Martí José - Nueva York Bajo La Nieve

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    NUEVA YORK BAJO LA NIEVE

    Paralización de tres días.—Peligros.—Escenas e incidentes.—Actosheroicos.—La gran ciudad en una hora de prueba.—Las calles.—Lostrabajadores.—Resurrección

    Nueva York, 15 de marzo de 1888

    Señor Director de La Nación:

    Ya se había visto colgando su nido en una araucaria del ParqueCentral la primera oropéndola; ya cubría los álamos desnudos elvello primaveral, y en el castaño tempranero, como vecinitasparlanchinas que sacan la cabeza arrebujada después de latormenta, asomaban las hojas; ya advertidos por el piar de lospájaros de la llegada del sol, salían los arroyos de su capa de hielo

    para verlo pasar; ya el invierno, vencido por las flores, huía bufandoy desataba tras de sí, como para amparar su fuga, el mes de losvientos; ya se veían por las calles de Nueva York los primerossombreros de pajilla y los trajes de Pascua, dichosos y alegres,cuando al abrir los ojos la ciudad, sacudida por el fragor delhuracán, se halló muda, desierta, amortajada, hundida bajo lanieve. Los bravos italianos, cara a cara con la ventisca, llenan ya dela nieve, coruscante y menuda, los carros que, entre relinchos,cantos, chistes y votos van a vaciar su carga al río. El ferrocarrilaéreo, acampado dos días en vela siniestra junto al cadáver delmaquinista que salió a desafiar el vendaval, recorre otra vez,

    chirriando y temblando, la vía atascada, que reluce y deslumbra.Los trineos campanillean; los vendedores de diarios vociferan: loslimpianieves, arrastrados por percherones poderosos, escupen aambos lados de la calle la nevada que alzan de los rieles: con lanieve al pecho se va abriendo paso la ciudad hasta los ferrocarriles,clavados en la llanura blanca, hasta los ríos, que son puentesahora; hasta los muelles, mudos.

    Vibra, por sobre la ciudad, como una bóveda, el alarido de loscombatientes. Dos días ha podido tener la nieve vencida a NuevaYork, acorralada, aterrada como el púgil campeón que se ve echadoa tierra de un puñetazo tundente por gladiador desconocido. Pero,

    en cuanto afloja el ataque el enemigo, en cuanto la ventiscadesahoga la primera furia, Nueva York, como ofendida, decidesacarse de encima su sudario. Entre los montes blancos, hay leguasde hombres. En las calles de más tráfico, deshecha bajo los que laasaltan, huye ya en ríos turbios la nieve. Con botafangos, conpalas, con el pecho de los caballos, con su propio pecho, vanechando la nieve hacia atrás, que recula sobre los ríos.

    Grande fue la derrota del hombre: grande es su victoria. Laciudad está aún blanca: blanca y helada toda la bahía. Ha habidomuertes, crueldades, caridades, fatigas, rescates valerosos. Elhombre, en esta catástrofe, se ha mostrado bueno.

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    En todo el siglo no ha visto Nueva York temporal semejante aldel día trece de marzo. El domingo anterior había sido de lluvia, yel escritor insomne, el vendedor de papeletas en las estaciones delferrocarril, el lechero que a la madrugada visita las casas dormidasen su carro alado, pudieron oír enroscando el látigo furioso en las

    chimeneas, como sacudiéndolo con mano creciente contra techadosy paredes, el viento que había bajado sobre la ciudad, y levantabasus techos, derribaba a su paso persianas y balcones, envolvía y sellevaba los árboles, mugía, como cogido en emboscada, aldespeñarse por las calles estrechas. Los hilos de luz eléctrica,quebrados a su paso, chisporroteaban y morían. Descogía de lospostes del telégrafo los alambres que lo han igualado tantas veces.Y cuando debió subir el sol no se le pudo ver: porque, como sipasase un ejército en fuga, con sus escuadrones, con sus cureñas,con su infantería arrollada, con sus inolvidables gritos, con supánico, así, ante los cristales turbios, la nieve arremolinada

    pasaba, pasaba sin cesar, pasó durante todo el día, pasó durantetoda la noche. El hombre no se dejó domar por ella. Salió adesafiarla.

