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1 LOS MÉTODOS DE LAS HUMANIDADES Luis Arenas Universidad de Zaragoza (Primer borrador) Con su proverbial capacidad para eliminar todo lo accesorio, el mundo anglosajón ha dado una respuesta precisa a cuál es la metodología propia y característica de las llamadas humanidades. Se trata de lo que se denomina el método de las cuatro “erres”: “Reading, writing, reflection and rustication”. Algo así como “Leer, escribir, reflexionar y expulsar (se entiende: bajo la forma de publicaciones)”. La cosa es, obviamente algo más compleja, pero a lo que apunta el juego de palabras es al hecho de que el trabajo característico que define la práctica de la historia y de la filología, de la literatura o de la filosofía consistiría básicamente en enfrentarse a un inmenso legado de palabras, de libros y legajos con el objeto de arrojar sobre ellos un sentido (acaso, en alguna feliz ocasión, un sentido nuevo) que permita comprender mejor alguno de los infinitos perfiles que tiene el misterio de lo humano. En este punto, las humanidades se hallan muy lejos de los intereses que animan a la práctica científica, empeñada hoy, como desde tiempos de Bacon, en conocer la naturaleza para poder dominarla y ponerla a nuestro servicio. Ni por su objeto, ni por sus fines —y, claro es, tampoco por sus métodos— las ciencias comparten con las humanidades otra cosa que no sea su condición general de saberes, esto es, de conocimiento y experiencia organizada y sistemáticamente disponible para tales o cuales objetivos. Acercarse a los métodos de las humanidades significa, pues, haber comprendido los fines a los que éstas se orientan y desde los que obtienen su sentido. Pero en el instante en que se plantea el sentido de las humanidades —y, como correlato de ese problema, la naturaleza de sus métodos—, veremos cómo la dimensión metodológica o epistémica de la cuestión pronto deja paso inevitablemente a consideraciones que desbordan con mucho el ámbito gnoseológico, para adentrarse en cuestiones que demandan ser abordadas desde una perspectiva ética, antropológico- filosófica e incluso cosmovisional. De hecho, como trataré de sugerir, responder a la pregunta por los fines de las humanidades y por el lugar que han de ocupar en nuestras sociedades implica en el fondo adoptar una posición en relación a nuestra propia autocomprensión como especie. La miseria del positivismo La oposición que enfrenta a ciencias naturales y ciencias humanas es un producto específico (uno más) de la Modernidad, ese período de la cultura de Occidente que arranca en Europa en los albores del siglo XVII y que arroja su sombra hasta nuestro más inmediato presente. Sería difícil entender la situación que con el correr de los siglos dará lugar a lo que Snow llamará a mediados del siglo XX el enfrentamiento entre “las dos culturas” sin tener presente una breve reconstrucción de los orígenes que fueron configurando el horizonte científico y académico tal y como éste se nos presenta en la

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LOS MÉTODOS DE LAS HUMANIDADES

Luis Arenas Universidad de Zaragoza

(Primer borrador)

Con su proverbial capacidad para eliminar todo lo accesorio, el mundo anglosajón ha dado una respuesta precisa a cuál es la metodología propia y característica de las llamadas humanidades. Se trata de lo que se denomina el método de las cuatro “erres”: “Reading, writing, reflection and rustication”. Algo así como “Leer, escribir, reflexionar y expulsar (se entiende: bajo la forma de publicaciones)”. La cosa es, obviamente algo más compleja, pero a lo que apunta el juego de palabras es al hecho de que el trabajo característico que define la práctica de la historia y de la filología, de la literatura o de la filosofía consistiría básicamente en enfrentarse a un inmenso legado de palabras, de libros y legajos con el objeto de arrojar sobre ellos un sentido (acaso, en alguna feliz ocasión, un sentido nuevo) que permita comprender mejor alguno de los infinitos perfiles que tiene el misterio de lo humano. En este punto, las humanidades se hallan muy lejos de los intereses que animan a la práctica científica, empeñada hoy, como desde tiempos de Bacon, en conocer la naturaleza para poder dominarla y ponerla a nuestro servicio. Ni por su objeto, ni por sus fines —y, claro es, tampoco por sus métodos— las ciencias comparten con las humanidades otra cosa que no sea su condición general de saberes, esto es, de conocimiento y experiencia organizada y sistemáticamente disponible para tales o cuales objetivos. Acercarse a los métodos de las humanidades significa, pues, haber comprendido los fines a los que éstas se orientan y desde los que obtienen su sentido. Pero en el instante en que se plantea el sentido de las humanidades —y, como correlato de ese problema, la naturaleza de sus métodos—, veremos cómo la dimensión metodológica o epistémica de la cuestión pronto deja paso inevitablemente a consideraciones que desbordan con mucho el ámbito gnoseológico, para adentrarse en cuestiones que demandan ser abordadas desde una perspectiva ética, antropológico-filosófica e incluso cosmovisional. De hecho, como trataré de sugerir, responder a la pregunta por los fines de las humanidades y por el lugar que han de ocupar en nuestras sociedades implica en el fondo adoptar una posición en relación a nuestra propia autocomprensión como especie. La miseria del positivismo La oposición que enfrenta a ciencias naturales y ciencias humanas es un producto específico (uno más) de la Modernidad, ese período de la cultura de Occidente que arranca en Europa en los albores del siglo XVII y que arroja su sombra hasta nuestro más inmediato presente. Sería difícil entender la situación que con el correr de los siglos dará lugar a lo que Snow llamará a mediados del siglo XX el enfrentamiento entre “las dos culturas” sin tener presente una breve reconstrucción de los orígenes que fueron configurando el horizonte científico y académico tal y como éste se nos presenta en la

