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Un elefante ocupa mucho espacio - Elsa Bornemann Que un elefante ocupa mucho espacio lo sabemos todos. Pero que Víctor, un elefante de circo, se decidió una vez a pensar "en elefante", esto es, a tener una idea tan enorme como su cuerpo... ah... eso algunos no lo saben, y por eso se los cuento: Verano. Los domadores dormían en sus carromatos, alineados a un costado de la gran carpa. Los animales velaban desconcertados. No era para menos: cinco minutos antes el loro había volado de jaula en jaula comunicándoles la inquietante noticia. El elefante había declarado huelga general y proponía que ninguno actuara en la función del día siguiente. - ¿Te has vuelto loco, Víctor? - le preguntó el león, asomando el hocico por entre los barrotes de su jaula - ¿Cómo te atreves a ordenar algo semejante sin haberme consultado? ¡El rey de los animales soy yo! La risita del elefante se desparramó como papel picado en la oscuridad de la noche: - Ja. El rey de los animales es el hombre, compañero. Y sobre todo aquí, tan lejos de nuestras selvas... - ¿De qué te quejas, Víctor? - interrumpió un osito, gritando desde su encierro - ¿No son acaso los hombres los que nos dan techo y comida? - Tú has nacido bajo la lona del circo... - le contestó Víctor dulcemente - La esposa del criador te crió con mamadera... Solamente conoces el país de los hombres y no puedes entender, aún, la alegría de la libertad... - ¿Se puede saber para qué hacemos huelga? - gruñó la foca, coleteando nerviosa de aquí para allá. - ¡Al fin una buena pregunta! - exclamó Víctor, entusiasmado, y ahí nomás les explicó a sus compañeros que ellos eran presos... que trabajaban para que el dueño del circo se llenara los bolsillos de dinero... que eran obligados a ejecutar ridículas pruebas para divertir a la gente... que se los forzaba a imitar a los hombres... que no debían soportar más humillaciones y que patatín y que patatán. (Y que patatín fue el consejo de hacer entender a los hombres que los animales querían volver a ser libres... Y que patatán fue la orden de huelga general...) - Bah... Pamplinas... - se burló el león - ¿Cómo piensas comunicarte con los hombres? ¿Acaso alguno de nosotros habla su idioma? - Sí - aseguró Víctor - El loro será nuestro intérprete - y enroscando la trompa en los barrotes de su jaula, los dobló sin dificultad y salió afuera. Enseguida, abrió una tras otra las jaulas de sus compañeros. Al rato, todos retozaban en los carromatos. ¡Hasta el león! Los primeros rayos de sol picaban como abejas zumbadoras sobre las pieles de los animales cuando el dueño del circo se desperezó ante la ventana de su casa rodante. El calor parecía cortar el aire en infinidad de líneas anaranjadas... (los animales nunca supieron si fue por eso que el dueño del circo pidió socorro y después se desmayó, apenas pisó el césped...) De inmediato, los domadores aparecieron en su auxilio: - ¡Los animales están sueltos! - gritaron a coro, antes de correr en busca de sus látigos. - ¡Pues ahora los usarán para espantarnos las moscas! - les comunicó el loro no bien los domadores los rodearon, dispuestos a encerrarlos nuevamente. - ¡Ya no vamos a trabajar en el circo! ¡Huelga general, decretada por nuestro delegado, el elefante! - ¿Qué disparate es este? ¡A las jaulas! Y los látigos silbadores ondularon amenazadoramente. - ¡Ustedes a las jaulas! - gruñeron los orangutanes. Y allí mismo se lanzaron sobre ellos y los encerraron. Pataleando furioso, el dueño del circo fue el que más resistencia opuso. Por fin, también él miraba correr el tiempo detrás de los barrotes. La gente que esa tarde se aglomeró delante de las boleterías, las encontró cerradas por grandes carteles que anunciaban: CIRCO TOMADO POR LOS TRABAJADORES. HUELGA GENERAL DE ANIMALES. Entretanto, Víctor y sus compañeros trataban de adiestrar a los hombres: - ¡Caminen en cuatro patas y luego salten a través de estos aros de fuego! ¡Mantengan el equilibrio apoyados sobre sus cabezas! - ¡No usen las manos para comer! ¡Rebuznen! ¡Maúllen! ¡Ladren! ¡Rujan! - ¡BASTA, POR FAVOR, BASTA! - gimió el dueño del circo al concluir su vuelta número doscientos alrededor de la carpa, caminando sobre las mano - ¡Nos damos por vencidos! ¿Qué quieren? El loro carraspeó, tosió, tomó unos sorbitos de agua y pronunció entonces el discurso que le había enseñado el elefante: - ..Con que esto no, y eso tampoco, y aquello nunca más, y no es justo, y que patatín y

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Un elefante ocupa mucho espacio - Elsa Bornemann

Que un elefante ocupa mucho espacio lo sabemos todos. Pero que Víctor, un elefante de circo, se decidió una vez a pensar "en elefante", esto

es, a tener una idea tan enorme como su cuerpo... ah... eso algunos no lo saben, y por eso se los cuento: Verano. Los domadores dormían en

sus carromatos, alineados a un costado de la gran carpa. Los animales velaban desconcertados. No era para menos: cinco minutos antes el loro

había volado de jaula en jaula comunicándoles la inquietante noticia. El elefante había declarado huelga general y proponía que ninguno

actuara en la función del día siguiente. - ¿Te has vuelto loco, Víctor? - le preguntó el león, asomando el hocico por entre los barrotes de su

jaula - ¿Cómo te atreves a ordenar algo semejante sin haberme consultado? ¡El rey de los animales soy yo! La risita del elefante se

desparramó como papel picado en la oscuridad de la noche: - Ja. El rey de los animales es el hombre, compañero. Y sobre todo aquí, tan lejos

de nuestras selvas... - ¿De qué te quejas, Víctor? - interrumpió un osito, gritando desde su encierro - ¿No son acaso los hombres los que nos dan techo y

comida? - Tú has nacido bajo la lona del circo... - le contestó Víctor dulcemente - La esposa del criador te crió con mamadera... Solamente conoces el país de

los hombres y no puedes entender, aún, la alegría de la libertad... - ¿Se puede saber para qué hacemos huelga? - gruñó la foca, coleteando nerviosa de aquí

