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LOS VISIGODOS IGNACIO MERINO ANATOMÍA DE LA HISTORIA

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LOS VISIGODOS

IGNACIO MERINO

ANATOMÍA DE LA HISTORIA

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Publicado bajo una licencia Creative Commons 3.0 (Reconocimiento - No comercial - Sin Obra Derivada) por:

Ignacio Merino, 2012.

Anatomía de la Historia, 2012. www.anatomiadelahistoria.com [email protected]

Edición a cargo de:

José Luis Ibáñez Salas

Diseño:

Anatomía de Red

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obtuvo sobre ellos una importante victoria cerca de Nish1.

Aunque el problema bárbaro es ya importante en tiempos de Marco Aurelio, es en el periodo de cincuenta años conocido como “la anarquía militar” (235-285) cuando la presión de las tribus germáni-cas se hace permanente: hacia el 260 francos y ala-manes traspasan las fronteras de la Galia; en el 263 los godos toman Éfeso y en el 267 los hérulos atacan Atenas. Sólo Diocleciano (284-305) habría de poner orden en aquella situación.

La posibilidad de cooperar con Roma en las fron-teras y la presión que ya venían ejerciendo los hunos desde el este causaron entre los godos una profun-da división de orden táctico. Como consecuencia, a principios de la tercera centuria el numeroso con-tingente se separó en dos grandes ramas étnicas de carácter autónomo. Los greutungos fueron hacia el este hasta ocupar las estepas entre los ríos Dniester y Don, tomando el nombre de “godos brillantes” u os-trogodos. Los tervingios se establecieron más al oeste, entre el Danubio y el Dniester, y fueron conocidos como “godos sabios” o visigodos2. Mientras que los primeros conservaban su independencia de manera más acusada, los segundos comenzaron a colaborar con Roma como auxilia en su complicada política de mantener sujetos a los bárbaros con pactos, gue-rras y concesiones de tierras. Finalmente, el empera-dor Aureliano concedió la Dacia a los visigodos.

1 Ver Musset, L.: Las invasiones. Las oleadas germánicas. Labor. Barcelona, 1967. 2 James, E.: Visigotic Spain. New Approaches. Clarendon Press, Oxford, 1980.

1. Una larga migración

De Escandinavia a Mesia

Desde que abandonaron las heladas llanuras de Gothia en la península Escandinava, durante la se-gunda y tercera centuria del primer milenio cristia-no, los godos emprendieron un largo éxodo que ha-bría de llevarlos finalmente al Mediodía de Europa.

Entre los siglos II y III d. C., sucesivas oleadas de guerreros nórdicos cruzaron el Báltico para asentarse en una fértil franja entre las desembocaduras de los ríos Oder y Vístula. Habían franqueado el mar para no volver. Aquellos godos de cultura germánica bus-caban tierras ubérrimas y ciudades a las que someter, pero también querían aprovechar los avances de la civilización romana de la que se contaban maravi-llas. La frontera norte del Imperio, el limes por ex-celencia que seguía las cuencas del Rin y el Danubio donde se estaba produciendo la síntesis de lo germá-nico y lo latino, ejercía una poderosa atracción sobre ellos. Pero había ya demasiados pueblos “bárbaros” queriendo traspasar sus límites: francos, burgundios, alanos, suevos, alamanes y vándalos hacían la guerra a las legiones romanas. También había más espacio hacia el este, en las mismas fronteras con Oriente.

Poco después del 200, la nación goda ocupaba las estepas septentrionales del mar Negro. En este am-plio territorio las tribus formadas por clanes que se sustentaban sobre lazos de fortísima lealtad se con-virtieron en uno de los principales enemigos del Im-perio romano, alternando victorias y derrotas. Así, mientras que en el 251 lograron arrasar los Balcanes y derrotar a Decio, en el 269 Claudio II el Gótico

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bárbaros incrementan su acoso hasta hacerse piezas imprescindibles del juego de equilibrio. En el 332 Constantino firma un pacto general con los bárba-ros, dentro de su política de tolerancia religiosa y política, con el que logra regular sus movimientos migratorios y emplearlos en la defensa de las fronte-ras, a menudo unos contra otros.

En el 364 es proclamado Valentiniano I, con su hermano Valente como césar de la parte oriental del Imperio. El momento es tan grave que le hace decir a Amiano Marcelino, el más importante historiador del período: “En este tiempo, como si las trompetas cantasen sones de guerra por todo el orbe romano, los pueblos más salvajes desbordaban en furiosa ex-citación las fronteras que les eran próximas”. Valen-tiniano y Valente se reparten la defensa del Imperio, pero las diferencias ideológicas y culturales entre el Oriente griego y el Occidente latino se radicalizan creando una brecha que los godos aprovechan en be-neficio propio.

Políticamente, los visigodos seguían divididos entre quienes buscaban mayor o menor cercanía a Roma. En el 367 la facción más beligerante rom-pió el pacto sellado con Constantino y reanudó la guerra. Su jefe, Atanarico, comenzó las hostilidades pero Valente lo persiguió más allá del Danubio hasta que en el 369 le obligó a pedir la paz. Esta derrota debilitó irremediablemente la posición de Atanarico y propició el ascenso de Fritigerno, un devoto arria-no seguidor de Ulfillas que impuso el cristianismo como religión de la nación visigoda4.

La presión de los hunos

Replegados, los visigodos esperan mejor oca-sión. Pero un nuevo factor, largamente presentido, les obligará a ponerse en marcha. Desde las estepas eslavas se oye ya el bramido de los terribles hunos, que en ejército numerosísimo aspiran a conquistar las prometedoras tierras de la Europa central. Su lle-gada habría de marcar el destino de los pueblos ger-mánicos de la zona, pero muy especialmente de los visigodos.

4 Barbero de Aguilera, A.: El reino visigodo. Planeta. 1997.

En todo este territorio del este continental, estos godos “sabios” se convirtieron en la fuerza hegemó-nica, gracias a su férrea disciplina, notable inteligen-cia y a la maestría que habían adquirido en la meta-lurgia para obtener sus admirables armas. Durante décadas convivieron y se hicieron respetar por otros pueblos germánicos como los gépidos asentados en Transilvania, los hérulos establecidos alrededor del mar de Azov y los recién llegados vándalos asdingos que ocupaban la margen oriental del Danubio infe-rior3.

Establecido el cristianismo como religión del Imperio, los visigodos llegaron a ser una de las más peligrosas amenazas. La zona del Ilírico se convir-tió en objeto de saqueo constante, mientras que sus incursiones dentro del territorio imperial se hacían cada vez más contundentes, como la que Constan-tino consiguió repeler en Mesia (331-332). En esos años los ostrogodos crearon un gran estado que se extendía hacia el Báltico, bajo el famoso rey Erma-narico. Los visigodos, muy divididos en banderías, se convirtieron en federados del Imperio y a cambio de un subsidio anual suministraban tropas al ejército imperial, bajo jefes propios.

Es en esta época cuando abandonan sus antiguos dioses para convertirse al cristianismo, según el dog-ma arriano. El artífice de este cambio fue el obispo Wulfila (Ulfilas), un hombre de origen capadocio que capturado por los godos aprendió su lengua y fue ordenado sacerdote en Constantinopla por el obispo arriano Eusebio de Nicomedia. Durante sie-te años Ulfilas predicó el Evangelio entre los godos, tradujo la Biblia a su lengua y su tenacidad se vio recompensada con creces pues aunque hubo impor-tantes resistencias paganas como la liderada por Ata-narico, finalmente todo el pueblo godo se convirtió en masa al arrianismo.

En la segunda mitad del siglo IV, el Imperio está repartido ya entre Oriente y Occidente. Débil y fragmentado por sucesivas usurpaciones y revueltas, sufre el desgaste que la expansión del cristianismo produce en la disolución de los antiguos vínculos re-ligiosos y políticos. Aprovechando las frecuentes sa-cudidas a que es sometida la autoridad imperial, los

3 Ibid., p.67.

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un héroe legendario, se deshizo del estorbo de su hermano y consiguió reunir un reino casi tan exten-so como el propio Imperio romano, al otro lado del Danubio. Pero no era suficiente para sus ambiciones ecuménicas. Deseaba ser el nuevo emperador y so-meter tanto a germanos como romanos, incluso al mismo papado.

Mientras tanto, los sucesores de Teodosio siguie-ron la política de tolerancia y compromisos con los bárbaros. Además de su importante presencia en el ejército, los germanos fueron ocupando puestos de mayor importancia, llegando a emparentar con la casa imperial. El general vándalo Estilicón casó con Serena, sobrina de Teodosio; Arcadio y Honorio, hi-jos del emperador y futuros emperadores de Oriente y Occidente, se unieron en matrimonio con hijas de jefes bárbaros; el primero con Eudoxia, hija del rey franco Bauto, y el segundo con dos hijas de Estili-cón, sucesivamente.

De Mesia a Aquitania

Cuando se puso el sol sobre el campo de batalla de Adrianópolis, el 9 de agosto del 378, el espectá-culo no pudo ser más desolador para las armas roma-nas. Esparcidos en la llanura de Anatolia, yacían los cadáveres de más de veinte mil legionarios con sus jefes, muertos a manos de los visigodos y entre ellos el cuerpo del emperador Valente, que no pudo ser recuperado. Nunca, desde que las tropas de Publio Quintilio Varo fueran aplastadas también por tribus germanas en Teutoburgo casi trescientos años antes, las águilas romanas habían sufrido tal descalabro5.

Esta victoria dejó patente la superioridad de la ca-ballería visigoda frente a la infantería romana. Con su inmensa reserva de caballos, la capacidad que po-seían para producir armas de excelente factura y la preparación para la guerra que aprendían todos los varones desde niños, los visigodos pasaron de ene-migos a aliados estratégicos en la lucha por el poder dinástico durante el convulso período que termina la tercera centuria. La muerte de Teodosio el Grande supuso el fin de la unidad imperial creada por Oc-tavio Augusto. En el año 395 el Imperio se dividió

5 Rouche, M.: L’Aquitaine des Wisigoths aux Arabes, Paris, 1979.

Llamados hiung-nu en las fuentes chinas y funni por Plinio el Viejo, los hunos eran una enorme masa de velocísimos jinetes de condición trashumante, raza mongol y lengua uraloaltaica, que formaban un pueblo unido bajo un férreo caudillaje. Oriundos de las estepas de Asia, en el siglo III iniciaron una lenta pero persistente emigración hacia Occidente que los llevó desde el norte de China hasta las fértiles tierras de la Putsza magiar y la misma cuenca del Danubio.

Los nuevos invasores derrotaron de forma con-tundente a alanos y ostrogodos y poco después a los propios visigodos (375), que no tuvieron más reme-dio que huir hacia Occidente y buscar su salvación en el Imperio romano. El emperador Valente aceptó acogerlos en las despobladas tierras de Mesia, a cam-bio de que sirvieran como federados a Roma, pero los abusos de los agentes imperiales crearon un clima de desconfianza y discordia que los llevó de nuevo a la sublevación. Entonces se dedicaron a saquear los Balcanes y provocar a las legiones romanas cada vez más cerca de Bizancio, hasta que consiguieron infligir en el 378 una grave derrota al ejército de los imperiales en la batalla de Adrianópolis, donde el propio Valente halló la muerte.

Teodosio, un brillante general que había vencido a los sármatas, fue proclamado emperador y reunió en su persona los tronos de Oriente y Occidente, aunque habría de ser el último. La victoria de Adria-nópolis llevó al jefe visigodo Fritigerno a la cumbre de su poder, por lo que pudo tratar con Teodosio en plano de igualdad y reclamar un nuevo pacto que otorgaba al pueblo visigodo tierras en propiedad y su asentamiento como federados en Mesia (382), con las mismas condiciones que los ostrogodos en Panonia. Allí se les concedió total autonomía, exen-ción de impuestos y altas soldadas a cambio de enro-larse en el ejército imperial.

Los hunos, por su parte, se establecieron en la llanura magiar. Los caudillos Mundziuh y Rugila, padre y tío de Atila respectivamente, reunieron to-dos los clanes en una sola tribu y establecieron una corte permanente que comenzó a recibir tributos de Roma. Luego les sucedieron en el trono Bleda y su hermano Atila. Éste último, que entró en la escena europea con todo el brío de su raza y el carisma de

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El camino a Occidente quedaba así abierto a los visigodos que, de acuerdo con la política de Cons-tantinopla, se lanzaron sobre la misma península Itálica al mando de su jefe Alarico, de la estirpe de los Baltos, convertido ya en rey. Este hábil dirigen-te, que fue el primer monarca visigodo, ya se había aliado con los hunos en el 390 para devastar Tracia. Tras la muerte de Teodosio se dedicó a saquear los Balcanes hasta que el Imperio, definitivamente di-vidido en Oriente y Occidente, quiso apaciguarlo nombrándole magister militum para el Ilírico. Este cargo le envalentonó y desde entonces su objetivo fue pasar a Italia para ocupar el trono imperial. En el 401 puso sitio a la propia sede imperial, Milán. El emperador Honorio trasladó la corte a Rávena, una bella ciudad costera prácticamente inexpugnable por tierra que habría de ser el escenario fantasmal de los últimos días del Imperio de Occidente.

