Marina Garcés. Común (sin ismo)
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Común(Sin Ismo)
Marina Garcés
Pensaré Cartoneras es un principio de existencia,es también una apuesta. Se trata de visibilizartextos de márgenes en formatos de márgenes. Elmaterial reciclable es tanto el recipiente -la vida delcartón- como el contenido -la vida en los textos-.Las ideas pueden ser también reciclables, viajeras yse han de apropiar. Por ello los textos sonreproducibles, abiertos, manipulables bajo una ideaya conocida
“texto global, tapa local”.
El proyecto nace de un impulso de crítica social,divulgación e interdisciplinariedad para unapráctica/teórica de la vida digna. Los textos aquíson una forma de este interés por construirconocimientos junto/ con/ para/ entre losmovimientos críticos de lo social que apuestan porla autonomía. Autonomía (práctica -palabra -concepto – límite), que no viene del griego si nodel lenguaje común que compartimos aquellos quedecimos estar “abajo y a la izquierda”.
Pensaré Cartoneras publica con una Licencia Creative Commons CC-BY-NC-SA
Reconocimiento – NoComercial – CompartirIgual :No se permite un uso comercial de la obra original ni de las posiblesobras derivadas, la distribución de las cuales se debe hacer con una
licencia igual a la que regula la obra original.
Los textos de este volumen fueron publicados bajo autorización de la autoray del editor de Nativa.cat
La Realidad (Zona de Selva Fronteriza)
2014
Una Invitación a leer – Común (sin Ismo)1
Lectura y Comunidad9
La Balsa19
Sé de un lugar25
El Factor Humano 29
Dormir para Resistir 33
La habitación interior39
Carta a mis estudiantes de filosofía (y a todos aquellos a quienes les avergüenza
continuar obedeciendo).45
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Una Invitación a leer: Común (Sin Ismo)
El mundo tal y como lo vemos, suspendido, sosteniéndose
apenas de nada antes de soltarse en las manos del desconcierto.
El mundo, ese, esconde y visibiliza al mismo tiempo la potencia
de una vida cotidiana en colaboración, compartiendo: vivir
juntos es inevitable y pensarlo desde aquí nos permite poner
primero la afectividad y la empatía como práctica política
primera.
El Espai en blanc entre el yo y el yo es el mundo común.
El mundo común es el mundo en el que vivimos
El mundo en que vivimos es nuestro.
Nuestra es la realidad, suyo es el realismo.
El realismo aplasta lo común, es un imaginario totalizador
que exige la mobilización total de los medios en contra de
la dignidad.
2
La dignidad es autodenominada, el derecho es un espectro
posado en un libro.
¿De qué va este libro?
Los medios, los límites, lo interior, la oscuridad de la luz,
aquello que puede darnos fuerzas y que exime cualquier
teleología, cualquier promesa de tierra prometida y que parte de
una profunda y radical toma de partido por el presente en el que
ya tenemos la mayoría de ejemplos y potencias para la
reconstrucción de un mundo nuestro: real. De hacer política
desde la afectividad. De una pizca de vergüenza, un poco de
organización y valentía para mirar con otras lentes todas las
posibilidades que nos rodean.
Pensaré Cartoneras
24 de Mayo de 2014
Caracol de La Realidad (Selva Lacandona, Chiapas, México)
3
Lectura y Comunidad
Lectura y deseo de comunidad
Es interesante ver cómo en un momento de destrucción de
la vida colectiva y de acoso a las personas como el que estamos
viviendo, la lectura y quizás más aún la escritura, reaparece
como una práctica que hace comunidad o, más bien, que
organiza y articula comunidades muy concretas: grupos de
lectura, bibliotecas populares, colecciones digitales, puntos de
intercambio de libros, librerías pequeñas, especializadas y
alternativas, proyectos editoriales independientes vinculados a
grupos de aficionados a determinadas corrientes o prácticas
literarias, blogs, plataformas, etc. Al mismo tiempo, en las
instituciones tradicionales (escuelas, universidades, espacios
familiares) cada vez se lee menos, o con mayor dificultad.
4
Esta efervescencia responde a un deseo de comunidad y
de cooperación que se expresa hoy en muchos ámbitos de la
vida: económico, cultural, alimentario, educativo, tecnológico…
En este sentido, hay un fenómeno en estas comunidades de
lectura-escritura que se da en continuidad con todos estos
mundos y prácticas.
Pero más allá de esta constatación, la cuestión es: ¿en qué
sentido puede hacer comunidad la lectura? Creo que la
especificidad de la lectura es que hace comunidad desencajando
toda comunidad. No es un juego de palabras: como intentaré
explicar, la lectura es la experiencia de una desviación tanto del
yo como del nosotros que amenaza la forma en que éstos
funcionan socialmente.
Por un lado, la lectura expone el Yo a una experiencia de
la soledad que no tiene nada que ver con el aislamiento del
individuo, ya sea el del individuo-víctima, aislado en su fracaso,
ya sea el del individuo triunfador, aislado en su éxito. La
soledad del lector es una soledad buscada, plena y muy
acompañada. Por eso, por otra parte, la lectura expone el
nosotros a una experiencia de la complicidad que no depende
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de ninguna comunidad preexistente, identificable o
representable. Leer es entrar, pues, en una soledad que inventa
sus propios cómplices: autores, personajes, amigos,
interlocutores, y que no puede dejar de hacerlo. Cada libro abre
un mundo de afectos, dentro y fuera de él, de ideas que
conectan con otros, etc, desencajando los mapas identitarios,
políticos, afectivos, ideológicos, estéticos, lingüísticos …
Desde esta insólita relación entre soledad y complicidad, la
experiencia de la lectura desplaza la dualidad individualismo –
comunidad hacia la relación inseparable entre soledad y
complicidad. Así, como veremos, nos permite pensar la
potencia de unas comunidades indomables, no normalizables ni
normativitzables y buscar estrategias concretas para combatir
los múltiples esfuerzos que el poder siempre ha dedicado a
neutralizar este potencial incontrolable de las comunidades de
lectores.
Individualismo y comunidad
Individuo y comunidad son conceptos complementarios.
El deseo de comunidad es la otra cara del individualismo.
Siempre han ido juntos, desde el cristianismo hasta la
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formación de las sociedades modernas. La nostalgia de la
comunidad (la comunidad como solución, resolución o
reconciliación) es la idea de lo perdido o de aquello a recuperar
que acompaña a los hijos de Dios, cada uno de ellos expuesto a
la mirada del Padre, en su peregrinar por la vida terrena, y es
también la que acompaña la errancia del individuo moderno.
Tengo la impresión de que hoy tendemos a reproducir este
esquema, que estamos volviendo a mirar hacia una de las
ficciones más antiguas de Occidente, la comunidad perdida,
para encontrar una salvación: la salvación a través de la
presencia y de la pertenencia, del organicismo y de la
transparencia. Este esquema es una trampa que nos hace pasar
de la crítica al individualismo a la entrega acrítica a la idea de
comunidad (si el individuo es el problema, la comunidad es la
solución, lo que el individuo sufre, la comunidad resolverá).