para allá. - ¡Al fin una buena pregunta! - exclamó Víctor, entusiasmado, y ahí nomás les explicó a sus compañeros que ellos eran presos... que trabajaban para

que el dueño del circo se llenara los bolsillos de dinero... que eran obligados a ejecutar ridículas pruebas para divertir a la gente... que se los forzaba a imitar a

los hombres... que no debían soportar más humillaciones y que patatín y que patatán. (Y que patatín fue el consejo de hacer entender a los hombres que los

animales querían volver a ser libres... Y que patatán fue la orden de huelga general...) - Bah... Pamplinas... - se burló el león - ¿Cómo piensas comunicarte con

los hombres? ¿Acaso alguno de nosotros habla su idioma? - Sí - aseguró Víctor - El loro será nuestro intérprete - y enroscando la trompa en los barrotes de su

jaula, los dobló sin dificultad y salió afuera. Enseguida, abrió una tras otra las jaulas de sus compañeros. Al rato, todos retozaban en los carromatos. ¡Hasta el

león! Los primeros rayos de sol picaban como abejas zumbadoras sobre las pieles de los animales cuando el dueño del circo se desperezó ante la ventana de su

casa rodante. El calor parecía cortar el aire en infinidad de líneas anaranjadas... (los animales nunca supieron si fue por eso que el dueño del circo pidió

socorro y después se desmayó, apenas pisó el césped...) De inmediato, los domadores aparecieron en su auxilio: - ¡Los animales están sueltos! - gritaron a

coro, antes de correr en busca de sus látigos. - ¡Pues ahora los usarán para espantarnos las moscas! - les comunicó el loro no bien los domadores los rodearon,

dispuestos a encerrarlos nuevamente. - ¡Ya no vamos a trabajar en el circo! ¡Huelga general, decretada por nuestro delegado, el elefante! - ¿Qué disparate es

este? ¡A las jaulas! Y los látigos silbadores ondularon amenazadoramente. - ¡Ustedes a las jaulas! - gruñeron los orangutanes. Y allí mismo se lanzaron sobre

ellos y los encerraron. Pataleando furioso, el dueño del circo fue el que más resistencia opuso. Por fin, también él miraba correr el tiempo detrás de los

barrotes. La gente que esa tarde se aglomeró delante de las boleterías, las encontró cerradas por grandes carteles que anunciaban:

CIRCO TOMADO POR LOS TRABAJADORES. HUELGA GENERAL DE ANIMALES. Entretanto, Víctor y sus compañeros

trataban de adiestrar a los hombres: - ¡Caminen en cuatro patas y luego salten a través de estos aros de fuego! ¡Mantengan el

equilibrio apoyados sobre sus cabezas! - ¡No usen las manos para comer! ¡Rebuznen! ¡Maúllen! ¡Ladren! ¡Rujan! - ¡BASTA, POR

FAVOR, BASTA! - gimió el dueño del circo al concluir su vuelta número doscientos alrededor de la carpa, caminando sobre las

mano - ¡Nos damos por vencidos! ¿Qué quieren? El loro carraspeó, tosió, tomó unos sorbitos de agua y pronunció entonces el

discurso que le había enseñado el elefante: - ..Con que esto no, y eso tampoco, y aquello nunca más, y no es justo, y que patatín y

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que patatán... porque... o nos envían de regreso a nuestras selvas... o inauguramos el primer circo de hombres animalizados, para diversión

de todos los gatos y perros del vecindario. He dicho. Las cámaras de televisión transmitieron un espectáculo insólito aquel fin de semana:

en el aeropuerto, cada uno portando su correspondiente pasaje en los dientes (o sujeto en el pico en el caso del loro), todos los animales se

ubicaron en orden frente a la puerta de embarque con destino al África. Claro que el dueño del circo tuvo que contratar dos aviones: en uno

viajaron los tigres, el león, los orangutanes, la foca, el osito y el loro. El otro fue totalmente utilizado por Víctor... porque todos sabemos

que un elefante ocupa mucho, mucho espacio...

En 1976, Un elefante ocupa mucho espacio, el libro de Elsa Bornemann, (fue elegido para integrar la Lista de Honor) del Premio

Internacional "Hans Christian Andersen", otorgado por International Board on Books for Young People, con sede en Suiza. Un año

después era prohibido en la Argentina por relatar una huelga de animales. El decreto, fechado el 13 de octubre de 1977, incluía también a El nacimiento, los

niños y el amor, de Agnés Rosenstiehl, editado —junto al de Bornemann— por Librerías Fausto.

(Señalaba el decreto militar:) "En ambos casos se trata de cuentos destinados al público infantil, con una finalidad de adoctrinamiento que resulta

preparatoria a la tarea de captación ideológica del accionar subversivo (...) De su análisis surge una posición que agravia a la moral, a la Iglesia, a la familia, al

ser humano y a la sociedad que éste compone."

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La planta de Bartolo por Laura Devetach El buen Bartolo sembró un día un hermoso cuaderno en un macetón. Lo regó, lo puso al calor del sol, y cuando menos lo esperaba, ¡trácate!, brotó una planta tiernita con hojas de todos colores. Pronto la plantita comenzó a dar cuadernos. Eran cuadernos hermosísimos, como esos que gustan a los chicos. De tapas duras con muchas hojas muy blancas que invitaban a hacer sumas y restas y dibujitos. Bartolo palmoteó siete veces de contento y dijo: —Ahora, ¡todos los chicos tendrán cuadernos! ¡Pobrecitos los chicos del pueblo! Estaban tan caros los cuadernos que las mamás, en lugar de alegrarse porque escribían mucho y los iban terminando, se enojaban y les decían: —¡Ya terminaste otro cuaderno! ¡Con lo que valen! Y los pobres chicos no sabían qué hacer. Bartolo salió a la calle y haciendo bocina con sus enormes manos de tierra gritó: —¡Chicos!, ¡tengo cuadernos, cuadernos lindos para todos! ¡El que quiera cuadernos nuevos que venga a ver mi planta de cuadernos! Una bandada de parloteos y murmullos llenó inmediatamente la casita del buen Bartolo y todos los chicos salieron brincando con un cuaderno nuevo debajo del brazo. Y así pasó que cada vez que acababan uno, Bartolo les daba otro y ellos escribían y aprendían con muchísimo gusto. Pero, una piedra muy dura vino a caer en medio de la felicidad de Bartolo y los chicos. El Vendedor de Cuadernos se enojó como no sé qué. Un día, fumando su largo cigarro, fue caminando pesadamente hasta la casa de Bartolo. Golpeó la puerta con sus manos llenas de anillos de oro: ¡Toco toc! ¡Toco toc! —Bartolo —le dijo con falsa sonrisa atabacada—, vengo a comprarte tu planta de hacer cuadernos. Te daré por ella un tren lleno de chocolate y un millón de pelotitas de colores. —No —dijo Bartolo mientras comía un rico pedacito de pan. —¿No? Te daré entonces una bicicleta de oro y doscientos arbolitos de navidad. —No. —Un circo con seis payasos, una plaza llena de hamacas y toboganes. —No. —Una ciudad llena de caramelos con la luna de naranja. —No. —¿Qué querés entonces por tu planta de cuadernos? —Nada. No la vendo. —¿Por qué sos así conmigo? —Porque los cuadernos no son para vender sino para que los chicos trabajen tranquilos.

