Luna Inconstante - Larry Niven

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Luna inconstante

Larry Niven

1

Estaba contemplando las noticiascuando vino el cambio, como un destellode movimiento vislumbrado por elrabillo del ojo. Me volví hacia elbalcón. Fuera lo que fuese, erademasiado tarde ya para captarlo.

Aquella noche la luna era muy brillante.

Me di cuenta de esto y sonreí, y di denuevo media vuelta. Johnny Carsoniniciaba su monólogo.

Cuando pusieron los primeros anunciosme levanté para recalentar el café.Ponían tres o cuatro anuncios seguidos,por ser medianoche, de modo que teníatiempo.

A1 volver me cogió de lleno la luz de laluna. Si antes era brillante, ahora lo eramás. Hipnótica. Abrí la vidrieradeslizante y salí al exterior.

El balcón apenas era algo más que unreborde con barandilla, con espaciojusto para un hombre, una mujer y unabarbacoa portátil. Durante los últimosmeses el panorama había sido adorable,especialmente en el crepúsculo. La

compañía de electricidad había estadoinstalando un edificio para oficinas decemento y cristal. En realidad, no eramás que una estructura de vigas de aceroal descubierto. Como una masa sombríacontra el cielo rojo del crepúsculo,parecía más bien algo tieso, surrealista,tremendamente impresionante.

Esa noche…

Nunca había visto una luna tan brillante,ni siquiera en el desierto. Lo bastantebrillante como para poder leer, pensé, einmediatamente añadí, pero esto es unailusión. La luna nunca es mayor (no sédónde lo leí) que un cuarto de chelín

sostenido a unos tres metros dedistancia. Nunca puede ser tan brillantecomo para permitir una lectura.

¡Sólo estaba llena en sus tres cuartos!

Pero el resplandor de la luna sobre laautopista de San Diego, al oeste, parecíaamortiguar incluso el de los faros de lacaravana de coches. Parpadeé contra esaluz, y pensé en los hombres que alcaminar por la luna dejaban huellasonduladas. En cierta ocasión, por unartículo que estaba escribiendo, pudetener en la mano un pedazo de roca de laluna…

Oí que reanudaban el programa de

televisión y regresé al interior delapartamento. Pero al volver a echar unaojeada a mis espaldas, vi que la luna setornaba aún más brillante… como alaparecer por detrás de una estelanubosa.

Su luminosidad era ya enloquecedora,lunática.

El teléfono sonó cinco veces antes deque ella contestara.

–Hola -dije-, oye…

–Hola -respondió Leslie con vozadormilada, en son de queja.

Caramba, esperaba que estuviese viendola televisión igual que yo.

–No grites ni te quejes -manifesté almomento-, porque tengo un motivo parallamarte. Estás en la cama, ¿verdad?Bien, levántate y… ¿Puedes levantarte?

–¿Qué hora es?

–Las once y cuarto.

–Oh, Dios mío…

–Sal al balcón y mira a tu alrededor.

–De acuerdo.

El teléfono dejó oír un ruidito. Aguardé.El balcón de Leslie da al norte y aloeste, como el mío, pero se halla diezpisos más arriba, de modo que tienemejor vista.

A través de mi balcón, la luna ardíacomo un foco.

–Stan… ¿estás ahí?

–Sí. ¿Qué opinas de eso?

–Es maravilloso. Nunca he visto nadaigual. ¿Por qué brilla tanto la luna?

–No lo sé, pero ¿no te parecemaravilloso?

–Se supone que tú eres el nativo.

Hacía sólo un año que Leslie se habíatrasladado aquí.

–Escucha, jamás la había visto de estamanera. Claro que existe una antigualeyenda -proseguí-. Una vez cada cienaños, la niebla abandona Los Ángelespor una sola noche, dejando el aire tanclaro y despejado como el espaciointerestelar. De este modo, los diosesven si Los Ángeles todavía está aquí.Después, vuelven a arroparnos con laniebla para no tener que verlo

constantemente.

–Sí, ya conocía esa leyenda. Bien, oye,me alegro de que me despertases paraverlo, pero mañana he de trabajar.

–Pobre muñeca…

–Es la vida. Buenas noches.

–Buenas noches.

A continuación me senté en la oscuridady traté de pensar a quién más podíallamar. Sí, llamar a una chica amedianoche, invitarla a salir ycontemplar la luna… y ella podría

considerarlo romántico, o ponersefuriosa, pero no supondría que habíallamado a seis más.

Pensé en varios nombres. Pero laschicas en las que pensé habían salido demi vida hacía ya más de un año, despuésde que empezara a pasar todo el tiempocon Leslie. No podía censurarlas.Ahora, Joan estaba en Texas y Hilda sehabía casado, y si llamaba a Louiseprobablemente también vendría Gordie.¿La joven inglesa? No recordaba sunúmero. Ni su apellido.

Además, todas las chicas que conocíatenían que fichar al entrar a trabajar. Yotambién trabajo para vivir, pero en mi

calidad de escritor independiente elijomi horario. A cualquiera que llamaraesta noche le arruinaría la mañana. Ah,bueno…

El programa de Johnny Carson era untorbellino en gris y un estrépito deestática cuando regresé al salón.Desconecté el televisor y salí de nuevoal balcón.

La luna brillaba más que la riada defocos y faros en la autopista, era másbrillante que Westwood Village, a laderecha. Los montes de Santa Mónicatenían un resplandor perlino, casimágico. No había estrellas cerca de la

luna. Las estrellas no podían sobrevivira tanto resplandor.

Yo escribía artículos científicos paraganarme el sustento. Habría debido deser capaz de imaginarme qué le sucedíaa la luna. ¿Podía haber aumentadosúbitamente de tamaño? ¿Haberseinflado como un globo? No.

Más cerca, tal vez… ¿Estaba cayendo?

¡Las mareas! Olas de treinta metros dealtura… ¡y terremotos! ¡La falla de SanAndrés abriéndose como el Gran Cañón!Podía subir a mi coche, ir hacia lasmontañas… No, demasiado tarde.

Tonterías. La luna era más brillante, noera mayor. Podía verlo. Además, ¿podíacaer la luna sobre nuestras cabezas, sinmás?

Parpadeé y la luna dejó una impresiónen mis retinas. Era tremendamentebrillante.

Un millón de personas debían de estarcontemplando la luna, haciéndosepreguntas como yo. Un artículo sobre elcaso se vendería muy bien… si loescribía antes de que lo hicieran otros.

Debía de existir una explicaciónsencilla, obvia.

¿Cómo podía ser la luna tan brillante?La luz lunar es un reflejo de la luz delsol. ¿Acaso brillaba más el sol? Debíade haber empezado a ocurrir despuésdel crepúsculo, o la gente habríaobservado…

No me gustó esta idea.

Por otra parte, la mitad de la Tierraestaba directamente bajo la luz solar. Unmillar de corresponsales de Life y Timey Newsweek y de la Asociación de laPrensa llamarían desde Europa, Asia,África y… a menos que estuviesenescondidos en los sótanos. O muertos. Ofaltos de voz, porque el sol estuviese

interfiriendo las comunicaciones con laestática; los sistemas de radio, elteléfono y la televisión… Latelevisión… ¡Dios mío!

Empezaba a asustarme.

Bien, era preciso volver a empezar. Laluna brillaba mucho más que antes. Laluz de la luna… bueno, la luz de la lunaes un reflejo de la luz del sol, y eso losabe cualquier idiota. Entonces… algole había ocurrido al sol.

