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TM. DIEGO ABALLAYLENGUAJE VISUAL 3. 2013

I

BenoîtVicente Constantini

El comprador necesitaba el mueble para el viernes, justo el día en que tenemos más trabajo en la fábrica. Me había comprometido con esta entrega, sabía que un viernes a la noche iba a ser imposible conseguir un flete, y que iba a tener que hacerla yo mismo con mi camioneta. Eso no era lo que me preocupaba. El tema era que había que llevar este mueble a Benoît. Había ido para allá por última vez hacía siete años, o más, y no quería volver.Pero me había comprometido. El cliente dijo que no tenía problema con la hora, que si era necesario lo llevara a las doce de la noche, pero que por favor se lo entregara el viernes. Mi mujer terminó de convencerme: ya habían concluido la famosa autopista que une a Benoît con la Capital. “Parece que ahora llegás mucho más rápido, sin semáforos, sin tanto tránsito.” Además, el cliente me había pagado la mitad por adelantado, y también se iba a hacer cargo del flete. No tenía excusa. Tenía que ir.Estábamos a fines de abril, pero esa noche parecía de invierno. No había luna, y había mucha, mucha humedad: a la intemperie el frío te calaba hasta los huesos. Yo tenía puesta una campera y un cuello polar, y apenas subí a la camioneta encendí el motor y puse la calefacción. Mis empleados eran expertos en asegurar muebles, así que supuse que no me iba a tener que bajar hasta que llegara.Tomé el acceso a la autopista, y rápidamente fui dejando atrás las luces de la Capital. Al entrar, vi que era una noche de niebla, seguramente por el porcentaje de humedad que había. Al principio los edificios contenían parte de la niebla que llegaba de la costa y se veía bastante bien, pero después del peaje la cosa empezó a empeorar. Encendí los faros antiniebla, aunque no me pareció que hiciesen ninguna diferencia. De pronto se me vinieron encima los recuerdos de la última vez en Benoît. No pude evitar la horrible sensación de que estaba cometiendo un error. Me invadía como un vértigo, un sudor que no tenía nada que ver con el calor o el frío.Cuando ya entraba a la zona de provincia, un olor desagradable que parecía venir del río comenzó a colarse dentro del auto. Tuve que apagar la calefacción para que no siguiera entrando, y me abotoné la campera hasta el cuello con resignación, dispuesto a soportar el frío.Iba más o menos por la mitad de la autopista cuando me pareció que el olor ya habría pasado, así que volví a prender la calefacción. También empecé a notar que el camino se iba vaciando. No sabía bien si era que muchos autos se desviaban antes de Benoît, o si simplemente me engañaba la niebla, llenando de tal manera el aire que no dejaba ver a más de diez metros de distancia.Tuve que correrme al carril derecho y bajar la velocidad. Tenía miedo de que apareciera un auto de pronto y tuviéramos un accidente. Realmente no se veía nada. Empecé a ponerme nervioso. El viaje se me hace largo, pensé en voz alta, porque no estoy acostumbrado a hacerlo, nada más. Encendí un cigarrillo, a pesar de que mi mujer odia que fume en el auto.De golpe aparecieron un par de luces detrás mío, lo suficientemente cerca como para que las viera. Me sentí mejor. Parecía como si alguien hubiese venido a hacerme compañía, a indicarme que a pesar de todo iba bien, que iba a llegar a Benoît. Recuerdo que me hizo señas, poniendo luces altas una y otra vez, y yo puse las valizas un momento, como para comunicarle mi sorpresa y mi malestar.Ahora la niebla se volvía tan densa que ni siquiera podía ver la mano contraria. Hacía tiempo que no se veían autos yendo de Benoît a Capital, y para colmo las luces detrás aparecían y desaparecían de a ratos, según qué tan cerca estuviera el otro auto. Empecé a sentir que estaba adentro de un túnel. La niebla se arremolinaba a mi alrededor, formando a cada segundo horribles figuras que me ponían más y más nervioso. También entendí que no iba a servir de nada encender la radio, porque en ese punto del viaje ya no se captaba nada, y además la niebla misma seguramente interfería en la señal. Pero mi desesperación empezó cuando las luces detrás mío desaparecieron del todo. Yo no sabía si el otro estaba bajando la velocidad, o qué. Vi una última señal: puso luces altas una vez, como despidiéndose, y tomó un desvío, el último antes de Benoît.Creo que yo también me hubiera desviado si hubiese visto la bifurcación a tiempo. Pero ahora la niebla tapaba todo, hasta los carteles de la autopista.Me sentí terriblemente solo. La niebla no me daba tregua, así que puse las luces altas. Pero fue peor. Eran