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actualidad. Por ello quizá no esté de más hacer una rápida reconstrucción que nos permita recorrer el camino desde los orígenes de la Modernidad a esa apoteosis de sus supuestos epistemológicos que es el positivismo del siglo XIX. Es frecuente resumir en tres ideas clave las tesis de la actitud positivista. La primera consistiría en la defensa de un cerrado monismo metodológico: la convicción de que todas las ciencias habrían de ajustarse a un método único e idéntico con independencia del objeto sobre el que se volcaran los distintos esfuerzos de conocimiento. La segunda tesis es la que vería en la matemática el canon ideal de todo conocimiento digno de tal nombre. La tercera y última idea-fuerza del positivismo consistiría en afirmar que lo característico del conocimiento verdadero descansa en su capacidad de predicción, de tal manera que conocer una realidad vendría a ser equivalente a poder anticipar sus rasgos o propiedades bajo la estructura de una legalidad uniforme. De estos tres presupuestos, el primero de ellos, el monismo metodológico, es una idea que vivirá un largo proceso de maduración desde sus orígenes cartesianos hasta su consumación positivista. Descartes será el primero en hacer descansar en un cambio de perspectiva metodológica la clave de la transformación que distingue la actitud moderna de la Antigüedad y a la Edad Media con respecto al problema del conocer humano. Su famoso Discours de la Méthode (1637) se presenta —recuérdese— como un prólogo metodológico a tres de las ciencias que Descartes ha logrado desarrollar gracias a su estricta aplicación: la óptica, los meteoros y, sobre todo, la geometría. Sin embargo, la lectura atenta del Discurso del método permite ver en él poco más que un ejercicio retórico de propaganda. Es difícilmente creíble que de la mera aplicación de sus cuatro principios (claridad y distinción, análisis, síntesis y repaso final de las fases parciales) puedan haber surgido los complejos desarrollos que dan lugar, por ejemplo, a la geometría analítica. Más bien, el Discurso ha de ser entendido sobre todo como un manifiesto inaugural, un espaldarazo a una nueva actitud que rompe con el supuesto metodológico básico que dominó la concepción pluralista característica de la ciencia antigua y medieval: la idea —de raigambre aristotélica— según la cual a cada objeto le ha de corresponder un método que se ajuste a sus necesidades y posibilidades específicas. Frente a ello, Descartes propone una aproximación que haga abstracción de las diferentes materias y se enfrente a ellas portando en su mano un puñado de principios únicos y básicos. La idea de un método único y común para encaminar el conocimiento de la realidad sería la gran preocupación gnoseológica de la Modernidad. La encontramos en Bacon y en su intento de generalizar el método inductivo como novum organum del saber orientado al dominio de la naturaleza. Es el sello característico de Spinoza y su deseo de dominar la filosofía bajo la forma de un método geométrico que debería tratar con el mismo rigor axiomático la metafísica, la política o las pasiones. También Leibniz acariciará la esperanza de poder reconducir toda discrepancia teórica mediante un sencillo “Calculemus!” gracias a una characteristica universalis que fuera algo así como un lenguaje general del pensamiento bajo el que pudieran quedar amparadas la metafísica, la matemática y la ciencia. A través de la filosofía de Wolff esa conciencia metodológica se extiende hasta Kant, quien cerrará su primera crítica con una “Doctrina trascendental del método”, donde se hace ver cómo esa unidad de método no descansa tanto en la naturaleza o los objetos que aborda cuanto en la estructura y condiciones de la propia razón humana. Bajo ese mismo espíritu unificador, aún en el siglo XVIII, los enciclopedistas, con Diderot y D’Alembert a la cabeza, propondrán esa summa generalis de la época que fue La Enciclopedia o Diccionario razonado de ciencias, artes y oficios, ampliado y mejorado un par de décadas después en la llamada ya

