LOS PEINES MÁGICOS
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− Puede que el Rey Barrilete sea mi padre, pero pienso que
debe ser el rey más tonto que jamás existió –dijo la prince-
sa Mirabella, mientras cepillaba el barro de la piel de su pe-
rrito.
− Es posible que el rey Barrilete sea mi esposo –dijo la Reina
mientras podaba su rosal-, pero debo admitir que tienes
razón. Si no está quejándose por lo aburrido que se siente,
está gastando estúpidas bromas pesadas a la gente. Todo
el mundo está cansado de él y si no cambia pronto su con-
ducta la gente elegirá un nuevo Rey y a nosotros nos
echarán de nuestro hermoso palacio.
El Rey Barrilete caminó a través del césped
hacia donde se hallaban la Reina y la Prince-
sa.
− ¡Me siento muy aburrido! -exclamó.
− Todos nosotros nos sentiríamos aburri-
dos si pasáramos todo el día yendo de
un lado para otro sin hacer nada –le res-
pondió la Reina-. ¿Has firmado hoy los
docuentos importantes?
− No –respondió el Rey Barrilete-, los docu-
mentos importantes me aburren.
− Bueno, en ese caso podrías ayudarme a
podar el rosal –le sugirió la Reina.
− No, gracias –replicó el Rey Barrilete-,
podría pincharme los dedos.
Y saliendo a través de la puerta del castillo se
encaminó, colina arriba, hacia la casa del ma-
go Vinoencía.
El mago Vinoencía no se sintió muy complaci-
do al ver al Rey Barrilete.
− Decidme rápidamente, qué es lo que de-
seáis –dijo al Rey-. Estoy muy ocupado
hoy.
− Me siento aburrido –le contestó el Rey Ba-
rrilete-, y deseo un sortilegio para hacer
que ocurra algo excitante.
El mago Vinoencía acarició pensativamente su
larga barba blanca.
− Bien, mm…, bien, mm…., tengo algunos
peines mágicos –exclamó-. Si peináis vues-
tro cabello con uno de estos peines, todo
lo que toquéis durante la siguiente media
hora se cambiará en algo diferente.
− ¿En qué? -preguntó el Rey Barrilete.
− Ése es el problema –contestó el mago
Vinoencía-. No lo sabréis hasta que lo
toquéis. Los peines son muy caros.
Cuestan 20 piezas de oro cada uno.
− Me llevaré dos –respondió el Rey Barri-
lete, mientras contaba 40 piezas de
oro.
− ¿Estáis completamente seguro de que
queréis dos? -le preguntó el mago Vi-
noencía, al tiempo que tomaba los dos
peines de una alta repisa-. Sin duda
uno sería suficiente.
− Quiero llevarme dos –replicó el Rey Ba-
rrilete, tomando los peines y corriendo
de regreso al palacio tan deprisa como
se lo permitían sus cortas y gordas pier-
nas.
El rey subió por las escaleras que con-
ducían hasta la alcoba de la Reina,
dando resoplidos y jadeando. La Re-
ina estaba sentada delante del toca-
dor, cepillándose el cabello.
− Querida te he comprado un nue-
vo peine –dijo el Rey Barrilete.
− ¡Oh!, gracias, eso es muy amable
por tu parte –respondió la Reina.
Y comenzó a peinarse el cabello
con el peine mágico. A continua-
ción, puso el peina sobre el toca-
dor y tomó el cepillo para el cabe-
llo.
Tan pronto como la Reina
tocó el cepillo, éste se
transformó en una araña.
¡La Reina odiaba las ara-
ñas! Dio un grito y dejó
caer la araña. Ésta cayó
sobre su regazo.
Intentó sacudir la araña de su re-
gazo para que ésta cayese al sue-
lo, peor cuando tocó la araña se
convirtió en un ratón.
La Reina sentía verdadero terror
de los ratones. Se subió sobre la
silla, al tiempo que pedía al rey
Barrilete que, por favor, se llevase
al ratón.