El general Estilicón, al servicio de Honorio y con parecidas ambiciones de mando, impidió el avance visigodo con la contundente derrota en Pollenza (402). Pero este revés no detuvo los planes de los vi-sigodos, que en el 403 atacaron Verona, siendo de nuevo rechazados. Alarico cambió de estrategia y pactó con Estilicón, ocupando el Nórico y exigiendo al Imperio enormes sumas de oro por sus servicios. La tensa partida parecía estar en tablas cuando la ejecución de su aliado por traición en el 408 abrió de nuevo Italia para Alarico, quien casi sin resisten-cia consiguió llegar hasta Roma e incluso hizo elegir un año después a un emperador títere, Atalo, que le nombró comandante en jefe de los ejércitos impe-riales.

No contento con su nueva posición, el mismo Alarico depuso meses después a Atalo. Tras dos años de haber tenido a su merced a la capital imperial, cedió en el deseo irrefrenable por hacerse con sus ri-quezas. El 23 de agosto del 410 entró con sus hues-tes en la Ciudad Eterna, sometiendo durante tres días a la Urbe a un saqueo de varios días que habría de ser el primero de su historia y origen del legen-dario tesoro de los visigodos. El saqueo de Roma fue un hecho que conmovió muchas conciencias y está presente en los escritos de San Jerónino y San Agustín como un signo de que los tiempos que se avecinaban eran anuncio del fin de una época. En-

entre sus hijos Honorio y Arcadio y éste, césar de Oriente, llamó a los visigodos, situados en la misma frontera ilírica que pretendía invadir, para provocar la caída militar de su hermano.

Las rencillas e intrigas entre las cortes de Oriente y Occidente provocaron un aluvión de luchas intes-tinas y la relajación en la frontera del Rin. Apare-cieron nuevos hombres fuertes que aspiraban a ocu-par el trono de los emperadores. Rufino y Eutropio en Oriente, Estilicón en Occidente, despertaron de nuevo la iniciativa de las federaciones germánicas que, de modo casi sistemático, tuvieron como meta el Imperio de Occidente.

Diversas razones explican esta voluntad selectiva que hace de Europa occidental el objetivo por exce-lencia, mientras el Imperio de Oriente se ve libre de las oleadas germánicas y sus devastadoras consecuen-cias. En primer lugar el clima, más propicio para las condiciones de vida de la trashumancia; también la existencia de grandes extensiones en Galia e Hispania donde cultivar los cereales que eran la base de su ali-mentación. Desde el punto de vista militar, la condi-ción determinante fue la relajación de la frontera del Rin, otrora la más vigilada y que en el siglo IV ha-bía pasado a ser de muro inexpugnable a mercado de alianzas estratégicas y ámbito de encuentro cultural. En esta amplia zona, muchos de estos pueblos apren-dieron a “romanizarse” con la adopción de la lengua latina y los usos de la administración del Imperio6.

Pero en el rumbo de las invasiones germánicas durante finales del siglo IV y principios del siguien-te, también hay que tener en cuenta la diplomacia de la Corte de Constantinopla, que logró desviar hábilmente las migraciones hacia el oeste, gracias tanto a su mayor cohesión política, militar y eco-nómica, como al hecho de que su capital constituía un bastión inexpugnable. De esta manera, cuando los visigodos conquistaron en el 397 Atenas y Co-rinto, ocupando el Peloponeso, Arcadio les otorgó también la condición de federados, con el derecho a asentarse en el Epiro (en la actual Grecia), con costas al Adriático, lejos del centro oriental y enfrente del occidental.

6 Sánchez-Albornoz, C.: España, un enigma histórico. Buenos Aires, 1956.

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miembro del poderoso linaje Rosomón, rival de los Baltos, quien también pereció asesinado. El poder pasó a Walia (415-418), un monarca que de nuevo trató de llevar a su pueblo a África, llegando hasta Gibraltar para luego tener que retroceder.

La situación de inferioridad obligó a Walia a pac-tar en el 414 con Constancio, para convertirse en aliado definitivo de Roma a cambio de suministros de provisiones y con la misión de acabar con los sue-vos, vándalos y alanos que se encontraban en Hispa-nia. Como muestra de buena voluntad y con el fin de reforzar el pacto, los visigodos devolvieron a Gala Placidia, que se casó con Constancio en el 417 y fue madre del emperador Valentiniano III. Las victorias visigodas en la península Ibérica mejoraron el pacto con Constancio, que les permitió asentarse de for-ma definitiva y con total autonomía interna en las provincias de Novempopulania y Aquitania Secunda (418), es decir la zona comprendida entre el Loira y Burdeos. Para su avituallamiento se les autorizaba a confiscar las dos terceras partes de las tierras de cul-tivo y se les otorgaba el derecho a compartir, como copropietarios, los bosques y baldíos anexos a las fin-cas confiscadas.

La situación hispánica en el siglo V

Hispania quedaba cada vez más prendida a los designios de los visigodos del reino aquitano con su capital en Tolosa. Conocemos bien el proceso que hará del solar hispano el destino final de aquellos go-dos que atravesaron el este, sur y centro de Europa, gracias a dos historiadores de primer orden, uno en pos de otro: Orosio e Idacio.

Como escribió el insigne historiador español Ra-món Menéndez Pidal: “Ambos proceden de la Lusi-tania y se glorian de haber visto al gran erudito San Jerónimo en su retiro de Belem durante sus últimos y longevos años. Pero uno y otro siguen distinta dirección: Orosio redactó en su juventud una obra más personal, complemento de la obra filosófica de San Agustín; Idacio escribió, cincuenta años después y ya en su vejez, una breve continuación de la cró-nica de San Jerónimo”8. Orosio es optimista, mira a

8 Menéndez Pidal, R.: Historia de España, tomo III, vol. I, “Introducción”, p XIII.

tre el botín que se llevaron los visigodos figuraba la propia hermana del emperador, Gala Placidia, una maniobra dinástica del hábil Alarico para reforzar su propio linaje y que habría de materializarse con el matrimonio posterior en Barcelona de su cuñado Ataúlfo con esta inteligente princesa.

Sin embargo, y a pesar de sus magníficas conquis-tas en Grecia, Dalmacia e Italia, no era el continente europeo lo que interesaba a Alarico sino las amplias llanuras de la costa africana, donde había menos enemigos y podía cosecharse varias veces al año. El mito del edén africano vino a formarse por enton-ces, siguiendo la estela de las grandes conquistas de los emperadores hispanos e instalándose también en la conciencia de otros pueblos germánicos como los vándalos. Pero el plan de pasar a África fracasó porque los visigodos no conocían las artes de la na-vegación. Alarico se retiró, muriendo poco después en Cosenza (410). Fue enterrado en el lecho del río Buseto, lo que demuestra que a pesar del arrianismo, aquellos godos romanizados aún conservaban usos paganos7.

Para suceder a Alarico los clanes visigodos eligie-ron a su cuñado Ataúlfo, quien decidió dar la vuelta en Italia y llevar a su pueblo hacia la Galia, hasta apoderarse de toda la franja pirenaica desde Narbo-na a las costas cantábricas (412). Una vez asentado en la antigua Narbonense romana, quiso pactar con el Imperio (413) y establecerse como federado con vínculos familiares con Honorio, por lo que decidió casarse en el 414 con Gala Placidia.

Este matrimonio fue considerado una afrenta en la Corte de Rávena, que aunque amenazada de con-tinuo por las usurpaciones y las correrías de otros pueblos bárbaros, aún tuvo fuerzas para movilizar un ejército al mando del general Constancio. Derro-tados, los visigodos pasaron a Hispania, con la in-tención de ocupar la Tarraconense, única provincia libre de las sucesivas oleadas de suevos, alanos y ván-dalos silingos que habían penetrado en la península Ibérica desde el 405.

Ataúlfo fue finalmente asesinado en el año 415 en Barcelona. Le sucedió durante siete días Sigerico,

7 Barbero de Aguilar, A.: op. cit., pp. 416-417.

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solicitar el auxilio del general romano Aecio contra los suevos opresores de la Galecia. Pero Aecio, úl-timo amparo del poder imperial, no teniendo otro recurso sino servirse de unos bárbaros contra otros o contra las propias intrigas de la Corte, no pudo socorrer Hispania y fue el mismo Idacio, junto con otros obispos, quien tuvo que negociar las paces tan-tas veces rotas y reanudadas.

Entretanto Teodoredo, no contento con la Aqui-tania, rompe el foedus o pacto de Walia para apo-derarse de la Narbonense y hace la guerra a Aecio, quien tampoco puede impedir que finalmente el rey de los suevos, Requila, se apodere de las provincias hispanas Bética y Cartaginense, ahora que los ván-dalos de Genserico han atravesado el Estrecho para establecerse en el norte africano.

Todo ya en Occidente es obra de los huéspedes o invasores germánicos. El proceso de transfusión de sangre goda que se empieza a dar en Hispania co-mienza su doloroso modelo, seguido paso a paso en todos los reinos europeos. Primero, los germanos sa-quean la provincia invadida; cuando la ven agotarse, dejan la espada por el arado y se ponen a bien con el Imperio en calidad de federados. Por el foedus, los germanos contraen una obligación militar a cambio de alojamiento (hospitalitas), que consiste en ceder el propietario romano un tercio de su casa, de su cam-po y hasta de sus siervos. Al principio, las cesiones son transitorias, hechas para un pueblo nómada que en teoría iba a seguir su curso migratorio. Pero en el caso hispano lo transitorio adquiere pronto carácter permanente, como sucede en la Galia con el reino de Walia o en la propia Hispania con las reparticio-nes que hicieron por su cuenta alanos, suevos y ván-dalos. Finalmente, los pactos se hacen más onerosos para los invadidos y la proporción inicial se invierte: la mitad o los dos tercios de los bienes pasan a los invasores10.

Pero no eran sólo el Imperio o las poblaciones au-tóctonas los enemigos a batir. La campaña hacia el este galo de los visigodos se encontró con un ines-perado contrincante, Atila, que impulsado por el rey vándalo de África, aspiraba a conquistar el territorio

10 Orlandis, J.: Historia de la España visigoda. Madrid, 1977.

los bárbaros como sostén providencial del Imperio, como la savia que habrá de regenerar la decadente sociedad romana; Idacio escribe cuando ha sucedido el saqueo de Roma y las tribus se están adueñando de Europa: en su crónica no hay lugar sino para el pesimismo.

Las primeras noticias que da Idacio sobre su pa-tria componen un negro cuadro. Las desolaciones de suevos, vándalos y alanos producen cuatro mortales plagas: el hierro de los soldados que mata la pobla-ción; el fuego que arrasa las ciudades; los exactores de tributos que consumen lo poco que queda; y el hambre, que acarrea la antropofagia, la peste y ma-nadas de bestias salvajes atacando el ganado. Al fin los bárbaros cambian la espada por el arado y some-ten a los hispanorromanos por feudos de vasallaje (411). El país queda irreconocible. ¡Qué ha sido de la próspera Hispania, tierra de los Antoninos, madre del propio emperador Teodosio! Orosio, sin embar-go, ve las cosas de otro modo, cuando afirma que los hispanos, al fin, prefieren una pobre libertad entre bárbaros a soportar el apremio tributario de Roma. Mejor era entenderse con los bárbaros propios a contribuir en la lucha contra los de otras provincias. Como sostiene Menéndez Pidal, “he ahí la causa principal de la fragmentación del Imperio”9.

2. El reino arriano de Tolosa

Con Walia, el reino visigodo se estabiliza hasta formar una verdadera potencia en el Occidente eu-ropeo con sede en Toulouse (habitualmente transcri-ta al castellano como Tolosa). A su muerte le sucede Teodoredo (419-451), miembro de la familia de los Baltos y probable nieto de Alarico. Bajo su mando, los visigodos participan en la expedición romana que tenía como objetivo acabar con los vándalos, pero tras la muerte de Constancio III (421) deciden no luchar. Esto provoca en el 422 la derrota romana y que los vándalos dominen los puertos hispanos que les abri-rán siete años más tarde el camino hacia África.

Angustiado, pero al mismo tiempo esperanzado, el obispo Idacio se dirige a Galia en el año 431 para

9 Menéndez Pidal R.: op. cit. p. XIV.

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Prudencio, tan sólo los viriles cantos guerreros de los godos, que en las exequias de Teodoredo entrechoca-ban sus armas mientras el cadáver regio se consumía en la pira funeraria.

Engañado por Aecio sobre sus verdaderas inten-ciones, el nuevo rey Turismundo (451-453) se apre-suró a regresar a Tolosa para ser proclamado en la Corte, pero su reinado fue breve pues fue asesina-do por su hermano Teodorico (453-466). De esta manera contundente tomaba carta de naturaleza el “morbo gótico”, es decir el continuo recurso al ase-sinato del monarca entre los visigodos que comen-zó con Ataúlfo y habría de prolongarse durante dos centurias y media en el reino hispano.