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explícitamente Encyclopédie méthodique impulsada por el librero-filósofo Charles-Joseph Panckoucke. Pero será el siglo XIX el que conocerá la apoteosis de este monismo metodológico gracias a la obra cumbre del positivismo francés, el Cours de Philosophie Positive de Auguste Comte. En su prólogo leemos el precipitado de estos dos siglos de preocupación por la unidad metodológica de los saberes: “Por filosofía positiva entiendo sólo el estudio propio de las generalidades de las distintas ciencias concebidas como hallándose sujetas a un método único y formando distintas partes de un plan general de investigación”1. A la idea de un método común se sumará desde el principio la generalizada convicción de que el conocimiento científico que verdaderamente merezca el nombre de tal ha de aspirar a un grado de rigor semejante al que encontramos en la matemática. Desde los pitagóricos y Platón la precisión inmaculada de lo matemático había sido el fulcro con que medir la seriedad y confianza que podían reclamar para sí los distintos saberes. Hasta tal punto será así, que si Platón descartó la posibilidad de que pudiera haber ciencia de lo sensible en el mundo físico sublunar, era porque en él a su juicio no cabía hallar la constancia e inmutabilidad que nos ofrece el sereno mundo de los objetos celestes, tan bien avenidos con las precisas exigencias del lenguaje matemático. Sin embargo, la progresiva matematización del universo físico, que arrancará con Descartes y Galileo y hallará su culminación en la philosophia naturalis Newton, logrará a finales del siglo XVII aunar la perfección ideal del cálculo matemático con el carácter real de la materia sobre la que esos cálculos se proyectan. Johannes Kepler lo resumiría en una fórmula justamente famosa: “Ubi materia, ibi geometria”. Descubrir, como haría Galileo en el siglo XVII, “que el gran libro de la naturaleza estaba escrito en caracteres matemáticos” supuso el espaldarazo definitivo para quienes vieron en la matematización del saber el marchamo necesario para que una disciplina pudiera reclamar su estatuto de cientificidad. La física se había hecho matemática (o al revés: la matemática por fin había abandonado su cielo puro e inmaterial y pasaba a entreverarse con el mundo corpóreo) y esa nueva fusión de dos disciplinas acabó por convertirse en el canon metodológico de todo saber. La consecuencia de todo ello es que a partir de Newton el universo entero cabía en un puñado de ecuaciones. En tres, para ser exactos. Con ello se consumaba el último rasgo que define la actitud positivista: el concepto mismo de explicación científica se desplazaba desde el pasado hacia el futuro. Si con Aristóteles conocer consistía básicamente en ser capaz de de hallar las verdaderas causas que daban cuenta —por así decir hacia atrás— del ser-así de un ente en particular, para la moderna concepción positivista de la naturaleza conocer sólo podía significar ser capaz de anticipar hacia adelante el futuro ser-así de un estado de cosas actual. En otros términos, la verdadera explicación científica era un asunto de pura y simple predicción. De nuevo Comte será explícito al respecto: “El verdadero espíritu positivo consiste sobre todo en ver para prever, en investigar lo que es para concluir de ello lo que será, conforme al dogma general de la invariabilidad de las leyes naturales”2. Inevitablemente con ello se consumaba en el espíritu científico positivista el desiderátum que Bacon había establecido ya en los albores de la Modernidad: la ciencia ha de servir sobre todo para poder dominar la naturaleza; para ponerla al servicio de los deseos humanos. Nada importa si en esa empresa de control o dominio (de carácter abiertamente pre- o proto-tecnológico), la ciencia debe renunciar a conocer el verdadero ser de los fenómenos observados. En otras palabras, la actitud positivista dejará ver a las claras el instrumentalismo en que descansa la aproximación moderna al estudio de la 1 Comte, A., Cours de Philosophie Positive, Prólogo. 2 Comte, A., Cours de Philosophie Positive, secc. III.

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naturaleza. La ciencia, una vez alcanzado el estado positivo, renunciará a desentrañar “el origen y destino del universo y a conocer las causas íntimas de los fenómenos para limitarse únicamente a descubrir por el uso bien combinado del razonamiento y la observación, sus leyes efectivas, es decir, sus relaciones invariables de sucesión y de semejanza”3. De la verdadera ciencia se sigue la predicción, y de la predicción se sigue la acción: “Savoir pour prévoir, prévoir pour pouvoir”. Las palabras de Comte permiten confirmar ahora la sospecha que rondaba desde el principio tras el deseo de precisión que caracteriza la pasión moderna por el conocer. Esa entrega irrestricta al rigor y a la certeza será la responsable de que la ciencia natural moderna esté dispuesta a sacrificar la verdad en el altar de la exactitud. Y todo ello sin resto de remordimiento alguno. Y quizá, en este acto sacrificial, es donde descanse precisamente la grandeza y la miseria del positivismo. El despertar de la conciencia histórica De este rápido recorrido histórico por la gestación de la actitud positivista en la Modernidad retengamos, pues, estos dos hechos incontrovertibles: por un lado, el éxito extraordinario de la ciencia moderna durante los siglos XVII y XVIII, un éxito que hacía comprensible la expectativa de ampliar sus dominios a otros ámbitos, de tal manera que cualquier saber que aspirara a reclamar un estatuto de cientificidad semejante al de las ciencias naturales hubiera de mostrar ahora la capacidad predictiva, la precisión matemática y la homogeneidad metodológica que era característica de las ciencias naturales. Pero, por otro, retengamos también que esa precisión anticipatoria de la que hará gala la ciencia de la naturaleza se hace al precio de jibarizar la propia realidad, de reconducirla únicamente a aquello que se deje atrapar en una red numérica establecida a priori, de tal modo que todas aquellas dimensiones de la misma que por su propia naturaleza no admitan ese tratamiento cuantitativo pasarán a ser consideradas por la actitud positivista como irreales, puramente subjetivas o simplemente incognoscibles. Ese será el destino que le aguarde a las cualidades secundarias de los objetos (colores, olores, sonidos, etc.), que pasarán a ser para Descartes o Locke simples epifenómenos de una realidad que para su definición esencial no admite otros parámetros que los de la extensión, la figura y el movimiento. El mismo destino correrá la vida moral que en Hume se ve reducida simplemente a la vibración y al eco subjetivo que los acontecimientos producen en nuestra sensibilidad bajo las formas básicas de la simpatía o el rechazo. Y será igualmente el destino que le aguarde a la libertad, rescatada de la quema en Kant en el último instante pero sólo después de pagar el precio de reducirla a la condición nouménica (y, por tanto, incognoscible) de postulado la razón práctica. La ciencia moderna prescindirá como de un pesado fardo que hay que abandonar sin culpa cualquier resquicio de lo real reticente a dejarse atrapar por la malla que tejen los conceptos matemáticos. El siglo XIX será un momento de encuentro entre dos actitudes diferentes. Será por un lado el de la consumación de los ideales metacientíficos fraguados lentamente en la revolución científica de los siglos XVII y XVIII. Pero ese siglo será también el testigo de otro hecho no menos significativo: el del despertar de la consciencia histórica. Los orígenes cercanos de esa conciencia histórica que irrumpe en el siglo XIX podemos rastrearlos en el espíritu ilustrado del siglo anterior. La filosofía de la Ilustración había iniciado una reflexión con un claro ánimo autolegitimatorio: se trataba de mostrar con relación a otras épocas los avances y progresos logrados por la Europa

