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LOS TRES VÉLEZ UNA HISTORIA DE TODOS LOS TIEMPOS

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LOS TRES VÉLEZUNA HISTORIA DE TODOS LOS TIEMPOS

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Retrato de don Gregorio Marañón en su juventud, por Ignacio de Zuloaga y Zabaleta.

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LOS TRES VÉLEZUNA HISTORIA DE TODOS LOS TIEMPOS

Gregorio Marañón

REVISTA VELEZANAAyuntamiento de Vélez Rubio

INSTITUTO DE ESTUDIOS ALMERIENSES

Diputación de Almería2005

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FICHA TÉCNICA

Editores

REVISTA VELEZANA. Ayuntamiento de Vélez Rubio

INSTITUTO DE ESTUIDOS ALMERIENSES. Diputación de Almería

Coordinación de la edición

José D. Lentisco Puche

Cubierta

María Isabel Muñoz (Almería)

Maquetación

Amando Fuertes Panizo (Almería)

Fecha

Junio, 2005

Tirada

500 ejemplares

Depósito Legal

AL - xx

International Standard Book Number

84- 8108-324-0

ImpresiónEntorno Gráfi co (Maracena, Granada)

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Justifi cación de la presente edición. ...................................................................... 7

Prólogo de A. López Vega. .................................................................................... 9

Recuadro al doctor Marañón, de Azorín. ........................................................... 19

INTRODUCCIÓN ................................................................................................ 21

LOS FAJARDO ..................................................................................................... 27

EL PRIMER VÉLEZ: D. Pedro Fajardo Chacón. .................................................. 37

EL SEGUNDO VÉLEZ: D. Luis Fajardo de la Cueva. .......................................... 75

EL TERCER VÉLEZ: D. Pedro Fajardo y Córdoba. ........................................... 133

EPÍLOGO ........................................................................................................... 187

Índice de ilustraciones. ...................................................................................... 189

ÍNDICE

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JUSTIFICACIÓN DE LA PRESENTE EDICIÓN

Entre los dos o tres títulos míticos que ha dado la historiografía velezana, sin duda, éste del doctor Marañón ha sido uno de los más codiciados. Todo el mundo hablaba del libro, lo conocían “de oídas” o por referencias de terceros, pero muy pocos habían logrado disponer de una copia para su lectura y/o consulta. Se trataba de la típica edición que, sin ser excesivamente antigua (de comienzos de los 60), sin embargo, era muy difícil de localizar un ejemplar. Hace años, algunos afortunados habían conseguido adquirirlo en una librería de viejo o de ocasión; pero los más no teníamos más remedio que abusar de la confi anza de los amigos o recurrir a la biblioteca de manera temporal.

Pero, además de su rareza, lo sorprendente de la obra para un lector contemporáneo, velezano o no, es su tremenda actualidad, su vigencia como profunda, rigurosa y completa refl exión de psicohistoria y estudio biográfi co, tan demandados por el público en nuestros días. A poco que el lector vaya sumiéndose en su reposada y placentera consulta, seducido por la sencillez y fl uidez del texto, irá comprobando la gran humanidad de su autor, el acertado análisis de sus investigaciones, el vivo retrato de grandes personajes de la historia de España, contextualizados convenientemente en su estirpe, su medio y su territorio, para ofrecernos un aproximación muy ajustada a lo que debieron ser sus gozos y alegrías, sus ambiciones y desdichas.

Revista Velezana, como bien conocen de primera mano quienes nos hayan

seguido en nuestra ya larga y fructífera trayectoria desde 1982, ha posibilitado la divulgación de infi nidad de trabajos originales y se ha preocupado, igualmente, por la reedición de numerosos artículos o monografías, en un claro y sincero intento de divulgar el conocimiento científi co, literario, técnico y/o artístico. Hemos estado muy pendientes por facilitar a nuestros lectores monografías y artículos sobre la Comarca y de poner en circulación en el mercado una serie de obras claves sobre los Vélez, que, por el paso del tiempo o sus cortas tiradas, estaban agotadas o eran

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difícil de localizar. Animados por estos estímulos, hace algún tiempo nos pusimos manos a la obra para realizar una nueva edición de Los tres Vélez, en la medida de nuestras posibilidades y con la calidad y rigor que siempre hemos intentado imprimir a nuestra producción.

Aunque hemos introducido algunas novedades (ilustraciones, prólogo, un par de notas, etc) y presentamos una moderna maquetación con tipografía, cabeceras y tamaño diferentes, y notas a pie de página, porque entendemos que así se facilita su consulta, seguimos fi elmente, como no podía ser de otra manera, el texto de la edición encuadernada con pastas duras, sobrecubierta y papel especial para sus numerosas imágenes, que dio a la luz Espasa Calpe, en 1962, fallecido dos años antes su célebre autor.

Esperamos, por tanto, complacer al lector con esta obra de envergadura y alcance nacional, acercar a los ciudadanos la vida y comportamientos de los marqueses de los Vélez y otros nobles contemporáneos en un momento tan especial y hegemónico de la historia de España, y, fi nalmente, recordar, una vez más, la fi gura de extraordinaria del culto pensador y generoso doctor D. Gregorio Marañón, excelente profesional médico, fi no historiador y mejor escritor.

AGRADECIMIENTOS DE REVISTA VELEZANA

A la editorial Espasa Calpe y a la Fundación Gregorio Marañón (Madrid) por au-torizarnos a realizar la edición de la obra; y, especialmente a los señores D. Gregorio Burns y a D. Antonio Fernández de Molina, de la Fundación Gregorio Marañón, por sus gestiones.

A D. Antonio López Vega, profesor, investigador y profundo conocedor de la obra de G. Marañón, quien nos proporcionó, de forma rápida y efi caz, una magnífi co prólogo para el libro.

Al Instituto de Estudios Almerienses, por su permanente y generosa disposición a colaborar en los proyectos velezanos.

A Valeriano Sánchez Ramos, Director del IEA, por mostrar esa fi na sensibilidad y entusiasmo hacia el fomento y promoción de la actividades culturales por la pro-vincia.

A nuestro viejo amigo y colaborador, Antonio Egea Martínez, quien nos ha con-fi ado el original a partir del que hemos elaborado la presente reedición.

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PRÓLOGO

Cuando en 1960 se publicó Los Tres Vélez, Gregorio Marañón y Posadillo (1887-1960) acababa de fallecer. Se iba con él uno de los autores españoles más prolífi cos de todos los tiempos. Como es conocido, su obra, que recorrió los años que se han llamado Edad de Plata de la Cultura Española y también las primeras décadas del franquismo, abarcó diferentes ámbitos de la ciencia y de las humanidades. Médico, historiador, ensayista, articulista, prologuista, disertador... Marañón dejó tras de sí una extensa y variada obra que es referencia para todo estudioso que se acerque a esta época de la ciencia y de la cultura de nuestro país.

Como es bien sabido, Marañón estuvo vinculado a la conocida como generación del 14. Respondiendo al anhelo de aquellos hombres de elevar el nivel científi co y cultural español a las cimas de la vanguardia europea, su obra médica consistió, fundamentalmente, en el impulso de la disciplina endocrina en nuestro país. Como historiador, se fi jó especialmente en el género biográfi co, fundando lo que se ha denominado psicohistoria.

Ya en vida y posteriormente, los diferentes trabajos de Marañón alcanzaron numerosas ediciones y fueron traducidos a varios idiomas: inglés, francés, alemán, italiano, etc. Su prestigio nacional e internacional se tradujo en los diversos reconocimientos que el mundo científi co y cultural de su tiempo le otorgó. En este sentido baste recordar su nombramiento de académico de número de cinco Reales Academias en España –únicamente ha habido otro español tantas veces académico de número como él, Antonio Cánovas del Castillo– o, fuera de nuestro país, los de doctor honoris causa de varias universidades –entre ellas, la Sorbona de París, o las de ciudades como Buenos Aires, Montevideo, Santiago de Chile, Coimbra, etc.– y miembro de honor de instituciones tan prestigiosas como la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas de Francia, la Real Sociedad de Medicina de Gran Bretaña o la Hispanic Society de Nueva York.

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Prólogo

Como se ha señalado en diversas ocasiones, Marañón fue una de las fi guras prominentes de la España de su tiempo. Médico de cabecera de algunos miembros de la realeza y de destacadas personalidades de la alta sociedad madrileña, su acción en la lucha contra las enfermedades infecciosas –singularmente contra la pandemia gripal que se produjo en 1918–, sus numerosos tratados médicos y humanísticos y su presencia en la vida pública y política española, hicieron de él un personaje muy popular. Marañón fue un hombre respetado y querido por personajes de diferente espectro ideológico en unos años de nuestra historia en que, la radicalización política de unos y otros, culminó con la más incivil de nuestras guerras y con el exilio de algunos de los hombres más representativos de nuestra nación.

Dentro de las corrientes culturales e intelectuales de la España contemporánea se ha situado a Marañón en la tradición liberal cuyos orígenes se vislumbran en el siglo ilustrado. Así, su itinerario intelectual estuvo marcado por la defensa de los principios liberales: el respeto y tolerancia hacia las ideas de los demás, la comprensión como pauta de actuación, la defensa de la libertad como máximo valor humano, etc.

En líneas generales, esa defensa del liberalismo fue la seña de identidad que marcó las actitudes de muchos de los acontecimientos que protagonizó a lo largo de su vida. Entre los más conocidos cabe destacar su vinculación a lo largo de los años veinte a uno de los principales centros del pensamiento de raigambre liberal, el Ateneo de Madrid, del que fue presidente. Tras el colapso del sistema parlamentario en 1923, su oposición a la dictadura de Primo de Rivera le llevó al encarcelamiento en el verano de 1926 –período durante el cual tradujo la obra del inglés Federico Hardmann, sobre el conocido héroe de la guerra de la Independencia, el Empecinado–. Con la crisis de la monarquía, Marañón fue, junto a José Ortega y Gasset y Ramón Pérez de Ayala, uno de los fundadores e impulsores de la Agrupación al Servicio de la República, plataforma que auspició –con el prestigio de las fi guras que la avalaron– la llegada del régimen republicano en 1931. En esta coyuntura es archiconocida la reunión que se celebró en casa del Dr. Marañón, donde el conde de Romanones y Niceto Alcalá-Zamora pactaron la salida de España de Alfonso XIII. La paulatina radicalización e intransigencia de la vida política española, llevó a que algunos de aquellos liberales se fueran alejando de la causa republicana y a que, una vez estallada la guerra, apostasen por la victoria del bando franquista.

Una vez fi nalizada la contienda e iniciada la larga dictadura, algunos de los que volvieron del exilio a España contribuyeron en décadas sucesivas a la recuperación

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Prólogo

Gregorio Marañón en una imagen de juventud tomada por el fotógrafo Alfonso.

Pasando vista en las salas del Hospital Provincial en los años 30.Nota. Todas las imágenes que aparecen en las páginas 11 y 12 han sido extraídas del libro Vida de

Gregorio Marañón, de Marino Gómez Santos.

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Prólogo

Faceta política y social de Marañón. Conferencia de Unamuno en el Ateneo y algunos de los miembros de su Junta: José de Benito, Clara Campoamor, Isidoro Vergara, Manuel Azaña, Dubois, Luis de Tapia y Jiménez de Asúa (V-1930). Abajo, el doctor Marañón lee su discurso de ingreso en la Real Academia Española; en la foto aparecen: Menéndez Pidal, Alcalá Zamora, Salvador de Madariaga y Armando Cotarelo (8-IV-1934)

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Prólogo

de la tradición liberal que el régimen de Franco trató de erradicar tras su victoria. Marañón, que había pasado cerca de seis años en París, regresó y tuvo un papel destacado en este esfuerzo. Además de ejercer de puente entre determinados exiliados insignes –como Indalecio Prieto, Salvador de Madariaga, etc.– y algunos de los intelectuales que permanecieron en España, en estos años publicó algunas de sus mejores obras. Cuando el 27 de marzo de 1960 fallecía, la multitud que acompañó su cortejo fúnebre en Madrid, representaba el reconocimiento que la sociedad española tributaba a la vida y obra del Dr. Marañón.

La publicación de Los Tres Vélez a lo largo de ese mismo año de 1960 jalonaba la obra histórica que Marañón había desarrollado a lo largo de más de tres décadas. Tras la publicación de El Empecinado visto por un inglés (1926), Marañón se había ocupado a lo largo de los años treinta del Ensayo biológico sobre Enrique IV de Castilla y su tiempo (1930), Amiel, un estudio sobre la timidez (1932), Las ideas biológicas del padre Feijoo (1934), El Conde-Duque de Olivares. La pasión de mandar (1936) y Tiberio. Historia de un resentimiento (1939). En estas obras ya se contempla la principal aportación historiográfi ca de Marañón, la ya mencionada psicohistoria. En concreto, Marañón trazaba introspecciones en el alma humana a través del análisis del diagnóstico médico de determinados personajes históricos como método para comprender los resortes que movieron su actuar humano. Así, las obras de Marañón analizaban aspectos del comportamiento humano como la timidez, la pasión de mandar, la impotencia o el resentimiento.

Tras la guerra civil, la historiografía ofi cial se fi jó en la exaltación del pasado católico e imperial concitando un renovado interés en la idealización del reinado de los Reyes Católicos, el descubrimiento de América, la Contrarreforma, el Imperio Español bajo Carlos V y Felipe II, etc. En orden a esta visión de ese período de la historia de la Monarquía Hispánica, se asumieron algunas de las interpretaciones elaboradas por insignes medievalistas, como por ejemplo, la continuidad histórica española desde el pasado hispano-romano y visigótico –tesis defendida por Menéndez Pidal en Los españoles en la Historia (1947) y por Claudio Sánchez Albornoz en España. Un enigma histórico (1956)– y la idea de Castilla como elemento vertebrador de España como nación. En esta misma línea, el régimen franquista marginó el siglo ilustrado y denostó el siglo XIX como emblema del liberalismo que había desembocado en la República de 1931, que tantos males había causado a España.

En este contexto, Marañón, que a lo largo de su exilio en París había llevado a cabo una intensa labor de investigación en los Archivos Nacionales Franceses

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Prólogo

buscando documentación para la elaboración de una historia de la emigración política española, escribió, en las dos siguientes décadas, algunas de sus mejores obras. A su popular Don Juan (1940), le siguieron otros trabajos como Luis Vives. Un español fuera de España (1942), Antonio Pérez. El hombre, el drama, la época (1947) –celebérrima obra que es considerada, historiográfi camente, su mejor trabajo–, El Greco y Toledo (1956) y su trabajo póstumo que hoy se reedita, Los Tres Vélez. En muchas de estas obras se ocupó de la desmitifi cación de algunos aspectos que la historiografía ofi cialista estaba ensalzando por motivos ideológicos.

El estudio que aquí se presenta, Los Tres Vélez, adquiere un particular relieve por su carácter póstumo. Como suele suceder en los textos escritos en los atardeceres de las vidas fecundas, esta obra trasluce las que han sido las dos pautas metodológicas fundamentales de la obra histórica de Marañón; la herencia biológica y la contextualización de personajes históricos en lo que el autor llamaba el espíritu de la época o del siglo. Y es que no es una cuestión baladí el que, al tiempo que Marañón estuvo en París durante la Guerra Civil, se había fraguado en el seno de la conocida Escuela de los Annales –fundada en 1929 y cuyos principales representantes eran los conocidos historiadores March Bloch, Lucien Febvre y Fernand Braudel–, una auténtica revolución historiográfi ca. Grosso modo, aquellos historiadores franceses propusieron una nueva metodología que acabase con la visión historicista y positivista de la historia –basada fundamentalmente en la concatenación de acontecimientos aislados, principalmente, políticos o militares–, para fi jarse en el análisis de las corrientes ocultas que habían infl uido en los diferentes transformaciones de todo tipo –sociales, económicas, culturales, políticas, etc.–, que se habían producido a lo largo de la historia.

En este sentido, la obra de Marañón se hacía eco de esta nueva concepción historiográfi ca. Así, infl uido por sus conocimientos médicos, al ahondar en la biografía de los diferentes personajes históricos de los que se ocupó, Marañón procuró analizar la infl uencia que su constitución hereditaria ejerció sobre sus temperamentos, ambiciones, actitudes, reacciones, etc. Igualmente, atribuyó una infl uencia determinante en los procesos históricos a ese espíritu del siglo o de la época al que nos hemos referido, es decir, al ambiente que rodeó a los grandes personajes y sucesos históricos.

De este modo, respondiendo a esa preocupación por la contextualización histórica, Marañón prestó mucha atención en sus diferentes trabajos a personajes que habitualmente no habían concitado el interés general de los historiadores. Por todo ello, contemplando globalmente toda su obra histórica, no puede sorprender

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Prólogo

que se fi jara en Los Tres Vélez. Así lo explica él mismo en la introducción de esta obra:

“Los que dan carácter a la época, y por lo tanto a su historia, son las gentes medias, no geniales, o pretendidamente geniales, sino los héroes de una actualidad transitoria e incluso los mismos individuos que forman la humanidad anónima. Yo estoy convencido de que uno de los males de la Historia es haberla creado sobre el patrón, siempre un tanto arbitrario, de los grandes personajes. Por eso he procurado, en mis modestos estudios biográfi cos, ocuparme preferentemente de los hombres como los demás y rodear a los mismos protagonistas famosos de un ambiente, lo más copioso posible, de personalidades secundarias, o menos que secundarias”.

Concretamente, parece que lo que llamó su atención hacia estos personajes fueron las sucesivas confusiones acerca de la vida de estos tres hombres que había encontrado en diferentes estudios clásicos. Con tal motivo, el propósito fundamental del médico humanista en este trabajo fue esclarecer quién había sido cada uno de Los Tres Vélez, y situarlos dentro de unas correctas coordenadas humanas e históricas.

Respondiendo a la fama que su excelente prosa le ha otorgado, Marañón no defrauda al lector, que encontrará en las siguientes páginas una escritura pulcra, sencilla y clara en su estructura. A través de las semblanzas y avatares de estos tres marqueses de los Vélez, Marañón se adentra en la España de los Reyes Católicos, de Carlos V y de Felipe II, fi jándose, concretamente, en algunos de los acontecimientos en los que estos hombres participaron: la revuelta de las Comunidades de Castilla, la sublevación de los moriscos de Granada y el asesinato de Juan Escobedo.

En el capítulo inicial, Marañón bucea en los ascendientes familiares de los protagonistas de su estudio. Así, establece cómo la carga hereditaria de la familia Fajardo marcará su impronta en cada una de las fi guras que va a analizar. Si estos tres Vélez recibían de su tronco común aptitudes como el señorío, la inteligencia o la ambición de mando, cada uno de ellos los adaptará de modo diferenciado según el período y los acontecimientos que les tocó vivir.

De este modo, al abordar la fi gura del primero de los Vélez, Pedro Fajardo y Chacón, Marañón refi ere cómo infl uyó en su devenir vital su herencia biológica. Su vida se desarrolló a lo largo del reinado de los Reyes Católicos y en el inicio del

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Prólogo

de Carlos V. Entre los Vélez, Marañón muestra su predilección por este personaje que formó parte del séquito de Isabel la Católica y que “encarnó la magnifi cencia de los señores del Renacimiento, amigos de los libros y de la gran arquitectura señorial y religiosa”. Una vez muerta la Reina en 1504 y su esposo en 1517, llegó al trono de la monarquía hispánica el emperador Carlos V. A través de la fi gura que aquí le ocupa, Marañón analiza la conocida revuelta de las Comunidades de Castilla (1520), interpretándola como una reviviscencia del poder feudal medieval. En cambio, la historiografía posterior ha puesto el acento en la interpretación de este suceso como un movimiento antiseñorial y antinobiliario, considerándola la primera de las revoluciones modernas. En este sentido, fueron determinantes los trabajos de José Antonio Maravall, Las comunidades de Castilla. Una primera revolución moderna (1963); de Joseph Pérez, La revolución de las comunidades de Castilla (1970); y de Juan Ignacio Gutiérrez Nieto, Las comunidades de Castilla como movimiento antiseñorial (1973).

En el siguiente capítulo, Marañón se fi ja, a través del segundo marqués de los Vélez, Luis Fajardo –hijo del anterior–, en la sublevación morisca de las Alpujarras granadinas (1568). Hombre de armas, este Vélez había combatido junto al Emperador en algunas de sus empresas contra el Turco; también en la que salieron derrotados en Argel en 1541. Al referirse a la sublevación morisca, ya durante el reinado de Felipe II, Marañón consideró que su labor militar había quedado ensombrecida por la de don Juan de Austria. Lo cierto es que, hasta que se ocupó de la dirección de las huestes reales el hermanastro del Monarca, ni el marqués de los Vélez ni el de Mondéjar habían sido capaces de acabar con la resistencia morisca.

Es muy interesante fi jarse en el análisis marañoniano de este episodio a la luz de la publicación que el año pasado se ha hecho de un documento inédito donde trataba la expulsión de los moriscos que se produjo ya bajo el reinado de Felipe III, en 16091. En este escrito, Marañón avalaba la interpretación que consideraba la expulsión morisca como una cuestión más política que religiosa. Si bien desde el reinado de los Reyes Católicos había existido una resistencia por parte de los monarcas a proceder a la expulsión de los moriscos por motivos religiosos –confi aban en su conversión– y políticos –eran de gran utilidad en la economía hispánica–, en cambio, en la coyuntura de inicios del siglo XVII, ambas motivaciones se habían diluido. Fue entonces cuando cobró auge la colaboración que, a lo largo de la última centuria, habían venido prestando los moriscos con

1 G. Marañón, Expulsión y diáspora de los moriscos españoles, Taurus, Madrid, 2004.

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Prólogo

algunos de los enemigos de la monarquía hispánica –el Turco, Inglaterra y, singularmente en esos años, Francia–, poniendo en peligro la seguridad del reino. Este hecho inclinó defi nitivamente la voluntad de Felipe III, quien fi rmó el decreto de expulsión.

Finalmente, en el último capítulo, Marañón se refi ere a uno de los episodios a los que dedicó mayor atención en su Antonio Pérez, el asesinato de Juan Escobedo, el secretario de D. Juan de Austria. A través del tercer marqués de los Vélez, Pedro Fajardo y Córdoba –nieto del primero e hijo del segundo–, Marañón fi jó su interpretación del período entre aquellos que lo consideraban el inicio de la decadencia de la monarquía hispánica, algo que también ha sido avalado por la historiografía posterior.

A diferencia de los otros dos protagonistas de este libro, el tercer Vélez centró su actividad en la vida cortesana y no en la milicia. Hombre letrado, débil y enfermizo, ocupó algunos de los puestos de mayor infl uencia en la corte de Felipe II; destacando, por encima de todos, su condición de Consejero de Estado y de Mayordomo Mayor de la reina Ana de Austria. Como es conocido, Marañón no tuvo una opinión favorable de Felipe II y su reinado. Centro de corrupción moral, la corte de Felipe II fue un nido de intrigas y corruptelas, donde la doblez del rey prudente, su puritanismo, envidia y resentimiento, jugaron un papel esencial en su relación con los miembros de la corte. Marañón vincula su ascensión política a la estrecha relación que mantuvo con Antonio Pérez a partir de 1575. En este sentido, lo que concita la atención del médico es la participación de ambos en el asesinato de Escobedo en la que señala como inductor directo del crimen a Felipe II quien, si bien no lo ordenó, se dejó convencer por su secretario para que autorizase la eliminación de Escobedo bajo pretexto de razón de Estado.

Antes de terminar esta breve presentación, hay que aplaudir y agradecer la encomiable labor que Revista Velezana realiza en favor de la difusión cultural, en esta ocasión a través de la reedición de esta obra de uno de los grandes hombres de nuestra cultura contemporánea. Se adentrará ahora el lector, a través de la espléndida prosa marañoniana, en uno de los períodos más apasionantes de nuestra historia moderna.

A. LÓPEZ VEGA

Febrero de 2005

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Cubierta de la edición póstuma de Los tres Vélez, realizada por la editorial Espasa Calpe en 1962

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Un libro es un ser vivo, con el signo azaroso e interrogativo en la frente de toda criatura. Así, ante lo bien nacido se agranda el corazón, crece la luz y la alegría se echa al vuelo. A veces adviene el hijo cuando el padre ya no está y no hay canciones bautismales. Éste es el caso de Los tres Vélez. Por lo mismo, a nosotros, por encima de lo editorial, amigos, devotos de Marañón, nos tiembla la pluma y se nos enronquece y achica la voz al ofrecer la obra póstuma del sabio, humano, cordial, maravilloso escritor. Su verbo honesto, paternal, ya no abrirá la sorpresa de cada día para nosotros. Le oíamos en aquellas mañanas inolvidables de la preparación impresa de sus libros, y el mundo tenía su primer orden alto y sabroso. Ahora el recuerdo nos duele, tal una herida incurable. Pero la vida sigue, la obra de don Gregorio prosigue su glorioso camino. Nosotros, con emoción, un tanto huérfanos de él como el trabajo que entregamos a sus innumerables lectores, nos acogemos a la prosa magistral de Azorín, melancólica y cálida, de funerales bronces. Y callamos, con más sentimiento que palabras. Porque no cabe sino dolerse por dentro silenciosa, ahincadamente.

LOS EDITORES

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Retrato del doctor Marañón en el otoño de su vida (1955), por Manuel Benedito Vives.

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¡Cuántas posibilidades felices deshechas en un momento! ¡Cuántas actividades fecundas rotas, destrozadas, en un instante con la muerte del doctor Marañón! Era un buen amigo, un amigo afectuoso, y no le veremos más; no le veremos sonreír, no escucharemos su hablar; no le contemplaremos silencioso, meditativo. Era un buen escritor, y no gustaremos la prosa fi na y fl uida que acaba de escribir. Era un conversador apacible, y no conversaremos con él. Era un historiador agudo y comprensivo, y no leeremos más su reciente libro. Era un clínico intuitivo, refl exivo, y no le contemplaremos más junto a nuestro lecho, en las horas de dolor. Era un consejero discreto, y no nos dará su consejo en los casos de incertidumbre y de afl icción. Cuando nos sintamos desesperanzados, no traerá a nuestro ánimo la esperanza. Cuando exaltados, no pondrá en nuestro ánimo la calma. El Tiempo le veía pasar y nosotros confi ábamos en el Tiempo. Comprendía el mar y comprendía la montaña. Estaba en su centro junto al Tajo y lo estaba junto al Sena. Cuadrábale el severo paisaje del cigarral, y le cuadraba la selva inextricable de América. Le querían los bien hallados y le querían los menesterosos. ¡Ah, qué luminoso vivir! ¡Ah, que terrible acabar! La inteligencia no consuela de todo. Necesitamos el puro y tierno sentimiento. ¡Qué tristeza tan honda al ver cómo el querido amigo emprende el eterno viaje, el viaje de que no se retorna! Y sin que haya estrechado nuestra mano. Y sin que... En silencio pensamos en él; vemos cómo su fi gura mortal se aleja y su fi gura espiritual pervive entre nosotros. Flores en su muerte. Ternura y nostalgia en su memoria.

AZORÍN.De ABC, Madrid, 29-III-1960.

RECUADRO AL DOCTOR MARAÑÓN

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INTRODUCCIÓN

l tiempo nos va curando, entre otras muchas cosas, del afán con que a la cabeza de cada libro nuevo nos empeñábamos en justifi car el haberlo escrito. Y la razón de ello es que hemos aprendido que lo único que puede hacer a un libro interesante para los demás es que no se haya escrito para los demás, sino para uno mismo. Es un albur que el autor ha de correr; pero es el más efi caz. Y así, podría decir ahora que escribo la historia de los tres Vélez sencillamente por-que sus vidas me han apasionado a mí, y me han distraído de otras ocupaciones obligatorias y menos gratas. Si de esta curiosidad y este divertimento participan los lectores, sólo se deberá a haberlos sentido yo antes que ellos.

Además, las biografías de estos tres señores aparecen confusas o decidida-mente equivocadas en muchos textos; y yo también he padecido de este error, y quizá a él se deba una parte de que haya escrito el libro que ahora publico. Ha sido éste un sino de la familia Fajardo, sino que tiene un ilustre antecedente, pues ya Lope de Vega escribió un drama titulado El primer Fajardo, en el que, como observó Menéndez Pelayo1, “aparecen confundidos sucesos y personajes de muy diversas épocas”; “en un solo personaje (el “primer Fajardo”, protagonista de la obra) comprendió a cuatro generaciones”. Y más tarde, los mejores historiadores, el mismo Córdoba, contemporáneo de los Vélez, confundieron con frecuencia a los de las tres generaciones. El desenredar la maraña de los tres próceres y de sus hechos ha sido muy grato para mí, habituado como estoy a la labor diaria de clasifi car a los hombres y sus actividades.

Los tres primeros Marqueses de los Vélez no puede decirse que fueran perso-najes de primera fi la; pero ya es añeja en mí la preocupación de que los hombres realmente representativos, en cada época, no suelen ser los héroes de estatua y pedestal, en los cuales la gran celebridad impone un conjunto de rasgos que son

1. MENÉNDEZ PELAYO, Lope de Vega, p. IX y X.

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Introducción

bastante parecidos y, a veces, sorprendentemente idénticos, cualesquiera que sean su siglo y su geografía. Los que dan carácter a la época, y por lo tanto a su historia, son las gentes medias, no geniales, o pretendidamente geniales, sino los héroes de una actualidad transitoria e incluso los mismos individuos que forman la humanidad anónima. Yo estoy convencido de que uno de los males de la Historia –la que se escribe y la que se vive- es haberla creado sobre el patrón, siempre un tanto arbitrario, de los grandes personajes. Por eso he procurado, en mis modestos estudios biográfi cos, ocuparme preferentemente de los hombres como los demás y rodear a los mismos protagonistas famosos de un ambiente, lo más copioso posible, de otras personalidades secundarias, o menos que secundarias.

Con esto quiero decir también que para mí lo más efi caz de la Historia es la Biografía. Ahora se han recrudecido los intentos de explicar la Historia por el puro acontecimiento. Muchos de estos intentos son verdaderamente lúcidos y aleccionadores, aún aquellos tocados de un punto de escolaridad arbitraria. Mas los acontecimientos los crean los hombres, y el conocimiento de los hombres, con su mundo personal dentro, hasta donde puede conocerse, es indispensable para interpretar la realidad de cada época. En cuanto “el hombre” se pierde de vista, como ser vivo, contradictorio, sujeto a la evolución suya y a la evolución de cuanto le rodea y se convierte, como ocurre en los epítomes, en héroe que representa el bien o el mal, la generosidad o el egoísmo, la inteligencia o la torpeza, la fortuna o la mala suerte, la Historia se convierte a su vez en lección para bachilleres o decididamente en un cuento.

Claro es que una biografía no consiste en el mero relato de una vida aislada de su ambiente. Por el contrario, lo esencial de ella es el ambiente, comprendido en él, principalmente, la herencia y el espíritu de la época, que son las dos fuerzas que modelan con más hondo vigor la personalidad humana; una, la herencia, por-que supone el pasado que inexorablemente nos manda, en su forma específi ca, peculiar para cada individuo; y otra, el espíritu de época, porque representa la infl uencia, también poderosa, que el medio ejerce sobre cada uno de los hombres del tiempo en que vivieron. De estas dos fuerzas dependen los seres humanos; los del montón, porque las obedecen pasivamente, y los genios, porque las superan o intentan superarlas, lo cual es sólo una forma reaccional de la misma esclavitud. Insignes o vulgares, Platón, los cruzados, Isabel la Católica, los revolucionarios fran-ceses, Bonaparte, los comunistas, fueron así por imperativo, pasivo o reaccional, de su herencia y de su tiempo, y en cierto modo no pudieron ser de otra manera.

Los tres Vélez estuvieron en su tiempo y están ante la Historia ligados, como todos los demás hombres, a su pasado y a su presente, a su herencia y a su am-biente, de tal modo, que representan prototipos de tres épocas culminantes de

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Introducción

la vida española que, aunque ya lejanas, siguen operando sobre la actualidad de hoy. Estas tres épocas son el reinado auroral de los Reyes Católicos, en el que se forjaron la unidad y la grandeza de España; el de Carlos V, que vivió y dio carácter universal a la madurez de esa grandeza; y el de Felipe II, que representa la limitación y, por lo tanto, el comienzo rápido de su ocaso. En las tres etapas se ve bien la infl uencia de la evolución humana, que Dios rige, rectorada por una mujer absolutamente genial, por su nieto, de genialidad ya terminal, y por su bisnieto, grande todavía, pero irremediablemente decadente.

La vida de los tres Vélez coincide, pues, con la evolución de este ciclo ejemplar de España. Son tres hombres representativos, importantes, aunque no de primera línea, con las mismas virtudes y los mismos defectos característicos de esas etapas y de los grandes protagonistas que las rigieron; y con mucha más directa y palpitante humanidad que la mayor parte de éstos. Pudieran haberse elegido otros con el mismo sentido aleccionador, pero yo me he fi jado en esos tres, por la claridad del sentido histórico de sus vidas y porque les ligaba, como a los tres grandes Reyes que he citado, la misma fuerza, que sólo el azar hace buena o mala, de la herencia y del espíritu de su tiempo. Y porque, además, fueron importantes protagonistas en tres de los grandes sucesos, que son como símbolo de estos reinados: la guerra civil de las Comunidades, la sublevación de los moriscos de Granada y el asesinato de Juan de Escobedo que representa, nada menos, que el ocaso del prestigio de un gran Rey, Felipe II, y la amputación de un héroe legendario: don Juan de Austria.

Varios autores consideran como “el gran Fajardo” o “el gran Vélez” al hijo de don Pedro, a don Luis, el segundo marqués de los Vélez. No lo creo justo. Don Pedro, el primero, fue el mejor; fue el típico producto humano de la aurora fra-gante de España, fi el al sagrado deber de la inquietud por su patria y por el mun-do, preocupado por los libros y por el pensamiento, bizarro sin espectacularidad, creador de catedrales y de alcázares, sólo aquietado por la conciencia de la obra cumplida ante la serena realidad de la muerte. No puede, pienso yo, compararse con don Luis, el segundo Vélez, hombre también de extraordinaria personalidad, pero anacrónica y, como todo lo anacrónico, algo teatral y de efi cacia no creadora ni, por lo tanto, duradera. Tampoco puede competir con su abuelo el otro don Pedro, el nieto, tercer Marqués, inteligente, más lleno de cautelas, decadente por-que lo era la sociedad de su tiempo y arrastrado ante la Historia por los errores de esa decadencia. Cada crítico tiene sus preferencias ante el espectáculo de los seres humanos, y todas pueden explicarse. Yo me quedo con don Pedro, el primero, el que pasó la niñez pegado a las faldas de doña Isabel de España, absorto ante el nacimiento del Nuevo Mundo.

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Escudo de los Fajardo según reproducción aparecida en el libro Sphera del universo, en 1599. Genealogía básica de los Fajardo hasta el tercer marqués de los Vélez.

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os Fajardo, de Murcia, a cuya estirpe habían de pertenecer los Marque-ses de los Vélez, aparecen en los documentos con personalidad muy defi nida e importante para explicar la de sus sucesores. Cuentan los genealogistas2 que los Fajardo proceden de unos Suárez Gallego, oriundos de la villa de Santa María de Ortigueira, en Galicia, que cambiaron el apellido gallego por el de Fajardo, sin que se sepa de cierto el motivo del trueque, que tratan de explicar varias hipótesis no comprobadas. Con este origen se relacionan las armas de los Fajardo, que Lope de Vega, en su comedia El primer Fajardo, describe así:

“Yo tengo en campo de oro,tres matas de espigas verdes.Siete hojas de cada mata, hace el blasón mi solar,sobre tres rocas del marcon ondas de azul y plata”3.

Desde el siglo XIII los Fajardo ocupan un lugar importante en la crónica mur-ciana. De ellos me voy a referir, muy sucintamente, como prólogo de nuestra his-toria, tan sólo a los que pueden darnos luz sobre los tres Marqueses. Y son los que vivieron en el siglo XIV, hacia su fi nal, cuando reinaban los Reyes Católicos.

Estos próximos o inmediatos antecesores de nuestros Vélez proceden de Juan Faxardo, el que vino de Galicia, que siguió a don Enrique de Castilla en las guerras que tuvo con don Pedro el Cruel, su Rey y hermano, y que cuando éste fue asesinado, en Montiel, vino a Murcia, acompañado del conde de Carrión, para posesionarse de este reino por don Enrique. Su hijo fue el Alfonso Yáñez Fajardo,

ILOS FAJARDO

2. Véanse, entre otros libros, los recientes de D. DE LA VÁLGOMA, Los Saavedra y los Fajardo de Murcia, Madrid, 1957, p. 147; y J.A. TAPIA, Vélez Blanco, Madrid, 1959.

3 LOPE DE VEGA, Academia Española, X, p. X.

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Los Fajardo I

primer Adelantado de Murcia. Tuvo dos mujeres, doña Mencía López de Ayala y doña Teresa Rodríguez de Avilés, y fue, desde luego, como todos los señores de su tiempo, gran guerreador con los moros y con quien, sin ser moro, se le pusiera delante. Murió en 1396. Entre la vasta descendencia de la primera esposa, doña Mencía, destaca uno de sus nietos, tipo nada común, Alonso Fajardo, Alcaide de Lorca, semifabuloso por sus hazañas contra moros y cristianos, por sus rebeldías y por alguno de sus escritos. A menudo, no se distingue en su vida la realidad de la fi cción; lo cual era frecuente en esta edad, y no quita, sino pone conocimiento al lector actual, que debe saber que la leyenda tiene el mismo valor histórico que lo que se cataloga como verdad estricta.

Se ha llamado a este Fajardo, el Bravo, o el Malo, y es seguro que hubo motivos para los dos apodos. Lope de Vega le dedicó su citada comedia. Recientemente le ha estudiado con cuanta precisión ha podido Torres Fontes4. Hizo este agitado señor, que da a veces la impresión de energúmeno, todas las hazañas, conquistas, traiciones y crímenes (no se podrían contar las gentes a quienes quitó la vida, so pretexto de que eran enemigos) que, unos más y otros menos, realizaban los señores feudales, plaga de la Europa de entonces y en España no menor que en otros países, como afi rman algunos historiadores; sino más cruel aún, porque la dureza feudal tenía entre nosotros el bárbaro incremento que le daba una lucha religiosa multisecular.

Entre las leyendas unidas a don Alonso está la partida de ajedrez con el Rey moro, en la que se jugaron, Fajardo a Lorca y el Rey a Almería, que fi gura en un romance popular muy conocido y que Lope incluyó en su drama. Pero este señor tiene en su haber la famosa carta dirigida a Enrique IV de Castilla, su Rey, cuando, a causa de una de sus rebeldías, estaba en la fortaleza de Lorca sitiado por las fuerzas reales. Es un documento que, si es de él, o aunque no lo fuera sí tuvo su inspiración, revela una personalidad, una energía vital frente a un Estado sin autoridad y un tan estupendo vigor literario, que ha suscitado en todos los tiempos el entusiasmo de los lectores, que de buen grado le absuelven de su insubordinación al monarca. De esta carta son las dos frases famosas: “más quiero ser muerto de león que corrido como raposo”, y “soez cosa es un clavo, y por él se pierde una herradura, y por una herradura un caballo, y por un caballo un caballero, y por un caballero una hueste, y por una hueste una ciudad y un reino”5. No más escribió, que se sepa, este Fajardo; pero el que sabe escribir bien una carta es capaz de escribir muchas y, en todo caso, basta con una excelente. En este don Alonso Fajardo

4. Fajardo el Bravo, Murcia, 1944.5. Está transcrito en varios textos, entre ellos en el precioso ensayo, de clara prosa, de A. BAQUERO,

Estudios sobre la Literatura, etc, Madrid, 1944, p. 176.

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Los FajardoI

resaltan ya las dos cualidades que caracterizarían a los varones de la familia: la ambición de mandar y la inteligencia.

La otra rama de los descendientes del primer Adelantado, don Alonso Yáñez Fajardo, la de su segunda mujer, doña Teresa Rodríguez de Avilés, es también rica en herencias importantes. Don Alonso logró que heredara el adelantamiento de Murcia, que era tan codiciado por su categoría y por su pingüe remuneración, su hijo, de este segundo matrimonio, llamado también Alonso Yáñez Fajardo. Es sabido que el título de Adelantado no estaba necesariamente ligado con la progenitura, que hubiera correspondido a los hijos de doña Mencía, la primera mujer; ni en realidad, a un determinado linaje, pues los Reyes lo podían otorgar a quien quisieran. Este segundo Adelantado fue, como todos, muy guerrero y mu-rió joven, en 1444, dejando sólo un hijo de pocos años, pues otros dos mayores habían muerto casi adolescentes y guerreando también. El huérfano, don Pedro Fajardo, fue nombrado inmediatamente Adelantado por el Rey de Castilla don Juan II, con gran enojo de su primo don Alonso Fajardo, el Bravo, el autor de la famosa carta ya mencionada.

Creció este don Pedro Fajardo en perpetua guerra de escaramuzas, sitios, huidas y sobresaltos, perseguido por el ímpetu de su primo don Alonso, pero defendido por su madre, doña María de Quesada, mujer, sin duda, superior, por su habilidad y energía, que logró sacar adelante a su hijo. Los primeros Vélez, que ya se aproximan a nuestra relación, recibieron sin duda, de esta señora una parte importante de sus cualidades políticas y de su señorío.

Creció, repito, don Pedro Fajardo en esta escuela de riesgo y energía y vivió muchos años, hasta 14826, en pleno reinado de los Reyes Católicos. Vivió, pues, la época de transición entre los últimos y desdichados monarcas de Castilla, don Juan II y don Enrique IV, y el glorioso reinado de doña Isabel y don Fernando, y su personalidad está infl uida por este momento de transformación de la vida española. Torres Fontes7 ha dedicado una biografía a este personaje, en la que minuciosamente describe las luchas con su primo don Alonso Fajardo; y al hacer el paralelo entre am-bos, defi ne con claridad, frente al temperamento y a la acción típicamente feudales de don Alonso, “la sagaz visión, incluso la doblez”, que “aparecen como obra maestra de política” en don Pedro, “cauto”, “dúctil y maleable”, “más político que guerrero”; es decir, con las cualidades del mundo renacentista español, un tanto retrasado, pero lleno de frescor y generosidad, que caracterizó al ambiente creador de doña Isabel.

6. Según TORRES FONTES; y no 1483, como dijo CASCALES y copian otros autores.7. TORRES FONTES, Don Pedro Fajardo, Madrid, 1953.

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Los Fajardo I

Quizá no sea, no obstante, enteramente exacto, el dar una interpretación exclusivamente maquiavélica y antibelicosa a este don Pedro, que peleó mucho hasta su vejez, y quien, en las guerras de Granada, se dio por vencido y hubo de sustituirle el capitán don Juan de Benavides. En su juventud y madurez poseyó las fuerzas hercúleas tradicionales en los Fajardo, como se infi ere de un desafío que tuvo con un capitán moro, llamado Zatorre, al que acometió el Adelantado y al punto le atravesó con su lanza, a pesar de la coraza, pasándole el cuerpo de parte a parte8. No estuvo tan dispuesto, empero, a combatir, cuando le desafi ó, con fi eros insultos, don Diego López de Haro9, acaso porque estaba ya viejo y porque la Reina Católica había prohibido, con su recto sentido, esos heréticos juicios de Dios; quizá también porque su enemigo no era moro, sino castellano; pues, a pesar de todos los encomios que hacen los cronistas y poetas del coraje y empuje de los musulmanes, lo cierto es que en las batallas resultaba, casi invaria-blemente, que el número de bajas de éstos era muy superior al de los cristianos, lo cual no puede explicarse por la intervención de Santiago, que había recibido órdenes de Cristo de no matar a nadie, fuera cristiano o moro, sino porque eran los nuestros mucho más fuertes y mejor armados.

En esta biografía destacan también la agudeza de don Pedro y su voluntad de mando que, como dice su autor, le convirtió, en los años de su madurez y triunfo, en verdadero virrey de Murcia, por sus aciertos guerreros y políticos, por la pro-tección que los Reyes le dieron y por su matrimonio con una dama ilustre, doña Leonor Manrique, hija del maestre de Santiago, don Rodrigo Manrique, el cual, en 1475, otorgó a don Pedro un poder para tomar posesión “de todas las villas y luga-res, castillos y fortalezas que Nos y la dicha Orden nuestra tenemos en el dicho Reino de Murcia”10. Pero la gran dote de este matrimonio no fueron las villas y las fortalezas, sino la sangre insigne, pues, en efecto, el maestre don Rodrigo fue el padre no sólo de doña Leonor, sino también de Jorge, el sublime poeta de las Coplas; y dado que los genios cristalizan en un individuo, pero sus destellos se reparten entre muchos, es muy posible que alcanzaran también a doña Leonor y se transmitieran a sus descendientes, una de las cuales fue madre del primer Marqués de los Vélez.

Tuvo don Pedro gran popularidad, que se transmitió a las otras generaciones. Pedro Mártir de Anglería, maestro de su nieto y homónimo don Pedro Fajardo, recordaba a éste que su abuelo fue muy amado del pueblo; y este amor no se había extinguido muchos años después11.

8. CASCALES, p. 27.9. Refi ere el lance TORRES FONTES, Don Pedro, p. 174.10. TORRES FONTES, Don Pedro, p. 283.11. MÁRTIR, 29-IV-1499.

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Los FajardoI

Entre las leyendas que se cuentan de Alonso Fajardo, el Bravo o el Malo, está la famosa partida ajedrez con el rey de Almería. Tomada del Libro del Ajedrez, de Alfonso X.

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ILos Fajardo

D. Juan Chacón, padre de D. Pedro Fajardo (I Marqués de los Vélez) fue muy amado y protegido de la Reina Isabel, quien incluso intervino en su casamiento con doña Luisa Fajardo. Relieve repre-sentando la entrada triunfal de los Reyes Católicos en Granada, seguido de su noble cortejo.

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Los FajardoI

La pareja de doña Leonor y don Pedro tuvieron sólo un hijo varón, don Juan Fajardo, “en quien el Adelantado tenía puestas todas sus esperanzas”12, que murió tempranamente; pero tuvo cinco hijos, y los Monarcas Católicos casaron a la primogénita, doña Luisa Fajardo, con don Juan Chacón, muy amado y protegido de la Reina. Era ésta muy casamentera, y siempre con muy buenas razones, que esta vez eran el deseo de favorecer a Chacón y poner el cargo de Adelantado de Murcia en un señor de menos humos y más dúctil ante la regia voluntad. Don Pedro Fajardo se resistió a la gestión matrimonial por razones diversas, hasta que, a la postre, se fi rmó el contrato nupcial, ante la insistencia de los Reyes, en 1477, cinco años antes de la muerte de don Pedro, dejando a éste tranquilo, pues en las capitulaciones matrimoniales se disponía que el primogénito que hubieran de don Juan Chacón y doña Luisa Fajardo llevaría el apellido y las armas de los Fajardo y que Chacón heredaría el Adelantamiento de Murcia y lo transmitiría a sus sucesores; y, en fi n, que doña Luisa recibiría el pingüe señorío de Cartagena, más una dote y una renta nada despreciables.

El padre del novio era don Gonzalo Chacón, de ilustre familia, señor de Ca-sarrubios del Monte, Maestresala y Contador Mayor de Castilla, y muchas cosas más, y, sobre ello, marido de la Camarera Mayor de la Reina Isabel, doña Clara Albarnaes, y es sabida la generosa protección con que la gran Reina distinguió a sus damas. Muy agitado y ambicioso debió de ser también este don Gonzalo, pues en Castilla se decía, y lo recuerdo por la nueva inyección que esto supone en la pasión de mandar del linaje de los Fajardo, que “Cárdenas, el Cardenal, y Chacón y Fray Montero, traen la Corte al retortero”13; y es sabido el tino con que, entonces y ahora, aciertan los castellanos, sobre todo cuando la censura aguza su ingenio, a expresar la verdad con dichos que no pocas veces se han convertido en proverbios.

