M Rodríguez, Nosotros Los Sin Miedo
-
Upload
sancciobonaparte -
Category
Documents
-
view
214 -
download
0
description
Transcript of M Rodríguez, Nosotros Los Sin Miedo
1
«Nosotros los sin miedo», «nosotros los sin dios»: perspectivismo contra fanatismo a partir del libro V de La gaya ciencia
(Mariano Rodríguez González)
“Poder contradecir.—Ahora todo el mundo sabe que poder soportar la contradicción es un signo elevado de cultura. Algunos incluso saben que el hombre superior desea y provoca que se le contradiga para obtener un indicio de una injusticia suya hasta entonces desconocida…” La gaya ciencia, Libro IV, 297.
1. CREENCIA
Igual en alemán que en español, la palabra “creencia” se refiere tanto a opinión o doxa,
en el sentido epistémico del término, como a fe religiosa. No la vamos a utilizar aquí
como cuando decimos “creo que con este sacacorchos podremos abrir la botella de
vino”, “creo que si la bola blanca choca con la bola roja ésta saldrá disparada”, “creo
que el sol saldrá mañana”, porque, aunque este tipo de creencias que a lo mejor
podríamos denominar “animales” tengan sin duda importancia para nuestra vida
práctica, como guías para la acción cotidiana que son, carecen de interés para el tema
que queremos desarrollar en estas páginas. Pero tampoco nos referiremos directamente
y en concreto a la fe religiosa, sino, más en general, a la creencia como lo que nosotros
entenderíamos “convicción”: un (man)tener por verdadero p o q (Fürwahrhalten), que
sería fundamental para mi vida porque pareciera prenderla de un punto de amarre
relativamente fijo o estable, haciendo con ello que pueda discurrir por un cauce más o
menos ordenado. Al decir esto estamos presuponiendo en primer lugar que el medio
natural inmediato de la existencia humana es el devenir, el caos, la deriva; pero también,
en segundo término, que en este puro dionisismo no se podría vivir. Así que es
necesario ese punto de amarre, la creencia en este sentido referido. Tenemos que
(man)tener por verdadero algo de vez en cuando, para poder encontrar así una mínima
estabilidad que nos permita esperar algo (como pre-visible) de los demás pero ante todo
de nosotros mismos. Ahora bien, lo que tenemos que advertir en este punto es que las
creencias instauran una regularidad que no hay, pero sin la cual la vida humana no sería
posible (o sea, como haberla de suyo no la hay pero la tenemos que hacer porque
tendría que haberla si hemos de llevar una vida humana). Son por tanto las creencias, en
2
todo caso, guías para la acción en general, pero habría que distinguir las diferentes
maneras que tienen de dar sentido a la acción humana (creer que este instrumento abre
la botella de vino no es el mismo sentido de “creer” que creer que hay vida después de
la muerte).
Daremos a continuación algún ejemplo de esta clase de adhesiones que nos importan
vitalmente, las que hemos llamado “convicciones” (son los mismos ejemplos que
Nietzsche pone en el aforismo 347). Creer en un dios, en un líder, en una clase o en un
grupo, creer en un médico, en un confesor, en un dogma, creer en una conciencia de
partido, (o sea, creer en lo que todos estos sujetos dicen). Antes que nada hay que
reparar en que los ejemplos que nos pone Nietzsche podemos decir que son sin
excepción perfectamente claros, y añadiremos que con toda la intención del mundo.
Pues ya de por sí apuntan al hasta ahora único modo de entender las creencias:
entenderlas en el sentido de creencias epistémicas (creer en la verdad-adecuación de su
contenido; esto es, el punto de amarre estaría en todo caso ya dado en lo que de verdad
hay, tan sólo habría que encontrarlo para engancharse a él).
Pero una cosa son las creencias, en el sentido tradicional, o creencias1, y otra diferente
las que podemos llamar “creencias en el sentido nietzscheano”, o creencias2. La
diferencia es la que separa el tener por verdadero p (creencias en el sentido tradicional:
obedecer) del hacer verdadero p (creencias en el sentido nietzscheano, que también
podemos llamar proyectos de acción, o voluntades: mandar). Si, para decirlo de otra
manera, lo esencial que aquí hay que dilucidar es la diferencia entre los juegos de
lenguaje del encontrar y del hacer, del descubrir y del construir, la diferencia que media
entre los actos de habla constatativos y los performativos, de entrada nos habría puesto
Nietzsche, con estos ejemplos del parágrafo 347, frente a una “clase” de creencias que,
por lo menos a primera vista, son esencialmente tradicionales o dogmáticas, no tanto en
el sentido de que se pretendan indiscutibles, sino en el de que sólo serían interpretables
desde el punto de vista del haber encontrado o descubierto, haber constatado que tal y
tal es el caso (es verdadero). Quien cree en lo que le dicta la conciencia de partido que
le posee, tiene y mantiene por verdadero el contenido de su creencia en un sentido
“metafísico”, es decir, está convencido de que su creencia refleja fielmente la estructura
de “lo real”. Lo mismo se aplica a quien cree en (lo que le sugiere o le dice
abiertamente) su confesor o en su líder, pero también en su médico: estaríamos, en este
último caso, ante ese «anhelo de certeza que hoy se descarga científico-positivamente
3
sobre las masas». Es curioso que creer en lo que te dice tu confesor sea equiparable a
creer en lo que te dice tu médico (vas derecho al infierno y/o vas derecho al cáncer).