Así, el verdadero problema queda tapado con una solución en
falso que bloquea la crítica imprescindible a las formas como se
ha encarnado política y culturalmente el ideal de comunidad a
lo largo de nuestra historia no demasiado lejana, así como en
nuestro presente.
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Tanto la categoría de individuo, como su pareja, la de
comunidad, cierran con respuestas política y socialmente
codificadas la verdadera pregunta, que no es cómo ser
comunidad sino “¿cómo queremos vivir juntos?”. ¿Cómo vivir
juntos, de tal manera que este vivir sea digno y justo para
todos? El reto es mantener abierta esta cuestión, no para
recrearse en ella, sino para experimentar desde ella, para seguir
viviendo, respirando y abriendo nuevas posibilidades de vida.
Tengo el convencimiento de que la lectura es una de las
prácticas que hace posible que esta cuestión se mantenga
abierta y viva, no porque se escriba y se lea sobre el tema, lo
que llega a muy pocos, sino porque la lectura misma es una
práctica que rompe el código, que interfiere y sabotea tanto el
individuo como la comunidad, en tanto que unidades de
movilización, de representación y de identificación. ¿Quién soy
yo cuando leo? ¿Quiénes somos nosotros cuando leemos?
¿Dónde estamos y en qué tiempo? ¿Con quién? La soledad y la
complicidad de la lectura rompen los contornos reconocibles y
por tanto controlables tanto del yo individual como del
nosotros comunitario.
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Lectores indomables
La lectura no es sólo el acceso a un conjunto de obras,
contenidos y referencias. Pienso que sobre todo es un hábito,
una gramática de gestos que de alguna manera le cambia el
paso, o el compás, a la vida personal y colectiva. Estos hábitos
se contagian, normalmente de manera irreversible, cuando un
maestro que desatiende sus funciones institucionales pasa bajo
mano un libro y le dice a un estudiante “toma, es para ti”, o
cuando un amigo o un primo mayor te deja sus libros
preferidos, o cuando vemos pasar a alguien que no sabemos
por qué nos atrae en su manera de coger un libro entre las
manos, sentarse en un banco o en un asiento del metro y torcer
ligeramente la cabeza… A mí, esta reflexión sobre la lectura me
lleva a la proximidad física de dos de los lectores que me han
marcado y que me han contagiado su gramática de gestos más
profundamente: mi abuela materna y mi abuelo paterno.
Mis propios gestos, mis propios hábitos, me han llevado a
las interminables noches de mi abuela, que siempre dormía o
leía, nunca lo sabíamos, con la luz encendida y un libro sobre el
pecho. Era una muchacha muy joven cuando la guerra
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interrumpió sus estudios de arte y el franquismo le hizo 7 hijos.
Autodidacta a partir de este momento, nunca dejó de leer, de
todo, ni una sola noche, aún lo hace hoy con 90 y muchos años,
pero mientras ejerció de madre de familia numerosa y con
dificultades económicas, tuvo que hacerlo fuera de hora, fuera
de la vista, en horas “fuera de servicio”, por decirlo de alguna
manera. Me cuenta que de pequeña hacía lo mismo
encerrándose en el water sin tener ninguna necesidad de ir,
para que la dejaran leer tranquila el montón de hermanos que
tenía, así que, cerca de ella, aprendí que la lectura tiene que ver
con algún tipo de desviación respecto a los espacios visibles y
respecto a las funciones de la vida social y familiar.
Mi abuelo paterno no usaba la invisibilidad de las
noches, pero sí la invisibilidad, o el secreto, de su “despachito”
privado. El despachito, así lo llamaba, no era el despacho donde
ejercía de abogado ni ningún otro aposento familiar. Era una
habitación oscura al fondo del pasillo, siempre cerrada, donde
todos, especialmente los niños, teníamos prohibido entrar,
aunque todos, imagino, lo intentamos a escondidas alguna vez
… Era el lugar donde leía y escribía poesía y donde guardaba su
biblioteca, la buena, que no enseñaba ni lucía. En este caso, su
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desviación lo era tanto respecto al espacio familiar como al
profesional. Ni padre, ni marido, ni abogado… ¿quién era y con
quién estaba lo que leía y escribía encerrado allí dentro?
Estamos intentando pensar la relación entre lectura y
comunidad y yo os conduzco hacia las noches incansables de
una madre de familia numerosa o al despachito secreto de un
abogado-poeta de Barcelona… Dos gestos singulares, invisibles.
Y es que en estas noches y en estos lugares secretos encuentro
el sentido profundo de la lectura como interrupción que nos
pone necesariamente “fuera de servicio” y en relación con
“otras compañías” que no son las que nos sitúan y nos hacen
funcionar socialmente. El lector, estando fuera “fuera de
servicio”, ya no es sólo un individuo. Y las compañías que se
busca ya no son ninguna comunidad reconocible. Por ello, la
lectura es asocial. Como la comunidad de los amantes, que
destruye la sociedad, como decía enigmáticamente M. Blanchot.
Y a la vez, no deja de ser extremadamente colectiva.
Por eso la lectura es tan peligrosa. Reinventa la
comunidad desencajándola, haciéndola irrepresentable,
incontrolable, imposible de conducir y de monitorizar. Porque
los lectores son aquellos que no tienen miedo de estar solos
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(por la noche o en una habitación oscura o en medio de la calle
más ruidosa) y que son capaces de inventar y de ir a encontrar
sus propios cómplices.
Neutralizar la lectura, controlar las comunidades
Si Spinoza decía que no sabemos qué puede un cuerpo,
ahora podríamos decir también que no sabemos qué puede un
lector. De ahí que el poder, desde siempre, haya inventado
maneras de controlar tanto los cuerpos como los lectores. Las
maneras como el poder neutraliza la lectura se pueden resumir,
básicamente, en tres: por destrucción, por descuido y por
codificación.
La destrucción del poder indomable de la lectura pasa por
formas clásicas como la condena al analfabetismo, la censura, las
listas de libros prohibidos, pero también a través de formas más
sofisticadas, como la violencia mercantil que condena tantos
libros a no existir, a no ser visibles o a desaparecer y tantos
lectores a no poder acceder a ellos.
La distracción, en segundo lugar, es un mecanismo de
neutralización de la lectura más imperceptible y subjetivo.
¿Cuánta gente siente hoy que, a pesar de desearlo, no puede
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leer? Leer se convierte en un lujo escaso, en una situación
excepcional en competencia con muchas otras fuentes de
estímulos: tv, nuevas tecnologías, actividades, etc. Pero no se
trata de una competencia, solamente, sino de una guerra por el
monopolio de la atención que pasa hoy por privilegiar la cultura
de la interactividad. Si no se está activo y comunicado, no está
pasando nada. Esto está clarísimo en la manera como nos
solicitan los medios y las nuevas tecnologías, pero también en
los nuevos métodos educativos, tanto en la escuela como, cada
vez más, en la universidad. La cuestión es: tener la gente
ocupada y activa para que no haga nada de imprevisto,
mantenerla atenta, monopolizar sus focos de atención. La
cuestión es, pues, no dejar a la gente en paz, para que no pueda
pensar, para que no pueda irse, para que no pueda hacer suyas
las noches ni sus lugares secretos.