La península Ibérica en las postrimerías del Imperio

El débil e incapaz Valentiniano III aún pudo mantener una sombra de autoridad imperial en

Hispania. Los sue-vos hicieron la paz con él devolviéndo-le la Cartaginense (453); los visigodos, siempre imperiales, pacificaban la Ta-rraconense en nom-bre de Roma (454). Pero muerto Valen-tiniano, los suevos vuelven a devastar la Cartaginense e incluso la Tarraco-nense, sin hacer caso del rey visigodo Teo-dorico, ni del nuevo emperador, un sena-

dor galo de nombre Avito, buen amigo y protector de la dinastía de los Baltos, nombrado por el propio Teodorico con la ayuda de los francos.

La ficción del Imperio parece funcionar cuando Avito encarga a Teodorico que someta a los suevos en Hispania, reduciéndolos a la Galecia. La realidad era que el monarca visigodo quería intervenir más en Hispania y frenar el expansionismo de los suevos.

gobernado por Teodoredo. La ambición por poseer el oeste europeo del rey de los hunos estaba espo-leada también por la intrigante Honoria, quien no dudó en conspirar contra su hermano el emperador Valentiniano III, enviando por un eunuco a Atila un anillo nupcial y ofreciéndole en dote la mitad de Occidente.

En el 451, queriendo batir por separado a visigo-dos y romanos, Atila invade la Galia con un inmen-so ejército formado por contingentes de ostrogodos, gépidos, turingios y alamanes. A duras penas Aecio pudo reunir una amalgama de francos, burgundios, sajones y celtas para hacerles frente. Es entonces cuando Teodoredo, acompañado por su hijo Turis-mundo, decide apoyar a su antiguo enemigo roma-no, convirtiéndose en una poderosa fuerza auxiliar. En la colosal batalla que se libró en los Campos Ca-taláunicos (20 de junio del 451), la honra de la vic-toria correspondió a Teodoredo que atacó al grueso del ejército huno, haciendo huir al propio Atila en la confusión de la noche. Cuando amaneció, Turis-mundo y sus jefes visigodos encon-traron entre un espeso montón de cadáveres el de Teodoredo, cuyo sacrificio señalaba el final del inven-cible huno. Aecio dejó escapar a Ati-la con el descarado objetivo de reser-varlo para una fu-tura lucha contra los propios visigo-dos y con esta maniobra a dos bandas, clásica de la diplomacia romana, certificó la próxima muerte del Imperio.

Aunque los romanos tomaron parte en la batalla, apenas contaban ya; la lucha era sobre todo entre bárbaros: visigodos contra ostrogodos y hunos, bur-gundios contra gépidos. La victoria sobre Atila ya no suscitó poemas épicos a la manera de Claudiano o

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tan pronto proclamados como asesinados, dio por definitivamente roto el pacto federal de Walia con Honorio y aumentó la extensión de su reino galo hacia el norte y el este, pactando primero con Julio Nepote para conseguir que se le reconocieran como frontera los ríos Loira y Ródano (475), y luego ocu-pando la zona de Provenza al sur del río Durance hasta Arles y Marsella (476). Al mismo tiempo em-pezó la ocupación efectiva de Hispania, primero con la Lusitania, luego con la Tarraconense y finalmente la Cartaginense, llegando las guarniciones godas has-ta localidades tan alejadas como Mérida.

Era la conclusión del ansia de independencia, el triunfo del espíritu de libertad germano. De Eurico dice el cronista Jordanes: “Tenía por suyas todas las Españas y las Galias”. El Imperio, mientras tanto, se extinguió por consunción. El general Odoacro se hace señor de toda Italia con su ejército de hérulos, depone al último emperador Rómulo Augústulo, toma las insignias imperiales en Rávena y se las envía a Zenón, emperador de Oriente, pretendiendo así recomponer la unidad perdida desde Diocleciano.

Odoacro pensaba aún en la unidad romana. Euri-co, no. El rey germano más poderoso de su tiempo, poseedor de un enorme estado en el Occidente eu-ropeo, no pensaba en absoluto restaurar la univer-salidad romana ni creía, como su antecesor Ataúlfo, que los godos eran un pueblo rudo e incapaz de obe-decer leyes. Lejos de eso, se propuso ser él mismo el primer legislador germano. Nace así el valioso Có-digo de Eurico (470-480), la primera compilación legislativa que habría de ser el núcleo primigenio de las leyes visigodas.

Asentamiento definitivo

Tras la pacífica muerte de Eurico en Arlés, le suce-dió su hijo Alarico II (484-507). Durante su reinado continuó la expansión por Hispania y muchas fami-lias trasladaron su hogar de Aquitania al otro lado de los Pirineos. Por el norte del reino, la presión de los francos fue incrementándose. Alarico se alió con el poderoso rey de los ostrogodos de Italia, Teodorico el Grande, casándose con su hija Tiudigoto, pero ni así pudo evitar el avance del católico rey Clodoveo, que en el 507 derrotó a los visigodos en la decisi-

Durante los años de su gobierno animó a parte de su pueblo a asentarse en diversas zonas peninsulares, e incluso pasó a ejercer una importante influencia sobre el reino suevo de Galicia11, después de desba-ratar en el 456 su ejército junto al río Órbigo, cerca de Astorga.

Ya está Hispania entregada a esos godos cuyos cristianizados ejércitos había evocado con fervor San Isidoro glosando sus mesnadas “de espléndidas y ru-bias cabelleras” (Getarum rutilus et flavus exercitus). Pero este pueblo practica un arrianismo que con el poder se ha hecho intolerante. Idacio lamenta la du-reza con que los visigodos saquean Braga, Astorga y Palencia: las iglesias católicas convertidas en establos, las monjas exclaustradas, los monjes afrentosamente desnudados y expuestos a la vergüenza pública12.

Teodorico, a la mitad de la campaña contra los suevos, recibe la noticia del asesinato de su empera-dor Avito y regresa a Tolosa, dejando en Hispania a parte del contingente visigodo. De esta manera sutil y en apariencia accidental comienzan a instalarse los visigodos en la Spania que pronto habrán de fecun-dar con su sangre.

Surge entonces la datación del tiempo hispano. Lo hace el cronista Idacio quien, a pesar de seguir la cro-nología de San Jerónimo por los años de las olimpia-das y los de cada emperador de Oriente y Occidente, al referir algunos sucesos de la Península los fecha se-parándolos de los demás por la aera, una magnitud temporal que se refiere a la era hispana del año 38 an-tes de Cristo, año del tributo impuesto por Octavio.

Eurico

El reinado de Teodorico acabó cuando fue asesi-nado por su hermano Eurico (466-484), quien aca-baría convirtiéndose en uno de los más importantes reyes de la dinastía visigoda. Durante los casi veinte años de su gobierno, la sede occidental del Imperio tuvo un constante trasiego de ocupantes ya que a Valentianiano III le sucedieron nueve emperado-res. Cuando Eurico vio tal mudanza de augustos,

11 Thompson, E. A.: Los godos en España. Alianza Editorial, Madrid, 1977.12 Menéndez Pidal R.: op. cit. p. XXI.

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europeísta y unitario que nacerá proyectándose so-bre el modelo político y cultural de la Patria Goda13.

Los siguientes asentamientos en número se dan en la Tarraconense, desde la costa hasta la tierra fronteriza occidental llamada Bardulia y que será el núcleo de la futura Corona de Aragón. Según se remontaba el curso del Ebro la densidad de pobla-ción visigoda disminuía. Gallaecia era todavía sueva con un sustrato formado por bretones de origen y cultura célticos. La cornisa cantábrica permanecía independiente a la influencia visigoda y a causa del retroceso de la romanización en la zona, más bárbara aún que la antigua Gothia.

Éste es el escenario étnico sobre el que a princi-pios del siglo VI se trasladan las formas de gobierno que los visigodos habían desarrollado en la Galia: una monarquía electiva basada en la aristocracia vi-sigoda, organizada conforme a la legalidad del Có-digo de Eurico y el Breviario de Alarico. En ningún momento los visigodos se consideraron a sí mismos invasores ya que su asentamiento en Hispania había sido legalizado por el fenecido Imperio de Occiden-te. La población hispanorromana tampoco los vio como invasores, sino como vecinos molestos, gente con la que había que acostumbrarse a vivir aunque nunca de rodillas, y que les libraba de otros germa-nos más feroces.

Es importante subrayar que los visigodos no cam-bian en modo alguno las formas de gobierno de los hispanos. Los gobernantes godos se superponen a los funcionarios de la administración romana sin que haya demasiada interferencia, pues ambas po-blaciones estaban segregadas desde el punto de vista legal. Los visigodos tenían sus propios jefes milita-res, que ejercían de jueces. La máxima autoridad civil de los hispanorromanos era el obispo de la ciu-dad o el rector nombrado a efectos de gobernarlos. Tenían jueces (iudices) propios y la administración económica estaba en sus manos, aunque sometida al tesoro visigodo14.

13 García Moreno L. A.: “Las invasiones, la ocupación de la Península y las etapas hacia la unificación territorial”, en Historia de España Menéndez Pidal, Tomo III, vol. I, pp. 144-150.14 Sánchez- Albornoz C.: op. cit. p. 54.

va batalla de Vouillé, donde perdió la vida el propio Alarico a manos del monarca franco.

Esta derrota supuso la desaparición del llamado reino de Tolosa, ya que los francos lo ocuparon en su totalidad, excepto la zona de Provenza que quedaba defendida por los ostrogodos. La fecha marca tam-bién la primera gran oleada de visigodos que huyen de las Galias y el aislamiento del reino de Hispania, que se convirtió en un “protectorado ostrogodo”, se-gún palabras del medievalista español Julio Valdeón.

Pero aunque perdían terreno, el Estado no se des-moronaba. La soberanía del pueblo visigodo que-daba intacta, preservada en un nuevo código legal promulgado por Alarico II, el llamado Breviario de Alarico o Lex Romana Visigothorum (506), donde se reflejaba la plena independencia de la estructura es-tatal visigoda.

El asentamiento de los visigodos en la península Ibérica sucede al mismo tiempo que el de los ostro-godos en la Itálica. Libres del yugo huno a la muerte de Atila, los ostrogodos se dirigen a Italia dirigidos por Teodorico, quien vence al hérulo Odoacro y se proclama rey de Italia. La antigua alianza de los dos pueblos hermanos vuelve a retomarse a raíz de la de-rrota de Vouillé. Con la muerte de Alarico, queda como sucesor su hijo Amalarico, de corta edad. En-tonces asume la regencia el rey ostrogodo Teodori-co, su abuelo, quien como tutor gobernará Hispania durante quince años (511-526).

En su traslado masivo de la Galia a Hispania, el pueblo visigodo lleva consigo su estructura de Esta-do y ésa es la razón por la que un número tan poco numeroso (Menéndez Pidal calcula el contingente en un número no mayor de 200.000, mientras que los hispanorromanos sumarían más de ocho mi-llones) pudiera imponerse a la población local. Su asentamiento no fue homogéneo, pues no podía ser-lo dado su escaso número. La mayor densidad se da en la Cartaginense, en la Meseta Norte, en un trián-gulo delimitado aproximadamente por las ciudades de Palencia, Sigüenza y Toledo, cambiando el núcleo de poder peninsular de la periferia al centro y anti-cipando lo que será Castilla, un concepto neogótico

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En el 526, Amalarico llegó a la mayoría de edad y tomó posesión de su reino. Entonces cometió el error de tratar de llegar a una alianza con los fran-cos. Estos interpretaron la oferta como una señal de debilidad de los visigodos y no sólo la rechazaron sino que buscaron un casus belli apropiado aseguran-do que Amalarico intentaba convertir a su esposa al arrianismo.

Enarbolando este pretexto, los francos del rey Childeberto atacaron a los visigodos y los derrota-ron en las cercanías de Narbona (531). Los francos se hicieron con el control de la ciudad y obligaron a la Corte a emigrar a Barcelona con el tesoro real. Nada más llegar a la ciudad, Amalarico fue asesina-do, un precio que los monarcas pagaban a menudo tras sufrir un revés militar. El crimen fue propicia-do probablemente por los partidarios de Teudis, que veían en él a un caudillo más hábil, capaz de dirigir el gobierno en tiempos difíciles. 

Con Amalarico terminó el gran linaje real de los Baltos y la sucesión ya no se haría en el futuro entre padres e hijos salvo en contadas ocasiones, como el caso de Leovigildo. La monarquía selectiva, hereda-da de la costumbre germánica de elegir sus jefes en asambleas de guerreros, debilitó la autoridad de los reyes, fomentó las banderías y los asesinatos y lle-gó a causar el fin de la monarquía visigoda cuando los partidarios y familiares de Witiza llamaron en su ayuda a los musulmanes.

Teudis estableció su sede provisionalmente en Barcelona. Nunca más la Corte tendría asentamien-to permanente fuera de Hispania, sujetándose en las fronteras que habían trazado la antigua división ro-mana como ya lo había hecho el rey Clodoveo en la Galia. El cambio del centro de gravedad visigodo fue deliberado, pues Teudis buscaba la amistad hispano-rromana para asentar el reino en la Península, ya que más allá de los Pirineos francos y ostrogodos se lo impedían. Otra buena razón era imposibilitar que la aristocracia ibérica terminara aliándose con los po-derosos bizantinos, tratando de encontrar en ellos el Imperio perdido.