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como dos rayos de luz cortando la noche, que se perdían rápidamente en la nada. La niebla los hacía tan precisos y palpables como a cualquier objeto que uno pueda tocar. No pude soportarlo. Bajé las luces y empecé a mirar el cuentakilómetros con ansiedad, porque no podía creer que ese viaje todavía no hubiese terminado.Tampoco eso me duró mucho, porque la autopista empezó a tener curvas, subidas y bajadas que me asustaron y obligaron a estar bien atento. Como no conocía ese tramo, se me aparecían de repente, cuando ya las tenía encima. Bajé la velocidad hasta casi el mínimo permitido en autopista, de tan grande que era mi desesperación.Pero al pasar un par de curvas más los carteles que indicaban el fin de la autopista me llenaron de alivio. Más tranquilo, bajé del todo la velocidad, y entré en una de las avenidas que llevan a Benoît. Aún había algo de niebla, y me resultaba difícil reconocer dónde estaba, además de que, como dije, no había vuelto a Benoît desde hacía años.Lo que me sorprendió fue que la niebla disminuyó un poco, pero no del todo. No recordaba que las calles de Benoît estuvieran tan mal iluminadas. Agradecí que, a pesar del apuro, mis empleados me hubieran cubierto el mueble con una lona, porque si no a esa altura hubiese llegado empapado por la humedad.Tuve que detenerme a un lado de la avenida porque francamente no sabía dónde estaba. Después de mirar una y otra vez un mapa desactualizado, comprendí que había llegado a la avenida principal. A los costados de la calle, entre la niebla, se podían distinguir los negocios, pero estaban cerrados y tenían las luces apagadas.Lo que me sorprendió fue que Benoît había sido una ciudad con mucha vida nocturna, y ahora, un viernes a la noche, estaba todo muerto.Entonces me di cuenta. Desde que había entrado a Benoît, no había visto una sola persona, caminando o en bicicleta. Tampoco había visto autos circulando. Lleno de dudas, hice unas cuadras más y descubrí un auto parado en medio de la calle. Me acerqué, detuve el mío a un costado y miré. No se veía nada. Desempañé bien mi vidrio con la manga. Miré de nuevo, trabajosamente, entre la niebla. El auto no tenía conductor. La puerta estaba abierta. El conductor se había ido, pero, ¿adónde?El temor se apoderó de mí. Se conectaba una y otra vez con aquella otra y única entrega, hacía años, en Benoît. Apagué nuevamente la calefacción, porque empezaba a sentirme mal. Comprendí que no podía permitir que la niebla siguiera entrando en el auto. Tal vez la perdición de ese hombre había sido salir.Ni siquiera di vuelta a la manzana; hice un giro en U, y empecé a conducir a toda velocidad hacia la autopista. En realidad, eso me atemorizaba tanto como quedarme en Benoît, pero tenía que volver.La vuelta fue casi más difícil que la ida. No había un solo auto circulando, en ninguno de los dos sentidos. Ni siquiera me fijé qué hora era. Otra vez me sentí como atrapado en un túnel, pero esta vez decidí no bajar la velocidad, pasase lo que pasase. Quería salir de ahí; matarme por alguna curva imprevista me daba casi lo mismo. Intenté encender la radio, pero los ruidos irregulares, las voces mezcladas de varias estaciones, me llenaron de miedo. Tuve que apagarla, porque los sonidos casi no parecían humanos.Cuando llegué a la Capital, todavía me duraba el temor, pero al ver los autos y el tránsito de un viernes a la noche, todo lo anterior me empezó a parecer irracional. Ni siquiera intenté explicarme lo que había visto. Todo se mezclaba. Benoît era una sola cosa, presente y pasado a la vez.Conduje hasta casa sin pensar en nada preciso. En mi cabeza apenas podía discernir otra cosa que una indefinida niebla, aunque ahora no se veía ni rastro de ella. Estacioné la camioneta y dejé el mueble ahí, todo atado. No me importó que alguien pudiera robarlo si no lo entraba a casa.Desperté a la mañana siguiente con un fuerte dolor de cabeza. No podía hablar. Después del mediodía, el cliente de Benoît llamó varias veces. No lo atendí hasta el día siguiente.No supe bien qué decirle. Por supuesto, estaba furioso conmigo. Yo alcancé a balbucear: “Pero... ¿no vio la niebla que había?”. No me animé a decirle que había llegado a pensar que Benoît, el verdadero Benoît, no existía, o que al menos era imposible llegar usando la autopista.Esta semana rematé el mueble a un cuarto de su valor, y puse en venta la camioneta. Sigo fabricando muebles, pero ahora las entregas las hace, sin excepción, un flete.