Si los dos mecanismos anteriores son de impedir o dificultar
la lectura, hay una tercera vía para neutralizar sus efectos
indomables que es codificarla, codificar cómo leer. Entonces, la
lectura misma es domesticada y se convierte, a su vez, en una
poderosa herramienta de domesticación. Las maneras como esto
sucede las conocemos muy bien:
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1. Reconducir lectura al libro sagrado, a la transmisión de
un dogma (religioso, científico, político), monopolizado por su
corte de intérpretes (sacerdotes, academias, partidos,
organizaciones …).
2. Presentar la lectura como el acceso al conocimiento de
un corpus literario y el reconocimiento de un estatus social y
cultural. Leer significa, entonces, ilustrarse. Así es como una
determinada concepción de la cultura y de la educación han
domesticado la lectura y su función social.
3. Encerrar la lectura en el ámbito especializado y
rígidamente compartimentado de la literatura experta,
convertida hoy en el todo de la vida académica, en el todo de
lo que se enseña, se lee y se escribe hoy en las universidades.
La vida académica queda así debidamente aislada, también, del
contagio del poder indomable de la lectura.
4. Finalmente, la incorporación de la lectura a los
productos de temporada, a las modas y a la venta rápida de
mercancías para el consumo masivo. El libro se incorpora
entonces al ritmo cada vez más vertiginoso del consumo,
gregario y a la vez individualizado, de novedades que nos dan
la pauta de lo que debemos leer en cada momento.
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En los cuatro casos, una forma codificada de lectura sirve
para gestionar y encerrar la experiencia que podemos hacer de
la comunidad. La comunidad indomable de los lectores, de los
que saben estar solos y encontrar sus propios cómplices, queda
neutralizada entonces como comunidad religiosa o política;
como comunidad cultural y de clase; como comunidad
científica o, finalmente , como comunidad de los consumidores,
unidos por el hecho de estar consumiendo los mismos
productos al mismo tiempo. Son cuatro experiencias de la
comunidad previsible y controlable, que dirigen la complicidad
y neutralizan la soledad. Fomentar la lectura es, de alguna
manera, intentar sabotearlas, hacerlas imposibles, vaciarlas,
desencajarlas.
Algunos objetivos, algunos infinitivos
Quizás hoy no basta con dejar la luz encendida por las
noches o con tener una habitación secreta. Sabemos que las
hay, que siempre habrá luces encendidas por la noche y que la
ciudad está llena de lugares secretos que alguien ha hecho
suyos para ir a leer. Pero las fuerzas que se emplean hoy en la
destrucción, distracción y codificación de la lectura son muchas
y muy sofisticadas. La determinación personal e irreductible de
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los lectores necesita alianzas más fuertes. Quizás estamos en un
momento en que necesitamos estrategias colectivas para poder
estar solos, para poder hacernos dueños de nuestra soledad y
poder, así, inventar nuestros cómplices. Desde aquí, tiene
sentido defender una apuesta colectiva por la lectura y
desarrollar estrategias situadas que nos hagan capaces de
atravesar los intentos de destruirla, de distraerla y de
codificarla. Para orientar de alguna manera estas estrategias,
creo que debemos situar, al menos, cuatro objetivos
imprescindibles.
1. Des-saturar. Éste debe ser el primer objetivo de toda
apuesta que se proponga hacer posible la experiencia de la
lectura. Des-saturar la atención (vaciar de actividad, de
programación, de interacción); des-saturar los tiempos y los
lugares (abrir espacios en blanco donde
poder estar sin funcionar, ya sean bibliotecas, aulas o plazas
okupadas a cielo abierto), y des-saturar, finalmente, la mente.
Es decir, aprender a relacionarse con el no-saber, a hacerle
lugar. Recordemos, es muy antiguo: no lee quien sabe, sino
quien no sabe, por muchos conocimientos que tenga.
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2. Interpelar. Contaba Kafka a su amigo Oskar Pollack en una
carta que la lectura es un puñetazo que sacude el mar helado
que llevamos dentro. Sea de manera dulce o violenta, la lectura
sacude, calienta el frío, derrumba los muros de la indiferencia.
Leer es dejarse tocar por aventuras que no hemos vivido, por
amores que no hemos tenido, por ideas que nos asaltan y que
nos desplazan, por presencias que hacen nuestra vida diferente.
Esto es lo que, normalmente, no dejamos que nos pase, ni
leyendo, ni viviendo con los otros. Desde las aulas, las
bibliotecas o desde la amistad, tenemos que usar la lectura
como una herramienta de interpelación y no como una fuente
de reconocimiento, autocomplacencia o legitimación.
3. Compartir. Quizás éste es uno de los verbos que ha tenido
más fortuna en los últimos tiempos. Núcleo de las prácticas
cooperativistas, desde sus formas más clásicas hasta la
influencia del actual movimiento por la cultura libre, compartir
ha pasado a ser una de las actividades que irriga, con más
fuerza la red 2.0, también en sus versiones comerciales y
monopolistas. Pero, ¿basta con compartir para hacer
comunidad? ¿Y en qué consiste compartir? Muchas de las
realidades colectivas que se basan hoy en día en la práctica del
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compartir tienden a la creación de grupos autorreferentes: es
decir, grupos que se reconocen en torno a unos gustos,
productos o ideas muy determinados e intercambian lo que ya
esperan y saben que les interesa. La experiencia de leer rompe
precisamente la autorreferencia: la del que escribe,
exponiéndose y dándose a no sabe quién, la del lector
compartiendo y haciendo suyo este gesto. Antes lo decíamos:
las complicidades del lector son incontrolables, por eso la
lectura es una buena base desde donde llevar la práctica del
compartir más allá de las identidades previsibles y de la
autorreferencia. Compartir es cruzar mundos y referencias,
contaminar expectativas, darse a quien no toca, cuando y
donde no toca.
4. Cuidar y persistir … en los efectos causados por los tres
anteriores. Para hacer posibles las comunidades indomables de
lectores, para hacer sostenibles nuestra soledad y las
complicidades que nacen con ella, no nos pueden valer los
inventos de un día, los proyectos que sólo empiezan, la cultura
de la innovación permanente. La aventura y la experimentación
necesitan duración.
