.
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—He estado pensando en lo que hablamos la otra noche,— dijo con cierto grado de
dificultad Martín, tragando un buche enorme en medio de la oración en aparente agonía.
Aquí fue, pensó Policarpo mientras cerraba los ojos y le daba gracias a un dios, hasta
ese día ignoto y desaparecido. —Veo,— contestó y dejó que esa última vocal se quedara
flotando en el aire fresco y húmedo del Yunque.
Después de todo, había resultado un día espléndido para ir al río. Aunque sí había
lloviznado al principio, mientras resbalaban camino abajo hacia la cascada de La Mina,
por el bosque enano, ya habían salido unos rayos solares que perforaban el denso follaje
como sables luminosos de otro tiempo, otra época futura. Si no fuera por que Martín
estaba experimentando tanta dificultad al hablar, Policarpo hubiese permanecido un largo
rato contando cada rayo que penetraba la espesura verde que se tambaleaba sobre sus
cabezas con cada pequeño soplo de viento que los encontraba sentados sobre una piedra
de río.
Martín Precario respiró profundo y se tragó el resto de la cerveza de un sorbo. —Veo,
— repitió Policarpo, esta vez sin estirar la “o” como si fuera un chicle y optando por
decirlo de un tiro, sin regodeos. Luego de un rato, se acomodó sobre la piedra y estiró
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una pierna mientras esperaba a que el Precario retomara el hilo de lo que tanto trabajo le
costaba articular.
—Oquey, ya, que se joda. Lo que te tengo que decir, Poli, es que creo que tienes
razón. Tú sabes, de lo que me dijiste aquella noche.
Policarpo pensó un segundo, pero en seguida interpuso: —Lo sé. O mejor, lo
sospechaba porque es imposible estar seguro de estas cosas, en especial al principio. Pero
no te ofusques, Martín, por eso mismo pasamos todos en un momento dado.
Era un discurso genérico, que Policarpo repetía ahora después de haberlo escuchado
cientos, sino miles de veces. Pero era un discurso eficaz, frontal, cierto. Sintió el
comienzo de una deliciosa taquicardia seguido por el golpe de adrenalina que se
avalanzaba por las venas de su cuerpo. De momento, aunque no duró nada, pensó que
quizás estaba soñando.
Se distrajo recorriendo los alrededores con su mirada excitada; quería grabar con
fuego cada detalle en su memoria como la marca de un carimbo candente sobre la piel.
Un palo de mangó se estremeció tras el paso de una ventolera alicia, ultramarina, seguida
por el destello de un relámpago que congeló el movimiento del río por entre las rocas
alizadas, el vuelo silencioso de un pájaro negro por encima de los yagrumos y la
embestida miniaturizada de un lagartijo tragándose un coleóptero volador a la orilla de
un meandro cualquiera.
Un día como hoy sólo ocurre cada cien años, pensó Policarpo mientras se daba el
gusto de un suspiro solapado. Sus ojos habían absorbido la escena rupestre de la misma
manera que una esponja absorbe agua. Nunca olvidaría ese mangó sacudido por la brisa,
ni aquel chango suspendido en el aire o el verde brillante del lagartijo que se confundía
con el follaje.
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Como tampoco olvidaría, por más que tratara y quisiera, el brazo tenso de Martín
Precario con las venas brotadas empuñando la botella vacía de cerveza por el cuello, ni la
sombra momentánea que pasó como un murmullo por su rostro cuando Martín levantó la
botella sobre su cabeza el instante antes de rajarle el cráneo con ella. Ni siquiera el
repentino dolor, acompañado de ese zumbido interno insoportable, producto de cualquier
golpe fuerte en la cabeza, pudo evitar que Policarpo pensara en qué lindo estaba todo,
hasta la lluvia de cristales rotos cayendo a su alrededor como lágrimas salpicadas de sol.
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—¿Quieres un cigarrillo Poli?
—Tú sabes que dejé de fumar.