El fl amante novio, don Juan Chacón, en cumplimiento de las capitulaciones reales, fue nombrado, al fallecer su suegro, Adelantado de Murcia y Capitán General de este Reino, con todos sus emolumentos y preeminencias, y Alcaide de las fortalezas de Murcia y Lorca, así como de la concesión de las minas de oro, plata y azogue, tan ricas, que habían sido uno de los objetos de la codicia de los señores murcianos. Se elevaba don Juan así de “criado y Contador Mayor de las despensas y raciones de nuestros consejos” a la máxima categoría entre los se-ñores de una de las regiones más importantes del Reino, por su riqueza, por sus gentes alborotadas y por su situación fronteriza. Sin embargo, como anota muy

12. TORRES FONTES, Don Pedro, p. 163.13. SALAZAR DE MENDOZA, Origen de las dignidades seglares de Castilla y León, Madrid, 1794,

citado por VÁLGOMA, p. 183.

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bien Bosque, en una excelente monografía14, el cargo de Adelantado, por virtud del criterio antifeudal de los Monarcas Católicos, había pasado de ser un cargo guerrero y, en cierto modo, autónomo, a convertirse en palatino y cortesano. Las estipulaciones matrimoniales de Chacón preparaban ya el trascendente cambio a añadir a las cláusulas citadas, la muy signifi cativa de que, a los dos meses de la boda, la esposa, doña Luisa Fajardo, debía residir en la Corte, y por lo tanto el marido, salvo las actividades de servicio real. Y el carácter del novio, a través de lo que se dice y de lo que se omite en algunos papeles de la época, da la impresión de que se amoldaba, desde luego, con más facilidad y agrado a las actividades cortesanas que a las belicosas.

No obstante, en los veintiún años que duró su Adelantamiento y Capitanía de Murcia y Cartagena, salió a combatir algunas veces, sobre todo al principio de las guerras de Granada. Nos dice Cascales que, por esa fecha (1483), Chacón “hizo muchas correrías en tierras de moros, señalando su persona como de valeroso caballero y limpiando la costa de Cartagena de galeotas y fustas de moros, que la infestaban a menudo” 15. Mandó también una correría de tala en Vera, y ya bajo el mando de Fernando el Católico, tomó parte (1488) en las operaciones que terminaron con la conquista de Baza, precursora de la rendición de Granada. No obstante, los documentos publicados no dan ciertamente la impresión de que fuera un famoso capitán. Se ocupó, en cambio, concienzudamente de ordenar su señorío y el de su hijo don Pedro, y en servir a sus Reyes en la Corte con efi cacia y lealtad. Da Chacón la impresión, repito, de que fue más apto para los pacífi cos menesteres que para los trances y responsabilidades de la vida pública; y que el ímpetu de su padre, don Gonzalo, si contribuyó al que ostentaron sus descendientes, debió de pasar a éstos saltando por encima de don Juan, lo cual no nos sorprende, porque estas acrobacias de los cromosomas son harto conocidas.

Don Juan Chacón cumplió con su función paterna engendrando a don Pedro Chacón, su primogénito, que, en virtud de las capitulaciones apuntadas, llevó el apellido de Fajardo. Enseguida le encontraremos como primer Marqués de los Vélez. Su hijo segundo fue don Gonzalo Chacón, que heredó el señorío de Ca-sarrubios y fue nombre pacífi co y a ratos poeta16. Enviudó don Juan de doña Luisa Fajardo y contrajo segundas nupcias con doña Inés Manrique, hija de los Condes de Paredes y, por lo tanto, pariente de su primera suegra. Da la impresión de que tras la nueva coyunda se alejó de las actividades de su primera familia y de sus

14. R. BOSQUE, Murcia y los Reyes Católicos, Murcia, 1953.15. CASCALES, p. 274.16. BAQUERO, Estudios sobre la Literatura, p. 92.

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relaciones murcianas17. Hasta el punto de no encontrarse rastro de la noticia de su muerte en las actas capitulares de la catedral de Murcia; lo cual no parece justo, porque tuvo un lugar importante en la historia de esta ciudad y fundó en ella uno de los principales monumentos murcianos: la capilla de los Vélez. Pedro Mártir de Anglería comió con él poco antes de su muerte, que acaeció en Alcalá de Henares, en julio de 1503, meses antes del tránsito de doña Isabel la Católica.

Creo que quedan dibujados, hasta donde es posible, las características hu-manas de los personajes que vamos a estudiar; fruto, a su vez, del ambiente his-tórico en que los Fajardo vivieron, en relación con la evolución del mundo y de la vida española. Una Edad que se llamaba Media iba a terminar y comenzaba la Moderna, ambas bautizadas con pueril idea de lo que había sido el mundo y de lo que iba a ser. Mas, sin duda, iban a cambiar muchas cosas, no como cambian las decoraciones de las óperas en el teatro, sino con una lentitud que podemos llamar entrañable, tal como ocurre en la realidad de la Historia. Los grandes Esta-dos modernos habían empezado ya desde mucho antes a tener su razón de ser. El feudalismo medieval tardaría todavía muchos años en desaparecer; y aún no se puede decir que haya desaparecido del todo. Pero lo esencial en la vida no es el que las cosas, las pequeñas y las grandes, cambien, sino que, perduren o no, su razón de ser deje de serlo y de una creación general y viva, queden reducidas a un recuerdo, a una costumbre.

Esa hora había sonado ya para la humanidad que se agitaba en el conglo-merado de los reinos peninsulares que empezaban a ser España. Los artífi ces de esta transformación fueron los Reyes Católicos, a los que es injusto imputar que no dejaron su obra terminada, porque esto era superior a su vida y a sus posibilidades geniales. España empezaría desde entonces a tener un grado de vida internacional, casi milagroso por su grandeza, y una vida nacional, y no sólo regional, con defectos y limitaciones, pero con una sorprendente intensidad crea-dora del espíritu. Pesaban sobre la gran aurora española los siglos de guerra contra el infi el, destructores de la paz evangélica y, lo que era peor, justifi cadores de la gran herejía de que el mandato inequívoco de amar al prójimo y de no atentar contra su vida, no tenía validez, antes se convertía en virtud, si el prójimo creía y pensaba de una manera diferente. Doña Isabel tenía que crear el Estado católico e intentó hacerlo, porque era, en verdad, católica, dejando a los pueblos no católicos –moros e israelitas- la opción de incorporarse a la vida española naciente o de expatriarse. La razón y la técnica de la gran Reina sólo gentes superfi ciales las han podido discutir. Lo cierto es que estas medidas drásticas, mucho más políticas que

17. BOSQUE, p. 26.

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religiosas, pudieron ser, dentro de su arbitrariedad teórica, compatibles con una tolerancia y un espíritu de convivencia que tuvo en la Corte, y seguramente en todo el Reino, importantes valedores, no siempre comprendidos y agradecidos por los historiadores. Pero la lucha había sido demasiado larga y demasiado enconada, y se produjo, más adelante, en una interminable guerra civil, que todavía no ha concluido, destructora de la tolerancia y, sin duda, el origen mayor de nuestras desdichas. Ahora no puede discutirse si fue la pasión de unos o de otros la respon-sable de la ruptura reiterada. Lo probable es que, como siempre ocurre, los dos bandos tuvieran una parte de razón y una parte de sinrazón, pues lo importante acaba por ser, en las contiendas humanas, y sobre todo en las llamadas guerras civiles, no la razón profunda de la lucha, sino la nostalgia de la lucha, que tarda siglos en extinguirse y no se agota aunque aquellas razones hayan cambiado de actualidad y de sentido. Secuelas de estos ímpetus fueron la lucha de las Comuni-dades, las sublevaciones de los moriscos, la guerra de la Independencia, las pugnas de los liberales y absolutistas y las de los carlistas y liberales, que todas ellas no son más que cruentos episodios de estas guerras de religión, con áspera vigencia latente, incluso durante los períodos que parecen de paz.

El gran esfuerzo para comprenderlo y evitarlo fue la obra admirable de los Reyes Católicos. Pero sólo pudieron plantearlo, porque el realizarlo hubiera sido empresa literalmente sobrehumana. Dos reinados después, en el de Felipe II, las heterodoxias europeas habían dado bríos nuevos, sobre los ancestrales, a la contienda religiosa. Mas quedaba en pie lo esencial, la razón de ser, evangélica, sin restricciones ni equívocos de la paz, nunca cumplida, pero que algún día se cumplirá.

La historia de los tres Vélez es un episodio parcial, muy expresivo, de este paso desde la barbarie feudal al ensayo más difícil y más generoso que haya exis-tido para crear un Estado único y universal; y después, al fracaso de este ensayo que se reproduce periódicamente. Fueron héroes activos, en estos momentos trascendentes, nuestros Vélez, que asistieron a las guerras europeas y africanas, ya no banderizas, de Carlos V; a la sublevación de los Comuneros; a la de los moriscos de Granada; y a la cuesta abajo de la Corte del Rey Prudente, que cul-minó en el asesinato de Escobedo, paradigma de irresponsabilidad del Estado y, por lo tanto, de su decadencia.

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on Pedro Fajardo y Chacón (en realidad, como sabemos, Chacón y Fa-jardo), primer marqués de los Vélez, creo que fue el más interesante de su estirpe; desde luego, mucho más que sus broncos antecesores y mucho más también que los que le sucedieron, aunque este don Pedro fi gure en las historias generales, y aún en las locales, con menos relieve que los demás. Débese esto, sin duda, a que en los dos reinados en que actuó, el de los Reyes Católicos y el de Carlos V, abundaron tanto los personajes de primera fi la y brillaron con tanto resplandor, que quedan en la penumbra algunos de los otros que hubieran sido héroes de primera magnitud en épocas menos gloriosas.

En el primer Vélez se dibuja el gran señor prototipo del amanecer de España, mucho más intelectual y menos arbitrario e imperativo que sus abuelos, aunque to-davía muy feudal; porque las formas nuevas de la cultura se adquieren rápidamente en los momentos grandes de la Historia, y ya no se pierden nunca aún cuando los retrasos o imperfecciones de la vida pública y política se pueden modifi car también y mejorarse, mas ese progreso suele ser lento, a diferencia del intelectual, y tarda muchas generaciones en consolidarse, y con frecuencia se desvanece, retornando a la rudeza primitiva, así que la justicia del Estado se afl oja. Así sucedió hasta en el caso excepcional de la ingente labor constructiva que los Reyes Católicos realiza-ron sobre la España fragmentada y opresiva de la Edad Media, convirtiéndola en unidad civilizada. Esta labor no pudo realizarse más que a costa de una dureza en el gobierno, pero revestida de inteligencia, que es el único excipiente capaz de que los pueblos ingieran el exceso de autoridad. Mas, a pesar de todas las circunstancias favorables, bastó que muriera doña Isabel para que se alzaran de nuevo las cien cabezas del feudalismo durante los años, que más adelante volveré a comentar, de las regencias de su viudo don Fernando y del Cardenal Cisneros y aún durante los primeros años del reinado de Carlos V; pues la grave sublevación de los Comune-ros no fue, como se ha dicho, y yo he contradicho tantas veces, una sublevación democrática, sino una algarada feudal; y aún duraba, intacto, este mismo feudalismo recalcitrante en los sucesos de Aragón durante el reinado de Felipe II.

IIEL PRIMER VÉLEZ

D. Pedro Fajardo y Chacón

D

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El primer Vélez: D. Pedro Fajardo y Chacón II

Don Pedro Fajardo (nacido en 1477-1478) fue educado en la Corte, como paje de los Reyes Católicos, con otros jóvenes de familias ilustres, ente ellos el Marqués de Mondéjar con el cual uniría a don Pedro una larga amistad, al punto que muchas de las cartas de Pedro Mártir de Anglería, de las que voy a hablar repetidamente, iban dirigidas a los dos. Se ocupaban los Monarcas, y sobre todo doña Isabel, de formar hombres –y mujeres- de pro, cultos y rectos, para su propio servicio y el de España. Entre estos jóvenes elegidos descollaba por su inteligencia, su carácter y robusta belleza don Pedro Fajardo.

A través de las cartas de Pedro Mártir, el futuro Marqués de los Vélez nos da la impresión, en sus comienzos, de un joven refl exivo, a veces melancólico, “bien dotado por la naturaleza”18, “espíritu inquieto y enderezado hacia las grandes empresas”19. Desde muy temprano escribía en excelente latín y suplicaba a su maestro que lo hiciese siempre en esta lengua para perfeccionarse en ella20; mientras sus abuelos sólo conocieron fuera del castellano, la lengua árabe, útil para resolver pleitos de frontera y no universal, como el latín. Compuso sus coplas y canciones, casi obligatorias en los jóvenes cortesanos, desde los tiempos de los reyes anteriores. Baquero copia algunas21; y acertadamente dice que estos ensayos poéticos y los de su hermano Gonzalo Chacón no son mejores ni peores que los de otros poe-tas de su misma alcurnia social. La vena de su pariente colateral Jorge Manrique no se advierte en estos versos, pero sí, acaso, en el sentido trascendente de sus preocupaciones juveniles.

Sólo tenía, en efecto, diecinueve años cuando comentaba con su maestro el que nadie estuviera contento en la Corte, y sobre todo la Reina, “de la que era perpetuo acompañante”22, y se le aparecía, nimbada de gloria, pero “herméticamente entristecida”. Tiene esta observación del mancebo el gran interés de mostrarnos a doña Isabel reconcentrada en sus dolores, sin duda hondos, públicos y privados, y probablemente reveladores de la melancolía hereditaria que en su hija fue locura; en su nieto, Carlos V, prematuro abandono de la acción social; en su bisnieto, Felipe II, perpetua indecisión disfrazada de prudencia; y en los otros descendientes, franca degeneración, terminada en la triste pavesa humana de Carlos II. Aprovechó Pedro Mártir la respuesta a esta carta para dar a su discípulo una gran lección: la de que todo, hasta el poder supremo, aún el más reconocido y acatado, y los

18. MÁRTIR, I, 150.19. MÁRTIR, I, 237.20. MÁRTIR, I, 286.21. BAQUERO, p. 92; citados del Cancionero de Cristóbal KOFMAN, Valencia, 1511.22. MÁRTIR, I, 150.

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D. Pedro Fajardo Chacón, futuro I Marqués de los Vélez, fue educado en la Corte como paje de los Reyes. Como acompañante de la Reina, comentaba que se le aparecía nimbada de gloria, pero “herméticamente entristecida”. Retrato de Isabel la Católica atribuido a Juan de Flandes hacia 1496, conservado en la Real Academia de la Historia.

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Pedro Mártir de Anglería, gran humanista y figura señera en al historia de la cultura hispana, fue el maestro que tanto influyó en el joven D. Pedro Fajardo, con quien mantuvo una prolífica co-rrespondencia de más de 200 epístolas. Retrato del humanista español en el cuadro La Virgen de los Reyes Católicos, en el Museo del Prado.

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homenajes, la riqueza y la gloria, todo, en este mundo, conduce al dolor; y sólo se alcanza la relativa felicidad que aquí abajo nos es dado gozar por el ejercicio de la inteligencia.

De otras de las cartas de Pedro Mártir se infi ere que don Pedro Fajardo, obediente a su maestro, se preocupaba por los problemas graves y las lecturas escogidas. Una vez le pinta Pedro Mártir “escondido entre los promontorios cartagine-ses”, en compañía de su reciente esposa, pasando la vida entre los libros, y “cuando de éstos te cansas te dedicas a la caza”; y alaba ambas afi ciones23; y esto, en plena luna de miel; y después de su primer triunfo militar; y las dos glorias alcanzadas en plena juventud.

Alcanzó, es cierto, don Pedro la suerte de tener un gran maestro en Pedro Mártir de Anglería. Un buen maestro es casi tan decisivo en la vida de los hombres como un buen padre y una buena madre juntos. Pero digo “suerte” sin razón, porque los grandes maestros no suele proporcionarlos el azar, sino los Estados que son como es debido. Aquel agudísimo milanés tenía, cuando vino a Casti-lla, veintiocho años, y los Reyes Católicos le retuvieron y le dieron los puestos de máxima confi anza: maestro de pajes, lector en la Universidad de Salamanca, embajador, dignidad de la catedral de Granada, a cuya conquista había asistido, afi cionándose entrañablemente a su mágica belleza, y considerándose medio gra-nadino, hasta que murió allí, en 1526. Es curiosa la gran importancia cultural que han tenido siempre y en todas partes los maestros acarreados por la emigración; acaso porque es útil para el magisterio la falta de familiaridad que da el paisanaje, sin menoscabo del amor; y es lástima que muchos países, y entre ellos el nuestro, no hayan aprovechado con mayor frecuencia estas ventajas del maestro exótico.

A esta categoría perteneció Pedro Mártir de Anglería, fi gura señera en la historia de la cultura hispánica, de la cual es índice, como dice acertadamente su admirable traductor López de Toro24, el continuo saqueo a que han estado someti-das sus obras hasta nuestros días. Pedro Mártir, verdadero y grande humanista, de los que aprenden por mitad en los libros impresos y por mitad en el libro infi nito de la vida, ejerció un magisterio profundo no sólo sobre sus discípulos directos, sino también sobre un sector muy extenso de la nobleza española, que entonces casi equivalía a la intelectualidad efi caz del país; y singularmente sobre las grandes familias del Sur, a la sazón muy en auge por la reciente reconquista y necesidad de organizar la ciudad y el reino de Granada. Se afi cionó el gran maestro, sobre

23. MÁRTIR, I, 220.24. TORO, p. XXVI.

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todo, a don Pedro Fajardo, al que dedicó más de doscientas de sus epístolas, ya sólo a él y, como he dicho, a otro de sus discípulos predilectos, el Marqués de Mondéjar. Sin duda es ésta una de las mayores glorias de la dinastía de los Vélez. En algunas de las cartas llama a don Pedro “mi Fajardo”, con gesto entrañable, usado entonces excepcionalmente, y también en nuestro tiempo por don Miguel de Unamuno para algunos de sus amigos más amados.

Otro de los rasgos de don Pedro Fajardo fue su conyugal actividad, tal vez impuesta por los deberes genealógicos, pues se casó tres veces. La primera esposa, aquella con la que pasaba la luna de miel devorando las indigestas caballas, fue doña Magdalena Manrique, hermana del Conde de Paredes. Era esta señora la tercera de la misma familia que vemos enlazarse con la de los Vélez, haciendo pensar o en una material conveniencia bilateral, o en una atracción poderosa que estos Fajardo ejercían sobre la familia Manrique. Pero esta tercera experiencia se frustró sentimentalmente, y la boda, celebrada en 1499, cuando el novio tenía veintiún años, se deshizo por divorcio, en 150725. Y al año siguiente (1508) contraía segundas nupcias, en Cuéllar, con doña Mencía de la Cueva, hija segunda de los Duques de Alburquerque. Este segun-do matrimonio, que duró diez años, fue fecundo y terminó por la muerte de doña Mencía, que testó en 1517, y debió de morir entonces, pues en 1518 se fi rmaban las capitulaciones de un tercer enlace con doña Catalina de Silva, hija de los Condes de Cifuentes.

La multiplicidad de estas experiencias conyugales se debió seguramente a las exigencias de la sucesión. Pero una de las epístolas a Pedro Mártir nos muestra al Marqués preocupado por la fi siología amorosa, en forma tal vez signifi cativa. Plantea sus refl exiones en un sentido general, con citas de Aristóteles, pero se advierte bien que le inquietaba el aspecto no fi losófi co sino fi siológico del proble-ma; y sobre él requiere la opinión de su maestro. Le preocupaba el misterio de que pareciendo que el hombre apetece con más frecuencia a la mujer que ésta al varón, no siempre coincidan estas apariencias con la realidad. Ello es cierto, aunque menos veces de lo que don Pedro decía, y tal vez constituía en él una obsesión. Ocurría esto a poco de su unión con la segunda esposa. Pedro Mártir le contesta como varón experto; y demuestra que lo era la frecuente alusión que en sus escritos apunta sobre estos delicados temas26.

25. Debo buena parte de estos datos genealógicos al Archivo de la Casa de Medina-Sidonia, a la que está vinculado el Marquesado de los Vélez; habiéndomelos proporcionado la bondad de la actual Duquesa.

26. MÁRTIR, II, 399.

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De doña Mencía de la Cueva tuvo el Marqués a don Luis, su sucesor; y de doña Catalina de Silva, a doce vástagos, que fueron, Juan, maestre de campo en la guerra de las Alpujarras, que estuvo muy enfermo en la epidemia que diezmó a la tropa, en la Calahorra, a la que luego aludiremos27; fue padre, a su vez, de Jesús Diego Fajardo Dávalos, de la Compañía de Jesús; y de Pedro, Gonzalo, Lui-sa, Clara, Catalina, María, Isabel, Ana, Francisco28 y Juana29, varios de los cuales murieron.

La vida de don Pedro da la impresión de que se fue apartando de los afanes intelectuales, hacia los que Pedro Mártir le impulsó en su adolescencia, y que se dejó prender por la sirena de las glorias militares. Su actividad ofi cial no fue, sin embargo, sencilla, pues el señorío de Cartagena, puntal principal de su poderío, heredado, como ya se ha dicho, de su madre, fue incorporado a la Corona por los Reyes Católicos. Con el criterio antifeudal de éstos, la escandalosa donación no podía subsistir, y fue reivindicada por doña Isabel, el 24 de julio de 1503, concediendo, en cambio, a don Pedro la posesión de Vélez Blanco y Vélez Ru-bio, tomados defi nitivamente no hacía mucho a los moros (1488); y, además, los lugares de las Cuevas y Portilla, con sus fortalezas, tierras, alcabalas y rentas, que hasta entonces habían estado unidas a la ciudad de Vera; a lo cual añadió la regia munifi cencia de muchas rentas de Lorca y de Murcia, formando así un señorío pingüe que podía consolar ampliamente al Adelantado de la justifi cada pérdida de Cartagena30.

27. Véase Carta del Marqués de los Vélez de don Juan de Austria, de 15 de agosto de 1569. Simancas. Castilla. Leg., 2.152, folio 48.

28. CABRERA, II, 12, habla de un don Francisco, que mandaba un escuadrón en la guerra de los moriscos; tal vez se trate de una confusión del gran escritor, que equivocaba con frecuencia los nombres propios.

29. TAPIA, p. 180.30. Hemos de recordar que el señorío de Cartagena fue una concesión hecha al abuelo de don Pedro

Fajardo, es decir, a don Pedro Fajardo y Manrique, por el Rey de Castilla don Juan II, como dice expresamente el documento de Revocación de la merced de la ciudad de Cartagena y su trueque por el señorío de los Vélez (A.G. de Simancas, R.G.S. 24 de julio de 1503); y no por don Enri-que IV o por su hermano don Alfonso, como se lee en algunas partes. En el citado documento de Simancas, que no reproduzco por su gran extensión, doña Isabel justifi ca severamente, muy poco antes de morir, la anulación de la cesión de Cartagena, que era una de las claves del sur de la Península, por su gran puerto y por riquísimas minas. Fue el mismo don Juan II el que había prohibi-do, en las Cortes de Valladolid, en 1442, que ni él ni sus sucesores “podrían dar ni donar ninguna ciudad, villa ni lugar, castillo ni fortaleza ni aldea que sea de la Corona real”. Sin embargo, don Juan, de voluntad fl uctuante, cedió nada menos que Cartagena a Fajardo. A pesar de su amor a la familia Chacón, la Reina Católica revocó la donación, dando al Adelantado, en compensación, el

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Para compensar todavía más al Adelantado, la Reina doña Juana la Loca y su padre, don Fernando el Católico, otorgaron a don Pedro Fajardo, en 1507, muerta ya, por lo tanto, doña Isabel, el título de Marqués de los Vélez, al que él y sus dos sucesores inmediatos habían de dar lustre en la forma que relatamos en este libro31.

señorío de los Vélez, que no era lo mismo, primero por ser menos rico que Cartagena, y además, porque era de situación fronteriza, que el nuevo señor se comprometía a defender de los ataques del enemigo. Como el documento que revoca la donación de Cartagena va precedido del decreto de cesión por Juan II, en 1477, algunos historiadores, que no han leído más que por encima el farragoso papel, han tomado por decreto de doña Isabel la donación de don Juan; adjudicándole ligeramente la fi rma de la Reina que va al fi nal del documento; y, naturalmente, estos historiadores se extrañan de que la Reina Católica reincidiera en la pomposa cesión de Cartagena a don Pedro Fajardo, que tenía el mismo nombre que su abuelo, para anularla unos días después. No hay tal contradicción, ni por lo tanto, motivo de extrañeza. Los textos de la cesión de don Juan II a don Pedro Fajardo, el abuelo, sólo se copiaron para rebatirlos en la segunda parte del documento que desposee de Cartagena a don Pedro Fajardo el nieto. El mismo don Juan Chacón explicó a Pedro Mártir las justas razones que tuvo la Reina, en la citada comida que tuvieron en Alcalá de Henares (Mártir, I, carta 231). El señorío de los Vélez quedó formado, según J.A. TAPIA (p. 172) por Vélez Blanco, que era la capital, con su anejo de María, Vélez Rubio, con los anejos de Chirivel y el Taberno, Cantoria, Albox, Partaloa, Oria, Arboleas, Benitagla, Cuevas y Portilla.

31. Por este motivo copiamos íntegro la merced del marquesado: Archivo General de Simancas, Registro General del Sello. 12-9-1507. Título de Marqués de Vélez al Adelantado de Murcia. Doña Juana, por la Gracia de Dios, Reina de Castilla, de León, de Granada, de Toledo, de Galicia, de Sevilla, de Córdoba, de Murcia, de Jaén, de los Algarbes, de Algeciras y de Gibraltar, de las Islas de Canaria y de las Indias y tierra fi rme del Océano, Princesa de Aragón y de las dos Sicilias y de Jerusalem, Archiduquesa de Austria, Duquesa de Borgoña y de Brabante, Condesa de Flandes y de Tirol, etc., Señora de Vizcaya y de Molina; por hacer bien y merced a vos don Pedro Fajardo, Adelantado del Reino de Murcia, acatando los muchos y buenos y leales servicios que me habéis hecho y por vos más honrar y sublimar y porque vos y los de vuestro linaje, seáis más honrados y de los dichos vuestros servicio quede memoria, tengo por bien y es mi merced que ahora y de aquí en adelante os podáis llamar e intitular y os hago intitulo Marqués de Veliz (sic) el Blanco y os hago la salva y ceremonia y las otras solemnidades y cosas que hacen y suelen y deben ser hechas a los otros marqueses y personas que semejante título tienen en mis reinos; y que os guarden y sean guardadas todas las honras, preeminencias y libertades que se suelen y deben guardar a los otros Marqueses de los dichos mis reinos. Y por esta mi carta, mando al Príncipe don Carlos, mi muy caro y muy amado hijo, y a los otros infantes, duques, prelados, ricoshombres maestres de las Órdenes y a los de mi Consejo y oidores de mi Audiencia, alcaldes, alguaciles de mi Corte y Chancillería y los priores, comendadores, alcaides de los castillos y casas fuertes y llanas, y a todos los concejos justicias, regidores, caballeros, escuderos, ofi ciales y hombres buenos de todas las ciudades, villas y lugares, de mis reinos y señoríos y a otras cualesquier personas de cualquier estado o condición, preeminencia o dignidad que sean mis vasallos y súbditos y naturales que ahora son o serán de aquí adelante; y a cada uno y cualquier o cualesquier de ellos, que os llamen

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Conquista de Vélez Blanco (arriba) y Vélez Rubio (abajo) en 1488 por las tropas cristianas. Detalle de la sillería baja del coro de la Catedral de Toledo, obra del Maestro Rodrigo.

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Delimitación municipal actual del antiguo señorío y posesiones de los Fajardo en el sector oriental del Reino de Granada (actual provincia de Almería) y en tierras murcianas.

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A poco de gozar de su señorío, en 1503, ocurrieron unos alborotos en Murcia, que puntualmente relatan los cronistas y que, aunque sin gran importancia, deno-tan expresivamente la resurrección del ímpetu feudal del Adelantado, inevitable por estar cargado de tradición secular, pese a la enérgica política interior de los Reyes Católicos y pese también a la circunspección de los primeros pasos de don Pedro, educado por un gran humanista y a las faldas de doña Isabel la Católica. Y fue que a poco de llegar a Murcia (diciembre de 1503), exhibiendo su título de Señor, y tal vez mareado por la entusiasta acogida que le tributaron los murcianos, tomó parte muy activa y directa en una de las típicas querellas que aún subsistían en las ciudades españolas, como resabio de la época feudal; y lo hizo con muy poca fortuna. Había de antiguo diferencias entre el Obispado de Cartagena y el Cabildo de Orihuela, y al nombrar para la Mitra de Cartagena a don Juan Daza, las gentes de Orihuela y Murcia desataron contra el prelado y los suyos una cam-paña de desobediencia y de hostilidad que culminó con el secuestro del deán de Cartagena, don Martín de Selva, con la ayuda notoria del Adelantado, y con la agravante de negarse éste a ponerle en libertad a pesar de los requerimientos de las autoridades. Ante el escándalo que se produjo, nombraron los Reyes Católicos, que estaban en Medina del Campo, ya muy enferma doña Isabel, un juez especial que sentenció contra los responsables del alboroto, suspendiendo a varios de sus empleos e imponiéndoles destierros y otras “penas corporales y criminales”. Uno de los desterrados de Murcia fue el Adelantado, y a perpetuidad. El informe del juez especial32 demuestra hasta qué punto fue don Pedro culpable de esta desbocada actitud de jaque, engendrada en la psicología feudal, que todavía hemos conocido viva en las plagas del señoritismo provinciano o del gamberrismo internacional. Los Reyes Católicos demostraron a su vez, al aceptar la sentencia de su juez, su sentido renovador del estado de violencia y arbitrariedad que habían creado en España los siglos de pelea fratricida; y hoy admiramos esta gestión de aquellos Soberanos por encima de todas sus glorias y buenas fortunas. Sin embargo, la pena se redujo al destierro de Murcia, que unos meses después, en diciembre

Marqués de Velliz (tachado, y al margen dice: “Velles”) el Blanco y os guarden y hagan guardar todas las honras, gracias y mercedes, libertades y franquicias, preemiencias y otras ceremonias y todas las otras cosas que por razón del dicho título debéis haber y gozar y os deben ser guardadas de todo bien y cumplidamente, en guisa que no os mengüe en cosa alguna; y si de ello quisiereis mi carta de privilegio, mando a mi Chanciller y notario y a los otros ofi ciales que están en la mesa de mis sellos, que os lo den y libren y pasen y sellen lo más bastante que les pidiereis y hubiereis menester; de lo cual os mando dar la presente, fi rmada del Rey, mi Señor y padre, y sellada con mi sello; hecho en la villa de Santa María del Campo a 12 días del mes de Septiembre de 1507 años. –Yo el Rey.- Yo, Lope Conchillos, Secretario de la Reina N. Sra., lo hice escribir por mandado del Rey su padre.”

32. BOSQUE, p. 203.

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del mismo año (1504) era perdonado por doña Juana la Loca, recién fallecida su madre doña Isabel33; y en el año de 1507, como hemos visto, la misma doña Juana le hacía Marqués de Vélez34.

Don Pedro Fajardo tuvo nueva ocasión, y muy importante, de mostrarse inquieto, como convenía a su juventud fecunda, cuando la guerra de las Comu-nidades, que ahora comentaré. Pero es preciso anotar antes, con orden, los demás episodios de su vida. Su actuación pública más precoz había ocurrido en 1500, cuando la primera sublevación de los moriscos de Granada, irritados por el incum-plimiento de las medidas de tolerancia social y religiosa que los Reyes Católicos habían estipulado en 1492, poco después de la conquista. El entonces Adelantado de Murcia, don Juan Chacón, estaba ya fi nalizando su vida, nunca muy belicosa, y fue nombrado Capitán de las tropas de Murcia que concurrieron a reprimir la sublevación; su hijo, don Pedro Fajardo, con apenas veinte años35, que al frente de soldados no muy numerosos pero arrojadísimos, recuperó las plazas perdidas en la taha de Marchena y obligó a levantar el sitio de esta plaza, haciendo muchas bajas y cautivos a los musulmanes, mucho más crecidos en número. La voz de esta hazaña produjo gran entusiasmo en Murcia y en la Corte. Pedro Mártir daba cuenta de él al escribirle: “Afi rman los que de esto entienden, que esta hazaña tuya sobrepasa a las de otros generales, no tanto en razón de su brillantez, cuanto por motivo de tu juventud..., pues así te comportas cuando apenas has salido de la cuna, mientras

33. BOSQUE, p. 21.34. Exageran, pues, los que dicen que don Pedro perdió la gracia real y que sólo fue, por esta senten-

cia, Adelantado durante unos pocos meses, pues en los documentos posteriores, ofi ciales o parti-culares, como las cartas de Pedro Mártir, se le sigue llamando Adelantado; y su hijo y sucesores heredaron el título y, sobre todo, los murcianos, así como los visitantes extranjeros, pueden leer en la capilla de los Vélez, labrada en piedra, que desmiente con su perennidad los papeles de los archivos, que en el año de 1507 terminó la obra del monumento “Don Pedro Fajardo, Marqués de los Vélez, Adelantado de Murcia”. Y sobre todo en el nombramiento de los Reyes Católicos de juez especial, se decía a éste que, si resultase culpable el Adelantado, se le desterrase de Murcia enviándole a la Corte y “se le suspenda del dicho ofi cio de Adelantado”, “durante el tiempo de la dicha suspensión”, es decir, sólo temporalmente. A los otros condenados que, a petición de don Pedro –y esto demuestra su nobleza- perdonó también la nueva Reina, se les alzó no sólo el destierro, sino también “cualesquier... penas corporales y criminales e inhabilitaciones de ofi cio” (BOSQUE, 214). En algunos documentos, como las pruebas para ingresar en la orden santiaguista, de don Luis Fajardo, el hijo de don Pedro y segundo Marqués de los Vélez, es cierto, y le han dado signifi cación algunos autores, que se habla de “su abuelo, don Juan Chacón, Adelantado de Murcia”, sin citar el título de Adelantado. Pero es seguro que, salvo la leve suspensión, ostentó siempre y transmitió a sus sucesores el título.

35. CASCALES dice que eran diecisiete; no puede ser, porque nació en 1477-78.

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que ellos son veteranos y con una larga experiencia”. El joven capitán, que, como ya sabemos, estaba recién casado, contestaba a su maestro, pidiéndole, como despre-ciando las glorias guerreras, que le escribiera en latín, para no olvidarlo; y Pedro Mártir, tras alabar el latín de su discípulo como perfecto, le prometía contarle en el mismo idioma cuanto fuera captando cada día en el trato con los embajadores extranjeros; es decir, le daba el espaldarazo de personaje político y no militar36.

Ya he aludido a esta fase interesantísima de la vida del primer Marqués de los Vélez. Fue una verdadera crisis de meditación, de preocupaciones políticas más que bélicas y de tendencia a la vida fastuosa, muy propia de los años renacentistas. La complicación de su espíritu se revela en el equívoco lema que hizo labrar en el exterior de la capilla de los Vélez: “Bien por mal, mal por bien”, en la que debía de aludir a su lealtad –bien por mal- a pesar del olvido de la Corte –mal por bien-. Le hemos visto ya, por estos días, retirado en los riscos de Cartagena, olvidado de sus recientes laureles guerreros y entregado al amor, a la caza y a los libros. Seguramente pesaban en su ánimo los sinsabores que siguieron a la muerte de su padre, a su leve pero mortifi cante destierro de Murcia, y al dolor de la muerte de la Reina doña Isabel, a la que debía tanta gratitud. Y también las diferencias con su mujer, doña Magdalena Manrique, que debieron ser graves, puesto que ocasionaron el divorcio, lo más probablemente debido a la esterilidad de la esposa, que era, por entonces, el motivo más frecuente de la anulación matrimonial, con-cedida por la Iglesia con liberalidad a veces escandalosa si se trataba de grandes familias obsesionadas por el espíritu de casta y sufi cientemente ricas e infl uyen-tes. Pero el divorcio, concedido en 3 de febrero de 1507, fue seguido, como ya he dicho, no más de un año después (24 de febrero de 1508) por el segundo matrimonio, celebrado en la villa de Cuéllar, con doña Mencía de la Cueva, hija, como apuntamos, de los Duques de Alburquerque, suegros del Duque de Alba, familia poderosa e ilustre, que colmaron la vanidad de Vélez y de la cual, además, obtuvo muy pronto cumplida descendencia masculina. La vanagloria de don Pedro queda registrada con testimonio autorizadísimo, que nos da cuenta, por otra parte, de que esta exaltación era una comidilla de la Corte, en la carta de Pedro Mártir, fechada en agosto de 1507, que le dice “Cuéntase maravillas acerca de tus atuendos, elegancias y riquezas y las de tus acompañantes”37.

Mas nada da idea de esta situación arrebatada como las actividades que des-plegó el joven Adelantado en la terminación de la magnífi ca y fastuosa Capilla que su padre, don Juan Chacón, había comenzado en la catedral de Murcia, para

36. MÁRTIR, I, 217.37. MÁRTIR, 27 de agosto de 1507.

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enterramiento familiar y en el simultáneo comienzo del castillo-fortaleza de Vélez Blanco, aparte de otras edifi caciones que detalla Tapia38. Como dice Tormo, “se ve en la sucesión de las dos magnífi cas empresas constructoras y en la radical revolución y sucesión de estilos (gótica la capilla, renacentista el palacio), así como la magnánima decisión constructora del Marqués, con su entrega total, sucesivamente, a uno y otro de los ilustres aunque desconocidos arquitectos de su confi anza”39.

La capilla de los Vélez, llamada también de San Nicolás, absorbida por aquel apellido a pesar de haberla fundado Chacón, parece justo que se rotule así, pues terminada en 1507, fue, sin duda, obra principal de don Pedro Fajardo, desde antes, desde los años en que comenzó la crisis de su ímpetu juvenil y ambicioso. El estilo fastuoso de la fábrica, gótica, exuberante, cuajada de blasones, revela, dentro del exultante orden isabelino, más el alborotado orgullo del hijo, don Pedro, que la circunspecta cortesanía del padre, don Juan. Tormo no encuentra inverosímil40 que las cadenas de piedra que adornan el monumento aludan a los cautivos cris-tianos liberados por los Fajardo en sus combates con los moros, a imitación de las que, en su propia materia de hierro y con sus cepos y esposas, colgaron los Reyes Católicos en los muros de San Juan de los Reyes, de Toledo, para recordar y honrar a los cristianos franqueados de las mazmorras granadinas41.

El castillo-fortaleza de Vélez Blanco se comenzó en 1506, antes de terminar la capilla de los Vélez en la catedral de Murcia; y es ya todo obra de don Pedro Fajardo, expresión pura de su orgullo de casta, de su poder y de su gusto exquisito. Algunos señores de aquel tiempo y de los siguientes erigieron, a imitación de los príncipes italianos, mansiones egregias, que eran o verdaderos palacios para sus pequeñas Cortes o retiros en los que soñaban con nostalgia, mientras hacían la guerra por el mundo, pensando en reposar en ellos sus sobresaltos y fatigas, y, después, esperar la muerte en la soledad rodeada de lujo y de obras de arte; tal como el del Marqués de Santa Cruz, en el Viso, desnudo y místico y, a la vez,

38. TAPIA, Vélez Blanco.39. TORMO, p. 278. Además del hermoso ensayo de Tormo, cito entre otros textos los clásicos de

R. AMADOR DE LOS RÍOS: Murcia y Albacete, en la colección España, sus monumentos y arte, Barcelona, 1889; y J.R. BERENGUER, B.S.E.E., 1890, 4, 91.

40. TORMO, p. 275.41. Según GONZÁLEZ SIMANCAS (cit. por TORMO, p. 275), allí estuvieron también colgadas por

don Luis Fajardo, el segundo Marqués de los Vélez, las once banderas que recogió su padre en los combates contra los agermanados de Valencia en el año 1522. Según J. FUENTES Y PONTE, España mariana, Lérida, 1880, estas banderas, que a principios del siglo XIX ya no serán más que once, fueron primitivamente cuarenta y seis, “todas ellas ganadas por los antiguos Marqueses de los Vélez en las guerras contra los moros”. Debo esta cita a don Nicolás Ortega Lorca.

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Entrada a la Capilla de los Vélez, en la Catedral de Murcia, con las armas de D. Pedro Fajardo Chacón.

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Dos detalles y altares de la Capilla de los Vélez, en la Catedral de Murcia.

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Exterior de la capilla de los Vélez, en la Catedral de Murcia, con los escudos, una vez más, de los Fajardo Chacón.

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Dos vistas del pueblo de Vélez Blanco y del castillo de los Fajardo, mandado levantar por D. Pedro en 1505. Estado que presentaba hacia comienzos de los años 60.

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Rampa de acceso y galería desmantelada del Castillo. Estado que presentaba hacia comienzos de los 60.

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Patio de Honor del Castillo según se encontraba años después de su construcción. Dibujo de la colección de Mr. Golber’s, de París.

Las dos gárgolas de las esquinas del patio. Estos fragmentos de mármol, desmontados y aban-donados, se hallaban entre las ruinas del edificio a comienzos de los años 60.

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Ventanas y galería alta del castillo de los Vélez tal como quedaron instalados en la casa de Blumenthal, en Nueva York.

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Patio desmantelado del castillo hacia comienzos de los 60. Toda la parte artística del mismo fue vendida en 1904; actualmente se hallan en el Museo Metropolitano de Nueva York.

Los frisos en madera que decoraban las salas nobles del Castillo fueron vendidos en 1903 y, actualmente, se hallan en el Museo de Artes Decorativas, en París. Aspecto de la exposición de algunos de los frisos en el Patio del Museo de Nueva York en 2001-2002.

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maravillosamente alhajado. Pero otros era a medias fortaleza y a medias mansiones de placer, como el que mandó alzar don Pedro Fajardo, pues había de aunar el boato con la situación fronteriza del señorío.

Ignórase quién fue el arquitecto que concibió la admirable fábrica y que logró los primeros del patio de mármol, traído de las canteras de Filabres, que habían de ser admiración de los visitantes del palacio y hoy de los del Museo Metropolitano, de Nueva York, adonde han ido a parar. Gómez Moreno supone, y suele tener siempre motivos de peso para sus suposiciones, que en la obra intervinieron los maestros Martín Milanés y Francisco Florentín, que trabajaban en la maravillosa Capilla Real de Granada42. Formaba el ingente edifi cio, asentado sobre un cerro que domina el poblado, un cuerpo poligonal, con varias torres. Sus piezas famosas eran el patio, con galería de arcos superpuestos y ventanas platerescas, tallados en mármol, y la escalera de la misma rica materia, con solado de bellísimos azulejos granadinos. Los salones eran también espléndidos, resaltando los denominados del Tiempo y de las Herejías. En el artesonado de este último estaba esculpida “la entrada en Roma de Tito después de la destrucción de Jerusalén; y entre los guerreros que acompañaban al conquistador, el artista esculpió al Marqués de los Vélez vestido a la romana”43, que es un rasgo más, y harto signifi cativo de su hipertrofi ada perso-nalidad44. En los escudos del patio aparecen labrados los blasones de don Pedro y los de doña Mencía, que ocupaba los sentidos del caballero en estos años de la gestación del alcázar.

Los obreros y artistas salieron, dejando terminado el admirable palacio, en 1515, que la gran autoridad de Torres Balbás califi ca de “ejemplar bellísimo y úni-co”45, superior en suntuosidad y riqueza al mismo de Aranda de Duero. Allí vio el Marqués crecer a su hijo; y de allí salió para su última gran aventura guerrera, la de las Comunidades y Germanías, equivocada en sus comienzos, pero con la que, al fi n, dejó defi nitivamente asegurada su situación con el Emperador y con-

42. GÓMEZ MORENO, Archivo Español de Arte, 1925, número 3, 76.43. J. ESPÍN, Boletín de la Sociedad Española Excursionista, 1904, 12, 101 y 134.44. Nota de la Redacción. Se trata de un error de G. Marañón al basarse en el artículo mencionado

del lorquino Espín Rael. Hoy sabemos, con seguridad, que los nobles salones conocidos como “del Triunfo” y “de la Mitología” estaban adornados con unos frisos en madera, cuyos motivos iconográ-fi cos eran diferentes a los reseñados por los historiados durante casi todo el siglo XX. Se trataba de la entrada triunfal de César en Roma tras sus victorias en las Galias y los trabajos de Hércules, de ahí la denominación de “Triunfo” y “Mitología”. Véase, al respecto, el trabajo de Monique Blanc, “Los frisos olvidados del Castillo de Vélez Blanco”, en Revista Velezana, nº 17 (1998), p. 7-8; traducido del original francés publicado en Revue de l’Art (París), nº 116, 1997-2, p. 9-16.

45. TORRES BALBÁS, Arquitectura, 123, 5, p. 108.

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sigo mismo. Por eso envió a la capilla de Murcia las banderas conquistadas a los agermanados; y los cañones que arrebató, en esta misma ocasión, los emplazó con orgullo en las almenas del castillo, donde estuvieron silenciosos, hasta que su bisnieto, el cuarto Marqués de los Vélez, los hizo transportar, en buena parte, para la jornada de Fuenterrabía, en tiempos de Felipe IV; jornada que tanto alborozó al pueblo español, entontecido por la falta de libertad, como en otras ocasiones; pero que no produjo más benefi cio al país que el retrato del Conde-Duque de Olivares que pintó Velázquez para gloria del arte hispánico y del universal. Una vez más, el genio español absolvía ante la Historia los errores de sus gobernantes.

Probablemente, el alcázar de los Vélez empezó a decaer después de los tres primeros Marqueses. Los que les siguieron entroncaron con familias de raíz no murciana y, sobre todo, tuvieron menos personalidad que aquéllos. Vivían, salvo excepciones, en la Corte y, además, empezaba a ser difícil y costoso mantener, inhabitados, estos grandes palacios. Vino, pues, el abandono, el desmoronamiento, la ruina y, para remate, el olvido lamentable del interés genealógico, vivo para otras vanidades menudas. Cuando se leen, por ejemplo, las pruebas de hidalguía o de entrada en las órdenes de caballería, asombra que aquellos señores y el país donde vivían cifraran su orgullo, dieciséis siglos después de Jesucristo, en cualidades tan inocentes como la de no tener ascendientes que pertenecieran a otras religiones o razas y que, además, poseyeran caballos propios; sin contar para la exaltación de su jerarquía social el que, sencillamente, los presuntos caballeros fueran sanos, honrados e inteligentes. No les disculpa la codicia ni la pobreza, cuando ésta se cernía ya sobre los blasones.

Tiene, pues, razón Torres Balbás en la dura imprecación con que termina su estudio citado, que titula “Cómo desaparecen los antiguos palacios de la nobleza española”. El cambio de la vida, desde el feudalismo al parasitismo cortesano, no puede absolver a los que vendieron en el año 1904, y en 18.000 miserables du-ros, lo más hermoso del alcázar de los Vélez, a un anticuario francés, de donde estas reliquias pasaron al Museo del otro lado del mar, donde hoy se exhiben con dolor de España. Los que debían sentir y no sintieron el deber de conservar sus propias glorias son los responsables de estos expolios; y también los gobiernos, de entonces y de ahora, que ignoran que las grandes obras de arte son patrimonio inalienable del país, sobre todo si el mayor tesoro de éste es, como en el nuestro, su pasado46.