Con ello, da toda la impresión de que Nietzsche estaría aquí abogando, simplemente,
por la liberación respecto de toda creencia, en el sentido del tener por verdadero, puesto
que, en el sentido corriente de la palabra, toda creencia implica de suyo el mantener
como verdadero un contenido proposicional, y como sabemos todos Nietzsche
desmonta la validez de la idea de verdad como adecuación. Pero pensamos que no es
así, y que él mismo lo apunta aquí de pasada, en el aforismo 347, al rechazar la creencia
en la increencia (Glauben an den Unglauben) que sería característica de los nihilistas
“según el modelo de San Petersburgo”. Nietzsche no reivindica la increencia como
única creencia. Si la reivindicara, su pensamiento sería demasiado fácil, y sobre todo no
merecería que le dedicásemos tanto tiempo y esfuerzo, por contradictorio. Pero el
argumento anti-Protágoras (decir que «todo es relativo» es absoluto) no se le puede
aplicar a nuestro filósofo porque en rigor no es un relativista en el sentido tradicional
del término, igual que no sería un mero inversor de la tradición metafísica que, al
invertirla, la llevaría a su acabamiento.
De lo que nos quiere despedir Nietzsche es del entendimiento tradicional de las
creencias como obediencias. Y esto significa nuestro desplazamiento del juego de
lenguaje del encontrar al del hacer, de lo constatativo a lo performativo; o sea, una
trasmutación o transvaloración de la doctrina tradicional de la verdad. Pero para
comprenderlo bien no basta con acudir a posteriores categorías de la filosofía del
lenguaje, sino que hay que poner además en relación esta visión no tradicional de las
creencias, que estamos diciendo que Nietzsche nos propone, con la cuestión de la
voluntad (de poder). Porque es creyente el obediente; o sea, “creyente1”, en el sentido
“metafísico” o del viejo entendimiento de la verdad sería aquel que, como no es capaz
de llevar su voluntad a las cosas, se tiene que imaginar que ya habría una voluntad en
ellas. O sea, todo se vendría a resumir en la suprema cuestión del juego del mando y la
obediencia (Wotling), porque resulta que es creyente, o “buena” persona, el que ha
decidido que tiene que obedecer. La metafísica en el sentido de Nietzsche, o el juego de
lenguaje del encontrar, o la doctrina adecuacionista de la verdad, es toda la etapa
histórica que correspondería al ser humano como tal; es decir, la época del obediente
que necesita suponer que las cosas son de una manera y no de otra, y que en
consecuencia toda la cuestión del conocimiento estribaría en averiguar cuál es esta
4
manera de ser de las cosas con el único fin de dejarse guiar por ella. (Por la voluntad de
Dios, en definitiva). Pero, dice Nietzsche, no se trata de que las cosas sean así y así,
sino de que nosotros queramos que lleguen a ser así y así: la distancia que separa a la
voluntad débil de la fuerte (al creyente1 del espíritu libre o creyente en el sentido
nietzscheano) es en cualquier caso el punto esencial.
«---Transformar la creencia de que ‘es así y así’ en la voluntad de que ‘debe volverse así
y así’» (FP IV, 62)
«La verdad no es algo que estaría allí y que habría que encontrar, que descubrir, --sino
algo hay que crear y que da el nombre a un proceso […]: introducir verdad como un processus
in infinitum, un determinar activo, no un volverse consciente de algo <que> fuera en sí fijo y
determinado. Es una palabra para la ‘voluntad de poder’» (FP IV, 260).
No se trata entonces de eliminar toda creencia, además eso sería inviable porque sin
ellas, como hemos señalado, no se puede vivir. Se trata de lograr llegar a entender el
“tener por verdadero”, característico de toda creencia, en el sentido correcto de un
“decidir que sea verdadera” una creencia determinada. “No volverse consciente de algo,
sino antes bien un determinar activo”. Se dirá, y no sin razón, que a primera vista
parece que está incluido en la naturaleza de la creencia entenderla en el sentido de la
idea tradicional de verdad, es decir, en el sentido pre-nihilista. Esa impresión tan
poderosa del lenguaje corriente es justo lo que vendría a desafiar el «espíritu libre». Y
es que creer en el Übermensch no significa sino decirnos: «¡ahora queremos que viva el
Übermensch!» (ya que que han muerto todos los dioses). Habría sin duda unos
“creyentes nietzscheanos”, una fe que podemos llamar nietzscheana, pero sólo
entendida, por supuesto, no metafísicamente; o sea, entendida en este sentido del hacer
y del decidir, no en el de descubrir, y a la que tendremos que llamar “fe dionisíaca”.
Por otra parte, es de rigor señalar que este nuevo entendimiento del creer no es nada que
nos proponga Nietzsche de manera más o menos arbitraria, a lo mejor porque tal sea su
ocurrencia o su prejuicio o su preferencia subjetiva, o quizá porque él mismo se halle
convencido de que resultará beneficioso para todos los que le seguimos leyendo
convencernos de ello. Acabar con el entendimiento tradicional de la creencia como
tener por verdadero X sería por el contrario una necesidad histórica, siendo este
acabamiento de la verdad-adecuación es «el acontecimiento nuevo o moderno más
grande» de todos, nada menos que “la muerte de Dios” en la que insiste el aforismo
343, algo que no podemos ni ignorar ni evitar (a lo peor, inmolándonos), como tampoco
5
podremos nunca dar marcha atrás de ninguna de las maneras. Ya sabemos que el
espíritu libre ve en este acontecimiento una nueva luz difícil de describir, la luz de la
Aurora, que significa que el mar está abierto desde ahora para todo atrevimiento del
cognoscente («jedes Wagniss des Erkennenden ist wieder erlaubt»). Traducido
literalmente, que «vuelve a estar permitido todo atrevimiento del cognoscente»; y este
“volver” lo que nos recuerda es por supuesto que una vez, en el pasado, ya estuvo
permitido ese atrevimiento, sin duda antes de la imposición del monoteísmo que
acabaría con la fe dionisíaca. Es monoteísta, porque tiene forzosamente que serlo, el
creyente de toda fe “metafísica” (dicho a la manera de Wittgenstein este sería el que
entiende su convicción desde el modelo del descubrimiento científico: por ejemplo, “el
alma es inmortal” tendría el mismo sentido epistémico que “el agua es H2O”).