    Pero ya los tranvías vencidos yacían, sin caballos, bajo latormenta; el ferrocarril aéreo, que pagó con sangre su primeratentativa, dejaba morir el vapor en sus máquinas inútiles; lostrenes, que debieron llegar de los alrededores, echados de la víapor el ventarrón o detenidos por las masas de copos, altas comocerros, bregaban en vano por abordar sus estaciones. Tentaban lostranvías un viaje, y los caballos se encabritaban, defendiéndose conlas manos del torbellino sofocante. Tomaba una carga de pasajeros

    el ferrocarril, sujeto a la mitad del camino, y tras seis horas deesperar presos en el aire, bajaban hombres y mujeres de laarmazón aérea en unas escaleras de albañil. Los ricos o los muynecesitados hallaban, por veinticinco o cincuenta pesos, coches decaballo recio que los llevaran paso a paso a cortas distancias.Azotándolos, tundiéndolos, volcándolos, pasaba por sobre ellos,cargado de copos, el viento revuelto.

    Ya no se veían las aceras. Ya no se veían las esquinas. La calleVeintitrés es de las más concurridas: y un tendero compasivo tuvoque poner en su esquina un poste que decía: "Esta es la calleVeintitrés". A la rodilla llegaba la nieve, y del lado del viento, a la

    cintura. La ventisca rabiosa mordía las manos de los caminantes, seles entraba por el cuello, les helaba las orejas y la nariz, les metíapuñados de nieve por los ojos, los echaba de espaldas sobre elnevado resbaladizo, los sujetaba sobre él con nuevas ráfagas, loslanzaba danzando y sin sombrero, contra la pared, o los dejabadormidos, dormidos para siempre, ¡sepultados! El uno, uncomerciante, en la flor de la vida, había de aparecer hoy, hundidoen el turbión, sin más señal de su cuerpo que la mano alzada porsobre la nieve. El otro, un mandadero, azul como su traje, sale enbrazos de sus compañeros piadosos de aquella tumba blanca yfresca, propia de su alma de niño. El otro, clavado hasta la cabeza,

    con dos manchas rojas en el rostro blanco, y los ojos violáceos,duerme.

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    ¡Y por Broadway y las Avenidas, levantándose y cayendobajaban al trabajo, ancianos, mozos, niños, mujeres!

    Unos, exhaustos, se sentaban en un quicio, sin más voluntadque la de perecer; otros, generosos, se los llevaban del brazo,animándolos, voceando, cantando: una mujer de mucha edad, que

    se puso como máscara con dos agujeros para los ojos el pañuelo,se reclina contra la pared, y rompe a llorar; el presidente de unbanco que va a su puesto a pie, lleva en brazos la carga a la boticavecina, que en el turbión, se puede distinguir por sus lucesamarillas y verdes. "¡No sigo!", dice uno, "¿y si pierdo mi lugar?""Yo también sigo", dice otra, "yo necesito mi jornal de hoy." Eldependiente toma de brazos a la trabajadora: la obrera joven llevapor la cintura a la amiga cansada. A la entrada del puente deBrooklyn, implora con tal angustia el secretario de un banco nuevoal inspector, que, aunque sólo la muerte puede pasar por el puenteen aquel instante, lo deja pasar "¡porque si no perderá la secretaría

    que ha tardado tres años en conseguir!": y el viento, en aquellaaltura formidable, de una bufada lo echa abajo sobre el piso, loalza de otra, le quita el sombrero, le abre el gabán, le hace morderel suelo a cada paso; él se repliega, se ase a la barandilla,adelanta gateando: avisados por el telégrafo desde Brooklyn, lospolicías del puente lo recogen en brazos al llegar a Nueva Yorkexánime.