46. Una generosa y romántica Asociación de los Castillos de España, impulsada por el benemérito Marqués de Soler, trabaja activamente, pero aislada de todo apoyo ofi cial, en la empresa de restaurar y conservar estos restos gloriosos de nuestro pasado.

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No fue todo, sin embargo, felicidad, decíamos, en el magnífi co palacio de Vélez Blanco, pues a los nueve años de su matrimonio doña Mencía de la Cueva enfermó y murió. Su testamento está fechado en 1517, y en octubre de 1518 se pactaban las capitulaciones de don Pedro con su nueva y tercera mujer, doña Catalina de Silva, hija de los Condes de Cifuentes, con la que se desposó estan-do el novio, que era ya cuarentón, ausente, y representándole su hijo. No he podido averiguar dónde estaba el Marqués, que tanta urgencia tuvo en la nueva coyunda, que llevó a doña Catalina a los salones adornados con los escudos de doña Mencía; sin duda, para continuar con su papel progenitor, como, en efecto, ocurrió y con la copiosidad que antes he dicho. Privaba por entonces en la Corte el criterio genealogista de don Fernando el Católico, que se casó de mala manera (o al menos me lo parece a mí) con la obesa doña Germana de Foix; y todavía no la conducta romántica de Carlos V, conservando su viudedad temprana, hasta su muerte, aunque con sus concesiones a la carne pecadora. Y en esto se echó encima el grave problema, tantas veces aludido, de las Comunidades; problema nacional, que tenía que interesar gravemente a un tan alto personaje como el Marqués; pero que, además, nos descubre que había en sus relaciones con la Corte resquemores y quejas que infl uyeron en su retirada de la vía pública y, luego, en su conducta durante las Comunidades.

Esta sublevación, primera, en la Edad Moderna, de las guerras civiles entre españoles, y no entre moros y cristianos, tiene una honda signifi cación, muy compleja y discutida, uno de cuyos elementos fue, sin duda, el sentido de restau-ración del espíritu feudal que afectó a una gran parte de los señores nobles, y, entre ellos, desde luego, al Marqués de los Vélez. La mayoría de los historiadores nos hablan del reinado de Isabel la Católica, seguido del de Carlos V, como de dos etapas sucesivas de gloria, con un intermedio de regencia, de dos hombres extraordinarios, Fernando el Católico y el Cardenal Cisneros. Pero lo cierto es que esos años comprenden: primero, a partir de la muerte de Isabel (1504), la primera regencia de don Fernando, desde que su hija doña Juana fue proclamada en las Cortes de Toro (1505) hasta que llegó a España; segundo, el fugaz y gris reinado de doña Juana y su marido, don Felipe el Hermoso; tercero, la muerte de éste (1506) y la defi nitiva locura de su viuda, con nombramiento del Cardenal Cisneros como Regente único; la muerte de Cisneros (1517) y la llegada a España de Carlos el mismo año y su proclamación como Rey; quinto, la muerte de su abuelo Maximiliano (1519) y la partida de Carlos para proclamarse Emperador; y, en fi n, sexto, al alzamiento de las Comunidades (1520). En total, dieciséis años que no han sido estudiados todavía sin artifi cios apologéticos, en los que pueda afi rmarse que España no estuvo gobernada y que, a trueque de algunos éxitos diplomáticos y guerreros de don Fernando y de la gran labor cultural, no política, de Cisneros, el camino ascendente del Imperio español empezó a socavarse por

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su falta de gobierno coherente, aun cuando el impulso vital, adquirido bajo Isabel la Católica, que duró largo tiempo, reforzado por el prodigioso descubrimiento de América y por el genio militar de Carlos V, siguiera actuando en España y dándole una categoría de gran Imperio, realmente creador, que duró, a pesar del declive político, hasta el reinado de Felipe II.

Una de las manifestaciones de este retroceso de la transformación iniciada por el genio y la autoridad de Isabel la Católica fue, decíamos, el renacimiento del espíritu feudal, de lo cual hay multitud de testimonios en estos años de desorganización, rayana muchas veces en la anarquía, que al fi n estallaron en el confl icto comunero. El Marqués de los Vélez sufrió, como tantos otros señores, ese rebrote, alimentado durante los disturbios de la interinidad de los Gobiernos, con quejas permanentes a las injusticias reales o exageradas de la Corte y en la mala escuela del poder omnímodo que ejercía desde su fortaleza fronteriza de Vélez Blanco, que hubieran envidiado los Reyes. Antecedente de este espíritu levantisco de don Pedro había sido el ya comentado de sus violencias cuando el pleito del Obispado de Cartagena (1503), en las mismas horas en que declinaba en su lecho de muerte, en Medina del Campo, doña Isabel. Otro, mucho más hondo, fue el de la Comunidad.

Cascales, como casi todos los genealogistas de ciudades antiguas y modernas, es muy parcial al hablar de los señores murcianos, que aparecen en sus libros casi invariablemente como seres perfectos; y, al referirse al Marqués y a las Co-munidades, alude sólo a sus heroicos servicios al Emperador47. Pero las cosas no ocurrieron tan sencillamente48. Por el contrario, al comienzo de la sublevación, el Adelantado de Murcia tomó el partido de la Comunidad, como tantos otros hidalgos y grandes señores, tales don Pedro Girón, Lasso de la Vega, Salvatierra, Padilla y tantos más. En los comienzos, casi toda la nobleza española era contraria a lo que representaba el futuro Emperador Carlos V, exótico en sus costumbres, sin saber una palabra de castellano, antipático y feo, y por añadidura rodeado de una tropa de servidores fl amencos que cayeron como vampiros sobre los empleos y sobre el dinero de España; sin contar con un tufi llo sospechoso de inquietud religiosa poco grato a la ortodoxia ibérica. Básteme apuntar ahora, sobre muchos otros testimonios, el de Pedro Mártir de Anglería, varón de pro en la Corte, por su

47. CASCALES, 279 y siguientes.48. DANVILA, acertadamente, nos dice que, ateniéndose a los documentos de Simancas, “el relato

difi ere bastante de lo que historió Cascales”: Historia crítica y documentada de las Comunidades de Castilla, I, 350; tomo XXXV del Memorial Histórico Español, Madrid, 1897. Los datos de TAPIA son, en cambio, exactos: Vélez Blanco, cap. XXIX.

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situación eclesiástica, universitaria y política, que desde poco antes de desembarcar don Carlos en España hasta que dio la cara la rebeldía comunera, y hasta que el mundo ofi cial conoció bien al Emperador, escribía a sus predilectos discípulos los Marqueses de los Vélez y de Mondéjar, carta sobre carta, encareciéndoles la codicia de los fl amencos que formaban el séquito real, y juzgando intolerable la situación. Es seguro que estas cartas encendidas infl uyeron no sólo en la actitud del Adelantado y de Mondéjar, sino en otros muchos caballeros a los que alcanzaba la sugestión de Mártir.

La rapacidad extrajera fue, en efecto, el pretexto inmediato y directamente pasional de la sublevación de los señores, y en él participaron las clases populares, tan sensibles en España a los estímulos xenofóbicos. Pero en el fondo de la pro-testa de los señores latía el espíritu feudal, que las nuevas formas del Estado que absorbían en la Corona esos poderes locales, amenazaban con aniquilar. Esto es lo que representaba el Carlos adolescente que desembarcó en Asturias: universidad y Estado fuerte y no banderías feudales, con sus mesnadas de siervos, casi esclavos.

Los cándidos progresistas del siglo XIX español, obsesionados por el tópico de la lucha contra el absolutismo y por la dura represión de los imperiales, desde las crueldades del alcalde Ronquillo hasta el cadalso de Villalar, no se dieron cuenta de lo que estas represiones tenían de valor anecdótico, olvidando que las formas del Estado fuerte, al comenzar la Edad Moderna, simbolizaban un progreso, que pudiéramos llamar liberal, frente al feudalismo; y por eso hicieron de los comune-ros un prototipo de héroes de las libertades, con manifi esto error, pues el pueblo, aunque afectado por la rapiña de los fl amencos, iba en realidad a rastras de sus caudillos feudales. Y lo confi rma el que a aquél y a ésos los empujaba, además, la gran masa del clero y órdenes religiosas, que se movían por el recelo o la aver-sión franca a aquellos extranjeros insolentes que siempre se han mirado aquí con recelo teológico, y en este caso no sin razón. De aquí la incongruencia de que un movimiento que, según los progresistas del siglo XIX, simbolizó a la libertad, estuviera, en realidad, apoyado por lo más reaccionario de frailes y clérigos y hasta por algunos obispos, como el de Zamora, ejemplar terrible de intransigencia; y el que la fi gura egregia que los revoltosos anteponían a Carlos V, era la pobre loca recluida en Tordesillas, representante de los Reyes tradicionales rigurosamente hispánicos. Por eso he dicho, en otra parte, que tan absurdo como el que los liberales del pasado siglo grabaran en el Congreso los nombre de Padilla, Bravo y Maldonado, como representativos de la libertad, es que los hayan quitado, por nefandos liberales, los representantes de la España tradicionalista actual.

Sólo más tarde, empezada ya la guerra de las Comunidades, ocurrió lo que siempre ocurre en las contiendas civiles49, o sea, la barbarie desenfrenada del

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populacho, que asustó a las clases altas y les hizo reaccionar en el sentido del orden, que no siempre se funda en la justicia, pero en este caso probablemente sí, porque la amalgama feudal-reaccionaria hubiera sido, de haber triunfado, mu-cho peor que el gobierno imperial. Pero no cabe duda que incluso muchos de los nobles que estuvieron con Carlos V por disciplina al poder constituido, pero a regañadientes, entre ellos los dos gobernadores nombrados bajo la tutela del Cardenal de Tortosa, durante la ausencia del Rey, el Almirante y el Condestable de Castilla. Fueron ellos, y otros como ellos, ejemplos del gran drama de las guerras civiles, que es la ambivalencia que inevitablemente acongoja a muchos espíritus rectos, que lealmente no saben quién tiene razón, porque ni los unos ni los otros la tienen por completo. Especialmente, el Almirante de Castilla fue un ejemplo admirable de esta recta y humana situación; y quisiera poder un día dedicarle un estudio especial, aprovechando documentos poco o nada conocidos que he reunido acerca de él. Quiero aquí, sin embargo, recordar algunas de sus frases, severas y rectas, dirigidas a su Rey, que era el más alto de su tiempo. Una vez después de aconsejarle generosidad sin límites para sus enemigos, le decía que sus advertencias no tenían precio, “debajo de su corona, para pagármelas... y suplico a Vuestra Majestad que me crea, oiga y entienda, porque, como dice un sabio, dos cosas son inútiles en el mundo: al ciego mostrarle la pintura y dar consejos a un Rey sordo”. “Hay algunos que se llaman servidores de los Príncipes, cuyo ofi cio cerca de ellos no es otro que inventar nuevas maneras para robar al pueblo”. “Si ven que Vuestra Majestad está con el cuchillo en la mano y halla leyes para degollar y ninguna para gratifi car, ¿cómo quiere que esta gente os ame y no os tema?” Y a más altos lugares llegaba su rigor: “Paréceme bien, decía al Monarca, la costumbre de llamar a los Papas, Santísimos; no porque lo sean, sino porque oyendo tantas veces este nombre, por ventura trabajarán de hacer de manera que no siempre mientan los que se lo llaman.”

En la infi nita documentación de Simancas sobre las Comunidades, publicadas con tanto entusiasmo como atolondramiento por Danvila50, y en los demás textos que hemos podido consultar después, no se habla para nada de que el pueblo castellano se alzara por su libertad perdida o por sus fueros, ya que como dice un moderno historiador51, la región de España en la que los fueros tenían una realidad más patente, el Reino de Aragón, fue la única en que nadie se movió52. No fueron,

49. Véase el “Estudio de la evolución del proceso de las Comunidades”, de MENÉNDEZ PIDAL, en España y su Historia, II, 83, Madrid, 1957.

50. DANVILA, Historia de las Comunidades.51. I. OLAGÜE, Histoire d’Espagne, París, 1958.52. Sería interesante estudiar a fondo por qué fue así, y algún día lo intentaré; ya lo he iniciado en mi

libro sobre Antonio Pérez.

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Armas de D. Pedro Fajardo Chacón, las heredadas de su madre, Dª Luisa Fajardo Manrique, y de su padre, Juan Chacón. Escudo inserto en la torre del homenaje del Castillo, reproducción del original.

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Carlos V en la época de su llegada a España, según una terracota de Conrad Meit, existente en el Museo Gruthuse, de Brujas (Bélgica).

Guerra de las Comunidades. Famoso cuadro romántico de Antonio Gisbert (1860) donde se recrea el momento en que los cabecillas Comuneros suben al patíbulo. Palacio del Senado, Madrid.

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pues, las libertades, que nadie amenazaba, sino las causas antes expuestas las que explican que la sublevación no fue la obra del pueblo, que entonces representaba una opinión amorfa y sin reacciones propias, como toda colectividad privada de sus libertades políticas, sino obra de los señores e hidalgos y de la gente eclesiástica, cuya presencia, no sólo en la retaguardia de la Comunidad, sino en los campos de batalla, es la que dio verdadero sentido a este trágico episodio.

La conducta del Marqués de los Vélez se atuvo a este esquema general. En su primera parte es indudable que vio con simpatía al movimiento comunero. El pueblo murciano, inducido por los hidalgos, proclamó la Comunidad en los claus-tros de la Iglesia Mayor y hay muchos documentos que detallan cuanto sucedió, sobre todo dos cartas, una del alcalde de Corte, licenciado Leguizamo, dirigida al Cardenal de Tortosa, y otra al Rey, por Pedro de Perea y Pedro de Zambrana, en nombre de los regidores y jurados de la ciudad de Murcia53; de las cuales resulta que Leguizamo no encontró, desde luego, la autoridad que deseaba frente a los revoltosos por parte del Adelantado de Murcia, sino que, por el contrario, se marchó primero a su casa de Molina y después a su fortaleza de Vélez Blanco, alegando que estaba la Marquesa delicada; pero no sin dirigir antes palabras de aliento a los comuneros, declarando que no serviría al Rey “mientras el ladrón de monsiú de Chévres haya parte o entienda en la gobernación”; añadiendo una frase muy signifi cativa de su espíritu feudal: que “sus antepasados no le dejaron otra mejor herencia que conservar las Comunidades”54; es decir, que eran éstas, no un privilegio del pueblo, sino de los señores. Afeó, además, públicamente a Leguizamo por haber hecho azotar a un comunero; y le dejó tan desamparado ante la irritada multitud, que el alcalde huyó de Murcia, acusando desde su refugio, al Marqués, en la carta al Cardenal y, por lo tanto, el Rey ausente.

Han de acogerse esta y otras muchas acusaciones del mismo orden, que se conservan en los archivos, con toda cautela; porque en esta guerra de las Comu-nidades fl oreció, como en todas las contiendas civiles, la repulsiva planta de las denuncias interesadas, para, bajo el pretexto político, vengar rencores o esquilmar la hacienda de los acusados. Fray Damián Fonseca55 dice, y Menéndez Pelayo re-produce, la terrible frase, dándole todo su signifi cado y toda su autoridad56, que los agermanados, en la rebelión, que coincidió en el tiempo y en no pocos aspectos sociales con la comunera, aunque aquélla más demagógica, se dedicaron, con las

53. Publicadas por DANVILA, Historia, I, p. 555 y 562.54. Loc. Cit., p. 561.55. FONSECA, Expulsión de los moriscos de España, Roma, 1612. Edit. De Valencia, 1878.56. MENÉNDEZ PELAYO, II, 271. Edic. B.A.T.

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armas en la mano, a bautizar a la fuerza a los moriscos y a matarlos y robarles después, gritando: “Echemos almas al cielo y dineros a nuestras bolsas”. No hay que decir que los que así procedían creían ser católicos. Podría tomarse este episodio como lema de todas las violencias colectivas, unánimes en lo de la incautación de los bienes ajenos y variando sólo, según los casos, el pretexto para encubrirlas, que en unos casos es el ideal seudo religioso y en otros cualquiera de los ideales terrenos.

Tal vez el alcalde Leguizamo, hombre un tanto equívoco, quizá uno de los agraviados cuando el Marqués de los Vélez acometió y atropelló a las autoridades de Murcia, obligando a doña Isabel a desterrarle, exageró en su furia acusatoria al noble murciano; y en ella y por los mismos motivos le acompañaron otros caballeros, y aún grupos de clérigos, como los de Mula, que hicieron causa co-mún con los imperiales y contra los comuneros, por excepción, entre la gente de sotana, tal vez en recuerdo de las mismas violencias. La rebelión de Mula, según los papeles de Simancas, fue muy complicada, pues hubo también parciales de la Comunidad.

No obstante, la fase comunera del Adelantado es segura, pues el Cardenal de Tortosa, en nombre de Carlos V, envió una carta severa al prócer, dando crédito a las denuncias de Leguizamo; y, para mayor mortifi cación, enviándole la adusta misiva por conducto del Alcalde.

Pero la admonición llegaba cuando el movimiento comunero de Murcia se había contagiado, y fue muy rápidamente, con el mucho más virulento de las germanías de Valencia, lo cual obligó al Marqués a cambiar de postura y tomar el partido de Carlos V. Escribió, en consecuencia, una carta al Cardenal, discul-pándose de las acusaciones de Leguizamo, afi rmando haber hecho cuanto le fue posible para apaciguar a Murcia. Y, seguro de sí mismo, ahorraba secamente las razones exculpatorias y enviaba a su “solicitador” o abogado, Juan de Verastegui, para informar de palabra al Prelado de lo sucedido; y, al fi nal, añadía una alusión envenenada a su enemigo el Alcalde; suplico, le dice, que se entere con prudencia de todo, “porque podría ser que alguna persona, estando ciega de pasión, no dirá a v.s. la verdad de los que aquí pasa”57.

El Adelantado de Murcia, dando ya por concluida la lucha comunera en Murcia, levantó un ejército para combatir a las Germanías, en relación con don Diego de Mendoza, Conde de Mélito, Virrey de Valencia; y al frente de sus soldados luchó

57. A. G. Simancas, Patronato Real, leg. I, 102, 18 de octubre de 1521.

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con el ardor del neófi to, venciendo en la batalla de Gandía a los agermanados y arrebatándoles las villas de Elche, Aspe, Crevillente, Orihuela, Alicante y otras mu-chas. En varias, los soldados de los Vélez, quemaron las iglesias, como en Orihuela, atropello nada infrecuente, según los papeles de Simancas, que los comuneros sólo excepcionalmente realizaron; lo cual es muy signifi cativo a favor de la tesis que hemos sostenido del sentido equivocado con que ambos bandos han pasado a la Historia. Después combatió a estos mismos rebeldes, que intentaron pasar a Anda-lucía y sublevarla, matando a más de tres mil hombres y cogiéndoles treinta y dos banderas. Y así, en octubre de 1521, podía escribir don Pedro al Emperador Carlos V con noble dignidad, muy por encima de la de sus sucesores, explicándole las causas que tuvo para su apartamiento de la Corte y no acudir a la Comunidad al principio. Había estado lastimado, decía, por la frialdad de la Corte, tan distinta del amor que le profesó siempre la gran Reina Católica, a la que recuerda con emoción; pero ante el peligro en que las sublevaciones habían puesto al Reino, no dudó en tomar las armas, con todo su amor y todas sus consecuencias. No creo que holgarán las primeras líneas de este escrito que retrata de cuerpo entero al Adelantado:

“S.C.C.M. Después que en estos reinos V.M. sucedió, yo me moví a servirle sin miramiento suyo (sin pedirlo) en algunas cosas que se ofrecieron por estas partes vecinas del Reino de Murcia, donde yo vivo y tengo mi naturaleza, poniendo mi persona y hacienda en ello con mucho fervor; y fui tan mal agradecido por los que han gobernado estos reinos de V.M. y los negocios de su Corte, que ni gracias de ello ni paga del dinero que gasté jamás me dieron; antes podría decir, en verdad, que en lugar de ellos se me hicieron asaz desabrimientos e injusticias; y viendo esto yo, estaba determinado de no moverme a servir, a lo menos fuera de mi casa, sin ver especial mandato de V.M.; y aunque en este propósito estuve muchos días, como las cosas de estos vuestros reinos de España estaban muy dañadas, y señaladamente este Reino de Valencia, que después de quedar lo de Castilla allanado, quedaba en mayor pertinacia y desobediencia de V.M. que nunca, viendo esto, y que estaba ya fuera del mundo quien hacía que mis servicios se recibiesen y agradeciesen de la manera que he dicho (se refi ere a la difunta doña Isabel), no sufrió mi corazón estar vicioso en tiempo que tanta necesidad de servidores V.M. tenía; y por esto me moví, a pesar de no tener mandamiento de V.M., a emprender la guerra contra el reino de Valencia y procurar sojuzgarlo y allanarlo en servicio de V.M. Plugo a Dios encaminar esta guerra de manera que hasta hoy no queda cosa en todo el Reino de Valencia, que no esté sojuzgada y puesta en servicio de V.M., salvo la ciudad de Valencia y Játiva, y éstas, al tiempo que escribo esta carta, tratan de entregarse”58.

58. A.G. Simancas, Patronato Real, leg. I, 102. En Requena, 18 de octubre de 1521.

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En plena ortodoxia imperial, el Marqués actuó en el ejército que acudió a Navarra y a la Rioja para rechazar la invasión de los franceses que intentaron ayudar a los comuneros. Según sus genealogistas, allí también se cubrió de gloria59. Fue ésta su última gestión bélica. Se derramó en ella mucha sangre y, como tantas veces ocurre en las guerras, lo más importante de esta de Navarra no fueron sus batallas, sino un hecho apenas advertido, que tardó mucho tiempo en ser consig-nado en las crónicas y en descubrir su trascendencia; y fue una simple herida que sufrió en la pierna un soldado desconocido, en Pamplona, que se llamaba Ignacio de Loyola. Así también, la batalla de Lepanto, que tanto clamor heroico y tantas muertes suscitó, apenas sirvió para nada en el orden político ni militar; y hoy es inmortal, por encima de todo, por haber quedado manco en ella otro soldado desconocido, que había de escribir el Quijote.

Hoy no comprendemos bien por qué Carlos V, al que llegó al alma la suble-vación de los comuneros, fue tan blando con algunos y con otros tan implacable. Y es que cuando es uno sólo el que juzga a los demás, su justicia tiene toda la sinrazón de la voluntad caprichosa de los niños. El Marqués de los Vélez fue de los favorecidos por el Emperador, y probablemente con razón. Era nuestro don Pedro, con sus defectos de la época, un gran varón; y Carlos V, como su abuela doña Isabel, se diferenció más que nada de Felipe II por saber escoger bien a sus colaboradores; cualidad muy ligada a la generosidad y, por lo tanto, a la simpatía. Y así, mientras Felipe II no fue simpático, aunque muchas veces fuera gobernante admirable, su padre ejerció sobre los hombres una profunda sugestión cordial, una vez que alcanzó el desarrollo, tardío como ocurre tantas veces en los genios, de su personalidad. La hostil actitud de los españoles en los días en que desembarcó por primera vez en la Península y asistió a su proclamación de Rey de España, a regañadientes de las Cortes, se trocó, en los años siguientes, en entrañable amor. El Marqués de Vélez fue uno de los conquistados, apasionadamente, por el Em-perador. El mismo Pedro Mártir, que tantas cartas había escrito contra él, cambió, apenas le hubo conocido, el tono de sus cartas, con frecuencia incisivas; y unos meses después llamaba tonto a Padilla, el jefe de los comuneros.

Debió de ser dichoso el fi nal de la vida del Adelantado. Da la impresión de que vegetó, lleno de autoridad y de paz en Murcia (su palacio estaba cerca de las murallas de la ciudad, en un cubo de los cuales, dice Frutos y Ponte, que en 1600 “apareció milagrosamente” la imagen de un Santo que se trasladó a la capilla de los Vélez y hoy ha desaparecido) o en Vélez Blanco, delegando en su hijo, que se anunciaba como un gran capitán, los lances de guerra, atento a los consejos

59. MÁRTIR, carta 334, noviembre de 1523.

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El emperador Carlos I de España y V de Alemania con armadura de combate, cuadro de Juan Pantoja de la Cruz (copia de Tiziano), en biblioteca del Monasterio del Escorial.

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Cortesano del cortejo imperial que hizo la campaña de Túnez, que frecuentemente se confunde con Carlos V. Detalle de un tapiz de la serie titulada “La conquista de Túnez“.

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de apartamiento de las luchas cortesanas y al ejercicio de la sabiduría, que Pedro Mártir le había imbuido en su juventud.

En 1541, cuando Carlos V, al frente de su escuadra en derrota, desembarcó en Cartagena, fue el Adelantado a recibirle, ya cercanos sus setenta años; y el Emperador le hizo una acogida emocionante, obligándole a levantarse cuando se postró en su presencia, abrazándole efusivamente, y dirigiéndole las palabras que más adelante copiaré, acerca de él y de su hijo don Luis60. Esto colmó, sin duda, de ventura su vejez, aún más que la Grandeza de España que le fue concedida por el Monarca, entonces, como otras veces, vencido, pero siempre invencible. Porque aquellos grandes soberanos aceptaban los desastres de la guerra como accidentes inevitables de una lucha que, al fi n, tendría que acabar bien, poseídos como estaban, sin el debido examen de conciencia, de una fe mesiánica gracias a la cual trasladaban a Dios la mayor parte de su responsabilidad ante la Historia.

No se sabe exactamente la fecha de la muerte de don Pedro. Nos dicen sus genealogistas “que está enterrado, como nadie ignora, en su capilla, llamada de los Vélez”, en Murcia61; pero lo cierto es que no lo sabe nadie, aun cuando sea probable esta afi rmación62.

60. HITA, 42.61. VÁLGOMA, p. 186.62. Agradezco mucho a mi querido amigo el doctor R. Alberca Lorente, que me ha puesto en relación,

a este respecto, con diversos eruditos murcianos especializados en la historia de la Catedral: don Juan de Dios Balibrea, Vicario General del Obispado de Cartagena; don José Ángel Tapia, Cura Párroco de Berja (Almería); don J. Ballester, don N. Ortega Orca y don B. Sánchez Lara. Nadie ha visto nunca en la capilla de los Vélez más lápida sepulcral que la de unos hijos, de meses, de los Duques de Medina-Sidonia, Marqueses de los Vélez, muertos en el siglo pasado. Parece que en 1651, una inundación, llamada “la riada de San Calixto”, anegó la catedral y la capilla de San Nicolás o de los Vélez, “destruyendo los ataúdes donde se hallaban los restos de las familias allí enterradas”. (Comunicado por el señor Sánchez Lara) Don Andrés Baquero visitó la cripta de la Capilla en 1913 (artículos en La Verdad, periódico murciano, de 21 y 21 de enero de 1913, citados por don José María Ibáñez García: Bibliografía de la Santa Iglesia Catedral de Cartagena, en Murcia, Murcia 1952) y sólo vio restos esparcidos en ella, “envueltos en el légamo producido por acuosas subterráneas fi ltraciones”. Pero la destrucción de los féretros y cadáveres no explica la desaparición de las lápidas; lo cual hace verosímil que, por razones que no sabemos, los restos de los Vélez no hayan ido a parar al monumento que alzaron para ellos con tanta pompa y que estén enterrados, más o menos profanados y dispersos por la acción del tiempo, del olvido bárbaro de unos y de la violencia increíble de otros, allí, en Vélez Blanco, donde los dos primeros Marqueses fallecieran.

Un cultísimo investigador, el don J.A. Tapia, que prepara una “Historia de Vélez Blanco” –y que ha rectifi cado algunos errores míos, cuando en otra ocasión hablé de estos personajes-, me dice, en

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Creo que no hay pruebas de que se trate de los restos de don Pedro, aun-que es seguro que los dos primeros Marqueses murieron en Vélez Blanco y se enterraron en la Magdalena. Pero en el Diccionario, de Madoz63, el erudito local, que redactó el capítulo sobre Vélez Blanco nos dice que “se encontró debajo de una hermosa lápida de mármol (en la iglesia de la Magdalena) el esqueleto del primer Marqués de los Vélez, de gigantescas proporciones, y algunos restos de personas, proba-blemente de la misma familia, que el día 16 de diciembre de 1834 se trasladaron a la iglesia parroquial”.

Este testimonio parece asegurar la identifi cación de don Pedro Fajardo, por la coincidencia con las fechas y por el dato de su imponente estatura, que ya hemos encontrado en algún otro de sus antecesores y volveremos a encontrar en su hijo don Luis, ejemplos que se suman a la tradición de los hombres gigantescos que combatieron a la morisma en aquella época que, a pesar de su proximidad a la nuestra, su gran ímpetu vital ha convertido en semifabulosa.

Es, pues, verosímil que los restos de don Pedro quedaron en su Vélez Blanco, que fue su genuina creación, donde mandó como un Virrey y donde nadie le discutió.

notas muy precisas, ampliadas después en su libro, ya citado, que no ha podido encontrar en Vélez Blanco documento alguno sobre este punto. (El libro de defunciones de la parroquia de Santiago de esta villa no comenzó hasta después de 1590; y el Archivo de la Alcadía Mayor fue destruido en 1880. Tampoco hay documentos en la catedral de Murcia, cuyos libros capitulares, empero, no están exhaustivamente explorados). Pero, de los datos recogidos por el señor Tapia, resulta que don Pedro Fajardo, nuestro primer Marqués, construyó en sus años de euforia creadora (1505-1507) una parroquia, bajo la advocación de Santa María Magdalena, en la antigua alcazaba próxima al Castillo, “que debió de servir de capilla y panteón, pues entre sus ruinas aparecen muchos huesos”. No consta cuáles Marqueses fueron enterrados allí, en la pequeña iglesia, de la que sólo quedan en pie un muro y la torre. Y añade nuestro docto comunicante que, ya derruida, en 1834, fueron llevados a la parroquia de Santiago los restos de los primeros Marqueses de los Vélez, como consta en una lápida de mármol que conmemora el traslado. La sepultura fue violada en 1936, durante la guerra, por el populacho. El mismo señor Tapia, en 1959, pudo recoger dos o tres huesos de la antigua sepultura y, unidos a otros, de otros muertos, los repuso en su lugar y volvió a colocar la lápida. El texto de la lápida dice así: “Bajo esta lápida yacían en la Iglesia de Santa María Magdalena los restos de los Exmos. Señores Fajardo, Marqueses de los Vélez, que han sido trasladados a este sitio, hoy 16 de diciembre de 1834”.

63. Volumen XI, p. 642, Madrid, 1849.

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l segundo Marqués de los Vélez, D. Luis Fajardo, era, como hemos dicho, hijo de la segunda mujer de D. Pedro, Dª. Mencía de la Cueva y Toledo, hija a su vez de los Duques de Alburquerque. Nació en Murcia o Vélez Blanco, donde los padres residían64, y aunque no he podido recoger datos exactos de su edad, es casi seguro que naciera hacia el 1508, dentro del año de las bodas paternas o muy poco después. Y como murió en 1574, debió de alcanzar, poco más o menos, sesenta y seis años de vida.

Fue un hombre de gran talla y robustez, mayores que las de su padre o, por lo menos, de más ímpetu y poderío físico que aquél, como pronto veremos. Por eso le educó el Marqués D. Pedro, con orgullo de raza, para la guerra; y fue uno de los prototipos de hombres de armas que dio el reinado de Carlos V, calcados, como el Emperador, en la vocación bélica, antiherética y andariega de los cruzados. Compárese el Gran Capitán, D. Gonzalo de Córdoba, sin duda el más excelso guerrero de la época de la grandeza postrenacentista de España, militar heroico pero cauto, lleno de sentido práctico y civil, rigurosamente nacional, con el ímpetu del Marqués de los Vélez, aventurero y quimérico, como fue el Emperador, rico en glorias pero escaso en provechos, y a veces desastroso para el servicio nacio-nal. Un tipo rezagado de este capitán romántico, de espíritu cruzado, fue el hijo bastardo de Carlos V, D. Juan de Austria.

Desde muy joven se adiestró D. Luis en guerrear con los moros, en esca-ramuzas, combates y, algunas veces, verdaderas batallas durante los frecuentes

IIIEL SEGUNDO VÉLEZ

D. Luis Fajardo de la Cueva

64. En la información para su ingreso en la Orden de Santiago (A.H.N., Órdenes Militares, Santiago, núm. 2.821) declara Juan Páez de Medinilla, vecino de Cuéllar, que conoce a don Luis Fajardo, Marqués de Molina, y a su padre, y conoció a su madre, difunta, “los cuales suelen residir en el marquesado de los Vélez y en Murcia” (27 de junio de 1538). TAPIA (p. 200) se inclina a Vélez Blanco.

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desembarcos que ocurrían en el sur de la Península, sobre todo en su parte oc-cidental, habitada por los grandes núcleos de la población morisca, con la que tenían complicidad permanente africanos y turcos. Muy pronto adquirió D. Luis fama legendaria por su coraje, su fortaleza y su carácter ampuloso, al que le em-pujaba su arrogancia física, pues al espíritu lo modela en gran parte la fi gura; y en el mismo sentido le empujaba también el ambiente adulador de las pequeñas cortes provincianas de aquel tiempo, de las que Murcia era un ejemplo típico. Muchas páginas de Pérez de Hita, que luego citaremos, tienen estos caracteres de desenfrenada apología.

Cabrera nos dice que entre los moros tenía D. Luis opinión y mote de “el diablo de cabeza de hierro”65. Pérez de Hita cuenta que, una vez, peleando contra dos mil turcos que atacaron a Cartagena en uno de los desembarcos citados, estaba D. Luis en peligro, con la armadura abollada a arcabuzazos, cuando un renegado le reconoció y comenzó a gritar por todo el campo: “¡Aquí está el Mar-qués; no podemos ya saquear a Cartagena!”; y esto bastó para que se retirara el enemigo66. En otra ocasión, durante la guerra de las Alpujarras, siendo ya viejo, antes de empezar un combate, supieron los moriscos que era D. Luis el que mandaba a los cristianos; y Abén Humeya tuvo que discurrir “de un cabo a otro del campo animando al ataque a los suyos, diciendo que fueran adelante y que no temieran el vano nombre del Marqués de los Vélez, porque en los mayores trabajos atiende Dios a los suyos”67. Es decir, que en contra de Fajardo no concebían los infi eles otro valedor que el propio Mahoma.

“Era tanta la fama del Marqués –añade Pérez de Hita- que en el Real Palacio de Argel le tenían pintado, armado, con una lanza en la mano y en la punta de la lanza una cabeza de un turco; y, así mismo, en tal temple y de esta misma suerte está en Cartage-na, en una sala de la casa de Nicolás Garri”. En esta ingenua historia se advierte la hipertrofi a del español de entonces para valorar sus méritos, sin retroceder ante ninguna invención. El retrato de Cartagena existió, pues lo vio Cascales68, y le llenó de admiración y temor ante la fi era catadura del Marqués.

Pesaban mucho el continente y las vestiduras y arreos de D. Luis para man-tener esta temerosa reputación. Ningún contemporáneo le nombra sin pasmo. Cascales nos dice que “era terrible, por ser de naturaleza belicosa, membrudo y corpu-

65. CABRERA, I, 662.66. HITA, 44.67. MÁRMOL, 1.163.68. CASCALES, 315.

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lento y de rostro feroz, que mirando ponía terror, y ayudaba a esto ser costumbre suya salir armado de todas piezas en forma y fi gura del mismo Marte”69.

Es, sobre todo, expresiva la descripción que hace Pérez de Hita del héroe en acción. Se ha publicado algunas veces y se ha dicho, con razón, que la pluma de este cronista y compañero de armas del Marqués estaba impregnada de incien-so; pero vale la pena de reproducirla una vez más, porque, como dice uno de los editores de Hita, “este retrato bastaría para oscurecer los mejores de Guzmán o de Pulgar, y para colocar a Hita en primer lugar entre los escritores que con su inspiración dominaron el arte de pintar con palabras, dando vida a los personajes cuyas hazañas nos describe”70. Dice así:

“Pues es de saber que el Marqués D. Luis era muy gentil hombre: tenía doce palmos de alto; era de recios y doblados miembros; tenía tres palmos de espalda y otros tres de pecho; fornido de brazos y piernas, tenía la pantorrilla gruesa, bien hecha, al modo de su talle; el vacío de la pierna, delgado, de tal manera que jamás pudo calzar bota de cordobán justa si no fuese de gamito de Flandes; calzaba trece puntos de pie y más; era tan bien trabado y hecho y tan doblado, que no se echaba de ver lo que era de alto. Era de color moreno cetrino; los ojos grandes, rasgados, lo blanco de ellos con unas vincas de sangre de espantable vista; usaba la barba crecida y peinada. Alcanzaba grandísimas fuerzas; cuando miraba enojado, parecía que le salía fuego de los ojos; era súbito, valiente, determinado, enemigo de mentiras. Trataba bien a sus criados, aquellos que lo merecían; por poca ocasión tenía un hombre preso veinte años, y allí preso le daba de comer; cuando se enojaba, deshonraba los suyos, tratándoles mal de palabra; más después de quitado el enojo, le pesaba de lo que les había dicho y les pedía perdón, diciendo que no era más en su mano, que la cólera le hacía perder los límites de la razón. Era grande hombre a caballo; usaba siempre la brida; parecía en la silla un peñasco fi rme, cada vez que subía a caballo le hacía temblar y orinar; entendía bien cualquier suerte de freno. Su vestido de monte era pardo y verde y morado; las botas que calzaba habían de ser blancas y abiertas, abrochadas con cordones. Era larguísimo gastador. Tenía cuatro despensas de grande gasto: una en Vélez el Blanco, otra en Vélez el Rubio, otra en las Cuevas, otra en Alhama. Era muy sabio y discreto en burlas, y, en veras, extremado. Tenía de costumbre oír misa a la una del día y a las dos, de suerte que los capellanes no lo podían sufrir. Comía una vez al día, y no más, y aquella comida era tal que bastaba a satisfacer a cuatro hombres, por hambre que tuviesen. En la comida no bebía más que una vez, más aquélla buena, con agua

69. CASCALES, 315.70. HITA, 43.

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y vino muy templado, y esto era acabando de comer. De noche era su negociar; y así se iba a dormir cuando los otros se levantaban; siempre andaba con su capa, cobijado solamente las espaldas; ceñida espada y daga, y esto era de noche. De día se ocupaba en sólo tirar al blanco, ora con escopeta, ora con ballesta y en cuerpo; si era verano, siempre sin gorra, y si era invierno, con un sombrero de monte muy pespuntado; la ropa de su vestido, lo mismo. Era gran justador y gran torneante, desembrazaba con gran fuerza una caña, de manera que si daba en la adarga, la aportillaba. Era amigo de llevar una pluma pequeña al lado. Parecía muy bien a caballo, de tal suerte que se conociera entre cien hombres. Más hermosa vista tenía de espaldas que por delante, y así mismo era a pie; si iba acompañado, sobre todos se mostraba. El cuello y la cabeza armados, parecía muy extremadamente bien. Entre mil hombre parecía que él era el señor, por razón de la gravedad de su persona y ahidalgado talle. Estando una vez en la Marina, haciendo alacias acompañado de muchos de a caballo y de a pie, saltando el capitán de la galeota en tierra, llegando a donde estaba el Marqués, mirando a todas partes, así a los de a pie como a los de a caballo, aunque había entre los unos y los otros hombres de gravedad y de buenos aspectos, se fue al Marqués y le dijo: ‘Tú eres el señor de toda esta gente’; de lo cual se maravillaron todos. Muchas veces se había hallado en escaramuzas y peleas con los turcos y había alanceado muchos, y en la batalla de Porman alanceó, por su mano, más de cincuenta; siempre tiraba el golpe de revés; llevaba la lanza atada a la muñeca del brazo, con un grueso cordón de seda verde; sus armas eran fi nísimas. Una vez, peleando con los turcos en Cartagena, que vinieron sobre ella más de dos mil, fue herido de una bala en una espalda y el armadura fue abollada y no pasada por ser muy fi rme. La lanza que él llevaba era tal, que harto tenía un criado suyo que llevarla al hombro, y el Marqués la meneaba como si fuera un junco delgado. Finalmente, el Marqués era un gran señor y valeroso amigo de toda caza; tenía muchos perros y aves de volatería; era amigo de tener buenos caballos; cuando había de ir al monte, aguardaba que hiciese mal tiempo, que nevase o lloviese o hiciese grandes aires, y esto por hacer a sus gentes robustas como él lo era; tenía de costumbre mandar aderezar para ir a cazar todos los días del mundo”.

Otro gran escritor, Mármol, en plena batalla le describe “armado de unas armas negras de la color del acero y una celada en la cabeza llena de plumajes, ceñida con una banda roja; y una gruesa lanza en la mano, más recia que larga; el caballo era de color bayo encubierto a la bastarda, con muchas plumas encima de la testera, el cual iba mo-viéndose con tanta furia, lozaneándose y mordiendo el espumoso freno con los dientes, que señoreando aquellos campos representaba bien la pompa y ferocidad del capitán general que llevaba encima”71. He copiado este párrafo, admirable también, porque no se

71. MÁRMOL, f. 163 v.

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Modelo de armadura de las usadas por D. Luis Fajardo de la Cueva, segundo marqués de los Vélez. Museo del Ejército, Madrid.

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Carlos V con el águila sobrevolando sobre su cabeza. Según los expertos, la figura regia mon-tada en un inquieto caballo y sobre un agitado fondo de temporal marítimo, “podrían corresponder a la propaganda imperial destinada a paliar la mala impresión causada por el desastre de Argel”. Grabado de época depositado en la Biblioteca Nacional, Madrid.

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refi ere, como pudiera pensarse a un torneo, sino a la batalla de Ugíjar, el 3 de agosto de 1569, es decir, en plena aspereza de las Alpujarras y en plena canícula. El corcel de guerra, bautizado al uso de las grandes adalides, se llamaba Bayarte72, y tuvo en su tiempo celebridad comparable con la de los corceles, quiméricos o reales, de los héroes, como el del Cid o el de D. Quijote de la Mancha.

Y lo extraordinario es que cuando así actuaba D. Luis Fajardo entre la mo-risma, como en una fi esta, tenía más de sesenta años, edad no excesiva para un general de hoy, que apenas tiene que soportar inclemencias ni peligros personales, ni vestirse con pesadas corazas, ni manejar las recias lanzas, como las que D. Luis aireaba “como un junquillo”, en aquellas breñas que, a todos los que las hemos recorrido en plena juventud y en paz, nos han abrumado. Cualquiera que fuera la dosis de adulación que tenían aquellos cronistas de la guerra, y singularmente los que estaban al servicio de hombres tan teatrales como el segundo Marqués de los Vélez, es seguro que la personalidad del Adelantado de Murcia debió de ser fantástica, aún en aquel tiempo de hombres desaforados.

Este gigante matamoros tenía, pues, una leyenda análoga, pero más estrepito-sa, a la de otros héroes de su tiempo, como algunos miembros, ya citados, de la familia Fajardo y otros también envueltos en leyendas, como García de Paredes. En la misma guerra de los moriscos hubo otro gigante famoso, un capitán Céspedes, de Ciudad Real, “cuyas fuerzas fueron excesivas y nombradas por toda España”, “con ánimo, estatura, voz y armas descomunales”73.

Queda aquí retratado en su catadura y en su psicología, en toda su realidad y en toda su leyenda, D. Luis Fajardo.

Además de las experiencias juveniles contra los moros, nuestro héroe reco-rrió Europa y África, siguiendo las huellas gloriosas e insensatas del Emperador. Estuvo en la guerra contra Solimán, en Hungría (1531), casi recién casado74; y en

72. HITA, 75.73. HURTADO, 115. Murió este hercúleo capitán con valor grande, pero de mala manera, en una de

las muchas desgraciadas refriegas de la guerra de las Alpujarras, en la que “no fue socorrido por estar ocupada la infantería quemando y robando”, y con sospechas de que, por celos, el jefe de la tropa, don Antonio de Luna, nada hizo por socorrerle.

74. A esta ocasión se refi ere la carta de la Emperatriz a su marido Carlos V, que copio porque indica el gran concepto en que tenían al joven guerrero don Luis Fajardo, y también porque besaba las manos del Emperador en la lengua que él prefería cuando hablaban de amor: el portugués: “S.C.C.M. don Luis Fajardo, hijo del Marqués de los Vélez, visto la nueva que acá se tiene de la

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la campaña de Provenza (1535)75, donde debió de asistir a la muerte lamentable del gran poeta Garcilaso de la Vega, en Muey. El mismo año tomó parte en la conquista de Túnez, donde es fama que Fajardo se comportó heroicamente. En 1541 asistió a la desdichada expedición a Argel, en la que también se distinguió mucho. Cuando, con los navíos deshechos, desembarcó Carlos V en Cartagena y D. Pedro Fajardo, ya achacoso, acudió a recibirle arrodillado, en el puerto, el Emperador le alzó del suelo, como antes he dicho, le abrazó y le dijo: “Buen hijo tenéis, Marqués; bien podéis decir que es uno de los más buenos de España, y así lo ha mostrado en las ocasiones todas que conmigo ha estado”. A lo cual respondió el Mar-qués D. Pedro: “Yo y él estamos al servicio de vuestra real y cesárea Majestad hasta la muerte”. Y el Emperador le tornó a abrazar otra vez, diciendo: “Tal se tiene entendido de él y de vos”76. ¡Retórica de noble caballería, aunque quizá poco útil!.

Algún tiempo después murió D. Pedro y su hijo heredó de él los cargos de Adelantado y Capitán General de Murcia, Alcaide de la fortaleza de Murcia, etc., sobre el marquesado de Molina que poseía ya. Da la impresión de que tras esta fase bélica y juvenil debió de dedicarse a la vida familiar, más los incidentes de corsarios, hasta su gran aventura guerrera, la de la guerra de los moriscos. Y como ésta no estalló hasta 1569, los años de paz se prolongaron, por lo tanto, más de un cuarto de siglo. Tal vez, ya al fi nal del reinado de Carlos V y corrido el de Felipe II, asistió a las luchas en África contra moros y turcos, que terminaron con la pérdida de Bujía (1555). De todo modos, debieron de ser luchas sin relieve, pues su nombre no fi gura en los anales de estos sucesos. Debió de ocupar, pues, principalmente, su carácter impetuoso en no dejar en paz a cuantos le rodeaban y en desahogar en justas y torneos, en grandes cacerías y en tirar al blanco, como nos le pinta el retrato de Pérez de Hita.

Se había casado en 1526, cuando tenía sólo dieciséis o diecisiete años: por lo tanto, en el mismo año que Carlos V. Fue su esposa Dª. Leonor Fernández de

venida del turco, me ha enviado a suplicar le mandase dar licencia para poder ir a servir a V.M. en esa jornada; lo cual hube por bien de darle, por ser su deseo tan bueno y porque así por esto como por ser la persona que es e hijo del dicho Marqués, que ha tan bien servido a esta Casa Real, deseo hacerle merced y que de V.M. la recibiese. Yo le suplico se sirva de él y le mande favorecer y haberle por mi recomendado, haciéndole en lo que ofreciere toda la merced que merece la voluntad con que va a servir; que yo la recibiré de V.M., cuya imperial persona y Estado, Nuestro Señor guarde y la acreciente como yo deseo. De Medina del Campo, 7 de agosto de 1532.” De mano de la Emperatriz dice: “Besso as máos de vossa Majestad. La Reina.” A.G. Simancas. Estado. Leg., 24, fol. 105.