Para decirlo más académicamente, la muerte de Dios es el final de la doctrina platónica
de la verdad. Y ese final procede de la misma doctrina platónica de la verdad, en su
estricto desenvolvimiento lógico que sería la historia occidental (el Nihilismo), o bien
de la veracidad cristiana misma que se ha hecho mayúscula en nosotros como la única
virtud que nos queda, la honradez intelectual. Creyendo en la divinidad de la verdad; o
sea, a fuerza de creer que nada tiene más valor que la verdad; es decir, sacrificando
todas nuestras creencias una tras otra en el altar de esta super-creencia que sería la
creencia en la verdad; hemos llegado a concluir con nuestro suicidio como animales
metafísicos. Como no podía por menos de suceder, la creencia en la verdad ha sido al
final sacrificada en el altar de la creencia en la verdad. De manera que acabamos de
descubrir que la mentira es divina, que la que es divina es la mentira y no la verdad:
transvaloración de todos los valores, Dios se ha terminado por mostrar como nuestra
más larga mentira. Lo que queda de todo este pasado es la continuación de lo que ha
terminado por fin con él; es la ciencia, o sea, nuestra ejercitación en la honradez
intelectual, que por lo demás ha sido y es transfiguración de la crueldad, según la tesis
nietzscheana expuesta en MBM.
Ahora bien, llegar a entender las convicciones de este modo, no como verdades en el
sentido antiguo de detectar el sentido sino como interpretaciones o valoraciones que
introducen sentido (como lo que son), no significa en absoluto arrumbar como
insignificante el concepto de mentira con el argumento de que a partir de Nietzsche ya
no habría un fundamento desde el que poder distinguir la verdad de la mentira (a
Vattimo, dicho sea de paso, pienso yo que le viene muy bien pensar así, porque
6
entonces nos podemos apuntar a lo que haga falta, según el uso postmoderno, como por
ejemplo al neocatolicismo, el comunismo, el activismo gay, el nietzscheanismo, en fin,
a todo lo que haya en el supermercado si nos apetece). Porque no podemos pasar por
alto que nadie es libre de interpretar las cosas como las interpreta, nadie es libre de ver
las cosas como las ve. Y cuando alguien dice y hace como si las viera y las quisiera de
modo diferente o incluso contrario a como de verdad las está viendo y deseando,
entonces miente como un bellaco, eso no tiene vuelta de hoja.
Por descontado que esto significa que ya no podremos equiparar en absoluto la
convicción filosófica a la teoría científica, ya aludimos antes a ello pero conviene
insistir porque se trata de un asunto de importancia trascendental. No hay hechos, lo que
hay son interpretaciones, ya se sabe; pero en el caso de la ciencia el juego de lenguaje
pertinente tal vez correspondería al realismo interno: sucede que la epistemología
nietzscheana viene directamente de Kant para ir a parar al perspectivismo. Lo que sí
hace cualquier filósofo es alimentar las convicciones, o criticarlas, a partir de hipótesis y
teorías científicas. Por ejemplo, en el aforismo 349 se trata del darwinismo y «su
incomprensiblemente unilateral doctrina de la struggle for life». Ya denunciará
Wittgenstein, andando el tiempo, cómo el darwinismo ascendió casi inmediatamente de
hipótesis científica a convicción filosófica o interpretación de la vida o cosmovisión (y
es que al decir del austríaco a casi todos les pareció que tenía que ser así, que “no podía
ser de otro modo”), mucho antes de que se hubiesen reunido pruebas de su corrección
científica. Vemos que Nietzsche enfrenta aquí su doctrina de la voluntad de poder al
darwinismo en el punto preciso de la struggle for life. Pero lo que con ello se está
jugando desde luego que no tiene nada que ver con hipótesis y teorías científicas sino
con creencias o teorías filosóficas. En el fondo, se trata de Nietzsche contra Spinoza, se
trata de elegir entre el acrecentamiento de poder y la autoconservación como claves de
la vida: la voluntad de vivir no sería voluntad de ser o de seguir viviendo sino voluntad
de ser más o más fuerte. Y tenemos que subrayar que, en este aforismo 349, lo que
Nietzsche nos está presentando como su núcleo filosófico más propio, al lanzarlo contra
el spinozismo darwinista, es propiamente lo que habría que llamar fe dionisíaca. Una
creencia básica, es decir, filosófica, que queda expuesta con toda claridad con estas
palabras: «en la naturaleza no domina el estado de necesidad sino la abundancia, el
derroche, hasta llegar al absurdo mismo. La lucha por la existencia es sólo una
excepción, una restricción temporal de la voluntad de vida. La grande y la pequeña
7
lucha giran en todas partes en torno a la preponderancia, al crecimiento y la expansión,
al poder, en conformidad con la voluntad de poder, que es precisamente la voluntad de
vida».