3 Comte, A., Cours de Philosophie Positive, Leçon I, 1.5.

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del XVIII especialmente en Francia e Inglaterra. El propio sintagma “filosofía de la historia” surgirá por primera vez de la pluma de Voltaire en la obra homónima de 1765. En el curso de ese siglo, ya Montesquieu en sus Cartas persas (1721) o en Del espíritu de las leyes (1748), Turgot con sus Discursos sobre el progreso humano (1751) o Condorcet con su Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano (1794) también tomarán a la historia como objeto de reflexión preferente. El propósito común de ese acercamiento a la historia será doble: por un lado, la perspectiva secularizada de la Ilustración tratará de contrarrestar las concepciones providencialistas de la historia, que veían en ella el lugar en que Dios ejercía sus designios divinos; por otro, el optimismo característico del ethos ilustrado tratará de oponerse a las concepciones decadentistas que, como en el caso de Rousseau, veían en la historia reciente de la civilización claros síntomas de degeneración. Los ilustrados se lanzarían orgullosos a mostrar las pruebas palpables del perfeccionamiento de la especie humana; unas pruebas que, como exaltará Condorcet, “deben, por su propia naturaleza, ejercer una acción ininterrumpida y adquirir una extensión siempre creciente”4. Contra “la concepción terrorista de la historia humana” (así llama Kant a la que considera que el género humano se halla “en continuo retroceso hacia lo peor”5) se trata, en definitiva, de dar un “¡Sí!” rotundo a la pregunta en torno a “si el género humano progresa continuamente hacia lo mejor”. Turgot no lo dudará: “La masa total del género humano, con alternativas de calma y de agitación, de bienes y males, marcha siempre —aunque a paso lento— hacia una perfección mayor”6. El siglo XIX no hará sino profundizar en las consecuencias de esta irrupción de la conciencia histórica y sacar consecuencias de ella. Hegel, Marx, Darwin o Nietzsche, las cuatro figuras claves para entender el “siglo de la historia”, mostrarán, cada uno a su modo —bien sea en el plano espiritual, social, biológico o moral—, la inevitabilidad de este horizonte histórico como punto de partida para una reflexión autoconsciente y crítica de lo que sea la humanidad. Pero eso significa que el siglo XIX será el momento crítico del encuentro entre dos actitudes que pronto mostrarán su radical antagonismo. Por un lado, la actitud positivista, gestada lentamente desde los comienzos de la revolución científica, orgullosamente confiada en el poder del método científico para la indagación de los secretos de la naturaleza. Por otro lado, la irrupción de una creciente conciencia histórica que se manifestará no sólo en el deseo de profundizar en el conocimiento de las formas de vida del pasado y sus variedades y, por tanto, de relativizar el valor de las configuraciones actuales de una cultura dada, sino en el sentido más profundo —ontológico, podríamos decir— de situar la “historicidad” como estructura fundamental de la vida humana. Esta radical historicidad de la condición humana se enfrentaba de nuevo a un supuesto antropológico característico de la Modernidad y de la Ilustración que postulaba la existencia de una naturaleza humana universal e inmodificable, cuyos rasgos podrían reconstruirse con relativa precisión desde la filosofía. La antropología moderna había tratado de hacer precisamente este ejercicio de reconstrucción ahistórica, ensayando todas las perspectivas posibles: la racionalista (Descartes, Spinoza), la empirista (Locke, Hume) e incluso la trascendental (Kant). El historicismo, por el contrario, insistirá en lo imposible de llevar adelante este empeño de reconstrucción de una vez y para siempre.

4 Condorcet, Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano, Madrid, Editora Nacional, 1980, p. 246. 5 Kant, I., Ideas para una historia universal en clave cosmopolita y otros escritos sobre Filosofía de la Historia, Tecnos: Madrid, 1994, p. 82. 6 Turgot, Anne Robert Jacques, Discursos sobre el progreso humano, Madrid: Tecnos, 1991, p. 36.

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Al contrario: tratará de hacer ver la importancia de la praxis humana en el proceso configuración y desarrollo del propio ser de lo humano; en su carácter de radical apertura. En definitiva, insistirá una y otra vez en el hecho de que el ser humano —por decirlo con Ortega— no tiene naturaleza sino que tiene ante todo historia. Lo cual significa que el presente de toda realidad humana tiene la forma del pasado; un pasado que constituye lo que somos precisamente “en la forma de haber sido”7: lo que somos hoy sólo se explica desde lo que fuimos (individual y colectivamente): desde el horizonte rocoso e inmodificable que nos precedió desde donde arroja su larga sombra sobre nuestras cabezas. Es esa idea la que quiere atrapar el poeta Ángel González cuando en uno de sus versos escriba:

Para que yo me llame Ángel González, para que mi ser pese sobre el suelo, fue necesario un ancho espacio y un largo tiempo.