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—Te nombraré Gran Vendedor de Lápices y serás tan rico como yo. —No. —Pues entonces —rugió con su gran boca negra de horno—, ¡te quitaré la planta de cuadernos! —y se fue echando humo como la locomotora. Al rato volvió con los soldaditos azules de la policía. —¡Sáquenle la planta de cuadernos! —ordenó. Los soldaditos azules iban a obedecerle cuando llegaron todos los chicos silbando y gritando, y también llegaron los pajaritos y los conejitos. Todos rodearon con grandes risas al vendedor de cuadernos y cantaron "arroz con leche", mientras los pajaritos y los conejitos le desprendían los tiradores y le sacaban los pantalones. Tanto y tanto se rieron los chicos al ver al Vendedor con sus calzoncillos colorados, gritando como un loco, que tuvieron que sentarse a descansar. —¡Buen negocio en otra parte! —gritó Bartolo secándose los ojos, mientras el Vendedor, tan colorado como sus calzoncillos, se iba a la carrera hacia el lugar solitario donde los vientos van a dormir cuando no trabajan. "Del análisis de la obra La Torre de Cubos se desprenden graves falencias tales como simbología confusa, cuestinamientos ideológicos-

sociales, objetivos no adecuados al hecho estético, ilimitada fantasía, carencia de estímulos espirituales y trascendentes", sostiene la

resolución N° 480 del Ministerio de Cultura y Educación de Córdoba que prohíbe la obra de Laura Devetach. Entre otros argumentos se

aduce que el libro critica "la organización del trabajo, la propiedad privada y el principio de autoridad". "La Torre de Cubos se prohibió primero en la provincia de Santa Fe, después siguió la provincia de Buenos Aires, Mendoza y la zona del Sur, hasta que

se hizo decreto nacional. A partir de ahí la pasé bastante mal. Porque no se trataba de una cuestión de prestigio académico o de que el libro estuviera o

no en las librerías. Uno tenía un Falcon verde en la puerta. Yo vivía en Córdoba y más de una vez tuve que dormir afuera. Finalmente nos vinimos con

mi marido a Buenos Aires en busca de trabajo y anonimato. Durante todo ese período quise publicar y no pude."

"Maravillosamente el libro siguió circulando pero sin mi nombre: era incluido en antologías, los maestros hacían copias a mimeógrafo y se los daban

para leer a los alumnos. Muchos lectores se me acercaron después y me dijeron que habían leído mis cuentos en papeles sueltos, sin saber de quién eran.

Recuerdo varias Ferias del Libro en las que las maestras me acercaban esas hojas mimeografiadas para que se las firmara."

"Me consta que en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Córdoba muchos colegas y estudiantes hicieron denuncias con nombre y apellido nada

más que para ocupar el lugar de los destituidos. Yo, además, trabajaba en un profesorado al que un colega entró como observador de mis clases. Hizo

ciertas objeciones y, para concluir, sacó de la biblioteca libros de Cortázar, de Piaget, de gramática estructural y de matemática moderna."

"Tengo grabadas imágenes bastante alucinantes de los atardeceres en la ciudad de Córdoba: gente que deambulaba por las calles con paquetitos, con

valijas donde llevaban los libros, cuando se iban a dormir de un lado al otro. Parecían caracoles con sus caparazones a cuestas. Así era todo, silencioso y

sórdido."

Laura Devetach, escritora

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EL PUEBLO QUE NO QUERÍA SER GRIS.

Había una vez un rey grande, en un país chiquito.

En el país chiquito vivían hombres, mujeres y niños.

Pero el rey nunca hablaba con ellos, solamente les ordenaba.

Y como no hablaba con ellos, no sabía lo que querían, y lo que no querían; y si por casualidad alguna vez lo sabía,

no le interesaba.

El rey grande del país chiquito, ordenaba, solamente ordenaba; ordenaba esto, aquello y lo de más allá, que

hablaran o que no hablaran, que hicieran así o que hiciera asá.

Tantas órdenes dio, que un día no tuvo más cosas que ordenar.

Entonces se encerró en su castillo y pensó, y pensó, hasta que decidió:

“Ordenaré que todos pinten sus casas de gris”. Y todos pintaron sus casas de gris. Todos menos uno; uno que estaba sentado mirando el cielo, y vio pasar una paloma roja, azul y blanca. “¡Oh! ¡Qué linda!” dijo maravillado, “Pintaré mi casa de rojo, azul y blanco”. Y la pintó nomás. Cuando el rey miró desde su torre y vio entre las casas grises una roja, azul y blanca, se cayó de espaldas una vez, pero en seguida se levantó y ordenó a sus guardias: -¡Traigan inmediatamente a uno que pintó su casa de rojo, azul y blanco! Los guardias aprontaron sus ojos para verlo todo, sus orejas para oír mejor y marcharon. Pero mientras llegaban a la casa de “uno”, otro, que vivía en la casa vecina dijo: “Qué linda casa; yo también pintaré la mía así”. Y la pintó nomás. Entonces cuando los guardias llegaron, no supieron cuál era la casa de uno y cual la casa de otro, así que regresaron al castillo y hablaron con el rey. -¡No puede ser!- dijo el rey, y miró desde la torre. Al ver lo que vio se cayó de espaldas dos veces, pero enseguida se levantó. Y ordenó a sus guardias: -¡Me traen a uno y a otro, inmediatamente! Pero ya un tercero había visto las dos casas de rojo, azul y blanco y en un instante pintó la suya. Los guardias no tuvieron más remedio que regresar y preguntarle al rey: -¿Qué hacemos, traemos a uno, a otro y a otro? Entonces el rey se cayó de espaldas tres veces, y los guardias tuvieron que ayudarlo a levantarse. -¡Traen a los tres!- dijo en cuanto estuvo levantado. Pero cuando los guardias bajaron, no había tres casas pintadas.

