Mango con pimienta" de Ángel Martínez Bermejo

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Avance de la novela de viajes "Mango con pimienta" de Ángel Martínez Bermejo, publicada por Onada

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MANGO CON PIMIENTA

IX PREMIO INTERNACIONAL DE LITERATURA DE VIAJESCIUDAD DE BENICÀSSIM

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Esta obra recibió el IX Premio Internacional de Literatura de Viajes Ciudad de Benicàssim 2013. El jurado estuvo formado por los escritores Manel Alonso i Català, Joan Carles Girbés y Josep Manuel San Abdón Queral, y Mª Nieves Alberola Crespo, en representación de la Universitat Jaume I. Actuó como presidente Mauro Soliva i Ramón, concejal de Cultura, y como secretario Alfonso Ribes Rodríguez, jefe de la sección de Cultura.

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Mango con pimientaUn viaje a Kerala

Ángel Martínez Bermejo

IX PREMIO INTERNACIONAL DE LITERATURA DE VIAJESCIUDAD DE BENICÀSSIM

narrativas, 4

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Con la colaboración de

Primera edición octubre de 2014

© Texto y fotografía Ángel Martínez Bermejo© De esta edición Onada Edicions

Edita Onada EdicionsPlaça de l’Ajuntament, local 3

Ap. de correus 39012580 Benicarló

[email protected]

Tel. 964 47 46 41

Diseño de la colección Ramon París PenyarandaMaquetación Òscar París Garcia

Corrección lingüística Rosa Maria Camps Cardona

ISBN: 978-84-15896-59-3Depósito legal: CS-303-2014

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Mango con pimienta

Índice

I. 13

II. 29

III. 41

IV. 55

V. 61

VI. 69

VII. 77

VIII. 83

IX. 101

X. 111

XI. 119

XII. 125

XIII. 139

XIV. 151

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A mi madre, naturalmente

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Todo lo cría la región aquella diverso de lo que dan las demás regiones

Marco Polo

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I

Traspasé el umbral y me sumergí en las sombras del al-macén, en el que flotaba el aroma picante del jengibre.

Al venir de la claridad de la calle tardé unos segundos en acostumbrarme a la oscuridad y al principio sólo distin-guía las siluetas de los trabajadores que cargaban unos sacos grandes y pesados sobre sus hombros. La cuadrilla trabajaba con ganas o eso parecía. Enseguida descubrí al capataz, que ponía orden en este grupo que se movía con la celeridad de las hormigas cuando acarrean bultos de camino al hormi-guero. En ese momento recordé las palabras de Marco Polo en las que describe su paso por estas tierras: “Hay en este país maravillosa abundancia de pimienta, jengibre y nueces de la India”. Hace cinco o siete siglos, una escena semejante a la que estaba contemplando —un almacén con sacos y sa-cos llenos de especias— habría despertado las ansias de po-der de los reyes de la lejana Europa y la codicia de cualquier aventurero con redaños suficientes para embarcarse hacia lo desconocido con la promesa de multiplicar sus benefi-cios. El ajetreo apacible de este almacén de Mattanchery, en la parte antigua de Kochi, habría supuesto la felicidad y la riqueza de su propietario. Ahora sólo es un buen negocio.

Los trabajadores me miraban con curiosidad. Los turistas vienen a Kochi en busca de tiendas y recuerdos de la historia pero no se detienen en los almacenes. Pero si el olfato es el sentido de la memoria, el aroma del jengibre despertaba aquí la esencia del pasado glorioso de esta ciudad, uno de esos emporios comerciales de Oriente que durante siglos excitó la curiosidad y la envidia de europeos, árabes y chinos que traficaban con los productos de esta tierra exótica y lejana.

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El capataz se acercó y me preguntó qué quería.—Oler —respondí.Le debió de parecer una respuesta acertada a un mercader

de aromas porque hizo un gesto con la mano y me invitó a entrar. Todos continuaron con su trabajo, el capataz dando órdenes y haciendo anotaciones en un cuaderno mientras los demás llevaban los fardos de un lado a otro. El polvillo de jengibre que flotaba en el almacén se pegaba al sudor que cubría el cuerpo de los trabajadores. Al cabo de unos minutos hice ademán de salir y levanté la mano para des-pedirme del grupo. Todos me sonrieron. El capataz volvió hacia mí y, al pasar junto a un saco abierto, metió las manos y me ofreció una almorzada de jengibre.

