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Años Muertos María Villamayor Autora de LAS DOCE LLAVES

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Le fascina la lectura y siempre va acompañada con un libro debajo del brazo. Le apasiona dejar volar su ima-

ginación y sumergirse en historias ficticias, que vive con in-tensidad.

Se inició en el mundo de la literatura en el año 2004 con su primera novela El embrujo de Alhambra, una obra históri-ca, costumbrista, desarrollada en la época de la guerra civil española y la postguerra. Con ella descubrió su verdadera vocación.

Años después publicó su segunda novela: Las doce llaves, un trepidante libro de historia, misterio y aventuras, cuya acción se desarrolla en la ciudad de Valencia y del que se han realizado siete ediciones.

Ahora, nos presenta: Años Muertos, cuya acción transcurre en Valencia, la playa de la Malvarrosa y el Hospital San Juan de Dios.

Una novela que no dejará indiferente al lector.

Ángela Mondejar, víctima de malos tratos, huye de su pareja en busca de un futuro mejor y se refugia en la playa de la Malvarro-sa. Muchos serán los avatares por los que pasará hasta recuperar su autoestima. El deporte y sus asiduas visitas al hospital de San Juan de Dios reforzarán, en ella, el pensamiento: Lo importante no es cómo caes, sino cómo te levantas.

Años Muertos es una novela de segundas oportunidades, inti-mista y humana, que no te dejará indiferente. Nos hará reflexio-nar sobre el sentido de la vida; algo tan valioso que no se puede desperdiciar.

Años Muertos sorprenderá al lector por su realismo, por su sen-sibilidad, por la fuerza de la narración y, ante todo, por las incan-sables ganas de lucha de su protagonista.

EL PODER DE SUPERACIÓN ESTÁ EN TI. NO TE RINDAS.

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GUMERSINDO FERNANDEZENRIQUE IBAÑEZ

C O M E R C O SH I S T O R I C SDE BARCELONA

GUMERSINDO FERNANDEZENRIQUE IBAÑEZ

LASDOCELLAVESMaría Villamayor

HISTORIA, MISTERIO, AVENTURAS

[email protected]

Nace en Valencia un 23 de mayo

Años MuertosMaría Villamayor

Autora de LAS DOCE LLAVES

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María Villamayor, nace en Valencia un 23 de

mayo.

Le fascina la lectura y siempre va acompañada con un libro debajo del brazo. Le apasiona dejar volar su imaginación y sumergirse en historias ficticias, que vive con intensidad.

Se inició en el mundo de la literatura en el año 2004 con su primera novela El embrujo de Alhambra, una obra histórica, costumbrista, desarrollada en la época de la guerra civil española y la postguerra. Con ella descubrió su verdadera vocación.

Años después publicó su segunda novela: Las doce llaves, un trepidante libro de historia, misterio y aventuras, cuya acción se desarrolla en la ciudad de Valencia y del que se han realizado siete ediciones.

Ahora, nos presenta: Años Muertos, cuya acción transcurre en Valencia, la playa de la Malvarrosa y el Hospital San Juan de Dios.

Una novela que no dejará indiferente al lector.

Título: Años Muertos

Autor: María Villamayor

Edición en: Castellano

PVP.: 20 €

ISBN: 978-84-16772-08-7

Interior: B/N

Formato: 17x24 cm.

Número de páginas: 360

Encuadernación: Rústica con solapas

Ángela Mondejar, víctima de malos tratos, huye de su pareja en busca de un futuro mejor y se refugia en la playa de la Malvarrosa. Muchos serán los avata-res por los que pasará hasta recuperar su autoestima. El deporte y sus asiduas visitas al hospital de San Juan de Dios reforzarán, en ella, el pensamiento: Lo importante no es cómo caes, sino cómo te levantas.

Años Muertos es una novela de segundas oportunidades, intimista y humana, que no te dejará indiferente. Nos hará reflexionar sobre el sentido de la vida; algo tan valioso que no se puede desperdiciar.

Años Muertos sorprenderá al lector por su realismo, por su sensibilidad, por la fuerza de la narración y, ante todo, por las incansables ganas de lucha de su protagonista.

EL PODER DE SUPERACIÓN ESTÁ EN TI. NO TE RINDAS.