Ese “ancho espacio” y “largo tiempo” es el espacio y el tiempo de la historia. El alcance ontológico de la tesis historicista radica, pues, en que con ello se proyecta sobre el ser humano el rasgo con el que la metafísica clásica definía a Dios: por obra del devenir histórico el ser humano acaba por ser causa sui y si, como recordaba Marx, la violencia se convierte en la partera de la historia, no será menos cierto que esa historia acabará por convertirse en la propia partera de la humanidad. Pronto resultó evidente que los métodos para investigar una naturaleza —que en lo fundamental era siempre idéntica a sí misma— difícilmente podrían ser útiles para investigar también con provecho una realidad cuyos rasgos característicos eran, precisamente, su no identidad consigo misma. O, por decirlo con Dilthey: surgía una característica “antinomia entre la pretensión de validez universal de toda concepción científica de la vida y del mundo y la conciencia histórica”8. La necesidad que operaba en la naturaleza física poco podía tener que ver con un espacio como el de la historia donde, bien que mal, como dirá Dilthey “chispea la libertad por innumerables puntos”9. Y así pues, el siglo XIX nos permitirá asistir al choque entre estos dos trasatlánticos: el del positivismo (en su versión francesa de la mano de Comte o en la inglesa de la de John Stuart Mill) y el historicismo de estirpe alemana, que aspirará a reflexionar sobre la condición humana también en el plano del saber científico estricto pero al que los métodos de la ciencia natural le resultan de todo punto estériles para consumar su tarea. El historicismo insistirá, según la definición de Croce, en que “la vida y la realidad son Historia y nada más que Historia”10. Y, por tanto, la exigencia de hallar en el seno de la realidad histórica —cambiante, irrepetible—, leyes universales y principios absolutos resultará un empeño quimérico y condenado al fracaso. Será necesario encarar la tarea de realizar con respecto a esta realidad fluida y móvil que es la vida humana un ejercicio semejante al que Kant elaboró con relación a las ciencias de la naturaleza: una crítica de la razón, ya no pura, sino una crítica de la razón histórica. Wilhelm Dilthey será el responsable de esa tarea. Al “genial tartamudo de la filosofía”, como lo llamará Ortega por la dispersión y fragmentariedad de sus escritos,

7 Ortega y Gasset, J., Historia como sistema y otros ensayos de filosofía, Madrid, Alianza, 1981, p. 45. 8 Dilthey, W., La conciencia histórica y la concepción del mundo, en Obras completas, México, FCE, 1978, vol. VIII, p. 3. 9 Dilthey, W., Introducción a las ciencias del espíritu, en Obras completas, México, FCE, 1978, vol. I, p. 15. 10 Croce, B., La historia como hazaña de la libertad. 1942, p. 71.

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debemos la distinción, ya convertida en clásica, entre las Naturwissenschaften y las Geisteswissenschaften. Recuperando una distinción introducida por Droysen en su Historik11, Dilthey distinguirá, como se sabe, entre ciencias de la naturaleza, centradas en su tarea de explicar el mundo sobre la base de un puñado de fuerzas mecánicas, de leyes y reglas que tratan de atrapar lo permanente de los objetos que se nos dan en el espacio, y las ciencias del espíritu o de la cultura, que englobarían a todas aquellas disciplinas que, como la historia, la economía política, las ciencias jurídicas y políticas, la religión, la literatura, la poesía, la arquitectura, la música, la psicología y, por supuesto, la filosofía, enfrentan la tarea de comprender un mismo “gran hecho” que se despliega —como recordará Droysen— no en el espacio sino en el tiempo. Ese “gran hecho” no es sino el hecho en que consiste el género humano12. En ese terreno, la tarea de las humanidades o ciencias del espíritu consistirá en “retroceder desde la naturaleza hacia la vida”. Las ciencias de la naturaleza se ocuparán de conocer el mundo físico, pero Dilthey recordará que la verdad última que nos interesa a nosotros, los humanos, sólo se obtendrá reflexionando sobre el mundo histórico y simbólico, auténtico suelo y sustento donde crece lo específicamente humano. Si el naturalismo es insuficiente cuando de lo que se trata es de conocer la realidad humana, ello es porque “el hombre, entendido como un hecho que precedería a la historia y a la sociedad, es una ficción de la explicación genética; el hombre que es objeto de una sana ciencia analítica es el individuo como parte integrante de la sociedad”13. No me cuentes historias, ¿o sí? Así pues, lo que orienta a las ciencias del espíritu es, según lo formula el propio Dilthey, un retroceder: el hecho de detenerse un instante y dar un paso atrás. Seguramente que no por azar, ese notable lector de Dilthey que fue Ortega definía de un modo semejante lo característico de la actividad de la filosofía. Ortega gustaba de recordar que la filosofía es una suerte de anábasis, de viaje al interior (eso es literalmente lo que el término anábasis significaba para los griegos). El que filosofa, y también quien cultiva las disciplinas humanísticas, se convierte, pues, en un viajero. Pero se trata de un viajero tan infrecuente como paradójico: no va a ninguna parte sino que retorna. Eso era la Anábasis de Jenofonte: una expedición militar, un viaje al interior de la provincia. Eso es también la anábasis en que consiste la lucha de la filosofía: una expedición en este caso intelectual, un movimiento de retorno que pone en cuestión los principios en los que está asentada la existencia en que vivimos. Ese “poner en cuestión” los principios que nos sostienen no se halla lejos de lo que en filosofía solemos identificar bajo el concepto de “crítica”. La dimensión crítica del pensamiento —al menos en el sentido que en su origen dio a este término su creador, Immanuel Kant—, nada tiene que ver con el que hoy le confiere el lenguaje común. Como se sabe, para Kant esa dimensión crítica de la filosofía tenía que ver más bien con su sentido etimológico y en el griego de Platón krinein significaba separar, discernir, discriminar. Así pues, ¿qué aspirarían a separar la filosofía y las humanidades? ¿Sobre qué suerte de materiales llevan a cabo su tarea de desbroce? La repuesta es tan simple como abismática: en su viaje, el filósofo, el humanista, aspiran a separar lo verdadero de lo falso, lo bello de lo feo, lo justo de lo injusto. Nada más. Nada menos.