    Y ¿a qué tanta fatiga si no hay apenas tienda abierta, si se harendido la ciudad, arrinconada como un topo en su cueva, si alllegar a sus fábricas y oficinas encontrarán cerradas las puertas dehierro? Sólo la piedad del vecindario, o el poder del dinero, o la

    casualidad feliz de vivir en la vía del único tren que por un lado dela ciudad, bregando valeroso, se arrastra de hora en hora,ampararán en este día terrible a tanto empleado fiel, a tantoanciano magnífico, a tanta obrera heroica. De esquina a esquinaavanzan, recalando en las puertas hasta que alguna se les abre,llamando con las manos ateridas, como con el pico llaman a loscristales los gorriones. Arrecia la ráfaga de pronto; como piedrasecha contra el muro a la bandada que volaba buscando el abrigo:unas contra otras se aprietan en medio de la calle las pobresobreras, que la racha sacude y hostiga hasta ponerlas otra vez enfuga. Y mujeres y hombres se van volviendo así ciudad arriba,

    braceando contra el vendaval, sacándose la nieve de los ojos,amparándoselos con las manos para buscar en la borrasca sucamino. ¿Hoteles? ¡Las sillas están alquiladas para camas y loscuartos de baño para alcobas! ¿Bebidas?: ni los hombres hallan yaqué beber, en las cervecerías que consumieron ya su provisión: nilas mujeres, halando ciudad arriba sus pies muertos, tienen másbebida que sus lágrimas.

    Ya a esa hora, repuestos de la sorpresa del amanecer, loshombres disponen sus vestidos de modo que no les lastime tanto lafuria de la ventisca. A cada paso hay un vagón volcado; unapersiana, que azota la pared suspendida del último gozne, como el

    ala de un pájaro moribundo; un toldo desgarrado; una cornisa amedio arrancar; un alero caído. Paredes, zaguanes, ventanas, todo

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    es una masa de nieve. Y sin un minuto de tregua desde elamanecer, pasa, pasa cargado de copos el turbión blanco,arremolinando, devastando, zumbando, gruñendo. Y con la nevadaa los brazos, los hombres y las mujeres caminan.

    Uno ha hecho de la seda de su paraguas un tapacaras, con dos

    huecos para los ojos y otro para la boca, y así, con las manos a laespalda, va quebrando el viento: otros llevan los zapatos envueltosen medias, o en sacos de sal, o en papel de estraza, o en retazosde caucho, atados con cordeles: otros van abrigados con polainas ygorros de velocipedistas: a otro, casi cadáver, se lo llevan cargado,envuelto en su sobretodo de piel de búfalo. Este, botas decaballería, aquél de actor, aquél de cazador. "¡Señor!" dice una vozde niño a quien la nieve impide ver, "¡sáqueme de aquí, que memuero!" Es un mensajero, que una empresa vil ha permitido salircon esta tormenta a llevar un recado. ¡Muchos van a caballo!:alguno, que saca un trineo, del primer vuelo del viento celoso rueda

    con él, y a poco muere. Una anciana tenaz vino a comprar unacorona de azahares para su hija que se casa hoy, y se lleva lacorona. Y cuando ya era Nueva York, como campo ártico, y la nochecerraba sin luces, y sólo para el pavor había espacio; cuando loscarteros generosos caían de bruces, transidos y ciegos, defendiendocon su cuerpo la valija de las cartas; cuando de las casas sin techobuscaban en vano las familias, con miedo mortal, salida por laspuertas tapiadas; cuando bajo cinco pies de nieve, con la ciudadentera, yacían, ocultas a la mano más fiel, las bocas de aguaabiertas en las calles para apagar los incendios, estalla con furia,tiñendo de luces de aurora el paisaje nevado, un fuego que echa