Por otra parte, la victoria del darwinismo habría supuesto un triunfo más de la
mentalidad mecanicista, una filosofía que, para Nietzsche, tiene el inconveniente de
despojar al mundo de todo sentido (al decir de Dennett, si la voluntad de poder para los
darwinistas no vale es porque opera como una “grúa celeste”, o sea no explica nada,
decimos nosotros: introduce sentido por las buenas). Es el darwinismo una filosofía que
sólo ve el mundo desde un ángulo, es unilateral, en ella se trasluce su origen en la
escasez y en el trabajo científico al uso. Por eso deprime, porque es reduccionista. Que
no es por tanto una filosofía lo suficientemente científica se deja insinuado.
Lo dice Nietzsche de otra manera, que el darwinismo huele a pueblo, y esto quiere decir
únicamente que es lo contrario de una concepción de filósofo. Porque sucede que el
pueblo, desde siempre, guarda como modelo de sabiduría al párroco rural, por ejemplo
al padre de Nietzsche. (Pero lo que observa Nietzsche, por otra parte, es algo alarmante:
«¿quién no es hoy pueblo?», es decir, ¿a quién le interesa que haya filósofos?). El
pueblo siente al sabio, al párroco, como alguien firme, seguro, pero lo siente así sólo en
relación con su propia inseguridad. Y es que el párroco es el hombre de la convicción
firme, lo que se toma popularmente por sabiduría. El párroco exhibe sabiduría, esto es,
una «astuta tranquilidad», como la que aparentan las vacas que rumian en la pradera
viendo pasar la vida. Esa tranquilidad astuta da la idea de la estabilidad, fijeza,
seguridad, algo de lo que carece el pueblo y que entonces le impresiona al reconocerlo
en el párroco. Por eso va a confesarse la gente al párroco sabio, para dejar que desagüen
en él las letrinas del alma. En su firmeza, el párroco-sabio es un oído que sabe escuchar,
un oído firme que no tiembla ante nada, por horrible que sea, por mal que huela.
Pero el filósofo anunciado por el espíritu libre, si en el fondo desprecia al párroco, es
porque no cree en absoluto en el sabio ni en la sabiduría; y entonces, que alguien pase
por tal, no le parece sino una impostura. Fue la modestia del filósofo la que le habría
hecho inventar el término mismo de “filósofo”, habiéndose decidido a dejar lo de
“sabio” para los «comediantes del espíritu».
Por otra parte, como hemos dado a entender al comienzo, sucede con las creencias,
entendidas como convicciones, algo verdaderamente tremendo, y es que, al parecer,
sólo sobre su base los individuos humanos, y los grupos que forman, llegarán a
8
aparentar una autoidentidad que, desde el punto de vista del filósofo nietzscheano, en el
fondo no tendrían. Nada menos que una identidad a través del tiempo (y en esto se
darían la mano las creencias religiosas y las filosóficas). Por eso los fanáticos son
capaces de pasar a cuchillo a todo aquel que les haga tambalearse en su fe, porque para
ellos, con su creencia, sería cuestión de vida o muerte, de ser o no ser alguien. Sin tener
que llegar al fanatismo, que es siempre tan ruidoso, el párroco rural les escucha a los
vecinos sus intimidades cuando no mira pasar la vida, todo ello a la manera de las vacas.
Y entonces, como hombre que es de firmes creencias, les va regalando a todos ellos la
apariencia de una identidad posibilitada por una fe. Cuando Nietzsche opone al pueblo
los filósofos del futuro, lo que nos quiere decir es que la identidad del filósofo partirá
por el contrario del hecho de su estar instalado no sobre la fe sino sobre los grandes
problemas, y su pasión y su amor por ellos. El conocedor vive para sus problemas y por
lo tanto es de necesidad que huya de las creencias metafísicamente entendidas (para un
creyente, en este sentido, casi por definición no puede haber problemas filosóficos).
Por lo mismo, es necesario que el filósofo del futuro desconfíe de los creyentes, incluso
es preciso que «tanto haya de filosofía cuanto de desconfianza» (So viel Misstrauen, so
viel Philosophie). El creyente confía, confía en el fondo de su corazón, y por eso el
pueblo confía en el creyente, porque sólo su convicción le da la sensación de seguridad.
Parece que para las cosas verdaderamente serias sólo podremos contar con el hombre de
firmes convicciones, mientras que cualquiera sabe a dónde le llevarán mañana al
filósofo sus problemas, por lo que ¡cualquiera se va a fiar hoy de él! («no soy un
hombre, soy dinamita», por cierto que una dinamita que es totalmente opuesta a la que
usa el fanático). Un teólogo católico contemporáneo escribía que sólo el amor es digno
de confianza, y eso es verdad si la entendemos como confianza absoluta: por eso tiene
que parecer que el párroco rural quiere a sus vecinos. Como el buen pastor, da la vida
por sus ovejas. Pero le corresponde al filósofo sospechar si acaso no será este amor una
última trampa que se le pone para que entregue a cambio su voluntad. Y es que se hace
cualquier cosa con tal de sentirse querido.
2. PERSPECTIVISMO
En su sentido de convicciones, las creencias les aportarían por tanto su identidad a los
individuos, ellas nos permiten ser unos frente a otros. El desarrollo de las teorías
científicas, en cambio, y en conformidad con la visión nietzscheana de la conciencia
9
psicológica como red social del lenguaje, del número y la lógica (aforismo 354),
desplegaría, llana y simplemente, lo que sería la presunta identidad humana como
universal de la especie, de ahí sin duda el inmenso prestigio de la ciencia como
respuesta a la esperanza de la paz entre los pueblos, en un habermasiano consenso sin
coacciones (situándonos por encima de toda la guerra de las convicciones).