75. HURTADO, 34.76. HITA, 43.

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Córdoba y Silva, hija de D. Rodrigo Fernández de Córdoba, Conde Cabra, y de Dª. Francisca de Zúñiga y de la Cerda, de la ilustre familia, por lo tanto, del Gran Capitán y del Duque de Sessa. La novia era de Baena, y allí se celebró el matrimonio, con fausto que los testigos recordaban muchos años después77. Debió de ser Dª. Leonor una mocita graciosa, de aquella ciudad, tan cordobesa, donde lo son todas las mu-jeres; y así, supo encadenar al gigantesco D. Luis hasta después de la muerte.

Tuvo varios hijos, el primogénito D. Pedro, que había de heredar el título, y D. Diego, que le acompañó como uno de sus capitanes en las Alpujarras. Pérez de Hita78 hace de este D. Diego un gran elogio, muy revelador del estilo caballe-resco que imprimió a la guerra de su padre. Refi ere que en la guerra contra los moriscos en su segunda fase, de la que luego hablaremos, en un combate en que los tercios de Nápoles, recién llegados en las galeras de Italia, fl aquearon porque no tenían costumbre de andar por aquellas fragosidades, “el buen Fajardo”, que es como Pérez de Hita acostumbra llamar al Marqués, mandó salir al campo, para sostenerlos, al “tercio de los rotos” o de los “pardos”, gente fi era que se “arreaban más de valor que de galas”, pues “todas sus galas eran armas, pólvoras y plomo, y más procuraban un palmo de cuerda para la escopeta que una camisa”. Cedieron los moros al ímpetu de aquellos legendarios hampones y entonces cayó la caballería contra la morisma, y a su frente D. Diego Fajardo, que “cargó como un trueno”, “como aquel que le venía de la línea ser valeroso”, “poniendo los ojos en el guioncillo del reyecillo (Abén Humeya), con tanto tesón, que le iba ya a los alcances”; y le alcanzara y matara de no usar Abén Humeya “de un ardid a su provecho, y fue dejar el caballo y desjarretarle y subirse con gran ligereza por partes que los caballos no podían seguir. El bravo D. Diego, muy pesaroso porque el reyecillo se le había ido, le mandó a un criado suyo, llamado Ferrero, que le quitase el ajez al caballo, cuya mochila era de terciopelo carmesí, hecha de casullas de Iglesia y muy rica, franjeada de muchos pasamanos de oro”.

Es muy típica también la altisonante y quijotesca arenga que el Marqués de los Vélez, en esta ocasión, lanzó a los soldados de Nápoles cuando empezaron a desbandarse: “Más os preciáis de galanes que de soldados, pues siendo tantos los de Nápo-les, no habéis roto al enemigo como la arrogancia de vuestra presunción tenía obligación de haberlo hecho; y no os jactáis sino de morder y decir mal de quien no conocéis, como gentes desconocidas que no saben qué cosa es respetar a los que son mejores que vosotros”.

Finalmente, tuvo D. Luis otro hijo, D. Francisco, y dos hijas, Dª. Leonor María y Dª. Mencía, que fundaron la ermita de la Concepción, en Vélez Blanco, donde

77. A.H.N., Órdenes Militares. Santiago. Pruebas de don Pedro Fajardo. Exp. 2.820.78. HITA, 194.

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según la tradición están enterradas79. Durante la guerra con los moriscos, los dejó su padre en Vélez Blanco, donde estuvieron en peligro, pues los moriscos que quedaban en la población andaban inquietos y además escaseaba el agua en los aljibes del castillo80.

Y como era hábito de buen tono en los grandes señores de aquel tiempo, tuvo su correspondiente hijo bastardo; D. Luis, que heredó también su ímpetu bélico, pues a los doce o trece años llevaba el estandarte, cuando salió a luchar con los moriscos, y se distinguió por su valor en el combate de Cantoria81. Citan a este D. Luis los genealogistas sin gran exactitud, precisando Válgoma82 que la madre fue Dª. Ana Ruiz de Alarcón, señora de campanillas, y que este D. Luis llegó a Capitán General de la Escuadra del mar Océano, sin otra hazaña conocida que expulsar a los moriscos de Cartagena83.

El Marqués de los Vélez, a pesar de su aspecto feroz y de su vida ostentosa, era un gran sentimental. Perdió pronto a su mujer, y nos dice Pérez de Hita que la había amado “en alto grado, que jamás se quiso tornar a casar”; a lo cual el cro-nista añade este experto comentario: “por cierto, como varón discretísimo y cuerdo”. Perduraba en el Marqués el espíritu caballeresco, tan de aquella hora, tan de su ídolo Carlos V, prematuramente viudo también, y ambos consolados por amores furtivos, de los que nacieron este D. Luis y el gran D. Juan de Austria. Como todo era ostentoso en el Marqués, hasta su pena de viudo, entraba en los combates con “un pendón de damasco rojo” cuyos “fl ecos eran de oro y plata, y el gallardete de dos

79. Nota de la Redacción. En efecto, un reciente estudio documental de nuestro colaborador Pela-yo ALCAINA FERNÁNDEZ, a partir de los testamentos que se guardan en el Archivo General de Simancas, demuestra que las dos hijas del II Marqués, Leonor y Mencía, estuvieron sepultadas en la antigua ermita de la Concepción, junto a la iglesia de San Luis: “Un sueño frustrado: el mayo-razgo velezano de los hijos de D. Luis Fajardo, s. XVI y XVII”, en Revista Velezana, nº 23 (2004), p. 61-66. Sin embargo, las hijas del matrimonio de D. Luis Fajardo y Dª. Leonor de Córdoba que fundaron la ermita fueron Mencía y Francisca, y no Leonor María.

80. “De mis hijas y otras gentes mías que están en Vélez, he recibido cartas, con harto recelo de los enemigos y aún no seguridad de los moriscos del pueblo, y miedo de la poco agua que en aquella fortaleza tienen, que me certifi can no haber para cuatro días, por estar rotos dos aljibes que allí hay.” (Carta del marqués de los Vélez a don Juan de Austria, desde la fortaleza de la Calahorra, 5 de agosto de 1569. A. G. de Simancas. Cámara de Castilla, leg. 2.152, fol. 42).

81. HITA, 45 y 56.82. VÁLGOMA, 191.83. De esta rama bastarda hubo varios varones distinguidos, en la sucesión de los Marqueses de

Espinardo: V. VÁLGOMA. Según TAPIA, 206, además de éste don Luis bastardo, hubo otro don Luis legítimo.

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puntas; antes grande que pequeño; por las orlas unas letras blancas, de plata, que eran unas emes latinas enlazadas con unas eses, también blancas, de plata; las dos letras muy conformes; y en medio de las dos partes llevaba unos penachos blancos, que todo quería decir: Memoria de mis penas”84.

La personalidad del Marqués se completa, tras este otro rasgo quijotesco, con dos más. Uno fue el regalo que hizo a la Reina Isabel de Valois, la tercera mujer de Felipe II, probablemente como ofrenda de boda: “un caballo soberbio, bayo, con la cola y crin negros y los cabos blancos, famoso de la Corte y tasado en diez mil escudos”85.

El otro rasgo de su personalidad fue cierto desdén por la tradición literaria que había sido orgullo de sus antecesores, y especialmente de su padre. Esta actitud, muy propia del hombre de acción de la época, y sobre todo del militar, la defi ne elegantemente Hurtado de Mendoza, califi cando a nuestro Marqués de “hombre preciado de las manos más que de la escritura; o quería darlo a entender, habiendo sido enseñado de letras y estudios”86. Es decir, que tal vez afectaba su rudeza por parecer más fi ero. Uno de los motivos de las diferencias que había entre el Marqués de Mondéjar, que fue su gran rival, y Vélez era el cuidado humanista de aquél y la aspereza de éste; que no coincidían, por cierto, con las alocuciones y cartas que de él se conservan. En realidad, todos los hombres responsables, militares o no, de aquella época escribían bien, tal vez un tanto rudamente, pero con elegancia y con gracia directa, que es preferible al esmeril excesivo de los tiempos acadé-micos ulteriores.

84. HITA, 77-78. TAPIA, 210, nos dice que este pendón, desposeído de las letras profanas, se conserva aún en la iglesia parroquial de Vélez Blanco y se exhibe en la procesión del Santo Cristo de la Yedra.

85. González Amezúa refi ere esta anécdota, pero equivoca que fuera el caballo desde el cual el Marqués alanceaba moros en tierras de las Alpujarras, porque la Reina murió en 1568 y aquella guerra comenzó un año después. (AMÉZUA, Isabel de Valois, II, 2.537. Madrid, 1949.) Al morir Doña Isabel, el bruto fue separado de una venta de los corceles regios para regalárselo, con otros caballos, al Rey Carlos IX de Francia. En las caballerizas reales llamaban al magnífi co caballo “Vélez”, costumbre poco delicada de las grandes casas; por ejemplo, en las cuadras del Comen-dador Requesens había un caballo denominado “Zúñiga” en recuerdo de su padre (MARCH, 163); en tiempo de Felipe IV, en la caballeriza de Palacio hubo otro llamado “Guzmanillo”, laudiendo al Conde-Duque de Olivares (Marañón); y se podrían citar más. El segundo Marqués de los Vélez, por el culto que guardó siempre a Carlos V, y por el que trasladó (aunque con menos calor) a su hijo Felipe II, del cual fue una muestra el espléndido regalo equino, fue siempre grato a este Rey, y se lo demostró cumplidamente, como diremos luego.

86. HURTADO, 113.

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Por no ser fácil de ver en los libros corrientes, copiamos una de las cartas de D. Luis Fajardo, dando cuenta de uno de sus combates en la Alpujarra de que en seguida hablaré. Ostenta el mismo encanto desaliñado y expresivo de los grandes historiadores de esta época, entre ellos Mármol y Pérez de Hita, relatores de las mismas hazañas que aquí se comentan; no de Hurtado de Mendoza, también ad-mirable, pero de estilo más trabajado. La carta, que acaba de completar el carácter del Adelantado y su táctica guerrera, dice así:

“Carta que el Marqués de los Vélez escribió al Presidente de Granada en 5 de febrero de 1569. –Muy ilustre señor: Después de haberme detenido en aquel alojamiento de Félix, 8 días más de los que yo pensaba, por causas que me han forzado a ello, habiendo reformado este campo de gentes que me había faltado, con los despojos de aquel buen suceso y del de Güecija, vine camino de Andarax, porque tuve entendido que quedaba el tercer campo de los enemigos y de mayor pujanza que los otros que habíamos vencido, y aun fue certifi cado que estaba con ellos el tirano malaventurado que llaman Rey de la Alpujarra (Abén Humeya). Llegando a par de Laxa para asentar el campo en el alojamiento que allí tuvimos, por ser aquel día último de enero y ya tarde para poder pasar más adelante, vimos cantidad de enemigos en un lomo de esta Sierra Nevada, cerca de este lugar de Oháñez; y pareciéndome que pues los habíamos visto era bien dejarlos atrás, otro día, víspera de Nuestra Señora, levanté el campo de allí para ir a la vuelta de ellos, que ya estaban en otro sitio de esta Sierra más alto y difi cultoso; y así caminamos, que a mi parecer sería una legua desde el río hasta llegar a ellos, por cuestas muy inhiestas y ásperas, especialmente para cuatrocientos caballos que llevaba, que no sé cómo lo pudieron subir; y habiendo llegado a ellos, hallámosles en el dicho sitio, y creo que confi ados en lo que les favorecía y en su mucho número de gente, la cual la juzgamos por tanta como la nuestra; como la opinión de los más fue que era mayor número que el nuestro, mostraron tanto ánimo y determinación como la pudieran mostrar muy buenos soldados, con sus gaitas y grita acostumbrada y banderas extendidas, y todo en buen orden, y así comenzaron a venir sobre nosotros por la banda izquierda; y acometiéndolos nosotros por todas partes, se trabó una buena cuestión; porque ellos tenían copia de ballestas y arcabuces y otras armas, y sobre todo determinación desesperada, tanto que por nuestra banda derecha dieron tal carga, que comenzaron a causar alguna confusión, que fue necesario que yo lo remediase, largando por aquella parte con muy buenas gentes y tiradores; y al cabo fue Dios servido de favorecernos, y ellos fueron vencidos. Seguimos al alcance más de una legua por estar Sierra arriba, y en algunas partes nunca creo que anduvieron caballos; no sé cómo pudieron andar los míos. Quedaron muertos de ellos, según las más corta opinión, más de 2.200; pero como se alargó y ensanchó tanto el alcance, no se pudieron contar, aunque tuviéramos ociosidad para ello. Tomámosles muchas banderas, y cada día

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Isabel de Valois, tercera mujer de Felipe II, a quien el II marqués de los Vélez regaló un caballo, probablemente como ofrenda de boda.

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Diego Hurtado de Mendoza, cronista de la guerra de Granada, embajador español en Venecia, quien calificó a D. Luis Fajardo como “hombre preciado de las manos más que de la escritura”.

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se hallan y traen del campo donde cayeron, de manera que ya creo que faltan pocas de las que vimos que tenían. Las mujeres y niños que cautivamos son hasta más de 1.700 ánimas, y muy gran cantidad de bagajes y ganado; libertamos al pie de 30 cristianos87 y niños que tenían cautivos; donde fue el levantamiento hallamos que habían degollado el día que nos vieron, antes de nuestra cuestión, otras 73 mujeres, y entre ellas mozas, de gran lástima, y hombres cautivos, pocos, porque la gente de guerra perdió ese cuidado pasándolos a cuchillo, y aun con ellos algunas mujeres, de que me ha pesado, sin embargo, en estas libertades, me dicen que las moras eran las que degollaban a las mujeres cristianas. De los hombres, pocos, que se han tomado, que casi todos han sido hallados en las cuevas de este risco puestos en defensa, ahorcó el Juez de este mi campo, diez ayer, y creo que habrá más algunos días. De nuestra gente quedaron muchos heridos de saetas con yerbas y sin ellas, y de arcabuces y golpes de espadas y alfanjes, y murieron pocos, aunque no dejaron de ser algunos, y dos caballos, y otros están para ellos; y el día siguiente, de Nuestra Señora, se celebró su fi esta, como pudimos en este campo, con nuestras Candelas, como si estuviéramos en Murcia, porque tuvo cuidado de enviármelas desde aquella ciudad, como si estuviera a media legua de ella. El dicho día que peleé con los moros en esta Sierra, tuve contados 5.000 infantes y el mismo número de caballos, y además una compañía de infantería que me alcanzó la noche antes, que pasaban de 200. Habían entre ellos más de 2.000 tiradores, y de éstos los arcabuceros pasaban de 1.200, y el resto de ballesteros, que fueron de gran efecto en la jornada de Félix, y no de poca costa, aunque no espanten tanto como los arcabuceros. La demás gente iba de pica, lanza y alabarda y espada y rodela; y después de llegado a este alojamiento, me han venido compañías de infantería, con lo que creo que este campo pase de 6.000, y también vinieron algunos caballos, pocos, porque en el Reino de Murcia no hay tantos como en el Adelantado de Andalucía, y todo está a mi costa como desde el primer día. Suplico a V.s. me perdone lo largo de esta carta y dé a sí mismo la culpa, porque es la causa de ello, con la merced que me hace, mostrando tanto contentamiento y voluntad de escribir lo que aquí pase; cuya muy Ille. Persona, etc. Fecha en este alojamiento de Oháñez a 5 de febrero 1569”88.

Podría añadirse, todavía, en D. Luis Fajardo, la nota de la religiosidad, llamativa en mayor grado del que, aun siendo grande, solían ostentar casi todos los grandes caballeros de España; tal el organizar en pleno campo de batalla la procesión de

87. En otras versiones, 300.88. Biblioteca Nacional, Ms. 13.040. Publicado en PÉREZ DE HITA, pág. 357, y en LUCAS DE TORRE,

don Diego de Mendoza no fue el autor de “La Guerra de Granada”, en Bol. R. Acad. Historia, 1914, LXV. 392.

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las Candelas, las cuales hizo traer de Murcia con tal fi n para que desfi laran los guerreros en ese día, después del combate89. El carácter de cruzado, tan en la raíz del Capitán, armoniza con este rasgo de piedad, falsa, porque acaecía entre cadáveres de gentes, fi eles o infi eles, pero idénticos hijos de Dios.

La gran aventura del segundo Marqués de los Vélez fue, desde luego, su intervención en esta guerra de los moriscos. Muchos autores modernos no la men-cionan apenas, al hablar de este episodio, aun cuando las crónicas de su tiempo no ahorraron los detalles de la parte que, ciertamente tuvo en la campaña, y su nombre quedó en la penumbra. Y esto se explica porque su gestión fracasó y fue absorbida por la gloria de D. Juan de Austria; más esto no disminuye su interés, antes lo acrecienta para el historiador actual90.

Como dice el gran escritor y diplomático. Hurtado de Mendoza, discípulo también de Pedro Mártir, y, por lo tanto, lleno de buen sentido, fue la de los moriscos “una guerra al parecer tenida en poco, dentro de casa, mas fuera estimada y de gran conyuntura, y que en cuanto duró, tuvo atentos y no sin esperanza los ánimos de príncipes, amigos y enemigos”; “victoria dudosa –añade- y de sucesos tan peligrosa, que alguna vez se tuvo duda si éramos nosotros o los enemigos, a quienes Dios quería castigar; hasta que al fi n de ella, se descubrió que nosotros éramos los amenazados y ellos los castigados”91. Sólo un gran capitán ungido del mito heroico, como D. Juan de Austria, pudo, al fi n, apuntarse el tanto de este triunfo bélico, no político.

El Marqués de los Vélez se echó al campo por uno de los motivos que encen-dían las guerras de entonces: el espíritu aventurero, caballeresco, de exaltación y de cruzada religiosa. Mas no eran sólo estos sentimientos los que desencadenaron tan lamentable guerra. Sus causas fueron muy complejas y, sin tratar de analizar todas para comentar las principales, no tendría interés ni sentido seguir adelante.

Es bastante clara la situación del problema, y creo que exageran los que la suponen ardua y buscan excesivas interpretaciones a lo que sucedió. En general, las acciones de los hombres son más sencillas de lo que se dice, porque, en su esquema, todas se parecen, aun cuando nos separen de ellas bastantes siglos.

89. Véase la carta del Presidente de Granada, en esta misma página. La refi ere también MÁRMOL, libs. V-XXV.

90. Nota de la Redacción. Un excelente trabajo sobre al intervención del noble velezano en el confl icto morisco puede consultarse en el libro de Valeriano SÁNCHEZ RAMOS: El II Marqués de los Vélez y la guerra contra los moriscos, 1568-1571, editado por Revista Velezana en 2002.

91. HURTADO, II.

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¿Quién tenía razón, debemos empezar por preguntarnos, en el gran pleito de los moriscos? Hoy, y a despecho de divagaciones patrióticas o de interpretaciones seudoreligiosas, resulta indudable que, tarde o temprano, hubieron de prevalecer, en una guerra de inconveniencia de dos razas, los más fuertes; y éstos eran los cris-tianos. Es éste un hecho de biología elemental. Lo importante es examinar cómo y porqué pasó de la fase de la tolerancia a la de la incompatibilidad y expulsión, por parte de los vencedores.

Después de la conquista de Granada, y considerada ya como una raza vencida la morisca, es evidente que hubo una predisposición en la Corte –en los Reyes Católicos, en Carlos V y aún en Felipe II- favorable a la benignidad. Empujaban a los Reyes en este sentido tres sentimientos: uno, desde luego, la imposibilidad de cumplir radicalmente la expulsión, porque habían quedado varios millones de moriscos que amaban sus tierras como su legítima patria, aunque estuvieran sometidos a la raza vencedora, pues llevaban siglos enteros de alternar la guerra con la convivencia, estrecha en muchos aspectos, con los cristianos. La segunda tendencia favorable a los moriscos se fundaba en la posibilidad de su conversión a la fe católica, que se planteó desde el primer momento, sostenida por la sincera piedad de los Monarcas, a la que apoyaron prelados misericordiosos, sobre todo el admirable Hernando de Talavera, la gran gloria de la Iglesia en el tiempo de los Reyes Católicos, el santo Obispo que no quería que se matase a nadie por sus ideas o por su religión, “cuyo ejemplo de vida y santidad celebraban los buenos españoles en los que viven hoy algunos de sus milagros”92. Y fue el tercer motivo de desear la paz el interés de los grandes señores, cabildos, órdenes religiosas, a los que los Reyes habían de complacer, los cuales señores querían conservar en sus dominios a los moriscos, muy hábiles en la agricultura y otros ofi cios, excelentes obreros, con los que sus dueños y patronos se solían llevar muy bien.

Es evidente que esta idea última se ha difundido excesivamente y ha dado lugar a una leyenda, en España y fuera de ella, más fuera, interpretada en el falso sentido de que los españoles no supieron nunca ejercer con energía y arte los trabajos agrícola y mecánicos, ni las virtudes del ahorro, de donde la decadencia de la Península después de la expulsión. Caro Baroja hace muy acertados comen-tarios a este supuesto tan extendido93. Ya Menéndez Pelayo escribía: “Los daños materiales el tiempo los cura, y lo que fue páramo seco y desvaído, tornó a ser fértil y amena huerta”94. En las obras de los hombres, ninguna hay, en efecto, que los de-

92. HURTADO, 68.93. CARO BAROJA, Los moriscos del Reino de Granada, capítulo VII, II. Madrid, 1957.94. MENÉNDEZ PELAYO, Het., II, 282.

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más hombres no puedan realizar y perfeccionar; y en esta ocasión, sin duda, otros españoles las realizaron después que se fueron los moriscos; y los que volvieron a África no hicieron, ciertamente, progresar allá la agricultura ni las artes manuales, demostrando lo que había puesto en su trabajo el genio creador de España, que estaba vivo siempre, aunque muchas veces distraído.

Pero un fondo evidente de realidad hubo en esta leyenda. Las levas continuas para las guerras y la emigración a América, no sólo privaron a los campos españo-les, y a muchos ofi cios, de brazos útiles, sino que hizo perder a nuestros hombres el entusiasmo por la artesanía. Es difícil darse cuenta hoy hasta qué punto se hizo austero y fantástico, para bien y para mal, el pueblo español. Es natural que fuera así, sobre todo durante el reinado delirante de Carlos V. España no podía tener músculos ni tensión para nada que fuera sosegada cooperación de los hombres a la rutina de la paz; y no es casual que, a partir de entonces, los ofi cios materiales aparezcan reducidos a las razas peninsulares no capaces para la guerra, es decir, a los moriscos y judíos. Aquellos señores que hacían sus pruebas de hidalguía, equivalente a la entrada al fausto y al poder, a la riqueza, a los buenos matrimonios y a la gloria, eliminando escrupulosamente, en sus alegatos, como si se tratara de una deshonra, todo lo que fuera trabajo material, salvo los de la guerra, ¿cómo iban a dar el ejemplo, en la gente que les rodeaba, de la utilidad de arreglar las cosechas o de vender el pan o de tejer los vestidos? Todos estos ofi cios vitales habían ido quedando, en gran parte, relegados a las otras razas. Y así, en el caso de los moriscos de las Alpujarras, pudo escribir Pérez de Hita: “Finalmente, los moriscos fueron sacados de sus tierras y fuera posible haber sido mejor que no se les sacara, por lo mucho que han perdido Su Majestad y todos sus Reinos”; lo cual comenta así Paula Blanchard-Delmonge: Pérez de Hita “acaba sus comentarios con una refl exión cuya franqueza y exactitud es preciso admirar, sobre todo teniendo en cuenta que tales palabras fueron escritas reinando Felipe II”95.

No es éste el solo testimonio que puede recogerse entre los contemporáneos. En mi libro sobre Antonio Pérez96 he comentado esta protección de que goza-ron los moriscos de Aragón por los grandes señores; y conocido es que algunos, abiertamente, hacían lo que es muy probable que hicieran también, bajo cuer-da, los demás: proteger, fuera como fuera, a los moriscos, incluso a su religión, como ocurrió al Almirante de Aragón, D. Sancho de Cardona, al que condenó la Inquisición por este motivo bajo Felipe II. En la hora misma de la guerra de

95. PÉREZ DE HITA, Guerra civil. Edic. Junta de Ampliación de Estudios, por Paula Blachard-Demonge, Madrid, 1915, páginas XV y 353.

96. MARAÑÓN, Antonio Pérez.

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las Alpujarras, una de las críticas que se hacían en Granada y se transmitían a la Corte contra el Marqués de Mondéjar, era su benevolencia interesada hacia los moriscos97; en lo cual se hubiera limitado, de ser cierto, que probablemente lo fue, a imitar a Carlos V, que obtuvo 80.000 ducados de los moriscos en un momento de apuro para sus gastos de guerra. También al propio Marqués de los Vélez acusaron sus enemigos cuando ya empezaba a decaer su estrella, de blanduras interesadas con el enemigo; y Felipe II, al terminar la guerra, dene-gó una petición del Marqués para conservar los moriscos de su señorío de los Vélez98. Caro Baroja99 ha estudiado muy bien este punto y dice que desde los comienzos de las inquietudes de los moriscos y sus sucesivas represiones, no po-cas veces fue el dinero el que paró estos golpes. Pero es evidente que, aparte de la venalidad de los muchos españoles de infl uencia que hacían una explotación de los moriscos, vendiéndoles su protección, no pocos señores de la nobleza, como el grupo admirable de la tierra granadina, fi el a la buena tradición de Dª. Isabel la Católica y del Arzobispo Hernando de Talavera, sentían, además de la utilidad de los moriscos, una conciencia viva, verdaderamente cristiana, hacia la raza; de lo cual hay innumerables testimonios en los papeles de la época, que es incomprensible cómo olvidan algunos.

A mí me ha parecido siempre importante para contribuir a explicar la indu-dable proclividad del cristiano hacia los moriscos, el incentivo amoroso que las mujeres de esta raza ejercían sobre los españoles. Sería un error menospreciar, por frivolidad o mojigatería, el valor de este punto, que ya he tocado en otra parte100, pues seguramente le tiene, y muy efi caz. La literatura y las leyendas de entonces están llenas de la idea de la singular seducción de las moriscas. Basta recordar a Cervantes, que, a pesar de sus invectivas contra la raza, seguramente muy coaccionadas por la censura ofi cial, era muy sensible al encanto de ellas, tal vez fortalecido en la vida de Argel. Caro Baroja101, refi riéndose a la vuelta del destierro de Ricote, el morisco vecino de Sancho Panza, y su encuentro con éste, dice, muy agudamente, que este episodio “indica unas relaciones peculiares entre las moriscas jóvenes y hermosas y los mancebos cristianos, incluso de alcurnia, insinuándose que debía de haber desde relaciones esporádicas e ilegítimas hasta matrimonios de amor”. En el relato de Sancho Panza, y no se olvide que detrás de él está Cervantes, máximo historiador de su España, se dice que al expatriarse la familia de Ricote,

97. HURTADO, 63; MOREL FATIO, L’Espagne au XVI y XVII siècle, París, 1878. 98. Véase la Carta al Rey, que luego copiaré, nota 172.99 . CARO,18100. MARAÑÓN, Antonio Pérez.101. CARO, 250.

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el morisco, de su pueblo, cuando ocurrió la expulsión, las gentes lloraban, viendo a la hija, hermosísima, “y muchos tuvieron el deseo de salir a quitársela en el camino; pero el miedo de ir contra el mandato del Rey los detuvo. Principalmente se mostró más apasionado D. Pedro Gregorio, aquel mancebo, mayorazgo rico..., que dícese que la quería mucho, y después que ella se partió, nunca más él ha aparecido en nuestro lugar, y todos pensamos que iba detrás de ella para robarla”102. Seguramente pasó lo mismo en otros muchos lugares de España.

Podría hacerse una antología de historias, reales o imaginadas, acerca de este encanto de las moriscas, que se fundaba en la eterna sugestión sexual del exotismo, en la efectiva gracia, en la desenvoltura, en las frecuentes abluciones propias de esta raza y mucho menos frecuentes entre los cristianos, en su afi ción al canto y a la música, que todo junto las colocaba en situación de ventaja atractiva sobre las engoladas, fajadas, empolvadas, menos fragantes y casi siempre severas españolas. De una morisca granadina nos habla Hurtado de Mendoza, viuda, pa-rienta de Abén Humeya, que demuestra lo que digo, juzgando por la delectación sensual de la prosa del viejo Embajador, cuando escribe que era “mujer igualmente hermosa y de linaje, buena gracia, buena razón en cualquier propósito, ataviada con más diligencia que honestidad, diestra en tocar el laúd, cantar, bailar a su manera y a la nuestra, amiga de recoger voluntades y conservarlas”103. Cito estas palabras del gran historiador porque expresan claramente los alicientes que se unían a la belleza de las moriscas, al vestirse “con más diligencia que honestidad”, es decir, con prisa, a costa, intencionadamente, del recato; el ser bailarina y cantora de los dulces y amorosos poemillas que atraían al cristiano tanto como al moro y el gancho para rendir y esclavizar voluntades.

También son muy signifi cativas unas palabras del severo Pedro Aznar104, que pinta a las mujeres moriscas vestidas “con un corpecito de color y una saya sola, de forraje amarillo, verde o azul, andando en todos tiempos ligeras y desembarazadas, con poca ropa, casi en camisa, pero muy peinadas las jóvenes, lavadas y limpias”. El buen Aznar puso, sin darse cuenta, todo el garbo atractivo de la morisca en su descrip-ción; y nos permite adivinar cuáles debieron de ser, ante ella, las reacciones del español seglar y propicio al donjuanismo.

Éstos son sólo ejemplos. Los relatos y cancioneros abundan en esos episodios que demuestran la capacidad seductora de las moras y moriscas. Los autores,

102. Quijote, II, cap. LIV.103. HURTADO, 135.104. P. AZNAR DE CÓRDOBA, Expulsión justifi cada de los moriscos españoles, 6, 112, cap. X.

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Vista general de Granada. En este antiguo de Hoefnagol (1546) la ciudad se encontraba casi igual que en la época de la guerra de las Alpujarras (1568-1570).

Moriscos, según Weiditz

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Bautismo de mujeres moriscas. Detalle del retablo de Bigarny en la capilla Real de Granada. Los bautismos forzados y colectivos en Granada fueron una de las causas de la sublevación morisca.

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cristianos viejos, solían añadir al enamoramiento del español el deseo de ellas de convertirse a nuestra religión, lo cual unas veces sería verdad y otras artimaña para hacer pasar por la censura inquisitorial al amor que no paraba mientes en el rigor teológico, tan vivo entonces, y acaso uno de los acicates de la atracción, que se encabrita con los obstáculos. En el mismo Cervantes hay episodios en los que se disculpa y justifi ca el amor entre cristianos y moriscos con la conversión de la mujer fatal, como ocurrió, al fi n, con la hija de Ricote y D. Pedro Gregorio105.

He insistido en el aspecto pasional de la mezcla de razas, porque no suelen fi gurar, o fi guran sin la importancia que tienen, en los libros. Su realidad la de-muestran, por otra parte, los infi nitos expedientes de pureza de sangre, que existen en los archivos españoles, en los que se testifi ca que el interesado no tenía sangre judaica ni mora (a veces se añade la india), lo que indica que era corrientísima sospecha; y claro es que a la negativa de los que invariablemente deponen en los expedientes, no siempre puede dárseles gran valor.

Otros muchos moriscos regresaron a España; más o menos disfrazados o pro-tegidos; y a este propósito vuelvo a citar el varias veces comentado ejemplo de Ricote, que demuestra no sólo la querencia irresistible con que retornaron muchos de aquellos infelices expatriados, sino, sobre todo, la naturalidad y contento con que los cristianos viejos los recibían. Lo cierto es que, por unas o por otras razones, aún después de la expulsión defi nitiva de los moriscos en tiempo de Felipe III, fueron muchos los que, ya conversos con mayor o menor lealtad, permanecieron en Espa-ña, con los buenos auspicios de los propietarios de tierras, sobre todo en Aragón, en la región levantina, en la Mancha, etc., conservando muchos de sus hábitos; y aún ahora, ya convertidos en cristianos viejos, los que, como los médicos, vemos a las gentes en la intimidad de su alma y de sus ropas interiores, encontramos en esos remotos descendientes de la raza extinguida, rasgos de la psicología, carácter, indumentaria, arte, supersticiones, etc., algunos tan curiosos como tatuajes en la barbilla, que hemos sólido encontrar en mujeres de la Mancha.

Algunos autores se preguntan si, en vista de esos antecedentes, hubiera sido posible, procediendo con benignidad, haber evitado estas guerras, perpetuando la convivencia de los dos pueblos; sobre todo siendo tan patentes, y hoy sancionados con unánime reprobación, los atropellos, errores y deslealtades que realizaron los vencedores y empujaron a los moriscos a la desesperación. La respuesta parece

105. Quijote, II, cap. LXIII; pero hay muchos casos más, y su prototipo es la leyenda de La morisca garrida de Antequera, sobre la que acaba de publicar un precioso ensayo F. LÓPEZ ESTRADA, “La leyenda de la morisca garrida de Antequera en la Poesía y en la Historia”, en Archivo Hispalense. Segunda época, números 88-96, 1958.

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evidente y, desde luego, negativa. La historia actual nos demuestra, en efecto, que mientras las razas sojuzgadas conservan la tradición de su pasado y, desde luego, su religión, y quizá, aunque no la conserven, están siempre en trance de resucitar. Puede durar la sumisión siglos enteros, y durante ellos llegar a extremos de postración e indignidad, que dan la impresión de la muerte étnica. Pero no se sabe cómo, resucitan al fi n. Gómez Moreno dice, refi riéndose a los moriscos, que “en defi nitiva, cuando un pueblo tiene religión, tiene conciencia y fe en sí mismo, que es historia, permanece indomable. Se le sujeta con engaños, con venalidades, envileciéndole a ser posible; más no se le domina. Mientras alienta, el desarraigo es la única fuerza efi caz, y a ella se apeló al fi n”106.

En el caso de los moros españoles, éstos, después de vivir en común durante varios siglos, se creían tan hijos de España como los cristianos. Ricote decía, por boca de Cervantes, a Sancho Panza lo que, sin duda, decían todos los moriscos expulsados de España: “Nacimos en ella y es nuestra patria natural”. Porque los pueblos no se fundan, para opinar, como los diplomáticos y los profesores, en los documentos de las Cancillerías ni en los libros de Historia, sino en la memoria inmemorial que dan varios siglos de generaciones con su fervor de vida, verdadera creadora de la legitimidad de la patria.

Si a esto se unen los errores de unos y otros y, en este caso la pasión religiosa, agudizada en las Alpujarras por el atroz y anticristiano error de los bautizos forza-dos y en masa; exacerbados por la violencia de estas dos razas, tan afi nes en su caracterología, cuando caen en trances pasionales, y ninguno lo era entonces tan profundo como el religioso, se comprenderá que no había solución pacífi ca para el problema. Sería ilusorio y antihistórico el especular sobre lo que hubiera sucedido si ambos pueblos hubiéranse tornado, por arte de magia, en agrupaciones de seres desprovistos de pasión, y sucedió lo que tuvo que suceder, por los pecados de los moros y por los pecados de los cristianos. Las denuncias hechas ante Carlos V por los moriscos principales, algunos ya cristianizados, y el famoso documento de agravios de Núñez Muley, uno de sus jefes, muy ecuánime e inteligente, estaban llenas, hasta el borde de la copa, de las injusticias cometidas con ellos y de la amargura de los agravios recibidos. Un contemporáneo testigo de la guerra, Pérez de Hita, no dudó en escribir que en la sublevación de las Alpujarras, “no tenían los moros la culpa, sino los malos cristianos”107; y podrían recogerse muchos testimonios más. “Toda la razón está de parte del moro”, dice rotundamente un historiador actual y archiespañol, de la autoridad de Gómez Moreno108.

106. HURTADO, XXXIV.107. HITA, 20.

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Pero también los moros respondieron al perjurio y a la crueldad con los mis-mos crímenes, quizá aumentados en el grado de ferocidad. Más en las guerras, y sobre todo en las civiles, no se puede llevar la cuenta del número y el grado de los crímenes; lo atroz era cometerlos y, sobre todo, cometidos, en uno y otro bando, pensando que así servían a su Dios. Entre los cristianos abundaron los escritos como el de Bermúdez de Pedraza, que, en su Historia eclesiástica, hizo un relato detalladísimo y edifi cante de las personas asesinadas por los moriscos y de sus martirios; y en los mismos libros de los grandes historiadores cristianos –Hurtado de Mendoza, Mármol, Pérez de Hita- se refi eren hechos, varios de los cuales comentaremos, que demuestran una saña de los españoles no inferior en refi namiento y en número de atropello y muertes a los cometidos por el otro bando.

Lo que sí es cierto es que los moriscos redoblaron lo que no podía perdonar la Monarquía española, es decir, la alianza y ayuda con los turcos y africanos, que se les prestaron de muy buen grado; y después, perdida la guerra de Granada, con los franceses109. Es probable que, como ahora se exageran las ayudas furtivas de los extranjeros, se exageraran entonces las de las potencias antiespañolas, porque es treta utilizada en todas partes y climas para justifi car las decisiones bélicas y políticas. Pero muchas de estas intromisiones extrañas, proyectadas o cumplidas, fueron indudables y contribuyeron a justifi car la defi nitiva expulsión de los mo-riscos en tiempo de Felipe III. Y acaso se tardó excesivamente por lo que atañe a Felipe II, porque formaba parte de principios heredados de su abuela y de su padre, que llegaron sólo como un eco al débil y anodino ánimo de Felipe III, el cual dejó hacer a sus consejeros, en su gran mayoría eclesiásticos.

La expulsión de los moriscos fue, pues, una medida de razón de Estado y, en menor medida, religiosa. Pero no inteligentemente aplicada y resuelta, pues si bien es cierto que se basó en una victoria militar y que una de las características de estas victorias es la falta de tacto con que se administran, esta vez la torpeza fue tan grande, desde el punto de vista moral y técnico, que sobrepasa a toda ponderación. Estos mismos errores provocaron y enconaron la sublevación de los moriscos en tiempos de Felipe II. Ya he aludido a los previos agravios e informalidades con que los españoles agobiaron a la población morisca, sobre todo los bautizos forzados y colectivos, por ser agravios a lo más sagrado del alma de los vencidos, propicios para el fermento irreparable del odio. Algunos escritores contemporáneos protesta-ron de esto, arrostrando valerosamente la fi ebre patriótica, la censura y el extravío

108. HURTADO, XIII.109. Véase Antonio Pérez.

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de las autoridades eclesiásticas, y también protestaron graves autoridades de los siglos siguientes, y no los “historiadores progresistas”, sino el mismo y leal Menéndez Pelayo, el cual, a vuelta de excusas para Felipe II, dice: “Lo que no se cura, lo que no tiene remedio, es el odio de razas; lo que siempre deja larga y sangrienta reata, son crímenes como los de los agermanados” de Valencia, idénticos a los que se cometieron con moriscos, que asesinaron para robarlos después de bautizarlos en masa110.

Parece seguro que el cambio de la piadosa actitud de Isabel la Católica frente a los moriscos fue debido al Cardenal Cisneros, insigne en la ciencia y en la disci-plina eclesiástica, cuyo nimbo de gloria política se nos aparece hoy muy empañado por su dureza bélica, rigurosamente anticristiana. Lorenzo de Padilla111, contempo-ráneo suyo, nos cuenta que los moriscos del Albaicín dijeron a Fray Hernando de Talavera y al Conde de Tendilla que “se tornarían cristianos y harían todo lo que el Arzobispo (Hernando de Talavera) y el Conde (de Tendilla) mandasen, con tal que el Arzobispo de Toledo (Cisneros) saliera de Granada”; y el mismo autor recuerda esta penetrante defi nición de Hurtado de Mendoza después de describir las constan-tes idas y venidas de Cisneros, en combate con los infi eles: “hombre de condición armígera y desasosegado”112. Hace poco he clamado contra lo que tuvo de impía la actividad bélica del gran fundador de la Universidad de Alcalá113. Pero hubo otras muchas gentes con aliento igualmente armígero y desasosegado, que llevaron a término la lucha contra los moriscos. En general, fue el partido eclesiástico, con los jueces, que eran casi todos eclesiásticos también, los que mantuvieron la actitud radical contra los moriscos. En la guerra de las Alpujarras, tal vez la cabeza del movimiento estuvo en el Presidente de Castilla y Obispo de Sigüenza, Cardenal Espinosa, personaje de gran infl uencia con el Monarca hasta que la perdió, por su equívoca conducta en el asunto del asesinato de Escobedo. Sin duda, acierta Gómez Moreno al acusarle de “causante de la guerra con su intemperancia”114. Con él colaboró, en la misma medida de rigor, el presidente de la Audiencia de Gra-nada, D. Pedro Deza. El Marqués de Mondéjar les llamaba “los dos bonetes”115. Los

110. MENÉNDEZ PELAYO, II, 282.111. CARO, 14.112. HURTADO, 101.113. MARAÑÓN, Contestación al discurso de don José López de Toro en la Academia de la Histo-

ria.114. HURTADO, XI.115. Era un mote, por lo visto, general. Bermúdez de Pedraza, cuando triunfó el bando de la violencia,

decía orgullosamente: “Pudieron más dos bonetes, de los presidentes de Castilla y de Granada, que los discursos de los Consejos de Estado y de Guerra.” (BERMÚDEZ DE PEDRAZA, Historia eclesiástica, f. 240 v.)

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“Parece seguro que el cambio de la piadosa actitud de Isabel la Católica frente a los moriscos fue debida al Cardenal Cisneros, insigne en la ciencia y en la disciplina eclesiástica, cuyo nimbo de gloria se nos aparece hoy muy empañado por su dureza bélica, rigurosamente anticristiana”. Fresco de Francisco Jiménez de Cisneros, cardenal-arzobispo de Toledo, según un fresco de Juan de Borgoña en la sala capitular de la Catedral de Toledo.

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Durante el reinado de Carlos V y el de sus antecesores se dieron dos tendencias en el problema morisco: un criterio benévolo que preconizaba la magnanimidad y la paciencia en la cristianización, frente a la intolerancia de sus costumbres, el rigor en los preceptos cristianos y el radicalismo en su conversión. Grabado de Cornelius Vischer en la Biblioteca Nacional, Madrid.

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eclesiásticos no sólo contribuyeron con su propaganda al rigor bélico, sino que, como tantas veces ha ocurrido, por desgracia, en nuestra Historia, tomaron parte directamente en la contienda. Van der Hammen refi ere, por ejemplo, que en un combate entre Órgiva (sic) y Salobreña, se vieron los cristianos en peligro porque los soldados no querían combatir; y hubo de dar la cara y resolver la situación, espada en mano, D. Lorenzo de Ávila, que estaba herido en una pierna, “ayudado de 8 frailes y 4 jesuitas”116. Cita Gómez Moreno otras hazañas bélicas de clérigos, entre ellos uno que “peleó de tal suerte que se podría escribir: él solo mató cuatro moros; matáronle dos caballos y un jinete”117. Resume así, el canónigo de Granada, D. F. Ber-múdez de Pedraza, este aspecto de la lucha: “La avaricia de los jueces, la insolencia de sus ministros, traían desabridos a los moriscos, a los que hacían muchos agravios so color de ejecutar pragmáticas. Y los mismos eclesiásticos no eran de mejor condición; con lo que los moriscos acabaron de perder la devoción de nuestra religión, y la paciencia al remedio”. No se olvide que este eclesiástico, granadino, era muy partidario de la expulsión y casi rigurosamente contemporáneo118.

Se dibujaron, pues, dos tendencias en el problema de los moriscos: una repre-sentada por el criterio benévolo que preconizaba la convivencia, con magnanimidad y paciencia para la obra de la conversión. Estaba formado este partido por dos núcleos, que eran los grandes señores y un grupo de inteligentes y piadosos ecle-siásticos. Los grandes señores, terratenientes después de la Conquista, no obedecían sólo, como se ha dicho, a la conservación de agricultores excelentes, al egoísmo, sino al ejemplo de los Reyes Católicos y del Emperador, y aún, seguramente, a una secreta simpatía con los moros, creada por la convivencia secular y compati-ble con el ejercicio, cuando se terciaba, de la guerra civil, que menudeaba entre moros y entre cristianos. Parece mentira que no se haya observado y comentado la existencia de este sentimiento cordial, velado, pero evidente en tantos y tantos españoles cristianos, y en los grandes historiadores de la Alpujarra, llegando hasta los granadinos de hoy, representados por mente tan sabia y ortodoxa como Gómez Moreno. El segundo grupo de los tolerantes lo formaban los buenos sacerdotes, los que con Hernando de Talavera y otros muchos, seguían, en verdad, a Cristo.

Frente a esta tendencia generosa y cristiana, estaba la de los iracundos, cuya actitud pudiéramos localizar en Cisneros y sus afi nes, por la de los “dos bonetes”, Espinosa y Deza, y sus seguidores, clérigos, frailes y jueces.

116. HAMMEN, 160.117. Tomado de las Cartas de jesuitas; edición de HURTADO, 287.118. BERMÚDEZ DE PEDRAZA, Historia eclesiástica. Principio y progreso de la religión católica de

Granada, Granada, 1638.

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¿Qué pensaba Felipe II, presionado por estos dos grupos que iban acentuan-do, en torno a él, cada vez más sus pasiones? Es difícil saberlo a través de sus decisiones, con frecuencia ambivalentes; así lo fueron también durante la tragedia morisca. Desde sus años de Príncipe conocía por su padre la gravedad de este gran pleito que, tras el fulgor de la Reconquista, había quedado como resuelto, y pronto se vio que no lo estaba, pues las algaradas sangrientas de los moriscos, como las del Albaicín, en 1501, y sus ulteriores rebeldías y violencias, más o menos provocadas, demostraron que la pacifi cación era mucho más difícil que el vencimiento. En las primeras Cortes que Felipe II celebró en Castilla, al volver de los Países Bajos (1550-1560), urgieron los procuradores la convivencia de abordar con energía la solución del pelito morisco. Pero no se logró nada sustancial. Las bandas de guerrilleros o monfíes, a favor de la fragosidad de las Alpujarras, mantenían vivo el fermento de la rebeldía, de modo muy semejante a lo que hoy mismo ocurre en el África dominada por los europeos. Y en 1566, un consejo dedicado a estos confl ictos, al que asistieron todos los personajes importantes por su autoridad, entre ellos el Duque de Alba (y lo cito porque seguramente infl uyó en lo que pasó después), apretó el rigor de la Pragmática relativamente suave que había dado Carlos V en 1526. La dio en plena luna de miel con Isabel de Portugal, rodeado del hechizo granadino, en circunstancias, pues, propicias a la generosidad, fl or la más genuina del amor; y este encanto le duró toda la vida.