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Una mañana cualquiera en una escuela de mi ciudad
Hace poco, una amiga me contó que en la escuela donde van
sus hijas habían puesto en marcha una nueva medida
pedagógica. Ante los malos resultados educativos de una
escuela social y culturalmente complicada, y ante la impotencia
a la hora de mejorar por la vía de los recursos y el apoyo
institucional, los maestros habían decidido poner a todos los
niños de la escuela a leer, todos a la vez, de 9 a 10 cada mañana,
empezar el día, desde P3 hasta 6 º, leyendo. Me gusta pensar,
por la mañana, cuando yo también estreno el día, en el gesto
silencioso, o quizás no tanto, de todos estos niños y niñas
leyendo juntos. Me gusta imaginar qué libros deben tener entre
las manos. Pero todavía me gusta más no poder saberlo, no
tener ni idea. Como no sé qué leía mi abuela en sus noches, o
mi abuelo en su despachito secreto. Es este no-saber el
desencaja los contornos de mi ciudad y la hace, a momentos,
más respirable.
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La Balsa
En recuerdo de los 15 cuerpos obligados a ahogarse en nuestro
mar, rastro clamoroso de los innumerables que desaparecen en
silencio cada día.
Las instituciones se agrietan y nosotros ya corremos a salvarlas
del desastre y a pensar como renovarlas. Extraño, si pensamos
en tantos años de crítica anti-institucional, del 68 hasta ahora.
Pero normal, si recordamos que algo de lo que tiene que ver
con las instituciones que ahora caen también era nuestro,
aunque nos hayan sido expropiadas.
Que cualquiera, que uno cualquiera, pueda acceder a la
mejor medicina, que haya escuelas abiertas a la alegría y el
deseo de aprender de los niños de cada barrio, que la justicia
responda al agravio del más desprotegido, que los políticos
puedan ser apoyados o cambiados por la gente con su voto, que
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haya convenios laborales o que determinados servicios estén
garantizados, no son sólo las prebendas de un pacto a cambio
de paz social. Son los sueños, los principios y las necesidades
por las que mueren y luchan, todavía hoy en todo el mundo,
muchos hombres y mujeres.
Conocemos la historia de la instrumentalización de estas
conquistas y de estas luchas. Conocemos la recomposición del
poder a partir de la lucha colectiva. Sabemos cómo acaban los
sueños. Es por ello que en estos momentos muchos nos
encontramos entre el estado de alerta y la paradoja. Estado de
alerta, por un lado, para no volver a caer en la trampa, en la
trampa de repetir la historia inyectando sangre e ideas nuevas
a un sistema que finalmente siempre fortalece los mismos
órganos. Somos hijos de las conquistas que nos han dado una
vida relativamente digna, pero no somos esclavos de sus límites
ni de sus chantajes. No queremos restaurar el sistema. Esto nos
obliga hoy, por otra parte, a movernos en el terreno de la
paradoja: entre el adentro y el afuera, la institución y los
movimientos, la espontaneidad y la organización, la
construcción y la destrucción, la estabilidad y la movilidad, la
solidaridad y el antagonismo.
21
Las paradojas son aquellas relaciones entre dos términos que
no tienen solución ni término medio. Los dos extremos de la
polaridad se deben mantener en una relación de unidad activa,
tensa, irresoluble, en continuo desplazamiento. Cualquier
intento de romper la paradoja y recuperar la coherencia de uno
de sus polos es una victoria del poder y de su lógica de la
identidad: o dentro o fuera, o en la institución o con los
movimientos, o estable o móvil, o espontáneo o organizado, etc.
Mirada policial, mirada metafísica: principio de no
contradicción que encierra y recompone el campo de los
posibles.
Para sostener la paradoja, para pensar lo posible contra lo
posible, no se necesitan fórmulas sofisticadas e
impronunciables, como ensayó en algún momento la filosofía
deconstructiva y postmetafísica. Hay imágenes potentes y
sencillas que nos dan la pauta de una radicalidad concreta y
practicable, de una posición que se levanta y se moviliza
subvirtiendo los marcos dicotómicos del poder. Una de ellas es
la de la balsa, con la que el pedagogo francés F. Deligny
explicaba sus prácticas educativas en los márgenes del sistema
educativo, del lenguaje y de la civilización*. Eran prácticas que
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no se ponían ni dentro ni fuera y que atravesaban la dicotomía
del riesgo o la seguridad, el delirio o la legitimidad. No
buscaban ponerse en contra, sino hacer la vida verdaderamente
vivible y con ello creaban su propia navegación.
“Una balsa ya sabéis cómo está hecha: hay unos troncos
de madera atados entre ellos de tal manera que quedan
bastante holgados; así, cuando les caen encima montañas de
agua, el agua pasa a través de los troncos separados. Por eso una
balsa no es un barco. Dicho de otra manera: nosotros no
retenemos las preguntas. Nuestra libertad relativa proviene de
esta estructura rudimentaria y yo creo que quienes la
concibieron -me refiero a la balsa- lo hicieron tan bien como
pudieron, cuando de hecho no estaban en condiciones de
construir una embarcación. Cuando llueven los interrogantes,
nosotros no cerramos filas -no juntamos los troncos- para
constituir una plataforma bien concertada. Todo lo contrario. Del
proyecto sólo retenemos lo que nos vincula a él. Podéis ver aquí
la importancia primordial de los vínculos y la atadura, así como
de la distancia que los troncos pueden tener entre sí. El vínculo
debe ser lo suficientemente holgado pero que no se suelte”.
23
Vínculo y separación. Estructura y fragilidad. Superficie de
navegación por encima y por debajo de la línea de flotación.
Supervivencia y temporalidad. La balsa es la imagen viva de
una colección de paradojas muy simples en las que se pone en
juego la vida del náufrago. Nuestro naufragio no apunta,
quizás, a la supervivencia de cada uno de nosotros, pero sí a la
dignidad de nuestra vida colectiva, dentro y fuera de nuestras
fronteras, de las que ni ríos ni mares conocen ni quieren saber
los contornos. El texto, a pesar de su carácter metafórico, es
bastante explícito:
* Nuestra libertad relativa depende de esta estructura. Libre no
es quien se lanza a mar abierto sino quien es capaz de elaborar
el dispositivo y las relaciones necesarias para dejar la orilla sin
ahogarse.
* La balsa es una tecnología rudimentaria, reapropiable y
replicable que se construye allí donde se necesita y según el
medio en que se hace imprescindible. En su simplicidad, al
alcance de cualquiera, se juega el todo o nada de la navegación.
* El agua pasa a través del troncos separados. No cerramos filas
ni retenemos las preguntas. Cuanto más rígido es un barco,
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más fácilmente se rompe. La fuerza de la balsa está en el modo
en que se deja atravesar sin perder su esqueleto mínimo.
* Los troncos están ligados de modo que queden holgados. Sólo
así no se sueltan. El vínculo es la separación. La mejor
proximidad, la distancia que deja acompasar libremente el
movimiento a cada componente.
* Del proyecto sólo retenemos lo que nos vincula a él. Las
balsas se construyen y se usan para salvarse, para desplazarse y
para llegar a nuevas orillas, pero luego se abandonan. Nadie se
queda en una balsa para siempre. Abandonadas cuando ya no
hacen servicio, los lazos se deshacen y los troncos vuelven a
tierra.