11 Droysen, J. G., Histórica. Lecciones sobre la Enciclopedia y metodología de la historia, Barcelona, Alfa, 1983. 12 Cf. Dilthey, W., Critica de la razón histórica, Barcelona, Península 1986, p. 238. 13 Dilthey, W., Critica de la razón histórica, Barcelona, Península 1986, p. 68.

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Así pues, es comprensible que las ciencias humanas se sientan incómodas en el corsé metodológico de las Naturwissenschaften: la supuesta distancia y objetividad a las que aspiran las ciencias duras; la neutralidad axiológica desde la que trabajan; la relativa ceguera que manifiestan para todo aquello que no pueda medirse, pesarse o ser sometido al rigor de lo numérico; su tentación de desentenderse de los usos (a veces dramáticos) que ese dominio de la naturaleza posibilita; todo ello no puede estar más lejos de los compromisos morales que explícita o implícitamente asumen las humanidades, una idea que el propio Dilthey hacía suya al recordar la importancia práctica de las ciencias del espíritu para orientar la acción humana. Como recordaba Hobbes, “sólo en la matemática la verdad y los intereses del hombre no se oponen”. En cualquier otro dominio esa verdad está entreverada con los más nobles o mezquinos intereses humanos de modo que por fuerza la neutralidad axiológica ha de ser un quimérico inquilino en el laberíntico edificio de las ciencias humanas. Sin embargo, desde hace décadas se percibe en el horizonte cultural y académico un cierto cuestionamiento general del sentido que puedan tener en un mundo como el nuestro las humanidades en general y la filosofía en particular. Bajo la fórmula de “la crisis de las humanidades” se acostumbra a reunir hechos muy diversos. Desde la pérdida de consciencia y memoria histórica, al constatable empobrecimiento lingüístico de los intercambios comunicativos (privados, públicos o políticos); desde los déficits de lo que en otro tiempo se hubiera entendido como formación cultural básica de la población alfabetizada a la irrelevancia que los referentes de la cultura del libro tienen en un imaginario individual y colectivo dominado cada vez más por fenómenos procedentes del mundo audiovisual o telecomunicativo; todo ello apunta al mismo lugar: nos hallamos ante sociedades en las que el peso de las humanidades ha ido adelgazando hasta hacerse casi marginal. Peter Sloterdijk llegó a hablar de las nuestras como sociedades post-literarias y, por tanto, post-humanísticas, entendiendo por tal aquellas en las que los vínculos sociales dejaban de trabarse por referencia a contenidos intelectuales, artísticos o literarios para fraguarse al calor de los nexos que los nuevos medios de comunicación de masas tejen entre las comunidades humanas. Como descripción, el diagnóstico de Sloterdijk es de una obviedad apenas discutible. Más peligroso que esa constatación de facto, sin embargo, es el murmullo que aquí y allí sanciona esa situación no ya como inevitable sino incluso como deseable de iure. La cuestión se hace particularmente visible en ese termómetro institucional de una sociedad que es la Universidad, donde comienza a plantearse el sentido y la pertinencia que los estudios humanísticos puedan tener en relación con los fines de bienestar económico y progreso social a los que se supone que una Universidad socialmente responsable ha de contribuir con su trabajo. Si a esto se une la dinámica que el nuevo Espacio Europeo de Educación Superior impondrá a las universidades y que amenaza con convertirlas en sucursales públicas de formación para satisfacción de los intereses económicos privados del mercado, parece evidente que el futuro de las humanidades se vislumbra ciertamente oscuro. El argumento esgrimido aquí, como tantas otras veces, es el de la racionalidad. Una racionalidad medida, claro está, por los exclusivos patrones que impone el cálculo económico de rentabilidad en términos de ingresos/gastos y no en términos de las necesidades sociales que se han de satisfacer. Pero si bien resulta evidente que toda institución (como toda unidad económica, ya se trate de una familia, una empresa o la propia sociedad) ha de ser económicamente viable a medio plazo y que, por tanto, la optimización de los recursos ha de contar como criterio de gestión responsable de cualquier organización humana, sin embargo, no está dicho en lugar alguno que el único concepto de rentabilidad social relevante haya de ser el que marcan los indicadores