—Tome —me dijo—, es el mejor del mundo.

* * *

Salí a la calle y continué el camino. El bullicio de Bazaar Road seguía trayendo a mi mente, de manera casi palpa-ble, un pedazo de historia. La de aquellos comerciantes de especias que establecieron, durante siglos, una de las rutas comerciales más importantes de la historia. Aquí todavía se siente el aroma de las especias en el aire cálido de la tarde. A un lado de la calle, el más cercano a los canales, están los almacenes de las firmas comerciales; al otro, las oficinas, en las que se llevan las cuentas de los cargamentos de tabaco, perfumes, gomas, té y especias.

Había en toda la calle un bullicio de antiguo puerto orien-tal, con gritos de descargadores, grandes sacos amontonados en las carretas y, sentados bajo las lentas aspas de los ventila-dores, oficinistas meticulosos que rellenaban gruesos libros de cuentas. Los camiones, cargados hasta los topes, casi no podían maniobrar en la calle estrecha. A veces los sacos se enganchaban en cualquier saliente, se rasgaban y parte del cargamento se derramaba. Si era arroz, rápidamente llega-

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ban las palomas para una merienda rápida, antes de que ca-yera al suelo, donde se convertía en la comida de las cabras que merodeaban por la calle. Pero si el saco era de guindillas, al romperse saltaban como chispas rojas que ni las cabras se atrevían a comer.

Desde los tiempos de Marco Polo e Ibn Battuta —los gran-des viajeros medievales que recorrieron estas tierras y descri-bieron los emporios comerciales de la costa malabar— este tráfico generó un movimiento de exploraciones y acuerdos diplomáticos que, a su vez, cambiarían la faz de medio mun-do. Hace sólo cien años se hablaban catorce idiomas diferen-tes entre los comerciantes asentados en Bazaar Road.

Entré en un pequeño restaurante y pedí un vaso de té con cardamomo. Encendí un cigarrillo de bidi, y su aroma se unió a los otros que flotaban en la calle para transpor-tarme a un mundo sensual cargado de historia. De lujos y sufrimientos, de aventuras y sinsabores. Ésta era la India que quería recorrer, el lugar de origen de esas especias fabulosas. El lugar donde, según Marco Polo, crecía en gran abundan-cia la pimienta, el jengibre y la nuez moscada.

* * *

Este lugar es el estado indio de Kerala. Un territorio pe-queño, escondido detrás de las montañas, que mantiene muchas de las esencias de la India al tiempo que presen-ta algunas peculiaridades que no se encuentran en el resto del subcontinente. Ocupa el extremo suroccidental de ese triángulo mágico y terrible, justo en el lugar donde, según algunos, la India se hunde en el océano Índico. Donde, se-gún otros, nace del mar.

Es al mar, al océano, a las aguas anchas y abiertas hacia donde siempre se ha abierto Kerala. Las crestas boscosas de los Ghats Occidentales cubren sus espaldas y la separan del resto de la India. A lo largo de los siglos, en muchas ocasio-

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nes Kerala ha tenido más contacto con el exterior que con sus hermanos indios. Ha recibido las influencias de otros mundos, de marinos y comerciantes, de exploradores que buscaban riquezas lejanas y de perseguidos que anhelaban un refugio donde fueran bien recibidos. Y casi no llegaron, o lo hicieron con mucho retraso, las ideas que venían por tierra, las de los conquistadores guerreros o religiosos del norte. El budismo tardó más de dos siglos en asomarse a esta tierra verde y oculta. En Kerala hay un poso antiguo que no ha sido tan alterado como en otros estados septen-trionales y, al mismo tiempo, hay otros elementos, comple-tamente desconocidos en el resto de la India.