2

–¿Diga?

–Hola, soy yo -respondí.

De pronto, mi garganta se solidificó.¡Pánico! ¿Qué iba a decirle?

–He estado contemplando la luna -explicó ella soñadoramente-. Es algomaravilloso. Incluso he tratado deutilizar mi telescopio, pero no helogrado ver nada; brilla demasiado.Ilumina toda la ciudad. Las montañasson como de plata.

Sí, ella tenía un telescopio en el balcón.Lo había olvidado.

–No he intentado volver a dormirme -continuó Leslie-. Demasiada luz.

Mi garganta pudo funcionar de nuevo.

–Oye, Leslie, cariño, he empezado apensar que te he despertado, que nopodrías volver a dormirte, y toda esaluz… De modo que lo mejor será quesalgamos a tomar algo.

–¿Estás loco?

–No, hablo en serio. Ésta no es una

noche para dormir. Tal vez no volvamosa disfrutar de una noche como ésta. ¡A1diablo tu dieta! Vamos a celebrarlo.Pasteles de chocolate calientes, caféirlandés…

–Eso es diferente. Voy a vestirme.

–Iré a buscarte.

Leslie vivía en el piso catorce delEdificio C de la plaza Barrington. Llaméa la puerta y esperé.

Mientras aguardaba me pregunté, sinningún sentido de urgencia: ¿Por qué

Leslie?

Debía de haber otras maneras de pasarmi última noche en la Tierra que con unachica en particular. Podía haberescogido a otra joven, o incluso avarias, aunque ésa no fuera micostumbre.

También podía haber llamado a mihermano, o a una serie de parientes…

Bah, mi hermano Mike habría queridotener un buen motivo para que le sacarade la cama a medianoche.

–Pero Mike, la luna es tan hermosa…

Ni hablar. Y mis parientes habríanreaccionado igual. Sí, yo tenía unexcelente motivo, pero ¿me creerían?

Y si me creían, ¿qué? Yo habríaorganizado una especie de velatorio. Lesdejaría dormir. Lo que yo deseaba eraque alguien se uniese a mi… fiesta dedespedida sin formular preguntasestúpidas.

A quien yo deseaba era a Leslie. Volví allamar.

Ella abrió un poco la puerta. Todavía nollevaba más que la ropa interior. Unafaja tiesa, deforme, que tenía en la mano

me rozó la espalda cuando se arrojó enmis brazos.

–Iba a ponérmela.

–Entonces he llegado a tiempo.

Le quité la faja y la dejé caer al suelo.Me agaché para pasar los brazos pordebajo de sus costillas, me enderecé concierto esfuerzo y anduve hacia eldormitorio con sus pies bailando contramis tobillos.

Tenía la piel muy fría. Debía de haberestado fuera.

–¡Basta! – gritó-. ¿Crees que puedes

competir con unos pastelillos dechocolate calientes?

–Ciertamente, me lo exige mi orgullo.

Los dos estábamos sin aliento. Una vezhabía tratado de levantarla entre misbrazos, en un estilo cinematográficoconvencional. Por poco me rompo laespalda. Leslie era muy alta, casi comoyo, y tenía unas caderas generosas.

Nos echamos en la cama, uno al lado delotro. Luego, le rasqué la espalda,sabiendo que sería incapaz deresistirse… ja, ja, ja, ja… Dejó oír unosgrititos de placer para decirme dónde

debía rascar. Después, me levantó lacamisa hasta los hombros y empezó arascarme la espalda a su vez.

Nos fuimos quitando prendas de ropa alazar, dejándolas caer fuera de la cama.La piel de Leslie estaba ya caliente, casiardiente…

Bien, por eso no podía escoger a otrachica. Hubiera tenido que enseñarle arascarme. Y no tenía tiempo.

Algunas noches yo experimentaba unatendencia nerviosa a apresurar el actoamoroso. Esta noche estábamosejecutando un ritual, un rito de tránsito.Intenté ir más despacio, para que durase

más. Traté de lograr que a Leslie legustase más. Resultó increíble. Meolvidé de la luna y del futuro cuandoLeslie aplicó sus talones contra loshuecos de mis rodillas y empezamos amovernos al ritmo antiguo.

Pero la imagen que se dibujó en mimente en el clima del acto fue vívida yaterradora. Nos hallábamos sobre uncírculo de fuego muy vivo que nosencerraba como un nudo corredizo. Siyo gemía de éxtasis y terror, ellapensaría que era sólo de éxtasis.

Continuamos tendidos lado a lado,adormilados, entorpecidos, muy juntos.

Estaba dispuesto a dormirme y dejardormir a Leslie, olvidando mipromesa… pero, en vez de hacerlo, lesusurré al oído:

–Pastelillos de chocolate calientes.

Leslie sonrió, se movió y rodó fuera dela cama.

No quería que se pusiera la faja.

–Es más de medianoche. Nadie semeterá contigo porque yo me opondría,¿de acuerdo? Entonces, ¿por qué no hasde ir cómoda?

Se echó a reír y cedió. Nos abrazamos

una vez más, ya en el ascensor. Estabamucho mejor sin la faja.

3

La camarera de la barra, de cabellosgrises, estaba animada, excitada. Lebrillaban los ojos. Habló comoconfiándonos un secreto.

–¿Han observado la luna?

Ship estaba bastante concurrido aaquella hora de la noche y tan cerca dela Universidad de Los Ángeles. La mitadde los parroquianos eran estudiantesuniversitarios. Esa noche hablaban envoz baja y volvían la cabeza a menudopara mirar a través de las paredes decristal del restaurante, que permanecíaabierto las veinticuatro horas del día. Laluna estaba baja hacia occidente, lobastante para competir con los farolesde la calle.

–La hemos observado -repliqué-, y loestamos celebrando. Sírvanos dospasteles de chocolate calientes.

Cuando nos dio la espalda deslicé un

billete de diez dólares bajo la servilletade papel. No porque tuviese quegastarlos, sino porque a la mujer leresultaría muy grato encontrarlos.Tampoco yo los iba a gastar nunca.

Me sentía flojo, casual. Muchosproblemas parecían haberse solucionadopor sí mismos.

¿Quién habría creído que la paz llegaríaa Vietnam y a Camboya en una solanoche?

La cosa había empezado hacia las oncey media en California. Lo que hacía queel sol de mediodía estuviera sobre el

mar Rojo, con algunos flecos de Asia,Europa, África y Australia bajo ladirecta luz del sol.

Alemania ya estaba reunificada, el Murofundido o derribado por olas de choque,los israelitas y los árabes habíandepuesto las armas, y el apartheid ya noexistía en África.

Y yo era libre. Para mí no habíaconsecuencias. Esa noche podíasatisfacer todas mis oscuras ansias:robar, matar, estafar sobre mis ingresosy mis impuestos, arrojar ladrillos contralos escaparates, quemar mis tarjetas decrédito. Podía olvidarme de mi artículosobre la formación de metal explosivo,

que debía entregar el jueves. Esa nochepodía sustituir los caramelos de canelapor las píldoras de Leslie. Esa noche…

–Fumaré un cigarrillo.

Leslie me miró extrañada.

–Pensé que habías abandonado esehábito.

–Recuerda que me dije que siexperimentaba un ansia irresistible,fumaría un cigarrillo. Lo dije porque nopodía soportar la idea de no volver afumar nunca más.

–Pero ¡has estado meses sin fumar! – rióella.