Entre el 534 y el 536 tropas bizantinas al man-do del general Belisario destruyeron por completo

La situación de la monarquía visigoda en la pri-mera mitad del siglo VI es bastante peculiar: con el ostrogodo Teodorico como protector del reino y actuando en su nombre el general Teudis, se suce-den en el trono primero Gesalico (507-511), hijo de Eurico, luego su hermano Amalarico (511-531) y finalmente el propio Teudis (531-548) por elec-ción de los nobles. Teodorico el Grande parece que no ejerció el poder sobre los visigodos simplemen-te como regente y tutor de su nieto, sino más bien como rey por derecho propio. Como tal, a través de poderes delegados y con la corona afianzada en sus descendientes, gobernó hasta su muerte en el 526 intentando unir las dos ramas del pueblo godo bajo la dinastía de los Amalos.

Cuando el gran Teodorico murió, el reino ostro-godo pasó a su nieto Atanarico (bajo la regencia de su madre Amalasunta), mientras el visigodo queda-ba en manos de Amalarico (cuyo reinado sin regente comenzó en ese año 526), siendo la frontera entre ambos el brazo más occidental del Ródano. El teso-ro real visigodo fue devuelto desde Rávena mientras que la gran mayoría de las tropas ostrogodas volvie-ron a Italia, aunque se permitió a los que hubieran fundado familias en Hispania permanecer en el rei-no y convertirse en naturales por derecho adquirido.

La corte visigoda se mantenía en Narbona, pero el centro de poder se desplazaba a la Península según lo hacía el contingente humano. Teudis dio un giro a las relaciones de los visigodos con los hispanorro-manos y practicó una política de tolerancia con la Iglesia católica. Él mismo se casó con una noble lo-cal de estirpe romana y credo católico, mientras arre-glaba el matrimonio de Amalarico con una princesa franca fiel a los papas. De este modo, los visigodos comenzaron a buscar alianzas con la nobleza local y consiguieron cierta estabilidad hasta el 530.

En este intervalo pacífico, Teudis puso un poco de orden en Hispania nombrando condes (comes) como gobernadores políticos y jueces (iudex) para dirimir las disputas. Además, organizó varios conci-lios eclesiásticos en Tarragona, Gerona y Toledo, lo que prueba que políticamente la Iglesia católica es-taba subordinada al trono visigodo y que además no era hostil al acercamiento de Teudis.

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hacerse con gran parte del tesoro real, lo que obligó a Ágila a retirarse a Mérida.

La anarquía se instaló en el poder y el caos fue aprovechado por los bizantinos, que se instalaron en Levante, movidos por al afán de Justiniano de re-cuperar las antiguas tierras del Imperio y llamados por Atanagildo, un noble godo que se rebeló contra Ágila y se proclamó rey con el apoyo de las guarni-ciones cercanas a Sevilla, lo que provocó una gran revuelta civil. Fueron 20 años de pugnas sangrientas entre las facciones rivales del inicuo rey Ágila y el fiero Atanagildo, quien encontrándose al principio en inferioridad de condiciones pidió ayuda a los bi-zantinos15. La alianza incluía un tratado firmado por el propio Atanagildo en el que les cedía una franja costera entre Cádiz y Valencia a cambio de la ayuda militar. Ésta empezó a llegar en el 552 y fue tal su efectividad que tres años más tarde los partidarios de Ágila decidieron asesinarle y pasarse al bando de Atanagildo, con el fin de acabar con la guerra civil e intentar frenar la expansión bizantina.

Justiniano, emperador de Oriente en una Cons-tantinopla que trataba de recuperar la gloria augus-ta, quería asimismo hacer regresar la universalidad romana por los confines del Occidente perdidos a manos de los bárbaros. El norte de África, el sur de Italia y el Levante de España eran los escenarios de sus conquistas incuestionables. Parecía que iba a de-tener el curso de los reinos godos, igual que lo había hecho con los vándalos y otros pueblos germánicos, pero los reyes visigodos no se dejaron suprimir como los ostrogodos. Su sentido de la independencia, uni-do ya por el destino al fiero sentido de libertad de los pobladores ibéricos, no habría de permitirlo16.

Viéndose con todo el poder, y apoyado por el total de la nobleza visigoda, Atanagildo (555-567) trató de afianzar el fortalecimiento del Estado, úni-ca vía para su supervivencia. Comenzó por frenar el avance de sus antiguos aliados bizantinos y más tarde fue sometiendo a las ciudades hispanorroma-nas rebeldes. Tras detener a los bizantinos llegó a un acuerdo por el que éstos mantendrían una zona del

15 Menéndez Pidal, R.: op. cit., p. XXII.16 Ver la obra de Vicens Vives, J.: Aproximación a la Historia de España. Madrid, 1952.

el reino vándalo en el norte de África, haciéndose también con el control de las Baleares y Pitiusas, además de Tánger y Ceuta. Teudis se sintió amena-zado y destacó guarniciones en la costa levantina y la Bética, levantando fortificaciones y obras de carácter defensivo. Con esta operación de largo alcance los godos se establecían en la zona más romanizada de Hispania, que en los últimos decenios había vivido en un estado de práctica independencia. Los bizan-tinos, sin embargo, prefirieron atacar Italia, por lo que la mayor amenaza para los visigodos siguieron siendo los francos.

En el 541 se reanudaron las hostilidades entre éstos y los visigodos. Tras atacar Septimania, los francos cruzaron los Pirineos hasta alcanzar Zarago-za, que resistió un asedio de más de un mes. Final-mente, Teudis pudo rechazar a los invasores, gracias a certeras acciones bélicas y hábiles negociaciones. Tal vez este éxito le hiciera sentirse lo bastante fuerte como para intentar tomar Ceuta, en un momento en que las conquistas bizantinas parecía que se aleja-ban del horizonte. Pero Ceuta resistió a los visigodos y, como consecuencia de este fracaso militar, Teudis fue asesinado en Sevilla en el año 548.

A la prudencia de Teudis le sucedió la violencia arbitraria del duque Teudiselo (548-549), otro os-trogodo de origen cuya política fue también fortale-cer el poder monárquico así como el control efectivo sobre la complicada zona sur peninsular. Pero ape-nas tuvo tiempo de gobernar. Su comportamiento privado le traicionó. Atraído sexualmente por los hombres, no reparaba en medios para conseguirlos incluido el asesinato de sus celosas esposas. Murió en Sevilla 19 meses después de ser proclamado, cuando celebraba un banquete con sus privados, a manos de un grupo de rencorosos favoritos.

El siguiente rey elegido fue Ágila (549-555), un visigodo del partido “nacionalista”, es decir represen-tante de la facción que sostenía la segregación en-tre romanos y visigodos y era partidaria de la Iglesia arriana, considerada como iglesia “nacional” de los godos, frente a la Iglesia católica. Tuvo su principal lugar de residencia en Sevilla, desde donde hubo de enfrentarse a la rebelión de la aristocracia hispano-rromana de Córdoba, que le derrotó consiguiendo

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por su marido, quien volvió al amor de su antigua concubina Fredegunda. Brunequilda sí gozó del amor de Sigeberto, hasta que éste pereció a manos de los partidarios de Fredegunda. Su vida se con-virtió en una denodada lucha contra las costumbres bárbaras de los merovingios.

Atanagildo, en un intento por recuperar el control del valle del Guadalquivir, consiguió tomar Sevilla poco antes de morir pero fracasó siempre ante Cór-doba. Su más importante decisión política fue fijar la sede real y la capitalidad del reino en Toledo, un burgo muy bien defendido por la hoz del Tajo que se hallaba a medio camino en la calzada que llevaba a los otros centros de poder visigodo, Mérida y Zaragoza. Desde el primero se debía avanzar hacia el Guadalqui-vir, y desde el segundo hacia la Narbonense.

A mediados del 567 murió el rey en Toledo, sien-do uno de los pocos monarcas visigodos que falle-ció de muerte natural. Con su desaparición se abrió un período de interregno de casi cinco meses por la falta de acuerdo entre los distintos grupos de poder dentro de la oligarquía visigoda. Esta situación for-taleció el poder de la reina viuda, Gosvinta.

Al mismo tiempo, los nobles de Septimania eli-gieron como monarca al duque Liuva (567-573), en un territorio donde el vacío de poder no podía prolongarse debido a su carácter de frontera militar con el reino franco. Esta elección periférica, sin em-bargo, mostraba la situación de debilidad del reino visigodo que podía provocar otra guerra civil si los grupos dirigentes que estaban en Toledo no acepta-ban la designación. Para atajar posibles disensiones, Liuva asoció al poder en total igualdad de condicio-nes a su hermano Leovigildo (568-586), un brillante general a quien se encomendaba la sumisión de las tierras del sur. Mientras Liuva permanecía en Sep-timania, su hermano debía dirigirse a Toledo para gobernar desde la sede regia los territorios propia-mente hispanos. Allí Leovigildo casó con la reina viuda Gosvinta, una inteligente mujer que habría de aportar el apoyo de la facción nobiliaria que había sostenido a Atanagildo. Con los clanes más podero-sos de su parte, Leovigildo comenzó una política de acercamiento a las distintas comunidades religiosas y étnicas, siempre con la amenaza militar y su au-

sudeste bajo su control, la llamada provincia de Spa-nia, cuya capital volvía a ser la Cartagena púnica.

La debilidad de su monarquía llevó a Atanagildo a buscar nuevas alianzas, nada menos que con los tradicionales enemigos francos. Jugando a fondo sus bazas, casó a sus dos hijas Brunequilda y Gelesvinta con los hermanos Sigiberto de Austrasia y Chilperi-co de Neustria, dos reyes merovingios con los que pretendía hacer frente común contra los enemigos bizantinos. Menéndez Pidal revela la inutilidad de estas bodas: “Los reyes visigodos y francos buscaban frecuentes enlaces matrimoniales, aunque tales unio-nes no solían ser felices por la diversa condición de los dos pueblos: los visigodos, más cultos y romani-zados, pero arrianos; los francos, más rudos aunque católicos. El matrimonio arriano-católico del rey Amalarico con Clotilde, la hija del rey franco Clodo-veo, había sido famosamente desdichado, hasta pro-ducir la guerra franco-visigoda en la que Amalarico perdió la vida, y ese trágico atractivo entre las dos familias reales vuelve a manifestarse en las hijas de Atanagildo. Aquellos reyes merovingios de Austrasia y Neustria vivían entregados a concubinas y siervas; cristianos desde hacía poco, no comprendían aún la monogamia. Pero Sigeberto sueña con una verda-dera reina y consiente en casarse con Brunequilda, la hija del poderoso y rico rey Atanagildo. Grego-rio de Tours describe a la novia recién llegada y la admiración que causan tanto los tesoros con que su padre la envía desde Toledo, como la hermosura y elegancia de la joven, su grata conversación y pru-dente razonar”17.

El éxito de Brunequilda hizo que Chilperico, rey de Neustria y hermano de Sigeberto, enviase ense-guida embajadores a Toledo prometiendo que deja-ría todas sus concubinas a fin de obtener a Gelesvin-ta, la hermana mayor. Fortunato refiere la invencible repugnancia de esta princesa al dejar los muros de Toledo y cómo prorrumpe en llanto con todo su sé-quito. Estas “dos torres gemelas con que Toledo or-naba la Galia”, según palabras de Fortunato, fueron más bien cumbres de desventura. Convertidas del arrianismo a la fe de la Trinidad unitaria, las dos her-manas nunca fueron aceptadas en su nueva patria. Gelesvinta, en plena luna de miel, murió asesinada

17 Menéndez Pidal, R.: op. cit. pp, XXXVII-VIII.

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acuñar en las monedas su propia efigie, otra revolu-ción más de su reinado. Tendió puentes entre unos y otros y admitió hispanos entre los oficios palatinos, haciendo que su presencia en la Corte fuera efectiva.

Al comenzar su reinado Leovigildo reanuda la guerra con los bizantinos que él mismo había inicia-do hacia el 570, antes de llegar al trono. En el 571 toma Baza y más tarde Medina Sidonia, para despe-jar las amenazas contra Sevilla desde el sur. Al año siguiente conquista Córdoba, la ansiada capital que siempre se había resistido a los godos. Este hecho fue crucial. El prestigio de Leovigildo subió tanto que por primera vez un rey visigodo se atreve a usar con toda pompa los símbolos de la realeza: cetro, coro-na y manto. Es entonces cuando acuña moneda con su efigie coronada de perfil, al modo de los césares. Cambia igualmente los usos de la Corte creando una nobleza palatina en la que además de parientes, jefes militares y hombres de su séquito, entran los altos funcionarios del aparato estatal. Entre éstos están ya los primeros hispanos.