Y allí estaba yo, dispuesto a seguir el hilo vaporoso que trazaban las antiguas rutas comerciales. Sin saber, aunque lo imaginaba de alguna manera, que habría muchos otros descu-brimientos a lo largo de este camino. Entre sorbo y sorbo de té, bajo las aspas de un ventilador ruidoso, pensaba en los ca-minos que se abrían desde Kochi hacia los confines de Kerala.

Todo ello en un lugar que alguien ha definido como la es-peranza del Tercer Mundo porque su desarrollo no está ligado necesariamente a la renta per cápita, pero donde — conviene recordarlo— la alfabetización es prácticamente universal y la esperanza media de vida se acerca sorprendentemente a la de Europa Occidental. Un Estado indio poco conocido pero repleto de sugerencias de historia y de actualidad.

No sabía cuáles serían los caminos que recorrería en las semanas siguientes. Sólo quería buscar y sentir, entregarme a un mundo distinto al mío. El té se había quedado tibio y lo terminé de un trago. Un muchacho de unos doce años me miraba con sus grandes ojos negros y su pelo repeinado. Ocupaba la mesa junto a la puerta, donde había que abonar la consumición. Me levanté y fui a pagar. Por decir algo, le pregunté si era el jefe.

—No, por supuesto que no —respondió muy serio—, es mi padre, pero hoy le ayudo porque es fiesta en el colegio.

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En ese instante recordé la cantidad de días que yo habré pasado en la tienda de mi padre, acompañándolo durante años todos los sábados y durante las vacaciones. Le pagué, me puse el sombrero y salí hacia las calles de Kochi. Hacia los caminos de Kerala.

* * *

Kochi debe su vida al puerto, que en la actualidad es uno de los más importantes de toda la India. Crece al amparo en un laberinto de islas, lagunas y canales que por una parte proveen de fondeaderos seguros y, al mismo tiempo, han permitido el tránsito a lugares apartados tierra adentro por ese sistema de vías acuáticas llamado backwaters. Sin em-bargo, su historia no es muy antigua y se cuenta que co-bró importancia cuando fue destruido el antiguo puerto de Muziris por una gigantesca crecida del río Periyar. Debió de ser una de las temporadas de monzones más extremas de la historia, un verdadero diluvio de proporciones bíbli-cas el que se derramó desde los cielos y arrasó todo lo que encontró a su paso. La misma crecida que anegó el puerto de Muziris abrió —un poco más al sur— un canal entre los backwaters y el mar. Se había formado, de repente, con la ce-leridad de los procesos mitológicos, uno de los puertos más importantes de todo el subcontinente.

Kochi se extiende sobre tierra firme y varias islas, y así se divide en varias partes, cada una con su nombre. Ernaku-lam es la parte moderna, levantada en el continente. Fort Cochin y Mattanchery, los barrios históricos, se levantan sobre una lengua de tierra que cierra el puerto y se abre al mar de Arabia. Fort Cochin se asoma al océano y Mattan-chery mira hacia el interior del puerto y son una excep-ción en la India, lugares anclados en el tiempo que no han sucumbido a la uniformidad banal de las construcciones modernas, como ocurre en la mayoría de las ciudades in-

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dias. Vista desde el embarcadero de las Aduanas, uno de los muelles de la isla de Willingdon, Mattanchery surge de la bruma del canal como una fila de casas y almacenes al borde del agua, con sus tejados inclinados, nunca más al-tos que las copas de las palmeras. Un día lo vi al esperar el transbordador, en el contraluz de la tarde, cuando el sol se inclinaba hacia el Índico y ofrecía una imagen antigua y tropical. De lejos se distinguían los desconchados de los muros de los almacenes.

Las cualidades de este puerto fueron apreciadas a primera vista por los navegantes portugueses que, a finales del siglo xv, abrieron la vía marítima a las Indias Orientales al doblar el cabo de Buena Esperanza, en el extremo meridional de África. Hasta entonces el comercio de especias entre Asia y Europa pasaba a través de los intermediarios musulmanes que impedían el contacto directo entre ambos.