    abajo tres casas de vecindad en pocas dentelladas. ¡Y llegó labomba! ¡Y los bomberos cavaron con sus brazos, y hallaron lasbocas de agua! ¡Y de color de rosa parecían las paredes y la callenevada, y de un azul de ojos el cielo! ¡Y allí, aunque el agua conque las batían se les volviese por la fuerza del viento, en chispaspunzantes contra el rostro, aunque más altas que la cruz de unatorre serpeasen en el aire las lenguas de fuego carmesí, aunqueazotadas por el vendaval les vinieran a morder las barbas lascolumnas de humo sembradas de chispas de oro, allí, sin poner pieatrás las fueron combatiendo, con la nieve al pecho, hasta que lascircunscribieron y domaron! Y luego, con sus brazos, abrieron

    camino a la bomba en la masa de nieve.Sin leche, sin carbón, sin cartas, sin periódicos, sin tranvías,sin teléfonos, sin telégrafos, se despertó hoy por la mañana laciudad. ¡Qué ansia por leer, los de la parte alta, los diarios que afuerza de bravura de los pobrecillos vendedores, llegaban de lasimprentas, que están en la parte baja! ¡Y hubo anoche, hastacuatro teatros abiertos! ¡Y todos los negocios están suspendidos, yla falsa maravilla del ferrocarril aéreo puja en vano por llevar a sulabor la muchedumbre que se agolpa colérica en las estaciones!

    En los caminos están los trenes detenidos, con sus cargashumanas. Del resto de la nación nada se sabe. Los ríos son hielo y

    los osados los están cruzando a pie; se rompe el hielo de pronto, yquedan flotando sus témpanos, con los hombres al lomo: un

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    remolcador sale a salvarlos, costea el témpano, lo va empujandohacia los muelles, ya lo junta a muelle vecino, ya están salvados;de los dos lados del río se oye un enorme ¡hurra! ¡Hurra! gritan porlas calles al bombero que pasa, al policía, al bravo cartero. ¿Quéserá de los trenes que no llegan, y a donde las empresas del

    ferrocarril, con energía magnífica, envían víveres y carbón, a rastrasde sus máquinas más poderosas? ¿Qué será de los de la mar?¿Cuántos cadáveres habrá bajo la nieve?

    Ella, como ejército ya en fuga que vuelve sobre el triunfador eninesperada arremetida, vino de noche, y cubrió de muerte la ciudadsoberbia.

    Más que a cualesquiera otros, convienen estas embestidas delo desconocido a los pueblos utilitarios, en quienes como ayer sevio, las virtudes que el trabajo nutre, bastan a compensar en lashoras solemnes la falta de aquellas que se debilitan con elegoísmo. ¡Qué bravos los niños, qué puntuales los trabajadores,

    que infelices y nobles las mujeres, qué generosos los hombres! Laciudad toda se habla en alta voz, como si tuviera miedo dequedarse sola. Los que se codean en el resto del año brutalmente,hoy se sonríen, se cuentan sus riesgos mortales, se dan las señasde sus casas, acompañan largo trecho a sus nuevos amigos. Lasplazas son montes de nieves, donde como recamo de plata lucen yaal primer sol los encajes de hielo prendidos a las ramas de losárboles.

    Casas de nieve se levantan sobre los techos de las casas,donde el gorrión alegre cava nidos frágiles. Amedrenta y asombra,como si se abriese de súbito en flores de sangre un sudario, esta

    ciudad de nieve, con sus casas rojas. Publican y contemplan elestrago los postes del telégrafo, con sus alambres enroscados ycaídos, como cabezas desgreñadas. La ciudad resucita, sepulta loscadáveres, y echa atrás la nieve, a pecho de caballo, a pecho dehombre, a pecho de locomotora, a bocanadas de agua hirviendo,con palas, con estribos, con fogatas. Pero se siente una humildadinmensa, y una bondad súbita, como si la mano del que se ha detemer se hubiera posado a la vez sobre todos los hombres.

    José Martí 

    La Nación. Buenos Aires, 27 de abril de 1888