–¡Y siguen anunciando cigarrillos en lasrevistas!

–Es un complot. De acuerdo, fuma uncigarrillo.

Metí unas monedas en la máquina,vacilé en la elección y al final saqué untabaco suave. No era que deseara elcigarrillo, pero algunos acontecimientospiden champaña y otros tabaco. Tambiénexiste el tradicional último cigarrilloantes de la ejecución…

Lo encendí. ¡Por el cáncer de pulmón!

Sabía tan bien como lo recordaba,aunque tenía un gusto rancio muy débil,como una bocanada de colillas viejas.La tercera aspiración me pareció muyrara. Mis ojos se desenfocaron y todoquedó en calma. El corazón me latía confuerza en la garganta.

–¿Qué tal sabe?

–Muy extraño. Me siento flipado -respondí.

¡Flipado! No había oído esa palabradesde hacía unos quince años. En elinstituto fumábamos para fliparnos, para

experimentar esa semiborracheraproducida por la contracción de loscapilares del cerebro. El flipe dejaba deproducirse después de las primerasveces, pero nosotros seguíamosfumando…

Volví al presente. La camarera nosestaba sirviendo los pastelitos calientes.

Caliente y frío, dulce y amargo; no haysabor parecido al de un pastel dechocolate caliente. Morir sin volver asaborearlo habría sido una vergüenza. Ycon Leslie era una cosa: un símbolo detodo lo bueno de la vida. Verlacomerlos era mejor que comerlos yomismo.

Además… apagué el cigarrillo paragustar el helado. Aunque, en vez desaborear el helado, estaba anticipandoya el café irlandés.

Muy poco tiempo.

El plato de Leslie ya estaba vacío.

–Aaahhh -suspiró, y se acarició porencima del ombligo. Uno de losparroquianos de las mesitas empezó avolverse loco.

Le había estado observando. Era un tipocon aspecto de profesor, delgado, con

patillas y gafas con montura de acero,que había estado dando vueltas ysaliendo para mirar la luna. Como otrosde las demás mesas, parecía flipado porun fenómeno raro y agradablementenatural a la vez.

De pronto lo comprendió. Vi cómo surostro cambiaba, mostrando suspicacia,luego incredulidad, y al final, horror ydesvalimiento.

–Vámonos -le dije a Leslie.

Dejé unas monedas sobre el mostrador yme levanté.

–¿No quieres terminar tu pastel?

–No. Hemos de ocuparnos de variascosas. ¿Qué tal un café irlandés?

–¿Y un Pink Lady para mí? ¡Oh, mira! –exclamó, dando media vuelta.

El profesor se subía a una mesa. Seequilibró y extendió los brazos.

–¡Mirad por las ventanas! – gritó.

–¡Baje de ahí! – le ordenó una camarera,tirando enérgicamente de las perneras desu pantalón.

–¡El mundo está llegando a su fin! Muy

lejos, al otro lado del mar, la muerte y elfuego del infierno…

Pero nosotros ya estábamos en la puerta,riendo mientras corríamos.

–Tal vez hayamos escapado -jadeóLeslie- a un motín religioso…

Me acordé de los diez pavos que habíadejado debajo de mi servilleta. Ahoraeso no complacería a nadie. Dentro dellocal, un profeta estaba proclamando sumensaje de destrucción a quien quisieraoírlo. La mujer de cabello gris y ojosrelucientes hallaría el dinero y pensaría:Esos también lo sabían…

Las casas impedían la vista de la lunadesde el aparcamiento del Red Barn.Las luces de la calle y el resplandorlunar tenían el mismo color. La nochesólo era un poco más clara que deordinario.

No comprendí por qué Leslie se detuvobruscamente en el camino. Pero seguí sumirada, fija en un punto donde unaestrella ardía con un intenso brillo, justoal sur del cénit.

–¡Precioso! – alabé.

Leslie me dirigió una mirada muy

extraña.

No había ventanas en el Red Barn. Unailuminación artificial muy tenue, muchomás que la extraña luz de fuera, permitíadivisar el maderamen oscuro y a losanimados clientes. Nadie parecía darsecuenta de que aquella noche fuesedistinta a las demás.

La escasa concurrencia de los martespor la noche estaba agrupada en torno alpiano. Un parroquiano tenía elmicrófono en la mano. Cantaba unacanción bastante popular con una vozdébil y temblorosa, mientras el pianistanegro sonreía y tocaba la música defondo.

Pedí dos cafés irlandeses y un PinkLady. Ante la mirada inquisitiva deLeslie, me limité a sonreírmisteriosamente.

¡Qué ordinario resultaba el Red Barn!¡Qué relajante! ¡Qué feliz! Enlazamoslas manos a través de la mesa y sonreí,temiendo hablar. Si rompía el encanto,si decía algo peligroso…

Llegaron las bebidas. Levanté la copade café irlandés por el pie. Azúcar.Whisky irlandés y café fuerte, con natabatida flotando encima. Entró en micuerpo como una poción de fuerza

mágica, negra, caliente, poderosa.

La camarera me devolvió el dinero.

–¿Ve a aquel hombre con suéter decuello alto, al final del grupo del piano?Él invita -explicó-. Vino hace dos horasy le dio al barman un billete de ciendólares.

De ahí procedía toda la felicidad dellocal. ¡De la bebida gratis! Le miré,preguntándome qué estaría celebrandoaquel tipo. Era un individuo de cuellogrueso y hombros anchos, embutido enun suéter de cuello alto y con chaquetadeportiva; estaba sentado sobre suspiernas cruzadas y tenía una copa grande

en la mano. El pianista le ofreció elmicro, pero lo rechazó, y aquel gesto mepermitió captar su expresión. Tenía unrostro cuadrado y duro, ahora borracho,desdichado, asustado. El hombre estabaa punto de llorar de miedo.

Sabía lo que estaba celebrando.

Leslie hizo un mohín.

–No saben hacer un Pink Lady.

Hay un solo bar en el mundo dondehacen un Pink Lady como le gusta aLeslie, pero ese bar no está en LosÁngeles. Le di el otro café irlandés con

una sonrisa que decía «ya lo sabía».Forzándola. El miedo de aquel hombreera contagioso. Leslie me devolvió lasonrisa y levantó su copa.

–Por la luz de la luna.

Levanté mi copa y bebí. Pero no era elbrindis que yo habría elegido.

El individuo del jersey de cuello altobajó de su taburete. Fue cautelosamentehacia la puerta, con paso lento y seguro,como un transatlántico al llegar almuelle. Abrió la puerta y dio mediavuelta, manteniéndola abierta, de modoque la blanca luz del exterior iluminó susilueta negra.

Cerdo. Estaba aguardando a que alguiense lo imaginase, que alguien gritase laverdad a los demás. Fuego ydestrucción…

–¡Cierre la puerta! – gritó una voz.

–Ya es hora de irnos -murmuré.

–¿A qué tanta prisa?

¿Prisa? Él podía hablar… Y yo no podíadecir que…

Leslie posó una mano sobre la mía.

–Lo sé. Lo sé. Pero no podemosescapar, ¿verdad?

Un puño me oprimió con fuerza elcorazón. Leslie lo sabía y yo no mehabía dado cuenta.

Se cerró la puerta, con lo que elestablecimiento quedó en una penumbrarojiza. El hombre de la invitación sehabía marchado.

–¡Dios mío! ¿Cuándo te lo imaginaste?