—Sí, pero si dejaste de fumar porque te preocupaba tu salud, ese argumento ya está
obsoleto. Ahora mismo, en estos momentos, no tiene ningún sentido preocuparte por tu
salud.
—…
—No seas bobo Poli, aprovecha y fúmate uno. Toma,— y le pasó una caja de
cigarrillos. —Lamento informarte que el daño que te pueda causar un cigarrillo es, de
hecho, el menor de tus problemas.
—Qué remedio. Dame,— contestó adolorido y luego de un rato corto encendió un
Marlboro. Sentía el latido de su corazón justo encima de la cabeza, donde la botella había
roto la piel. Todavía no podía creer que Martín Precario le hubiese rajado la cabeza y que
encima, de ñapa, lo amenazara con lo que sobraba de la botella: el cuello con dientes y
colmillos de cristal.
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Ya no tenía dudas sobre si soñaba o no. Ahora lo que no sabía con seguridad era
cuánto iba a durar la pesadilla. Inhaló sin remilgos, importándole un bledo la quemazón
en la garganta, y miró a su alrededor. Una masa amorfa de nubes negras amenazaba con
descargar su contenido alborotado en cualquier momento sobre el bosque. Policarpo no
podía imaginar que ni el turista más ingenuo y empedernido se hubiese aventurado por
los caminos del Yunque en una tarde como ésta.
No cabía duda de que estaba solo con Martín en el Yunque.
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Un recuerdo que Policarpo, dada la circunstancia, no podía sacudir de su mente afligida:
arena en los zapatos. Un indio congelado en metal. El ronroneo automovilístico,
mecanizado de una ciudad cabeceando con soñolencia, compitiendo con el arrullo
atlántico de una vaguada tropical. El cálido vino fluyendo libremente entre dos amigos
confiando en el anonimato de una noche negra y una luna nueva.
—Maté la gata, Poli, y no fue sin querer…
Más allá de las palmeras, un grupo de jóvenes gritaban y bebían alrededor de una
fogata. Un carro de policía avanzaba despacito por la Ashford, con los biombos
apagados. Un trío de turistas en pantalones bermudas se aventuraban hacia esa parte de
Condado que los locales evitan.
—Fíjate, ahora me doy cuenta de que inconscientemente estaba pendiente al horario
que mantenía la vecina. Cuando se iba a trabajar sacaba la gata al balcón y le dejaba algo
de comida seca en un plato. El sábado, cuando salió la vecina corriendo, porque iba
tarde, sacó la gata pero no le dejó comida. Fue fácil convencer a Penélope, creo que así
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se llamaba la gata, de que se metiera en casa. Después de todo no tenía comida y ella
como quiera a veces se metía en casa en busca de un poquito de cariño…
Los muchachos seguían gritando y alimentando la fogata con pencas de palma
mojadas. La policía ya se entretenía dándole un boleto a uno en un carro deportivo por
alguna estupidez. Los turistas en bermudas se habían percatado de la repentina oscuridad
de la calle y ahora viraban de regreso, al hotel, lo más probable.
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—Las maravillas del Cable TV, Poli. Aquella noche en el parquecito del indio, después
que te conté cómo maté a la gata de mi vecina, tú me dijiste que habías visto un
programa de la vida de Jeffrey Dahmer. Entonces me dijiste una cosa que, mano, se me
quedó dando vueltas en esta catrueca enferma que tengo, veinticinco horas al día y ocho
días a la semana, Poli. ¿Te acuerdas de lo que me dijiste?