No siempre había sido así. Las mercancías producidas en la India, así como otras muchas más de diferentes orígenes que pasaban por estos puertos, habían encontrado su cami-no hacia los puertos del Mediterráneo directamente desde hacía muchos siglos. Parece que el rey Salomón enviaba pe-riódicamente su flota hasta la India en busca de materias exóticas, e incluso se afirma que el gran templo que mandó levantar en Jerusalén estaba construido con maderas nobles del sur de la India. Otras fuentes hablan de los restos de teca encontrados en las excavaciones arqueológicas de Ur, madera que vendría de alguno de los puertos de esta costa.

* * *

Recorrer las calles de la parte antigua de Kochi es encontrar los recuerdos vivos de la apertura de esta tierra al mundo. Al cabo de unos días acabé pensando que por aquí había pa-sado todo el mundo porque encontré templos de casi todas las religiones y restos de casi todos los imperios.

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Una y otra vez volví a Bazaar Road. Cada día me demora-ba más frente a las entradas de los almacenes de especias y tabacos, probaba alguna bebida desconocida, compraba un poco de betel. Recordé las palabras de Nikos Kazantzakis que había leído hacía mucho: “Me paseé por el muelle con las ventanas de la nariz bien abiertas. Aspiré ávidamente el aire saturado de olores del puerto oriental. Comí mangos y bananas, masqué betel, silbé, me reí solo. Me sentía feliz. Di gracias a la fuerza ciega que me hizo nacer y me llevó a vagabundear por aquellos parajes, a sentir el olor acre de la carne florecida y a palpar muy lentamente los frutos prohi-bidos. Los puertos de Oriente huelen a almizcle, como fie-ras en celo. Aviesos y lúbricos, abren los brazos en el fondo de un mar metálico y venden venenos dulcísimos”.

En Bazaar Road hay mezquitas e iglesias. Al lado de una mezquita, pared con pared, encontré la oficina de un mer-cader de arroz basmati cuya decoración era un reloj de pén-dulo y una imagen del Sagrado Corazón. Tuve una extraña sensación cuando al llegar al extremo de la calle y entrar en el barrio judío lo primero que vi, a ambos lados de un almacén con el nombre de Jewtown, fueron dos esvásticas claramente pintadas.

Tardé en soltar el lastre de los lugares comunes, las apro-piaciones indebidas. Para los hindúes, igual que para los budistas y los jainistas, la esvástica es un símbolo de buen augurio. Sobre todo los hindúes la inscriben en sus libros de cuentas y junto a las puertas de las casas. Es un símbolo milenario casi universal que también se encuentra en Me-sopotamia, las culturas prehispánicas americanas y en Bi-zancio —donde fue conocida como cruz gamada. El que en 1910 un tal Guido von List la adoptara para simbolizar las agrupaciones antisemitas es uno de los grandes timos del siglo xx. Muchos millones de personas se habrán sentido ofendidas de ver cómo un emblema del deseo de bienestar se convierte en todo lo contrario.

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Pero al verlo en el barrio judío, sin querer lo asocié a los nazis. Fueron unos segundos de duda. Pero no, en la India los judíos habían sido bien recibidos y nunca fueron perse-guidos. Al menos por las autoridades locales.

Entré en una calle estrecha, un callejón sin salida que va a dar a la sinagoga y a la muralla que rodea esta ciudad ju-día desde el siglo xvi. Debe de ser el lugar del mundo don-de hay más estrellas de David y esvásticas juntas. Están en las ventanas, en las fachadas de las casas y flanqueando las puertas. El callejón tenía todo el aspecto de lugar cerrado al exterior, de ser un gueto. Ahora, en el peor sentido de la palabra, parecía un gueto de turistas. Una encerrona en la que acechaban los tenderos de artesanías a la espera de los visitantes que acudieran a la sinagoga.

Un hombre se me acercó y me dijo, para ayudarme, que la sinagoga estaba cerrada. Todavía tardarían un rato en abrir-la. Parecía estar seguro de que no encontraría ninguna otra cosa de interés en esta calle convertida en centro comercial de artesanías. Luego, sin venir a cuento, me dijo:

—Soy musulmán.Y señaló a una persona sentada en la puerta de su casa,

una de las pocas de la calle que no estaba convertida en tienda:

—Él es judío. Es mi amigo.Me lo presentó. Era un hombre muy mayor, pequeño, con

grandes gafas de pasta, que me preguntó de dónde era.—Ah, Sefarad —me dijo, y durante un momento me pa-

reció que sentía nostalgia de un lugar que nunca había co-nocido—, mi familia vino de Sefarad hace cuatro siglos. Por Torquemada, ya sabe. Primero fueron a Irak, a Bagdad, y lue-go llegaron aquí.