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II

Carta para RamónGabriela Pesclevi

Para Julio Ramón Ribeyro, en algún lugar de la memoria.

Con la guitarrita en el ómnibuslos ojos de los pasajerosse iluminan.En cada ventanahay una sorpresa:la maravillosa niña de la bicicleta,el mandil de dientes azuladosel fotógrafo turbado por el ruido.También la fuente de las antiguas novedades.Un cartero alza la mano y detieneel colectivo,y dice dos veces:¡Carta para Ramón!¡Carta para Ramón!

III

Danza con extrañosMaria Alejandra Iribar

No había alcanzado a bajar tres escalones que un aire caliente le inundó la cara y se le fue pegando en toda la ropa a medida que iba descendiendo. El lugar aún estaba vacío. Después de un rato en medio de la luz artificial, pensó que podría ser cualquier hora y cualquier momento del día; de nada serviría buscar algún indicio de que la tierra estuviera cumpliendo su ciclo de rotación, porque no lo encontraría.Buscó un asiento y se dispuso a esperar, mientras observaba con disimulo a los que iban llegando. Algunos ansiosos caminaban, iban y venían, y otros simplemente esperaban parados.Miró al hombre de seguridad: tenía la cara amarilla y ojerosa, y la camisa se le pegaba a la espalda en alargadas manchas oscuras de transpiración. Se distrajo suponiendo que era una persona que nunca veía el sol.De repente, sintió el sonido sordo vibrando bajo los pies: había llegado el momento. Se acomodó instintivamente la ropa y repasó su pelo. Las puertas se abrieron y se mezcló entre el apuro y la ansiedad de una multitud que parecía entrar y salir al mismo tiempo. Buscó un pequeño espacio donde acomodarse y se dispuso a observar: el vaivén llevaba a unos y a otros a bailar la misma danza y a seguir el ritmo con los cuerpos casi pegados. Algunos, tenían los ojos cerrados, otros, la mirada concentrada y otros espiaban tratando de no ser vistos, en medio de ese silencio que sólo guardan los desconocidos. Imaginaba como sería la vida de aquellos seres que ahora estaban tan cerca, oliéndose, sintiéndose, tocándose y moviéndose al compás.Cada tanto se detenían, dejando que unos se fueran y otros nuevos entraran en la escena.Decidió salir. Subió las escaleras entrecerrando los ojos, para que el impacto con la luz del día no le dañara la vista. Se alejó pensando que la próxima vez… viajaría en taxi.