La balsa es la paradoja que rompe la falsa dicotomía: o en
tierra, reparando las murallas del castillo o abandonados con el
cuerpo desnudo en medio del mar. Entre las grietas de
fronteras, murallas y zonas vigiladas ya se cuela el agua. Una
nueva institucionalidad-balsa es aquella que hoy nos debe
permitir atravesar los escombros de las instituciones existentes,
para ir más allá, recomponiendo , religando los troncos de lo
que ya era nuestro.
25
Sé de un lugar
Sé de un lugar… para ti (Triana)
El verano es un tiempo propicio para dejar de circular y
reencontrar los lugares. Hoy, 31 de agosto, paso la última tarde
donde he estado gran parte de estas semanas de calor: al pie de
una montaña muy dura y a la orilla del mar. Mientras miro por
última vez el perfil de esta cresta y siento cómo aumenta el
viento del norte, me pregunto qué hace que un lugar sea un
lugar y qué hace que pueda dejar de serlo.
En un artículo para la publicación de Espai en Blanc de
este año, “Un esfuerzo más”, mi amigo Carlos Marquerie, castellano
de Castilla, encabeza su escrito con los versos “Ante mí la tierra
retorcida y hosca a la que pertenezco. El hombre pertenece a un
paisaje y no a un país”. Mientras miro el relieve bestial de estas
montañas y los ángulos mortíferos de las rocas de este mar,
siento que sus palabras también son las mías, aunque remitan a
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paisajes tan alejados y tan distintos.
Pertenecer a un paisaje no es formar parte de una estampa de
postal. Un paisaje es un conjunto de elementos que mantienen
una relación significativa… para alguien. “Sé de un lugar… para
ti”, como cantaba Triana. Da igual que estos elementos sean
naturales o altos bloques de cemento, espacios de amplios
horizontes o estrechas esquinas de una ciudad anodina, rostros
habituales o rasgos remotos, maneras de hablar o maneras de
callar. Lo que importa es la relación entre los elementos y su
significado. Nadie puede saber dónde puede haber un paisaje al
que alguien pertenece. Nadie sabe dónde empiezan y dónde
acaban los mundos que nos acogen. Todos somos, si queremos,
creadores de paisajes donde hacernos un lugar. Podemos hacer
vida en ellos clandestinamente, abrirlos para compartirlos con
otros o dejarlos abiertos a los sentidos que otros les puedan
dar. Nadie pertenece de la misma manera a un mismo sitio.
Esto es lo que lo países no pueden hacer, lo que los países
no permiten. Por eso “el hombre pertenece a un paisaje, no a
un país”. A los países pertenecen determinados ciudadanos y
sus papeles, las administraciones, sus presupuestos y sus
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estatutos, los cuerpos de policía, los ejércitos, los símbolos
identitarios y sus códigos. Pero, ¿los hombres y las mujeres? ¿Y
los niños que corren ahora mismo entre las olas cada vez más
fuertes? ¿De qué país son? No son de ningún país, siento
decirlo, no pueden serlo. Pertenecen a sus lugares, a sus gentes
y a sus paisajes, a los que quizá compartimos y a los que no
conozco, a los de sus infancias y a los que aún tienen que crear.
Este último año, la cresta de esta montaña que ahora miro y la
playa que hay abajo se han llenado de banderas. Hay por todas
partes, aunque la tramontana no las deja enteras por mucho
tiempo. Son banderas que señalan un camino, que trazan una
vía hacia un nuevo país. Un país que quiere ser un pequeño
recuadro más, o más bien un triangulito, en la arbitrariedad de
un planeta, convertido, a sangre y hierro, en un mapa mundi.
Hubo un tiempo en que había quien se declaraba apátrida,
como una forma de compromiso con la humanidad y el resto de
los seres de este rincón del universo. Ser apátrida no era una
fuga ni un refugio en la neutralidad. Era una forma de
deserción y de combate: de deserción de las patrias y de
combate por un mundo común, por el mundo de los lugares
donde vivir y no por el mundo de los Estados asesinos. Ser
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apátrida es declarar que la historia de los países no es la
nuestra, sino que siempre se ha construido contra nosotros. Las
bombas tóxicas de este verano nos lo recuerdan. Hace tiempo
que no escucho esta palabra y ahora, mientras miro la montaña
y ya no puedo abrir bien los ojos de tanto viento, pienso que
soy decididamente apátrida no porque no pertenezca a ningún
lugar, sino precisamente porque pertenezco a lugares como
éste, y perteneceré aún a tantos otros. Desertar de los países
para crear y darnos, los unos a los otros, un lugar en el mundo:
¿no sería un buen programa? Aunque no es nuevo, no imagino
ningún otro punto de partida mejor para un programa político
exigente y comprometido con los retos del mundo en el que
vivimos hoy. I no sólo esto: no imagino ningún otro tan justo y
tan necesario.
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El Factor humano
Hay palabras que, sin que seamos demasiado conscientes,
reaparecen. Se nos meten en la boca sin permiso y poco a poco
conquistan espacios discursivos de todo tipo. Al final no
podemos prescindir de ellas, parece que siempre hayan estado
allí y que siempre hayan querido decir lo mismo. No hace falta
ser muy agudo para darse cuenta de que esto es lo que está
pasando con la palabra “humano” y todas sus declinaciones:
hombre, humanidad, humanismo, humanidades,
humanitarismo. En el contexto de la crisis, el recurso al factor
humano está volviendo recurrente desde ámbitos y perfiles
ideológicos muy diferentes. ¿Por qué? ¿Y qué consecuencias
tiene? No tengo una respuesta cerrada, pero sí una inquietud
creciente, una sospecha insistente, que me gustaría compartir y
invitaros a pensar.
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Hace unos días, la periodista Ana Pastor escribió un
artículo en el suplemento SModa de El Pais, que pronto se
convirtió en Trending Topic en Twitter. El título del articulito
era claro y directo, “Humanidad“. Presentaba algunas de las
historias recogidas por Fernando Berlin en Héroes de los dos
bandos (Temas de hoy, 2006), historias de la guerra civil donde
ciudadanos anónimos salvan vidas al margen de las ideologías.
Ana Pastor concluye: “Héroes anónimos en algunos casos,
héroes sin bandos, hombres y mujeres que arriesgaron su vida y
la de sus familias, que antepusieron su concepto de humanidad a
la furia del entorno.” La furia de la guerra y sus ejércitos o la
furia de los mercados y sus tropas de saqueadores: ¿es el
concepto de humanidad el que nos ha de salvar de ello?
Esto es lo que parecen indicar la actual fascinación por los
gestos humanos, los héroes anónimos, por la gente que ayuda a
los demás y por las historias de superación personal. Esto es lo
que recogen fenómenos de masas como la película Intocable o
géneros periodísticos como los que inundan últimamente los
periódicos con “el rostro humano” de la crisis, del paro o de los
desahucios, convertidos en suculentas desgracias personales.