–Antes de que tú llegaras -explicó ella-.Pero cuando intenté comprobarlo no loconseguí.

–¿Comprobarlo?

–Salí al balcón y concentré el telescopioen Júpiter. Estas noches, Marte cae pordebajo del horizonte. Si el sol seconvierte en nova, todos los planetasdeberían brillar como la luna, ¿no esverdad?

–Sí, maldita sea.

Debió habérseme ocurrido a mí. PeroLeslie solía contemplar las estrellas;aunque yo sabía algo de astrofísica, nohubiese sabido encontrar a Júpiter nipara salvar mi vida.

–Pero Júpiter no brillaba más que decostumbre. Por tanto, no supe quépensar.

–Pero así… -la esperanza volvió ainundar mi pecho. De pronto, meacordé-. La estrella, la que miraste…

–Júpiter.

–Brilla como un letrero de neón. Bien,esto es la comprobación.

–Baja la voz.

Hablaba en voz baja. Pero por unmomento salvaje deseé subirme a unamesa y gritar: ¡Fuego y destrucción!

¿Qué derecho tenían los demás aignorarlo?

La mano de Leslie apretó más la mía.Aquella ansia pasó. Y me dejótemblando.

–Salgamos de aquí. Y pensemos quehabrá un amanecer.

–Lo habrá. Ya lo hay.

Leslie soltó una risa amarga, algo quenunca había oído salir de su garganta.Salió mientras yo sacaba mi cartera…entonces recordé que todo estabapagado.

Pobre Leslie… Ver Júpiter con su brillonormal debió de ser como unaplazamiento… hasta que la chispablanca destelló con un resplandorglorioso una hora y media más tarde.Una hora y media hasta que la luz del solllegase a la Tierra por medio de Júpiter.

Cuando llegué a la puerta, Leslie ibacasi corriendo por Westwood haciaSanta Mónica. Lancé una maldición ycorrí para atraparla, sin saber si sehabía vuelto loca.

Luego observé las sombras antenosotros. Por el otro lado del BulevarSanta Mónica: sombras lunares haciendo

dibujos horizontales de franjas oscuras yblanquiazuladas.

La atrapé en la esquina.

La luna se estaba ocultando.

La luna siempre parece tremenda alocultarse. Aquella noche resplandecíaen la porción de cielo que se veíadebajo de la autopista, terriblementebrillante, arrojando una serieincreíblemente complicada de líneas ysombras. Incluso la parte no iluminadade la luna relucía con luz nacarada porel brillo terrestre.

Y eso me dijo todo lo que quería saberrespecto a lo que sucedía en la carailuminada de la Tierra.

¿Y en la luna? Los hombres del ApolloXIX debían de haber muerto en losprimeros minutos después de que el solse convirtiera en nova. Atrapados en unallanura lunar, escondidos tal vez detrásde una roca que se fundía… ¿O estabanen el lado oscuro? No podía recordarlo.Demonio, tal vez nos sobrevivirían.Sentí una puñalada de envidia y odio.

Y de orgullo. Nosotros los pusimos allí.Llegamos a la luna antes de que el sol sehiciera nova. Un poco más y habríamosllegado a las estrellas.

El disco cambiaba de una maneraextraña al ocultarse. Una cúpula, unplatillo volante, una lente, una línea…

Nada.

Nada. Bien, ya estaba. Ahora podíamosolvidarlo; ahora podíamos caminar sinrecordar constantemente que algo ibamal. La luna, al ocultarse, se habíallevado todas las sombras raras de laciudad.

Pero las nubes también mostraban unresplandor raro. Como brillan las nubesdespués de ponerse el sol, esta noche las

nubes resplandecían con un color blancopálido en sus bordes occidentales. Y semovían con demasiada rapidez por elfirmamento. Como si trataran de huir…

Cuando me volví hacia Leslie, unoslagrimones resbalaban por sus mejillas.

–Oh, maldición -exclamé, cogiéndolapor el brazo-. Basta ya, basta.

–No puedo. Ya sabes que no puedodejar de llorar cuando empiezo.

–No pensaba en eso. Pensaba en quetenemos cosas que hacer, cosas quehemos estado aplazando, cosas que nosgustan. Es nuestra única oportunidad.

¿Es así como quieres morir, llorando enuna esquina?

–¡No quiero morir en absoluto!

–¡Valiente mierda!

–Muchas gracias.

Tenía la cara roja y desencajada. Leslielloraba como los bebés, sin tener encuenta su dignidad ni su aspecto.

Me sentí furioso. Y culpable, a pesar desaber que lo de la nova no era culpamía, lo cual aún me enfurecía más.

–¡Tampoco yo quiero morir! – le grité-.Muéstrame el camino para salvarnos ylo seguiré sin dudar. ¿Adónde podemosir? ¿A1 Polo Sur? Tardaríamos mucho.La luna ya debe de estar fundida por sucara iluminada. ¿A Marte? Cuando estotermine, Marte formará parte del sol,como la Tierra. ¿A Alfa del Centauro?Con la aceleración que necesitaríamos,quedaríamos triturados comomantequilla de cacahuete ymermelada…

–Oh, cállate.

–De acuerdo.

–A Hawai, Stan. Podemos llegar al

aeropuerto en veinte minutos. ¡Ganamosdos horas yendo al oeste! ¡Dos horasantes de la salida del sol!

La idea no estaba mal. ¡Dos horas eranmuy valiosas! Pero ya lo había pensadocuando estuve contemplando la lunadesde el balcón.

–No. Moriríamos antes. Oye, cariño,hemos visto cómo brillaba ya la luna amedianoche. Lo cual significa queCalifornia estaba en la parte posteriorde la Tierra cuando el sol se transformóen nova.

–Sí, es verdad.

–Entonces, debemos estar más lejos dela onda de choque.

–No lo entiendo -parpadeó.

–Considéralo así. Primero, el solexplota. Esto calienta el aire y losocéanos, todo en un instante, por la carade día. El vapor y el aire recalentado seexpanden velozmente. Una oleada dellamas se vuelca sobre el lado de noche.Y ahora se aproxima rápidamente anosotros, como un dogal. Pero antesllegará a Hawai. Hawai se halla doshoras más cerca de la línea del solponiente.

–Entonces, no veremos el amanecer. Nisiquiera viviremos tanto.

–No.

–Lo explicas todo tan bien -admitióamargamente-. Una oleada de llamas…Muy gráfico.

–Lo siento. He meditado mucho sobreesta situación. Y me preguntaba cómosería.

–Bien, calla ya.

Leslie se me acercó y reclinó su cara enmi hombro. Lloró quedamente. La

sostuve con un brazo y empleé el otropara acariciarle el cuello, en tantocontemplaba las nubes, sin pensar encómo terminaría todo.

No pensaba en el círculo de fuego quenos rodearía.

De todos modos, ése no era elverdadero cuadro.

Pensé en cómo habrían hervido losocéanos en la cara de día, de modo quela onda de choque habría sido casi todade vapor. Pensé en los millones dekilómetros cuadrados de océano quetenía que atravesar. Estaría más fría yhúmeda cuando nos alcanzase. Y la

rotación de la Tierra la haría girar comoa un remolino en una bañera.

Dos huracanes contrapuestos, uno delnorte, otro del sur. Esto sucedería.Teníamos suerte. California estaría en elojo del huracán del norte.

Un viento huracanado de vapor.Atraparía a un hombre y lo cocería en elaire, lo despojaría de su carne y loarrojaría a un lado. Sería terriblementedoloroso.