En Felipe II era normal, dado su carácter tradicionalista y a la vez tímido, que conservara, por una parte, los criterios benévolos de sus antecesores la Reina Ca-tólica y el Emperador; y que, por otra parte, fl uctuase con arreglo a las sugestiones rigurosas de sus consejeros, que coincidían con su puritanismo religioso; y con las razones del grupo de los nobles de Granada. Entre las muchas referencias que pue-den ilustrarnos en este sentido, citaré las palabras de Pérez de Hita, que, al relatar el comienzo de la sublevación, nos dice: “El Marqués (de Mondéjar) y el Presidente (de la Audiencia) escribieron a Su Majestad lo que pasaba, y queriéndolos remediar Su Majes-tad, no dejando moro con vida, con asolamiento del reino, muchos de los Grandes le fueron a la mano diciéndole que no era aquel ruido tanto como lo hacía (tanto como sonaba); que no eran sino unos monfíes que andaban tanteando por los lugares de las Alpujarras y que éstos serían fácilmente presos y hecha justicia en ellos, y que luego sería todo apaciguado; y los caballeros que a Su Majestad informaron de esto eran muchos, que en la Alpujarra y en el Reino de Granada tenían lugares suyos, y porque no fuesen sus lugares y vasallos destruidos, informaban con siniestra119 relación a Su Majestad. El cual, entendiendo que ello era así, amainó de su propósito, enviando al Marqués de Mondéjar para que hablase a los moros lo mejor que pudiese”120. Se ve, pues, que Mondéjar, que representaba a los

119. Siniestra quiere decir aquí disimulada, cautelosa.

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nobles, convenció al Monarca, en principio dispuesto a llevar a sangre y fuego el castigo, que intentara caminos de benignidad. No fue, sin embargo, defi nitivo este criterio, porque otras infl uencias hubieron de sobreponerse y torcieron de nuevo hacia el rigor el ánimo del Rey. Nada de este reinado puede comprenderse bien si no se tiene en cuenta la timidez e indecisión del carácter de Felipe II, que la majestad, entonces mítica, y la propaganda convirtieron en prudencia.

En esto se produjo el alzamiento de los moriscos, casi previsto, el 23 de di-ciembre de 1568, en la misma Granada, con rápido eco en los bandos de monfíes, que arbitraron, si ya no lo tenían dispuesto, el auxilio de turcos y berberiscos, concedido siempre de buen grado. La guerra de las Alpujarras había comenzado, con su rey Abén Humeya, y aunque apenas duró dos años, pues terminó con el asesinato de su sucesor Abén Aboo, en 15 de marzo de 1571, fue complicadísima. No voy a relatar sus incidentes bélicos, que han tenido cronistas de excepcional categoría histórica y literaria, sino sólo a comentar, lo más brevemente que pueda, los resortes políticos que movieron el proceso.

Era Capitán general del Reino de Granada y de la Alcazaba de la Alhambra, D. Íñigo López de Mendoza, tercer Marqués de Mondéjar, de ilustre familia granadina, buen militar, “hombre de prudencia en negocios graves, de ánimo fi rme y seguro, con experiencia de reencuentros y batallas grandes y lugares defendidos contra los moros”. Estos elogios son de su tío, el gran historiador Hurtado de Mendoza121, pero el parentesco no le cegaba, pues fue, en efecto, uno de los buenos capitanes del tiempo del Emperador, al que acompañó en muchas de sus empresas, incluida la de Argel; y, además, fue culto, buen escritor, y altanero, más generoso en su trato, completando así las nobles cualidades comunes a aquella generación imperial y particularmente marcadas en todos los Mendoza. El Marqués vino de Madrid, donde estaba accidentalmente al ocurrir el alzamiento, y, con toda diligencia, aprestaron él y su hijo, el Conde de Ureña, un ejército de 20.000 hombres, que actuó con tanta efi cacia, que el 3 de enero (1569) se ponía en marcha hacia las Alpujarras, y dos semanas después, el 19 de enero, Mondéjar daba por tranquili-zado al país, sustituyendo la acción de las armas con las negociaciones. No acertó en el pronóstico, acaso por culpas ajenas, si bien es cierto que esta primera parte de la campaña fue muy brillante.

Pero he aquí que el 6 de enero122, es decir, tres días después al del comienzo de la expedición de Mondéjar, nuestro D. Luis Fajardo, segundo Marqués de los

120. HITA, 23.121. HURTADO, 8.122. Casi todos los libros dan la fecha del día 4, pero Pérez de Hita, muy puntualmente informado,

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Vélez, salía al frente de un ejército, desde su castillo de Vélez Blanco, para bajar por el lado de Almería y Almanzora, con el designio de amenazar a los moriscos de la Alpujarra y, además, “saquear y enriquecer a la gente”123, que, por lo menos a la gente, le interesaba más que los problemas religiosos y nacionales. Las fuerzas de Vélez eran 2.000 infantes, 300 caballos “y seis piezas de artillería manejables”124; a estas fuerzas se unieron luego las que envió la ciudad de Murcia. El atlético Adelantado, tras los años de inacción, respiraba euforia y proclamaba “que en el tiempo que siguió las imperiales banderas de su señor el Emperador, no había visto tan lúcida gente”125.

No creo que se haya llamado sufi cientemente la atención sobre esta ines-perada colaboración bélica del Marqués. Hurtado de Mendoza126 dice que fue ordenada por cartas del Presidente (Deza)127. Pero es extraño que en tan poco tiempo organizase el Marqués tan lúcida comitiva guerrera, y que esto ocurriese en los mismos días en que el Capitán general de Granada ponía en marcha su ejército, por decirlo así, ofi cial. Y, desde luego, algunos criticaron ásperamente a Vélez “por su entrada en el Reino de Granada sin orden de Su Majestad”128. El prin-cipal crítico fue Luis Quijada, el fi el servidor, hasta su muerte, de Carlos V, y lo probable es, como ahora veremos, que la censura, encubierta, fuera dirigida al Rey, que lo consentía y acaso lo había tramado, Felipe II, cuando se preparaba el asalto de Galera por D. Juan de Austria, al fi nal de la guerra de las Alpujarras, declaró expresamente “que no era su voluntad que fueran caballeros sin licencia para servir en aquella empresa”129. Por lo tanto, los que fueron, como Vélez, al principio de la guerra, era con el regio permiso.

Lo más probable es que todo estuviera preparado para la actuación de Vélez, que era persona grata al grupo de los jueces y clérigos intervencionistas; y que la carta de invitación a la lucha, de Deza, fuera una pura fórmula; que debió de molestar a Mondéjar, Capitán general de Granada. También intervino, sin duda, en la conjura el Duque de cuya exorbitante y signifi cativa opinión sobre las

dice que fue el día de Reyes (HITA, 6).123. HURTADO, 53.124. Relación muy verdadera sacada de una carta, etc. Biblioteca Nacional.125. HITA, 42.126. HURTADO, 36.127. La relación de la Biblioteca Nacional añade que a los avisos del Presidente Deza se unieron las

cartas del Licenciado Molina de Mosquera, Alcaide de Chancillería, que estaba en la Calahorra, y de don Diego de Castilla, señor de Hornudades.

128. MÁRMOL, fol. 66 v.129. HURTADO, 162.

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virtudes militares de Vélez hablaremos después. Y es probable que se urdiera la intervención de Fajardo en los conciliábulos de Madrid, en 1566, ya aludidos, a los que Alba asistió.

Mas lo importante es la intervención del Rey, que parece indudable. Felipe II tardaba en decidirse o no se decidía, pero se enteraba de todo casi con maniática prolijidad.

¡Y en esta ocasión se enteró y se decidió! Cuando Vélez se dispuso a partir al frente de su ejército, lo participó a Murcia, y la ciudad pidió instrucciones al Monarca, y éste, tan premioso habitualmente contestó al punto, ordenando que ayudase a su Adelantado, el cual, a los pocos días, tenía ya organizado su ejército, como hemos dicho, con tres capitanes, dos de Infantería y uno de Caballería, “y mucha y muy gallarda gente, toda bien armada”130.

Esta rapidez denuncia, sin duda, la previa trama y la colaboración regia, como vamos a probar. Una de las cartas de los Jesuitas, generalmente tan bien informados, puntualiza que el aviso del Presidente (Deza) y los inquisidores a Vélez no era para que éste se echase al campo, “sino para comunicar con él ciertas cosas que deseaban de esta fortuna y del general que tenemos (Vélez); y, habiéndoles respondido el Marqués que él estaría a punto para cuando Su Majestad mandase y que siendo menester lo haría, parece que, pues ahora salió, fue porque tuvo mandado de Su Majestad”131. Y aún es más explícita la afi rmación de Ven der Hammen, que en su libro apologético sobre Felipe II, alabado por Quevedo y Tamayo de Vargas, hecho ya con los datos recogidos por la tradición, dice: “El Rey, porque el de Mondéjar no fuese solo en el cargo, ni en los sucesos de la guerra, escribió a D. Luis Fajardo, Marqués de los Vélez y Adelantado del Reino de Murcia, pidiéndole se previniese para acometer a los del río de Almería rebelados, para asegurar a Cartagena y cerrar el paso de Valencia donde los moros vivían inquietos. El Marqués dijo (que lo) ejecutaría, y en tanto que venía, llamó a la gente de las ciudades y valles de su distrito, que con gusto y brevedad acudió, porque la codicia de robar, para enriquecer, incitó y aún forzó de (tal) manera a los pueblos a tomar las armas, que al Rey y reino les hubiera estado bien no haberse levantado los de aquella Provincia ni venido a ella gente común y concejil, pues para robar hicieron la milicia estragada y sangrienta, con desastres y muertes, y algunas veces viles, por no soltar la presa; y satisfechos de infa-mia, cuerpos de guardia, difi cultad y peligros en el camino”132. Una vez más aparece

130. HITA, 42.131. Academia de la Historia, Jesuitas, t. 188, pág. 236; citado por Moreno; Hurtado, 272.132. HAMMEN, fol. 16.

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en estas palabras el testimonio de la anarquía y de la falta de disciplina militar en los españoles de aquella época, ya tan lejana de la gloria imperial; pero nos interesa, sobre todo, la afi rmación de que fue el propio Rey el que puso a Vélez sobre las armas.

El error de esta táctica característica de Felipe II era patente, pues la intro-misión disimulada de Vélez en la campaña, como ya lo había censurado con escándalo el veterano Quijada, tenía el aire de una inquisición sobre la conducta de Mondéjar con mengua de su autoridad, sobre todo teniendo en cuenta que ya desde el tiempo de los padres hubo entre los dos marqueses “diferencias y alon-gamientos de voluntad”133. Los resultados fueron desastrosos, porque sin capitanes con autoridad nada podía ir bien, sobre todo si, como ocurrió, la soldadesca había perdido los nobles ideales, nacionales y religiosos, de los reinados precedentes. Sal-vo un pequeño número de caballeros y de viejos soldados, los ejércitos cristianos fueron “levantados sin pagas, sin el son de las cajas, con el robo por sueldo y la codicia por superior”134. Con frecuencia surgen en los papeles contemporáneos relatos como el citado del combate de las Albuñuelas, donde unos jefes murieron “por estar ocupada la infantería quemando y robando”. “Comunicábase –dice Hurtado, que lo vio- el miedo de unos a otros que como sea el vicio más perjudicial en la guerra, así es el más contagioso; no se repartían las presas en común; era de cada uno lo que tomaba, y como tal lo guardaba; huían con ello, sin unión ni correspondencia; dejábanse matar abrazados o cargados con el robo; y donde no le esperaban o no salían (a combatir) o en saliendo tornaban a casa”; “y los capitanes, algunos cansados de mandar, reprender, castigar y sufrir a los soldados, se daban a la misma costumbre”135. Unos arcabuceros amotinados en el campo del Marqués de los Vélez, que quiso detenerlos, y le dieron un arcabuzazo en la mano y en el costado, grave, del que quedó manco136. Eran los soldados “los mayores ladrones del mundo, desolladores y robadores, que no llevaban más pensamiento sino cómo habían de robar y matar y saquear los pueblos de los moriscos que estaban sosegados”137. Y desde luego en estos lamentables relativos, abundan los de las presas de esclavos y esclavas y niños, que se apropiaban y vendían, cuando no los mataban.

Claro que “algunos hombres hubo, entre los que vinieron enviados por las ciudades, a quienes la vergüenza y la hidalguía era freno”138. Pero en abrumadora mayoría pre-

133. HURTADO, 36.134. HURTADO, 70.135. HURTADO, 148.136. HURTADO, 123.137. HITA, 39.138. HURTADO, 149.

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Itinerario seguido por D. Luis Fajardo de la Cueva, II marqués de los Vélez, en su Iº campaña contra los moriscos durante el mes de enero de 1569. Reproducción extraída del libro de Valeriano Sánchez Ramos, El IIº marqués de los Vélez y la guerra contra los moriscos, 1568-1571 (Revista Velezana, CVEH, 2002).

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Supuesto retrato de D. Luis Quijada, consejero y asesor del infante D. Juan de Austria en la guerra de Granada. Cuadro expuesto en el Palacio Real con motivo del V Centenario de Carlos V.

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dominó la corrupción vergonzosa, la cobardía de las gentes rurales, la ausencia del sentido de la responsabilidad militar y el no menor olvido, no nos cansaremos de decirlo, de la más elementales virtudes evangélicas. La decadencia austriaca estaba ya en completa y desdichada evolución, bajo la capa, todavía de la grandeza inigualada de sus comienzos; y el historiador tiene el deber de insistir sobre estos magnos errores que aniquilaron una nación que fue grande, pero que pudo ser maravillosa durante varios siglos.

El Marqués de los Vélez, así impuesto por una intriga, combatió al principio con la gran brillantez aparatosa y entusiasta propia del ímpetu caballeresco de la época imperial. Están muy circunstancialmente relatados estos primeros pasos en la citada Relación139, rigurosamente contemporánea, de la Biblioteca Nacional de Madrid. Esta primera batalla de Felix, en enero-febrero de 1569, fue muy brillante. Hurtado de Mendoza, más propicio a alabar a su pariente Mondéjar que a Vélez, reconoce noblemente que el jefe murciano “rompió a los moriscos, a pesar del áspero terreno, no sin trabajo y como buen caballero”140. Pero desde las primeras jornadas la guerra de cruzado a que Vélez aspiraba se frustró por la anarquía que había de dar carácter tan siniestro a esta contienda. Los moros asesinaron a varios frailes agustinos, a los que quemaron vivos, en balsas de aceite hirviendo, horrible crueldad, en la que bárbaramente vengaban los bautismos forzados y colectivos. Y no acabaron aquí los crímenes. Las soldadesca, enfurecida ante estos horrores, “se derramó demasiadamente, sin poder el Marqués excusar”141; y tuvo que retirarse y llevar las moriscas a sus tierras para que estuvieran seguras; lo cual fue visto con malos ojos por la tropa, que dio el grito de “¡Santiago, y a ellos!” por su cuenta, y cometió espantosas crueldades, sobre todo el escuadrón de Lorca, que “con furia infernal”, degolló “más de 600 personas entre hombres, mujeres y niños; desde un año hasta diez, más de 2.000”. Pérez de Hita, que lo presenció, vio, expirando, a una mora con sus seis hijos degollados y otro de pecho, que seguía mamando envuelto en sangre; el gran soldado le salvó y llevó a casa de unas santas mujeres; y no fue él solo, pues “muchos soldados hubo nobles y de noble condición y misericordiosos que ampararon a muchas mujeres”.

139. “Relación muy verdadera sacada de una carta que vino al Ilustre Cabildo y regimiento de esta Ciudad (de Toledo), Capitán general del Reino de Murcia, con los moriscos rebelados, de muchas victorias y reencuentros que con ellos ha habido en el Alpujarra y en la Sierra. Desde el primer alzamiento hasta hoy, nueve de enero de este año de 1569.” A la cabeza, un grabado grande con el escudo imperial y el lema “Carolus V, Imperator Hispaniae Rex”. Al pie: “Impreso en Toledo, en Casa de Miguel Ferrer. Año de 1569.” Dos pliegos de letra gótica. Biblioteca Nacional, Mss. T. 1.317, fols. 402-403. Debo una fotocopia de este manuscrito a mi culto amigo don Antonio Pérez Gómez, de Cieza.

140. HURTADO, 68.141. Relación...

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A pesar de representar Vélez el partido iracundo, frente al templado de Mon-déjar, era, dentro de la dureza de su tiempo, de la misma noble condición que aquél, “y lleno de mortal ira, bramaba como un león por tal desconcierto, y dando grandes voces, con grande furia, picó a su corcel Vayarte de tal suerte que un rayo parecía por do pasaba, haciendo temblar la tierra”. Quiso ahorcar a los culpables, pero se opuso el tercio de Lorca, y Vélez hubo de ceder, con anuencia del Rey. Sólo se consiguió que los capitanes no se repartieran a las moras, que quedaron protegidas por el Adelantado142. En esto paró la lucida cabalgata bélica que salió del castillo del Marqués, y aquí empezó el desprestigio de éste, desobedecido por sus soldados y desautorizado por el caótico mando supremo.

Los dos jefes marqueses, Mondéjar y Vélez, fracasaron, pues, rápida y para-lelamente en los tres primeros meses de la campaña; y con este fracaso se afi rmó la efi cacia de los moriscos, que, aunque con menos medios militares, tenían un patriotismo ardiente, más unión, adaptación más fácil al abrupto terreno y una ayuda que no puede fi jarse, pero que, sin duda, era considerable, de turcos y berberiscos; porque, como decía Hurtado de Mendoza, España, enzarzada en sus aventuras europeas y ultramarinas, prácticamente no tenía barcos en sus costas del Sur para evitar los desembarcos. Una carta del mismo gran historiador al Cardenal Espinosa decía esta dura verdad, que no pudo estampar en su libro, a pesar de guardarlo inédito: “Las profecías han comenzado a cumplirse, porque los moros van cada día mostrándose más soldados y los cristianos menos”143.

En Granada y en la Corte, los altos personajes, divididos, culpaban unos al Marqués de Mondéjar y otros al de los Vélez; y sobre el Rey llovían anónimos acu-satorios para ambos. Era el más atacado el de Mondéjar, y al que con más facilidad aceptaban, la opinión y los jueces, los cargos que se le hacían. Venían estos cargos del partido clerical, y éste era particularmente escuchado por los regios oídos.

Felipe II, en esta apurada situación, adoptó una de sus habituales actitudes ambiguas: repartir el mando entre Vélez, que dirigiría la guerra en los ríos Almería y Almanzora y en las tierras de Baza y de Guadix; y Mondéjar, que mandaría en el resto del Reino de Granada. Y para poner de acuerdo a ambos jefes, nom-bró, como supremo capitán, en marzo de 1569144, a D. Juan de Austria, que en

142. HITA, 76 y sigs.143. Carta de Hurtado de Mendoza al Cardenal Espinosa. Granada, 16 de mayo de 1569. A

GONZÁLEZ PALENCIA y G. MALE, Vida y obras de don Diego de Mendoza, III, 449, Madrid, 1943.

144. En abril, según HERRERA, I, 358.

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Itinerario seguido por D. Luis Fajardo de la Cueva, II marqués de los Vélez, en la IIIª campaña contra los moriscos entre julio de 1569 y enero del año siguiente. Reproducción extraída del libro de Valeriano Sánchez Ramos, El IIº marqués de los Vélez y la guerra contra los moriscos, 1568-1571 (Revista Velezana, CVEH, 2002).

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Don Juan de Austria, hermanastro de l monarca Felipe II, llegaba a Granada en abril de 1569 para participar en la guerra contra los moriscos. En enero de 1750 acude a Huéscar, para reemplazar a D. Luis Fajardo, quien, pesaroso y dolido, se retira a su castillo de Vélez Blanco.

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el albor de su popularidad venía siendo propugnado, desde los comienzos de la guerra, como adalid por muchos elementos de la Corte y por el ambiente popular.

Las gestes sagaces y experimentadas comprendieron que esto no reme-diaba nada, y aun sospecharon que, en realidad, lo que pretendía el Monarca con el nombramiento de D. Juan era “descomponer al uno y al otro” (a Mondéjar y a Vélez), cierto de que ninguno de los dos se tendría por agraviado, “pues la autoridad y nombre de D. Juan acallaría todas las rivalidades”145. En lo cual los au-geres acertaron a medias, porque ambos Marqueses mantuvieron una actitud resentida frente a D. Juan. Mondéjar, especialmente, en sus memoriales al Rey, no elude sus críticas, con una libertad que sería inverosímil hoy en países con gobiernos absolutos.

Es curioso anotar que este recelo inicial ante la naciente gloria y la seducción del Príncipe bastardo fue compartida por no pocos de los antiguos servidores y capitanes de Carlos V, y también, seguramente, por el Rey, su hermanastro, en parte porque a la cautela de D. Felipe, no le gustaba comprometerse en reputa-ciones apasionadas y no hijas de una larga experiencia; y también, con un sentido de subsconsciente malestar de su puritanismo, compatible con el amor, al ver reproducidas las glorias y la arrebatadora simpatía de su padre, que fue para él un ídolo, en el hijo ilegítimo, fruto del pecado; al que, por eso, concedió todos sus cargos y honores, obligado por las circunstancias, pero le dejó morir sin concederle el tratamiento de Alteza. En la entrada en Granada, Hurtado de Mendoza dice que el pueblo, enardecido, “se extendía a llamarle Alteza, no embargante que hubiere orden del Rey para que sus ministros le llamaran Excelencia y el que no se consintiese llamar de sus criados otro título”146. Duró esta signifi cativa obstinación del Monarca para no dar a D. Juan tratamiento real hasta la muerte de éste, sin que le moviese a concederle la merced la victoria de Lepanto, que elevó hasta una altura mítica el prestigio y la popularidad de D. Juan147. Estos hechos documentados, y no hablillas de los historiadores adversos, pintan fi rmemente uno de los rasgos típicos, y poco gratos, de la psicología del gran Rey: la falta de generosidad.

Don Juan, pese a todas las órdenes, fue recibido en Granada con solemnidad y entusiasmo delirante por parte del pueblo y de los soldados. “¿Éste sí que es el hijo del Emperador!”, gritaban; y en un romance de entonces se decía: ”El hijo de

145. HURTADO, 73.146. HURTADO, 85.147. Véase mi Antonio Pérez.

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Carlos V, se salía de Granada...”, el hijo de Carlos V, y no el hermano del Rey, lo cual era para éste un dolor en lo más íntimo de su persona regia.

Pero D. Juan no podía resolver nada decisivo, a pesar de su prestigio, haciendo vida de cortesano en Granada, mientras los dos grandes veteranos, se batían en las Alpujarras, con ejércitos indisciplinados; y entre sí poco amigos, y poco amigos también de D. Juan. Los partidarios de éste no consideraban ni efi caz ni digno del Príncipe que éste estuviera en Granada como un fi gurón, y arreciaron los ataques a uno y otro Marqués, y con ello se acentuó el desorden en los ejércitos, la falta de vituallas, la indisciplina y los desmanes de la tropa. Por lo que el Príncipe, al fi n, se quejó a Felipe II: “Cargó –nos dice Mendoza- D. Juan la mano con el Rey, como agraviado de que le hubiese mandado venir a Granada, en tiempo en que estaban todos los demás ocupados, teniéndole a él ocioso, que era al que menos convenía holgar; mostrábale deseo de emplear su persona, como hijo y hermano de tan grandes príncipes, en cuya casa habían entrado tantas victorias”148.

El Monarca decidió entonces, acertadamente, pero tarde, como siempre le ocurría, en la primavera de 1569, eliminar a los dos Marqueses y dejar el mando único a D. Juan, esta vez efectivo, asesorado por varios expertos, que eran el Comendador Mayor de Castilla D. Luis de Requesens, que estaba de Embajador en Roma, hombre sesudo y de gran crédito, el cual trajo las galeras de Nápoles, para estorbar el desembarco de los moros, y los tercios de Nápoles, veteranos y disciplinados, mandados por D. Pedro de Padilla. Era el segundo consejero el Duque de Sessa, nieto del Gran Capitán, y sólo por esto repleto de prestigio, fi no político además, demostrado en el gobierno de Milán, y práctico en la guerra de los moros por haber servido con el Emperador en Túnez y porque desde niño había vivido en Granada, donde tenía copiosa hacienda; era demás fi delísimo amigo de D. Juan de Austria. El tercer consejero del Príncipe era Luis Quijada, “práctico en gobernar la infantería” y servidor y amigo entrañable de Carlos V hasta que murió en Yuste.

El apartamiento de los dos Marqueses capitanes lo hizo D. Felipe con su habitual cautela. Primero cayó Mondéjar, el más odiado en Madrid, acusado de recibir aguinaldos del enemigo, lo cual era falso; y de otras dos culpas: una que honra su memoria, el que era misericordioso con los moriscos y partidario del apaciguamiento benigno de la revuelta, aunque no por eso dejó de degollar a algunos inocentes y a mujeres y niños; y otra, el que no daba cuenta de sus actividades a nadie y trataba con altanería a los que, en la retaguardia de Madrid

148. HURTADO, 155. Correspondencia en Codoin.

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y de Granada, maniobraban para llevar la empresa como ellos deseaban y no como él quería149.

Felipe II hizo venir a Mondéjar de improviso a Madrid, donde fue muy bien recibido por el Monarca y con ojeriza por los Ministros, principalmente por el Cardenal Espinosa, por el Secretario Eraso y por el Duque de Feria. Mondéjar no se hizo ilusiones; se dio por destituido y empezó a preparar el largo documento de defensa, dirigido al Rey, que varias veces he citado150. No se equivocaba, pues el Licenciado Muñatones, del Consejo Real, viejo servidor de Carlos V, expertísimo en lances cortesanos y de lengua desembarazada y un tanto aviesa, como les ocu-rre a muchos tuertos, y él lo era, cuando dijo “que le sacaran el otro ojo si el Marqués tornaba de allá (de Madrid) durante la guerra”; y no necesitaba ser lince, ya que la Historia está llena de ejemplos de cómo los poderosos envuelven en cortesía y en extremos de amabilidad a los que van a ser despedidos de sus cargos. Hurta-do de Mendoza, que tenía buena experiencia también en el navegar cortesano, copia una carta del Rey, llena de elogios para Mondéjar, y añade el comentario de “porque se vea como los Príncipes, pudiendo resolutamente mandar, quieren justifi car sus voluntades con alguna honesta razón”151.

El Marqués de Mondéjar quedó eliminado, pues, por los intrigantes; y el espectador de hoy tiene la impresión de que lo fue injustamente, y de que por eso no volvió a la lucha alpujarreña, aunque no perdió la gracia del Monarca. Tenía éste, por debajo de sus indecisiones y errores, un respeto invariable a los que fueron servidores leales de su padre. Terminada la guerra y apaciguadas, por lo tanto, las intrigas (1571), volvió para continuar en sus puestos tradicionales y presidir la repoblación de las tierras que fueron de los moriscos; y de aquí salió para ejercer dos pingües virreinatos, el de Valencia y luego el de Nápoles.

La eliminación de Vélez fue un proceso más lento: duró hasta enero del año siguiente (1570). Cierto que en esta última etapa estaba ya mediatizado por D. Juan de Austria. Es evidente que los desaciertos del Marqués en el terreno bélico no fueron menores que los de Mondéjar, pero conservó durante más tiempo un prestigio popular, probablemente por su valor espectacular, que tanto convenía con las preferencias hiperbólicas del carácter de los españoles de entonces; pero también infl uyó la persistente adhesión del partido de los jueces y clérigos, parti-

149. Este último defecto del Marqués lo defi nió don Juan de Austria, unos años más tarde, al escribir al Rey desde Nápoles, donde aquél ejercía el virreinato: “La condición (de Mondéjar) está hecha a su voluntad, que no hay otra razón para lo que él quiere”. (A.G. Simancas, Estado, 569)

150. MOREL FATIO, Espagne, 23.151. HURTADO, 126.

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do al que podríamos llamar, con las consiguientes reservas, conservador frente al liberal, representado por Mondéjar y otros nobles de tradición imperial. Hurtado de Mendoza, uno de los liberales, que, aunque con nobleza, trata siempre de fi jar los defectos y errores de Vélez, nos habla de la fi delidad con que le asistió el Presidente Deza; y de que también “el Rey tomaba la parte del Marqués”152. Pero hoy conocemos el mayor apoyo que tuvo Vélez: el del más ilustre general de aquel tiempo; me refi ero al Duque de Alba, que, por su gran autoridad y carácter rígido, era cabeza del partido, más que conservador, infl exible153. En 31 de octubre de 1569, el Duque escribía desde Bruselas a D. Diego de Córdoba: “Hame dolido en el alma, lo que v.m. me escribe del Marqués de los Vélez, porque es muy buen caballero y quisiera yo en extremo hallarme en parte donde pudiera ser su soldado. V. m. Crea, señor D. Diego (que) no debe tener tanta culpa como le ponen; yo sé bien en qué caen estas cosas”. Y poco después, en otra carta a D. Gerau, también desde Bruselas, el 28 de diciembre de 1569, añadía: “Las cosas de Granada (están) ya casi del todo llanas, habiéndose retirado los moros a la Sierra Nevada, adonde iba el Marqués de los Vélez a deshacerlos”154. Al fi n, claro es que se enteró; en Simancas hay un documento enviado al Duque de Alba, desde Madrid, con una relación del desastre de Adra y la Calahorra, seguramente tomada de las comunicaciones del Marqués155. Sin duda, al hablar el gran caudillo de los supuestos defectos del Adelantado de Murcia, se refería al cargo que al mismo Duque le hicieron con frecuencia sus enemigos, a saber: que era mucho peor gobernante que militar. De todos modos, si hubiere leído el Marqués de los Vélez este elogio de Alba –“quisiera yo hallarme en parte donde pudiera ser su soldado”- le hubiera compensado de todas sus amarguras156.

Estas simpatías en el bando derechista explican que el Marqués de los Vélez se siguiera manteniendo en activo a pesar de su poco efi caz actuación; además, había organizado un ejército a sus expensas; y, fi nalmente, la Corte, incluso don

152. HURTADO, 118-127.153. Véase mi Antonio Pérez.154. Alba, Cartas, II, 277 y 300. La carta de Alba claro es que no tenía vigencia, pues cuando la

escribió estaba ya el Marqués de los Vélez fracasado; explicándose esto por la enorme lentitud de los correos y sobre todo los que iban a los Países Bajos.

155. Simancas, Estado, leg. 545.156. Es interesante hacer notar que la casa de Alba no había tenido buenas relaciones con la de los

Vélez, pues el primer Marqués de este título, don Pedro, había intervenido, al parecer, favoreciendo una sublevación de la villa de Huéscar, cercana a Vélez Blanco, contra su señor don Fadrique Álvarez de Toledo, segundo Duque de Alba, lo cual dio origen a una dura admonición del Regente Cisneros, amenazando a don Pedro con desposeerle de su señorío. Después, como decimos, el gran Duque fue muy amigo de don Luis, el segundo Marqués de los Vélez. Y más adelante veremos que, por motivos políticos, volvió a turbarse la amistad del viejo caudillo con el tercer Marqués.

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Juan de Austria, evitaba llevarle la contraria por su genio violento, exacerbado con la edad. “El general –dice Hurtado de Mendoza- hombre entrado ya en edad y por eso más en cólera, mostrábase a ser respetado y aún temido; cualquier cosa le ofendía”157.

A pesar, pues, del mando de don Juan de Austria, conservó la confi anza del Monarca, que, como dice uno sus cronistas, equivalía “al nombramiento de General de toda la empresa”. El Marqués, con su fantasía habitual, se había ofrecido, por cartas, al Rey, “echar a Abén Humeya... y acabar la guerra de Granada, con 5.000 hombres y 500 caballos pagados y mantenidos a (a su costa) que fue la causa principal de encomendarle el negocio”158. Poco después, al empezar el verano de 1569, se iniciaron las operaciones, que tantas esperanzas hicieron concebir en la Corte, y a los personajes ofi ciales de Granada y aún a una parte de fuerzas, y para dar la gran batalla en las Alpujarras, empezó, con buen criterio, por impedir que llega-ran por el mar los socorros que los moriscos recibían de los turcos y del norte de África, ayudándole efi cazmente en esta empresa el mejor marino militar que tuvo España, don Álvaro de Bazán. Y después puso en marcha a su gente con el aparato un tanto teatral, que ya empezaba a ser anacrónico, partiendo de Adra, después de un asalto que el rey moro dio a Berja, tratando de sorprender a Vélez y poniéndole en trance apurado. Da la impresión de que pesar del copioso ejér-cito, de 12.000 hombres y 700 caballos, muy escogidos, con parte de los tercios italianos, y muchos catalanes, reclutados por don Luis de Requesens, el Marqués había perdido su acometividad y avanzaba con cautela desconocida en él, lo cual provocó el disgusto y la mofa de los italianos, a los que apostrofó el caudillo, en la forma que ya he recordado, así como a los catalanes, que mandaba Antich Sarriera, que fueron objeto de muy duros juicios suyos: “Yo pensaba –escribió a don Juan de Austria- con la ayuda de Dios, acabar brevemente esta guerra; pero si a los catalanes damos algún día harina por no haber bizcocho ni otra cosa, lloran derrámanla por cosa inútil; y en faltándoles calzado, quédanse rendidos sin saberlo yo ni sus capitanes, y degüellándolos después los moros”159. El Marqués no se daba cuenta de que con sólo mercenarios, no se podía hacer una guerra de Cruzados. En Adra, había ya estado desde el 10 de junio hasta el 29 de julio, a pesar de los requerimientos que le hacían desde la Corte y desde Granada.

157. HURTADO, 116.158. Se conserva en Simancas una carta del Marqués de los Vélez, desde Terque, el 20 de abril de

1569, a Juan Vázquez de Salazar, secretario de Felipe II (y seguramente no sería la única) en la que da instrucciones para hacer llegar noticias secretas al Rey. (A.G. de Simancas, Cámara de Castilla, leg. 2.152, folio 38).

159. Carta de Vélez a don Juan de Austria, 8 de agosto de 1569. (A.G. de Simancas, Cámara de Castilla, leg. 2.152, fol. 43).

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Se decidió al fi n, y dio la batalla a Abén Humeya, cuyas tropas estaban dis-puestas en el cerro de Válor (3 de agosto). La lucha fue muy hábil y valerosa por parte del Marqués, y en ella fue asistido por muy buenos capitanes y sobre todo por su hijo don Diego, que mandaba la caballería, y estuvo a punto de capturar al rey moro, que huyó, desjarretando su caballo, y dejando en poder de don Diego, las ricas monturas del enemigo; y otros, como don Pedro de Padilla y el Marqués de la Favara, buen militar, pero bárbaro mercenario y señorito enredador en la Corte, que fi guró mucho en los asuntos de la Princesa Éboli. El castigo impuesto a los moros fue duro, pero no tanto como proclamó el Marqués y todos esperaban: murieron 600 enemigos según Hurtado de Mendoza, y 2.000 según el apologista Pérez de Hita; Abén Humeya logró escapar. El Marqués dio a Felipe II noticia de su victoria casi con la solemnidad de haber terminado la guerra. Sin duda se dejó llevar de su fantasía, pues la victoria se convirtió pronto en desastre, como ahora veremos160. La carta a Vázquez de Salazar y al Rey dice así:

“Muy magnífi co señor: Por la carta que escribo a S.M. verá v.m. la gran merced que Dios ha hecho a mí, y aún creo que a todo el Reino, con la victoria que hoy fue servido darnos contra este Rey que estos moros llaman de la Alpujarra y aún de Granada; porque creo que, con la ayuda de Dios, les acabaré a él y a ellos, si S.M. no nos desfavorece y olvida en lo de las vituallas y dineros, que tanto son menester para el dicho efecto. Vuestra merced me haga merced de recordárselo y suplicárselo de mi parte; y perdóneme el no decir más en ésta, porque estoy, cuando la escribo, más cansado y fatigado que he sentido en ningún otro trabajo, especialmente porque me ha tomado el de hoy sin haber dormido poco ni mucho la noche pasada, concertando las cosas de esta batalla, que pues los moros quieren que se haya hallado persona real en ella, bien puede tener tal nombre; y en acabando esta mañana de resumir lo que habíamos de hacer, (subí al) caballo y fui a pelear, y desde entonces hasta ahora no he parado; y lo mismo

160. Hay cinco largas comunicaciones del Marqués de los Vélez en Simancas que relatan esta primera parte de la batalla. Una dirigida al Rey, a través del secretario don Juan Vázquez de Salazar, que copiamos aquí porque, aun exagerando la victoria, se advierte ya el cansancio de las malas noches en el capitán, bien distinto de la euforia con que pocos meses antes refería su primera victoria. En la misma fecha daba cuenta del combate a don Juan de Austria, en forma un poco seca; le llama siempre “General de la Mar”, título que mantenía alejada su responsabilidad en tierra. En la tercera, de la misma fecha, también a Felipe II, alaba a sus capitanes y los recomienda a Juan de Austria, acusa ya la angustia de no poder continuar sin dineros y sin disciplina. Y fi nalmente, una quinta dirigida al mismo Príncipe, declara su situación difícil por la epidemia desarrollada en la fortaleza de la Calahorra, donde se había tenido que refugiar. Hay otras menos importantes. (A.G. de Simancas, Cámara de Castilla, leg. 2.152, fols. 40 a 48).

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“D. Luis de Requesens, que estaba de embajador en Roma, hombre sesudo y de gran crédito, trajo las galeras de Nápoles para estorbar el desembarco de los moros, y los tercios de Nápoles, veteranos y disciplinados”. Grabado de la obra Retratos de españoles ilustres, Madrid, 1791.

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Dibujo de don Juan de Austria, vencedor del poder turco. Grabado de la obra August Impera-torum, regnum atque archiducum..., 1601.

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me aconteció la noche antes cuanto al no dormir; y en conclusión digo que ha sido hoy día de trabajo, aunque de grande alegría; y que he reventado en el alcance (del enemigo) a mi mejor caballo; que por más trabajos que he tenido en toda mi vida y por ser tal, he querido hallarme en él, en todas las victorias que Dios me ha dado. Suplico a su v.m. me escriba si S.M. recibe algún contentamiento de lo de hoy; cuya magnífi ca persona guarde N. Señor. En la Calahorra, a 3 de agosto de 1569”.

Es harto sospechoso lo que pasó después. Ya he dicho que el Adelantado estuvo desde el comienzo de esta segunda fase de su actuación, en un tono menor que, apenas terminada la batalla de Válor, se acentuó. Volvió a Adra, y al fi n se retiró a la fortaleza de la Calahorra, donde las deserciones y las epidemias convirtieron en desastre su fugaz victoria.

Sus amigos explicaron esta inacción por la falta de vitualla, de la que echaron la culpa a don Juan y al Consejo de Granada161, lo cual no se ha podido com-probar; y desde luego al creciente desorden de las tropas, y esto sí era cierto. Más en la conducta del General se advierte ya, como he dicho, un descenso de entusiasmo, fácil de explicar, aparte de las causas citadas, si las hubo, por la dureza de la campaña, a la edad suya, que le había, sin duda, quebrantado; y lo comprueba el que sólo había de sobrevivir cinco años a esta fecha. La indisci-plina de sus gentes debió también de deprimirle, sobre todo teniendo en cuenta su carácter autoritario, hasta entonces no contradicho. Pero quizá más que todo le rompió la voluntad la creciente popularidad de don Juan de Austria, hijo del Emperador, sí, si bien joven, casi imberbe; y ante el triunfo de los jóvenes, los viejos que no saben serlo tienen siempre aguzada la susceptibilidad y propicio el abatimiento. Ya hemos dicho que el Marqués apenas escribía al Príncipe, hacién-dolo directamente al Rey. Arrogantemente decía “que la peor parte sería de quien no le quisiere emplear”162.

Desconectado el ejército con las autoridades de Granada, transcurrieron dos meses en los que la Alpujarra daba ya la impresión de ser feudo libre de los moris-cos, hasta que Abén Humeya fue asesinado (2 de octubre de 1569), sucediéndole Abén Aboo. Una de las últimas violencias de aquél fue vengarse del Marqués de los Vélez, haciendo quemar y destruir los jardines de Cuevas de Vera, que tenía su dueño en honda estima. El jefe moro, dice Hurtado de Mendoza, “quemó los jardines, cegó los estanques, todo guardado con curiosidad de mucho tiempo para su re-

161. HURTADO, 127.162. HURTADO, 156.

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creo”163. Citamos todos de continuo al gran historiador porque sus palabras están siempre llenas de una humana fragancia remota; Abén Humeya sabía que Vélez había trazado sus jardines para esconder su amor con Doña Leonor, cuya memoria aún vivía entre las fl ores y en el lema de su pendón de batalla: “Memoria de mis penas.” Fue una venganza de “fi no moro”, como entonces se decía, y al Marqués debió de llegarle al corazón.

La ofensiva que habían iniciado contra el Adelantado los amigos de don Juan de Austria, se acentuó. Don Juan estaba desde el principio, harto de la ociosidad, en Granada, donde se le retenía so pretexto de mantener la seguridad de sus habitantes y también la propia vida del joven Príncipe, impulsivo, al que no era prudente exponer en una guerra de emboscadas y traiciones. Era cierto que “estaban nuestras compañías tan llenas de moros aljamiados, que dondequiera se mantenían espías: las mujeres, los niños, los esclavos, los mismos cristianos viejos daban avisos, vendiendo sus armas y municiones, calzado y vituallas a los moros”164. Más esto era sólo otro incentivo para el fogoso capitán; y a sus partidarios “celosos del favor en que estaba el Marqués de los Vélez” y “hartos de la ociosidad propia y ambiciosos de ocuparse aunque con gastos de gente y hacienda”, “parecíales que les quitaban de entre las manos, a cada uno, la honra de esta empresa”165. La alarma del Príncipe aumentó al sobrevenir la inacción y la indisciplina en el ejército del Marqués, después del combate de Válor, y escribió con energía al Rey, que seguía manteniendo, a pesar de todo, la autoridad del Marqués.

El Comendador Requesens, escribió igualmente a don Felipe, en diciembre de 1569, sobre “cómo el Marqués (de los Vélez) no le parecía a propósito para dar cobro a la empresa del Reino de Granada”166. El texto completo de la carta del Comenda-dor, que no se mordía la lengua delante del Rey, no le conocemos, más puede colegirse por lo que dice el anónimo autor de la vida de don Luis de Requesens, documento muy importante, veracísimo, escrito, sin duda, por algún allegado del Comendador o quizá por él mismo; y es así: “El Marqués de los Vélez era muy valiente caballero, pero no tenía ninguna experiencia de gobernar la gente de guerra; y su condición era tan áspera que no le podían sufrir los soldados y ninguna otra manera de gentes”167. Y ocurrió que las cartas de Requesens vinieron a manos del Marqués (su futuro yerno, por cierto) antes que a las del Rey. Lo refi ere también Mármol,

163. HURTADO, 122.164. HURTADO, 125.165. HURTADO, 110-111.166. HURTADO, 156.167. MOREL FATIO, La vie de don Luis, 154.

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según el cual “no podía el Marqués de los Vélez disimular el sentimiento que tenía de la ida de don Juan de Austria; y aunque se había visto con el Comendador mayor de Castilla (Requesens) y dándose buenas palabras de ofrecimiento, sabía muy bien que le hacía poca amistad y que había escrito a Su majestad que no le pareció a propósito para aquella empresa”168.

Don Juan y sus amigos tenían, sin duda, razón, pues Vélez estaba gastado, desencantado y, tal vez, como se decía, no bien dotado de aptitudes organizado-ras y políticas. Y al fi n, autorizó el Rey, vencidos los reparos de la Corte, que el Príncipe saliese al campo, desde Granada, el 23 de diciembre (1569) con todos los capitanes y pertrechos para tomar a Huéjar, de la que se había apoderado Abén Amón. Esta primera aventura del joven caudillo en las Alpujarras fue sospechosa de haberse tramado por los suyos para darle fama y no exponer su vida, pues cuando llegó la avanzada del gran ejército de los cristianos, dirigidos por el Duque de Sessa, que iba renqueando a causa de su gota, como era casi obligación en los grandes capitanes españoles, y por Luis Quijada, los moriscos y turcos se habían retirado ya del poblado y hubo sólo unas cuantas bajas, que hicieron algunos moros disfrazados de moras, que disparaban a mansalva sobre los rijosos cristia-nos que querían apoderarse de “ellas”. Varias veces usaron los moriscos de esta estratagema, que confi rma, una vez más, cuanto he dicho sobre el papel que jugó el hambre sexual en esta guerra. Sessa dio la voz de que iban rotos los enemigos y que la ciudad estaba ya vacía; y Quijada “no conoció nuestras banderas y orden del escuadrón, desde tan cerca, a pesar de ser hombre práctico y de buena vista”.

Acogieron la plancha con regocijo los enemigos de don Juan, es decir, los Marqueses, y el mismo Hurtado de Mendoza comenta con zumba el suceso de este modo: “Tuvo la toma de Uéjar más nombre de lejos que de cerca, y más congra-tulaciones que enemigos”. Más el ímpetu de la herencia vence hasta el ridículo, y don Juan había heredado el genio guerrero de su padre, y, acaso, de su madre, la alemana, un sentido del orden que neutralizaba los excesos de su ímpetu, pues se creció ante las desagradables circunstancias; el mismo autor añade que, en tan desairada situación, acertó a llevar y traer a la gente, “ordenada y recogida, y a los que nos hallamos en las empresas del Emperador, parecíanos el hijo una imagen del ánimo y previsión del padre y un deseo de hallarse presente en todo”169. Y unos días después, cuando preparaba don Juan el difícil asalto a Galera, añadía el Embajador, ya vencido por el recuerdo de Carlos V, estas palabras escuetas, pero reveladoras de la magia que enciende el genio: don Juan “era ya señor de sí mismo y de todo”170.

168. MÁRMOL, Málaga, 1600, fol. 188.169. HURTADO, 161.

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El clima moral de España, respecto a la guerra de los moriscos, había cambia-do como por encanto. Había terminado la codicia, la falta de brío y la indisciplina en los soldados. Y los nobles, antes tan remisos, se atropellaban por ir al frente de batalla, hasta el punto de que, como ante dije, el Rey tuvo que prohibir que fueran sin su permiso. “Enviaron las ciudades nuevas gentes de a pie y a caballo”; en los lugares pobres, “entre cinco vecinos mantenían un soldado”; se formaron espontá-neamente “120 banderas, con capitanes naturales de sus pueblos, personas califi cadas”. “Tanta reputación pudo dar (don Juan) a los enemigos y voluntad de venganza”.

En los movimientos de la multitud todo lo efi caz es hijo del entusiasmo, y éste nace, y, sólo de aquí, de un conductor genial. La Galera, que por las razones expuestas había resistido tenazmente a las acometidas del Marqués de los Vélez, fue conquistada, con inmensa alegría de toda España. Y esta alegría no se debió a la materialidad de los triunfos tardíos en una “guerra chica”, y antipopular, pues España estaba acostumbrada a las mayores, sino porque nació una esperanza y una ilusión, representada por don Juan, frente al circunspecto administrador, puritano, reservado y poco cordial Felipe II.

Los dos Marqueses habían terminado su misión, en la que pusieron su buena voluntad y cuanto tenían: Mondéjar, su experiencia, transmitida desde su abuelo para tratar a los moros, su buen sentido, su noble generosidad; Vélez, su arrebato de cruzado, un tanto anacrónico y espectacular, y su desinterés. Ya ambos resultaron frustrados por la desorganización y las rivalidades de la Corte y la desmoralización del país, que estuvo a punto de sufrir una catástrofe gravísima en las Alpujarras, de no haber surgido el hombre providencial, hijo de un gran Rey y de un azar, con el que siempre hay que contar en la Historia. Felipe II trató a los dos jefes fracasados con noble consideración. Mondéjar, más joven y más fl exible, siguió su carrera pública con discreta ventura. Vélez, por su edad y por la mayor espectacularidad de su caída, ya no pudo reaccionar, ni aún ante los últimos honores que se le concedieron, y se retiró a su casa para morir, poco después. Desde enero había solicitado del Rey su dimisión y Felipe II se la concedió en una carta afectuosa, un tanto seca, desde Córdoba, el 5 de marzo de 1570171. Su despedida tuvo el gesto enfático y caballeroso que había tenido su vida entera, y creo que, es oportuno referirla con las palabras de Pérez de Hita, que presenció la escena172.