Dos tipos de perspectiva, entonces, la identidad humana universal y las identidades
culturales; dos miradas deseantes que emergen como diferentes amplitudes del alcance
de la visión. Pero a las dos les correspondería un mismo sentido básico del
conocimiento como reducción de lo desconocido a lo consabido, como entrega de lo
insólito al poder tranquilizador de la regulación. Sabiéndonos y confirmándonos como
animales racionales, y como cristianos, por ejemplo, podremos habitar un mundo del
que habría sido expulsado el miedo al acontecimiento en la mayor medida posible. Para
eso precisamente sirve la conciencia psicológica, o el devenir consciente del pensar, el
sentir y el querer, para habilitarnos un mundo humano de la comunicación, que es un
centro desde el que nuestra especie mira y desea los demás centros (pues el centro está
en todas partes). Se nos hacen conscientes los estados mentales inconscientes por lo
mismo por lo que somos animales parlantes, porque la palabra, junto con el número y la
lógica, son las vigas que sostienen la casa del hombre que es la de la conciencia; y los
individuos no podemos prosperar sin vivir entre las cuatro paredes de esa casa,
moriríamos de hambre, sed y frío. Por supuesto que Nietzsche se complace en afirmar,
jugando irónicamente contra la concepción clásica de la verdad como adecuación, que
esas dos perspectivas, la universal humana y la cultural, serían en la misma medida
falsificaciones, arreglos, simplificaciones groseras. Incluso, auténticas estupideces, o si
no locuras…
Forma parte de la teoría nietzscheana de la conciencia psicológica la tesis
epifenomenalista de que los eventos mentales serían, en tanto mentales, causalmente
inertes; es decir, que cobrar conciencia de la muerte de Dios, por ejemplo, en la medida
en que se trata de un devenir-consciente, no puede tener ninguna efectividad psicológica
sobre mi comportamiento ni sobre otros estados mentales. Para que una creencia pueda
ser efectiva y modifique mi forma de pensar, de sentir y de vivir, tendrá que hacerse
cuerpo, carne y sangre, incorporarse en la perfección de lo instintivo e inconsciente. Y
puesto que Nietzsche defenderá siempre esta idea, la de la incorporación que
justamente tiene lugar en un muy especial tipo de lectura y de escritura, insistirá al
10
mismo tiempo en que tanto las creencias de la identidad cultural, o convicciones, como
las creencias científicas de la identidad humana, con ser las dos importantísimas para
nuestra supervivencia como individuos y como especie, serían fenómenos de superficie
o simplificaciones, justamente en la medida en que habitan nada más que en la
conciencia lingüística. Al superficial, por consciente, lenguaje del rebaño se le opondría,
por tanto, la filo-logía de una escritura y una lectura (“escribir con sangre”, leer lo que
está escrito con sangre), que son capaces de incorporarnos, en tanto verdades, las
creencias culturales y humanas en general. A ese escribir y leer mencionados
correspondería un tipo de conocimiento que sería el del filósofo que sale a la mar
haciendo de su vida un experimento. Ese leer y escribir constituye la ciencia alegre que
juega con todas las creencias. Se trata de otra clase de perspectiva, no es ya la
perspectiva del grupo ni tampoco la de la humanidad, sino la de lo único, lo
propiamente individual.
381: Sobre la cuestión de la comprensibilidad. Cuando se escribe se quiere no sólo ser
comprendido sino también, sin duda, no ser comprendido. En absoluto supone ninguna
objeción contra un libro el que uno cualquiera lo encuentre incomprensible: tal vez esto
formaba parte del propósito de su autor, tal vez él no quería ser comprendido por ‘uno
cualquiera’. Todo espíritu selecto, todo gusto selecto, cuando quiere comunicarse, elige
asimismo a sus oyentes, y mientras los elige traza al mismo tiempo sus límites contra ‘los
otros’. Todas las finas leyes de un estilo tienen aquí su origen…
La perspectiva del filósofo del futuro, y ya antes la del hombre superior o excepcional,
es la perspectiva del conocedor que expone su vida leyendo y escribiendo un tipo muy
especial de escritura (todo lo contrario de la del periodista que vomita su bilis todos los
días en el periódico de la mañana: «un siglo más de estos lectores y escritores y el
espíritu mismo apestará»). Así que tenemos: por una parte, el pueblo y el creyente
(metafísico), por otra parte el científico, y en tercer lugar el filósofo del futuro; cada uno
de ellos con sus perspectivas: respectivamente, la perspectiva del hombre como rebaño,
la del hombre como especie y finalmente la del humano de excepción que anuncia el
Übermensch. El hombre excepcional escribe con su sangre, y sólo por eso tendría un
estilo, porque al mismo tiempo busca amigos y evita las malas compañías. De entrada,
habría que decir que la única perspectiva que acierta a reconocer el hecho de la
multiplicidad de perspectivas, o sea, la única que se sabe como perspectiva, es la del
11
hombre excepcional que lee y escribe con su sangre. Todas las demás (las otras dos)
ignoran su ser perspectivas, estando al contrario convencidas de que reflejan (o no
reflejan) la estructura única de lo real objetivo. Incluida por supuesto la perspectiva
científica que tenemos por habitual y lógica, esto es, la que se auto-interpreta al modo
metafísico. Una vez más, la crítica nietzscheana a la filosofía científica propia del
mecanicismo moderno (que aquí comprobamos del mejor modo en el aforismo 373)
incide en el extremo de que semejante filosofía le arrebataría a la existencia humana su
carácter enigmático o polisémico (vieldeutig). Y que ello, más que ser o no ser realista,
sería de todo punto indeseable. La de la ciencia mecanicista es una interpretación que
ignora el hecho de su ser interpretación, y por eso se trataría, con ella, de una
interpretación “falsa”, pero falsa sobre todo en el sentido de “tonta” o deprimente, o sea,
en el sentido de que vacía el mundo de sentido de tal forma que rebaja nuestro
sentimiento de poder. Con lo que aquí estaría operando ya el criterio nietzscheano de
verdad, que es precisamente el del “empoderamiento”.