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Todas las alarmas me saltaron cuando leí el post “La policía del
99%“. Un habitual del 15M madrileño narra la escena vivida en
Nochebuena pasada, cuando caminando por los alrededores de
la Plaza Mayor de Madrid se encuentra una patrulla de la Policía
Nacional repartiendo lo que les ha sobrado de la cena de
Navidad entre los indigentes que duermen en la calle. En el
momento culminante de una conversación tensa y directa, les
pregunta: “¿Por qué lo haces?” Y uno de ellos continúa: “¿Cómo
que por qué? Se queda unos segundos sin palabras … ¿Por qué lo
haría usted? No sé, replicó, se puede hacer por muchas cosas…
Me interrumpe: por humanidad.” Aquí la tenemos de nuevo, la
humanidad. El chico que explica la escena no olvida los
porrazos, los desalojos, los desahucios, pero la palabra mágica lo
desarma y desencadena en él la necesidad de explicarnos, al 99%,
lo que acaba de vivir en primera persona.
Tengo la impresión de que nos estamos dejando colar un
gol en propia puerta. Hace no tantos años, cuando se anunciaba
que el rostro del hombre se borraba sobre la arena, según la
famosa imagen de Foucault, el humanitarismo era denunciado
por ser el discurso que legitimaba las guerras y la desigualdad
fuera de nuestras fronteras. Ahora la guerra y la desigualdad se
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han instalado en nuestro país, dentro mismo de nuestras casas.
¿No estaremos legitimando sus efectos? Ya hay algunas voces
críticas que están alertando sobre estos peligrosos
desplazamientos en el lenguaje: de los derechos a la caridad, de
la política a la filantropía, del servicio público al mecenazgo… La
solidaridad, la justicia, el apoyo mutuo y la lucha por la dignidad
no necesitan de un nuevo humanismo y menos del
sentimentalismo humanitario. En una moral de la misericordia
siempre habrá pobres, víctimas y perdedores. Contra esto,
necesitamos una política donde la solidaridad recupere su
sentido originario de lucha entre los iguales y donde la igualdad
quiera decir reciprocidad. Necesitamos, también, una ética
donde la virtud no alimente la buena conciencia sino que
desautorice cualquier legitimación de situaciones intolerables.
Una política y una ética, pues, donde el factor humano, donde la
preocupación por la humanidad, no sea el argumento ni la
excusa, sino el punto de partida para aprender a vivir, humanos
y no-humanos, en un mundo común y a luchar hasta donde sea
necesario para defenderlo.
PS. No he hablado de las Humanidades… Prometo hacerlo en lapróxima columna.
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Dormir para resistir
És quan somio,
que omplo jo la meva ombra
(C.Riba, dedicado a J.V.Foix)
Hay días largos, de noches cortas, que acaban por parecer un
sueño. El cuerpo hormiguea, los ojos escuecen y las vivencias
se entrelazan, próximas y distantes a la vez… como en los
sueños, de los que nunca estamos seguros de haber salido del
todo. Hace dos días, vi una obra de teatro impresionante, Le
voci di dentro, del dramaturgo napolitano Eduardo de Filippo.
Fuera, en las calles de Girona, había llegado el frío de golpe y
llovía, como en un inesperado sueño invernal. Dentro del
teatro, dos familias vecinas veían su vida convertida en una
pesadilla debido a un sueño, confundido con la realidad, de uno
de sus protagonistas.
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Si buscáis la obra en la wikipedia, encontraréis la trama, el
análisis de los personajes y fotografías que no os podéis perder
de su autor, sabréis qué soñó el protagonista y qué
consecuencias tiene este sueño sobre sus vecinos. Podréis
relacionar esta pieza con toda la tradición literaria y filosófica
sobre las fronteras borrosas entre el sueño y la vigilia, el sueño
y la realidad. Pero lo que es más inquietante de Le voci di
dentro es que este sueño viene a poner en crisis la vida de una
comunidad de personas -familiares, vecinos- que declaran
insistentemente no poder dormir. Uno tras otro, de buena
mañana, afirman no haber dormido, no poder conciliar el
sueño, dormir cada vez menos y peor. Y expresan el deseo del
sueño como un lujo perdido, como un privilegio de pocos.
Salvo un personaje lateral, a quien no afecta nada de lo que
pasará, y que afirma estar bastante cansado por la noche como
para dormir sin “hacer ni un sueño” (los italianos tienen la
bonita expresión “fare un sogno”, para decir soñar), el resto ya
no descansan.
En la Italia surgida de la segunda guerra mundial, estos
personajes representan el inicio de la sociedad del malestar.
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Una sociedad ensordecida, donde ya nadie escucha ni acoge a
nadie. Una sociedad de la sospecha, donde nadie se fía de nadie.
Una sociedad sin horizontes donde sólo queda el presente
eterno de la pobreza, para unos, y el tiempo amenazador de un
bienestar conseguido vergonzosamente, para los demás.
“Muertos, todo está lleno de muertos”, dice el protagonista, y el
teatro estalla a reír, porque los italianos tienen la gracia de
hacer comedia sin perder la profundidad ni la radicalidad. Todo
está lleno de muertos que baten puertas cuando es oscuro y de
gusanos que acosan a los pocos sueños que podremos arrancar
a la noche. Ya no podremos dormir.
Esta dificultad para dormir, esta vela que no es la de las
conciencias despiertas, sino la de un incansable malestar, es el
nuevo recurso, el último resquicio por donde el capitalismo
actual se inflitra hasta el último rincón de nuestras vidas. Al
menos eso es lo que afirma Jonathan Crary en uno de sus
últimos libros, titulado 24/7 (Verso, 2013), es decir, 24 horas, 7
días a la semana. Casualmente, este libro me cayó en las manos
esa misma noche gerundense y lo he devorado en menos de 24
horas. Crary es contundente: el sueño era el último bastión que
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le quedaba al capitalismo para colonizar nuestras vidas e
incorporar cada uno de los suyos los rincones, y cada uno de
los suyos los momentos, al tiempo continuo de la producción,
del consumo y de la comunicación. Dormir es un obstáculo
porqué descansar es desconectar, retirarse es interrumpir y
aplazar la exposición continua a una movilización sin reposo, a
una visibilidad sin sombra y al flujo continuo de la
interactividad. Esto está claro, y por eso los aparatos han
conseguido entrar desde hace tiempo en nuestras habitaciones,
primero los televisores, ahora los dispositivos móviles que,
escondidos entre las sábanas, nos recuerdan que nuestro sueño
es sólo un simulacro y que, aunque no lo parezca, seguimos allí,
siempre a punto, dispuestos.
En el capitalismo actual no se puede no estar disponible.
Por ello, seguimos sin poder dormir, pero el malestar de la
Europa de la segunda guerra mundial, todavía inquietante y
lleno de muertos, es ahora la disponibilidad non stop, plana y
superficial, del mundo global. La falta de sueño ha perdido
peligrosidad y ha ganado rentabilidad. Aprender de nuevo a
dormir sería, pues, en primer lugar, un acto de resistencia a la
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captura de la atención y a la explotación integral de la vida por
parte del capitalismo actual: dormir para interrumpir, dormir
para poder soñar, dormir para dejar de ser y para perder los
contornos del yo, dormir, en definitiva, para sabotear la
máquina de producir beneficio a partir no sólo de nuestro
trabajo, cada vez más escaso e innecesario, sino del conjunto de
nuestra actividad.