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Había 333.333 -Bueno- dijeron los guardias cuando terminaron de contarlas -se lo diremos al rey. Y el rey se cayó de espaldas una vez, dos, cuatro, ocho, dieciséis, treinta y dos, sesenta y cuatro y ciento veintiocho veces. Mientras se caía y se lo levantaban, el rey ordenaba. -¡Que me traigan todo lo que sea rojo, azul y blanco! Los guardias bajaron ligerito. En la ciudad había 333.333 casas rojas, azules y blancas, y las aceras en rojo, azul y blanco, y los perros metían las colas en los tachos de pintura y luego se sacudían al lado de los árboles, los jinetes con sus ropas recién pintadas subían a los caballos y los caballos al galopar dejaban los caminos pintados; y las palomas mojaban sus patitas en los charcos de pintura que brillaban al sol, luego volaban a los palomares, y los palomares pintaban las alas de las palomas así que cuando éstas volaban por el cielo parecían barriletes de colores; y todos los miraban y se sentían muy contentos. Todo era rojo, azul y blanco. Todo menos el rey, sus guardias y el castillo. ¡Todo aquel que sea rojo, azul y blanco debe marchar inmediatamente al castillo! ¡El rey lo ordena! –dijeron los guardias. Y todos, hombres, mujeres, niños, ancianos, caballos, perros y pájaros, gatos y palomas, todos los que podían marchar, llegaron al castillo. Eran tantos, tantos, y estaban tan entusiasmados, que al momento el castillo, las murallas, los fosos, los estandartes, las banderas, quedaron de color rojo, azul y blanco. Y los guardias también. Entonces el rey se cayó de espaldas una sola vez, pero tan fuerte que no se levantó más. El rey de la comarca vecina, al mirar desde lo alto de su torre dijo: -Algo ha sucedido, el rey del país chiquito ha cambiado el color de sus estandartes, enviaré a mis emisarios, para que averigüen lo que ha sucedido. -¿Qué ha sucedido?, ¿qué ha sucedido? –preguntaron los emisarios, cuando estuvieron en presencia del rey. Pero el rey grande del país chiquito estaba tan caído, que ni siquiera podía contestar. Entonces “uno” dijo: -Resulta que yo estaba en la puerta de mi casa, tomando el fresco, mirando el cielo, y vi pasar una paloma roja, azul y blanca, y entonces… y siguió contando todo lo que había sucedido. -Pondremos sobre aviso a nuestro rey, -dijeron los emisarios del país vecino, no vaya a ser que le pase lo mismo. Y marcharon al galope. Claro, que los caballos llevaban ya sus patas pintadas y mientras galopaban, pintaban los caminos de rojo, azul y blanco… Pero fueron las palomas, las que primero llegaron a la comarca del rey vecino. Y uno que estaba sentado en la puerta de su casa tomando el fresco, las vio y dijo: -¡Oh! ¡Qué lindo!, pintaré mi casa de rojo, azul y blanco. Y la pintó nomás, y… como pueden ustedes imaginar este cuento que acá termina por otro lado vuelve a empezar.

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Poco antes del Golpe, el recién estrenado sello Rompan Filas, de Augusto Bianco, había publicado dos libros infantiles que buscaban acercarse a los chicos con adultez y sin prejuicios. En El pueblo que no quería ser gris, la gente se opone a la decisión del rey de pintar todas las casas de un mismo color y empieza a teñirlas de rojo, azul y blanco mientras que en La ultrabomba, un piloto se niega a cumplir la orden de arrojar una bomba. Ambos fueron prohibidos por el decreto N° 1888, del 3 de septiembre de 1976. El siguiente libro de la colección fue imposible venderlo y para el cuarto les costó encontrar un lugar donde imprimirlo. Sólo aceptó una persona, a condición de que su nombre no figurara en el colofón. "Un día venía caminando por la calle Matienzo y vi que estaban haciendo un allanamiento. Yo —de prepotente y de odio que tenía— miré fijo al militar. El tipo me mandó un soldado con un arma que me abrió el bolso y encontró tres libros. Me dijo: —Ahá, cuántos libros tenés vos, pibe. —Yo me había olvidado que los llevaba, de lo contrario no hubiera mirado fijo al militar. El soldadito se detuvo en una foto de Marx que aparecía en un catálogo y en una del Che Guevara. —Qué cosas jodidas tenés, pibe —me encaró justo cuando lo llamaron por el handy. —Esta vez zafaste, pero dejate de embromar con esas cosas jodidas —repitió. Ese era el clima que se vivía: tener un libro era peligroso."