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IV

El súperhéroe que llegó a la luna sin GPSAlejandra Gianferro

­¡¡¡Que bueno mami, estás haciendo torta de chocolate!!!­Sí, porque hoy viene la tía Ale a visitarnos y a tomar el té. Le respondió su mamá a Joaco.¡¡¡Hipi Hupi!!!, gritaba Joaco mientras saltaba por la casa; se ponía tan contento porque sabía que cada vez que venía de visita su tía Ale le contaba historias que a lo divertían mucho.Esa tarde luego de merendar, Joaco y su tía se fueron al fondo de la casa donde había un árbol grandote. Eran los primeros días de otoño pero aun se podía disfrutar del calorcito del sol, se sentaron los dos en el pasto debajo del árbol para que el pequeñín pudiera empezar a escuchar el relato. “Había una vez…” comenzó a decir la tía Ale, y Joaco abrió los ojos muy grandes como si en vez de escuchar tuviera que ver lo que iba a suceder…Había una vez un indiecito en la selva misionera que era muy arriesgado y valiente, desde pequeño sus mayores le habían enseñado a cazar, a nadar, a trepar a los árboles, a andar en canoa por el río y sobretodo a respetar a la naturaleza.­ ¿Cómo se llamaba el río, tía? Preguntó Joaco que era un gran preguntón.­ Paraná. Le respondió y continuó con el relato.El indiecito siempre estaba dispuesto a ayudar a los demás cuando lo necesitaban, recolectaba frutos para los ancianos, ayudaba a los más chiquitos a cruzar el río con su canoa o colaboraba con la siembra.­ ¿Qué marca era la canoa tía? Insistió el preguntón­ No, Joaco las canoas no tiene marca como los coches, se hacen con madera de los árboles. Parecía que por ahora no habría más preguntas.Pero un día en la selva pasó algo muy pero muy extraño, la luna dejó de aparecer por las noches. La gente del lugar estaba muy triste y preocupada, las noches eran re­oscuras y costaba trasladarse, el río extrañaba el reflejo blanco en el agua y las estrellas corrían de un lado a otro sin saber donde pararse.Todos empezaron a pensar que podían hacer para encontrar a la luna y volver a colocarla en su lugar pero no sabían por donde empezar.­¿Y por qué no llamaron a un detective?, interrumpió una vez más Joaco­ Porque esto pasó hace mucho, mucho tiempo y no existían los detectives. Contestó Ale riéndose por las dudas que le surgían a su sobrino.

El indiecito propuso preguntarle al sol si la había visto. Así que empezó a juntar un montón de troncos, de esos que sobran en las selvas, para construir una escalera alta, muy alta para llegar al sol y preguntarle por la luna. Algunos se reían de él pero no le importó y siguió con su plan. Cuando pensó que la escalera era lo suficientemente larga como para llegar al sol emprendió el viaje, con su arco y flecha por las dudas y una bolsita con frutas para el viaje.A pesar de que cada vez hacia más calor el indiecito seguía trepando, y trepando hasta que finalmente se encontró cara a cara con el astro y le dijo:­ Hola señor Sol, disculpe, en la selva donde vivo se nos perdió la luna, usted que está tan alto ¿no la vio? Pero todo era muy raro, el sol daba muchas vueltas y no le contestaba su pregunta.De repente escuchó un llanto que venía como de atrás del sol, y sí, aunque no lo creas, era la luna. El indiecito, como hacía cada vez que descubría algo, se sopló el rulo que caía en su frente. El señor Sol la había secuestrado porque a veces la luna, que era un poco traviesa, se interponía entre él y la tierra provocando eclipses.El indiecito decidió rescatarla; comenzó a cantar la danza de la lluvia que le había enseñado el brujo de la tribu y el cielo se llenó de nubes. Como el sol no podía ver bien, la luna fue rescatada y vuelta a poner en su lugar. Así todos en la selva volvieron a tener noches luminosas. Y colorín colorado…­ Tía, no me dijiste como se llamaba el indiecito…­ ¡¡¡Se llamaba Joaquín!!!El pequeñín se puso serio y mirando el cielo mientras pensaba muy concentrado, su carita morena comenzó a ponerse roja de alegría y salió corriendo hacia donde estaba su mamá y le dijo a los gritos:­ ¡¡¡Mami, mami sabés que hace mucho, pero mucho tiempo fui un superhéroe que llegó a la luna sin GPS!!!