Frente a esta filosofía mecanicista de la ciencia, la ciencia alegre nietzscheana celebra la
recuperación de “nuestro nuevo «infinito»” (aforismo 374), es decir, celebra su propio
descubrimiento (¿habría que fundamentarlo?) de que toda existencia es existencia
interpretante, y por tanto el mundo encierra en sí infinitas interpretaciones. En un primer
sentido de “perspectivismo” iríamos directamente a la perspectiva de la especie humana,
que es la de la conciencia lingüística y de la ciencia (del número y de la lógica). Así que
el nuevo entendimiento ya no metafísico de la ciencia no sería sino la conciencia de este
su carácter de humanización de lo real. Estamos encerrados en los límites de nuestras
percepciones (mirar, esto es, ver y capturar en el sentido de apoderase). Otras especies
significan otros ojos, otras “manos” metafóricas. Pero en un segundo sentido de
“perspectivismo” se revelan las infinitas perspectivas de las culturas, de las épocas, de
las mentalidades y las creencias, también de las idiosincrasias individuales (para todos y
para ninguno). Y en esta segunda esfera no habría cárcel (al contrario de lo que decía
Aurora 117) porque por esos centros de mirar, es decir, de ver y capturar, podrán
siempre viajar los espíritus libres, «viviéndose en otras almas». La primera condición de
este viaje del conocimiento, este hacerse a la mar abierta, no es otra que el poder
desasirse de las propias creencias, en principio “constitutivas”. Un “desasimiento”, una
Loslösung ésta que habría de entenderse en calidad de algo así como prescindir de toda
patria (el aforismo 377 lleva por título, justamente “Wir die Heimatlosen”, “nosotros los
12
apátridas”). Por ejemplo, si el “caminante” del aforismo 380 puede andar libremente por
todas partes es sólo porque se hallaría completamente libre “de toda Europa”. «Libre de
toda Europa», es decir, desasido de esa «suma de juicios de valor coactivos
[kommandirenden] que se han hecho carne y sangre en nosotros». Lo que llamamos
Europa constituye nuestro mismo cuerpo, pero ocurre que el espíritu libre se ha podido
soltar de su cuerpo, de su carne y de su sangre. ¿Qué significa esto? Una vez más, no
significa que se nos esté proponiendo abrazar la última creencia europea, la creencia
nihilista de la increencia (377). Porque sí habría una creencia o un ideal muy concreto
que es justamente el que nos lleva a este vagabundeo, a hacernos a la mar, en definitiva,
a la pasión del viaje por otras almas (viviéndonos a nosotros mismos en ellas, sintiendo
«desde nuestra experiencia más propia» lo que vivieron los sabios, santos,
conquistadores de todas las épocas). Una creencia en realidad muy antigua, justamente
la que hemos llamado “fe dionisíaca”.
Pero lo más importante ahora es tener en cuenta la segunda condición que se requiere
para viajarse uno mismo por las otras almas, aunque en realidad no sería sino otra
manera de dar expresión a lo significado por ese desasimiento recién mencionado, que
haría al espíritu libre. Porque ya sabemos que éste es ante todo un convaleciente, un
convaleciente de «la enfermedad de las cadenas» que sería al fin y al cabo la
enfermedad de la metafísica. (Una dolencia que nos ha tenido encerrados en un solo
cuerpo, en una sola mentalidad). Es así que, para satisfacer la sed del alma que anhela
vivirse en la totalidad de los valores que ha habido hasta el presente, nos dice Nietzsche
en el aforismo 382 que se necesitará disponer de la gran salud, habrá que estar
peligrosamente sanos. Esa gran salud, en efecto, es para empezar peligrosa para los
creyentes de todas las creencias, y en segundo lugar para los que la disfrutan, porque el
suyo es «el ideal de un bienestar y de una benevolencia» inéditos,
humanos/sobrehumanos pero que parecen inhumanos, el ideal propio de un espíritu que
juega, y que juega, precisamente, con todo lo que hasta ahora se ha llamado «santo,
bueno, intangible, divino». La gran salud se ríe de toda la seriedad que ha habido «hasta
ahora», esa ridícula seriedad propia de toda convicción humana, la correspondiente a
todos los ideales humanos acontecidos hasta el momento. Pero, no sólo peligrosa, la
gran salud sería también muy benefactora porque, con su risa que destroza seriedades
demasiado humanas, podrá por fin surgir «la gran seriedad», ese momento de la
13
culminación de la parodia en que «comienza la tragedia», al poderse atisbar después de
milenios el nuevo ideal incomparable, la fe nueva y tan antigua, Dionisos.