De este práctico modo, el reino visigodo se orga-niza de facto en una comunidad mixta, mucho más amplia, basada en un gran pacto de convivencia que le hace capaz de resistir la fuerte presión de los bi-zantinos, deseosos de establecer su hegemonía en la rica Bética. La estructura se basaba en que los cargos de la administración civil y económica eran de ori-gen hispano (los herederos del antiguo orden ecues-tre que a través de los iudices urbanos habían sobre-vivido a la caída del Imperio) mientras que la militar y palatina era competencia exclusiva de los godos.

En el 573 Leovigildo organiza una campaña con-tra los suevos, a los que derrota varias veces consi-guiendo que el rey Miro acepte la supremacía visi-goda y se convierta en un federado de su corona. Funda Villa Gothorum (actual Toro, en la provincia de Zamora) como baluarte contra los suevos y polo de repoblación de los futuros Campi Gothorum (Tie-rra de Campos). Tras la muerte en Septimania de su hermano Liuva I unifica el territorio bajo su mando y dedica sus esfuerzos a la zona norte, donde organi-za una campaña contra los díscolos cántabros fun-dando la fortaleza de Amaya.

toridad regia como factores de disuasión. De esta manera lograría una posición de dominio que nin-gún otro rey visigodo había alcanzado hasta la fecha. Con Leovigildo, la nación goda se habría de identi-ficar definitivamente con el solar hispano, haciendo de la península Ibérica su asiento definitivo y fusio-nándose con la sociedad más romanizada entre todas las antiguas provincias del Imperio.

3. Apogeo visigodo

Una nueva era se anuncia en el último tercio del siglo VI. Tanto el gran monarca que llega a ser Leo-vigildo, como sus hijos, el rebelde Hermenegildo y el converso Recaredo, además de las importantes figu-ras intelectuales que son San Leandro y San Isidoro, van a protagonizar el pase de una sociedad “bárba-ra” a un Estado fuertemente organizado. Ellos son el gozne sobre el que la historia de la Hispania visigoda va a dar un giro espectacular hacia una nueva época.

Como se ha dicho, Leovigildo llegó al trono apo-yado por los fieles de su hermano Liuva más los an-tiguos clientes de Atanagildo, que veían en él a un “nacionalista” convencido en quien poder confiar sus intereses18. Y es cierto que el perfil ideológico y militar del nuevo monarca, antes de llegar al trono, lo confirmaba. Sin embargo, Leovigildo trazó una política novedosa basada en una intuición genial que le puso por encima de estos criterios sectarios. No gobernaría sólo con el apoyo de los nobles visigodos más apegados a la tradición germánica, ni tampoco con el ánimo de conformar sobre todo a la impor-tante población de los hispanorromanos. Tanto unos como otros se aferraban a tradiciones ya caducas: los visigodos a las antiguas costumbres de su condición nómada y asamblearia; los hispanos a un recuerdo imperial que habitaba sólo el desván de la Historia.

Conscientemente, Leovigildo decide comenzar una política de fusión de ambos sustratos para dar lugar al nacimiento de una nueva sociedad, hija por igual de visigodos y romanos19. Reforzado por sus victorias militares tomó los símbolos de la realeza y asimiló las formas del trono de los césares llegando a

18 Barbero de Aguilera, A.: op. cit. pp. 446-447.19 Ibid., p. 448.

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rable aumento del tesoro y patrimonio de la Corona, pudo sostener una creciente pompa de gran rey que apreciaban por igual tanto sus súbditos visigodos como los hispanos ganados para la causa.

Sólo quedaba la cuestión religiosa. Leovigildo se mostró muy tolerante en principio con los católicos y como cabeza de la iglesia arriana ordenó eliminar las trabas de procedimiento y las exigencias rituales impuestas a los que abandonaban el catolicismo para hacerse arrianos. En el 580 organizó en Toledo un concilio arriano, el más importante de los celebra-dos en Hispania, para tratar de limar las diferencias religiosas entre los dos pueblos y buscar la unidad espiritual sobre una base común cercana al arrianis-mo20. Pero a pesar de la buena voluntad, el éxito de la medida fue escaso. El arrianismo era una religión con implicaciones étnicas, tradicionalmente vincula-da al pueblo godo, mientras que el catolicismo era el credo de las masas populares, pero también de gran-des intelectuales como San Isidoro y San Leandro, además de la nobleza hispana que no veía ventaja en convertirse.

Leovigildo no forzó la situación ni prestó dema-siada atención a los rumores que hablaban de un acercamiento de su hijo Hermenegildo a la Iglesia católica. El primogénito se había casado el año ante-rior con Ingunda, hija del rey Sigiberto de Austrasia y nieta de Atanagildo aunque católica. El matrimo-nio residía en Sevilla como duques de la Bética, una posición que les confería una consideración casi re-gia por los habitantes de la ciudad.

El Concilio de Toledo marca perfectamente dos partes bien diferenciadas en el reinado de Leovigil-do, el inteligente monarca que supo adaptarse a la situación política pero no fue capaz de asimilar el ca-tolicismo que ya se estaba convirtiendo en una fuer-za de primer orden que heredaba simbólicamente el poder de los césares. Los años posteriores al conci-lio representan la lucha del rey, a veces desmañada y como si no quisiera prestarle demasiada atención, por mantener el antiguo dogma arriano como ideo-logía religiosa de la nación visigoda. De esta época data el nuevo ordenamiento legal conocido como

20 Orlandis, J.: Historia de los concilios de la España romana y visigoda. Eunsa, Pamplona, 1986.

En este punto retoma la línea diplomática de Atanagildo de alianza con los francos. Casa a su hijo mayor Hermenegildo con una princesa franca y establece nuevos pactos con las tres cortes galas. De este modo evitaba, además, que los suevos los ganaran como aliados. Afianzado el panorama polí-tico, Leovigildo entra definitivamente en Gallaecia, haciéndose con el control de la región de Orense y obligando al rey suevo Miro a rendirle sumisión. Corría el año 576 y sólo la porción controlada por los bizantinos se resistía a su mando.

Cuando un monarca godo veía su poder acrecen-tarse, trataba de establecer su linaje como dinastía reinante. Leovigildo, con más razón que ningún otro, quiso hacer lo mismo y por esa razón asoció al trono a los dos hijos habidos antes de su matrimonio con Gosvinta, Hermenegildo y Recaredo, aunque siempre en una posición subordinada con respecto a él y con la intención de que algún día ciñeran la corona en solitario.

En el 577 el rey volvió al sur, a la Oróspeda, terri-torio fronterizo a los bizantinos cerca de las fuentes del Guadalquivir, creando poco a poco una especie de limes fortificado alrededor del territorio bizanti-no. En el 578 Leovigildo reprimió una sublevación en Sierra Morena y poco después nombraba a su hijo Hermenegildo duque de la Bética, con sede en Sevilla. A Recaredo le concedió el gobierno de una ciudad de nueva fundación, Recópolis, cuyos res-tos pueden verse hoy día en la localidad alcarria de Zorita de los Canes, con un territorio adscrito que abarcaba la mayor parte de las actuales provincias de Madrid y Guadalajara.

En el año 580 Leovigildo estaba en el cenit de su poder. Había derrotado a sus enemigos en todos los frentes, la autoridad real era incuestionable y hasta se adivinaba el nacimiento de una dinastía basada en su linaje. El efectivo control sobre el territorio se unía al reforzamiento de una monarquía renovada que tenía como modelo la de Justiniano. Además de adoptar los símbolos externos de la realeza, Leovi-gildo comenzó a recibir en audiencia delegaciones y embajadores con toda la Corte desplegada en el con-junto palaciego de la urbe regia, en donde no faltaba salón del trono y capilla propia. Gracias al conside-

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En el 582 Leovigildo reconquistó Mérida. Al año siguiente reunió más tropas procedentes del norte y se lanzó al ataque de Sevilla, que fue tomada. Poco después caería Córdoba. Allí estaba refugiado su hijo, que fue capturado. La guerra acabó a principios del 584 con la victoria total de Leovigildo. Tanto francos como bizantinos, a quienes Hermenegildo había pedido ayuda sin conseguirlo, vieron en la vic-toria del padre una prueba de su poder y no hicieron nada por rescatar a su aliado católico.

Hermenegildo pasó varios meses en prisión, pri-mero en Toledo, luego en Valencia y Tarragona. Du-rante todo este tiempo su padre intentó convencerle de que abjurara del catolicismo, a lo que él se negó tajante. Convencido de que no tenía otra salida, Leovigildo ordenó decapitar al heredero en abril del 585. 

Entre las interpretaciones que se han hecho de esta guerra civil, la más común es que se trató de una pugna de religión entre arrianos y católicos. Sin embargo la versión que en su día recogió San Isido-ro, que es la fuente más cercana a los hechos, parece la más probable: Hermenegildo era un rebelde que quería usurpar el trono a su padre y usó para ello su condición de católico (de cuya conversión sincera ni San Leandro ni San Isidoro dudaban), intentando ganarse el apoyo de los suevos, bizantinos y francos, por un lado, y a la población hispanorromana, por otro. El hecho de convertirse al catolicismo no era por sí solo suficiente para ganarse la enemistad de Leovigildo o para quedar excluido de la sucesión al trono (aunque sin duda el partido “nacionalista” de los godos lo hubiera tenido muy presente), y desde luego no era razón para que su padre le declarara la guerra. Pero la rebeldía y la sedición, evidentemente sí. La ejecución fue por traición política, no religio-sa.

Finalizada la guerra, Leovigildo siguió firme en su política de amistad con los católicos y no les per-siguió. Pero aunque hubiera triunfado la ortodoxia arriana, quedaba patente su debilidad pues sólo se sostenía como religión de una minoría, los godos, frente a la inmensa mayoría de hispanos y frente a los vecinos suevos, bizantinos y francos, todos ellos católicos.  Factores combinados que debieron pesar

Codex Revisus, un código que suprimía la antigua prohibición de matrimonios mixtos entre godos y provinciales y pretendía la integración jurídica de todos los habitantes del reino.

La segunda parte del reinado comienza cuando los problemas con su hijo mayor se recrudecen. No sabemos la fecha exacta de la conversión de Herme-negildo, pero lo cierto es que ya a finales del 580 Hermenegildo acuñaba moneda en Sevilla en su nombre y no en el de su padre, lo que aún estan-do dentro de su potestad como duque de la Bética significa una clara demostración de independencia. En el 581 vuelven a aparecer monedas de Herme-negildo con leyendas que hacen fácil suponer que ya es católico y que usa su catolicismo para afirmar su voluntad de emanciparse del trono toledano.

La influencia de San Isidoro, San Leandro y la mujer de Hermenegildo no debió ser menor. Ade-más, era más que probable que el hijo de la pareja fuera educado en el catolicismo, lo que le descartaría a ojos de los visigodos como sucesor al trono. Her-menegildo, por otra parte, gobernaba en la ciudad más católica y romana de Hispania, por lo que es improbable que su corte personal y él mismo no acusaran alguna influencia.

El rey Leovigildo no debió ver peligro inminente o prefirió dejar que su hijo recapacitara21. El caso es que en el 581, en vez de combatirle organizó una campaña contra los vascones, que fue un gran éxi-to, e igual que había hecho con suevos y cántabros, fundó una ciudadela como cabeza del territorio fronterizo: Victoriacum, la actual Vitoria.  Tras esta corta guerra llamó a Toledo a su hijo, para discu-tir con él las diferencias y llegar a un acuerdo, pero Hermenegildo se negó a ir y organizó sediciones de hispanorromanos en varias ciudades que se rebela-ron contra Leovigildo. No se trataba de ciudades sin importancia: Talavera, Mérida, Córdoba y la propia Sevilla estaban con él. Con su apoyo, Hermenegildo controlaba la Bética, el valle del Guadiana y ame-nazaba Toledo. Su padre ya no podía fingir que no pasaba nada.

21 Thompson, E. A.: op. cit., p. 125.

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Durante los dos primeros años de su gobierno, el monarca dejó pasar el tiempo para que la nueva mentalidad se consolidara. Mientras tanto, sellaba nuevos acuerdos con los reyes francos y lograba el apoyo de los fieles a Gosvinta, el núcleo de linajes godos más reacio a los cambios. Y así, con todo a su favor, convocó en el 589 el III Concilio de Toledo, durante el cual tanto el monarca como su familia anunciaban su conversión y tras ellos el grueso de los nobles visigodos y la inmensa mayoría de los obispos arrianos. Todos ellos abjuraron de su antigua fe y fir-maron un documento en el que declaraban profesar la católica. No hubo cesión doctrinal o teológica: la Iglesia católica se mantuvo firme en todos sus dog-mas y su unidad doctrinal con Roma prosiguió in-tacta.

Es importante resaltar que no se trató de una unión de las dos iglesias, sino de la incorporación de los fieles arrianos a las filas católicas, aunque de for-ma pactada y tutelada desde el trono para evitar hu-millaciones o jactancias que hubieran dado al traste con la unidad religiosa.  La jerarquía católica entró en el gobierno del reino colaborando activamente en la política del monarca, cuya figura fue sacralizada y ungida. A partir de entonces, los concilios que el rey convocaba y presidía a imitación de lo que ocurría en el Imperio bizantino se convirtieron en grandes asambleas político-religiosas donde además de las cuestiones religiosas que discutía la jerarquía ecle-siástica había cabida para que los magnates laicos, tanto godos como hispanorromanos, expresaran su opinión y aprobaran medidas para el gobierno gene-ral del reino.