Pero Crary va aún más allá y nos da otra explicación de la
peligrosidad de los cuerpos que duermen para el sistema actual:
“Dormir es una de las pocas experiencias que quedan donde,
conscientemente o no, nos abandonamos al cuidado de los
demás. Por muy solitario y privado que pueda parecer alguien
que duerme, todavía no está del todo separado de las tramas del
apoyo mutuo y de la confianza, por muy estropeados que puedan
estar estos vínculos.” (P.125) Así, añade Crary, “en la
despersonalización del sueño, el que duerme habita un mundo
común” (p.126). Por eso los niños aún saben dormir, y observar
su sueño transmite la paz de quien se sabe en manos de otros.
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La imposibilidad del sueño es, por tanto, la imposibilidad de
un mundo común donde poder descansar y abandonarse. Cuando
cada uno se juega solo su conexión con el mundo, cuando cada
uno se juega solo su éxito y su fracaso, cuando la vida es un
juego de oportunidades en el que cada uno de nosotros gana o
pierde la partida de su vida contra los otros, no puede haber
reposo.
La obra de De Filippo acaba con el silencio de dos hermanos
mirándose largamente fijamente, uno a cada lado del escenario,
hasta que uno de los dos, el traidor, se estira (¿muerto?
¿dormido?) en la silla. No ha habido reparación ni reconciliación,
la obra no ofrece consuelo, pero aquel figura en reposo es una
extraña señal: descansa, porque a pesar de la herida y la traición
del vínculo, el hermano no le ha abandonado, no ha dejado de
observarlo, de escucharlo y, podemos imaginar, de quererlo. Un
mundo común no es un mundo feliz, armónico y reconciliado. Es
un mundo donde el sufrimiento puede dormir dentro de
nosotros. Donde el miedo se puede tumbarse también, como una
sombra que nos envuelve. Un mundo donde los cuerpos que
duermen no dejan de estar separados pero se saben, de algún
modo, entrelazados por una respiración que los acompasa.
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La habitación interior
“Pero ahora no había música en su cabeza. Era extraño. Como si no
consiguiera entrar en su habitación interior. A veces se presentaba
una rápida tonadilla y luego desaparecía, pero ya no podía penetrar
en su habitación interior con música como antes…”
Carson McCullers,
El corazón es un cazador solitario
Son las palabras de una mujer joven, Mick, que de
pequeña no tenía miedo. No tenía miedo ni a los hombres, ni a
la noche, ni a la música. Niña aún, se movía sola hasta altas
horas de la noche por las calles calurosas de su ciudad del sur
de los Estados Unidos para escuchar la música de las radios
encendidas, que se escapaba por los porches y las ventanas
abiertas. Muy niña, y vestida como un muchachito, hacía
planes desde su habitación interior. Deambulando por las
calles, sentada en el bar de los helados, o subida al tejado en
construcción de una casa destartalada y pobre, siempre
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demasiado poblada, Mick tenía su propia caja de resonancia, un
espacio vacío, en su interior, donde recoger la música, donde
acoger las palabras, donde estar con sus silencios, sus proyectos
y sus pensamientos.
La novela de McCullers me cautivó hace años por su título
poderoso y contundente, y desde entonces me ha acompañado,
a mí ya algunos de mis amigos, ya que siempre que he podido
la he dejado y ha ido y venido de mi casa varias veces. A
diferencia de otros libros prestados, este siempre ha vuelto.
Releyéndolo, ahora de nuevo, me he encontrado con el acierto
de esta habitación interior de Mick. Es una imagen simple y
precisa para decir lo que somos cada uno: una habitación vacía
donde suena una música.
Con la imagen de la irreductible Mick caminando sin
miedo entre las sombras vivas de su ciudad, pensaba en la
diferencia entre su habitación interior y las maneras como
nuestra cultura ha querido pensar el yo. La conciencia, el alma
y la individualidad son las tres figuras del yo que, a la hora que
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lo afirman, lo encadenan: la primera, a la necesidad de
inteligibilidad, la segunda, a la necesidad de salvación , la
tercera, a la ley de la propiedad. Frente a ellas, la habitación
interior de la Mick, es un lugar “suyo”, pero no propietario.
Está vacío de toda narración y de toda esperanza de salvación,
y se encuentra lleno, en cambio, de sentidos que son sonidos y
silencios, lleno de articulaciones que no aspiran a la
inteligibilidad sino a la consonancia y la disonancia, los hilos
quebradizos de un pensamiento.
Pensaba, entonces, que yo también quiero una habitación
interior como la de Mick donde hacerme irreductible sin dejar
de escuchar el mundo y de cantar con él, silenciarlo y
distorsionarlo. Hace un tiempo acudí a una psicoterapeuta,
empujada por las complicaciones con las que poco a poco nos
va atrapando la vida. Después de una hora explicándole todas
mis aventuras y desventuras, me preguntó, señalándome: “todo
esto está muy bien, pero ¿qué tienes tú aquí dentro?”. Callé. Y
añadí: “¿Dentro, dónde? Todo pasa fuera. Dentro no hay nada.”
Quien sepa algo de filosofía contemporánea, verá que soy una
discípula impecable. Todo pasa fuera, no hay interioridad: así
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es como parte importante del pensamiento crítico ha querido
deshacerse de las cadenas del yo: exponiéndolo, exteriorizando-
lo, haciéndolo proceso, acto comunicativo, alteridad, punto de
encuentro, relación de fuerzas, dispositivo… Pero entonces,
¿dónde volver? ¿Dónde resistir? ¿Dónde dormir? ¿Desde dónde
escuchar? La subjetividad liberada de las cadenas del yo
termina condenada a la movilización, a la visibilidad y a la
comunicación continuas.
Reencontrando a Mick he entendido que la interioridad,
precisamente, es no tener nada dentro: sólo una habitación,
frágil como una cabaña infantil, de donde entrar y salir, donde
acoger y recogerse, donde ir y volver. Su vacío, silencio y
resonancia, es la condición imprescindible para no fundirse con
el hilo musical del mundo. En un escrito que también me gusta
mucho, El sueño de D’Alembert, Diderot hace que una
Mademoiselle se pregunte: si mi alma no es nada, ¿por qué yo
soy yo y por qué sigo siéndolo? Y un D’Alembert que delira en
sueños le contesta, más o menos, que la propia conciencia sólo
es, en un conjunto de vibraciones, aquel punto, aquel lugar, al
que más veces regresas.
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Un día Mick quiere volver a su habitación interior y se
encuentra la puerta cerrada y sin música. Ahora ya no camina
de noche, buscando amigos y radios encendidas por la ciudad.