170. HURTADO, 162.171. HITA, 239.172. La Carta dice así: “De Córdoba a 5 de marzo de 1570. Al Marqués de los Vélez. Vimos vuestras

cartas de 11 de enero y 11 de febrero pasado, en respuesta de otras mías; así como la voluntad

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Ocurrió en Huéjar, a primeros del año 1570, donde estaba el Marqués y adonde le fue a encontrar don Juan. “El valeroso Marqués salió a recibir al Señor don Juan, mostrando aquella grandeza de ánimo de que siempre fue dotado. El Señor don Juan le estuvo contemplando muy de propósito, siendo maravillado de su gallardo parecer, talle y garbo, diciendo entre sí que no sin misterio la fama del Marqués era tan-ta, que bien mostraba en su aspecto y talle robusto ser varón de gran hecho. Y después que el Señor don Juan le hubo bien mirado, con alegre semblante le abrazó diciéndole semejantes palabras con rostro sereno y grave: ‘Ahora digo, valeroso Adelantado, que no dice la fama tanto de vuestro valor como en vos se muestra, y mucho placer tengo de haberme satisfecho por vista de lo que por la fama tenía noticia. Aquí soy venido por mandado de Su Majestad, para asistir en la guerra debajo de nuestra corrección y amparo, porque de un tan valeroso capitán no puede menos sino salir grandes avisos del arte de la milicia; y así, podréis estar satisfecho que no saldré un punto de vuestra orden, porque no será acertado no tomarla de un tan buen soldado y tan experimentado en la guerra como siempre lo habéis sido’.

El Marqués, mostrando alegre semblante, estando descubierto, le respondió con palabras avisadas de esta suerte: “Yo soy, valeroso Príncipe, el que siento soberano contento en haber visto y conocido a Vuestra Alteza, por ser hijo de un tan valeroso y famoso Emperador, cuyas imperiales banderas yo, con dichosa suerte, fui siguiendo, sien-do soldado, y así mismo por ser hermano de un tan poderoso Rey, el cual, por hacerme singular merced, hubo de darme este trabajoso cargo, bien excusado para hombre de mi edad. Sea Vuestra Alteza muy bien venido, porque con la venida de Vuestra Alteza muy bien venido, porque con la venida de Vuestra Alteza me podré yo ir a descansar a mi casa, que será muy gran razón, atento a que mi edad ya no requiere arder en el trabajoso ofi cio de la guerra; baste lo que hasta aquí se ha pasado.” “Con todo esto –respondió el señor don Juan- me haréis el placer de instruirme en lo que tengo que hacer.

El Marqués, habiéndose despedido de Su Alteza, así a caballo como estaba, se salió de la ciudad, tomando el camino de Vélez, acompañado de sus criados y de algunos caballeros

con que ofrecéis a servirnos os agradecemos y tenemos en servicio; y hanos parecido bien el querer descansar ahora, pues las cosas en todas partes se van poniendo de manera que podrá ofreceros ocasión en que ocuparos. En lo que nos escribís acerca de la necesidad que tienen las fortalezas de Oria y las Cuevas y Vélez el Blanco, mandamos escribir al Ilustrísimo don Juan de Austria, mi muy caro y muy amado hermano, que vea de proveer en ellas lo que le pareciere convenir. Y en cuanto a lo que decís acerca de los moriscos de los dichos lugares, habiéndose tomado resolu-ción de sacar todos los de ese reino, para que estén fuera, entretanto que se acaba de allanar, no se podrá excusar de que salgan también vuestros vasallos, pues de hacerse por lo que toca al servicio de Nuestro Señor y nuestro y bien de este Reino, se hace también por benefi cio suyo, como entenderéis más particularmente por lo que os escribirá sobre ello el Presidente de Nuestra Audiencia y Chancillería que reside en la ciudad de Granada... Yo el Rey, refrendada por Juan Vázquez de Salazar, su secretario”.

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de Murcia y Lorca. Ya por su orden, su recámara iba delante. De esta suerte, el Marqués se fue a Vélez dejando la guerra en el estado que habéis oído”173.

Acompañado de sus caballeros, tomó, pues, el camino que conducía a su Vélez Blanco, donde le esperaba el rumiar la tristeza de su fracaso: de ese fracaso especialmente melancólico que, sabiéndolo o sospechándolo, se relaciona con el comienzo de la desconsideración de los demás, que trae la vejez. Pero le esperaba allí también el consuelo de mandar como cabeza de ratón, en su feudo, sin “sufrir a superior” que era su martirio, según nos dice uno de sus contemporáneos.

Felipe II, para no dejarle enteramente fuera de su gracia, le nombró Presidente del Consejo de Indias, sustituyendo a su poco amigo, recién muerto, Luis Quijada,

173. En el relato de Hurtado de Mendoza, en adiciones que no fi guran en la edición príncipe, se refi ere la entrevista entre don Juan y el Marqués de modo distinto. Reprodúcense con palabras parecidas a las de Pérez de Hita, los afectuosos y nobles ofrecimientos, llenos de respeto a sus canas, que el joven Príncipe hizo al Adelantado. Pero difi eren las de la respuesta del Marqués, que aparecen así: “A estas ofertas respondió el Marqués por los términos extraños que siempre usó, aunque medidos por su grandeza, diciendo: -Yo soy el que más ha deseado conocer de mi Rey a un tal hermano y quien más ganará de ser soldado de tan alto Príncipe; más, si respondo a lo que siempre profesé, irme quiero a mi casa, pues no conviene a mi edad anciana haber de ser cabo de escuadra”. (HURTADO, 259 de la edición de Valencia, 1776.) Se ha discutido si estos párrafos, como algunos otros, son adiciones anónimas al original de Pérez de Hita y de Hurtado de Mendoza, y también de otros autores, como Mármol (MÁRMOL, fol. 189) y Herrera (HERRERA, I, 396). Gómez Moreno (MORENO, XXII) aporta comentarios llenos de erudición a este problema, pero fuera o no fuera el relato de la entrevista adición posterior, lo esencial es saber si la entrevista existió o no; y es seguro que existiera, aunque el relato aparezca más o menos adornado. El relato de Mármol dice así: “No podía el Marqués de los Vélez disimular el sentimiento que tenía visto con el Comendador mayor de Castilla y dádose buenas palabras y ofrecimientos, sabían muy bien que le hacía poca amistad y que había escrito a Su Majestad que no le parecía a propósito para dar fi n a aquella empresa; y por ventura habían venido a su noticia las cartas primero que a la de Su Majestad, y lo había disimulado, y por esta causa huía de hallarse en un Consejo con él y con Luis Quijada, y solamente quiso hacer el cumplimiento de salir a recibir a don Juan de Austria y, sin apearse, tomar el camino para su casa, como en efecto lo hizo, porque habiendo llegado a besarle las manos y a darle el parabién de su venida, volvió con él hasta la puerta de la fortaleza, dándole cuenta del estado de las cosas de la guerra, y sin apearse se despidió de él y de todos aquellos caballeros que le acom-pañaban y se fue de camino a la villa de Vélez Blanco, con la gente de su casa y una compañía de caballos de Jerez de la Frontera, cuyo Capitán era don Martín de Ávila”. La versión de Van der Hammen se limita a decir que atacó con la artillería y “por el poco efecto y poca muerte de gente, dejó la arremetida para mayores fuerzas y retiróse a su casa” (Van der HAMMEN, fol. 26 v.) Creo no equivocarme en mi impresión de que el relato más exacto es el de Mármol, al que los amigos de Vélez añadieron la retórica que convenía para dejar en mejor lugar al vanidoso Marqués.

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Un juvenil Felipe II, por Antonio Moro.

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El gran duque de Alba fue un noble defensor del II marqués de los Vélez antes de que fuese destituido por sus fracasos en la guerra de las Alpujarras. Cuadro de Antonio Moro, en la Hispanic Society de Nueva York.

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dato que no fi gura en referencias de los libros y los papeles de los Archivos acerca del Marqués. Pero consta en la carta de felicitación que le escribió con este motivo el Duque de Alba desde Bruselas, el 24 de septiembre de 1571174. Es curiosa esta carta y vale la pena transcribirla. Dice así:

“Muy ilustre señor: Aquí he entendido la elección que S. M. ha hecho en la persona de v.s. para la Presidencia de este Consejo (de Indias), que ha sido tan acertada y yo me he alegrado tanto de ella, así por lo que toca al servicio de S.M. como por lo que yo estimo a v.s., que no lo sabría encarecer; y aunque doy a v.s. la enhorabuena, se me puede a mí dar con mucha razón, como a quien le ha de caber tanta parte de todas las cosas que tocaren a v. s. de esta manera; y así, le suplico que el tiempo que durare mi ausencia en estas partes, me avise lo que yo por acá en ellas le pudiere servir y dar contentamiento, que ninguno habrá que con mayor voluntad se le procurare; y porque entienda v. s. que después que dejé las armas no he estado ocioso, envío a v. s. con ésta un índice expurgatorio que aquí he hecho, de que no estoy poco ufano, por haber hecho este servicio a Dios y a su Iglesia, en tiempo que tanto es menester, con la buena ayuda del Doctor Montano. V. s. me la haga de verle y avisarme lo que le pareciere, para que, con su aprobación, le tenga yo en tanto más como es razón siendo aprobado por v.s. Nuestro Señor guarde”, etc.

Dan interés a esta misiva, no sólo la noticia de la merced que el Rey hizo al viejo Capitán fracasado, sino también la del índice expurgatorio que compuso Alba con la colaboración de Arias Montano, que trabajaba en la redacción e impresión de la Biblia Políglota de Amberes, tarea que, como se sabe, era una de las obsesiones del Duque: combatir, con Índices o con la cuchilla, a los herejes. Pero, sobre todo, es de notar el tono fraternal del gran Duque hacia el Marqués, revelador de un gran afecto, nacido en la comunidad de los días gloriosos a las órdenes del Emperador. En la carta del Duque late un desagravio a la caída del Marqués ante el ímpetu de la generación nueva, representada por don Juan de Austria, que fue también pesadilla de Alba175.

La prebenda del Consejo de Indias da la impresión de que no satisfi zo a don Luis Fajardo. Era un cargo más decorativo y burocrático que lo exigía el recio carácter del Marqués. No he podido averiguar si renunció a él, más en el verano

174. ALBA, II, 743.175. En otras cartas de Alba a Vélez, le agradece a aquél la aprobación del Índice y le recomienda

un asunto del Obispo de Tucumán, que demuestra que el Marqués ejercía ya su presidencia del Consejo de Indias. (ALBA, II, 808, y III, 505).

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El segundo Vélez: D. Luis Fajardo de la Cueva III

de 1573 estaba, no en la Corte, sino en Vélez Blanco, donde vivía entre los re-cuerdos de sus hazañas y el de Doña Leonor, cuya cifra llevaba en sus armas y en su corazón, como buen caballero y como su ídolo el Emperador.

Vivió cuatro años más. En su retiro supo el triunfo de Lepanto, donde el Príncipe bastardo, que tanto atormentó su vanidad de viejo caudillo, eclipsó a la misma gloria de Carlos V, humillando el resentimiento de sus adversarios en la Corte de España.

El tiempo, que todo lo puede, había ido anulando su gesto exuberante y fanfarrón. Las riquezas se disipaban también. La semblanza que de él hizo Pérez de Hita nos dice que era “larguísimo gastador”, pues “tenía cuatro despensas de gran-de gasto”. Todo decaía en su persona y a su alrededor. El esplendor del palacio del tiempo de su padre empezaba a empañarse. Su última alegría fue presenciar el encumbramiento de su hijo en la Corte; y tuvo la suerte de no presenciar la declinación de su estrella.

El segundo Marqués de los Vélez murió en Vélez Blanco, el 4 de julio de 1574.

Así fue el melancólico ocaso de este noble capitán y caballero, de vuelta ya de sus aventuras y de sus vanidades, como un don Quijote menos humano que el de la Mancha, porque el modelo de la caballería entrañable había de crearlo, no un gran capitán, sino un soldado de sangre limpia, pobre de solemnidad, que por entonces estaba curándose las heridas que recibió en Lepanto, “en la más alta ocasión que vieron los siglos”.

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on Pedro Fajardo y Córdoba, tercer Marqués de los Vélez, es, de los tres, el menos conocido de los cronistas. Su vida, sin embargo, es tan interesante y representativa como la de sus antecesores. Se orientó en una dirección distinta, en la cortesana y diplomática, a pesar de su heredado título guerrero de Adelan-tado mayor de Murcia, título adjunto a su marquesado de los Vélez, que parecía deberle empujar al ofi cio de las armas. Claro es que en la nobleza española había otros títulos del mismo sentido honorífi co e incongruentes con la actividad del agraciado, como el de Almirante de Castilla, que a veces ostentaron varones que apenas habían visto el mar. Acaso fuera porque su salud nunca fue robusta y porque heredara más que el ímpetu bélico de su padre el sentido humanístico de su abuelo, don Pedro, el primer Marqués de los Vélez, discípulo predilecto de Pedro Mártir de Anglería.

Era, en efecto, muy leído y, lo mismo que su abuelo, gran latinista. El que fue su suegro, don Luis de Requesens, escribía a su mujer (1571) enviándole sus nom-bramientos tras la victoria de Lepanto; y lamentaba que estuvieran redactados en latín; pero, añadía: “Cuando don Pedro (Fajardo) ahí venga, lo entenderá muy bien”176. Antonio Pérez, que le conoció íntimamente, le llama “uno de los más compuestos caballeros y fi lósofos cristianos”; dice de él que, además de sus dotes naturales, tenía “la experiencia que nace de la lectura”, por lo que en las discusiones del Consejo se mostraba superior al propio Duque de Alba, a pesar de ser éste “persona de grandes prendas y cargos de guerra y gobierno y negocios públicos y muy venerables canas; y fuerte, de estos tiempos, ninguno más”177. Y Gudiel178, después de alabar sus prendas naturales, añade: “Pero mucho más se ilustra y hermosea el raro y singular ingenio con

IVEL TERCER VÉLEZ

Don Pedro Fajardo y Córdoba

176. MARCH, 63.177. PÉREZ, 205. Citado por la edición de las Obras y Relaciones, de GUEVARA, 1654.178. GUDIEL, 33. Citado por RODRÍGUEZ MARÍN, Discurso de entrada en la Real Academia de la

Historia (La “Fílida”, de GÁLVEZ DE MONTALVO). Madrid, 1957.

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que la naturaleza le señaló y la grande y varia erudición en todo género de letras, que con extremada diligencia ha adquirido”. Sus libros eran abundantes y valiosos, y mu-chos pasaron, después de ser valorados, a la Biblioteca de El Escorial, lo cual era garantía de su excelencia179. No cabe, pues, duda de que su ingenio e ilustración fueron sobresalientes.

No obstante, se ocupaba también mucho de sus intereses, entre ellos, de la fábrica de alumbre, en Almazarrón, herencia de sus padres, a la que prestaba atención cuidadosa, lo cual le sitúa como un precursor de los grandes aristócra-tas que en nuestros siglos se han distinguido por su efi cacia y su pericia para los negocios e industrias180.

Lo más interesante de la vida de don Pedro fue su intervención en las intrigas que precedieron al asesinato de Escobedo, el famoso secretario de don Juan de Austria. Y esto es, sin duda, lo que ha hecho que muchos de los documentos que le atañen hayan desaparecido. Felipe II procuró que todos los papeles relaciona-dos con aquel asunto, que tanto atenazó a su conciencia, se quemaran181. Pero como la verdad se puede enterrar, pero no siempre destruir, y reaparece, al cabo, por el azar o por el ingenio de los interesados en la resurrección, este asunto de Escobedo, uno de los grandes misterios de nuestra Historia, ha podido ser recons-tituido casi por completo. Sin embargo, los que han estudiado especialmente la génesis de este crimen por razón de Estado, no han reparado sufi cientemente en la importancia del papel que en él desempeñó el Marqués de los Vélez. En los libros clásicos sobre el asunto de Antonio Pérez (Bermúdez de Castro, Pidal, Muro, Mignet, etc.) pasa el Marqués como una sombra, frecuentemente confundida con la de su padre, porque los documentos citan el título nobiliario sin identifi car a la persona: escollo común en muchos genéalogos, pero acentuado en el caso de estos dos Vélez porque los dos actuaron al mismo tiempo en la vida pública durante bastantes años. Los fi cheros de los archivos y los grandes centones históricos son también especialmente parcos en noticias de don Pedro, entre ellos, el de la casa de Medina Sidonia, tan copiosos en datos de sus antecesores y de su ambiente.

179. C. PÉREZ PASTOR, Historias y documentos relativos a la Historia y Literatura españolas, en Memorias de la Real Academia Española, X, 362.

180. C. PÉREZ PASTOR, Noticias y documentos relativos a la Historia y Literatura españolas, en Memorias de la Real Academia Española, X, 359.

181. Ya antes del asunto de Escobedo, en 1576, Felipe II había ordenado quemar los papeles del Comendador mayor de Castilla, Requesens, “porque escribía tan claro a Su Majestad, que no con-viene que estos papeles queden vivos”. (MARCH, 28.) El encargado de recogerlos fue el Marqués de los Vélez, que más tarde, probablemente, fue víctima de análogo auto de fe; y no fueron éstos los únicos ordenados por el prudente Monarca. (Véase mi libro Antonio Pérez).

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No he podido averiguar la fecha del nacimiento –que fue en Vélez Blanco- del don Pedro que ahora nos ocupa; pero se sabe que cuando se concertó su matrimonio con la hija de Requesens, en 1571, tenía más de cuarenta y un años182; por lo que debió de venir al mundo hacia el año 1530-1531. Como hemos visto, no siguió la tradición militar de los Vélez y sus posibles causas. En las relaciones de las guerras de entonces, y sobre todo en las de las Alpujarras, en la que sale a relucir toda la parentela legítima o bastarda de su padre, no fi gura para nada don Pedro, el primogénito (un don Pedro Fajardo, señor de Polop, en Alicante, que intervino en el combate de Félix, en esta guerra, no es el primogénito de don Luis, del que ahora me ocupo, sino otro Fajardo, apellido que abundaba en toda la región levantina baja)183.

Da el tercer Marqués de los Vélez la impresión de hombre pacífi co, reservado, melancólico y débil, muy letrado y vanidoso de sus conocimientos políticos. Un italiano, tal vez Lorenzo Priuli, que visitó Madrid, en 1577, enviado por el Sena-do de Venecia184, hace una aguda descripción de los personajes que formaban el Consejo de Estado, que eran don Juan de Austria, el Duque de Sessa, el Duque de Alba, el Príncipe de Mélito, el Arzobispo de Toledo, el Obispo de Córdoba, el Marqués de Aguilar, el Presidente del Consejo de Castilla, Covarrubias, el Prior don Antonio de Toledo y el Marqués de los Vélez; y como secretarios, Antonio Pérez y Gabriel de Zayas. El Rey no asistía nunca. El comentario dedicado al Marqués de los Vélez dice así: “El Marqués de los Vélez, Mayordomo mayor de la Reina, es reservado y poco comunicativo; presume de habilidad y gran conocimiento en los asuntos de Estado. Es de un carácter embozado, como el Rey, que se sirve mucho de él; y ayudado por su partido, que él dirige ahora, parece que subirá más todavía”185.

Conocido es el retrato que, hacia la misma época, hizo de él su íntimo amigo, correligionario y cómplice Antonio Pérez, en su estilo alambicado, abarrotado de paréntesis, que hizo a un crítico francés considerarle como uno de los más digni-fi cados precursores del barroco en las letras: “Señor de los Grandes que llaman en

182. MARCH, 89. Lo confi rma el que en las pruebas para ingresar en la Orden de Santiago, tenía de veintiséis a veintiocho, poco más o menos. A.H.N., Órdenes Militares. Santiago, número 2.830.

183. CABRERA, 1.663.184. GACHARD, Relations des Ambassadeurs vénitiens. Bruselas, 1856, pág. 188.185. La atribución a Priuli de este viaje, no es segura; pero cualquiera que fuera el autor, este viajero

tiene todas las características de sutileza en la observación y en el juicio de los personajes, de cualquiera de los Embajadores venecianos, que tanto han contribuido al conocimiento de esta época. Hay en todos ellos un tanto de tópico, de manierismo, transmitido de unos a otros; pero manierismo de alto copete en cuanto al ingenio. Por ello, no son siempre de fi ar, que el que hace del ingenio una profesión, acaba por errar lo mismo que el necio.

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España, por su nacimiento, por su estado, por tratamiento (deuda a sus predecesores), por merecimientos de virtud, de valor, de prudencia, de raras y singulares partes debidas a la gracia del Cielo (naturaleza de la liberalidad del Cielo que sólo sus dones podemos tener por posesión propia), consejero de Estado, Mayordomo mayor de la Reina doña Ana de Austria, confi dente y privado grande del Rey, si no por gustos personales (que la vejez los acaba o el arte de la edad los esconde), a lo menos por el benefi cio de sus Estados y por el provecho de su consejo, por su gran juicio; privado, grande, cierto”186.

Estas semblanzas nos dan una idea tan exacta de don Pedro Fajardo, como la de Pérez de Hita nos la dio de su padre don Luis. Su vida, de ambición cortesa-na, la vemos hoy distribuida en tres actos que se suceden en su biografía: la vida diplomática; la privanza y las intrigas; y la desgracia y la muerte.

Sabemos muy poco de los primeros pasos de don Pedro fuera de sus afi ciones intelectuales y pacífi cas que le llevaron a la Corte. Lo primero para lograr en ella el triunfo, a favor siempre de la gracia real, era crear un hogar que aumentara el lustre de su linaje y, a ser posible, sus rentas; lo cual alcanzó cumplidamente al casarse don doña Leonor Girón, hija segunda de los Condes de Ureña, de la poderosa familia de Osuna, parienta suya porque la Condesa era doña María de la Cueva, hija de los Duques de Alburquerque, como la abuela de don Pedro. Ignoro la fecha exacta de este matrimonio. Don Pedro debía de tener entonces de veintitrés a veinticuatro años y menos su mujer, que murió en julio de 1566 del sobreparto de un hijo muerto; y como no tuvo ningún otro anterior, hubo de buscar nueva esposa, y pretendió que lo fuera la hermana de doña Leonor, tercera y última de las hijas de los Condes de Ureña, que fue doña Magdalena, la cual tenía entonces veintidós años y era dama de la Reina Isabel, tan hermosa, elegante e inteligente –como lo fueron también todas sus hermanas- que justifi ca el enamoramiento, no sólo de muchos galanes contemporáneos suyos, sino el platónico de sesudos investigadores de tres siglos después, como Rodríguez Marín y González de Amezúa, que, sin menoscabo de la verdad, aunque con galantería excesiva, convirtieron en cuento de hadas la vida de esta señora187.

Es útil recordar que la Condesa de Ureña, madre de las dos novias del alambicado don Pedro, una lograda, frustrada la otra, era, como he dicho, doña Maria de la Cueva, la Camarera mayor que puso Felipe II a su mujer doña Isabel de Valois, al hacerla Reina de España; y era dama de la misma severa virtud de otras muchas y admirables mujeres de aquella época y de todas, en nuestro país;

186. MARAÑÓN, Antonio Pérez, 17.187. RODRÍGUEZ MARÍN, Amezúa.

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pero que, a pesar de la galante y simpática defensa que de ella hace Amezúa188, la verdad es que –también, como no pocas de las honradas matronas hispáni-cas- debió de ser muy etiquetera y puritana y, en suma, un tanto pesada para los suyos y, singularmente, para la joven y risueña Reina francesa. En muchos pape-les contemporáneos se recoge esta impresión, sin que esté justifi cado complicar, como se lee en algunos libros, a la famosa leyenda negra en estas murmuraciones cortesanas. El padre, don Pedro Girón, gran comunero y luego, como tantos otros, pero él muy escandalosamente, pasado al campo de Carlos V. Señor de copioso caudal, una vez hecha su prueba política y guerrera, sin gran lucimiento, prefi rió a las intrigas cortesanas y bélicas, el regentar sus estados de Osuna, el entregarse al deleite de la lectura y el hacer numerosas fundaciones, entre las que destaca la de la Universidad de Osuna, que tanto infl uyó en la cultura española de aquellos siglos. Como el espíritu y sobre todo la conducta de los hijos se origina en parte por herencia de algunas de las cualidades de los padres, y, en parte, por reacción contraria a otras de estas cualidades paternas, en doña Magdalena Girón se ve que de su padre, don Juan, tuvo el mismo ingenio; mientras que de la madre heredó la cualidad opuesta a la severidad, a saber, la incontinente pasión de deslumbrar en la Corte.

Vale la pena, para solaz de los lectores, insistir sobre este proyecto conyugal de nuestro Marqués de los Vélez. El mejor conocedor de los documentos relati-vos a doña Magdalena, Rodríguez Marín, afi rma, creo que arbitrariamente, que la graciosa beldad no quería casarse con don Pedro Fajardo189, y que esta oposición, junto con la negativa que dio la iglesia para la dispensa del matrimonio, fue la causa de que éste se frustrara. Y más adelante aduce que hubo la misma oposición para su nuevo pretendiente, el Duque de Aveiro. Pero la verdad es que no hubo para ninguno de los dos caballeros estos desdenes de comedia de capa y espada. Es curioso cómo los historiadores más pertrechados de erudición suponen que ésta los absuelve para todas las fantasías, las mismas que ellos no consentirían a los fáciles cronistas ni a la maledicencia y chismorrería de la calle. Pues todo este artifi cio levantado por el ilustre comentador del Quijote fúndase en la suposi-ción, que da por evidente, de que “el corazón teníalo prendado (doña Magdalena) de un apuesto galán” “que le igualaba en alteza de pensamientos, ya que no en lo noble del linaje ni en la abundancia de bienes de fortuna”190. Este afortunado dueño de los pensamientos de la dama era don Luis Gálvez de Montalvo, “uno de los más admi-rables poetas y prosistas en que abundó la España de la segunda mitad del siglo XVI”191;

188. AMEZÚA, varios pasajes.189. RODRÍGUEZ MARÍN, 31.190. RODRÍGUEZ MARÍN, 45.

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elogio, por cierto, excesivo, fraguado al calor de esta novela romántica. Uno de los libros de Gálvez de Montalvo fue, como es sabido, la novela pastoril El pastor de Fílida, al que el cura de Don Quijote de la Mancha, en el escrutinio que hizo de la biblioteca del hidalgo, califi có de “joya preciosa”. El protagonista de la fábula, Siralvo, describe su loco enamoramiento por Fílida; y Rodríguez Marín supone, con muy inofensivas razones, que Siralvo era Gálvez de Montalvo y Fílida era doña Magdalena de Girón. En realidad, no supone, sino que afi rma en sus admirables comentarios al Quijote192, haber demostrado que esta Fílida fue doña Magdalena Girón. Y la verdad es que es posible que Gálvez de Montalvo, como otros galanes de la época, admirara y aún amara a la gentil dama de la Reina y forjara con ella la protagonista de su fi cción. Pero no hay, no ya una sola prueba, sino ni siquiera la menor verosimilitud de que esos amores hubieran tenido realidad ni que, por lo tanto, infl uyeran en las decisiones conyugales de doña Magdalena.

Llevó Rodríguez Marín la deformación interpretativa de su extraordinaria erudición hasta el punto de insinuar que el propio Felipe II se enamoró también de la incomparable doña Magdalena; y se funda en una frase de la pastoril novela, que dice así: “Alguno ha tenido fuerza en la tierra para espantarla toda y no ventura para que allí se admita su voluntad, pues ¿quién presumirá de ganar aquella plaza?” Y el docto comentarista añade: “Se alude en estas bien signifi cativas palabras ¿a quién si no? A Felipe II”193. Claro es que el lector no arrebatado por el contagio pastoril ilusionismo de la novela no participará de esta convicción. El Rey Prudente tuvo sus aventuras amorosas (y sus apologistas se las reconocen y aún gustan, con un dejo de pecaminosa absolución al libertinaje de la realeza, de hacerlas compatibles con supuesta casi santidad); pero es poco probable que ocurriera todo esto recién celebrado su matrimonio con la encantadora doña Isabel de Valois. Sus enemigos, que le atribuyen todos los pecados, incluso el asesinato de la Reina, no insinua-ron jamás estos amoríos, que hubieran hecho un gran efecto en el hervidero de calumnias que rodea a este Monarca.

Es muy curioso que los que no sentimos un entusiasmo especial por Felipe II, ni como Rey ni como hombre, hayamos tenido que leer y criticar severamente papeles y papeles, durante años enteros, para demostrar que no tuvo muchas de las culpas que le atribuyen sus propios partidarios, y entre ellas, las relaciones amorosas con la mujer de su mejor amigo, la Princesa Éboli; o esta otra aventura

191. RODRÍGUEZ MARÍN, 39.192. Edición de 1926, I, 229.193. RODRÍGUEZ MARÍN, 45. AMEZÚA, I, 423, dejándose llevar de su amor de discípulo, que le

honra, acepta esta interpretación de Rodríguez Marín.

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La suegra de D. Pedro Fajardo Córdoba, doña María de la Cueva, hija de los duques de Alburquerque y Condesa de Ureña, fue camarera mayor de la tercera esposa de Felipe II, Isabel de Valois, cuyo busto vemos aquí pintado por Sánchez Coello.

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Viudo de Dª Magdalena Girón, el III Marqués, con el beneplácito de la Corte, pretendió casarse en segundas nupcias con su hermana Magdalena, pero el Papa Pío V (1504-1572), a pesar de las presiones y del viaje que dio el propio D. Pedro a Roma, no accedió a otorgar tal dispensa. El Papa, según un grabado de la obra Imagines quarundam principum et illustrium, Venecia, 1569.

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con una dama de la Reina, indigna de una de las positivas virtudes que tuvo don Felipe: el respeto a su dignidad. Llega a presumir Rodríguez Marín que las difi -cultades que tuvo Gálvez de Montalvo para la publicación de uno de sus libros, Las Doce elegías de Cristo, fueron por represalias del celoso don Felipe194, y que un aumento de la dote que éste concedió a doña Magdalena, cuando la nombraron dama de la Reina, era ya señal “de lasciva inclinación”195.

Muchas veces he escrito que en cuestiones de amor todo puede creerse y nada puede negarse; y más a la distancia de unos siglos; porque el amor no se cuida de la lógica, y cuando es preciso, y aún sin serlo, gusta de atropellarla. Pero la lógica sigue teniendo casi siempre razón. No puede negarse la posibilidad de que Felipe II, de temperamento ardoroso en la juventud y aún en la cuarentena corrida, que es la edad más propicia para el amor, tuviera para la dama de la Reina ese orden de preferencias en cuyo fondo late el pulso del sexo; más es evidente que para nada infl uyó este sentimiento si es que existió en sus relaciones con doña Magdalena. Es más, el Rey hizo lo posible porque la boda con don Pedro se realizase. Los Monarcas entonces eran, por deber que algunos, como Felipe II, extremaban, muy casamenteros. Seguramente el primer matrimonio de don Pedro Fajardo con la poderosa familia de Osuna se hizo ya con el be-neplácito del Monarca. Cuando murió doña Leonor Girón, la nueva coyunda con su hermana se fraguó también en Palacio, y esto lo sabemos de cierto por la correspondencia con el Vaticano, en mayo de 1567, pues era preciso pedir dispensa a la Iglesia para este matrimonio. Sabemos por las cartas del Nuncio en Madrid, Juan Bautista Castagno, Arzobispo de Rossano, más tarde Urbano VII, al Cardenal Alejandro, secretario de Estado de Pío V196, que el interés de la familia real en que se concediese la dispensa era muy grande; principalmente lo suplicaba la Reina, por haber sido su Camarera mayor, la Condesa de Ureña, madre de la novia. Se unía con gran encarecimiento a este ruego el Príncipe don Carlos, de-clarando que don Pedro Fajardo “era uno de sus mejores amigos”; y también doña Juana de Portugal, la hermana del Rey, de mucha autoridad con la Iglesia; y en fi n, el Emperador Maximiliano, “interponiendo toda su autoridad y la de toda la Corte

194. RODRÍGUEZ MARÍN, 51-52.195. RODRÍGUEZ MARÍN, 46. Más absurdo es aún el supuesto de que don Felipe llegara, en su

supuesta pasión por doña Magdalena, a sus últimas consecuencias, y que su marido “se viera defraudado de las primicias a que tenía maritalmente derecho”. Así lo deja caer, en el discurso de contestación a Rodríguez Marín, 80, el Marqués de Villaurrutia, tan afi cionado a estas malignas hipótesis; creo que, más que por sincera inclinación a ellas, por el placer de decirlas con elegante e inimitable picardía.

196. Correspondencia diplomática entre España y la Santa Sede, Madrid, II, 120. Hay indicación de otros documentos en el mismo sentido en RODRÍGUEZ MARÍN, 32.

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imperial”. Da, esta avalancha de regias infl uencias, la impresión de que sólo podía ser Felipe II el que las moviera. Pero el Papa, que era el riguroso Pío V, negó la dispensa obstinadamente, fundándose en lo acordado en el Concilio de Trento. Requesens, embajador en Roma, escribió al Rey pidiéndole insistiera directamente con el Pontífi ce. Y don Pedro Fajardo cortó por lo sano y se fue a Roma (junio de 1567), donde le recibieron “con mucho honor, Requesens, Marco Antonio Colonna, el Príncipe de Sulmona y muchos nobles romanos”. Visitó el impaciente novio a Pío V, y éste persistió en la negativa. Entonces don Pedro echó por la calle de en medio ofreciendo a la curia romana 25.000 ducados; pero sólo logró que el Papa le amonestara y que se afi rmase en su negativa. Ya se lo había advertido el Nuncio en Madrid: otros Papas eran accesibles a esta clase de súplicas áureas, pero Pío V, que estaba en los primeros meses de su Pontifi cado, “se conduce en las dispensas y en todas las cosas como se debe”197.

Don Pedro se volvió a España con la amargura de no llevar al tálamo a la mujer que pasaba por la más bella, graciosa y elegante de la Corte, y que además hubiera continuado su relación con la gran familia de Osuna. El aparato estrepi-toso que desplegó para lograrlo demuestra su importancia en la Corte y también la intensidad de su amor. Para nada intervino en lo sucedido la presunta repulsa de doña Magdalena, supuesta enamorada de un trovador. Pronto le encontraron otro novio, que fue don Jorge de Alencastre, Marqués de Torresnovas, más joven que ella, muy rico y de la más alta nobleza de Portugal, pues era hijo del Duque de Aveiro, título que más tarde heredó. Todavía Rodríguez Marín198 escribe el último acto de la fábula que imaginó al suponer, fundándose en unos billetes del Príncipe de Éboli, muy confusos, que doña Magdalena, por eludir el casamiento

197. No se explica bien la negativa de Pío V, pues aunque don Pedro Fajardo era pariente, en segundo grado, de doña Magdalena, este parentesco no había impedido la primera boda con su hermana doña Leonor. Claro es que el nuevo Papa era más riguroso que los anteriores, pero este rigor parece excesivo, y tal vez quería producir una impresión de justicia ejemplar. He consultado esto con algunas autoridades eclesiásticas, una de ellas la de mi amigo el Padre Ignacio Tellechea, Profesor del Seminario de Guipúzcoa y admirable historiador, que me dice: “No alcanzo a dar con la razón explicativa de la repetida negativa del Papa en el caso de don Pedro Fajardo. Los impedimentos de afi nidad, cuyo catálogo ha ido reduciéndose notablemente, esto es, abreviando los grados, parecen siempre dispensables, sobre todo en la línea colateral. El de consanguinidad fue dispensado en el matrimonio de doña Leonor con don Pedro, luego parece no podría ser óbice para el matrimonio de su hermana. En este caso concreto, se puede hablar de multiplicación del impedimento, por confl uir consanguinidad con afi nidad; pero ni en esto veo algo no susceptible de dispensa. Acaso aclararía el asunto el dar con el expediente en Roma, probablemente en los votos y estudios correspondientes”. (30 de octubre de 1958).

198. RODRÍGUEZ MARÍN, 34.

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con el lusitano, alegó que tenía dada palabra de casamiento a otro hombre, lo cual, como estaba vedado a los nobles al servicio de Palacio, estuvo a punto de ser castigado con la expulsión de la novia del servicio palatino. Se arregló todo acelerando el enlace con Aveiro199.

La boda de doña Magdalena se tramitó en 1568 y su fracaso aumentó, sin duda, la tendencia melancólica de don Pedro Fajardo. Pero tres años después éste concertaba (1571) sus segundas nupcias con doña Mencía Requesens y Zúñiga, hija única del Comendador de Castilla, el mismo que había contribuido al fracaso de su padre, don Luis, en la guerra de las Alpujarras; y el mismo que le había acompañado en Roma ayudándole en el intento de sobornar a la curia vaticana para que se casase con la hija de los Ureña. Pero todo esto eran pelillos a la mar ante la conveniencia de Fajardo, pues, a la excelente situación económica de los Requesens, con heredera única, se unía el gran prestigio del suegro, Comendador mayor de Castilla, militar, marino, embajador y político ilustre, cuya infl uencia se dobló después de la victoria de Lepanto (octubre de 1571), de la cual fue él uno de los principales artífi ces. Era, además, Requesens hombre recto y lleno de bondad; y nada lo demuestra como el amor que sintió por él su yerno desde el principio del matrimonio200.

Probablemente doña Mencía Requesens, que tenía solo quince años cuando se casó, y más de cuarenta su marido, no hizo olvidar a éste la fascinación de doña Magdalena Girón, pues en ninguna parte se alude a los encantos físicos de aquélla, en una época en que las grandes señoras tenían fáciles y entusiastas panegiristas. No conocemos de ella retrato alguno. Tal vez, además, había heredado el difícil carácter de su madre, muy bien estudiado por el Padre March, que resume, a

199. El billete del Príncipe de Éboli sobre el que especula Rodríguez Marín dice que “su Majestad está determinado de mandar que las damas se vayan a casa de sus padres”, eran, pues, todas, y no sólo doña Magdalena, las que debían salir, tal vez por la enfermedad de la Reina. Y si se dibujara una amenaza de expulsión especial para ella, más lógico sería que fuera por su oposición al en-lace con Aveiro después de haber dado palabra de matrimonio a Fajardo. Aveiro fue un valeroso caballero. Quizá Éboli, que era portugués, fue el que lo concertó. No consta que con él fuera infeliz la gallarda española, hasta que llegaron a Lisboa las noticias de la batalla de Alcazarquivir, en la cual el Duque murió bravamente al lado del Rey don Sebastián.

200. Hay en las cartas de éste pruebas de ese amor, como, entre muchas, la carta que le escribía desde Viena (9 de noviembre de 1574), donde exclamaba: “Lo que toca a lo que V.M. me quiera mandar, puede hacerlo seguramente, pues nadie en el mundo le debe más que yo ni tanto más ha de durar mi vida para ello, porque no basta el nombre de hijo para alargármela”. (Valencia de Don Juan. Envío 67, núm. 74). Después citaremos nuevas pruebas de este ejemplar amor entre yerno y suegro.

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pesar de la indulgencia y simpatía con que este excelente historiador trata a toda la familia Requesens, en estas expresivas palabras, que aplica a un episodio de su vida, pero que en el curso de la biografía se ve que se repite con frecuencia. Requesens –no dice- “el diplomático y guerrero, a la vez, que tan buenos éxitos había alcanzado, viose forzado a capitular ante su mujer”201. No son raros los hombres in-vencibles fuera de casa que se rinden mansamente en el hogar. Y el mal humor invariable que se adivina en todos los pasos de don Pedro pudiera relacionarse en parte con que doña Mencía se parecía ya a su madre desde su juvenil matrimonio. La madre y la hija tenían la manía de no acompañar a sus maridos en sus andanzas viajeras, grave defecto, que traiciona el título más responsable de la mujer, el de compañera y, por ello, muy expuesto a perder el amor del varón, en quienes no son tan bondadosos como lo fue el Comendador. Pero, a pesar de las ausencias, el Marqués imitó en esto, como en todo, a su suegro; y, a juzgar por sus cartas, guardó para doña Mencía un afectuoso y creciente amor; y es que el prestigio familiar de los padres no es indiferente para el amor conyugal de los yernos.

Mas cualquiera que fuese la suerte conyugal del tercer Marqués de los Vélez, la ascensión social aneja al matrimonio sí que la consiguió, aunque con sus vaive-nes y catástrofes. Y con esto entramos en el segundo período de su vida.

Al año siguiente de casarse (1572), Felipe II hízole, en efecto, merced de una Embajada especial en Viena para tratar con el Emperador Maximiliano de las res-quebrajaduras de la Liga contra el Turco, que estaba en trance de desmoronarse, a pesar de la gesta de Lepanto, más gloriosa que efi caz; y que, al fi n, cayó por las intrigas de los magnates europeos, especialmente los Príncipes protestantes de Alemania, en torno de Maximiliano II, desafecto a todos los designios que fueran gratos a Felipe II y al Vaticano.

Una vez más, Europa, madre de la civilización occidental, rectora del espíritu del universo, se comportaba con ligereza rayana en la inconsciencia, que había dado lugar, años antes, al duro apóstrofe de Vives, y después, en el transcurso de los siglos siguientes hasta nuestros días, a otros muchos. El Rey de España estaba pendiente de cuanto, en este sentido y en todos, ocurría, y tenía movilizados a los más efi caces de sus agentes para tratar de remediar el mal. Entre ellos, desco-llaba el Duque de Alba, que desde su llegada al gobierno de Flandes no cesaba de escribir a la Corte, procurando, con su enorme autoridad, que los Países Bajos entraran en la Liga; y maniobrando directamente con los Príncipes alemanes para facilitar la entrada del Emperador202. Pero nada se lograba y, por entonces,

201. MARCH, 125.

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el viejo capitán tenía el concierto por roto y desconfi aba mucho de que pudiera volverse a enderezar; y con su áspera claridad se lo decía a Felipe II. Éste tenía en Viena, como representante ordinario, al Conde de Monteagudo, cuya gestión era puramente informativa y poco dinámica. Por ello, el Monarca español decidió enviar un Embajador extraordinario a la Corte imperial para tratar de convencer a Maximiliano. El nombrar a don Pedro Fajardo para dicha misión era, para él, un espaldarazo por parte del Consejo y del Rey; y éste lo refrendó al escribir a los Comisarios de la Liga que había nombrado para esta Comisión a don Pedro “por la mucha satisfacción que tengo de él y de su buena manera y cordura para cualquier negocio de importancia”. Cualquiera que fuere la impresión de Requesens, el suegro, y la de Antonio Pérez, el Secretario todopoderoso, ligado por amistad estrecha con Vélez, si las hubo, es evidente que don Felipe, parco en sus elogios, tenía de Fajardo una gran idea203.

Tardó en ponerse en camino don Pedro. En aquella Corte todo se hacía con retraso, pero al fi n partió, en marzo de 1572204, cuando, según Alba205, ya estaba perdido el asunto. No le acompañó su mujer que, sin duda, había heredado, como acabo de decir, la manía de su madre, la incómoda doña Jerónima. Pasó por Milán, donde gobernaba su suegro; y en septiembre llegaba a Viena, siendo allí recibido con el agasajo protocolario por Maximiliano y la Emperatriz doña María, hermana del Monarca español, y por el embajador Conde de Monteagudo206.

La actuación diplomática de don Pedro Fajardo en Viena no fue, ciertamente, brillante porque no podía serlo. La adhesión del Emperador a la Liga contra el Turco dependía de una cantidad de circunstancias políticas, religiosas y personales casi imposibles de vencer, como ya había predicho el Duque de Alba, y, además, de otras aún más graves que determinaron su defi nitivo fracaso: la muerte de Pío V (mayo de 1572) y la paz entre Venecia y los turcos (marzo de 1573). En las correspondencias de la época asoma el estupor de que las cosas sucedieran así, y nos hace meditar sobre lo que ahora sucede. Lo cierto es que las decisiones de la divina sabiduría es frecuente que no coincidan con los propósitos y los juicios de los hombres, muy especialmente cuando éstos, en su soberbia, se arrogan la representación de la divinidad. De aquí la frecuencia con que Dios da la razón a

202. Véase ALBA. Cartas de noviembre de 1569, a mayo de 1572; tomos II y III.203. SERRANO, IV, 607. El nombramiento de don Pedro tenía, además, por objeto, y por pretexto,

felicitar al Emperador por el nacimiento de su hijo. Al Duque de Alba le pareció mal lo de la feli-citación, pues quitaba importancia a la Embajada.

204. SERRANO, IV, 703.205. ALBA, II, 727.206. Detalles sobre este viaje en MARCH, 125.

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los que, en los confl ictos individuales o estatales, se tienen clasifi cados como “los malos”; y se la quita a los que pasan por “los buenos”. Sólo Dios ve en el fondo de las almas y administra con rigurosa justicia el premio o el castigo. Aunque esto, en los siglos de que hablamos, ocurrió con frecuencia, es espectáculo de todos los tiempos.

Don Pedro, malhumorado, a los dos años de su Embajada, y cuando la daba ya por terminada, en agosto de 1574, escribía a su suegro, el Comendador Requesens: “Yo no he comenzado a servir a Su Majestad en nada, ni los negocios que he tratado han tenido tal suceso que me haga creer que el Rey se acordaba de mí para nada”207. Nuestro Embajador participaba, quizá con exceso, a consecuencia de su humor retraído y de sus enfermedades y disgustos familiares, del gran pesimismo que acongojaba a la mayoría de los grandes personajes españoles en esta segunda parte del reinado de Felipe II; del cual hallamos constantes testimonios en las cartas del Duque de Alba, de Requesens, de don Juan de Zúñiga, del mismo don Juan de Austria, etcétera. Pesimismo del que no nos dan idea los historiadores, que pintan aquellos años como rodeados de un nimbo de ímpetu y de esperanza.

Los disgustos que exacerbaban la melancolía de don Pedro se debían, prin-cipalmente, a la dilación del Rey para concederle la licencia de volver a España, una vez terminado el quehacer que le llevó a Viena. El enigmático carácter de don Felipe tenía siempre sobre ascuas a sus mejores servidores; y así, cuando alcanzaban una Embajada, no sabían casi nunca si era para servir a su Patria y ganar nuevos favores, o si les querían desterrar y olvidar. Don Felipe había fi jado el término de la Embajada para el verano de 1574, y al llegar éste y no recibir la ansiada licencia, don Pedro se desmoralizó, suponiendo que le abandonaba la gracia real, y que no saldría nunca más de allí. Aumentaba su prisa porque su padre había muerto (4 de julio de este año de 1574) y todas las noticias coincidían en que “lo de su Estado quedó de manera que hay mucha necesidad que vuestra señoría vaya presto a ponerlo en vida”, según le escribía, y nadie con más autoridad, don Juan de Zúñiga, su tío político, Embajador en Roma208. Pero no podía ir a España sin licencia del Rey y ésta no llegaba nunca, a pesar de los pesares.

Encontramos aquí una de las muchas actitudes de indecisión tan típicas de Felipe II, que le han valido el título de Prudente, sin que la prudencia se vea por ninguna parte. El confundir la indecisión que se origina en la timidez o en el

207. Nuevo Codoin, V, 111.208. Carta de don Juan de Zúñiga al Marqués de los Vélez, 4 de septiembre de 1574. Nuevo Codoin,

V, 178.

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maniático exceso de la responsabilidad con la prudencia, es harto fácil y achaque muy común, sobre todo si median razones de orden político para esta conversión de un grave defecto en una egregia virtud209. De la indecisión se derivaba también el continuo cambio en los puestos, altos y bajos, no justifi cados, sino debidos al capricho regio, lo cual originó una de las sentencias del Marqués de los Vélez, que su propio suegro Requesens gustaba de repetir: “Los árboles de aquella huerta pierden cada año la hoja y se visten de otra nueva”. La huerta, no hay que decirlo, era la Corte210.