3. TEATRO
Este nuevo ideal nietzscheano, el que nos trae la fe dionisíaca, parece disponerse junto a
todas las creencias habidas hasta el presente en la historia humana, pero también como
parodia de las mismas. El imitador, el mimo, es sobre todo bufón, cruel pero inocente
hacedor de parodias. Porque, desde la sagrada identidad que nos proporcionan nuestras
convicciones, nada habría más cruel que su imitación paródica por la que una a una se
vuelven ridículas.
Será precisamente esta potencia de la «mimicry», ya en el origen puramente animal, la
fuente del teatro. Pero hay que tener presente que para Nietzsche el teatro, a su vez, va a
ser la fuente misma de todo el fenómeno “artista”. Y, al igual que habíamos dicho de la
gran salud, el concepto de artista sería peligroso, por cuanto significa la mentira con
buena conciencia, todo el juego del disimulo y de la máscara. Naturalmente, partiendo
de este peligro que siempre tiene lo lúdico, atisbamos enseguida la crucial
connaturalidad del fenómeno del actor-artista y el perspectivismo nietzscheano. Vivirse
a sí mismo en otras almas, en principio, no sería sino interpretar diferentes papeles,
personajes diferentes, todo lo distantes que se quiera de nosotros. Si los psicólogos nos
dicen que el primer tipo de aprendizaje desde el punto de vista de la cronología
evolutiva es el de la imitación, entonces nosotros nos sentiremos autorizados para
afirmar que la raíz del conocimiento entendido en el marco del perspectivismo es el
teatro: ponerse en el lugar del otro, interpretar al otro pero desde mi experiencia más
propia. Esta matización tomada de Nietzsche: interpretar al otro, pero desde mi
experiencia más propia, nos resultará clave para poder deshacer la ambigüedad
nietzscheana del teatro. Es decir, para distinguir entre un actor verdadero y otro falso y,
en este sentido despreciable de la falsedad, wagneriano.
Wagner sería para Nietzsche el actor esencial, pero actor en el mal sentido propio del
mundo moderno. Es decir, el actor falso, el hipócrita y el santurrón que no es que finja
lo que no es sino que finge pretendiendo ser algo aparte, autoidéntico, cuando en
realidad no es nada. En el mundo del capitalismo salvaje ya no habría profesiones ni
vocación, el mercado nos lleva a interpretar cualquier papel. Por eso ya no hay papeles
propiamente dichos, como aquellos en los que uno antes se ejercitaba continuamente, y
14
que a lo mejor heredaba de sus padres y sus abuelos, sino personajes que van y vienen a
toda velocidad y continuamente, a los que lo único que les importaría es salvar el pellejo
con el servilismo característicamente mojigato del que vende alguna cosa. Y es que
humildes son los vendedores, y todos somos en el fondo vendedores, porque el gusano
que ha sido pisado alguna vez acostumbra a enroscarse para que no le pisen de nuevo.
Por eso subraya Nietzsche en estas páginas el asombroso talento dramático de judíos y
mujeres, como sectores de la población tradicionalmente sufridos.
Claro que el mal actor que tiene que oficiar de santurrón carecería de lo fundamental
para interpretar correctamente, en el sentido fijado por la nietzscheana teoría
perspectivista del conocimiento. Y es que tenemos que recordar en este punto que no se
trata simplemente de vivir en otras almas, sino de vivirse en otras almas; o sea, se trata
de experimentar todas las valoraciones habidas y por haber, pero desde la más propia
experiencia. De manera que si uno no tiene una experiencia absolutamente propia no
puede ser un buen actor, un actor auténtico. Y entonces tendrá que ser un actor
«moderno», wagneriano, romántico, un mal actor. Ignorando lo que sienten las almas
ajenas, al carecer de un sentimiento propio distintivo. Hay que tener personalidad,
carácter, para poder introducir la propia voluntad en las cosas. Y sin ese enérgico
ejercicio de la voluntad no cabe ningún “ponerse en el lugar del otro” que sea efectivo
para sentir como él. Sin él no cabe ningún perspectivismo. A la voluntad ajena sólo
puedo viajar en el vehículo de mi propia voluntad (por eso Nietzsche nos dice que su
voluntad es una voluntad leonina, no cualquier cosa). Lo esencial es la acción como
explosión, como descarga, sin duda preparada y acumulada durante generaciones. En
cambio, a qué se aplique la acción, de qué manera se despliegue en finalidades
concretas (a qué profesiones o papeles nos vayamos a dedicar), eso es y tiene que ser lo
de menos. Sólo hay una voluntad, en tanto toda voluntad es voluntad de poder.
Como dios de las máscaras, Dionisos es el dios del teatro, tanto trágico como cómico.
Es el símbolo del perspectivismo como modelo divino. Y en algún lugar de Crepúsculo
de los ídolos Nietzsche entiende el fenómeno dionisíaco, del que pretende ser
descubridor en su auténtico sentido, como el fenómeno del histrionismo, o del
histerismo. Una excitabilidad emocional tan extremada que se responde inmediatamente
a cualquier indicación, como ocurre con las de los hipnotizadores. La vida, dice
Nietzsche una vez más, es una mujer, vita femina (y toda mujer es actriz).
15
Así que cuando leemos que, al contrario de los wagnerianos, él, Nietzsche, es de una
naturaleza esencialmente antiteatral, habremos de entender que se está refiriendo al mal
teatro, al teatro de la santurronería o de la hipocresía, al teatro moral del que se finge
virtuoso (el de los “éxtasis morales”). Es decir, a toda la falsedad moderna del ideal
represor. En este mal sentido de la palabra, lo teatral es lo que se opondría a la
honestidad intelectual, como suele ocurrir en el uso corriente despectivo del término
“teatral” o “teatrero”, o “teatrería”. Por eso podemos entender declaraciones como que
en el teatro uno deja de ser sí mismo para convertirse en pueblo o en vecino.