Augusto Bianco, editor y traductor

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La ultrabomba De Mario Lodi En su fábrica patrón Palanca hacía bebidas con los residuos del petróleo. Pero nadie compraba esas bebidas porque eran negras y hacían venir dolor de barriga. Entonces inventó una linda publicidad para convencer a la gente. “Una bebida de Rey para la mamá, el papá y para vos.” Y él se hizo rico, muy rico, casi como el rey. Los ricos son siempre amigos de los reyes y también patrón Palanca se hizo amigo. Una noche fue a cenar a su castillo y le dijo: “¡Hagamos una gran guerra! Yo te construiré la ultrabomba y vos me darás cien ultramillones. Yo seré el más rico del mundo y vos el rey de toda la tierra”. “Bien”, dijo el rey. “Pero ¿cómo hacemos para convencer a la gente que haga la guerra por nosotros?”. “Me encargo yo”, dijo patrón Palanca. Se hizo jefe de la televisión e hizo un noticiero lindo como la publicidad y todas las noches decía: “Es lindo combatir y morir por mí y por el rey”. Y la gente creía en sus palabras mentirosas como bebía sus bebidas negras. Mientras tanto patrón Palanca en su ultrafábrica nueva construía la ultrabomba, los aviones, los tanques, los fusiles, y todo lo que se necesitaba para hacer la gran guerra. Y le vendió todo al rey por cien ultramillones. El día de la guerra la gente, en la plaza, miraba en la pantalla de TV al rey y al general Palanca. El general decía: “La guerra ha comenzado. Dentro de poco verán al avión que desengancha la ultrabomba sobre el enemigo que no sabe nada. Nosotros somos los más fuertes y venceremos. Viva yo y viva el rey.” El avión había llegado sobre la ciudad más grande del mundo. El general ordenó: “¡Tirá la ultrabomba!”. El piloto miró hacia abajo y vio los chicos que jugaban. Y pensó: “¡Si desengancho los mato!”. Y volaba, volaba sobre la ciudad que brillaba al sol. Y no obedecía. — ¡Tirá la ultrabomba sobre el enemigo! —gritó el rey enojado. El piloto volaba y decía: —Sólo veo chicos y gente que trabaja... el enemigo no lo veo... el enemigo no está. El rey el general gritaron: — ¡Son ellos el enemigo! Desenganchá y destruilos”. Pero el pueblo y los soldados gritaron todos juntos: — ¡NO! Gritaron tan fuerte que el piloto los escuchó. Entonces regresó, voló sobre el castillo y le dijo al rey: — ¡La bomba te la tiro a vos! El rey y el general escaparon, y desde ese día comenzó otra historia. En toda la tierra, una historia sin guerra.

Editorial L. Manzuoli, Florencia, Italia. Rompan Fila Ediciones, 1975 Buenos Aires, Argentina Poco antes del Golpe, el recién estrenado sello Rompan Filas, de Augusto Bianco, había publicado dos libros infantiles que buscaban acercarse a los chicos con adultez y sin prejuicios. En El pueblo que no quería ser gris, la gente se opone a la decisión del rey de pintar todas las casas de un mismo color y empieza a teñirlas de rojo, azul y blanco mientras que en La ultrabomba, un piloto se niega a cumplir la orden de arrojar una bomba. Ambos fueron prohibidos por el decreto N° 1888, del 3 de septiembre de 1976. El siguiente libro de la colección fue imposible venderlo y para el cuarto les costó encontrar un lugar donde imprimirlo. Sólo aceptó una persona, a condición de que su nombre no figurara en el colofón. "Un día venía caminando por la calle Matienzo y vi que estaban haciendo un allanamiento. Yo —de prepotente y de odio que tenía— miré

fijo al militar. El tipo me mandó un soldado con un arma que me abrió el bolso y encontró tres libros. Me dijo: —Ahá, cuántos libros tenés vos, pibe. —Yo me había olvidado que los llevaba, de lo contrario no hubiera mirado fijo al militar. El soldadito se detuvo en una foto de Marx que aparecía en un catálogo y en una del Che Guevara. —Qué cosas jodidas tenés, pibe —me encaró justo cuando lo llamaron por el handy. —Esta vez zafaste, pero dejate de embromar con esas cosas jodidas —repitió. Ese era el clima que se vivía: tener un libro era peligroso." Augusto Bianco, editor y traductor

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"El hombrecito verde y su pájaro" Laura Devetach

El hombrecito verde de la casa verde del país verde tenía un pájaro. Era un pájaro verde de verde vuelo. Vivía en una jaula verde y picoteaba verdes verdes

semillas. El hombrecito verde cultivaba la tierra verde, tocaba verde música en su flauta y abría la puerta verde de la jaula para que su pájaro saliera cuando

tuviera ganas. El pájaro se iba a picotear semillas y volaba verde, verde, verdemente. Un día en medio de un verde vuelo, vio unos racimos que le hicieron

esponjar las verdes plumas. El pájaro picoteó verdemente los racimos y sintió una gran alegría color naranja. Y voló, y su vuelo fue de otro color. Y cantó, y

su canto fue de otro color. Cuando llegó a la casita verde, el hombrecito verde lo esperaba con verde sonrisa. –¡Hola, pájaro! –le dijo. Y lo miró revolotear

sobre el sillón verde, la verde pava y el libro verde. Pero en cada vuelo verde y en cada trino, el pájaro dejaba manchitas amarillas, pequeños puntos blancos

y violetas. El hombrecito verde vio con asombro cómo el pájaro ponía colores en su sillón verde, en sus cortinas y en su cafetera. –¡Oh, no! –dijo

verdemente alarmado. Y miró bien a su pájaro verde y lo encontró un poco lila y un poco verde mar. –¡Oh, no! –dijo, y con verde apuro buscó pintura verde

y pintó el pico, pintó las patas, pintó las plumas. Pero cuando el pájaro cantó, no pudo pintar su canto. Y cuando el pájaro voló, no pudo pintar su vuelo.

Todo era verdemente inútil. Y el hombrecito verde dejó en el suelo el pincel verde y la verde pintura. Se sentó en la alfombra verde sintiendo un burbujeo

por todo el cuerpo. Una especie de cosquilla azul. Y se puso a tocarla flauta verde mirando a lo lejos. Y de la flauta salió una música verde azul rosa que hizo

revolotear celestemente al pájaro.

Laura Devetach nació el 5 de octubre de 1936, en Reconquista, provincia de Santa Fe. Algunas de sus obras son: La torre de cubos; Monigote en la arena;

Una caja llena de...; Picaflores de cola roja; El hombrecito verde y su pájaro; Colección "Libros del monigote"; La loma del hombre flaco; Canción y pico;

Oficio de palabrera. Se ha dedicado a la recopilación de dichos, rondas, poemas y coplas. Colaboró con las revistas Billiken, Humi y Vivir. Es coordinadora de

grupos de escritura, lectura y reflexión. Entre los premios y distinciones que obtuvo figuran: Premio Casa de las Américas 1975; Lista de Honor del IBBY

(International Board of Books for Young People) 1986, Premio Estímulo a la Producción Literaria, Fondo Nacional de las Artes 1986; Premio Octogonal,

Francia, 1995.