—Sí…sí, ahora me acuerdo,— contestó Policarpo luego de una pausa durante la cual
recorrió los sucesos de la noche en el parquecito del indio como si le diera fast-forward y
play a la vez a un vídeo. En un ejercicio mental que sólo le tomó unos segundos, detuvo
la película de su memoria en una secuencia a la cual no le había dado gran importancia
cuando sucedió: —¿Mataste un pobre gato así porque sí?,— le había dicho a Martín
aquella noche. —Tú sabes que así fue que empezó Jeffrey Dahmer, ¿no? Antes de
graduarse a descuartizar chamaquitos para congelarlos y después comérselos, el Dahmer
pasó por una época de mataperros. Sí, mano, sin gufeos. Lo vi en un programa de Cable
TV, no me acuerdo qué canal. La cosa es que después que agarran a Dahmer con un par
de chamaquitos en el freezer, los vecinos que se criaron en la misma calle que él cuando
era un adolescente con la cara llena de acné, le empiezan a contar a los investigadores
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que en una época, antes de que Dahmer se graduara de la superior, las mascotas de los
vecinos empezaron a desaparecer. El muy cabrón se los llevaba a una casa abandonada y
los degollaba haciendo estos rituales super macabros…mira ver, Martín, ésa es una
carrera que no se te había ocurrido. Natural born killer—. Policarpo revivió esta escena
una y otra vez por lo que le pareció fueron horas. Sin embargo, al despertar de su lapso
mental por el pasado, se dio cuenta de que no había pasado ni un minuto. —Sí…sí, ahora
me acuerdo.
—La real maravilla de Cable TV, Poli, es que repiten los programas. Bravo, A&E,
MTV, Discovery y The Learning Channel todos repiten sus programas. Si no me
equivoco el programa que tú viste fue Biography, de A&E. Lo sé porque lo vi hace dos
noches. Serial killers on Biography this week. Martes, Bundy; Miércoles, Berkowitz;
Jueves, Dahmer. Y tengo que admitir que no fue hasta que vi esos programas que me di
cuenta de lo que soy en realidad. Un Natural born killer, en tus propias palabras, Poli,—
dijo Martín y su argumento comenzó a parecer ensayado, calculado.
En efecto, las palabras de Precario le recordaron sus propias palabras de hace un rato
cuando había recitado como un papagayo su propio discurso sobre lo difícil que era
encarar la homosexualidad por primera vez.
—Esa no era mi intención, para nada. ¿Te das cuenta de lo que estás diciendo?
Todavía tienes tiempo, Martín, piénsalo bien, no vaya a ser que hagas algo de lo que
luego te arrepientas,— pero enseguida que Policarpo terminó su pequeño discurso
improvisado, se dio cuenta de que era un ejercicio fútil. ¿Qué hubiera hecho él,
Policarpo, si uno de sus amigos lo hubiese tratado de convencer de que él no era
homosexual?
Se le hubiera reído en la cara. Sarcástico. Cínico.
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De la misma manera que Martín se reía ahora.
Policarpo se llevó una mano a la cabeza y tuvo que morderse la lengua para evitar que
el dolor lo indujera a chillar como un niño. Miró a su alrededor para tratar de identificar
cualquier objeto o cosa que pudiera usar para defenderse, pero no había nada. Estaba
solo, encima de una piedra. La neverita con las cervezas estaban en la otra piedra de río,
junto a Martín.
—¿Que pasó?,— dijo Martín, mientras seguía con sus ojos la mirada de Policarpo. —
Qué, ¿quieres una cerveza? La pregunta sería más bien para qué la quieres, ¿para
bebértela o para restrallármela en la chola? No sé por qué, o embuste, tú eres tan delicado
que no te puedo imaginar a la ofensiva, cuadrándote de forma agresiva, visceral, para
tirárteme encima y matarme.
—Ni me compares contigo, Precario. Seré maricón, pero no un asesino. Lo que quiero
es hielo porque me duele la cabeza.
—Ah, ya no soy Martín, ahora soy ‘Precario’. Bueno, si te quieres poner comemierda
antes de morir, allá tú. Porque me imagino que te tienes que haber dado cuenta de que
eso es lo que hay, Poli. Yo sé que tú no eres ningún asesino, pero pensé que no ibas a
querer morir. ¿Tan vago eres que ni te vas a defender? ¿Tú te crees que tu mariconería te
va a salvar?