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Y como hacía cada vez que descubría algo, se sopló el rulo que caía en su frente y comenzó a revolcarse de la risa.

V

Ico Ico caballitoGabriela Pesclevi

a Renzo PierCaballito de cartón¿Quiere usted un canelón?Caballito de la luna¿Quiere usted una aceituna?Caballito de almidón¿Quiere usted un tiburón?Ico ico caballito,caballito de maderale doy cuántas cosas usted quiera…Si su sueño reaparecellega, nacey lo acuna…tambiénla mamadera.

VI

La sopa de la abuelaGabriela Pesclevi

Nadie diría que la sopa es un plato elegido por las niñas…A veces, optamos por helados de cereza o frutos del bosquecuando alguien nos convida algo.Otras optamos por moños, cintas, lápiz labial.En las tardes de lluvia dibujamos en los márgenes de revistas.Y en los días de sol,usamos gafas, espejitos, medias a tono de estación.Nuestra condición de gemelasnos hace singulares.A veces, hablamos a la par.O nos duele el mismo diente, la misma pierna, el mismo mal.Abuela Carmen nos conoce.Nos abre la puerta, nos abraza, nos alimenta.Enciende la hornalla, el caldo humea.Y cuando eso sucedenosotras, nos ponemos contentas.Es que hay algo que la sopanos da.Eso que es de cada una.

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VII

Monólogo del perroVicente Constantini

Hace días que ya nadie se preocupa por mi suerte.Antes me esforzaba por buscar comida, recorría las calles sinuosas con mis patas flacas, porque los criados ya no me alimentan, ni con huesos ni con desperdicios.Ni siquiera los carniceros se apiadan de mí: me ven viejo e inservible.Y en otras casas hay otros perros que me gruñen mostrando sus blancos colmillos, indicando que allí sólo hay comida para uno. Los carniceros tienen razón: en cada fibra de mi carne siento el peso de más de veinte años de existencia; muy pocos para un humano, pero ciertamente muchos para un perro.Antes, cuando era joven, mi amo me cuidaba como uno de sus más preciados bienes: supo llevarme al bosque por días enteros con sus noches, persiguiendo animales salvajes a los que dábamos caza. Nunca estuvieron tan fuertes mis patas, ni tan afilados mis dientes.Ahora casi he olvidado el sabor de la carne. Mientras espero algo –no sé bien qué– en este basural, sin poder moverme, recuerdo cómo fueron muriendo los demás perros, todos más viejos que yo. Sus muertes me permitieron vislumbrar cómo será la mía: abandonado, viejo, y sin un amo cerca.Ahora veo llegar a un anciano a la puerta de la casa. Su ropa consiste en un montón de harapos, su pelo es un manojo de mechones sucios: tiene un aspecto miserable. Pero veo cierta nobleza en su rostro, y una mirada piadosa en sus ojos.Es la primera persona en mucho tiempo que me mira y no vuelve la cabeza con desprecio. Se acerca hacia mí de a poco, apoyándose con dificultad en su bastón.Mientras su mano se posa sobre mi cabeza para hacerme una caricia, de pronto veo el brillo de una lágrima en sus ojos.Entonces, al olerlo ahora que está cerca, comprendo todo. Comprendo qué es lo que estuve esperando todos estos años. Mientras la Parca me va nublando los ojos, comprendo que nadie más volverá a llamarme Argos, ni siquiera mi amo Ulises que ha vuelto.