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La torre de los cubos / Laura Devetach “Mi tren es un gusano amarillo y rojo”, pensó Irene. “Chucuchuf, chucu-chuf, chucu-chuf”. La hilera de cubitos se deslizaba sobre los mosaicos pulidos. La niña los empujaba de atrás salpicando el piso con un poco de saliva cada vez que decía “chucu-chuf”. Mamá no estaba. Tardaría en regresar trayendo su aromática bolsa llena de frutas y verduras. Cuando volviese, Irene la saltaría clavaría los dientes en el jugo abultado de las uvas. Entre tanto, armaba cosas con sus cubitos amarillos y rojos, y hablaba con ellos mientras sentía el frío de los mosaicos. “Haré una torre inmensa como una víbora parada con la cola”. Pero la idea le pareció un poco simple y decidió hacerle una ventana en el medio, como si la víbora se hubiese tragado una uva de las que traía mamá. Pero una uva del tamaño de una manzana. Rojo, amarillo, rojo, amarillo, uno, dos, siete, ocho. Ahora, cuidadosamente, una tablita plana en equilibrio. Sobre la tablita, un cubo en cada extremo. Sobre los dos cubitos, otro uniéndolos y otra vez rojo, amarillo, rojo, amarillo. La ventana estaba lista en el medio de la torre. Era así, chiquita. Como para que se asomase una persona del tamaño del dedo pulgar de Irene. La torrecita temblaba de miedo de romperse, pero se mantenía firme. Justo cuando Irene colocaba con suavidad el último cubo se le ocurrió la idea de mirar a través de la ventana. Primero parpadeó tres veces. Luego, cinco; porque del otro lado una cabra le sacó la lengua. Irene dio vueltas alrededor de la torre, pero sólo veía mosaicos y los cubos que habían sobrado. Se agachó nuevamente, espiando por el agujerito, y la cabra le dijo: “¡Meee!”. Irene no sabía que pensar. Espió de nuevo. Había colinas azules y muchísimos durazneros en flor. Las cabras blancas subían y bajaban por un montañita de todos colores. Detrás de la ventana Irene no veía nada. Solo su aburrido piso de mosaicos. Delante de la ventana tampoco. Irene intentó pasar una pierna por el agujero, pero la punta de su zapato era demasiado ancha. ¿Y sus piernas? ¿Y su cintura? ¿Y su gran cabezota amarilla? No, no podría pasar, ni podría jugar con las cabras en las hermosas colinas. Metió un dedo y una cabrita se lo lamió. Irene lo retiró asustada. Dio varias vueltas a su alrededor de su torre, pero no encontró nada nuevo. El vendedor de tortas, después de esperar largo rato que le abrieran la puerta de calle, entró y le ofreció una riquísima masa cuadrada cubierta de azúcar. --No—le dijo Irene, apurada porque se fuera para poder seguir mirando por la ventana de la torre. --¿No?—preguntó el viejo--, siempre te gustaron, ¿por qué hoy no? --Estoy ocupada. Tengo que mirar por la ventana de mi torre. --¿De esa torre? El índice color madera señalaba la finísima torre de Irene. --Sí, es una torre muy rara. Tiene cabras y colinas azules adentro. Me gusta más que tus tortas de azúcar. --¿Puedo ver yo también? El viejo dejó su canasto dulce en el suelo y de rodillas espió por la ventanita. --¡Ja ja!—rió--. Estas cabras son muy maleducadas. --¿Dónde están? ¿Podrías decirme dónde están? Detrás de la torre no hay nada, delante tampoco. Yo no puedo atravesar ese agujero. --¡Humm…!—meditó el viejo, agachado frente a Irene. Su rostro misterioso se mostraba preocupado--. ¿Probaste pasar por sobre la torre?

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--¡Pero es muy alta!—se quejó Irene--. ¿No te parece que es la torre más alta del mundo? --Tal vez… Podrías voltearla al pasar por encima, pero no hay otra solución. Sólo así llegarás a las colinas y a los durazneros. Irene se tomó la pollera con la punta de los dedos. Con el vértice de sus piernas rozó el último cubito. La finísima torre se estremeció, como de frío, y quedó quieta nuevamente. Irene hizo un saludo al viejo y se puso a saltar por las colinas azules mientras las cabras la miraban muy serias. Era un verano tierno, de durazneros. Era un cielo liso como dibujado en la arena por la palma de una mano. Eran unas briznas de lenguas mojadas y allá, a lo lejos, enroscando humaredas desde las chimeneas, un grupo de casitas. En Pueblo Caperuzo todos tomaban el té con miel a las cinco de la tarde. Aquella miel era como una buena palabra. Irene la extendió suavemente sobre el pan blanco y la comió mientras oía cosas maravillosas. Los caperuzos eran duendes cubiertos con enormes capuchas de colores. Festejaron con pan y con miel la llegada de Irene. --Nosotros defendemos —explicaron--, defendemos al que lo necesita. --¿A mí, cuando los chicos quieren pegarme? --No, porque eso no es importante. Vos tenés fuerza para defenderte sola e inteligencia para resolver tus problemas. Nosotros defendemos otras cosas. --¿Qué?—preguntó Irene, no muy conforme con los caperuzos. --Defendemos a los negros, cuando los blancos los desprecian. Les susurramos al oído: “Negro, negro, tu cuerpo es brillante como la piel de la manzana, tu cuerpo es bueno y buena, tu cabeza. Tus manos son raíces que fuera de la tierra morirán. Hay que enterrarlas, aquí, y crecer y transformar los jugos del mundo para dar frutos. Negro, negro-así les decimos-, hay que trabajar y aprender y enseñar hasta que cada brizna del campo reconozca tu buen cuerpo brillante como una manzana”. Así les decimos. También el blanco nos oye. Sentados en su hombro tintineamos sin cesar. El laberinto de su oreja es tobogán para nosotros, para que podamos caer dentro de su cabeza clara. “Blanco, blanco –le decimos-, que el fino papel que te envuelve no te diferencie de otro hombre. El pan en que hincas el diente es igual al del otro”. Irene recordó a sus compañeros oscuros. Pedro, por ejemplo, el hijo de la lavandera. Nunca le había contado que los caperuzos le hablaban al oído. ¿Y ella? ¿Los había escuchado alguna vez? Sí, claro. Ahora recordaba. Los duendes de colores la llevaron a las colinas azules. Colgaban de los durazneros ligeros columpios, en los que Irene se hamacó riendo. La boca se le llenaba de viento con sabor a té. Subieron después a delicados botecitos pardos, hechos con cáscaras de nueces y castañas. Meciéndose en el agua color membrillo, Irene aprendió nuevas canciones de cuna. El sol era un jugo lento sobre las colinas azules; Irene pasó toda la tarde conociendo maravillas. Aprendió a hacer delicadas torres de arena, a llamar a los peces rojos, a remontar barriletes desde los botecitos pardos. Cuando cayó la noche, las aguas color membrillo se pusieron más intensas y un incendio de estrellas se volcó en la superficie de las colinas. Las casitas seguían enroscando humaredas con sus chimeneas. Al acercarse al pueblo dejaron atrás el claro garabato de los durazneros. En una de las casitas, Irene tomó chocolate y después ayudo a sacar las tazas a papá caperuzo. Este era tan alegre que la niña temía que rompiese las hermosas tacitas y los platitos delicados. --Siem-pre-la-vo-los-pla-tos-pa-ra-a-yu-dar-a-ma-má—cantó el papá caperuzo bailotenado con el repasador blanco colgado del brazo. Mamá caperuza sonreía mientras adornaba con azúcar unas hermosas tortas calientes.