Recaredo siguió intentando controlar los núcleos de resistencia bizantino y vascón, pero sobre todo tuvo que enfrentarse en Septimania contra Gutram de Borgoña, a quien derrotó en varias ocasiones, creando una red de fortificaciones para poder resistir las incursiones francas. El monarca murió pacífica-mente en diciembre del 601, legando a su hijo Liuva un reino en que las aristocracias goda e hispanorro-mana debían colaborar por fin en plano de igualdad.

A pesar de que los cimientos de la monarquía quedaban reforzados, el trono de Liuva II (601-603) no resistió los ataques de los magnates que preten-

en el ánimo de Recaredo, ahora que se convertía en el único heredero de Leovigildo.

Tras acabar con la rebelión de su primogénito, Leovigildo casó a Recaredo con Rigunda, hija del rey Chilperico de Neustria, consolidando así su posición internacional. Un nuevo éxito, la anexión del reino suevo, vendría a completar su largo reinado. Sucedió que tras la muerte de Miro en el 583 la sucesión se complicó. Primero el trono pasó a su hijo Eborico, pero al año siguiente el cuñado del joven rey, Aude-ca, se rebeló y consiguió hacerse con el reino, lo que permitió a Leovigildo intervenir militarmente, de-rrotar al usurpador y anexionarse todo el reino suevo en el 585. Para dejar sujeto el territorio, colocó im-portantes guarniciones militares y creó nuevos obis-pados arrianos que aseguraran el dominio religioso. En lo sucesivo, los reyes visigodos se titularían reyes de Hispania y de Gallaecia.

Poco después, en la primavera de 586, murió pacíficamente el rey Leovigildo, padre de la Spania unificada.

El reino católico de Toledo

Recaredo (586-601) sucedió a su padre sin opo-sición y continuó su política de fortalecimiento de la monarquía buscando la integración de todos los poderes del reino, para lo que tuvo que tomar de-cisiones importantes. Ya que la unidad religiosa no había podido realizarse desde el arrianismo, el rey la impulsó desde el catolicismo.

Una vez que tuvo lugar su conversión personal (enero-marzo del 587), Recaredo convocó un con-cilio conjunto de obispos arrianos y católicos en el que comenzó una campaña de proselitismo entre la jerarquía arriana y los nobles visigodos. El acer-camiento doctrinal entre los dos credos resultaba imposible dado que el lado católico se mantenía in-quebrantablemente fiel a la ortodoxia papal. Por otra parte, Recaredo sabía que el apoyo del papa resulta-ría muy eficaz para las alianzas con los vecinos y la difícil cohabitación con los bizantinos22.

22 Thompson, E. A.: Ibid. p. 142.

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el rey fue asesinado durante un banquete en abril del 610. Fue el último rey godo que pereció a manos de sus enemigos por medio de un crimen y el último de los diez que fue depuesto por regicidio.

Los conjurados llevaron al trono a otro de los suyos, Gundemaro (610-612), quien en su corto reinado tomó la importante decisión de convertir Toledo en sede eclesiástica de toda la provincia Car-taginense (octubre del 610). El nuevo rey inició dos campañas, una contra los vascones, a los que derrotó y sometió, y otra contra los bizantinos con éxito es-caso. También trató de recomponer la política exter-na enviando embajadores a los reyes francos, pero las circunstancias externas la malograron pues el reino de Austrasia fue destruido por el de Neustria, que lo absorbió.

Fue entonces cuando Brunequilda, aquella prin-cesa goda hija de Atanagildo que dejamos luchan-do en solitario entre los rudos francos, perdió la influencia que había tenido hasta ese momento en la corte franca como aglutinante de los elementos pro-godos. Brunequilda se afanó en mantener la autoridad real contra las pretensiones de la nobleza franca, tratando de salvar los restos de la equitativa administración imperial frente al egoísmo tributario de los ricos. Aplicó los recursos del erario público a incesantes obras públicas que le dieron fama de benefactora y trató de mantener la unidad del rei-no en el heredero primogénito contra la arraigada costumbre de los repartos merovingios. Combati-da en vida por unos y otros, sólo pudo ser vencida cuando, ya septuagenaria, trataba de emplear sus úl-timas fuerzas en mantener unidas para su bisnieto Austrasia y Borgoña contra los habituales repartos. El hijo de Fredegunda y sus secuaces torturaron a la anciana durante tres días y finalmente la asesinaron. En respuesta, Gundemaro inició una guerra contra los francos a los que tomó varios emplazamientos en la Septimania24. 

La muerte de Brunequilda por la aversión de su pueblo adoptivo es un claro ejemplo de la lucha en-tre germanismo y romanismo que se estaba vivien-do en lo que consideramos ya Alta Edad Media. En aquella tensión de culturas, los visigodos y los fran-

24 Menéndez Pidal, R.: Ibid.

dían volver a la monarquía electiva. Dos cuestiones impidieron al joven monarca ejercer su condición de soberano: era bastardo y sólo contaba 16 años. Su escasa autoridad provocó que los antiguos linajes aprovecharan para recuperar el poder perdido. Dos años después de ser coronado, fue depuesto fácil-mente en un golpe de Estado de los “nacionalistas” dirigido por el lusitano Witerico. Terminaba así el intento de crear una auténtica dinastía real de suce-sión hereditaria sobre la sangre de Leovigildo. Desde entonces, la Corona quedó a merced de los intereses de los poderosos clanes nobiliarios que la tomarían mediante consenso (elección), asesinato del monarca de turno o golpe de Estado militar.

El reinado de Witerico (603-610) sufrió una inestabilidad constante, tanto en el exterior, donde proliferaron las escaramuzas de escaso valor contra francos y bizantinos, como en el interior, con los sucesivos enfrentamientos contra los magnates. El nuevo rey no abjuró del catolicismo (fue uno de los nobles que en el 589 firmó la profesión de fe cató-lica) ni hizo volver a los godos al arrianismo (lo que prueba la solidez del III Concilio de Toledo) pero permitió que parte de la nobleza retornara en secre-to a profesar la antigua fe, como prueba de gratitud a los antiguos clanes más apegados a la tradición goda23.

En política internacional, lo más señalado fue el intento de pactar con los burgundios para que sirvie-ran de contrapeso a la amenaza de los francos, alian-za que no llegó a concluirse. Contrariado, Witerico trató de empujar a los lombardos que ocupaban el norte de Italia a una guerra contra los burgundios, pero este plan tampoco resultó, así como el inten-to de mezclar en estas conjuras a los reyes francos. Su falta de inteligencia en los asuntos diplomáticos le fue restando credibilidad. Al descrédito se unió la constante sangría de caudales que exigían sus planes políticos por los pagos a los aliados que rápidamente dejaban de serlo.

Witerico, inevitablemente, pasó a ser un obstácu-lo por su desgobierno. Los mismos clanes que pro-piciaron su encumbramiento planeaban ya su liqui-dación. El morbo godo hizo de nuevo su aparición y

23 James, E.: op. cit.

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campañas que dirigió el propio rey, ayudado por el duque Suintila. Para asegurarse de que los bizanti-nos no se harían fuertes, Sisebuto destruyó las defen-sas de Cartagena y creó una circunscripción militar con sede en Orihuela con el fin de vigilar el Levante frente a nuevos ataques del Imperio de Oriente.

El prestigio que le otorgaron sus éxitos militares permitió al rey asociar al trono a su hijo Recaredo, una decisión que habría de traerle complicaciones. Aunque no está suficientemente documentado, el final del reinado de Sisebuto resulta oscuro. Parece que el empeño en crear su propia dinastía, alenta-do por San Isidoro según el modelo de Leovigildo, pudo llevar a la nobleza a recelar de su poder. En cualquier caso el rey murió a principios del año 621, unos dicen que por enfermedad y otros creen que envenenado, sucediéndole su hijo Recaredo II, que murió a los pocos días sin que sepamos las razones. El interregno de casi tres meses tras la muerte del joven monarca demuestra las disensiones de la no-bleza y la pugna de los magnates. Finalmente ocupó el trono el poderoso duque Suintila, cuya fama de conquistador venía bien avalada por los hechos.

Entre la ilusión y el desencanto

Con Suintila (621-631), el reino visigodo llegó a su máxima extensión peninsular. El nuevo rey no perdió el tiempo y quiso demostrar a quienes lo ha-bían apoyado que era el candidato idóneo. Nada más obtener la corona atacó a los rebeldes vascones y, tras vencerlos de forma contundente en el 622, dirigió una gran expedición contra los bizantinos (623-625) que concluyó con su expulsión definitiva de la pe-nínsula Ibérica y la destrucción de Cartagena.

El Estado godo, que fue el primero en in-dependizarse de Roma, conseguía al fin la cohesión territorial que le imponían sus fronteras naturales. Los visigodos alcanzaban de esta manera la integri-dad de la Patria, un concepto que nace entonces de la admirable fusión lingüística de lo femenino, en la idea latina de tierra madre acogedora, con lo mascu-lino germánico, es decir el vaterland o ‘tierra padre’ de origen. Una noción política que tiene además su expresión jurídica en la comunión de los diferentes enfoques del Derecho latino y el germánico: en la

cos seguían direcciones diferentes. Mientras la mo-narquía visigoda transitaba con paso firme hacia la unidad legislativa, a pesar de los continuos asaltos al poder monárquico, los francos mantenían la di-vergencia de los ordenamientos entre burgundios, salios, ripuarios o galorromanos. Los reyes visigodos trataban de acabar con las viejas costumbres germá-nicas que sus vecinos aún mantenían y el Derecho romano execraba como bárbaras, tales como el dere-cho de venganza y la guerra privada.

Tras la temprana muerte natural, en marzo del 612, de Gundemaro, los magnates eligieron para sucederle al culto y piadoso Sisebuto (612-621), amigo personal de San Isidoro de Sevilla. Al periodo germanizante de los anteriores monarcas posteriores a Recaredo, le sucede una nueva etapa adicta a la ro-manidad. Así, entre vaivenes, va decantándose el Es-tado visigodo hispano hacia las raíces de una cultura romana que no había dejado de tener presencia en la Península y que ahora se afianzaba por el creciente peso de la Iglesia católica.

Convencido de tener deberes eclesiales hacia la sede romana de la Iglesia, Sisebuto realizó una inten-sa política intervencionista que buscaba el nombra-miento de candidatos idóneos para los obispados. Fue el primero de los reyes godos que promovió la cultura entre sus súbditos. Él mismo escribió epís-tolas y vidas de santos en latín. San Isidoro le dedica el tratado de física y cosmografía De Natura Rerum, en el que aparece el propio rey entablando diversos coloquios con sabios como Suetonio, Lucano o San Agustín sobre las cuestiones más arduas. Como es-tratega militar, Sisebuto fue también una excepción entre los visigodos pues fue el primero en dotar al reino con una escuadra naval como la que habían tenido los vándalos25.

Sisebuto inauguró, por otra parte, una política de persecución hacia los judíos que se mantendría hasta el final del reino visigodo. Durante su reina-do se rebelaron los astures y también los roccones (o runcones) de Cantabria, que fueron aplastados por el general Riquila. Pero el éxito mayor fue reducir el dominio bizantino a su mínima expresión en los enclaves de Cartagena, Baleares y Ceuta, durante las

25 Thompson, E. A.: Ibid.

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entre los magnates. Los temores se ven confirmados cuando Suintila comienza a hacer importantes con-fiscaciones de tierras para asegurar su poder y el de sus fieles. La fama de déspota crece y entre el 630 y el 631 tiene que hacer frente a varios levantamientos contra su persona.

El más importante de los conspiradores fue Sise-nando, quien se alzó en la Tarraconense con las fuer-zas que debían atacar a los vascones y pidió ayuda al rey Dagoberto de Neustria. Los francos accedieron a invadir Hispania para apoyar a quienes querían des-tronar a Suintila, pero exigieron a cambio que se les entregara el famoso missorium del tesoro real visigo-do, una silla gestatoria de oro de 500 libras de peso que había regalado Aecio a Turismundo a modo de trono germánico.

Sisenando y sus aliados francos avanzaron hasta Zaragoza y Suintila marchó desde Toledo para ha-cerles frente, pero antes de la batalla muchos de los partidarios del rey desertaron y cambiaron de ban-do. El rebelde fue aclamado como rey por la parte más numerosa del ejército mientras Suintila era he-cho prisionero, pero una nueva guerra civil se desa-tó entre los fieles de Sisenando y una facción leal al clan de Suintila que probablemente encabezó Iudila, pues la documentación numismática existente (dos monedas) demuestra la existencia de este magnate coronado muy probablemente en la guerra civil que se desató entre el 631 y el 633.