VIII

Sonámbula EvangelinaGabriela Pesclevi

Sonámbula Evangelinase pierde en la marquesinay el infinitoaparece y resplandece.Cada estrella lleva el nombrede una flor:Acacia Anémona Adelfa AzucenaBegonia Jacinta JazmínPetunia Diente de león.Sola, Sonámbula, en el espacio,camina dormida Evangelinay regresaa su cama finitallena de sol.

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IX

El mate de BertaLuciana Schwarzman

Para la abuela Berta, tomar mate es tan habitual como lavarse la cara cuando se despierta. Lo probó de muy chiquita, cuando se dio cuenta de que había cambiado el chupete por la bombilla, y nunca lo dejó. Mi bisabuela una vez me contó que sus primeras palabras fueron: “con azúcar”. Por entonces, dio sus primeros pasos para alcanzar la yerba de la alacena.Apostaría que duerme con el termo bajo el brazo. Tiene los dientes teñidos de musgo, ya. Creo que si le pedís uno mientras duerme, sonámbula te mira, saca un mate debajo de la almohada y te dice:­Acá tenés, como a vos te gusta, sin palotes­ Cierra los ojos y sigue durmiendo.Cuando se levanta, antes de ir al baño pone la pava al fuego. Cuando termina de almorzar, pone la pava al fuego. Hasta cuando me llevó de chica a una granja, puso la pava al fuego.La abuela Berta sólo hace variaciones con el mate para la hora de la merienda. Los lunes, cascaritas de naranja. Los martes, granos de café. Los miércoles, manzanilla y anís. Los jueves, le gusta volver a los tradicionales. Y los viernes, cuando voy a visitarla, le agrega vainilla y azúcar. Esas tardes son únicas.Los días que empiezan a asomarse los sacos y camperas en la vereda, prepara unos mates de leche con miel que son para chuparse los dedos.No podría perderme unos mates con la abuela Berta. Me envuelven en charlas abrigadas, en tardes de hamaca paraguaya, en pies mojados de arena y sal. Ni cuando estoy resfriada se lo puedo negar.

­Tomá nena, con espumita.

­Gracias abuela, ¡nunca podría decirte que no!.

Yo la adoro a la abuela, pero desde que le hicieron la dentadura postiza, se está tornando una odisea compartir esas tardes con la misma bombilla…Ahora no sé cómo hacer para rechazarle los mates. Es que no controla bien sus dientes. Tienen vida propia.–Tomá nena, con espumita.

–Gracias abuela, pero hoy paso.

­¿Por qué no queres mis mates, nena? ¿Están muy calientes?

­No abuela, eeeehhh…. Me tengo que ir…. Dejé la pava en el fuego!­ ¡¿Qué le voy a decir?!

Entre sorbo y sorbo mastica una tostada y, cuando me toca el turno, llega un mate con el pico de la bombilla decorada con migas ¿Qué es casi como un arbolito de navidad?Yo la adoro a la abuela Berta, ¡pero a esos mates ya no! Ahora las tardes únicas con la abuela son asquerosas. Hace un tiempo que no pruebo siquiera una tostada. Y siempre vuelvo a casa con el estómago revuelto. Pienso que sería mejor ir a su casa a la hora de la cena…

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X

Tien­AnnVicente Constantini

Este cuento está inspirado en dos de los“Diecisiete Haiku”, de J. L. Borges.