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Irene se sentía feliz allí. El olor a pan y a durazneros le llenaba el cuerpo. Las casitas caperuzas eran pepitas de luz suspendidas entre las colinas. Cuando regresara a casa le diría a mamá que tratasen de vivir como los caperuzos; así de contentos, por lo menos. Le diría a papá que de vez en cuando sacasen entre los dos los platos, hiciesen tortas morenas cubiertas de azúcar y echasen a mamá de la cocina, para luego darle una sorpresa. ¡Tenía tantos papeles en su portafolios, papá! ¡Y hablaba siempre de cosas tan serias! Así no podían estar contentos. Papá estaba muy poco en casa. Irene cantó una alegre canción con los caperuzos y luego pensó que debía regresar. Un pequeñito apilaba cubos dorados. Al mirar por la ventana de la torre, Irene vio a mamá que la buscaba por la casa. Sus aromáticas bolsas de frutas y verduras estaban en el piso, junto a los cubitos amarillos y rojos. Se levantó la pollera y el vértice de sus piernas rozó apenas la torre dorada. Con los dedos en manojo arrojó un beso para los caperuzos y corrió a morder el jugo de las abultadas uvas de mamá. Estaba segura de que, si se lo proponía, su casa sería muy pronto una casa de caperuzos.

1966-Laura Devetach

"Del análisis de la obra La Torre de Cubos se desprenden graves falencias tales como simbología confusa, cuestinamientos ideológicos-sociales,

objetivos no adecuados al hecho estético, ilimitada fantasía, carencia de estímulos espirituales y trascendentes", sostiene la resolución N° 480 del

Ministerio de Cultura y Educación de Córdoba que prohíbe la obra de Laura Devetach. Entre otros argumentos se aduce que el libro critica "la

organización del trabajo, la propiedad privada y el principio de autoridad". "La Torre de Cubos se prohibió primero en la provincia de Santa Fe, después siguió la provincia de Buenos Aires, Mendoza y la zona del Sur, hasta que se hizo

decreto nacional. A partir de ahí la pasé bastante mal. Porque no se trataba de una cuestión de prestigio académico o de que el libro estuviera o no en las librerías.

Uno tenía un Falcon verde en la puerta. Yo vivía en Córdoba y más de una vez tuve que dormir afuera. Finalmente nos vinimos con mi marido a Buenos Aires en

busca de trabajo y anonimato. Durante todo ese período quise publicar y no pude."

"Maravillosamente el libro siguió circulando pero sin mi nombre: era incluido en antologías, los maestros hacían copias a mimeógrafo y se los daban para leer a los

alumnos. Muchos lectores se me acercaron después y me dijeron que habían leído mis cuentos en papeles sueltos, sin saber de quién eran. Recuerdo varias Ferias

del Libro en las que las maestras me acercaban esas hojas mimeografiadas para que se las firmara."

"Me consta que en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Córdoba muchos colegas y estudiantes hicieron denuncias con nombre y apellido nada más que

para ocupar el lugar de los destituidos. Yo, además, trabajaba en un profesorado al que un colega entró como observador de mis clases. Hizo ciertas objeciones y,

para concluir, sacó de la biblioteca libros de Cortázar, de Piaget, de gramática estructural y de matemática moderna."

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La familia Delasoga

La familia Delasoga era muy unida. O, por lo menos muy atada.

Juan Delasoga y María Delasoga se habían atado un día de primavera con una soguita blanca, larga, flexible,

elástica y resistente. Y desde ese día no se habían vuelto a separar.

Lo mismo había pasado con Juancho y con Marita, los hijos de Juan y María. En cuanto nacieron, los ataron.

Con toda suavidad, pero con nudos.

No es tan difícil de entender si uno lo piensa.

Marita, por ejemplo, estaba atada a su mamá, a su papá y a su hermano: en total, tres soguitas blancas

anudadas a la cintura.

Y lo mismo pasaba con Juancho. Y con Juan. Y con María.

Claro que no era fácil acomodar tanta soga; había peligro de galletas, de sacudidas, de tropezones. Pero con

el tiempo se habían acostumbrado a moverse siempre con prudencia y a no alejarse nunca demasiado.

Por ejemplo, cuando se sentaban a la mesa era más o menos así

Y cuando se acostaban a dormir.

Y cuando salín a pasear los domingos por la mañana.

Los Delasoga eran expertos en ataduras. La soga con que se ataban no era una soga así nomás, de

morondanga; era una espléndida soga, elástica y extensible.

Así que cuando Juancho y Marita iban a la escuela, que quedaba a la vuelta, María podía quedarse en su casa haciendo la comida, casi como si tal cosa, salvo

que la cintura le molestaba un poco porque la soguita estaba tensa…y tiraba.