Quise saber cuántos judíos quedaban en Mattanchery en la actualidad.

—Catorce judíos en cuatro familias. En Kerala seremos unos sesenta.

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—Será difícil encontrar pareja si quieren casarse.—Los que quedamos ya no estamos para pensar en eso.

Pero en los últimos tiempos alguno se ha casado en Bom-bay, donde hay muchos más. También en Israel.

La independencia de la India y la creación de Israel con apenas un año de diferencia supusieron un golpe mortal para esta comunidad. La primera generó muchas incertidumbres y la segunda ofreció un refugio que garantizaba el culto y la supervivencia. Los jóvenes se fueron, uno detrás de otro.

Mientras hablábamos, otro hombre mayor entraba y salía de la casa con dos cántaros, que traía llenos de agua de al-gún depósito cercano. Llevaba una cruz al cuello.

Le pregunté si habían tenido problemas de convivencia entre gentes de distintas religiones. Me miró con cara de no entender que ése fuera un motivo para tener discrepancias. No puede haber enfrentamientos por eso, respondió.

Mientras hablaba con él no podía dejar de pensar en este grupo humano, relativamente pequeño, que había sobrevi-vido durante siglos en un país de cultura tan diferente. Fiel a su religión y sin mezclarse nunca con los demás. Sus rasgos debían de ser exactamente los mismos de los de sus antepa-sados que tuvieron que abandonar la península Ibérica hace más de cinco siglos. Su piel era blanca y transparentaba una serie de venillas azules. Debía de ser de los llamados judíos blancos, los paradesim que —a diferencia de los judíos ne-gros o malabaris que no se distinguen físicamente de otros grupos locales— han mantenido a lo largo de los siglos la pureza racial. Es que parecía que ni siquiera se habían pues-to morenos en todo ese tiempo, que no les había dado el sol. Debían de haber vivido, los judíos y los hindúes, además de los cristianos y musulmanes, vidas paralelas, no por seme-jantes sino porque nunca se encontraron.

* * *

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Fui caminando por el callejón hacia la sinagoga. La inmen-sa mayoría de las casas se habían convertido en tiendas de artesanías y antigüedades a medida que habían quedado disponibles al desaparecer una tras otra las familias judías. Los rasgos de los vendedores avisaban de su origen lejano, en su mayoría de Cachemira. En medio de este corredor de mercachifles quedaban algunas casas habitadas por los últi-mos supervivientes de una comunidad centenaria.

Los judíos se asentaron en este lugar en 1567 cuando el rajá de Cochin les cedió el terreno y permitió que levanta-ran poco después su sinagoga a pocos metros de distancia de su palacio y su templo. De este modo quedaban bajo su protección y fuera del alcance de los portugueses que poco antes se habían instalado también en este puerto.

Aunque se conoce la fecha de su llegada a Cochin, no hay certeza sobre la de su establecimiento en Kerala. Los datos se mezclan con las leyendas de manera que es difícil separar el grano de la paja. Pero cualquiera que fuera ese momento lo que es seguro es que entre los siglos v y xv existió una especie de principado judío prácticamente independiente en la costa de Kerala, regido por un príncipe elegido por ellos mismos. El puerto de Muziris, que era el principal centro de comercio entre la India y Occidente hace más de veinte siglos, debió de ser el punto de entrada de los judíos.

Muziris —así la llamaban los griegos— corresponde en la actualidad a la ciudad de Kodungallur, aunque los judíos la conocían como Chingly. El poeta y rabino viajero Nissim dejó escrito en el siglo xiv la importancia de la presencia ju-día en esta zona:

“Yo viajé desde España,había oído de la ciudad de Chingly,soñaba con ver un rey de Israel,y lo vi con mis propios ojos.”Cuando el puerto de Muziris, o Chingly, perdió su impor-

tancia de repente en 1341 la comunidad judía se dispersó