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El calor de la noche había agrupado a decenas de mosquitos que revo-loteaban en una farola de la calle principal del Puerto de Santamaría. Su amarillenta luz se filtraba por una ventana del primer piso dejando

la estancia llena de sombras que, mezcladas con el desorden de la habitación, hacían brillar la hoja de un cúter manchado de sangre. Un llanto, apenas per-ceptible, se escuchaba en un rincón. Una mujer acurrucada en el suelo, con la cabeza escondida entre sus rodillas, permanecía inmóvil salvo el vibrar de su espalda al sollozar. Nadie la consolaba. Levantó la cabeza con lentitud dela-tando su corta edad. Con la mirada perdida, las mejillas tiznadas de rímel, los cabellos enmarañados y el labio inferior hinchado, estiró las piernas y gritó de dolor. Se llevó las manos al vientre como si con ese gesto pudiera calmar su mal y, con torpes movimientos, se incorporó camino del baño. La luz la cegó por unos instantes acentuando el escozor de sus ojos. El espejo le devolvió su rostro y los moratones de su cuerpo. Tenía la boca seca y pastosa. Abrió el grifo, se enjuagó y escupió en la pila. Debía poner fin a esa situación. Atajar su sufrimiento. Liberarse de ese mal nacido. Descansar para siempre. Abrió el cajón de la derecha, rebuscó en él y sacó una afilada cuchilla; estiró el brazo contrario dejando su esbelta muñeca al descubierto y acercó el metal. Sintió la frialdad del acero. Tan solo tenía que apretar. Parecía muy fácil, pero ¿por qué no podía hacerlo? La cobardía volvía a triunfar o tal vez era la valentía por no rendirse. Donde estaba su fortaleza, esas ganas por luchar ante cualquier ad-versidad, de replicar ante las injusticias reivindicando sus derechos, de sentirse útil. Eran tan lejanos esos recuerdos que ya dudaba si alguna vez fueron suyos. Se miró en el espejo y apenas se reconoció, sin embargo, a pesar de todo, seguía siendo Ángela Mondejar. La vena de su cuello se infló de cólera. Juró y perjuró que nadie más la volvería a humillar ni a maltratar. Para ello, tan solo había una alternativa: huir.

Con el reflejo de la luna en su espalda, caminaba deprisa y sin mirar atrás, retumbando, en sus heridas, la dureza del asfalto. Una ligera mochila, el miedo

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en los huesos y las huellas de la desdicha estaban marcadas en su piel. Quería olvidar los últimos cinco años de su vida y lo que un día, ilusionada, pensó que sería su hogar.

Era casi la medianoche cuando entró en la estación de autobuses. Revisó el cartel informativo con las próximas salidas y se decantó por Valencia; había oído decir que era la ciudad de la luz, justo lo que necesitaba para paliar el pozo oscuro donde se encontraba. Sacó un billete y se acomodó en el asiento interior evitando la ventanilla para no ser un blanco fácil. El conductor, de charla con otro compañero, se demoraba en el horario. Nerviosa, consultó el reloj, tam-borileó los dedos sobre sus rodillas, miró a ambos lados y, cuando empezaba a faltarle el aire, oyó rugir el motor. En ese instante, la señora de al lado le dio unos toques en el brazo.

—Perdona, pero hay un hombre en la ventana que te llama.

En ese preciso momento fue consciente del sonsonete del cristal. Se quedó petrificada. La había seguido, no cabía duda. Como había llegado a pensar que escaparía tan fácilmente.

—Jovencita —insistió la mujer—, te están llamando.

Ella tragó saliva.

—No, no, ¡es para mí! —aclaró un anciano sentado detrás. Es mi hijo que viene a despedirme.

Ella, asustada, con la mirada clavada al frente, sintió el temblor en sus ma-nos que ocultó bajo la mochila para evitar ser delatada, aunque, su compañera de trayecto no pasó por alto la rigidez de su cuello y la extremada palidez de su rostro.

Hacía varias horas que había amanecido cuando se adentraron en la ciudad; la observó sintiéndose una intrusa y, con ojos somnolientos y las piernas entu-mecidas, bajó del autobús.