Lo mismo pasaba cuando Juan iba al taller que, por suerte, quedaba al lado. A la hora de la leche no era raro ver a María, a Marita y a Juancho mirando la

televisión mientras tres sogas los tironeaban un poco hacia la calle, porque el papá todavía no había vuelto.

De un modo o de otro, los Delasoga se las arreglaban.

Aunque, claro, había cosas que no podía hacer. Por ejemplo: Juancho nunca había podido salir a dar una vuelta a la manzana con sus patines.

Y eso era bastante grave porque Juancho tenía un par de patines relucientes con rueditas amarillas.

Pero ¿qué soga podía aguantar una vuelta a la manzana en dos patines?

A María le hubiese gustado visitar a su amiga Encarnación, la de Barracas. Pero ¡qué esperanza! No se había inventado todavía una soga tan resistente. Eso a

María le daba un poco de pena porque era lindo charlar con Encarnación de tantas cosas.

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Y Juan también. A Juan le hubiera encantado ir a la cancha a cantar a lo loco un gol de Ferro. Pero no; no podía: la soga no daba para tanto. Y eso a Juan,

muy en secreto le daba un poco de rabia.

Y Marita, por no ser menos, también tenía sus ganas: ganas de pasear solita hasta el quiosco. Sola, no, ahí estaban las sogas, las tres soguitas blancas,

flexibles y resistentes.

Y así siempre. Por años. Cuando una soga se ponía vieja, deshilachada y roñosa, la cambiaban por otra nueva, blanca y flamante.

Los Delasoga ya habían gastado más de quince rollos de soga de la buena, y habrían gastado muchísimos rollos más de no haber sido por la tijera brillante.

Bueno, en realidad la tijera brillante siempre había estado allí, en el costurero, hundida entre botones y carreteles. Pero nunca había brillado tanto como

esa tarde. En una de esas porque era una tarde de sol brillante como una tijera.

Los Delasoga estaban, como siempre, atados.

María cosía un pantalón gris y aburrido.

Marita miraba cómo María cosía.

Juancho miraba cómo miraba Marita a María que cosía.

Juan miraba a Juancho mirar a Marita, que miraba a María, que cosía.

Y la tijera brillaba.

Cada tanto María la agarraba y –tristras- cortaba la tela.

Y, mientras cosía, miraba las soguitas enruladas en montoncitos blancos sobre el piso.

En realidad María nunca había pensado mucho en las sogas. Ahora, de pronto, las miraba mejor, las miraba fijo, y se daba cuenta de que les tenía rabia.

Entonces sucedió, por fin, lo que tenía que suceder de una vez por todas.

María agarró la tijera y –tristras- no cortó el pantalón gris; cortó la soga. Una soga cualquiera, la que tenía más cerca. Y después otra soga. La tercera y la

cuarta las cortó Juan. Y Marita y Juancho cortaron una cada uno.

Las soguitas cortadas se cayeron al piso y se quedaron quietas.

¡Pobrecitos Delasoga! No estaban acostumbrados a vivir desatados. Al principio se asustaron muchísimo y casi casi salen corriendo a comprar otro rollo.

Pero después Juan dijo en voz baja:

--Casi casi…me iría a la cancha de Ferro, que hoy juega con River.

Y María dijo en voz alta:

--Casi casi…me iría a visitar a Encarnación, la de Barracas.

Y Juancho corrió a buscar los patines de las ruedas amarillas.

Y Marita dijo chau y se fue al quiosco del andén a elegirse dos revistas.

Esta vez los cuatro Delasoga pasaron cuatro tardes, todas distintas.

Se volvieron a encontrar a la nochecita. Estaban cansados, porque no era fácil andar solos y para cualquier lado.

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Juan y María se abrazaron muy fuerte y se contaron cosas.

Juancho contó, mientras se desataba los patines, que en el barrio tenía un amigo que se llamaba Bartola.

Marita contó que, junto al quiosco del andén, siempre había campanillas azulas y geranios rojos.

De la soga no hablaron más. ¿Para qué iba a hablar de sogas una gente tan unida?

Graciela Montes nació en Buenos Aires el 18 de marzo de 1947.

Es Profesora en Lenguas y Literaturas Modernas por la Universidad Nacional de Buenos Aires, de donde egresó en 1972.

Durante 20 años formó parte del Centro Editor de América Latina, en donde dirigió la colección de literatura infantil Los cuentos del Chiribitil entre los años

1977 y 1979. El estímulo del entrañable editor Boris Spivacow, fundador del Centro Editor de América Latina, forjó en Graciela Montes un decidido impulso

por la edición y promoción de los libros para niños.

Desde mediados de la década del 70 dirigió numerosos proyectos editoriales:Enciclopedia de los pequeños (Editorial La Encina), La manzana roja y Cosas de

chicos (Editorial Kapelusz) y Cuentos de mi país (Ediciones Culturales Argentinas-Centro Editor de América Latina).

En 1986, fue co-fundadora de la editorial Libros del Quirquincho y como Directora de Publicaciones, hasta su alejamiento definitivo en 1992, sentó las bases

de una línea renovadora y progresista en la edición de libros para niños y jóvenes.

Fue miembro fundador de ALIJA (Asociación de Literatura Infantil y Juvenil de la Argentina, sección nacional del IBBY) y cofundadora y codirectora de la

revista La Mancha, papeles de literatura infantil y juvenil, entre 1996 y 1998.

Su inmensa producción abarca la ficción, los libros informativos, la traducción y la teoría literaria. Por su trayectoria, fue nominada candidata por la

Argentina al Premio Internacional Hans Christian Andersen en 1996, 1998 y 2000.

La Fundación El Libro le otorgó en 1999 el Premio Pregonero de Honor, una distinción que tiene como objetivo fundamental dar público reconocimiento a

los difusores de la literatura infantil y juvenil argentina.

En 2004 la Fundación Konex distinguió su trayectoria profesional con el Diploma al Mérito en la categoría "Literatura Infantil", galardón

que se otorgó a los escritores más destacados en los últimos diez años.

Por la obra El turno del escriba, escrita en coautoría conEma Wolf, ganó el VIII Premio Alfaguara de Novela 2005.