El Marqués de los Vélez había solicitado la licencia para volver a España en marzo de 1574, y Requesens había escrito al Secretario Zayas recordándole que despachara el Monarca el asunto. Pero la respuesta no llegaba jamás. Don Juan de Zúñiga calmaba al Marqués de los Vélez diciéndole que al Embajador en Roma tampoco le contestaba el Rey211. El Marqués, propenso a la angustia, y considerán-dose desterrado en Viena, despachó un propio para gestionar personalmente la licencia, vista la inutilidad de las cartas con el mismo resultado nulo212. Se quejaba, además, amargamente de que el Rey no le había envido una sola carta de pésame por la muerte de su padre213. Y en fi n, ansiaba sólo “meterme en ese rincón que Dios me ha dado, en compañía de mi mujer”. “Ese rincón” era el palacio de Vélez Blanco, con el que debía soñar de continuo en sus horas de nostalgia en Viena.

Las cartas publicadas con motivo de la licencia nos permiten precisar los pretextos que ponía el complicado Monarca español para no concederla: quería que el Marqués fuera a Flandes para asistir a su suegro, Requesens, que había sido nombrado Gobernador de los Países Bajos, cuando dimitió el Duque de Alba. Requesens, en efecto, estaba achacoso y desesperado, tanto como el Duque dimitido, al que también hubo de poner el Monarca como ayuda y lazarillo al Duque de Medinaceli, con las naturales precauciones para que no se irritara el

209. En el libro apologético de B. PORREÑO, Dichos y hechos del Sr. Rey Don Felipe II el Prudente, Madrid, 1639, fi gura un largo capítulo en el que encomia esa supuesta virtud del Monarca; y no se dicen en él más que niñerías sin valor ejemplar. Son casi todas por este estilo: “De tres cosas se preció este Prudente Rey, esto es, de no haber usado gregüescos, valonas ni calzona; de no haberse puesto a mula; ni de haber bailado” (p. 62). De otras cosas se preciaría más justifi cada-mente este Monarca.

210. Valencia de Don Juan, envío 32, doc. 219.211. Carta de Zúñiga a Vélez, 21 de agosto de 1574. Nuevo Codoin, V, 97.212. Véase carta del Marqués de Monteagudo a don Juan de Zúñiga, 18 de septiembre de 1574.

Nuevo Codoin, V, 223.213. Carta del Marqués de los Vélez a don Juan de Zúñiga, 9 de septiembre de 1574. Nuevo Codoin,

V, 191.

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viejo y susceptible guerrero. Don Juan de Zúñiga, que era la cordura misma, se lo decía claramente a Requesens: “Temo que el Rey no ha de dar licencia al Marqués (de los Vélez) para irse a su casa; y después que yo oí que tomaba esto como torcedor para hacerle ir a Flandes, fui de opinión de que se fuera desde luego de ahí (a Flandes), de donde se podría ir a su casa mejor sin licencia, que desde Viena, tomando v.e. parte de esta carga; y cuando más tardare en hacerse esto, mayores inconvenientes se adore-cerán”214. Don Pedro escribía lleno de irritación contra el Monarca. Dos cosas se pueden oponer a mi marcha, decía: “la una, el que al Rey se le dará muy poco el que yo no vea más a mi mujer en toda mi vida, ni que mi estado se arruine, con tal que él se persuada que cumple a su servicio otra cosa; lo segundo es que v.e. podrá buscar manera de echarme en breve de ahí”215. Todo tiene su fi n en este mundo y, un buen día, el Marqués de los Vélez llegaba a Barcelona sin pasar por Flandes, desembarcando en aquel puerto en mayo de 1575216. El milagro lo hizo el buen Requesens, que había escrito reiteradamente al Monarca, pidiéndole que su yerno no fuera a Flandes, ya que, dada la situación caótica en que estaban allí las cosas, tendría que prolongar mucho su ausencia de España, dejando sola, después de varios años, a su mujer, y además, porque la muerte del segundo Marqués de los Vélez había dejado mal parada la hacienda de su hijo217. Pero todavía, antes de repatriarse, el nuevo Marqués de los Vélez tuvo que pasar por una nueva difi cultad.

Y fue que, por el año de 1574, habían llegado a extremos de violencia las fre-cuentes inquietudes de la República de Génova, iniciadas en 1572, entre los nobles viejos y el pueblo, al cual agitaba un Bartolomé Corona. Felipe II se interesaba mucho en mantener la paz en la ciudad, en la que España tenía muchos adeptos desde los tiempos de Carlos V, que cuidó hábilmente el país genovés porque su equilibrio era necesario para conservar el de los otros Estados italianos. Felipe II

214. Carta de don Juan de Zúñiga a Requesens, 18 de septiembre de 1574. Nuevo Codoin, V, 220.

215. Carta de Vélez a Requesens. Nuevo Codoin, V, 108. En el Archivo de Valencia de Don Juan hay una larga carta, casi toda en cifra, del Marqués a Requesens, contestación de otra a éste en la que el Comendador pintaba la gravísima situación de Flandes, lo cual expondría a prolongar largamente la vuelta a España de Vélez. También es dura para Felipe II. (Valencia de Don Juan, 5 de julio de 1574, envío 32, doc. 220).

216. Carta de Requesens a Vélez. Valencia de Don Juan, envió 68, docs. 231 y 232.217. Escribió, en efecto, Requesens a su yerno, cuando éste, recuperada más tarde la gracia del Rey,

estaba en condiciones de hacer favores a su suegro: “Acuérdese v.s. del servicio que le hice cuando desbaraté su asistencia en Flandes, que tanto el Rey deseó”. (Valencia de Don Juan, 25 de julio de 1575, envío 68, documentos 231 y 232; y 19 de septiembre de 1574. Nuevo Codoin, V, 235). También debió de infl uir el Duque de Alba. (Alba, carta al Conde de Monteagudo, 11 de octubre de 1574, III, 600).

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D. Fernando Álvarez de Toledo, tercer duque de Alba, en los últimos años de su vida. Retrato anónimo en el Palacio de Liria.

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D. Luis de Requesens, padre político de D. Pedro Fajardo y Córdoba, tercer marqués de los Vélez, fue muy eficaz en el apoyo que dio a su yerno en la Corte de Felipe II. Grabado de época. Biblioteca Nacional, Madrid.

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siguió la táctica de su padre, con la habilidad de gran gobernante que en no pocas ocasiones acertó a desplegar. Para ello, envió como embajador extraordinario a uno de sus mejores políticos, Juan de Idiáquez; y como pareciera al Consejo de Madrid “que era menester la asistencia de algún Grande en tal negocio”, propuesto al Rey el nombramiento, a elección, del Príncipe Vespasiano Gonzaga, el Duque de Gandía o el Marqués los Vélez, que estaba en Viena. Eligió el Rey a éste, pero se excusó y, al fi n, fue nombrado el Duque de Gandía, don Carlos de Borja218. Esto ocurría mediado el año 1574. ¿Por qué la negativa de don Pedro Fajardo a ir a Génova, que le evitaba la jornada de Flandes y le ponía en el camino, tan deseado, de España? Si duda, porque temía que la asistencia a Juan de Idiáquez se prolongara mucho, es decir, que fuera una treta más para tenerle lejos de la Corte; y quizá porque no consideraba el cargo a la altura de su prestigio. Don Pedro comentaba esto en carta a su suegro Requesens, y éste le contestaba: “Todo lo que v.s. discurre sobre la orden que S.M. le dio para la jornada de Génova y el senti-miento que de ello tuvo y haberlo signifi cado así al Rey, por medio de Antonio Pérez y Zayas y el Conde de Chinchón, para que éstos se lo presentaran (al Rey) fue muy justo; y es cierto que es una de las cosas que en mi vida me han dado mayor pena y que con mayor cólera he tomado; y no hay quien entienda las resoluciones del Rey de un tiempo a esta parte, porque yo sé muy bien que estima la persona de v.s. todo lo que puede ser; y veo (a la vez) que le han tratado muy mal; y sé también que estimaba muy poco la del Marqués de Mondéjar, y hale hecho Virrey de Nápoles, y así mismo otras provisiones que habrá entendido, tan diferentes de lo que se pensaría. Nuestro Señor nos tenga de su mano como la cristiandad lo necesita”219. Es decir, que la elección del Marqués de los Vélez para el asunto de Génova se consideró como un agravio a éste, y, por de pronto, regresó a España, probablemente sin el permiso regio.

Al fi n llegó a su casa de Barcelona, y después de las efusiones conyugales que dieron por resultado el embarazo de doña Mencía (que nada es más propio para curar la infertilidad que una ausencia)220, fue a Madrid, pasando por Valencia, en noviembre del mismo año de 1575.

218. CABRERA, II, 187. Véase también F. PÉREZ MÍNGUEZ, Don Juan de Idiáquez, San Sebastián, 1935, 124 y sigs. Es curiosa aquí, y una vez más, la preferencia de don Felipe por la burocracia no aristocrática y cómo le frenaban los Grandes.

219. Carta de Requesens al Marqués de los Vélez. Valencia de Don Juan, julio de 1575, envío 68, doc. 231.

220. La misma doña Mencía escribió a su padre comunicándole la fausta nueva, a lo que el Comen-dador Requesens contestaba: “También me escribe (Doña Mencía) que va adelante su preñado, que me ha dado mucho contentamiento. Nuestro Señor la alumbre con bien, que es cierto que nunca deseé tanto tener hijos como ahora deseo tener nietos”. (Valencia de Don Juan, 15 de julio de 1575, envío 68, doc. 231).

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La acogida que tuvo en la Corte no fue para animarle. Tal vez porque, como el mismo Marqués decía en la sentencia citada más arriba, “los árboles de aquella huerta prenden cada año la hoja”; y, en su caso, además de la mala memoria cor-tesana, probablemente infl uía el regio enojo por la no aceptación del Marqués para la gestión de Génova y por haber prescindido de la autorización regia para regresar a España. El Rey no lo recibía, obstinadamente, después de varios años de andanzas diplomáticas por Europa. El Marqués escribió entonces a Requesens pidiéndole consejo sobre lo que debiera hacer y que le apoyara, con los magnates que rodeaban al Rey, para rehacer su carrera. Y el buen Comendador de Castilla, que terminaba su vida en Flandes, como estuvo a punto de terminarla el Duque de Alba y como la terminaron don Juan de Austria y Alejandro Farnesio, por servir a una política personal descabellada del Rey, y, además, sin la asistencia debida por parte de éste, le escribió la irritada carta a la que pertenecen los párrafos antes citados y otros que dan, a través del recto espíritu de Requesens, que fue, si no de los hombres más inteligentes del reinado, uno de los más rectos, una visión expresiva de lo que pensaban de Felipe II sus mejores súbditos, así como el desastroso funcionamiento interior y exterior de la Corte de España. La verdad es que el Gobernador de Flandes, hombre digno, no intrigante, alejado durante largos años del Palacio Real y sus alrededores, no tenía una gran infl uencia en aquel momento; pero conservaba la inapreciable virtud de la prudencia y con ella aconsejaba así a su yerno: “Vuestra Señoría hará muy bien en excusarse de esta jornada y lo hará (igualmente) en no vender ni empeñar cosa de su Estado por ninguna (razón) que se le mande hacer; y habiendo besado las manos al Rey dádole cuenta de sus comisiones, me parece que v.s. se vaya a poner remedio a las cosas de su casa, que con su presencia espero en Dios que lo podrá prestar. Y si el Rey quisiera sacar a v.s. de ella (de su casa) para cosa de asiento y conforme a la calidad de su persona, me parece que no puede ni debe rehusar; pero tampoco procurarlas mientras de suyo no saliese a ello”221.

Pero súbitamente todo el enojo del Rey se desvaneció. No sabemos si fue-ron las súplicas al rey del buen Requesens, antes de morir (marzo de 1576), o

221. En efecto, el desconcierto económico ya iniciado tiempos del segundo Marqués, don Luis, el cruzado manirroto que acababa de morir, debió de acentuarse en los últimos años de su vida. Ya he citado la carta de su tío don Juan de Zúñiga pronosticándole una bancarrota. Sin embargo, la situación no era tan mala. Los alumbres de Cartagena, heredados en su mayorazgo, le producían rentas copiosas. Más adelante, en virtud de pleitos que se urdieron en torno de estos bienes, los cedió a sus hermanos; y cuando recuperó la gracia real y la infl uencia, renunció a la herencia de su padre, en uno de sus rasgos caballerescos. Sobre todo este pleito de los alumbres, véase carta de los Vélez a Requesens, 24 de agosto de 1574. Nuevo Codoin, V, 108; Valencia de Don Juan, septiembre de 1575, envío 32, doc. 216; y Valencia de Don Juan, 13 de diciembre de 1576, envío, 32, documento 219.

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si intervino el Duque de Alba, que estaba ya en la Corte y que tantas muestras de afecto había dado a los Vélez, aunque luego se disipó la amistad recíproca, o bien si se trató de una de las decisiones, en apariencia o en realidad veleidosa, con que Felipe II gustaba de alzar al caído sin otra razón que su voluntad. No lo sabemos. Pero aún queda otra interpretación que tengo por la más verosímil: que el Marqués de los Vélez, ducho en los usos y costumbres de aquella Corte corrompida, sabedor de cómo se ganaban las voluntades –sin escrúpulos, cuando era preciso, como lo demostró en su intento de soborno a la curia vaticana, que antes he relatado- estaba ya en relaciones con uno de los más poderosos resortes que movían la escasa voluntad de Felipe II: la infl uencia de Antonio Pérez, punto sobre el que no dejaremos de insistir.

El hecho es que, tras los desdenes de los primeros meses, un buen día, el 20 de septiembre de 1575, el Marqués de los Vélez anunciaba a su suegro que el Rey le había mandado que sirviese a la Reina doña Ana, de Mayordomo mayor, cargo importantísimo en el mundo cortesano. Afectaba, en su carta a Requesens, que no le agradaba el nuevo destino, alegando que quería la paz, que estaba enfermo (lo cual era verdad) y que su “fi losofía había parado en economía, la más pesada del mundo”. Pero se adivina entre líneas su satisfacción222. Y esto no era más que el principio, pues en abril de 1576, ya fallecido su suegro, en carta a uno de sus amigos de la Corte, encomiaba sus altos quehaceres, con un aire de cansancio encubridor de su vanidad satisfecha: “Yo tenía que entender en mi ofi cio (de Mayordomo de la Reina) de la mañana a la noche; y Su Majestad, porque me faltaba tiempo para todo, me ha hecho merced de que me ocupe en nuevo trabajo, en su Consejo; y ando alcanzadísimo de tiempo y no con gusto de nada, porque he perdido más en mi libertad y soledad que cualquier otro hombre del mundo. Doy cuenta de ello a v.s. porque sabe que todo ha de ser para emplearlo en su servicio y esta ley asegura un hijo que Dios me dio”223.

La personalidad del tercer Marqués de los Vélez, como ya indican los párrafos copiados, maduró de un modo sorprendente, cual ocurre a muchos hombres, ya no jóvenes, cuando alcanzan el poder y la responsabilidad, que son despertadores efi caces de cualidades que en la vida normal hubieran quedado inéditas. Algunos de los pocos documentos que se conservan de él lo comprueban: tal una larga comunicación al Duque de Sessa en diciembre de 1576224, en la que hace una

222. Carta del Marqués de los Vélez a Requesens. Valencia de Don Juan, 20 de septiembre de 1575, envío 32, doc. 216.

223. Carta de los Vélez sin dirección. 14 de abril de 1576. Valencia de Don Juan, envío 32, doc. 217.

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revisión de muchos asuntos, serios o banales, que preocupaban a la Corte, con juicios tan claros y lúcidos y con lenguaje tan elegante, que puede asegurarse que ninguno de los otros consejeros o secretarios de Felipe II los podría igualar. Se explica que Antonio Pérez prodigara al Marqués los elogios que tanto se han difundido; y que el Monarca pasara, respecto de él, desde la adustez a la confi an-za, que le hubiera llevado a un puesto preeminente en el reinado, de no haberse torcido las cosas por el tenebroso asunto de Escobedo; que fue, por otra parte, la causa de que se recogieren y destruyeran los papeles del Marqués, salvándose muy pocos.

El gran historiador Cabrera da cuenta de la rápida fortuna de don Pedro con estas palabras: era “miembro del Consejo de Estado y Mayordomo mayor de la Reina y ministro comunicador, con amor y continuación y muy participante entonces de los mayores secretos”225. Pero no hace falta apelar a testimonios ajenos, pues el mismo Marqués, en la carta a Sessa antes aludida, dice: “El señor don Juan (de Austria) me dejó prendido en su servicio y en su grande amistad, y también lo quedé de Escobedo, y lo era antes y después de Antonio Pérez, que de mí fía cuanto pudiera. De Ruigómez, con estar yo metido entre éstos (personajes), tendrá v.s. más seguras las cosas de su servicio que hasta aquí, y todo es menester en el piélago en que aquí navegamos; y certifi co a v.s. que he hallado en Antonio Pérez muy buena amistad, y la principal parte de ésta es hallarle muy fi no en el servicio de v.s. y muy afi cionado a él y no menos reconocido a la amistad que v.s. hizo siempre a su padre”. Hablaba, pues, como quien ya dirigía, con tacto y seguridad, los resortes más delicados de la Corte.

Pero el peligro fermentaba bajo la rápida gloria. Cuando don Juan de Austria, recién nombrado gobernador de los Países Bajos, se presentó en la Corte, en agos-to de 1576 (contrariando también, como poco antes Vélez, las órdenes del Rey, que había dispuesto que desde Italia fuese directamente a su nuevo destino), es sabido que se alojó unos días en la casa de Antonio Pérez –la que el llamaba “La Casilla”, donde hoy está el Colegio de Santa Isabel, en la calle de este nombre- porque Felipe II estaba en El Escorial, precisamente para no recibir a su hermano en Madrid. En “La Casilla” comenzó, conviene recordarlo, la gran intriga que había de terminar en el asesinato de Escobedo. Y cuando fue don Juan al Monasterio de San Lorenzo, encontró al Rey con el Duque de Alba y el Marqués de los Vélez, del Consejo de Estado, además del Secretario Antonio Pérez. Estos dos, el Marqués y Pérez, dice Cabrera, “amigos entre sí y privados del Rey”226.

224. Carta de los Vélez al Duque de Sessa. Valencia de Don Juan, envío 32, doc. 219.225. CÓRDOBA, II, 306.226. CABRERA, II, 306.

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El tercer Vélez: D. Pedro Fajardo y CórdobaIV

Felipe II en la época media de su vida. Retrato de Lucas de Holanda. Museo de Bellas Artes, Valencia.

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El tercer Vélez: D. Pedro Fajardo y Córdoba IV

Pedro Fajardo y Córdoba, II marqués de los Vélez fue Mayordomo mayor, en 1575, de Ana de Austria, cuarta esposa de Felipe II, quien aparece aquí retratada por Antonio Moro. Museo Histórico de Viena.

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En esta escena vemos a Vélez, por una parte, en la misma situación de pri-vanza que el Duque de Alba; y, por otra, unido ya con Antonio Pérez, que más tarde le había de perder. La entrevista terminó con un incidente que parecía un presagio: al saludar don Juan de Austria al Príncipe don Hernando, éste “se atravesó por detrás”, y con la contera de la espada don Juan hirió a don Hernando entre ceja y ceja, de manera que cayó en tierra, con tan desesperado disgusto del vencedor de Lepanto, que habló de tirarse por la ventana.

Meses después, don Juan, en una carta al Rey, desde Luxemburgo, le suplicaba que leyera su misiva, llena de noticias y refl exiones importantes, en el Consejo; y que si no lo consideraba oportuno, diera, por lo menos, cuenta de su contenido “al Marqués de los Vélez, tan buen y fi el consejero de Vuestra Majestad”227. Felipe II escribió, al margen de estas palabras de don Juan, que no creía conveniente leer la carta a nadie, y, en caso de leerla, que lo haría también al Inquisidor general; pero añadía: “Vos hacer lo mejor, Antonio Pérez”; frase en la que, por el sentido y la redacción, se transparenta la infi nita confi anza que tenía en su Secretario. Esta confi anza de don Juan en el Marqués de los Vélez y la del Rey en Antonio Pérez nos da cuenta de cómo se iniciaba en la Corte de España la gran intriga, cuyas consecuencias iban a ser la muerte desdichada de don Juan de Austria, en Flandes; el asesinato de Escobedo; las persecuciones y el largo destierro de Antonio Pérez y el descrédito del Rey, al que la Historia no podrá absolver de estas culpas.

Recientemente he escrito la historia de Antonio Pérez228, que ahora surge como uno de los protagonistas de este capítulo de la crónica de los Vélez. A ella remito al lector. Recordaré aquí que el Secretario del Rey, hábil y cínico burócrata, hijo genuino de los años fi lipistas, fue prototipo de todo lo que esta época tuvo de monstruosamente amoral; quiso satisfacer sus apetitos de oro, de goces físicos, de poder, y del juego arriesgado de la intriga por la intriga, haciéndose dueño de quien lo era totalmente de España y casi del mundo, Felipe II, mediante la captación directa de la débil voluntad regia y por la creación de un partido que aparentemente era un instrumento de gobierno del Rey y, en realidad, lo era de gobierno de Antonio Pérez sobre el Monarca. Como es sabido, y más arriba he referido, los dos partidos estuvieron al principio capitaneados, respectivamente, por el Duque de Alba, tradicionalista, conservador y belicista, y por Ruy Gómez de Silva, contemporizador, pacifi sta, antiguerrero, pudiéramos decir, liberal. Por los años de 1576-1577, al que hemos llegado en nuestra historia, las principales fi guras de ambos partidos era, según las Relazione delle cose di Spagne, de un diplomático

227. Carta de Don Juan a Felipe II, 21 de noviembre de 1576, Gachard, Correspondance, V, 56.228. Primera edición 1947; sexta edición, 1958; cito por la primera.

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veneciano, tal vez el Priuli, antes citado, las siguientes: en el partido belicista, el Duque de Alba, el Prior don Antonio de Toledo, el Príncipe de Mélito, el Marqués de Aguilar y el Secretario Zayas; y en el partido pacifi sta, don Gaspar de Quiroga, Arzobispo de Toledo, que lo capitaneaba (Ruy Gómez había muerto en 1573), el Marqués de los Vélez, Antonio Pérez, Mateo Vázquez y Sebastián de Santoyo. En las breves y agudas biografías que el autor de esta Relación hace de todos estos personajes, destacan como principales Antonio Pérez y el Marqués de los Vélez. Pérez se ocupaba de los asuntos de Flandes y de los de Italia (aún no teniendo el título de Secretario de Italia), y en general de todo, “sabiendo –dice Priuli o quien fuere- atemperar y disimular por la dulzura de su trato los numerosos disgustos origi-nados por la lentitud y la parsimonia del Rey”; y, añade: “es sobre todo estimado por el Marqués de los Vélez y el Arzobispo de Toledo”. Al Marqués, Mayordomo mayor de la Reina, le defi ne como “habilísimo y muy al tanto de todo, poco comunicativo”, “de carácter disimulado, como el del Rey” (antes he comentado ya esta frase); y termina con esta profecía: “Con la ayuda de su partido, que es el que ahora gobierna, Vélez se elevará más todavía”229.

Todos estos datos conducen a la hipótesis que antes he enunciado: quien cambió el ánimo de Felipe II respecto a Vélez pudo muy verosímilmente ser Antonio Pérez. Yo no lo dudo. Recuérdese que Pérez fue nombrado Secretario de Estado a los veintiocho años, al morir su padre, Gonzalo Pérez, muy protegido desde el comienzo por Ruy Gómez, Príncipe de Éboli, gran privado a la sazón; que supo captarse desde los comienzos, y a pesar de su vida disipada, que era pública en la Corte, la simpatía de Felipe II. Las minutas de Antonio, llenas de observaciones al margen de mano del Monarca, son verdaderos diálogos entre los dos y dan siempre la impresión de simplicidad infantil en el Rey y de astucia en su Secretario para conducirle a donde quería, haciéndole creer que era él al que se le ocurría todo, recurso muy común en los audaces que manejan a los poderosos menos inteligentes que poderosos. El nombramiento se formalizó en 1568, año lleno de desdichas para España y para el Monarca; y las pesadumbres de éste le encadenaron con más fuerza a aquel joven que tenía soluciones para todos los confl ictos y las proponía con tanto garbo. Sin embargo, he escrito yo, si se estudia con atención la vida de Antonio en el decenio decisivo de 1568 a 1578, es fácil apreciar un cambio en su actitud, que se inicia después de 1573, fecha de la muerte del Príncipe de Éboli. Hasta entonces no se perciben, por parte de Pérez, rastros de intrigas de consideración, ni en sus papeles ni en la referencias de los contemporáneos, sólo un celo absoluto y un innegable talento, en el servicio del Rey. Después aparece, cada vez más honda, la huella de una desenfrenada

229. Relazione, en Gachard, Les Ambassadeurs, p. 181 y siguientes.

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ambición. Se adivina que, al faltar Ruy Gómez de Silva, surge en Antonio, tal vez empujado por el Marqués de los Vélez y por el Arzobispo Quiroga, un ímpetu, primero velado, después cada vez más preciso, de ser el jefe de la facción, quizá el valido permanente del Monarca230.

Así pensaba entonces; pero ahora, al reanudar mis investigaciones sobre el Marqués de los Vélez, creo que hay un error al insinuar que fueron el Marqués y el Arzobispo de Toledo quienes empujaron la ascensión de Pérez. El Prelado, muy anciano, aunque todavía muy avisado, no fue un intrigante; y el Marqués de los Vélez hemos visto que venía de una larga estancia en el extranjero y que no se reintegró a la vida española más que después de una resistencia larga del Rey. Es, pues, más verosímil que fuera Antonio, ya dueño de la voluntad de Felipe II, quien reorganizase el partido del difunto Éboli, dándole como cabeza la venerable, pero sin peso político del Arzobispo, e incorporando como personaje de la aristocracia, no a un título de los que sólo podían exhibir sus pergaminos, o su espada, sino a don Pedro Fajardo, Marqués de los Vélez, civil, culto y latinista, afi cionado a los negocios públicos, pacifi sta, señor de tierras importantes, y emparentado, por su matrimonio, con altos próceres de la categoría de Requesens y don Juan de Zúñiga. Diríase que Antonio Pérez intentaba llenar el hueco que había dejado en el partido el Príncipe de Éboli con una fi gura que, teniendo la misma silueta del difunto, tuviera una personalidad importante, pero no tan grande que se impusie-ra al Monarca, y tampoco suscitara el recelo de la Princesa de Éboli, que estaba decidida a seguir actuando en colaboración con él.

Lo indudable es que, en 1576, al año siguiente de desembarcar en Barcelona, vemos al Marqués de los Vélez ocupando dos puestos altísimos –Consejero de Estado y Mayordomo mayor de la Reina- y gozando de una privanza cerca del Rey, tan íntima, que despertó las sospechas de Juan de Escobedo, dotado de un agudo olfato para conocer a los hombres. Desde Flandes, donde acompañaba a don Juan de Austria, tramaba Escobedo una intriga con Antonio Pérez para con-vencer al Rey de que mirase por su salud y descargase el Gobierno en don Juan de Austria; con lo cual, él, Escobedo, y su compinche Pérez, mandarían en el Consejo; pero escribía a Pérez que había que tener cuidado con Vélez, porque éste, “si no nos engaña la ciencia de nuestro Príncipe Ruiz Gómez (ya muerto), podría, metiéndose a la privanza, faltar del conocimiento de sí propio e ir confi ado de ella, sin querer a nadie delante; y para tal caso es menester mucho tiempo y guiar todo lo contrario”231, es decir, no parecer dictador. Desechando estas prudentes advertencias, Pérez asoció al

230. MARAÑÓN, Antonio Pérez, 61.231. Manuscrito de La Haya, carta de Escobedo a Pérez, 7 de febrero de 1577.

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Marqués en su propio provecho y en el de sus negocios, eliminando a Escobedo y estrechando la alianza entre Pérez y el Marqués, hasta el punto de que, como veremos, fue el propio Marqués el que más efi cazmente contribuyó a decidir la muerte de Escobedo, aconsejándosela a Felipe II.

Una de las actividades del Marqués en esta etapa, y acredita la infl uencia que sobre él ejercía Antonio Pérez, fue la oposición al Duque de Alba, rectifi cando con ello la cordial amistad que había unido a las dos familias. Mas, al regresar a España y entrar a formar parte del Consejo de Estado, uno de los más enérgicos adversarios que tuvo el anciano e ilustre caudillo, ya muy apesadumbrado por su desgraciada gestión en los Países Bajos, fue el Marqués. No es imposible que fuera éste uno de los precios que Pérez, entonces todopoderoso, hubiese puesto a Vélez por su protección y ayuda cerca del Rey. Es muy signifi cativo, para pensarlo así, el que, aunque no aparece rastro alguno de esta oposición en los papeles ofi ciales, tal vez porque desaparecieron entre llamas, han llegado hasta nosotros las carta íntimas del Duque, en las que, al referirse a don Pedro Fajardo, se pierde el acento afectuoso de la primera época, coincidiendo exactamente con estos años de su ingreso en el grupo de Antonio Pérez, enemigo tradicional del Duque232.

Es muy curioso este intento de Pérez de valorar al Marqués casi por encima del Duque y de hacer de ambos los prototipos, respectivamente, de la política absolutista, guerrera, y de la liberal y pacifi sta. Sin duda, el sagaz Secretario insis-tiría sobre estos puntos de vista, en sus conversaciones con el Rey, pretendiendo así ir modelando, en Vélez, el nuevo jefe del partido templado, vacante por la

232. Confi rma esta interpretación el que entre los papeles de Pérez en el exilio haya uno en el que expone el sentido de las controversias “entre dos Consejeros españoles grandes y graves, el Duque de Alba viejo, gobernador de Flandes, y el Marqués de los Vélez, don Pedro Fajardo”. “El cuento es -dice- que hablándose de los fueros de Aragón” en el Consejo, Alba dijo que para qué se can-saban discutiendo, “que le diesen a él tres o cuatro mil soldados de los que él había criado..., y él allanaría y arrasaría las libertades de Aragón”; y a continuación asoma la oreja Pérez, escribiendo: “Respondíale el otro personaje y señor, que tal era también (es decir, Vélez) aunque no de tantas partes de las que da la edad y la experiencia que nace de la lectura, mayor, mayor cierto; y de lo que suele valer mucho, aun de menor a mayor, cuanto más entre iguales, como ellos eran, de genio y de natural superior al otro”; respondióle, digo a Alba “que no diese a su Rey tal consejo si deseaba verle señor y poseedor con sosiego de sus reinos, que había heredado y que pasasen a sus sucesores, sino que los conserve con las condiciones y fueros con que los había heredado..., porque el uso del poder absoluto es muy peligroso a los reyes, muy odioso a los vasallos, muy ofensivo a Dios y a la naturaleza, como lo muestran mil ejemplos”. (PÉREZ, Las obras y relaciones. Ginebra, 1654, 205.) Es evidente que algunas veces, y ésta fue una de ellas, Antonio Pérez hablaba como un oráculo y adelantándose a su tiempo.

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muerte del Príncipe Éboli. Mas le faltaba a Pérez ese tacto que se necesita para hacer el uso adecuado de las cualidades positivas, lo cual es más difícil que po-seerlas; defecto muy común en las razas orientales, de las que es muy probable que corriera sangre por sus venas; y ese defecto anula en muchas ocasiones las mayores efi cacias del ingenio. Así ocurrió en esta ocasión, pues el talento sin cautela de Antonio Pérez le perdió, a él y a sus amigos, y entre ellos al Marqués de los Vélez, del que quiso hacer una creación política importante y lo hubiera tal vez conseguido de no surgir el asesinato de Escobedo, en el que quedó peli-grosamente envuelto al Marqués.

El fi nal se acercaba. En los años siguientes, la fi gura de la Princesa de Éboli, ya viuda y con ambición heredada y sin tino, surge junto a Antonio Pérez. Esta extraordinaria mujer –extraordinaria como ejemplar humano- tuvo, mientras vi-vió su marido, una ambición satisfecha y contenida por la infl uencia conyugal de aquel valido del Rey y maestro en el trato de los hombres y de las mujeres, que fue Ruy Gómez, Príncipe de Éboli. Su desaparición la hizo adherirse como una ventosa a Antonio Pérez, que era quien venía manejando el partido “ebolista”, y no al Cardenal de Toledo ni al Marqués de los Vélez, fi gura sin ímpetu, que el Se-cretario utilizaba para sus intrigas. Antonio Pérez era lo sufi cientemente amoral, lo sufi cientemente arribista y lo sufi cientemente débil de carácter ante una mujer de la complicada feminidad de doña Ana, para entregarse completamente a ella.

Los dos cómplices perdieron la cabeza cuando, en julio de 1577, desembarcó en Santander Juan de Escobedo, decidido a poner en claro el doble juego que Antonio Pérez hacía, soplando para avivar alternativamente las justas quejas de don Juan de Austria contra el Rey desde el avispero de Flandes, y, por otra parte, sobre las suspicacias de don Felipe contra su ilustre y popular hermanastro. En la soledad de El Escorial, Felipe II fl otaba, sin ver claro, entre estos dos sentimientos. Esco-bedo no vino desde los Países Bajos, como dijeron los historiadores románticos, para denunciar al Rey los supuestos, dudosísimos y, en todo caso, intrascendentes amores de Pérez y la Éboli, sino para poner en claro algo más vulgar y más grave, que eran los manejos del Secretario de Estado, sus intrigas en la Corte de España y sus relaciones subterráneas con las Cortes extranjeras. En mi citado libro233 he descrito puntualmente la pugna entre Escobedo, tenaz, infl exible, duro hasta con el mismo Monarca; y Antonio Pérez, dúctil, escurridizo y más efi caz.

Duró este cuerpo a cuerpo desde que Escobedo puso la planta en tierra es-pañola hasta que, unos meses después, cayó muerto de un ballestazo en las calles

233. MARAÑÓN, Antonio Pérez, caps. IX a XV.

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de Madrid (marzo de 1578). También he relatado la obra maestra de perfi dia que durante este tiempo urdió Antonio Pérez para convencer a Felipe II de que había sido preciso eliminar a Escobedo por la salud de España y la del propio don Juan de Austria. No le resultó fácil lograrlo, pero lo consiguió al fi n, aplastando los escrúpulos del católico Rey con las falacias de la razón de Estado, que entonces y siempre fueron, y serán, tapadera de los mayores agravios a los santos manda-mientos. Mas en la táctica de Antonio Pérez era preciso complicar a alguien más, que respaldara ante el Monarca y, si la intriga llegara a ser descubierta, ante el Mundo, el asesinato; y este cómplice fue el Marqués de los Vélez. En ninguno de los relatos del histórico crimen se alude a la intervención del Marqués, o se la cita muy someramente; incluso en mi libro creo que no la hice resaltar como era justo, y por esto quiero hacerlo ahora.

Hay una versión de lo que sucedió, detallada aunque sospechosa: la que nos dio el propio Antonio Pérez, el cual no era un modelo de veracidad; si bien como es la única, tenemos que atenernos a ella, tanto más cuanto que los hechos nos aseguran que en lo sustancial dijo la verdad, o disimulándola, como era su costumbre, en el barroquismo de su estilo, pero tan sólo en los detalles que le convenía modifi car. Tal estilo, que tuvo tantos admiradores en su época, a veces merecidamente, era para él, cuando le convenía, como la tinta para los calamares: una treta evasiva. La versión a que aludo la publicó Pérez estando ya en el destie-rro, en París, y en sus últimos años, en una carta al que fue su íntimo amigo, Gil de Mesa, compañero y ayuda en sus fugas dramáticas de la justicia del Rey o de los corchetes de la Inquisición; y, a la sazón exiliado como él. Ya había perdido el Secretario sus esperanzas de repatriarse, si es que del todo las perdió alguna vez; pero, en todo caso, hablaba con la libertad del que ve no lejano su fi n. Voy a resumir esta carta, con las mismas palabras del autor, desde luego modernizadas, como es mi costumbre, pero respetando sus términos porque es una escena de la intimidad de don Felipe llena de atracción:

“Viéndose el Rey –dice- apretado con las trazas que iban saliendo cada día de don Juan de Austria, o sea de Juan Escobedo, y con la prisa que don Juan iba dando porque le devolviesen a Escobedo234, prisa que debía de proceder o del deseo de llegar a la ejecución de lo tratado o de la prisa que le debían de dar los confederados o del temor que las dilaciones de los Príncipes en sus resoluciones suelen engendrar en los que las esperan...” “Llamó un día el Rey a Antonio (Pérez)

234. Creo que será inútil recordar que don Juan de Austria dirigía la guerra de los Países Bajos y que Escobedo, su Secretario y confi dente, había venido a Madrid para gestionar los asuntos referentes a don Juan y a él mismo.

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Doña Ana Mendoza de la Cerda, princesa de Éboli, “viuda y con ambición heredada y sin tino, surge junto Antonio Pérez”. Cuadro de autor desconocido. Colección Duque del Infantado.

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Antonio Pérez, secretario de Felipe II, que complicó al II Marqués en el asesinato de Juan de Escobedo. Grabado de la obra Retratos de Españoles Ilustres, Madrid, 1791.

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y, como a audiencia larga se retiró con él al guardarropa de San Lorenzo el Real, que era el depósito y como almacén donde se recogían los muebles y ornamentos y joyas que se iban amontonando para aquella casa. En llegando a allí se encerró muy a puerta cerrada el Rey con Antonio Pérez. Fue él (Antonio Pérez) cargado de papeles y consultas que solían ocupar muchas horas, aunque adivinando bien que no era aquel lugar tan retirado y nuevo, sino para negocio extraordinario y nuevo”. “Mandó el Rey a Antonio Pérez que pusiera la bolsa de los papeles en una mesa y comenzó a pasear con él. Salió el Rey con lo que sigue: Antonio Pérez, yo he ido considerando muchos ratos, velando y desvelándome, el discurso de las negociaciones de mi hermano o, por mejor decir, de Juan de Escobedo y de su predecesor Juan de Soto; y el punto a que han reducido sus trazas; y hallo que es mucho menester tomar resolución presta, o no seremos a tiempo. No le hallo remedio más conveniente a todo, antes por remedio, sólo éste, que quitar de por medio a Juan de Escobedo. Pues de prenderle, podría resultar no menos desesperación en mi hermano que de volverle a despachar. Y así, yo me resuelvo en ello y en no fi ar a otro que a vos este lecho, por vuestra fi delidad que tengo bien probada y por vuestra industria, tan conocida como la fi delidad. Y porque vos, que sois sabedor de todas estas marañas y a quien debo yo el descubrimiento de ellas, seáis la mano del remedio. La brevedad es muy necesaria por las causas que veis”.

He subrayado la frase en la que aparece el Rey como inductor de la muerte de Escobedo. Que tuviera él la iniciativa o que aceptase la hábilmente sugerida propuesta de Pérez, nunca se sabrá. En complicidades de esta gravedad ética, el grado de esa complicidad no admite atenuantes, porque todas son igualmente graves. Pero sigamos con la carta:

“A Antonio Pérez se le levantó el pecho, yo lo sé, ante tal propuesta y díjole así: Señor, Vuestra Majestad me ha echado en el corazón por entrambas partes hierros más fuertes y más impresos que los de fuego que se echan a los esclavos, con tal confi anza; pero, Señor, permítame Vuestra Majestad como a parte en este caso, aunque su prudencia y entereza le conserva su enojo en medio de las mayores ofensas. Y por lo que me puede haber encendido la sangre el trato de tales ofensas a vuestro servicio y Corona, tengo también mucho de parte en esto. Será bien meter un tercero al juicio de tal resolución que, para la justifi cación y para mejor acertamiento del hecho, hará mucho más al caso; que en lo demás, aquí estoy: Vuestro soy.” Se resistió el Monarca, según su interlocutor, para consentir en la intervención de un tercero, pero insistió Pérez y “propúsole al Marqués de los Vélez, don Pedro Fajardo”235.

235. PÉREZ, Obras. Carta a Gil de Mesa, 453.

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Así quedó el Marqués engranado en el crimen que se tramó entre Felipe II, crédulo y empujado a su credulidad por la anticristiana razón de Estado, y el agudo y horro de escrúpulos de su Secretario. ¿Cuáles fueron las causas para convencer al Rey y al Marqués? El mismo Pérez nos las cuenta en otro de sus escritos236: Primero, las negociaciones que se hacían en Italia “para benefi cio del señor don Juan, sin comunicación ni noticia de Su Majestad”. Segundo, el gran senti-miento que don Juan y sus amigos tuvieron porque, a consecuencia del fracaso de aquellas negociaciones en Italia, se frustrara el matrimonio de don Juan con la Reina Isabel de Inglaterra. Tercero, los tratos secretos que ya en Flandes volvió a tener don Juan con el Papa para su matrimonio con Isabel, ignorados igualmente del Rey. Cuarto, el propósito que tuvo don Juan de abandonar el Gobierno de Flandes al perder las esperanzas de la empresa de Inglaterra. Quinto, las nego-ciaciones secretas que empezó a tramar Don Juan con los franceses. Sexto, el intento de don Juan de ponerse al frente de seis mil infantes y dos mil caballos para guerrear, como aventureros, en Francia. Séptimo, el tono “tan fuerte” de las desesperadas cartas de don Juan al Rey. Octavo, las gestiones de Escobedo para gobernar la Peña del Mogro, a la entrada del puerto de Santander para, desde allí, dominar a España por la fuerza. Noveno, el gasto indebido que Escobedo hizo de seis mil ducados.

En mi libro he examinado lo que hubo de verdad en estos cargos y lo que Antonio Pérez exageró o inventó, haciéndolo correr todo, verdades, hipérboles y mentiras, hasta los oídos del Rey. Cierto que éste, suspicaz ante las actividades de don Juan de Austria, y hay que reconocer que a veces con Razón, estaba dispuesto a dejarse convencer de todos los reales o supuestos enredos de su hermanastro y de Juan de Escobedo y sus secuaces. Y de todo ello, por man-dato de Su Majestad, sin duda inducido por Antonio Pérez, se pedía su parecer al Marqués de los Vélez: “Hízolo Antonio Pérez con los mismos papeles originales e hízose discurso sobre todo y conferencia de todas las cosas arriba dichas”. Y en estos conciliábulos se decidió que no era prudente dejar volver a Escobedo a Flandes, porque reincidiría en sus manejos; que tampoco se podía retenerle más tiempo en Madrid, pues don Juan le reclamaba y empezaba ya a sospecharse, por to-dos, que era intencionado el dilatar su partida; y que el “prenderle jurídicamente” era peligroso, porque al saberlo don Juan, sin conocer las causas, podía tomar “alguna determinación y ejecución grandes”. Por lo que se llegó a la conclusión de que “lo menos inconveniente era que con algún bocado (veneno) u otro medio cualquiera, se saliese de tal embarazo”; es decir, que, con una u otra técnica, se le hiciese desaparecer.

236. PÉREZ, Obras. Memorial del hecho de su causa, 314.

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El conciliábulo siniestro en el “guardarropa” del Monasterio de El Escorial, lleno de trastos y helado, según mi cuenta, debió de suceder a últimos de enero de 1578237, fue el comienzo de unas semanas de gran inquietud para la concien-cia del Rey y para el espíritu sobresaltado de Antonio Pérez, temeroso de que la tozuda indiscreción de Escobedo descubriera a Felipe II, no, como se ha dicho, sus amores con la Princesa de Éboli, sino la máquina de intrigas económicas y políticas que los supuestos amantes habían levantado, utilizando ella su calidad de viuda del favorito del Monarca, y él, la sugestión que había logrado sobre la credulidad de éste y sobre su vacilante voluntad. El Marqués de los Vélez, manejado también por Pérez, se prestaba a todo. Seguramente, por indicación de Felipe II se eligió la técnica del veneno o “bocado”, preferida por él porque permitía la confesión de la víctima antes de morir; y, en efecto, se intentó por tres veces envenenar al infeliz Secretario de don Juan, inútilmente, porque era recio como una encina238. Mediaba ya el mes de marzo de 1578 y Pérez, perdida la serenidad, se decidió a deshacerse de Escobedo por un medio seguro. Reunió a los forajidos que iban a encargarse de la faena y fi jaron para cumplirla la fecha del 31 de marzo, lunes de Pascua.

Los días que faltaban, que eran los de Semana Santa, Pérez se retiró a la casa del Alguacil mayor de Alcalá de Henares, que era muy grande amigo suyo. Ya lo había hecho otros años, para entregarse a las devociones de la Pascua. En esta ocasión, con el mismo pretexto, reunió en la ciudad estudiantil a va-rios personajes que pudieran, en caso necesario, ser testigos de su inocencia. También andaba por allí el Marqués de los Vélez, que celebraba “reuniones secretas” con Antonio Pérez. En algunas estaba presente un hombre de con-fi anza de los dos, Hernando de Escobar. Varios pajes vigilaban para que nadie les interrumpiera.

En el conciliábulo entre ambos, de la tarde del Jueves Santo, el Marqués, según nos cuenta Pérez, pronunció las palabras que movieron las manos de los verdugos de Escobedo, desde hacía días sentenciado a muerte. Estas palabras fueron: “Que con el Sacramento en la boca, si se le pidiera parecer sobre cuya vida y persona interesaría más quitar de por medio, la de Juan de Escobedo u otra de las más perjudiciales, votara por la de Juan de Escobedo”. El ladino Pérez, que no descuidaba ningún detalle, anota el “encarecimiento aún más fuerte y particular” de esta solemne

237. Antonio Enríquez, uno de los asesinos de Escobedo, declaró que la decisión de matar a éste fue “dos meses poco más o menos antes del crimen”, y éste ocurrió el 31 de marzo de 1578. (MARAÑÓN, Pérez, I, 407).

238. En mi libro Antonio Pérez, cap. XV, están relatadas con todo detalle las tres tentativas.

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declaración por el hecho de haber sido pronunciada en día tan solemne como el Jueves Santo239. ¡Éste era el cristianismo de aquella Corte!240.