No veríamos el amanecer. En ciertomodo, era una lástima. Seríaespectacular.

Flámulas de nubes espesas corrían através de las estrellas, demasiadodeprisa, con sus vientres blancos por laluz de la ciudad. Júpiter se fue apagandohasta desaparecer. ¿Empezaría ya? Huboun relámpago de calor…

–La aurora -dije.

–¿Qué?

–También viene una onda de choque delsol. Debería de haber una aurora comonadie habrá visto otra.

–Es tan extraño -rió de pronto Leslie-estar en una esquina hablando de este

modo… Stan, ¿lo estamos soñando?

–Podríamos fingirlo…

–No. Casi toda la raza humana debe deestar muerta ya.

–Sí.

–Y no podemos huir a ninguna parte.

–Maldición, eso ya lo pensaste hace unbuen rato…¿Por qué volver a hablar deello?

–Podías haberme dejado dormir -mereprochó ella con amargura-. Me estaba

durmiendo cuando susurraste en mi oído.

No respondí. Era verdad.

–Pastelitos de chocolate calientes -recordó-. No era mala idea, claro.Romper mi dieta.

Empecé a sonreír.

–Basta ya.

–Podríamos volver a tu casa. O a la mía.Para dormir.

–Supongo que sí. Pero no podríamosdormir, ¿verdad? No, no lo digas.Tomamos unos somníferos y cinco horas

más tarde nos despertamos chillando.Prefiero estar despierta. A1 menos,sabremos lo que sucede.

Pero si tomamos todas las pastillas…No lo dije, sólo lo pensé.

–¿Una excursión, entonces?

–¿Adónde?

–Bueno, a la playa. Qué más da.Podemos decidirlo más tarde.

4

Todos los mercados estaban cerrados.Pero yo era cliente desde hacía años deuna tienda de licores próxima a RedBarn. Nos vendieron foie-gras, galletas,un par de botellas de champaña helado,seis clases de queso y grandescantidades de almendras; cogí toda clasede frutos secos, más galletas, una bolsade hielo, entremeses, y un quinto decoñac viejo que me costó veinticincopavos, otro quinto de jerez Heering paraLeslie, seis latas de cerveza y Bitternaranja…

Cuando hubimos apilado todo esto en elcarrito de la tienda, estaba lloviendo.Unas gotas enormes chocaban contra elcristal del escaparate. El viento ululabaen las esquinas.

El dependiente estaba de buen humor,muy animado y lleno de energía.Llevaba la noche entera contemplando laluna.

–¡Y ahora esto! – gritó al meter loadquirido en las bolsas.

Era un hombre viejo, musculoso, conbrazos y hombros gruesos.

–Nunca había llovido así en California.

El agua suele caer recto y fuerte, cuandollueve. Oh, tarda muchos días enformarse la lluvia.

–Lo sé.

Firmé un cheque, sintiéndome culpable.Me conocía lo suficiente para fiarse demí. Pero el cheque era bueno. Habíafondos. Antes de que abriesen el banco,el cheque sería sólo cenizas, y todos losbancos del mundo hervirían bajo elcalor del sol. Pero eso no era culpa mía.

Apiló las bolsas en el carrito y fue haciala puerta.

–Cuando pare un poco la lluvia, losacaremos todo deprisa. Bien, ¿listos?

Abrí la puerta. La lluvia caía como sialguien hubiese arrojado un cubo deagua al escaparate. Paró al cabo de unmomento, aunque por el cristal siguióresbalando el agua.

–¡Ahora! – gritó el dependiente.

Abrí del todo la puerta y salimos.Llegamos al coche riendo comochiflados. El viento aullaba a nuestroalrededor, rociándonos por completo.

–Hemos aprovechado un buen respiro.¿Saben qué me recuerda este tiempo?

Kansas -dijo el dependiente-. Durante untornado.

¡De repente, el cielo estuvo lleno degrava! Gritamos y agachamos la cabeza,y el coche recibió un millón de golpes.Abrí la portezuela y empujé a Leslie y aldependiente tras de mí. Nos frotamos lasmaltrechas cabezas y contemplamos lagrava blanca que bailoteaba por todaspartes.

El dependiente se sacó una piedrecitadel cuello de la camisa. La puso en lamano de Leslie, y ella soltó un gritito yme la dio. Estaba fría, helada.

–Granizo -exclamó el viejo-. No loentiendo.

Tampoco lo entendía yo. Sólo acertaba apensar que estaba relacionado con lanova. Pero ¿qué? ¿Cómo?

–Debo regresar -musitó el dependiente.

El granizo se había fundido rápidamente.El viejo salió del coche como unsoldado al tomar una colina. Novolvimos a verle. Las nubes se formabany desaparecían velozmente, mucho másdeprisa que en días anteriores, susvientres brillantes por las luces de laciudad.

–Debe de ser por la nova -comentóLeslie.

–Pero ¿cómo? Si la onda de choquehubiese llegado hasta aquí ya habríamosmuerto… o al menos estaríamos sordos.¿Granizo?

–¿Qué más da, Stan? ¡No tenemostiempo!

–Está bien -me estremecí-. ¿Qué es loque más te gustaría, ahora mismo?

–Ver un partido de béisbol.

–Son las dos de la madrugada -indiqué.

–Lo cual impide muchas cosas, ¿verdad?

–Exacto. Hemos estado en nuestroúltimo bar. Hemos visto el últimoespectáculo, nuestra última película.¿Qué más queda?

–Contemplar el escaparate de unajoyería.

–¿En serio? ¿En tu última noche en laTierra?

Consideró la respuesta.

–Sí.

Y lo dijo en serio. Por mi parte, nopodía imaginarme una cosa másaburrida.

–¿Westwood o Beverly Hills?

–Ambas.

–Oye, mira…

–Pues Beverly Hills.

Pasamos bajo otro chaparrón degranizo… una tempestad en cápsulas.Aparcamos a media manzana de Tiffany.

La acera era un solo charco. El agua dela lluvia caía sobre nosotros desde losdiversos niveles de los edificios.

–¡Es maravilloso! – exclamó Leslie-.Debe de haber media docena de joyeríasen una distancia muy corta.

–Pensaba ir en el coche…

–No, no, no, no adoptas la actitud másapropiada. Hay que recorrer losescaparates a pie. Está en el reglamento.

–Pero la lluvia…

–No morirás de pulmonía. No tienestiempo -rió alegremente.

Tiffany tenía una sucursal en BeverlyHills, pero de noche no había en losescaparates joyas caras. Había, eso sí,algunas chucherías fascinantes, nadamás.

Torcimos hacia Rodeo Drive… yquedamos admirados. Tibor sí exhibíauna colección infinita de sortijas,recargadas y modernas, grandes ypequeñas, con toda clase de piedraspreciosas y semipreciosas. Al otro ladode la calle, Van Cleef Arpels exhibíabroches, relojes de caballero condibujos admirables, brazaletes conrelojitos engastados, y en un escaparate

todo eran diamantes.

–Oh, es estupendo -proclamó Leslie,sobrecogida ante los centelleantesdiamantes-. ¡Qué hermosos deben de sera la luz del día! Oh…

–Es mejor no pensar en eso.Imagínatelos al amanecer, relucientes ala luz de la nova, mientras losescaparates se resquebrajan para dejarentrar la luz del día. ¿Quieres uno? ¿Elcollar?

–Oh… ¿puedo quedarme con uno? Eh,estás bromeando. Deja eso, idiota, debede haber alarmas en el cristal.