La disputa no terminó hasta la celebración del IV Concilio de Toledo en diciembre del 633. La magna asamblea política desterró a Suintila, su mujer e hi-jos y también a su hermano Geila, otro pretendiente que intentó el trono. El concilio igualmente ordena-ba confiscar sus bienes y lo declaraba indigno para reinar, según cuenta la crónica del franco Fredegario, la única de la que disponemos a partir de San Isi-doro aparte de las actas de los concilios de Toledo y de la relación desvaída y casi sin datos que ofrece el cronista anónimo que continuó la crónica isidoriana hasta la subida al trono de Égica en el 657.

Suintila murió años más tarde sin recobrar la li-bertad, parece que hacia el 641 y de muerte natural. La dignidad regia, definida por San Isidoro confor-

Spania goda, también por vez primera, el ius soli o derecho sobre la tierra de origen germano se super-ponía al ius sanguinis o derecho de la sangre latino en las herencias, los contratos matrimoniales o la ad-quisición de tierras. A partir de este momento, las leyes y los cánones indican con claridad la nueva si-tuación: Gothorum gens ac patria se convierte en un término común en la redacción de documentos. ‘Los godos y la patria’ son la misma cosa, como ‘Roma y el pueblo romano’, una expresión de la soberanía ba-sada en la sangre pero también en el territorio26.

El gran significado de las victorias de Suin-tila queda destacado en las dos obras históricas de Isidoro de Sevilla. En la Crónica general, que fue guía histórica en toda Europa durante muchos siglos, los asuntos de Spania cierran la obra. Las victorias de Si-sebuto y Suintila, que logran expulsar a los romanos del emperador de Oriente Heraclio, dan pie al sabio sevillano a establecer un paralelismo con la crónica del Biclarense, resumiendo la historia de Europa de ese momento (626) en el destino de sus dos países extremos: Bizancio en decadencia y la floreciente Spania.

De todas formas, la obra cumbre de Isidoro es la Historia gothorum, un alegato entusiasta de la forma-ción del Estado godo que ya su autor califica en el prólogo como De laude Spaniae (‘En loor de Espa-ña’). Aunque el ferviente arzobispo no era de estirpe goda, estaba identificado con el vigor, tamizado por el catolicismo romano, del pueblo que gobernaba los destinos de España. La historia isidoriana del “pue-blo glorioso temido de Alejandro, Pirro y César”, computada según la era que introdujo Idacio, ter-mina en el año 624 con las victorias de Suintila en la Bética. Y como colofón, añade: “Suintila fue el pri-mero que tuvo la monarquía de toda Spania”.

Pero Suintila tiene dos etapas muy distintas en su reinado. En la primera es admirado por sus éxitos militares; hasta San Isidoro, que termina su crónica en el 626, se deshace en elogios sobre su magnani-midad y buen juicio. A partir de esa fecha, el pano-rama cambia y la ambición creciente del monarca, que le lleva a asociar al trono a su hijo Recimiro, su hermano Geila y su mujer Teodora, provoca recelos

26 Menéndez Pidal, R.: Ibid. p. XL.

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para hacer de la institución conciliar una instancia política de primer orden. Aquellas asambleas de los más ancianos o del pueblo en armas celebradas en tiempos de Eurico no se reunían ya. Sólo el Aula Re-gia, o junta de nobles, asistía al rey en el gobierno. Desde Sisenando, los concilios se reunieron mucho más a menudo, con intervalos entre uno y ocho años. Tuvieron una enorme importancia canónica y su influencia como órganos de gobierno llegó hasta el Estado carolingio.

El IV Concilio de Toledo no sólo fortaleció la au-toridad regia a través de la sacralización del rey, sino que al mismo tiempo le exigía que huyera de todo despotismo y gobernara en consonancia con su fe cristiana. San Isidoro lo resumió en la frase rex eris si recte facias, si non facias non eris (‘serás rey si obras rectamente, si no lo haces no lo serás’). También re-guló la espinosa cuestión de la sucesión al trono, que habría de seguir siendo electiva, encargándose de la designación los próceres y los obispos. Por último, se estipularon las garantías procesales para los acusados que comparecían ante el tribunal real, con el fin de que no quedaran al arbitrio del monarca en las cau-sas que acarrearan pérdida de la vida o los bienes.

Sisenando murió pacíficamente en Toledo el 12 de marzo del 636. A su muerte se puso por prime-ra vez en marcha el mecanismo sucesorio aprobado en el IV Concilio, siendo elegido rey Chintila (636-639), de cuyo reinado queda escasa noticia salvo las actas de los concilios toledanos quinto y sexto, donde se reforzaron los mecanismos para proteger al monarca y su familia y se fijó el status de los fideles regis, de manera que su cargo y propiedades pasasen a ser permanentes, mas allá de los cambios de reina-do. Con esto se buscaba mantener el equilibrio de poder entre la nobleza y el rey. Tras la muerte natural de Chintila el 20 de noviembre del 639, le sucedió su joven y débil hijo Tulga (639-642). El anatema isidoriano fue incapaz de sujetar la ambición de los magnates que dirigidos por Chindasvinto depusie-ron al joven rey. Para evitar atentar contra su per-sona le tonsuraron y encerraron en un monasterio, una expeditiva forma de privarle de su condición real pues estaba prohibido a los clérigos ceñir la co-rona.

me al modelo bíblico mediante la mística unción del monarca a la utilidad de su pueblo, quedó maltre-cha. Suintila fue el primer rey godo depuesto sin ser asesinado, como lo serían luego Tulga y Wamba. In-cluso Isidoro tuvo que corregir los últimos párrafos de su crónica, para borrar las alabanzas y trocarlas por el descrédito en que cayó el otrora victorioso ge-neral.

El antiguo prócer Sisenando (631-636) tuvo un corto pero intenso reinado. Primero debió satisfacer a sus aliados francos entregándoles 200.000 suel-dos, ya que los nobles visigodos no aceptaron ceder el missorium. Luego se dedicó a consolidar su poder durante dos años ya que su autoridad no había sido unánimemente reconocida, como sabemos. Para ga-nar el apoyo de la Iglesia, convocó el IV Concilio de Toledo (633), en el que se asentaron las bases del gobierno del reino. Cuando los sesenta y seis obis-pos de la Spania goda tomaron asiento en la basílica de Santa Leocadia en Toledo, presididos por Isidoro, entró Sisenando con los magnates y se postró ante los santos padres, rogando con lágrimas en los ojos su protección. El concilio isidoriano premió sobra-damente la humildad del rey. En el último de sus cá-nones, el sínodo episcopal anatemizaba a todo aquel que intentase escalar el trono por medio de la fuerza. El rey era un ungido de Dios y por tanto inviolable: Nollite tangere Christos meos.

De esta manera, el cuarto concilio toledano daba carta de naturaleza política a la teoría expuesta por Isidoro acerca de la mística unción que confería ca-rácter sacerdotal al monarca. Al mismo tiempo, la asamblea episcopal se constituía en tribunal supre-mo como garante entre el rey y su pueblo. Se san-cionaba así el acercamiento entre el Trono y el Altar iniciado por Recaredo. El rey era sagrado y su perso-na inviolable, pero como recuerda Menéndez Pidal, el Estado visigodo no era ciertamente teocrático. En la monarquía católica ideada por Isidoro de Sevilla y su hermano Leandro, el soberano era más bien un sumo sacerdote que debía procurar, en nombre de la autoridad suprema del Altísimo, el bienestar de su pueblo.

El interés de Sisenando por legitimar su ascensión al trono sirvió de apoyo al metropolitano de Sevilla

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de la Ley y las obligaciones del legislador, en la que se afirma taxativamente que el rey queda sometido sin cortapisas al imperio de la Ley. También que-dan superadas las antiguas diferencias entre nativos y godos, permitiéndose los matrimonios mixtos sin cortapisas. El único privilegio que conserva la etnia visigoda es la titularidad del trono. Este código, re-formado más tarde por Ervigio, Égica y Witiza, sir-vió de ley durante siglos a toda Spania, desde Santia-go a Barcelona y Cádiz.

Poco se sabe de los últimos años del reinado de este monarca, salvo la inestabilidad en la zona cánta-bra y las medidas para militarizar la administración que otorgaron a los duques el control civil supremo en las provincias. Recesvinto murió pacíficamente el 1 de septiembre del 672 en su feudo de Gérticos, situado en el valle del Jerte.

En esa misma localidad los magnates, en cumpli-miento de la ley, eligieron como monarca a Wamba (672-680). El escogido tuvo que ser amenazado con una espada por un duque palatino para que acepta-se la corona, pues le repugnaba “el mar de sangre” hecho por Chindasvinto cuando trataba de asegurar el trono para su familia. Pero inmediatamente des-pués de ser ungido en Toledo por el metropolitano Quirico, sus familiares entraron en pugna con los de Chindasvinto para lograr cargos y prebendas.

EL propio Wamba habría de naufragar en aquel mar de traiciones y muertes, a pesar de que tras el débil Recesvinto supo robustecer el reino y sortear con éxito los muchos peligros que lo amenazaban. Un año después de su designación tuvo que hacer frente a una incursión vascona y en esos parajes le sorprendió la rebelión de los magnates de la Nar-bonense, contra los que envió al duque Paulo. Éste, emparentado con la familia de Chindasvinto, en vez de acabar con la rebelión se unió a ella y se convirtió en su líder.

Con el apoyo de los francos y del duque Rano-sindo de la Tarraconense, Paulo llegó a proclamarse rey. Inmediatamente Wamba marchó contra los re-beldes, los persiguió hasta Nîmes y allí les derrotó en septiembre del 673. Aprovechando su victoria, el rey promulgó una ley sobre la obligación de prestar

Chindasvinto (642-653) tenía cerca de ochenta años al subir al trono, pero eso no impidió que de-sarrollara una gran actividad. Ya como duque había participado en varias rebeliones y una vez que tuvo la autoridad real, aplicó una política de extrema dureza contra los clanes nobiliarios, a los que purgó con pe-nas de destierro, muerte y, naturalmente, la confisca-ción de los bienes que utilizó para recompensar a sus fieles. Además aprobó leyes que castigaban las maqui-naciones de los rebeldes contra el príncipe o la patria, avaladas y respaldadas por severas penas canónicas en el VII Concilio de Toledo (646). Poco después, algu-nos magnates laicos y eclesiásticos pidieron al rey que garantizara la continuidad de su obra asociando al trono a su hijo Recesvinto. La medida, contraria a la legislación vigente, fue aprobada finalmente en ene-ro del 649 y desde entonces padre e hijo gobernaron conjuntamente hasta la muerte del viejo rey, ocurrida el 30 de septiembre del 653. El obispo Eugenio II de Toledo dedicó este epitafio al difunto monarca: “Yo, Chindasvinto, siempre amigo de las maldades. Yo, Chindasvinto, autor de crímenes, impío, obsceno, in-fame, torpe e inicuo, enemigo de todo bien, amigo de todo mal. Cuanto es capaz de obrar quien pretende lo malo, el que desea lo pésimo, todo eso yo lo cometí y fui todavía peor”.

Recesvinto (649/653-672) sucedió a su padre tras vencer la revuelta encabezada por Froyla en el valle del Ebro, pero decidió no proseguir su política au-toritaria y de enfrentamiento con gran parte de la nobleza, así que buscó un acuerdo con los damnifi-cados para que olvidaran las persecuciones sufridas. El nuevo monarca consiguió sus propósitos en el VIII Concilio de Toledo (653), donde se aprobó una amplia amnistía para los perseguidos por el anterior monarca, e incluso se trató el problema de los bie-nes confiscados a los condenados, lo que provocó un gran enriquecimiento del patrimonio personal del monarca.

Tras conseguir apaciguar el reino, Recesvinto pro-mulgó en el 654 el Liber Iudiciorum, un nuevo or-denamiento legal con vocación de síntesis, donde se recogían las leyes antiguas de Eurico y Leovigildo, otras de monarcas posteriores y las nuevas de Chin-dasvinto y Recesvinto. La gran novedad está definida en el primer libro, dedicado a definir la naturaleza

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a su hija Cixilona con Egica, al parecer sobrino de Wamba, obligándole a jurar que daría protección a sus hijos.

El final del reinado está marcado por una impor-tante crisis económica y las noticias del avance mu-sulmán por el norte de África, que podría haber lle-vado a crear un distrito militar en el Estrecho y a la ocupación de Ceuta. Ervigio enfermó mortalmente el 14 de noviembre del 687 y designó como sucesor a su yerno Égica, por entonces duque provincial. Al día siguiente, el rey tomaba la penitencia pública y el día 24 el designado recibía la unción real.

Égica (687-702) tuvo un reinado complicado aunque ciertamente duradero, pues quince años su-ponían un periodo considerable para los expeditivos godos. Las tensiones económicas y sociales se agu-dizaron y el rey respondió con nuevas purgas en el seno de la nobleza. A instancias del viejo Wamba, que aún vivía retirado en su monasterio, consiguió del XV Concilio de Toledo (688) que le absolviera del juramento de proteger a la familia de Ervigio, que perdió gran parte de su patrimonio.