Yo estoy convencido de que, con éstas u otras menos retumbantes palabras, la actitud del Marqués de los Vélez fue el pretexto de que se sirvió Antonio Pérez para decidirse a dar la orden del asesinato, pretendiendo, y al principio lo consiguió, arrastrar con ese pretexto la débil voluntad del Rey. El crimen lo realizaron sus cómplices, cuatro días después, el lunes de Pascua. En esa fecha, pasadas las nueve de la noche, al entrar Escobedo desde la calle Mayor al calle-jón del Camarín de la Almudena, camino de su casa, se destacó de la cuadrilla de los malhechores contratados el vasco Insausti, de bárbaras fuerzas, y atravesó el pecho del Secretario de don Juan, que iba a caballo, dejándole exánime. Feli-pe II lo supo cuando se lo contaron. Había autorizado, en principio, la muerte,

239. PÉREZ, Obras, 317.240. Es curioso, y ya lo he hecho notar en otra parte, que la primera vez que Antonio Pérez reveló estas

palabras condenatorias y trágicas del Marqués de los Vélez, que fue en el tormento que le dieron durante su arresto en las Casas de Cisneros, en febrero de 1590, dijo que el Marqués afi rmó que si se le pidiera parecer sobre a quién convenía quitar de por medio “Juan de Escobedo o el Príncipe de Orange, votara que Juan de Escobedo” (Causa criminal, fols. 184-187). El Príncipe de Orange era por entonces el enemigo número uno de España, como antes lo fue la Reina Isabel de Inglaterra, y el equipararle en maldad con Escobedo era una argucia hábil de Vélez o de Pé-rez- para impresionar al Rey. Pero cuando en el Memorial del hecho de su causa, reprodujo Pérez las palabras del Marqués, ya no nombró al Príncipe de Orange, porque escribía ese documento después de fugarse de Madrid, ya en Aragón, defendido de la ira de Felipe II por los Fueros; y lo escribió para enviarlo a Francia y a Inglaterra, donde pensaba ir y fue; y claro es que ya no le convenía hacer, en un ambiente protestante y enemigo de España, comparaciones deprimentes a costa del Príncipe, campeón de la libertad de los Países Bajos. Sin embargo, al publicar más tarde este Memorial, en sus Obras completas, donde, como el lector ha visto, escribió cautelosamente, como palabras de Vélez, que a quién convendría matar, “si a Escobedo o a cualquiera otro de los más perjudiciales”, añadió al margen esta apostilla: “El Marqués nombró la otra” (PÉREZ, Obras, 317), que era, naturalmente, el Príncipe fl amenco. Aún hay una tercera versión de las palabras del Marqués en unos “Advertimientos particulares” de Antonio Pérez que dio a los señores jueces para información del juicio de su causa, que llama habitualmente “Librillo”. Este documento es casi idéntico al “Memorial” del hecho de su causa; está escrito apenas ingresado en la Cárcel de la Manifestación de Zaragoza, con menos detenimiento que el “Memorial”; y en este “Librillo”, que circuló mucho por el extranjero, se refi eren las palabras de Vélez así: “Decía (Vélez) que con el Sacramento en la boca, si se le pidiera parecer cuya vida y persona importara más para quitarla de por medio, la del Príncipe de Orange o la de Juan de Escobedo, votara que la de Juan de Escobedo, porque de el Conde don Julián acá, a su parecer, no había habido mayor traidor”. (Publicado en el Manuscrito de La Haya, doc. 64, pág. 335; cito por el ejemplar de la Real Academia de la Historia.)

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Felipe II representado aquí con coraza y semblante grave.

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Juan de Escobedo, secretario de D. Juan de Austria, fue asesinado en Madrid en marzo de 1578. Retrato atribuido al Greco. Museo de Arte de San Luis, Estados Unidos.

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pero dudaba todavía entre nuevos intentos de envenenamiento y la agresión por hierro.

No dio, pues, la funesta orden, aunque en principio estaba conforme con el crimen y puede asegurarse que lo deseaba. De todos modos, tuvo que callar, por-que estaba demasiado comprometido con Pérez para no sancionar con su silencio lo que ocurrió, sobre todo después de conocer las palabras del Marqués de los Vélez, Consejero de Estado, Mayordomo de la Reina, cabeza del partido ebolista y en vías de ser absoluto Privado del Rey241. Nos queda sólo, pues, por explicar esta última parte de las andanzas y desventuras del Marqués de los Vélez.

Es preciso recordar, y yo ya lo he hecho detalladamente242, el gran drama que se desarrolló en la conciencia de Felipe II en los dieciséis meses que transcu-rrieron desde que en marzo de 1578 cayó muerto Escobedo en la callejuela del Camarín de la Almudena, hasta que la Princesa de Éboli y su cómplice Antonio Pérez fueron detenidos por orden del Rey, el 28 de julio del siguiente año. Tres acontecimientos ocurrieron entre ambas fechas que, sin duda, habían de contri-buir a avivar el sentido de la responsabilidad que, equivocado o no, tenía siempre encendido el hijo de Carlos V. Estos acontecimientos fueron el nacimiento de un robusto heredero, que le dio la Reina doña Ana, y le alivió de la pesadilla de la turbia muerte del Príncipe don Carlos (14 de abril de 1578); la muerte del Rey de Portugal don Sebastián, en Alcazarquivir, que planteaba urgentemente uno de los sueños de don Felipe, la unifi cación ibérica, por la unión de Portugal a España (4

241. Una duda que surge de la lectura de estos documentos es si en ellos dijo la verdad Antonio Pérez, y especialmente en los que adujo para demostrar la complicidad, defi nitivamente efi caz, del Mar-qués de los Vélez. En este problema hay varias cosas sospechosas. La primera es que Pérez hizo la trascendental declaración en el tormento, cuando Vélez había muerto y no le podía desmentir, y el otro testigo que, según aquella declaración, asistió en Alcalá de Henares a las palabras de Vélez, Hernando de Escobar, clérigo e íntimo secretario de Pérez, vivía por entonces en Cuenca, disfrutando de un sustancioso arcedianato que el otorgó el Monarca, probablemente en pago de la venta de los secretos de Antonio (MARAÑÓN, Pérez, I, 392). En uno de los procesos que se hicieron a Pérez, después de su caída, el de la Encuesta, en Aragón, reproducido por el Padre Zarco en su libro Antonio Pérez, Madrid, 1922, declaró un Contino de Su Majestad, llamado Jerónimo Díaz, que el propio Secretario le había dicho que todos los secretos de la muerte de Escobedo los sabía Hernando de Escobar, y Antonio Pérez dice que Hernando de Escobar refi rió la declaración de Vélez el mismo día en que éste la profi rió (PÉREZ, 317). Sin embargo, la prue-ba de que Pérez no mintió es que, tras unos días de disimulo del Rey, que incubaba siempre sus rigores, como el Emperador Tiberio, hizo caer su fría y terrible hostilidad sobre el Marqués antes que sobre el mismo Pérez.

242. MARAÑÓN. Antonio Pérez, XVI.

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de agosto de 1578), en cuyo trance intrigaron, con gran enojo del Rey, la Éboli y Pérez243; y la muerte de don Juan de Austria en los Países Bajos (octubre de 1578), abandonado del Monarca español y anonadado por el asesinato de Escobedo que le hería en lo más íntimo de sus ilusiones y de sus planes, como se transparenta en las últimas y patéticas cartas que desde su tienda de campaña escribió al Rey y a algunos de sus amigos.

Duras debieron de ser las meditaciones del Monarca español en las noches de insomnio que le producían los dolores de la gota y las preocupaciones crecientes de la política. Es seguro que desde el primer momento comprendió su error al es-grimir, una vez más, la razón de Estado en el asunto de Escobedo y el haber hecho instrumento de este pecado a un ministro de la índole moral de Antonio Pérez. Mas estaba ligado a éste por una suerte de fascinación que sobre la voluntad fl aca del Monarca ejercía el servicial y agudo Secretario, y por su propia complicidad, no en la materialidad del asesinato, pero sí en su consentimiento y preparación. El liberarse de esta pesadilla y el decidirse a actuar en consecuencia, costó a la “prudencia” del Rey de España dieciséis meses. Durante ellos siguió todo igual en las relaciones del Rey con sus ministros y consejeros, y especialmente con Antonio Pérez. Éste contaba con ello; más aún, con que la infl uencia suya crecería con la fuerza de la complicidad, recurso corriente entre gentes turbias, y muy especial por entonces. Pero aquí empezó a fl aquear la industria del alevoso Secretario; y también a resquebrajarse a nuestros ojos de críticos modernos la reputación que en vida y en los siglos posteriores tuvo de hombre inteligente. Lo era, desde lue-go, mas no con la inteligencia radical y efi caz que se ha de basar siempre en una generosa rectitud, y no con la falsa inteligencia que se divorcia de estos principios del rigor no aprendido, sino profesado sin proponérselo. La inteligencia de Pérez era la de los hombres brillantes, que está siempre al servicio del éxito suyo y no de la común conveniencia. Esta categoría de hombres brillantes, buenos para las horas en que la vida discurre sin grandes sobresaltos, está invariablemente en peligro en cuanto sobreviene una circunstancia vital de excepción.

El mayor de los errores de Antonio Pérez fue creer que su situación de inspi-rador de Felipe II, de valido de la ideas regias, sería, como había previsto, mucho mayor después del crimen. En bastantes escritos suyos exhibía esta certeza con incomprensible fatuidad. Por ejemplo, en el citado Librillo que escribió para los jueces de Aragón, dice que antes de ser arrestado estaba respecto del Rey “en el mayor estado de gracia”244; y todas las persecuciones que le ocurrieron hasta termi-

243. Véase mi conferencia en Cádiz.244. Manuscrito de La Haya, pág. 336.

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nar en el tormento, que le obligó a fugarse a Aragón y en la acusación inquisitorial que, seguramente, le hubiera llevado a la hoguera en Zaragoza, de no escapar a Francia, las atribuía indefectiblemente a conjuras calumniosas que infl uyeron sobre el ánimo del Monarca. Hoy es evidente, gracias a la copiosa documentación que, a pesar de la destrucción de muchos papeles, pudo salvarse, que los enemigos del Secretario no hicieron más que soplar sobre la llama de un rencor que des-de el momento del crimen se encendió en la conciencia regia. Y contribuye a demostrarlo un hecho que no ha sido considerado por ninguno de los cronistas de este suceso, antiguos ni modernos, y al que yo mismo ni di la trascendencia que merecía cuando me ocupé de él. Este hecho es, como más arriba he dicho, la caída del Marqués de los Vélez.

Ocurrió esta caída a últimos del año 1578, es decir, meses antes del primer arresto de Antonio Pérez. Ignoramos las causas precisas de esta detención precoz que abrió la marcha de la venganza de Felipe II; pero de la carta que el Marqués escribió a Pérez, muy poco antes de morir, se deduce claramente que, a partir del asesinato de Escobedo, había perdido la confi anza del Rey. Después la copiaré íntegra, porque es esencial. Pérez dice que Vélez, “herido de la envidia y tocado de este veneno e impaciente de la malicia de él (del veneno), se partió de la Corte a curarse de una grande y larga enfermedad”; y al margen anota: “De un disfavor, bien de saber para aprender, procedió la mayor parte de esta enfermedad. No es para ahora. A los memoriales lo entrego”245. Y en los memoriales, es decir, en el Memorial del hecho de su causa, lo que dijo el Marqués de los Vélez es la sentencia pronunciada en Alcalá de Henares contra Escobedo: aquello de que “con el Sacramento en la boca”, si le pidiesen parecer sobre a quién se debía matar, en bien del Estado, él votaría por eliminar a Juan de Escobedo. Yo añadía, al copiar textualmente estas palabras, que fueron ellas las que movieron las manos de los verdugos de Escobedo; y ahora añado que fueron también las que, al cabo, causaron la caída del Marqués de los Vélez.

Felipe II, en efecto, se llamó, al fi n, a engaño e intentó hacer justicia. Mas ya era tarde, porque la justicia tiene que ser oportuna para ser ejemplar. Pero, además, no podía ser justo con los otros quien era uno de los más importantes culpables; y don Felipe lo era por ser el Rey. La laboriosa gestión del castigo se fundó, en la conciencia del Monarca y por consejo de sus hombres de confi anza, en aquel trance, que conocemos hoy muy bien, no localizando las culpas en un responsable,

245. PÉREZ, Obras, 18. Traducida a la claridad no barroca, esta frase quiere decir: “La mayor parte de esta enfermedad procedió de un disfavor; bueno es saberlo para aprender. Dejémoslo por ahora”.

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en Antonio Pérez, como en un crimen vulgar, sino dando al suceso una extensión de gran affaire, lo cual era exacto, pues como hemos visto, intervinieron en la génesis del crimen muchas y complicadas pasiones nacionales e internacionales. Fue un crimen típico por razón de Estado, y así debía juzgarse. Y la gran culpa política recayó sobre el partido ebolista, que hemos llamado “liberal”, solución que los personajes del bando contrario, los “absolutistas”, se apresuraron a apoyar, en parte porque era justa y en parte por el propio provecho. Y, precisamente, muerto el Príncipe de Éboli, era el Marqués de los Vélez el jefe efectivo, con Antonio Pérez, entre bastidores, de las antiguas fuerzas acaudilladas por Éboli. Y digo el jefe efectivo, porque de nombre lo era el Cardenal Quiroga, Primado de Toledo, ya muy viejo, y por su cargo, inexpugnable a los castigos. Tal vez el Rey, después de la persecución del Arzobispo Carranza, antecesor de Quiroga en la mitra toledana, persecución que causó tan mal efecto en España, entre la misma gente de Iglesia, y también en el extranjero, exageró la cautela ante la contumacia con que Quiroga siguió ayudando a Pérez; en lo cual, por cierto, no hacía más que mostrarse agradecido, pues le debía en gran parte la mitra toledana; hasta que, según Cabrera, don Felipe le llamó un día y le enseñó en secreto los papeles que demostraban la maldad del Secretario246.

Caído de la gracia real el Marqués de los Vélez, el partido ebolista, el “liberal”, se desmoronó; y tras este necesario trámite previo, pudo preparar el ofendido Monarca, con las manos libres, el castigo del Secretario y el de su cómplice, la Princesa de Éboli. Es incomprensible cómo Antonio Pérez no se dio cuenta de ello y continuó intrigando, con el mayor desparpajo, como si aún contase con la plenitud de la confi anza regia; lo cual se explica porque el poder absoluto ciega no sólo a los que lo ejercen, sino a los que ayudan a ejercerlo. Y era tal el poder de sugestión de Pérez sobre el Marqués de los Vélez, que éste participó del mismo error. Lo prueba un hecho muy curioso, y es que, al quedar vacante la Secreta-ría de Italia, por muerte del Comendador don Diego de Vargas, poco antes del asesinato de Escobedo y ya en plena conjura del trío Felipe II, Vélez y Antonio Pérez, este último, creyéndose ya dueño absoluto de la voluntad regia, pidió por intermedio de Vélez, dicha Secretaría, que era muy pingüe, para él. Añade Pérez en el Memorial247 que se la concedió el Rey; pero no dice la verdad. El Rey no hizo más que prometérsela vagamente; mas, a los pocos días, ya después del

246. CABRERA, III, 540. Felipe II, habiendo pedido a Quiroga que juzgara la causa de Pérez, ya huido a Aragón, y excusándose el Arzobispo, le replicó el Rey: “Pues tomad estos papeles, que sacó de un escritorio, y veréis cómo os engaña ese hombre, y mi razón hallaréis con ello”. Cabrera debió de ver estos papeles, que conservaba el Maestrescuela de Toledo, don Gabriel Ortiz de Sotomayor.

247. PÉREZ, Obras, 319.

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asesinato, insistió Pérez, esta vez por intermedio del Arzobispo de Toledo, al cual respondió Felipe II, “con mucha sequedad que ni al Secretario (Pérez) le estaba bien ni a él le convenía dársela” 248. Sin embargo, todavía poco antes de ser arrestado, el Rey escribía a Pérez que estaba deseando complacerle249. Es difícil leer este escrito de Felipe II, lleno de doblez, sin indignación; lo he transcrito en mi libro250. Jugaba el Monarca, largando cuerda, con sus cortesanos, como los pescadores con el pez robusto prendido ya en el anzuelo; y ni el pez, que era Pérez, ni sus amigos Vélez y el Arzobispo, se daban cuenta de ello.

Más aún: cuando el Marqués de los Vélez, a principios del siguiente año (1579), perdió la gracia real –y ya he dicho lo que esto signifi caba no sólo para él, sino también para Antonio Pérez- pedía a éste que solicitara de don Felipe un puesto en el Perú, como si el Secretario pudiera aún gestionar mercedes; y Antonio lo creía también y dio curso a la petición, a la que el Rey respondió socarrona-mente: “Lo del Perú no entiendo”251. Y es claro que era el único que lo entendió.

Otra muestra del doble juego del Monarca con Vélez y Antonio Pérez es que, cuando a poco de perpetrado el asesinato de Escobedo, el nuevo favorito en la secretaría regia, Mateo Vázquez, escribió a don Felipe una carta denunciándole que las gentes suponían que el responsable del crimen era Pérez, el Rey tuvo la extraña ocurrencia de mandársela a Pérez a fi n de que se la comunicara al Mar-qués de los Vélez y para que entre los dos cómplices redactaran la respuesta. Así lo hicieron ambos, reconfortados con la prueba de confi anza que cándidamente suponían que esta consulta signifi caba252. Y es seguro que no había tal confi anza, sino una atrevida treta para ver cómo reaccionaban los dos cómplices, y, a la vez, alborotar a Pérez contra Vázquez y crear así un pretexto más para detener a aquél, como así sucedió. Más que probable es que la carta de Mateo Vázquez, acusando a Pérez, fuera un papel provocador dictado a Mateo por el propio Rey.

El fi nal se acercaba. No se sabe exactamente lo que pasó entre el Rey y el Marqués antes de la caída de éste, sin duda por la destrucción de papeles

248. De esta versión, que es seguramente la exacta, Jerónimo Vallés, en carta al Duque de Villahermo-sa; era este Vallés un corresponsal que el Duque, que vivía en Zaragoza, tenía en Madrid para informarle de todo. Esta carta, del Archivo de Alba, está publicada por mí en Antonio Pérez, apéndice LXXXVII.

249. PÉREZ, Obras, 320.250. MARAÑÓN, Antonio Pérez, Apéndice XLII.251. PÉREZ, Obras, 21.252. Véase sobre este asunto mi libro Antonio Pérez, capítulo XVI y Apéndice LXXXIX.

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ordenada por don Felipe. Lo único que se puede rastrear en el misterio es que el Marqués declinaba en su salud, y es lícito pensar que las responsabilidades y las preocupaciones nacidas de esta tenebrosa aventura se sumaban a su efectivo quebranto físico. Ya he dicho que este tercer Vélez fue siempre débil y enfermizo. En varias de sus cartas, desde recién casado, alude a su falta de salud. Una de las más importantes indisposiciones ocurrió en la primavera de 1577, en los días en que don Juan de Austria reincidía en sus quiméricos proyectos sobre Inglaterra. En una carta de Antonio Pérez a Escobedo (7 de abril de 1577) se lee: “Vélez y Sessa, aunque ahora ha venido nueva de que habían estado muy al cabo, están mejor ya y fuera de peligro”253.

Al fi n del año siguiente, cuando ya el crimen se había cometido, recayeron los dos. El Duque de Sessa murió en diciembre de 1578, apesadumbrado por la muerte lamentable de don Juan de Austria, al que adoraba, acaecida en octubre del mismo año. Y el Marqués de los Vélez se agravó de sus viejos males al fi nalizar el año, con fi ebres altas y delirio, que trató infructuosamente el médico de Palacio, Francisco Vallés, al que Felipe II, tras el alivio de sus hemorroides, dio el apodo de el Divino, con evidente hipérbole, aunque es seguro que fue el mejor clínico de la Corte. Antonio Pérez le conocía bien, pues había tratado a la princesa Éboli y siguió tratándola mientras estuvo presa en Pastrana.

Por una carta de Pérez al Rey, sin fecha, pero seguramente de noviembre o diciembre de 1578, nos enteramos de que esta recaída de Vélez, última, porque murió poco después, fue el pretexto del Rey para alejarlo254. Esta carta es digna de un comentario. Como tantos otros documentos del reinado de Felipe II, es en realidad un diálogo entre lo que va diciendo el Secretario y lo que apostilla al margen el Monarca. Dice Pérez: “Del Marqués he sabido esta mañana que está como cuando le dejó la terciana; con todo esto, le veré luego, que no me satisfago sino de mi ojo en los que quiero bien. Yo aseguro a Vuestra Majestad

253. Manuscrito de La Haya, doc. 10. Al margen de la noticia de la enfermedad de los dos consejeros escribió el Rey: “Ya está buenos y vendrán luego; a lo menos el Marqués”.

254. Esta carta es el documento 25 de los que forman el Manuscrito de La Haya. Como digo, no tiene fecha, y me fundo en atribuirle la data de noviembre-diciembre en que el Rey, en las apostillas que escribió al margen, se refi ere a que el Consejo de Estado se ha reunido para tratar “lo de Portugal”, y añade que ha requerido al Arzobispo de Toledo para que diga allí, en el Consejo, lo que opinan del asunto “los letrados jursitas”, dos de los cuales eran, por cierto, don Antonio Covarrubias, el teólogo de Trento y Maestrescuela de la Catedral de Toledo, y don Rodrigo Vázquez de Arce, el juez frío y terrible que había de perseguir a Antonio Pérez y su familia. Los dos, retratados por el Greco. Ahora bien, las reuniones para tratar “lo de Portugal” se iniciaron inmediatamente después de la muerte del Rey lusitano don Sebastián, en Alcazarquivir, en agosto de 1578.

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Retrato de Antonio Pérez, secretario de Felipe II y, luego, tras su huida de la Corte y refugio en Aragón y más tarde en Flandes, motivo de honda preocupación del monarca español.Retrato anónimo del Monasterio del Escorial.

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A pesar de la intervención de Francisco Vallés, llamado el Divino por Felipe II y médico de la Corte, no pudo evitarse que el III tercer Marqués de los Vélez falleciese en febrero de 1580. Grabado de época.

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que quiere en esto lo que el Rey quiere, y ama a Vuestra Majestad y a su servicio. Me ha dado cuidado lo que dice Vallés, que Vuestra Majestad me escribió anoche; que en el mal aciertan estos diablos”. Los “diablos”, para Pérez eran los médicos. Antonio presumía, como de otras muchas cosas, de conocimientos médicos, y por eso habla de que sólo se fía de su ojo clínico. La alusión de que hará el Marqués lo que quiera el Rey, se refi ere, sin duda, a dejar la vida palatina, fundándose en el pronóstico de Vallés. Para Antonio, esta comisión era penosa, y añade: “Considere Vuestra Majestad en lo que yo ando y si es de temer lo que hay acá, mudándose tan presto”.

A Felipe II le pareció que debía consolar a Vélez y a su amigo el Secretario, y escribió al margen esta apostilla, que no tiene desperdicio: “Vallés me dijo esta mañana que, después de haber venido, al Marqués de los Vélez le volvió la calentura a crecer y que desvaría mucho y que ahora está baja (la calentura), aunque no sin ella, aunque le han sacado cuatro onzas de sangre, que esperaba le haría provecho, aunque está muy fl aco”. Certifi caba, pues, por otra parte, la gravedad del enfermo. Y añadía: “Bien está y de mi parte también, mas no que le habléis de negocios que le den cuidado y que pensar, sino de cosas de gusto”. Mas, después de estas palabras melifl uas, agregaba: “Decidle de mi parte la ida a San Jerónimo, antes que lo sepa por otra parte, y preguntadle a cuál de los mayordomos diré a la Reina que le ordene”. Se refería a que la Reina pensaba ir a recogerse al Monasterio de San Jerónimo, como hacían las personas reales, en momentos de devoción; y este retiro, que se preparaba en la Corte con toda suerte de cuidados y protocolos, se había decidido sin saberlo el Mayordomo mayor de la Reina, que era Vélez, lo cual equivalía a un despido.

Éste era el recado que había de llevar Antonio Pérez; y para dorarlo pedía el Rey a su Secretario que se lo dijera “antes de que lo sepa por otro”, y que designase él mismo cuál de los otros mayordomos de menor rango quería que le sustituyera. Y, en fi n, al comentario fi nal del billete de Pérez, en el que se declaraba temeroso de la “mudanza tan presta”, respondía don Felipe así: “Dios le dará salud (a Vélez), pues importa tanto, y (aún) cuando no fuere servido de ello, mientras me diere vida, no hay de qué temer; pues aunques muden, creed que yo no me mudaré; y si habéis mirado bien, esto en mí creo habréis visto (que) no soy mudable”. Notable hipocresía regia, pues “la mudanza” era inminente, no sólo para el Marqués de los Vélez, sino para Antonio Pérez, que ya presentía la tormenta al escribir: “si es de temer lo que hay acá, mudándose tan presto”.

Pérez, en esta ocasión, aprendió por dolorosa experiencia, como luego había de comentar en su exilio en Francia, que era muy cierta esta frase de Camilo Guidi de Volterra255: “Cuando Felipe II ha decidido una mala ejecución contra alguno,

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lo emborracha antes y lo duerme con favores extraordinarios, como ha hecho con Antonio Pérez..., de donde el proverbio tan español: Dios te guarde de las amabilidades excesivas del Rey”. En otra parte he citado que Lope de Vega recoge esta preocupación popular en La Estrella de Sevilla, donde don Busto de Tavera comenta las fi nezas del Monarca (cuyo modelo era Felipe II) diciendo, con un cierto sobresalto:

¿Muchas mercedes son éstas,gran favor que el Rey me hace;plegue a Dios que por bien sea!

Los españoles de nuestro tiempo hemos presenciado, y yo lo supe por cir-cunstanciado relato de la víctima, una de estas despedidas violentas de la gracia real a la que precedieron pruebas inusitadas de cariño por parte del Monarca.

Que esta interpretación del billete de Antonio Pérez y de los comentarios de Felipe II es exacta lo demuestra la última carta que escribió el Marqués de los Vélez a Antonio Pérez, unos días antes de su muerte256. He aquí el preámbulo del Secretario y el texto de la epístola con sus apostillas:

“Y porque se vea que no sólo Antonio Pérez juzgaba así de aquel natural (Al margen: Conocimiento del natural del Rey del Marqués de los Vélez), quiero dar parte de una carta del Marqués de los Vélez, don Pedro Fajardo, para Antonio Pérez (Al margen: Quién

era el Marqués): señor de los Grandes que llaman en España, por nacimiento, por estado, por tratamiento (deuda a sus predecesores), por merecimiento de virtud, de valor, de prudencia, de raras y singulares partes debidas a la gracia del Cielo (naturaleza de la liberalidad del Cielo, que solos sus dones podemos tener por posesión propia), Consejero de Estado, Mayordomo mayor de la Reina doña Juana de Austria, confi dente y privado grande del Rey, si no por gustos personales (que la vejez los acaba o el arte de la edad los esconde), a lo menos por el benefi cio de sus Estados y por el provecho de su consejo, por su gran juicio privado, grande, cierto. Y como tal herido de la envidia y tocado ya de su veneno e impaciente de la malicia de él, se partió de la Corte a curarse de una grande y larga enfermedad (Al margen: De un disfavor (bien de saber para aprender) procedió la mayor parte de

esta enfermedad. No es para ahora. A los memoriales me atengo). Era el Marqués estrecho amigo de

255. GUIDI, Relazione di Spagna, encontrada en Florencia por Gratli y publicada en su libro Felipe II, Rey de España. Edición española. Madrid, 1927.

256. Esta carta, a la que ya he aludido, aunque está publicada por el Secretario en su Relación sumaria de las prisiones y persecuciones de Antonio Pérez, debe ser copiada aquí íntegramente, pues los historiadores de este gran capítulo del reinado fi lipista apenas la mencionan, y las Obras de Pérez son raras (PÉREZ, Obras, 17). Transcribo el texto con las mismas notas que a su margen puso Antonio Pérez, algunas muy confusas, otras incomprensibles. En las páginas precedentes se han citado ya y comentado algunos de los puntos de esta carta.

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Antonio Pérez. Escribióle la carta que digo del camino, en la sustancia que se verá, llena del conocimiento de lo que trato y del desengaño de aquella Corte y del deseo de huir de ella y de trocar los ofi cios y cargos que poseía cerca de su Rey por algún cargo lejos de él, aunque fuera en el Perú. Parece ser que Antonio Pérez envió la carta al Rey en la corriente de sus persecuciones. Escribióle en ella los renglones que se verán, con la respuesta de mano del Rey a ello. Murió el Marqués en el camino (Al margen: Debió de morir por parecerle

cerca el peligro y que no estaría seguro, sino en el otro mundo). No quiero hacer más que referirlo por lo que toca al propósito de mi relación, sin detenerme en otras consideraciones. Pero de paso diré (Al margen: ¡Consejo a privado de Reyes!) que reparen los tratantes en privanza de Príncipes que no se aseguren a letra vista ni se fíen en el sonido de palabras, que también padece este sentido sus engaños, como los otros sentidos y como el del gusto en el veneno dorado. La carta es la siguiente:

“Ilustre Señor: Después que en Ocaña recibí la de vuestra merced, no he sabido más de su salud, ni la mía no estaba para responder entonces (Al margen. Carta del Marqués de

los Vélez a Antonio Pérez en testimonio de lo de arriba). La que ahora tengo es hallarme mejor con el caminar; más abierta un poco la gana de comer, aunque no tanto que pueda comer carne, ni se halla aquí, en toda la Mancha. Voíme esforzando cuando puedo: Dios haga lo mejor. Que no ha sido pequeña parte de alivio el salir de ahí, si bien llevo atravesado el negocio de vuestra merced, o por mejor decir, el mío (Al margen: Corazón de amigo tiene mucho de profeta. Dígalo porque ya temía el Marqués).

El negocio del Sr. Arzobispo de Toledo, de su capelo, me parece que se acabó, de que yo me he holgado mucho. Suplico a vuestra merced se congratule con él, por sí y por sus amigos. Yo le escribo el parabién con Mercado. Y no menos me he holgado con la vacante de Hernando de Escobar, con quien me alegro de ello.

Por el esmalte, beso las manos de vuestra merced, que yo bien vi la difi cultad que había de haber de ello en Bilbao.

Yo camino despacio, y creo que no llegaré a mi casa hasta mediado el que viene, y con tanto disgusto y tan gastado de condición, que no me conocerán mis amigos. Llevo gran disgusto de todo; y sólo por consuelo haber huido el rostro con mi ausencia al odio que la Corte contra mí tiene. Y crea vuestra merced que no está (para) sufrirla ningún hombre de bien. Porque sin el favor del Rey os pisarán todos (Al margen: Si el Marqués era el que aquí se dice, por sentencia defi nitiva se puede tener el juicio que hace aquí de aquella Corte, de los pies a

la cabeza), y con él os quitarán la vida y todo lo demás que las consideraciones y respetos infi nitos que ha de haber para cada determinación. Y no se espante vuestra merced de verme con tantos devaneos, porque en este largo camino voy pensando en todo; y entre otras cosas, para muchas veces en aquel negocio de fuera del Reino. Suplico a vuestra merced no deje de pensar en ello, a ratos, para las ocasiones. Torno a suplicar a vuestra merced que mire en todo que a mi amistad le debe aunque mis obras no valgan nada. Y al cabo todos tenemos roídas las raíces ahí (Al margen: Esta enfermedad común a todas las

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Cortes sé yo bien qué es), y creo falsos los unos y los otros, creyendo cada uno que ha hallado la margarita del Evangelio (Al margen: Como estotra a los Príncipes), y nuestro amor riéndose de todo y de todos. Basta lo dicho para quien mejor lo sabe que yo.

Yo atiendo a mi salud y me entretengo a ratos con el regalo de la antigualla que vuestra merced me dio en Pinto. Que si supiera cuán buena era, no creo la diera. De aquí adelante me entretendré con Pérez, si la salud da lugar a ello (Al margen: Pidióle a Antonio

Pérez un secretario de su mano para sólo cartearse con él confi dencialmente). Guarde Nuestro Señor la ilustre persona de vuestra merced como desea. Servidor de vuestra merced, al Marqués Adelantado. De Los Hinojos, a 26 de enero de 1579”.

Encima de esta carta, escribió Antonio Pérez al Rey estas palabras:

“Ésta me escribió (Al margen: Palabras de Antonio Pérez escritas al Rey, en la misma confi rmación) el Marqués, de camino, y guardábala para mostrarla a V.M. por lo que decía de fuera del reino y del Perú. Pero ahora la envío por lo que dice de lo de acá dentro, que creo es verdad (Al margen: En verdad que, rostro a rostro del Rey, adivinaba Antonio Pérez). Al Arzobispo le dan prisa y a mí me la dan azotándome por las calles” (Al margen: Hacían ofi cios con el Arzobispo que no fuese huésped de Antonio Pérez, como lo fue, por cierto respecto, algunos días en su casa de campo o “Castilla”, como él la llamaba).

Responde el Rey a esto, de su mano, lo siguiente (Al margen: Respuesta del Rey):

“Lo de fuera del Reino y del Perú no entiendo. De lo demás, creo que la enfermedad debía ayudar a gastar la condición. Y no sé cómo estáis del otro día acá, que no me decís nada (Al margen: ¡Válgame Dios, qué cerca se trae la muerte de la vida acerca de algunos Príncipes! Dígalos por estos favores y cuidado del Rey de la salud de Antonio Pérez, tan cercanos al paradero que tuvo

este favor. Mejor (lo) adivinó Antonio Pérez, que azotado anda por las calles del mundo). Yo pienso ir ahí el sábado, y se entenderá en todo como convenga; y no os azotarán por las calles. El papel del portugués, que vino con éste, me queda acá, y también las cartas de Italia, porque por haber habido sermón y haber estado más de dos horas con Fray Hernando del Castillo, no las he podido ver. Mañana lo procuraré. Y también un pliego de Denetiers, que hoy no ha sido posible; y no he podido hacer más que responder y ver los despachos que se me han enviado de lo que ha aparecido en lo de Portugal. Y porque lo veréis, y no tener tiempo, no os lo aviso; y porque con aquello irá correo, os envío las cartas con que ayer me quedé, y puesto lo que me parece que se responda a don Cristóbal (de Moura). Y así, se podrá hacer luego, para que pueda ir con aquel correo. A la del Duque será bien se responda graciosamente, y aún de vuestra mano si estuviéreis para ello, como lo espero; y si no, de la de Escobar” (Al margen: Éste es el clérigo de quien adelante se hace mención que cifraba

y descifraba las cartas tocantes a las cosas de dn Juan de Austria y de Juan de Escobedo)257.

257. Estaba el Rey, como se ve, pendiente de los asuntos de Portugal, y trata con un cierto desdén los asuntos de Pérez y los de Vélez. De Escobar ya he dicho más arriba que probablemente fue uno de los acusadores secretos de Antonio Pérez y del Marqués.

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Se confi rma en esta carta, y en los comentarios adjuntos a ella, que, como he dicho antes, la enfermedad de Vélez fue un pretexto para alejarlo. El verdadero motivo fue, sin duda, la intervención del Marqués en la condena extralegal de Escobedo. El mismo Vélez declara, aludiendo a ello, que “llevo atravesado el negocio de vuestra merced (de Pérez), o por mejor decir, el mío”.

Pérez, como siempre, lo atribuía todo a malas pasiones, a la envidia. Más es seguro que se trataba de la ira contenida del Rey, la cual, eso sí, encontraba fácil-mente combustible para arder, en la envidia y en el resentimiento. Debió de ser atroz esta ira, pues habla el Marqués del “odio de la Corte”, esto es, del Monarca; y Pérez añade que era tal el peligro de la persecución, que el Marqués “debió de morir por parecerle... que no estaría seguro sino en el otro mundo”. Los escritos del Se-cretario en esta época están llenos de frases como ésta; y la experiencia que tenía del modo expeditivo con que se deshacía el Rey de sus enemigos “por razón de Estado”, no permite considerar la insinuación de que el Marqués estuvo en un verdadero peligro como totalmente exagerada.

Hay algunas frases de Felipe II, como la dirigida a Pérez de “no sé cómo estáis del otro día acá, que no me decís nada”, o “yo pienso que no os azotarán por las calles”, o la que dedica al Marqués de que “la enfermedad le deberá ayudar a gastar la condición”, es decir, el genio, el carácter, que se adivina que fueron acompañadas, al escribirlas, de aquella sonrisa del Monarca de El Escorial, que según sus contemporáneos, “cortaba como una espada”.

Lo en verdad sorprendente, vuelvo a repetirlo, es que de este odio de la Cor-te, que obligó a abandonarla al Consejero de Estado que gozaba de la privanza del Monarca, Mayordomo mayor y favorito de la Reina, no se encuentre el menor indicio en la tempestad de papeles, que, sin duda, se cruzaron entre los prota-gonistas de esta historia y las gentes aviesas, rencorosas, reventando de envidia y de resentimiento, que han dejado una huella tan triste de lo que era, en tiempos del hijo de Carlos V, la capital de las Españas. Sin duda debió de funcionar la censura regia con redoblado rigor. El Rey no podía considerar a Vélez culpable de un delito en el que él participaba con mayor responsabilidad todavía que su Ministro y, además, no se trataba de un castigo personal, sino de descabezar al partido ebolista; y todo se realizó con el mayor sigilo y buenas maneras, por los cargos y la categoría del Adelantado de Murcia, de ascendencia tan gloriosa y yerno de un servidor tan fi el a la Monarquía como el Comendador Requesens. Sólo gracias a los papeles que aquí he comentado, escapados a la censura y a la destrucción, se ha podido conocer la verdad.

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Expulsado materialmente por “el odio de la Corte”, es decir, en buen castellano, por la pérdida de la gracia real, y ya muy enfermo, el Marqués de los Vélez se hacía aún la ilusión de poder seguir mandando lejos de España; y pedía un puesto en el Perú, encomendando la gestión de este postrer favor regio a Antonio Pérez, sin saber que éste estaba aún en más desgracia que él. Pero a donde, en realidad, le llevaba su instinto era a recogerse en la casa de sus mayores, a su castillo de Vélez Blanco, para morir: para “echarse a morir”, como decía Unamuno, que es la razón de muchos actos de la vida de los hombres ya vencidos, aun cuando ellos mismos no lo adviertan.

Los males del Marqués eran antiguos. Anduvo siempre enfermizo y con frecuentes calenturas, que pudieron ser “tercianas”, como en la Corte se decía, es decir, paludismo, si bien no es seguro, pues entonces todas las fi ebres acce-dionales se diagnosticaban así, y entre ellas, las más frecuentes, las tuberculosas. Tal vez padecía esta enfermedad el tercer Vélez, y ello coincidiría con la lucidez mental y la ceguera sobre el próximo fi n, que eran rasgos frecuentes y típicos en los tuberculosos crónicos, que todos hemos conocido y hoy, por fortuna, no se conocen ya. Pero no lo sabemos. No es discreto, salvo excepciones, hacer diag-nósticos retrospectivos a estas distancias del lecho del enfermo. Lo cierto es que, desde joven, el Marqués era enfermizo, y esto tal vez le apartó de la carrera de las armas. Murió alrededor de los cincuenta años, sin que sepamos exactamente la fecha; pero su carta a Antonio Pérez está fechada el 26 de enero, en Los Hinojos, en la Mancha de Albacete, cerca de Belmonte; y como dice que no llegaría a su casa hasta mediados del mes siguiente, el de febrero, y Pérez nos asegura que murió en el camino, es seguro que dejó de ambicionar y de sufrir en dicho mes de febrero del año 1580.

Don Pedro había hecho testamento en 1578. Su viuda, doña Mencía de Re-quesens, pidió, en diciembre de 1580, el inventario y tasación de los bienes del Marqués, así como la de sus libros, que había de ir a la Biblioteca de El Escorial, que absorbía, y es uno de los muchos méritos de humanista, y no de político, que hay que agradecer a Felipe II, todas las grandes bibliotecas formadas en los reinados precedentes y en el suyo. Sin duda, esta reclamación se hacia para pre-parar el matrimonio del único hijo que tuvieron, con la Condesa de Luna, y el suyo, reincidente, con el Conde de Benavente258. La viuda guardó, pues, un luto estrictamente protocolario al difunto. En la larga Embajada en Viena estuvieron separados; y la falta absoluta de noticias de la Marquesa, y aún de alusiones a la

258. PÉREZ PASTOR, Noticia y documentos relativos a la Historia y Literatura españolas. Real Academia Española, I, Madrid, 1910.

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vida de la misma en Madrid, durante los años triunfales de la mayordomía y en Consejo de Estado, y después, durante el melancólico viaje del retorno al hogar, interrumpido por la muerte, dan la impresión de que el matrimonio no tuvo más momentos de efusión que aquellos en Barcelona, a la vuelta de Viena, en los que se engendró su hijo único y único heredero. Tal vez se sumaron para este resultado la crónica enfermedad y la misantropía de don Pedro, y el que doña Mencía here-dara el temperamento glacial de la madre, que, como ya he dicho, pasó casi toda su vida en Barcelona, mientras su ilustre marido, don Luis de Requesens, peleaba con los moros por mar y tierra y se dejaba la vida en el avispero de Flandes.

Imagen supuesta de D. Pedro Fajardo y Córdoba≠, según un grabado del s. XIX.

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sí acabó su vida el tercer Marqués de los Vélez, y con ello termino este pequeño libro. Los descendientes ulteriores fueron enlazándose con las familias más aristocráticas de España, y aunque acumularon títulos y riquezas, perdieron, al diluirse en tanta grandeza, la personalidad de los primeros Fajar-do. Cierto que toda la sociedad española, y en especial sus estratos cimeros, sufrieron el mismo menoscabo en su lustre y en su efi cacia humana. Pero fue muy rápido en esta ilustre dinastía de los Vélez, que levantaron alcázares maravillosos casi en la línea de batalla con el infi el, que crearon la pieza más hermosa de la catedral de Murcia, y que llevaron con tanto garbo el título de Adelantado de su feudo. La decadencia política de la vida española, simboli-zada en la de sus Monarcas, empezó, casi verticalmente, en la segunda mitad del reinado de Felipe II; y arrastró, salvo excepciones, a las altas jerarquías de la nobleza tradicional. A España, en adelante, la salvó ante la Historia y le dejó abierto el camino de futuras grandezas, el genio, y sólo él, de sus creadores en el arte y en el pensamiento.

El cuarto Marqués de los Vélez, don Luis de Requesens y Fajardo, fue Capitán general de Valencia, sin pena ni gloria.

El quinto, don Pedro Fajardo de Requesens y Zúñiga, fue lucido, si bien no extraordinario, General en el reinado de Felipe IV, y asistió a la batalla de Fuente-rrabía, combatiendo a los franceses con los cañones que guardaba en su palacio de Vélez Blanco desde los tiempos del primer Marqués.

Ambos fueron buenos militares y buenos caballeros, pero ya teñidos de la palidez decadente de la Corte. En sus sucesores se extinguió la herencia masculina y hazañosa. A partir de entonces este título fi gura en la lista de los repertorios nobiliarios de otras grandes casas, como un recuerdo glorioso del pasado y sin un solo destello de glorias nuevas.

EPÍLOGO

A

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Epílogo V

Los tres primeros Fajardo y Marqueses de los Vélez no fueron así. El abuelo, don Pedro, encarnó, en la aurora gloriosa de la nación española, la magnifi cencia de los grandes señores del Renacimiento, amigos de los libros y de la gran arqui-tectura señorial y religiosa; con una vena del espíritu liberal que, en el comienzo de su reinado, trajo a España Carlos V desde la Europa conturbada por las crisis de la conciencia.

Su hijo, don Luis, el segundo Marqués, fue uno de los representantes de los capitanes legendarios de las cruzadas, nacidos, con algún retraso, en el ambiente heroico de la madurez de Carlos V, que representó no sólo una prolongación, sino un refuerzo de aquel mundo de preocupación teológica, más que nacional, no extinguido todavía.

El nieto, don Pedro, el tercer Vélez, fue un Adelantado incruento, que no luchó en el campo de batalla, sino en los bufetes ofi ciales y en los corredores palaciegos; una fi gura representativa de la Corte del Monarca “Prudente” sin pru-dencia. Desgraciadamente, su principal actividad fue la intervención y la intriga y el asesinato de don Juan de Escobedo, intervención capital, apenas destacada por los historiadores y que, de estas páginas, resulta evidente y aleccionadora.

La vida de los Tres Vélez, nunca excesivamente llevada y traída por la fama, pero muy representativa, nos ayudará a comprender estos reinados, claves de nues-tra vida nacional, aún hoy. Por eso he querido dedicarle estas páginas, que bien merecen, más que otros muchos personajes de la época, de menos valor humano e histórico, pero, sin que sepamos por qué, aunque a veces lo sospechemos, más afortunados en esa versión apasionada de la vida que llamamos la Historia.

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Gregorio Marañón en su juventud ........................................................................................ 2Imágenes de Gregorio Marañón en su juventud, madurez y pasando vista en el Hospital Provincial en los años 30 ................................................ 11Marañón en la conferencia de Unamuno, en el Ateneo (1930), y durante su ingreso en la Real Academia Española (1934) ............................................... 12Cubierta de la edición de Espasa Calpe, 1962 ..................................................................... 18El doctor Marañón en el otoño de su vida (1955) ............................................................... 20Escudo y genealogía de los Fajardo ...................................................................................... 26Partida de ajedrez entre cristiano y musulmán ................................................................... 31 Reyes Católicos entrando triunfalmente en Granada ......................................................... 32Isabel la Católica hacia 1496 ................................................................................................ 39Pedro Mártir de Anglería ...................................................................................................... 40Toma de Vélez Blanco y Vélez Rubio (1488) ...................................................................... 45Posesiones de los Fajardo en los reinos de Granada y Murcia ........................................... 46Capilla de los Vélez en la catedral de Murcia (Interior) ...................................................... 51Capilla de los Vélez en la catedral de Murcia (Interior) ...................................................... 52Capilla de los Vélez en la catedral de Murcia (Exterior) ..................................................... 53Vélez Blanco y castillo de los Fajardo .................................................................................. 54Castillo de los Fajardo tras su desmantelamiento ............................................................... 55Patio del Castillo y restos de cornisa ................................................................................... 56Ventanas y galería del patio instalado en casa de Blumenthal ........................................... 57Patio desmantelado y exposición de los frisos en Nueva York (2001) .............................. 58Armas de D.. Pedro Fajardo Chacón .................................................................................... 65Carlos V a su llegada a España y los comuneros en el patíbulo ........................................ 66Carlos I de España y V Alemania con armadura ................................................................. 71Cortesano en la campaña de Túnez .................................................................................... 72Armadura de las usadas por D. Luis Fajardo ....................................................................... 79Carlos V a caballo, con águila y mar agitado de fondo ...................................................... 80Isabel de Valois, tercera mujer de Felipe II .......................................................................... 87Diego Hurtado de Mendoza, cronista de la Guerra de Granada ....................................... 88

ÍNDICE de ILUSTRACIONES

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Vista de Granada a mediados del s XVI y moriscos ........................................................... 95Bautizo en masa de mujeres moriscas ................................................................................. 96El cardenal Cisneros en la catedral de Toledo .................................................................. 101Grabado de Carlos V .......................................................................................................... 102Itinerario de la I campaña de D. Luis Fajardo (1569) ....................................................... 109D. Luis Quijada, supuesto retrato ..................................................................................... 110Itinerario de la III campaña de D. Luis Fajardo (1569-1570) ........................................... 113D. Juan de Austria, hermanastro de Felipe II ................................................................... 114D. Luis de Requesens ......................................................................................................... 121D. Juan de Austria, vencedor del poder turco .................................................................. 122Felipe II, por Antonio Moro .............................................................................................. 129El gran Duque de Alba ....................................................................................................... 130Isabel de Valois, por Sánchez Coello ................................................................................ 139El papa Pío V (1504-1572) ................................................................................................. 140Fernando Álvarez de Toledo, tercer duque de Alba ........................................................ 149D. Luis de Requesens ......................................................................................................... 150Felipe II en la época media de su vida .............................................................................. 155Ana de Austria, cuarta esposa de Felipe II ....................................................................... 146Ana Mendoza de la Cerda, princesa de Éboli .................................................................. 163Antonio Pérez, secretario de Felipe II ............................................................................... 164Felipe II representado con coraza ..................................................................................... 169Juan de Escobedo, secretario de D. Juan de Austria ........................................................ 170Antonio Pérez, secretario de Felipe II ............................................................................... 177Francisco Vallés, médico de la Corte de Felipe II ............................................................. 178Imagen supuesta de D. Pedro Fajardo y Córdoba ........................................................... 185

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Se acabó de imprimir en el mes de julio de 2005, en los talleres Entorno Gráfico, de Maracena (Granada), a cargo de José Rodríguez Domínguez, cinco siglos después de la

creación del señorío de los Vélez (1503) y de la concesión del título (1507); y cuarenta y cin-co años de la muerte de D. Gregorio Marañón Posadillo y de la edición póstuma de la obra (1962), bajo el patrocinio de Revista Velezana (Ayuntamiento de Vélez Rubio) y el Instituto de

Estudios Almerienses (Diputación Provincial de Almería)

LAUS DEO