–Mira, nadie va a usar nada de eso apartir de ahora. ¿Por qué no hemos dellevarnos algo?

–¡Nos cogerían!

–Dijiste que querías ir de tiendas…

–No quiero pasar la última hora de mivida en un calabozo. Si hubieras traídoel coche, tal vez habríamos podido…

… escapar. Exacto. Y yo queríatraerlo…

Pero en ese instante nos derrumbamoscasi literalmente y retrocedimos,

sosteniéndonos uno al otro.

Había más de media docena de joyeríasen Rodeo. Y había más tiendas.Juguetes, libros, camisas y corbatas deestilos modernísimos. En Francis Orr,un gran cubo de plástico lleno depeniques nuevos. Más allá, un par derelojes muy extraños. Era muy divertidoir mirando escaparates, sabiendo quepodíamos romper uno y llevarnos lo quequisiéramos.

Caminábamos, cogidos de la mano,balanceando los brazos. La acera erasólo nuestra; los demás habían huido porel mal tiempo. Las nubes searremolinaban en lo alto.

–Ojalá hubiese sabido lo que iba asuceder -se quejó Leslierepentinamente-. Pasé todo el día deayer tratando de arreglar un fallo de unprograma. Y ahora, ya no me quedatiempo.

–¿Qué habrías hecho? ¿Ver un partidode béisbol?

–Tal vez. No. Bien, ya no importan lasligas -frunció el ceño ante un escaparatede vestidos-. ¿Qué habrías hecho tú?

–Ir al Esfera Azul a tomarme uncombinado -indiqué-. Es un local de

topless. Solía ir mucho allí. Creo queahora ya van totalmente desnudas.

–Nunca he estado en uno de esosestablecimientos. ¿A qué hora abren?

–Olvídalo, son casi las dos y media.

Leslie reflexionó, contemplando losgigantescos animales disecados de unatienda de juguetes.

–¿No hay nadie a quien asesinarías situvieras tiempo?

–Bueno, ya conoces a mi agente, quevive en Nueva York…

–¿Por qué a él?

–Hija mía, ¿por qué todos los escritoresdesean matar a sus agentes literarios?Por los manuscritos que pierden debajode otros manuscritos. Por su diez porciento, que tan mal perciben, y por elotro noventa por ciento que me envían aregañadientes y tarde. Por…

De pronto, el viento aulló y nos azotófuriosamente. Leslie indicó un portal,que resultó ser el de Gucci, y corrimoshacia él. Nos acurrucamos contra elcristal.

El viento se cargó de un granizo del

tamaño de canicas. Los vidrios serompían por doquier, y las alarmassonaban como voces débiles y frágilesen el viento. ¡Había algo más quegranizo en el viento! ¡Había piedras!

Capté el olor y el sabor del agua delmar.

Nos apretujamos en el espacio medioprotegido delante de Gucci. Acuñé unafrase de breve vida y grité:

–¡Tiempo de nova! ¡Como las brasas lohicieron…!

No podía oírme a mí mismo, y Leslie nise enteró de mis gritos.

Tiempo de nova. ¿Cómo había llegadotan deprisa? Viniendo por el Polo, laonda de choque de la nova debía dehaber recorrido seis mil kilómetros… almenos, un viaje de cinco horas.

No. La onda de choque viajaría por laestratosfera, donde la velocidad delsonido es mayor, y después sepropagaría por abajo. Tres horas eransuficientes. Sin embargo, medité, nodebería llegar como un huracán. A1 otrolado del mundo, la explosión del solestaba desgarrando nuestra atmósfera,enviándola a las estrellas. El choquetendría que haberse producido como un

solo y vasto trueno.

El viento amainó un momento y eché acorrer por la acera, arrastrando a Leslie.Encontramos otro portal cuando elviento volvió a soplar. Me pareció oíruna sirena en respuesta a la alarma.

En la siguiente pausa atravesamosWilshire y llegamos al coche. Nossentamos dentro jadeando, y esperamosa que la calefacción nos calentase. Miszapatos eran como barcas. La ropamojada se me pegaba a la piel.

–¿Cuánto durará? – gritó Leslie.

–¡No lo sé! ¡Debemos de tener algún

tiempo!

–¡Tendremos que ir de excursión dentrodel piso!

–¿Del tuyo o del mío? Del tuyo -decidí,apartando el coche de la acera.

5

Wilshire Boulevard estaba inundadohasta casi cubrir las ruedas de loscoches en muchos sitios. Las ráfagas de

granizo y cellisca eran ya una lluviacontinua. Ante nosotros se extendía unaniebla espesa, alta hasta la cintura, quese quebraba sobre el capó del coche yformaba una estela detrás nuestro. Untiempo espantoso.

Tiempo de nova. No había llegado laonda de choque del vapor recalentado.En cambio, atronaba la estratosfera unviento cálido, y su turbulencia formabaextrañas tormentas a nivel del suelo.

Estacionamos ilegalmente en el nivelsuperior del aparcamiento. Un vistazo alinterior me permitió comprobar queestaba atestado. Abrí el portaequipajes y

saqué dos pesadas bolsas de papel.

–Debemos de estar locos -comentóLeslie, meneando la cabeza-. Nunca noscomeremos todo esto.

–De todos modos, lo subiremos.

–Pero ¿porqué? – preguntó riendoLeslie.

–Por capricho. ¿Me ayudas?

Llevamos toda la carga hasta el pisocatorce. Bueno, dejamos todavía un parde bolsas en el coche.

–Bah, no importa -exclamó Leslie-.

Tenemos los entremeses, las botellas ylos frutos secos. ¿Qué más necesitamos?

–Los quesos, las galletas y el foie-gras.

–Olvídalo. – No.

–Estás loco -dijo lentamente Leslie,para que lo entendiese bien-. Puedesmorir ahumado al bajar. Tal vez sólonos queden unos minutos, y quieres tenercomida para una semana… ¿Por qué?

–Prefiero no decirlo.

–Entonces, ¡márchate!

Cerró la puerta con una fuerza terrible.

El ascensor era un problema, y penséque tal vez Leslie tuviese razón. Elaullido del viento llegaba hasta allí,hasta el corazón del edificio. Tal vezestuviera arrancando cables eléctricospor todas partes, y yo me quedaríaencerrado en una cabina a oscuras. Perobajé.

En el nivel superior había agua hasta lasrodillas.

Mi segunda sorpresa fue que estabatibia, como agua de baño usada, y eramuy desagradable vadearla. El vapor seenroscaba en la superficie y luego se

disolvía gracias al vendaval quesoplaba por la cámara de cemento conchillidos como los de los condenados.

A1 subir se me planteó otro problema.Si sucedía lo que estaba pensando, siuna ráfaga de vapor me envolvía… Mesentía como un idiota… Pero seabrieron las puertas y las luces nisiquiera parpadearon.

Leslie no me dejó entrar.

–¡Vete! – me gritó desde el otro lado dela puerta-. ¡Vete y cómete tus quesos ytus galletas en otra parte!

–¿Estás citada con otro?

Fue una equivocación. No obtuverespuesta.

Casi pude comprender su punto de vista.El segundo viaje en busca de víveres noera algo que pudiera provocar unadisputa. Pero ¿por qué tenía que ser unadisputa? Además, ¿cuánto iba a durar lonuestro? Con suerte, una hora. Entonces,¿por qué perder el tiempo en unadiscusión para preservar algo tanefímero?