—Yo no soy el que necesita salvarse.
—Me decepcionas Poli. Pensé que si alguien podía sembrar en mí la duda, serías tú. Y
aunque no me lo creas, te aprecio. De hecho, si no hubiese llegado a esto, ¿quién sabe?
La homosexualidad, o por lo menos la depravación sexual, es un elemento importante en
el crecimiento de un sicópata.
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—La homosexualidad no es depravación sexual. Si no me equivoco, Precario, te
refieres al homoerotismo, o quizás, en algunos casos, a la homofobia.
—Por favor, Poli, suspende lo de Precario. Soy yo, Martín. Sigo siendo el mismo.
Un silencio incómodo acompañado de relámpagos lejanos pero brillantes, llenó el
espacio que parecía agrandarse entre los dos.
—Anyways, no quiero discutir contigo, Poli,— y comenzó a escucharse la lluvia
azotando el follaje a los alrededores. —Ah, no lo hubiese podido planear mejor. Es un
buen día para morir, ¿no?
—…
—Lo que no me gusta es que no te quería hacer daño, Poli. Pero como te confesé lo
de la gata de la vecina, no te hubiese tomado mucho tiempo darte cuenta de por qué
camino voy. Hay que atar todos los cabos y tú eres un cabo suelto…Me encanta, me
siento como en una película, siempre he querido decir cosas así en serio. Ay, Poli. ¿Qué
voy a hacer contigo ahora? Yo no quería simplemente degollarte como hice con la gata.
Te quería dar una oportunidad para que te defendieras. Pensaba darte una botella, para
que la rompieras contra la piedra y así estamos empate, mano a mano. ¿Seguro que no
quieres la oportunidad de poder degollarme tú a mí? Se siente bien rico…
—Mar…Precario, ¿tú oyes lo que estás diciendo? Esto no es una película. Esto es…
—No trates, no vas a poder. Ya yo le di todas las vueltas posibles al asunto. Yo soy un
sicópata, Poli. La única duda que queda es si tú me puedes matar en defensa propia,— y
de repente Martín Precario sacó una botella de Medalla y la restralló contra la piedra,
salpicándolos a los dos de cerveza. —Toma, dale, sin miedo, cógela,— y se la ofreció a
Policarpo.
—…
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—¡CÓGELA! Puñeta.
—Pero…
—Maldita sea, Poli, coje la fóquin botella y déjate de mierdas.
—Pero es que yo no…,— y sin querer queriendo Policarpo estiró el brazo hasta que
agarró el cuello de la botella.
—¿Viste que fácil?,— el tono amenazante ya se le había escapado a la voz de Martín.
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—Ya yo lo tengo todo planeado, Poli.
—¿Ah, sí? No lo dudo,— opinó con sarcasmo irreprimido.
—Sí, mano. Mira, la gata Penélope fue mi diploma de la escuela superior de sicópatas.
Ahora, tú eres mi tesina de bachillerato: “El amigo manso degollado: aproximación al
estado liminal posmoderno y retorno al sacrificio mítico”. O quizás “sacrificio
primoevo”, o sino, “original”. No sé, todavía no he decidido.
—…,—. Está loco de remate y no es chiste, pensó Policarpo. Por primera vez desde
que había comenzado toda esta situación desquiciada comprendió que si no hacía algo,
moriría hoy.
—Pero en realidad no importa, Poli. Lo que sí me interesa es continuar los estudios
posgraduados. El doctorado. Y ya sé dónde lo voy a hacer. Adivina,— pero Policarpo no
decía nada, sólo se apreciaba el silencio elocuente del bosque y el rumor de sus voces
verdes. —Bueno, no es muy difícil. California, por supuesto. Es la meca mundial de los
sicópatas. Supongo que será por la cantidad de indocumentados. Yo prefiero el norte,
aunque el sur es el destino por excelencia de todo sicópata ambicioso. Pero yo prefiero el
norte con sus bosques de secoyas y viñedos Ernest & Julio Gallo…y claro, el mejor mafú
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del mundo, Indica Thunderfuck o Humboldt Northern Lights, ¿no crees? Sí,
definitivamente. Ya tengo hasta el pasaje, ida solamente,— y Martín Precario miró por
un segundo su pequeño bulto con ternura.