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económicos. La obsesión por legitimar o deslegitimar cualquier práctica, actividad o institución tomando como única base la que ofrece su rentabilidad económica está de algún modo dejando al desnudo la empobrecida imagen que nuestras sociedades tienen de sí mismas. Unas sociedades cuya frenética actividad se parece a la de una prodigiosa máquina lanzada a velocidad de crucero en la que, sin embargo, aún nadie se ha preguntado qué rumbo la guía ni cuál es el destino al que se espera arribar. La irrelevancia práctica y el indisimulado desprecio que las humanidades suscitan en las jerarquías de valor de nuestras sociedades son solo el reverso del empobrecimiento de la experiencia, de esa vida que las ciencias humanas habrían de empeñarse en atrapar. Si, como dice Dilthey, en las ciencias del espíritu “la vida aprehende la vida”14, tal vez el relativo ninguneo que sufren las ciencias del espíritu en nuestro mundo sea sólo el testigo silencioso de lo magra y unidimensional que esa vida se ha vuelto entre nosotros, sometida como está a los exclusivos intereses que dicta la racionalidad del homo œconomicus. Si la defensa de la legitimidad de ese otro conocimiento que proporcionan las humanidades ha de encontrar algún apoyo es justamente aquí: en la capacidad que tienen de ampliar y recoger las múltiples dimensiones —cognitivas, afectivas, estéticas, religiosas y volitivas— de la vida y la experiencia humana, ahora olvidadas y aplastadas bajo el rodillo de la maquinaria científico-técnico-productiva. El propósito de Dilthey y, por extensión, el de las ciencias humanas sería el de hacer justicia a la riqueza de la experiencia humana, a su multiplicidad y complejidad irreductible. Y hacerlo desde la sospecha de que las explicaciones reduccionistas o los modelos causales falsean lo más íntimo de esa realidad humana que pretenden explicar. Incluso si concediéramos que los métodos de las ciencias naturales nos pudieran informar objetiva y neutralmente de cómo es el mundo —algo que sería largamente discutible a tenor de las observaciones que la sociología del conocimiento y filosofía de la ciencia postanalítica ha venido haciendo en el último cuarto de siglo—, reconocer que, frente a ello, las humanidades no nos cuentan más que historias no debería ser aún un motivo suficiente para obliterar su importancia práctica. En efecto, las ciencias del espíritu son fundamentalmente narrativas. Pero si esas historias nos han de interesar es, ante todo, porque se trata de nuestra historia, el depósito de nuestra memoria individual y colectiva. Un depósito que igual que extiende sus lazos al pasado, los lanza al porvenir otorgándole una dirección y un sentido. Odo Marquard lo subrayaba en alguno de sus textos: en un mundo en que los diferentes procesos de modernización tienden a desencantar el mundo de la vida en que estamos inmersos, la tarea de las ciencias del espíritu debería ser el de ayudar “a un re-encantamiento compensatorio del mundo”15. El dominio imparable de esa maquinaria científico-técnico-productiva que se ha impuesto en Occidente en los últimos tres siglos ha tenido como consecuencia que con ella se hayan disuelto, como sumergidas en un ácido corrosivo, todas viejas formas de sociabilidad y todos los universos axiológicos compartidos, de tal modo que, como recordaba Marx en El Manifiesto comunista, no subsiste ya “otro vínculo entre los hombres que el frío interés, el cruel pago al contado”16. Frente a esa desorientación y a esa falta de referentes estéticos, intelectuales o políticos que es consecuencia del proceso de deshistorización propia de la Modernidad, la tarea de las ciencias del espíritu —sugiere Marquard— sería intentar compensar este déficit narrando historias de orientación, ayudando al cuidado de la continuidad histórica, abriendo sentidos nuevos a la tradición y negando el dominio absoluto de los nuevos mitos que reclaman para sí una interpretación cerrada y

14 Dilthey, W., Critica de la razón histórica, Barcelona, Península 1986, p. 260. 15 Marquard, O., Felicidad en la infelicidad, Katz, Buenos Aires, 2006, p. 124. 16 Marx, K. y F. Engels, El manifiesto comunista, Barcelona: Crítica, 1998.

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exclusiva de la realidad17. En definitiva, en esto se sustancia la importancia y el valor de las humanidades, según Marquard, en que “las ciencias del espíritu son empresas al servicio del ciudadano para una ética civil, compensan la pérdida […] de la ligazón con la experiencia de la vida […], aportan experiencia de la vida a aquellos que todavía no la tienen, sabiduría de viejo a quien todavía no lo es, un potencial de orientación crecientemente importante en un tiempo en que, porque está en perpetuo cambio, para los más viejos el mundo se ha vuelto tan extraño como antes sólo lo fue para los niños”18. De la filosofía como un modesto mapa

Y dentro de las disciplinas humanísticas, ¿qué lugar reservar a la propia filosofía?

Es claro que la demora y la paciencia que exige el lento trabajo del concepto se compadece mal con un mundo como el nuestro, arrollado por la prisa y la velocidad y urgido a dar respuestas breves y eficientes que quepan en 59 segundos o en 140 caracteres. Y para aumentar más la decepción, la provisionalidad parece ser el irredimible destino del pensamiento. En su continua necesidad de plantear de nuevo y como por primera vez las mismas preguntas que le dieron origen hace más de 25 siglos, la actividad filosófica recuerda al tejer y destejer del sudario de Penélope. Al parecer la filosofía necesita también demorarse interminablemente en las mismas preguntas, volver a dibujarlas con mano temblorosa, aclarar sus perfiles, traerlas a primer plano, repensarlas de nuevo. Su destino parece ser el de no avanzar o, en todo caso, hacerlo en círculos concéntricos; tan próximos unos de otros que a uno le asalta la sensación de no haberse movido del lugar de partida. Esa era la sensación de perplejidad que sorprendía a los que dialogaban con Sócrates y desde entonces es la incómoda sensación que sacude a los lectores de Platón. Terminar cualquiera de sus diálogos nos pone de nuevo ante la extraña certeza de que todo ha quedado por resolver, a expensas de una nueva y penúltima conversación. Y sin embargo resulta evidente que algo ha cambiado en el trayecto. Seguimos perplejos pero ahora sabemos al menos ante qué. La conversación de mañana comenzará de nuevo con una —acaso la misma— renovada pregunta: “¿Qué es ...?”

De entre todas esas preguntas por el “¿qué es...?” quizá la pregunta por “¿Qué es la filosofía?” resulte la más sorprendente y la más necesaria. “Pero ¿cómo? —se dirá— ¿es necesario aún saber qué es la filosofía? ¿Al menos eso no ha quedado ya definitivamente resuelto?” Inquieta tener que confesar que no. Como el niño al que la profesora descubre sin las tareas hechas, uno siente una incómoda vergüenza al reconocer que ni eso hemos sido capaces de resolver en nuestras interminables disputas.