–No pensaba decírtelo -grité-. Tal veznecesitemos comida para una semana. Yun sitio donde escondernos.

Esperaba que me oyese a través de lapuerta. El viento debía de soplar conmucha más intensidad en el otro lado.

Silencio. Me pregunté si sería capaz dederribar la puerta. ¿O sería mejoraguardar en el descansillo? Finalmente,ella tendría que…

Se abrió la puerta. Leslie estaba pálida.

–Eso ha sido cruel -murmuró.

–No puedo prometerte nada. Queríaesperar, pero tú me has obligado. Me heestado preguntando si realmente ha

explotado el sol.

–Eso ha sido cruel. Ya me estabaacostumbrando a la idea.

Volvió la cara hacia la jamba de lapuerta. Cansada, estaba cansada. Lahabía mantenido en pie demasiadotiempo…

–Escúchame. Todo fue un error -exclamé-. Debía de tratarse de unaaurora boreal que iluminaba el cielo depolo a polo. Una oleada de partículassalidas del Sol y viajando casi a lavelocidad de la luz habría penetrado enla atmósfera como… ¡Vaya, habríamostenido que ver fuegos de San Telmo en

todos los edificios!

Hice una leve pausa y continué:

–Además, la tormenta se presentó muylentamente -grité, para que me oyese porencima del trueno-. Una novadesgarraría el cielo sobre la mitad delplaneta. La onda de choque pasaría allado nocturno con un ruido capaz deromper todos los cristales del mundo,¡todos a la vez! Y rompería el cemento yel mármol…, y, Leslie querida, eso noha ocurrido. Por eso empecé ameditar…

–Entonces… ¿qué es? – preguntó en voz

muy baja.

–Una llamarada. La peor que…

–¡Una llamarada! – gritó ella comoacusándome-. ¡Una explosión solar!¿Piensas que el sol puede encendersecomo…?

–Calma…

–¿Crees que podría convertir a la luna ylos planetas en otras tantas antorchas ydespués recobrar su aspecto normalcomo si nada hubiese sucedido? ¡Oh,idiota…!

–¿Puedo entrar?

Asintió sorprendida. Se hizo a un lado,me agaché para coger las bolsas y entré.

Las puertas de vidrio crujían como siunos gigantes intentasen abrirse paso através de ellas. La lluvia habíapenetrado por algunos resquicios yformaba charquitos sobre la alfombra.

Dejé las bolsas en la cocina. Hallé panen el refrigerador y metí dos rebanadasen el tostador. Mientras se tostaban, abrílas latas de foie-gras.

–Mi telescopio ha desaparecido -exclamó ella.

Claro. El trípode estaba en el balcón.

Quité el alambre de una botella dechampaña. Las rebanadas de pansaltaron, listas, y Leslie cogió uncuchillo y las untó con el foie-gras.Sostuve la botella junto a su oído paradarle un sobresalto.

Ella sonrió fugazmente cuando saltó elcorcho.

–Podemos instalar aquí nuestrocampamento. Detrás de la mesa. Tarde otemprano el viento romperá las puertas ylloverán vidrios por todas partes.

Era una buena idea. Pasé al otro lado dela cocina, cogí todos los cojines delsuelo y del diván y volví con ellos. Noshicimos un buen nido.

Era muy agradable. La repisa de lacocina tenía metro y medio de altura, osea que quedaba por encima de nuestrascabezas, y el espacio de la cocina era lobastante amplio para movernoscómodamente. Y el suelo estaba lleno dealmohadones. Leslie sirvió el champañaen copas de coñac, lo cual no estabamal.

Quise pensar en un brindis, pero habíademasiadas posibilidades, todas

deprimentes. Bebimos sin brindar.Luego, dejamos cuidadosamente lascopas y nos abrazamos. Podíamos estarsentados cara a cara, recostados uno allado del otro.

–Vamos a morir -musitó Leslie.

–Quizá no.

–Acostúmbrate a la idea. Yo ya lo estoy.Mírate, estás muy nervioso. Tienesmiedo de morir. ¿No ha sido una veladaagradable?

–Única. Ojalá te hubiese llevado a cenarmás a menudo.

Llegó el trueno en una serie de seisexplosiones. Como bombas en un ataqueaéreo.

–Pienso como tú -asintió Leslie cuandopudimos volver a oír.

–Ojalá lo hubiera sabido esta tarde.

–Praliné de nueces…

–El mercado de Farmer. Cacahuetestostados. ¿A quién habrías asesinado dehaber tenido tiempo?

–Había una chica en mi colegiouniversitario…

Y empezamos a competir. Yo nombré aun editor que siempre cambiaba de idea.Leslie nombró a una de mis antiguasnovias. Yo nombré a un novio suyo, alúnico que yo conocía, y nos divertimosmucho antes de quedarnos sin nombres.Mi hermano Mike se había olvidado encierta ocasión de mi cumpleaños. Elmuy canalla.

Las luces parpadearon y volvieron abrillar.

–¿Crees que el sol -preguntó Leslie enun tono demasiado casual- puede volvera la normalidad?

–Será mejor que vuelva, de lo contrario,moriremos. Ojalá pudiéramos verJúpiter.

–¡Maldición, responde! ¿Crees que hasido una llamarada?

–Sí.

–¿Por qué?

–Las estrellas enanas amarillas no seconvierten en novas.

–¿Y si la nuestra lo hubiese hecho?

–Los astrónomos saben muchas cosas

sobre las novas -repliqué-. Más de loque puedas sospechar. Las prevén conmeses de antelación. El sol es unaestrella enana amarilla sin importancia.Y esa clase de estrellas nunca setransforman en novas, repito. Primerotienen que salir de la secuenciaprincipal, y eso tarda millones de años.

Golpeó mi espalda cariñosamente con elpuño. Estábamos mejilla contra mejillay no podía verle la cara.

–No quiero creerlo. No me atrevo. Stan,nunca había ocurrido una cosa comoésta. ¿Cómo lo sabes…?

–Por algo que ocurrió.

–¿Qué? No lo creo. Nos acordaríamos.

–¿Te acuerdas del primer alunizaje?¿Con Aldrin y Armstrong?

–Claro. Lo vimos en la fiesta dealunizaje de Earl.

–Alunizaron en el lugar más grande ymás llano que pudieron hallar en laLuna. Enviaron varias horas de película,tomaron fotos muy claras y dejaronhuellas por todo el lugar. Y regresaroncon un montón de piedras.

»¿Te acuerdas? La gente dijo que había

sido un viaje muy largo para no traermás que piedras. Pero lo primero que seobservó en ellas fue que estaban mediofundidas.

»En un tiempo pasado, en algúnmomento de los últimos cien mil años,el Sol sufrió otra de sus llamaradas,también muy potente, que no duró lobastante para dejar señales en la Tierra.Pero la Luna no tiene atmósfera que laproteja, y todas las rocas de un lado sefundieron.

El aire estaba muy caliente y húmedo.Me quité la chaqueta, completamentemojada por la lluvia. Busqué tabaco ycerillas, encendí un cigarrillo y exhalé

el humo junto a la oreja de Leslie.

–Lo recordaríamos. No pudo ser tanmalo.

–No estoy tan seguro. Supongamos quesucedió en el Pacífico. No podía hacermucho daño. O sobre el continenteamericano. Habría esterilizado algunasplantas y animales, e incendiado grancantidad de bosques, y ¿quién lo sabría?Aquella vez el sol volvió a lanormalidad. Podría volver a ocurrir. Elsol es una estrella variable de cuartamagnitud. Tal vez sea más variable de loque pensamos, y varíe mucho más amenudo.