Pero las conjuras nobiliarias continuaron. La más importante parece ser la que encabezó el metropoli-tano de Toledo Sisberto en el 692, quien finalmente fue depuesto y condenado a excomunión y destierro perpetuos por un tribunal de obispos reunido con ocasión del XVI Concilio de Toledo (693). Consul-tando las diversas fuentes de que disponemos, nues-tra hipótesis es que en esa revuelta Sisberto llegó a ungir a su candidato Sunifredo, aunque éste lograra escapar de la sentencia del concilio y continuara aco-sando el trono de Égica e incluso pudiera llegar a ocupar la capital toledana en algún momento, pues no hay que olvidar la acuñación hecha a su nombre en esta ciudad.

Égica aprovechó la asamblea para intervenir en el nombramiento de los obispos y afianzar su posi-ción, consiguiendo que la autoridad conciliar refor-zara el carácter sagrado de la realeza con normas más estrictas sobre la protección de la persona del rey y su familia. En este Concilio, además, el rey denun-ció una conspiración judía y dictó un conjunto de prohibiciones y leyes represivas que se endurecieron

ayuda militar ya fuera en caso de agresión externa o por rebeldía interna. En ella se establecían duras penas para los que no acudieran en defensa del rey y el reino, incluidos los eclesiásticos, lo que provocó un agravamiento de las relaciones de Wamba con la Iglesia, ya deterioradas por la intención del rey de crear nuevos obispados.

Como en otros muchos casos, el final de su rei-nado es fruto de una conjura palaciega. El 14 de octubre del 680 una mano traidora administraba al rey una bebida hipnótica que simulaba colocarlo en trance de muerte. Aprovechando su estado, el me-tropolitano Julián de Toledo le administró la peni-tencia pública y le impuso la tonsura eclesiástica con el fin de que le inhabilitara para reinar. A continua-ción se le obligó a firmar unos documentos donde nombraba como sucesor al conde Ervigio, miembro del clan de Chindasvinto y gran amigo del metropo-litano Julián. Poco después Wamba se recuperó y se encontró que como penitente no podía reinar, algo que le confirmaron los eclesiásticos. Tras una inicial resistencia se retiró a un monasterio, donde aún vi-viría siete años.

Con el ascenso de Ervigio (680-687), las luchas entre las facciones rivales de Wamba y Chindasvinto se recrudecieron, pero el nuevo rey supo ganarse el apoyo de la jerarquía católica al suprimir los obispa-dos creados por Wamba. Trató de legitimar su posi-ción en el XII Concilio de Toledo (681) presentando documentos que la justificaban. También reactivó la política antijudía, además de suavizar la ley militar de Wamba y declarar un indulto sobre muchas de las penas en las que incurrieron los que no pudie-ron cumplirla. En el XIII Concilio de Toledo (683) se aprobó una amnistía para los que participaron en la rebelión del duque Paulo, así como el llama-do “habeas corpus” visigodo donde se garantizaba a los acusados de alto rango un juicio público ante un tribunal competente compuesto por obispos y mag-nates27. Por último, se aprobaron leyes para la pro-tección de la familia del rey y su descendencia, ya que Ervigio pensaba que los miembros del clan de Wamba no le habían perdonado el modo de subir al trono. De hecho, para asegurar el porvenir, casó

27 Orlandis, J.: Historia de los concilios de la España romana y visigoda. op. cit.

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Favila, padre de Pelayo, por querer arrebatarle su mujer. Temeroso de venganza, cuando Witiza ciñó la corona, desterró a Pelayo de Toledo hacia las tierras del norte.

Witiza (702-710) hereda un reino muy debilita-do y busca de nuevo la paz interna congraciándose con la nobleza, que asumiría un papel decisivo en el gobierno. Incluso perdona a Teodofredo, haciendo a Rodrigo duque de la Bética. La situación estaba en plena crisis social, la hambruna del 708-709 se unió a los asaltos protagonizados por bandas de esclavos fugitivos y al cada vez mayor peligro musulmán. El joven rey, de apenas 30 años, murió a principios del 710. Había asociado al trono en la Septimania y la Tarraconense a su hijo Aquila, pero la facción hostil al clan de Wamba recabó su derecho a la sucesión y eligió al duque de la Bética, Rodrigo, que tenía fama de buen guerrero, pero que pertenecía al clan de Chindasvinto. Algo que no gustó a los hermanos del monarca difunto, Oppas y Sisberto, que en vez de rebelarse de forma inmediata esperaron su oportu-nidad. Con el beneplácito de sus tíos, Aquila envió un mensajero a Tánger, pidiendo a Tarik ibn Ziyad -el islamizado general bereber que gobernaba Tánger a las órdenes de los árabes en expansión- ayuda para recuperar el reino, especialmente las tres mil sesenta villas y cortijos que fueron del patrimonio real de su padre.

Por tercera vez en la historia visigoda, una facción buscaba ayuda exterior para intentar hacerse con el trono y el tesoro. La llamada de Atanagildo a Jus-tiniano costó la ocupación bizantina de Levante; el apoyo que Sisenando recibió de Dagoberto compro-metió la pieza de más valor del tesoro de Toledo; la intervención de Tarik se contrataría con seguridad bajo una oferta de pago sobre las riquezas que ha-brían de recuperarse. Pero el clan de Witiza no podía imaginar que una vez que los musulmanes pusieran el pie en la Península, iban a quedarse con todo.

Rodrigo (710-711) tuvo que hacer frente a una complicada situación, con la rebelión de los vasco-nes en el norte y la amenaza árabe en el sur. En la franja africana que dependía del reino visigodo, el caudillo Olián, bereber católico que controlaba la Mauritania Tingitana y se declaraba súbdito del tro-

en el XVII Concilio (694)28. Esta vez, la denuncia contra la comunidad hebrea era muy grave. Ya no se trataba de prestar dinero a intereses desorbitantes, sino de asociarse con los bereberes de Mauritania, recién convertidos al islam, para tratar de expulsar del trono a los godos. Los judíos habían sido oprimi-dos hacía setenta años por Sisebuto, con una conver-sión en masa que el mismo San Isidoro reprobó. Su descontento se unió a las facciones más desfavoreci-das y fueron utilizados continuamente por quienes pretendían usurpar el trono. Pasados diecisiete años desde las severas leyes de Égica, no es aventurado sostener como hacen distintos autores (los historia-dores españoles Abilio Barbero de Aguilera, Claudio Sánchez-Albornoz y Ramón Menéndez Pidal; así como el británico Edward Arthur Thompson) que los judíos se convertirán en todas las urbes hispanas en los grandes adversarios que facilitarán la conquis-ta musulmana.

Ese mismo año Égica asoció al trono a su hijo Witiza (694/695), mientras el reino entraba en fran-ca decadencia económica y social, aumentada por el feroz partidismo que ocasionaba continuas guerras y varios brotes de peste bubónica que asolaron la po-blación. Ante la debilidad política del monarca, el joven Witiza recibió la unción regia el 15 de octubre del 700, pero no tuvo oportunidad de asegurar su posición ya que en la propia corte hubo una revuel-ta que obligó a los reyes a dejar Toledo. La capital quedó en manos de un usurpador (probablemente Sunifredo29), que sólo fue derrotado poco antes de la muerte de Égica, ocurrida a finales del 702.

Según la Crónica mozárabe, los enemigos del clan de Wamba pensaban entronizar a Teodofredo, un hijo que había dejado aún niño Chindasvinto y for-maba parte del Aula Regia30. Pero Witiza se lo quitó de en medio haciéndole sacar los ojos. Teodofredo se refugió en Córdoba con su hijo Rodrigo, el futu-ro rey que habría de perder Spania. Otro futuro rey, esta vez el que iniciará la recuperación, Pelayo, apa-rece también como enemigo de Witiza, pues cuan-do el joven príncipe fue asociado al trono recibió el reino de Galicia y allí hirió mortalmente al duque

28 Orlandis J.: Ibid.29 Menéndez Pidal R.: Ibid. p. LVIII.30 Ibid.

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combate, dejad que muera el rey. Luego los musul-manes se retirarán”. La traición de los hermanos de Witiza se consumó hasta sus últimas consecuencias. Rodrigo fue completamente derrotado en la célebre batalla de Guadalete (19-26 de julio del 711) y la historia cambió de rumbo.

Sin atender las órdenes de Musa, que sólo le au-torizaban para una correría, Tarik aprovechó su vic-toria y tomó Toledo con gran rapidez, impidiendo así que se formara una eficaz resistencia en torno al trono. En el reparto del patrimonio real, las pobla-ciones de oriente tocaron a Achila II, que fijó su re-sidencia en Toledo como sus antepasados reales; los cortijos y villas de occidente fueron para Olmundo, que vivió en Sevilla y murió joven; los del centro se entregaron a Ardabasto, el otro hijo, el menor de los de Witiza. Los conquistadores les dieron cargos de condes y jueces de los cristianos y parece que, duran-te los primeros diez años, algún trato de rey. Algunas fuentes numismáticas muestran acuñaciones a nom-bre de Achila II en la Tarraconense y la Septimania, realizadas probablemente entre el 711 y el 714.

En aquellos primeros años de dominio musul-mán, los jefes witizanos colaboraron activamente con los invasores para acabar con los nobles de la facción opuesta, pudiendo mantener de esta forma una posición de privilegio en el nuevo régimen. Al-gunas fuentes catalanas refieren que tras Achila II hubo un último rey visigodo, Ardo (también trans-crito como Ardón), que se mantendría en el poder durante siete años más32. En cualquier caso, las fuer-zas musulmanas ocuparon la zona catalana entre el 716 y el 719. A partir del año 20 la resistencia más allá de los Pirineos estará liderada por nobles locales que se encierran en ciudades fortificadas como Nî-mes, Narbona o Carcasona.

Lo que había costado 300 años en fraguarse, cayó en menos de dos. El fin del reino visigodo fue una conjunción de condiciones adversas, pero no todas ellas se deben al azar. A la crisis económica y a la inestabilidad política se unió el sectarismo suicida de un clan dispuesto a mantenerse en el poder a cualquier precio. Los musulmanes, contagiados del ímpetu de su reciente doctrina y en plena euforia

32 Barbero de Aguilera A.: op. cit. p. 496.

no de Toledo, cambió de bando. Se trata del “conde don Julián” de los cantares épicos españoles. Julián había desviado la primera invasión del caudillo árabe Ocba, en el año 682; pero una nueva acometida de Musa ibn Nusayr, gobernador del África islámica, le arrebató Tánger en el 708 y lo sitió en Ceuta. El im-perio mahometano avanzaba inexorable y buscaba cabezas de puente en su intento por extender hasta Europa la nueva doctrina que con tanto fervor había nacido en las arenas del desierto de Arabia.

Sin que hasta hoy se hayan podido dilucidar con claridad los motivos que motivaron la traición del conde don Julián (¿cese de los socorros a Ceuta?, ¿falta de entendimiento con Witiza?), el hecho es que en octubre del 709 Julián hizo acto de sumisión a Musa reconociéndose su tributario e invitándole, además, a invadir el reino de Spania. La leyenda afir-ma que el conde buscó la venganza porque su hija había sido violada por el duque de la Bética, Rodri-go31.

El desembarco musulmán se produjo mientras el rey Rodrigo luchaba contra los vascones. Durante los últimos meses del 710 y primeros del 711, Tarik había reunido un ejército de bereberes que el conde don Julián fue pasando desde Ceuta a la Península en barcos mercantes y a ritmo de pequeñas cantida-des. El 28 de abril pasó el mismo Tarik, se fortificó en lo que a partir de entonces se llamó Gebel-al-Ta-rik (Gibraltar) y recibió refuerzos de Musa, a quien acompañaba el conde don Julián con mesnadas pro-pias.

Rodrigo se dirigió a Córdoba para reunir su ejér-cito. A su llamamiento acudieron los hijos y demás parientes de Witiza, acampando en las afueras por no querer entrar en la ciudad patria de Rodrigo, pues desconfiaban de él. El rey, por el contrario, es-taba tan confiado en ellos, que cuando llegó cerca de Sidonia a presentar batalla a Tarik, dio el mando de ambas alas del ejército a los hermanos de Witiza, Sis-berto y Oppas. Antes de entrar en combate, los witi-zianos propalaron entre las tropas su animadversión a Rodrigo y prendieron la semilla del derrotismo. “El usurpador nos ha robado el reino –decían– y los africanos vienen a devolvérnoslo. Huyamos en el

31 Thompson E. A.: Los godos en España. Madrid, 1971.

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ción que nunca había estado del todo con los inva-sores germánicos lo apoyara sin reservas. En el 721, prácticamente toda la Península estaba bajo dominio musulmán, pero la Reconquista ya estaba en marcha. Había comenzado el sueño neogótico de recuperar la patria que habría de formar los reinos cristianos de la Baja Edad Media.

conquistadora, se encontraron con un pueblo pro-fundamente descontento que en muchos casos los vio como sus salvadores. El morbo godo se volvió en contra de los clanes nobiliarios rivales. Pero las mis-mas ofensas pasadas provocaron su reacción. Pelayo, aquel noble desterrado que no tardó en reclamar el liderazgo de la nación goda en Spania, se atrincheró en los farallones astures, logrando que una pobla-