Jugábamos a las damas todas las noches.–El ajedrez –argumentaba Tien­Ann– es un juego ideado para ejercitar la estrategia de aquellos que no van a la guerra, sino que la controlan desde lejos...No podía refutar un razonamiento tan sólido como el suyo, y debo confesar que tampoco deseaba hacerlo.Durante el día, ella vestía en forma tradicional e incluso llegaba a empalidecerse el rostro. Supongo que lo que más me gustaba era caminar con ella por los angostos caminos de las plantaciones inundadas, a veces hablando como si fuera nuestro último día juntos, otras veces disfrutando el silencio y el murmullo del viento.Dicen que los polos opuestos suelen atraerse, y ése parecía ser nuestro caso; poco teníamos en común, excepto nuestro gusto por la luna, la noche y el silencio. Recuerdo que el tablero se encontraba semiescondido debajo de los almendros; jugábamos las noches que no llovía. Y nunca llovía.Los últimos meses pasaron rápido y casi ni los recuerdo; yo pasaba todo el día en la embajada, regateando y discutiendo con otros diplomáticos cifras absurdas: cantidades, fechas, horas.Ya no encontraba tiempo por las noches para ella, pero nunca me lo reprochó. Acaso fue por eso que me dolió aún más cuando se la llevaron los del Norte, y sólo entonces comprendí... sólo entonces comencé a comprender la inmensidad de lo que había perdido.Desde aquel día no he movido las piezas del tablero. Tal vez yo corra la misma suerte que ella, pero ya no me importa. Mientras a mi alrededor el ajedrez se desarrolla sin sentido alguno, paso muchas noches sin dormir, contemplando la luna.Hoy llueve. Las gotas se recortan precisas en el cielo grisáceo, como lágrimas sobre un rostro muerto. Ya no me alegran los almendros del huerto; llevan consigo la terrible belleza de su recuerdo.

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EL AMANTE DEL FUEGO

Luis Alberto Wilson

Jonás, el hombre gris, confundía su personalidad con la noche toldada de tormentosos nubarrones. Diovuelta en la esquina, media cuadra antes de su casa y lo envolvió una ventolera fría que lo caló hasta loshuesos, haciéndole delirar por un buen fuego en el hogar a leña. Y quizá por una “friega para el alma”,pensó casi divertido, por la asociación con el trago de alcohol que lo calentaría “por dentro”.

Agachó la cabeza y con su carrera corta encaró la noche y en instantes llegó a la puerta, mientrasrebuscaba en los bolsillos con las manos que se resistían a obedecerle ateridas por el frío, hasta queencontró la llave; uno segundos más hasta que la introdujo en la cerradura, dio vuelta y sin forcejeos seabrió la entrada a la protección, al calor, al hogar. ¿Hogar? Jonás el intrascendente, Jonás y su soledad,Jonás el de existencia gris, Jonás y su frío, Jonás y en definitiva su casa, su hogar.

Entró y fue recibido por el ambiente desolado, y con movimientos maquinales, muy repetidos en unacostumbre constante, cerró la puerta, se sacó el abrigo y la bufanda, colgando ambos en el perchero a laderecha del pasillo, encendió la lámpara de pie, cerca del hogar a la leña, justo al lado de donde situó susillón favorito y enfrentando el futuro casi presente calor del fuego, la alfombra peluda a los pies, una corridaal dormitorio, pateó los zapatos de calle a cualquier parte; era viernes y hasta el lunes no los volvería a usarseguramente; una furtiva mirada al espejo de cuerpo entero, negándose a ver lo que éste le mostró, secalzó las pantuflas con cordero, ”chancleteó” en dirección al living y en un rito ansiosamente esperado deplacer casi orgásmico, comenzó los trámites previos al nacimiento del dios Fuego.

Acomodó cuidadosamente astillas encima de media hoja arrugada de papel de diario, y amorosamenteeligió de la leñera seis troncos de chañar, acomodándolos en pirámide, acordándose fugazmente y con undejo de melancolía resignada de su niñez y sus incursiones por los campamentos de verano; pensó siusaría un chorrito de kerosene, pero inmediatamente lo desechó, la leña estaba muy seca y arderíarápidamente; terminó de acomodar el último leño y se detuvo unos instantes en contemplar consatisfacción su obra; luego un fósforo; dos raspadas, y la llamita duende que acercó rápidamente a unapunta del papel que asomaba entre los leños, éste prendió sin resistencia y tímidamente al principio y confuerza progresiva, comenzó a lamer los troncos casi sin humo hasta que el característico chisporroteocomenzó a hacerse oír. Con parsimonia se dirigió a la mesita bar. Un vaso grande tallado, la botellacuadrada y con chorros finitos, se sirvió una generosa dosis, sin hielo, sin agua, un trago largo sin paladearque bajo “con garganta y todo”, unos segundos y el calor interior volvió el estómago hacia arriba dándolecolor a las mejillas. Se sintió mejor y se dirigió al sillón encendiendo primero el televisor encima de laestufa, luego se dejó caer y lo recibió el mullido haciéndole molduras a su cuerpo; apoyó la cabeza sobre elrespaldo y dirigió la mirada al televisor. Nada interesante; publicidades de productos que nunca compraría yun aburrido programa que se suponía de entretenimientos. Se podía participar llamando a un teléfonoeternamente ocupado. Pronto dejó de prestarle atención y comenzó a ensoñarse atraído esta vez por laalegría de las llamas que reclamaban su atención desde la estufa.