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—Pero ya, Poli, se te acabó el tiempo. Estoy hablando demasiado y el vuelo es esta
noche…¿decidiste qué vas a hacer?
A esas alturas ya la lluvia comenzaba a penetrar el follaje espeso del Yunque y las
gotas frías caían a chorros por doquier.
Martín Precario empuñó su botella y se paró. Policarpo permanecía sentado,
incrédulo. Era hora de despertar de esta horrible pesadilla. Su cabeza le latía con más
fuerza, como si el corazón se le fuese a salir por el roto que el Precario le había
proporcionado en el cráneo. Suspiró malhumorado y decidió pararse también.
No iba a morir sentado ni de rodillas. La cobardía y la sumisión no eran elementos
endémicos de la homosexualidad.
La botella se sentía rara, ajena, en la mano de Policarpo, pero por lo visto no le
quedaba otra alternativa. El Precario sonrió, como si adivinara sus pensamientos, y de
pronto soltó una carcajada maquiavélica. Sin embargo carecía de cierta autenticidad y
traicionaba, en vez, algo de simulacro.
—Así me gusta, Poli. Creo que te subestimé,— añadió y se acercó a Policarpo con dos
pasos que tomó con cautela sobre la piedra mojada.
Ahora estaban los dos sobre la misma piedra y la lluvia se tornaba más violenta.
Estaban completamente ensopados. Policarpo podía saborear en los labios la sangre que
le bajaba de la cabeza.
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El cantazo lo sacudió e hizo que Policarpo por poco perdiera el balance. Martín Precario
volvió a reír y abrió y cerró la palma de la mano como si el sopapo que le había dado la
hubiera lastimado.
—Auch…que duro tienes el cachete, Poli.
Policarpo se quedó boquiabierto. Ahora le latía la cabeza y el cachete izquierdo, pero
como quiera permanecía inmóvil, sin poder reaccionar. Quizás sin querer reaccionar.
—Por favor, Martín, no lo hagas…,— dijo, pero le salió mal, sin coraje y sin
verticalidad. Había sido más bien una protesta pusilánime.
—Ah, ahora soy Martín otra vez,— continuó el Precario y le propinó un par de
bofetadas una después de la otra sin mucha fuerza. —Ay bendito, pobre Poli.
La humillación que comenzaba a sentir Policarpo hirvió de repente dentro de sus
venas y le llenó los ojos de odio. Boquiabierto y algo anonadado, Policarpo le clavó la
mirada a Martín. Un golpe de adrenalina le quemó las entrañas y lo dejó sordo por unos
instantes. Lo único que podía escuchar ahora era su respiración entrecortada amplificada
dentro de su cabeza.
Apretó el puño alrededor del cuello de la botella rota y todo su cuerpo se encrispó.
—Uy, Poli, me estás metiendo miedo,— dijo Martín más sarcástico que nunca. Y
antes de que pudiera añadir algún otro comentario soez, el brazo de Policarpo salió
disparado desde atrás, trazando un arco en el aire y rozando la garganta del Precario.
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Una palabra que Policarpo no pudo descifrar se quedó atravesada en al aire como un
zollipo grotesco y húmedo. El cuerpo de Martín cayó bocarriba sobre la otra piedra. Con
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una lentitud agonizante, el puño de Martín Precario se abrió y soltó la botella, la cual
rodó jubilosa por entre las piedras hasta que se hundió en un meandro tranquilo tras un
simple y breve ¡plup!
Era la primera vez que Policarpo veía un cuerpo moribundo. La sangre le salía a
Martín Precario por borbotones de la garganta. Los ojos desorbitados parecían buscar
algo que no encontraban.