Ahora va y viene de trabajar. No vuelve a su habitación
interior, vuelve sencillamente a casa, y está cansada. Al chico
que estaba enamorado ya no le brillan los ojos cuando la ve
pasar. Ella tampoco brilla ya porque se ha hecho mayor y se
siente engañada. ¿Para qué tantos planes, proyectos y
canciones?
De alguna manera, siento que en algún momento yo también
he sido mayor. Que ya lo he sido.
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Carta a mis estudiantes de filosofía (ya todosaquellos a quienes les avergüenza continuar
obedeciendo).
Hay tantas cosas que decir y pensar sobre las actuales
transformaciones de la universidad, que no sé por dónde
empezar. Así que he decidido hacerlo por lo más concreto y por
lo más urgente: vosotros. Vosotros que estáis sentados frente a
mí cada martes y cada jueves las a tres y media, mientras
vuestra ciudad parece tranquila y hace la siesta.
¿Por qué venís? Me lo pregunto cada vez que os veo
llegar, uno tras otro, y sentaros silenciosamente, siempre en el
mismo lugar sin que nadie os lo haya pedido: ni volver, ni
sentarse en el mismo lugar. El ritual se repite cada día. Entrar
en la clase escalonadamente, subir las persianas, abrir las
ventanas, enrollar la pantalla que cubre la pizarra, e
intercambiar dos o tres comentarios hasta que yo arranco a
hablar. Os cuento cosas de Oriente, intento poner los prejuicios
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de la filosofía patas arriba, abro vías de escape hacia los
impensados y os ofrezco caminos de retorno que ya no sean los
mismos, ni nosotros tampoco. Propongo debates, lecturas en
grupo, seminarios a partir de sus investigaciones. Me seguís,
hacéis todo lo que os digo: escuchar, anotar, comentar las
lecturas, discutir en los debates. Presentaréis un trabajo el día
que toca. Supongo que de eso se trata y que eso es lo que hay
que hacer, asignatura a asignatura, a través del horario que da
ritmo a la semana y forma a vuestra vida de estudiantes. ¿No
ha sido siempre así?
Si os escribo y si es urgente es porque ahora ya no es
siempre. A pesar de entrar en la misma aula, aunque nos
sepamos el ritual, ahora pisamos una realidad que ya no es la
misma y en la que nuestro encuentro semanal se ha vuelto
simplemente una extravagancia. Estamos fuera de lugar,
circulamos fuera de pista y seguramente nos queda poco
tiempo. Lo que digo no es fruto de una sugestión apocalíptica
ni de un victimismo anti-recortes. Es que la universidad ya
hace años que silenciosamente navega hacia su transformación
radical, con una hoja de ruta de la que no somos parte. Los
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intelectuales se lamentan, nostálgicos e impotentes. Profesores
y estudiantes conjuramos el miedo al cambio haciendo como si
no pasara nada, obedeciendo como autómatas las pautas
muertas de una institución que a vosotros ya no os dará nada a
cambio, más que un título devaluado de un país arruinado
donde directamente sobráis, vosotros y el 50% de los jóvenes
que no encuentran nada que hacer. Nuestra obediencia me
avergüenza.
Sólo tenemos dos opciones: o huimos de aquí, como
muchos ya están haciendo, o hacemos de nuestra extravagancia
un desafío. ¿Desafío a qué? A la racionalidad instrumental y
calculadora que coloniza nuestras vidas a medida que avanzan
los efectos de la desposesión a la que estamos sometidos.
Estamos siendo expropiados, de bienes comunes y de riqueza
colectivamente producida. Pero también estamos siendo
expropiados de nosotros mismos, de nuestros valores, de
nuestras apuestas y convicciones. La crisis no sólo nos hace
más pobres, también nos hace más miserables. Tengámoslo
claro: el valor, en términos de cálculo, que obtendréis de esta
carrera es cero. Pero la riqueza que podéis sacar será, si se
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quiere, inagotable. El rendimiento no depende de vosotros. La
riqueza, sí.
En los años 60, una monja y artista americana, Sister Corita,
colgó unas reglas en la Escuela de Arte de la Immaculate Heart
College. invitaba a los estudiantes a confiar, experimentar, ser
disciplinados, buscar buenos ejemplos a imitar, no desperdiciar
nada, alegrarse y trabajar, trabajar y trabajar. Los invitaba,
además, a escribir otras reglas la semana siguiente. Probaré
ahora de apuntar algunas nuevas para nosotros, no una semana
sino más de medio siglo después.
Invito a que las toméis para reescribirlas cuando creáis.
1. Busca lo que te importa y trátalo como un fin en sí mismo.
Todo lo que instrumentalices te acabará instrumentalizando.
2. No malgastes el tiempo ni lo hagas perder a nadie. Tómalo
en la máxima consideración, el tuyo y el de quienes lo
comparten contigo.
3. No ahorres esfuerzos. Guíate por la máxima exigencia que
puedas dar, no por las expectativas que puedas cumplir.
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4. Evita distracciones inútiles. No te acomodes en la “pose” del
estresado, “agobiado”, superado por las circunstancias. Es
ridícula.
5. Cree en lo que te hace vivir y, si puedes, compártelo.
6. Si no tienes grandes propósitos, busca uno pequeño y llévalo
hasta el final. Verás como te llevará muy lejos.
7. Olvida las palabras que se adecuan demasiado bien al ruido
que nos ensordece y anestesia. Busca las que lo interrumpen,
aunque para ello tengas que enmudecer.
8. Gana conocimiento sin perder las preguntas.
9. Piensa cómo te ganarás la vida. Es una pregunta importante.
El dinero se cobra con vida.
10. Y como dice Corita, alégrate siempre que puedas. Es más
fácil de lo que parece.
Entre Zaragoza y Barcelona,
29 de noviembre de 2012
Otros títulos de Pensaré:
– Líneas de Violencia. Pablo La Parra
– A.C.AB. Brasil, fútbol y represión . Lívio Silva
– Multitud – Desahucio. Marcelo Expósito y Pepe
Fernández-Layos
– De la Economía como magia Negra. Tiqqun.
– La última utopía Pirata. Carta de Carnaro
– Común (sin ismos) Marina Garcés
– Amores.Redes afectivas y revoluciones. Brigitte Vasallo
– Poesía,ética y Política... radical! John Holloway, Enrique Martín,
Sayak valencia, Julia Martín, Maria Salgado, Antonio Méndez
Rubio y Marc Delcan
– Anarquismo de Foucault a Rancière (próx.)
– F(r)icciones Para-Historiadores. Wu Ming (próx)
“Un mundo común no es unmundo feliz, armónico y
reconciliado. Es un mundo dondeel sufrimiento puede dormirdentro de nosotros. Donde el
miedo se puede tumbarsetambién, como una sombra quenos envuelve. Un mundo donde
los cuerpos que duermen nodejan de estar separados pero se
saben, de algún modo,entrelazados por una respiración
que los acompasa ”
Marina Garcés