Tomó distraídamente otro trago, mientras se dejaba atraer por el llamado caliente y cantarina, paseando lavista por las bailarinas lengüetas, recorriendo sus contornos ondulantes, viendo colores en movimiento queiban del rojo casi escarlata de las brazas ardientes, al amarillo naranja de contorno azul y negro de lasllamas; no prestó atención al negro carbón de la leña quemada ni al gris de las cenizas porque le

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recordaban demasiado su vida sin sobresaltos; en cambio fuego en ese momento era vida y se dejóabsorber por él. Primero, el movimiento, la música trepidante, y luego , muy lentamente al principio, lasimágenes hipnotizaste hasta el punto de obrar vida frente a sus soñadores ojos y libre imaginación; calienteella por el alcohol, caliente el cuerpo por el fuego.

En un principio fueron diminutos y chispeante duendecillos, rientes y burlones que saltaban de la hoguera,le hacían muecas, se le antojó de simpatía, para desvanecerse en el aire sin aparentemente dejar rastros,luego se fueron agrandando las figuras, indecisas, fantasmagóricas, casi diabólicas que tambiéndesaparecían para reaparecer inmediatamente transformadas antojadizas, en diablos, duendes de milforma, hasta un milenario dragón que se quebró por la mitad después de echar humo por las fauces en suagonía. Jonás y el fuego, el fuego y Jonás, Jonás imaginando formas, el fuego haciendo reales susfantasías. Jonás miraba el fuego y el fuego lo miraba a él. El fuego cobró vida en ojos de mujer, quecomenzaron a elevarse en una columna de humo y se detuvieron enmarcados en un rostro, sobre un cuerpode mujer en una figura dorada, plena de vida y se le antojó a Jonás, de deseo, de lujuria, la misma que élestaba sintiendo. La mujer Salamandra saltó fuera de la estufa extendiendo sus brazos insistentemente,apremiantemente hacia él mientras lo nombraba llamándole ¡ShhhJonássss…El dejó a un lado el vaso vacíoquitándose la ropa a tirones ante el urgente llamado, dejándose llevar por el sexo llameante, ardiente,quemante…

Lo hallaron varios días después. Nunca había faltado a su trabajo y ante su ausencia mandaron a buscarloa su casa. Como no contestaba a los llamados, forzaron la puerta y lo encontraron en su sillón totalmentecarbonizado…

Al tiempo cerraron su expediente, caratulado como “muerte producida por accidente casero”.

Aún hoy siguen siendo una incógnita una serie de cosas, por lo menos para el joven Oficial que investigó sucaso. Posiblemente se emborrachó, pensaba éste. Un leño encendido se salió de la estufa y lo encendiósin que se diera cuenta y pudiera reaccionar a tiempo; pero era raro, muy raro…

El estaba totalmente quemado, su ropa en un montón a un lado intacta, ni una quemadura en la alfombra,ni en el sillón, ni en el resto de la casa. Y lo más raro, la mueca de su rostro. No era de temor o dedesesperación, parecía más bien… pero no, no podía ser, era imposible, sin embargo el Oficial hubierajurado que parecía una sonrisa.