Algo se rompió en el dormitorio. ¿Unaventana? Un viento húmedo nos rozó, yel rumor de la tormenta subió de tono.

–O sea que podríamos sobrevivir a esto-puntualizó Leslie.

–Creo que has puesto el dedo en lallaga. ¡Skäl!

Cogí la copa y bebí un sorbo dechampaña. Eran más de las tres de lamadrugada y el huracán azotaba nuestraspuertas.

–¿Y no debemos hacer nada?

–Lo estamos haciendo.

–¡Por ejemplo, intentar subir a lamontaña! ¡Stan, habrá inundaciones!

–Puedes apostar a que sí, pero no seelevarán tanto. No llegarán aquí.Catorce pisos. Oye, ya lo pensé.Estamos en un edificio construido aprueba de terremotos; al menos, eso medijiste. Por tanto, haría falta algo másfuerte que un huracán para derribarlo.

»En cuanto a huir a la montaña, ¿a quémontaña? Esta noche no llegaríamosmuy lejos, con las calles ya inundadas.Supongamos que lográramos subir a las

montañas de Santa Mónica; y después,¿qué? Corrimientos de tierras. Esa zonano resistirá lo que se avecina. Lallamarada habrá absorbido suficienteagua para formar otro océano. ¡Lloverádurante cuarenta días y cuarenta noches!Amor mío, éste es el lugar más seguro alque podemos llegar esta noche.

–¿Y si se funden los casquetes polares?

–Sí… bueno, estamos a bastante altura.Eh, tal vez fuera la última llamarada loque inició el diluvio de Noé. Y quizávuelva a suceder. Seguro que no hayningún sitio en la Tierra que no esté enel centro de un huracán. Esos doshuracanes enfrentados ya deben de

haberse descompuesto en centenares detormentas más pequeñas.

Las vidrieras explotaron hacia dentro.Nos agachamos y el viento aulló anuestro alrededor, trayendo consigovidrios y lluvia.

–¡Al menos tenemos víveres! – grité-. Sila inundación nos aísla, podremosresistir algún tiempo.

–Pero si cortan la electricidad nopodremos guisar. Y la nevera…

–Vamos a guisar todo lo que podamos.Haremos huevos duros…

El viento soplaba con inusitadaintensidad. Dejé de hablar.

La cálida lluvia caía horizontalmente,dejándonos empapados. ¿Intentar guisaren medio de un huracán? Había sidoestúpido al esperar tanto. Si lointentábamos, el viento volcaría losrecipientes y nos quemaríamos con elagua caliente. O con el aceite caliente…

–¡Tendremos que utilizar el horno! –gritó Leslie.

Naturalmente. El horno no nos podíacaer encima.

Lo graduamos a 190 °C y metimosdentro los huevos, en un cazo con agua.Sacamos toda la carne del cajón dondeestaba y la pusimos en una bandejarefractaria. Dos alcachofas en otro cazo.Las otras verduras nos las podíamoscomer crudas.

¿Qué más? Traté de pensar.

Agua. Si se iba la electricidad,probablemente nos quedaríamos tambiénsin agua y sin teléfono. Abrí los grifosdel fregadero y empecé a llenarcacharros: recipientes con tapadera, lacafetera para treinta tazas que Leslieusaba en las fiestas, el cubo de la

colada… Pensó que estaba loco, pero yono me fiaba de la lluvia como provisiónde agua, ya que no podía controlarla.

El ruido. Ya habíamos dejado de gritar.Cuarenta días y cuarenta noches de ruidoy estaríamos completamente sordos.¿Algodón? Ya era tarde para ir al cuartode baño. ¡Servilletas de papel! Cogíalgunas, las rompí y las arrugué, con loque tuvimos cuatro tapones para losoídos.

¿Condiciones sanitarias? Otro motivopara escoger el piso de Leslie. Cuandola cisterna dejase de funcionar, nosquedaría el balcón.

Y si la inundación llegaba hasta el pisocatorce, nos quedaría el tejado. Veintepisos más arriba. Si todavía ascendíamás, poca gente quedaría cuando lasaguas descendiesen.

¿Y si era una nova?

Atraje a Leslie hacia mí y encendí otrocigarrillo con una sola mano. Todos misplanes se derrumbarían si era una nova.Pero, aun sabiéndolo, habría actuadoigual. No dejas de hacer planes aunquese pierdan las esperanzas.

Y cuando el huracán se conviertiese envapor caliente, nos quedaría el balcón.

Una carrera y un salto por la barandillaera preferible a morir quemados envida.

Pero no había llegado el momento demencionarlo. Además, probablementeLeslie pensaba lo mismo.

Las luces se apagaron hacia las cuatro.Apagué el horno, por si volvía lacorriente. Dejaría pasar una hora paraque se enfriase y metería toda la comidaen las bolsas.

Leslie dormía, recostada en mis brazos.¿Cómo podía dormir sin saber laverdad? Le coloqué unos almohadones

detrás y la dejé descansar.

Durante algún tiempo permanecí tendidode espaldas, fumando y viendo cómo losrelámpagos hacían dibujos en el techo.Nos habíamos tomado todo el foie-grasy una botella de champaña. Pensé enabrir la de coñac pero decidí locontrario, con pesar.

Transcurrió largo tiempo. No sé qué ibapensando. No dormí, aunque tenía elcerebro ocioso. Sólo gradualmente medi cuenta de que el techo, entre dosrelámpagos, se había vuelto gris.

Rodé sobre mí mismo, cautelosamente,

empapado. Todo estaba mojado.

Mi reloj indicaba las nueve y media.

Pasé arrastrándome al salón. Llevabatanto tiempo ignorando los ruidos de latormenta que tuve que recibir una ráfagade lluvia caliente para acordarme.Había un huracán en marcha. Pero entrelas negras nubes se filtraba una luzgrisácea.

Había hecho bien al guardar el coñac.Inundaciones, tormentas, radiaciónintensa, incendios debidos a laexplosión solar… si la destruccióngeneral era tal como me la imaginaba, eldinero carecería de valor. Y

necesitaríamos artículos de trueque.

Tenía hambre. Me comí un par dehuevos con bacon y empecé a guardar elresto de las provisiones. Teníamoscomida para una semana… aunque nopara mantener una dieta equilibrada.Quizá pudiéramos hacer cambios conlos de otros apartamentos. Era unedificio grande. También debía de haberapartamentos vacíos que podríamosasaltar en busca de sopa enlatada y otrosproductos similares. Además, habría queocuparse de los refugiados de los pisosmás bajos, si las aguas seguíansubiendo…

¡Maldición! Echaba de menos la nova.La vida había sido muy simple la nocheanterior. Y ahora… ¿Teníamosmedicinas? ¿Habría médicos en eledificio? Podía declararse unadisentería y otras epidemias. Y hambre.No muy lejos había un supermercado.¿Hallaríamos un equipo desubmarinismo en la casa?

Pero primero necesitaba dormir. Mástarde exploraríamos el edificio. El díatenía una claridad gris carbón. Las cosashabrían podido ser peores, muchopeores. Pensé en la radiación que debíade haber caído sobre el otro extremo delmundo, y me pregunté si nuestros hijostendrían que colonizar Europa, o Asia, o

África…

Título original: InconstantMoon

Premio Hugo 1972

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