De la filosofía muchos conservan en su fuero interno una imagen común: como una disciplina abstracta y difícil; como un presunto saber muy oscuro y hasta un punto inelegante, pues es inelegante y de poca educación —como nos enseñaron de pequeños nuestros padres— hablar en público en una lengua que el resto de los presentes no puede entender. Y ese parece haber sido el sello de cierta filosofía durante mucho tiempo: manejar un lenguaje arcano y casi secreto, un idioma esotérico, al alcance solo de unos cuantos.

Borges decía que la historia universal es la historia de unas cuantas metáforas. A buena parte de los que tienen esta opinión de la filosofía —como un saber impenetrable y opaco— les sorprendería descubrir que la de la filosofía es, 17 Cf. Marquard, O., Felicidad en la infelicidad, Katz, Buenos Aires, 2006, p. 124. 18 Marquard, O., Felicidad en la infelicidad, Katz, Buenos Aires, 2006, p. 126.

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parafraseando al maestro Borges, la historia de unas cuantas metáforas: de la esfera de Parménides, al cielo de Platón, pasando por el árbol de la filosofía de Descartes, el pastor del Ser de Heidegger o el espejo de la naturaleza de Rorty. Esas y otras tantas metáforas serían imágenes con las que la filosofía ha intentado acercar sus contenidos y hacerlos intuibles, apresables y próximos a la sensibilidad común.

Pero las metáforas están hechas de una materia sutil y delicada, lo que permite que varias —aparentemente incompatibles entre sí— puedan ser, sin embargo, capaces de aproximarse a la verdad de una misma cosa. Me gustaría para terminar sumar una más a esas y otras metáforas con las que la filosofía se ha pensado a sí misma.

Lo diré abiertamente: propongo ver la filosofía como un mapa, como un modesto mapa. Tan irrelevante o tan útil como esos silenciosos compañeros de viaje; tan complejo y laberíntico como ellos, tan inexcusable para el trayecto en el que nos hallamos, como lo son esos fieles acompañantes.

Pensémoslo por un momento. Un mapa es tan sólo esto: una guía para recorrer un territorio, una representación a escala de una realidad en la que estamos ya insertos de algún modo y que nos interesa conocer por razones vitales y no mera curiosidad intelectual.

Lo sabe todo viajero: los mapas, con sus códigos y sus leyendas, con sus lugares desconocidos y sus accidentes, son por momentos incomprensibles, pero también en muchos casos pueden resultar de inestimable ayuda. Porque la lectura de un mapa sólo interesa al que ya se encuentra en camino o se dispone a empezarlo. No es recomendable echarse a andar por un terreno desconocido sin su ayuda. El fracaso amenaza a la vuelta de la esquina. Fracaso de no alcanzar el lugar deseado; de tropezar con obstáculos irremontables; de ignorar maravillas que teníamos a la vuelta de la esquina. Fracaso, en definitiva, de perderse.

Internarse en la realidad con referencias de situación, eso sólo es lo que la filosofía nos procura.

Resulta que para todos nosotros el viaje ya ha empezado. Estamos aquí, ante una existencia que nadie nos preguntó si queríamos o no, y que nos vemos obligados a dirigir hacia algún lado. Y es para ese territorio de la vida —territorio a veces salvaje y a veces paradisíaco— para el que la filosofía puede servirnos como un modesto mapa de situación.

Al ser humano, como decía Sartre, le acontece la peculiar circunstancia de que está condenado a ser libre. Me parece que el valor de la filosofía tiene que ver justamente con esto: con que nos ayuda a orientarnos en el uso de esa libertad. Por eso la filosofía sólo puede interesar a los espíritus libres: a los que lo son ya o a los que no lo son aún (justamente: para serlo). Por eso, en realidad, el desapego actual hacia la filosofía, la sospecha con la que a veces se mira a quien dice cultivarla, no debe resultar extraño: es el mejor indicio de lo deficitaria que es nuestra libertad.

Que la filosofía nos ayude a orientarnos no significa, desde luego, que nos diga qué hacer, ni adónde ir con esa libertad que somos. Tal cosa sería justamente lo que nada ni nadie le puede (o le debe) decir a uno. Decidir qué hacer con esa libertad es justo lo que uno mismo ha de elegir. Ahí radica la gracia del asunto, la diversión que propone y la responsabilidad que impone.

En ese sentido la filosofía sugiere alternativas, examina posibilidades, analiza y elucida, por ejemplo, relaciones entre nuestros deseos y nuestros valores, entre nuestros anhelos y nuestras posibilidades efectivas. En definitiva, la filosofía nos clarifica: como los mapas.

No es esa su imagen, ciertamente, por eso resultará extraño oír que la filosofía —esa disciplina aparentemente difícil y abstrusa, interesada por todo pero de la que casi

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todos creen poder prescindir— puede ser ante todo un gozo útil. Me atrevería a decir incluso que un gozo necesario.

Pero por eso la filosofía —mal que le pese a muchos filósofos— no puede dar recetas universales: tan modestamente como se quiera, es cada uno el que debe elaborar su propia filosofía, a modo de mapa de navegación. La filosofía no piensa: nos da herramientas para que pensemos. No indica un camino; nos señala alternativas. Que después de 25 siglos sigamos dando vueltas a las mismas cuestiones no es el índice de un fracaso sino la constatación de un hecho que refleja esa historicidad a la que antes nos referíamos: a saber, que los viajes que queremos hacer hoy no son los mismos que los que quisieron hacer otras épocas. Si entendemos eso, es fácil aceptar que el mejor servicio que puede prestar la filosofía es éste: ayudarnos a que no perdamos el norte. Nuestro norte.