Policarpo se sintió extrañamente complacido. Se dobló de rodillas sobre el Precario y
soltó su propia risa diabólica.
—Ahora soy yo el que me siento como en una película,— le dijo a Martín. —Y te
confieso que se siente bien rico. Oye, ¿te duele el cuello?,— le susurró al oído mientras
le hundía la manzana de Adán a Martín y se llenaba las manos de sangre.
La piel del muslo de Martín cedió con facilidad ante el cristal roto de la botella.
Policarpo cortó a lo loco hasta que dio con la vena femoral y la sangre salió disparada
hacia arriba como un géiser. El otro muslo fue mucho más fácil, ahora que sabía más o
menos dónde estaba ubicada la vena.
El rostro de Martín Precario perdió su color y los ojos, ya tranquilos y fijados en la
nada que se lo tragaba, se cerraron a medias. Una sonrisa genuina, desconcertante para
Policarpo, se dibujó entre sus labios.
—Gra…,— trató de decir Martín Precario pero no pudo, emitiendo un suave suspiro
mientras se le escapaba la vida por la boca, los ojos y todos los orificios corporales. Una
flatulencia floja, sin fuerzas, culminó el proceso y resultó ser la última señal de vida que
exhibió el Precario.
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Policarpo permaneció quieto unos minutos. Tenía las manos embarradas de sangre
coagulada y la cabeza parecía laterle más fuerte que antes. Tocó por última vez el cuerpo
apenas tibio de Martín y sintió que lo palpaba através de mil capas atmosféricas.
—California,— pensó en voz alta y agarró el pequeño bulto de Martín Precario antes
de marcharse sin mirar para atrás.
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Cuando llegó al carro de Martín Precario, Policarpo abrió el bulto para sacar las llaves.
Pillado entre los anillos de la argolla metálica encontró un papel doblado cuatro veces.
Policarpo:
Ya verás como la primera vez siempre es la más difícil, pero nunca la única. Después
de hoy se te hará mucho más fácil. Habrán otros, te lo aseguro. En California se te hará
más fácil perderte entre la multitud. Aunque te cueste trabajo creerme, yo no lo quería
hacer, aunque te hubiese degollado a las malas si tú no hubieses dado el grado. Fíjate,
eso en realidad nunca me preocupó. Por lo menos te puedes consolar recordándote que
me salvaste de una vida insoportable. Y lo hiciste a costa tuya.
tu amigo siempre,
Martín Precario
—Qué sucio,— dijo para sí mismo Policarpo y se metió en el Volky. En el bulto de
Martín también encontró otra caja de Marlboro sin abrir, un encendedor y el pasaje.
Luego de prender un cigarrillo, le pegó la llama del encendedor a la nota y la tiró por la
ventana. Esperó a que se hiciera cenizas y salió en primera del estacionamiento.
Bajó la cuesta en neutro, como acostumbraba hacer Martín Precario, aplicando los
frenos sólo cuando era absolutamente necesario. Cuando Martín lo hacía, Policarpo se
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ponía nervioso y discutía con él. Le gritaba que dejara de comportarse como un
adolescente y condujera el carro de forma responsable. Martín entonces se reía mientras
Policarpo maldecía y se aferraba al mango de plástico sobre el dash frente al asiento del
pasajero.
Una vez fuera del Yunque, Policarpo se montó en la número 3 rumbo a San Juan.
Según la información en el pasaje, tendría poco más de una hora para ir a su apartamento
y recoger alguna ropa. La llovizna que no había cesado de caer, ahora se intensificaba. La
masa de nubes se había enrollado alrededor del pico del Yunque y cuando despuntaba un
relámpago sobre el monte, por fin ya se oía rugir su trueno concatenado.
—Eres un maldito, — dijo entre dientes mientras cogía una curva a cuarenta millas
por hora, —y me vas a hacer falta.
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