Anduvo desorientada, hasta el mediodía, recorriendo los alrededores: jardi-nes, hoteles, centro comercial. Comió algo rápido y continuó inspeccionando la zona; descendió al viejo cauce del río, deambuló por el césped y aspiró su aroma, se deleitó con el colorido floral, se dejó embaucar por los saltos de los jilgueros y la elegancia de las golondrinas. Hacía mucho tiempo que no expe-rimentaba esa sensación de bienestar y de libertad. Sus ojos se humedecieron trasportándole a la niñez cuando, con tan solo cuatro años, le preguntaba a su madre:

—¿Cómo es de grande el cielo, mamá?

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—Muy grande Ángela, muy grande.

—¿Más que el mar? —Volvía a preguntar con cara de sorpresa.

—Mucho más que el mar, mucho más —le respondía con dulzura.

Ángela reanudó el paseo cuando una voz masculina filtrada por un megá-fono atrajo toda su atención, la siguió hasta tropezarse con una pista de atle-tismo. El Estadi del Turia, ponía en letras grandes. Varias atletas femeninas, de una edad similar a la suya, escuchaban los consejos de su entrenador para después iniciar una veloz carrera. Ángela tomó asiento bajo la sombra de unas buganvillas dispuesta a disfrutar de un buen rato. Admiró la velocidad de sus zancadas, sus fibrosos cuerpos, sus dotes. Pensó el gran sacrificio que suponía mantenerse así.

Estaba anocheciendo cuando decidió buscar un lugar donde pasar la noche desechando la hipótesis de una pensión barata. Su presupuesto era escaso, así que se contentó con un espacio resguardado dentro de la propia estación, al menos, no estaba a la intemperie, tenía un aseo próximo y siempre había al-guien a quien poder recurrir si tenía algún contratiempo.

Se despertó tensa, con la ropa arrugada, la mochila de almohada y con los viejos sueños impidiendo su descanso. Se incorporó e hizo una relación de prioridades; la más urgente: encontrar trabajo. Así lo hizo durante los días siguientes recorriendo el barrio de Campanar y La Saidia. En su bús-queda no quedaron establecimientos por entrar, bares por visitar, oficinas por preguntar o colegios a los que ofrecerse para limpiar, pero las negativas se amontonaban unas encima de las otras apagando la moral de Ángela. Desanimada, regresó al rincón acostumbrado de la estación pensando qué le depararía el futuro. Esa tarde el vigilante le prohibió el acceso, alegando que le habían llamado la atención y que ya había sido demasiado indulgente con ella.

Amaneció un nuevo día y en el viejo cauce del río los deportistas más ma-drugadores hacían su itinerario. Los sistemas de regadío se conectaron pun-tualmente formando hileras de agua en movimiento y empapando todo a su paso. Ángela encogida en uno de los escalones que daban acceso a la pista de atletismo se despertó sobresaltada al sentir la humedad en sus pies. El olor a tierra mojada impregnó su olfato, se levantó con rapidez en busca de un lugar seco y bajó por las gradas. Las atletas calentaban sus músculos antes de la prueba. Ángela se sentó bajo las buganvillas, lugar que había tomado por costumbre, se recogió el cabello en una cola de caballo y apreció su aspereza. Lo que daría por un buen baño. Murmuró. Fue entonces cuando divisó los ves-tuarios. Una descabellada idea le pasó por la cabeza. Sin madurarla, descendió las escaleras y se introdujo por la puerta. Cruzó el largo pasillo hasta llegar a varios banquillos de metal con toallas, gel y champú. Se aprovisionó, al azar, y

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Ángela Mondejar es una joven víctima de malos tratos que huye de su pareja en busca de un futuro mejor. Para ello, se refugia en el entorno de la playa de la Malvarrosa. Muchos serán los avatares por los que pasará hasta recuperar su autoestima. El deporte y sus asiduas visitas al hospital San Juan de Dios reforzarán en ella el pensamiento: Lo importante no es cómo caes, sino cómo te levantas.

Años Muertos  es una novela que habla de segundas oportunidades, intimista y humana, que no dejará indiferente al lector, a quien hará reflexionar sobre el sentido de la vida; algo tan valioso que no se debe desperdiciar.

Años Muertos sorprende por su realismo, por su sensibilidad, por la fuerza de la narración y, ante todo, por las incansables ganas de lucha de su protagonista.

EL PODER DE SUPERACIÓN ESTÁ EN TI. NO TE RINDAS.