4. CONCLUSIÓN SOBRE ARTE Y CONOCIMIENTO (Aforismo 370)
A estas alturas de 1886, reconoce Nietzsche que en toda su etapa juvenil (1869-1874) se
equivocó de medio a medio al tomar el miserable romanticismo de Schopenhauer y
Wagner por algo opuesto a lo que en realidad venía a ser. Entonces había entendido,
respectivamente, el pesimismo filosófico del conocimiento trágico como «el síntoma de
la más intensa fuerza del pensamiento»; y la música alemana como la emergencia de
una fuerza primordial, largo tiempo contenida, que iba a renovar toda una cultura ya
caduca. Cuando la verdad es que el pensamiento de Schopenhauer y la ópera
wagneriana serían ambos justamente lo contrario, síntomas de empobrecimiento vital y
de degeneración cultural.
Pues bien, al hilo de este reconocimiento nietzscheano, en realidad de esta confesión, se
pasará a exponer a renglón seguido lo que podríamos considerar es el sentido más
propio tanto del arte como de la filosofía: ser medios auxiliares, o más gráficamente,
medios de curación del sufrimiento de los hombres, es decir, instrumentos puestos al
servicio de la vida humana y de su lucha por crecer.
Ahora bien, el sufriente y su sufrimiento son figuras ambiguas, zweideutig, como
ambiguo sería todo fenómeno, por otra parte. Porque una de dos, o se sufre por
sobreabundancia de vida o se sufre por carencia de vida, se es sufriente por riqueza o
por pobreza. Los sufrientes del primer tipo quieren un arte dionisíaco y además una
visión, una filosofía trágica de la vida. Mientras que los sufrientes por pobreza vital
querrán conseguir, mediante el arte y el conocimiento, «un estado de paz, de silencio, de
mar en calma, de liberación de sí mismos»; o bien «la embriaguez, la anestesia, la
16
locura». A este segundo tipo de sufrientes, los del empobrecimiento de la vida,
correspondería según Nieztsche el Romanticismo, en todas sus formas en el arte y el
conocimiento.
De modo que nos vamos a interesar ahora, para concluir, y tomando pie en este
aforismo, en el ensayo de acceder al significado de la mencionada fe dionisíaca, puesto
que no por casualidad, en sus páginas, Nietzsche pone en la misma línea de
consideración arte y conocimiento, música y filosofía. Por eso nos encontramos aquí en
un lugar privilegiado para comprender el pensamiento del filósofo en su núcleo más
íntimo.
Como sabemos, el método genealógico nietzscheano consiste en tratar todos los
fenómenos, también o sobre todo el arte y el conocimiento (o el artista y el conocedor),
como síntomas de una voluntad (de un cuerpo) que quiere algo: pretende retrotraerse de
la obra a la fuerza de la que la obra brotaría. Pero, para no confundirse respecto de la
naturaleza de este “brotar”, de algún modo resultaría necesaria una caracterización
previa de la fe dionisíaca como la fe en la voluntad (de poder), y también por supuesto
una caracterización del “tener X por verdadero”, que sería esencial a toda creencia,
como un “querer que X sea verdadero”.
Ahora bien, para decirlo en general, sólo se puede querer de dos maneras, sólo se
pueden querer dos cosas. Podemos querer «eternizar, hacer-fijo»: «voluntad de ser». O
bien podemos querer la «destrucción» y el «cambio»: «voluntad de devenir».
Voluntad de ser y voluntad de devenir: que entre ambas se halle tensado el arco de la
vida, que «es una mujer», ese y no otro sería el contenido distintivo de la fe dionisíaca.
Pero hay que precisar más, porque a su vez esas dos formas de querer, cada una de ellas
por su lado, de nuevo serían zweideutig.
Y es que la voluntad de ser puede proceder del amor (y del agradecimiento), y en ese
caso tendríamos el arte de la apoteosis y el ditirambo. Pero también puede ser, por el
contrario, la voluntad tiránica del personaje torturado por el sufrimiento que entonces lo
que anhela no es sino imprimir su venganza en todas las cosas como obligatoria y
vinculante; y entonces tendríamos, precisamente, el pesimismo romántico de Wagner y
Schopenhauer.
Por su parte, la voluntad de devenir (y «de futuro») podría ser expresión de la fuerza
sobreabundante, y entonces tenemos lo propiamente dionisíaco. Pero también, al revés,
el puro odio del malogrado y del carente, que tienen que destruir todo lo que es porque a
17
ellos el mero ser les ofende, y Nietzsche nos llevaría a pensar entonces, a título de
ejemplo, en «nuestros anarquistas».
Ensalzando a Goethe frente a Kant, en CI, “Incursiones de un intempestivo” 49,
Nietzsche terminará escribiendo que el hombre de Goethe es “ese espíritu que ha
llegado a ser libre”, “el hombre de la tolerancia”, quien
Con un fatalismo alegre y confiado (…) está inmerso en el todo, y abriga la
creencia de que sólo lo individual es reprobable, de que en el conjunto todo se
redime y se afirma.
Pues bien, ese espíritu no niega ya más,
Pero tal creencia es la más alta de todas las creencias posibles: yo la he
bautizado con el nombre de Dioniso.