Tan pronto como la reina puso la
mano sobre la silla ésta se trans-
formó en un canguro, el cual, dan-
do grandes saltos, salió, a través de
la puerta, con la reina agarrada a
su cuello.
El Rey Barrilete pensó que esto era
muy divertido y se rió y se rió hasta
que las lágrimas le rodaron por sus
gordas mejillas.
Mientras estaba todavía riéndose, el Rey Barrilete fue a ver a su hija,
la Princesa Mirabella, para darle el otro peine. La Princesa estaba ju-
gando con su perrito en su alcoba. El Rey Barrilete le entregó el pei-
ne.
− ¡Oh!, gracias padre –exclamó la princesa-, y comenzó a peinarse
el cabello con el nuevo peine que le había regalado su padre.
Tomó un pasador para ponérselo en el cabello, pero tan pronto co-
mo lo tocó éste se convirtió en un gatito de color rojizo. El gatito le
arañó y hábilmente se libró de sus manos. Salió corriendo por la
puerta de la alcoba y se lanzó escaleras abajo perseguido por el pe-
rrito de la Princesa.
La Princesa Mirabella corrió hacia la puerta llamando a su perrito pa-
ra que regresara, más al tocar la puerta ésta se convirtió en un caba-
llo. El caballo se precipitó escaleras abajo tras el perrito y el gatito.
Pronto todo el palacio era un gran alboroto, con el canguro, el perri-
to, el caballo, el gatito y el ratón persiguiéndose unos a otros.
El Rey Barrilete no se había divertido tanto desde hacia años. Se rió y
se rió hasta que creyó que iba a estallar de tanto reírse.
A la mañana siguiente el rey Ba-
rrilete abandonó el palacio muy
temprano y se dirigió a la morada
del mago Vinoencía para com-
prarle dos peines mágicos más.
La Princesa Mirabella le observó
desde la ventana de su alcoba y
pensó que, sin duda alguna, su
padre estaba tramando alguna
faena y que tenía algo que ver
con todo lo que había ocurrido el
día anterior, así que decidió se-
guirle.
Se agachó fuera de la puerta de
la morada del mago Vinoencía
y escuchó a través del agujero
de la cerradura.
Mientras el rey Barrilete le con-
taba al mago lo satisfecho que
estaba de los dos peines y que
él quería comprarle otros dos
más.
La Princesa Mirabella regresó
corriendo al palacio y le contó a
su madre todo lo que ella había
oído mientras espiaba a su pa-
dre y al mago.
La Reina se puso muy enojada.
− Al Rey Barrilete hay que enseñarle una lección que no se le olvi-
dará tan pronto –exclamó. Se inclinó y murmuró algo al oído de
la Princesa Mirabella-.
La Princesa Mirabella se sonrió, mientras ella y la Reina entraban
en la alcoba. Ambas se sentaron delante del tocador de la Reina y
comenzaron a cepillar sus cabellos.
El Rey Barrilete se sintió muy complacido cuando las vio a las dos
juntas al entrar en la alcoba. Le ahorraría tener que dar un paseo
extra. Les entregó un peine a cada una y sentándose en la cama de
la Reina esperó a que se iniciase la juerga.
Después de darle las gracias cortésmente, la Reina y la Princesa co-
menzaron a peinarse el cabello con los peines mágicos, y luego, po-
niéndose ambas de pie, se dirigieron lentamente hacia donde se
hallaba el Rey Barrilete. La Reina extendió su mano y la puso sobre
la parte superior de la cabeza calva del Rey Barrilete.
El Rey Barrilete se convirtió en una gran-
de, gruesa y redonda pelota.
− ¡Oh, mira! -exclamó la Reina dirigién-
dose a la Princesa Mirabella-. ¡Qué
pelota tan bonita! Tírala por la venta-
na y verás lo bien que rebota.
− ¡Oh, no, no, no! ¡No soy una pelota,
soy yo, el Rey Barrilete! -gritó el Rey.
Pero la Reina y la Princesa fingieron no
poder oirle.
La Princesa Mirabella recogió la pelota
y al instante el Rey se transformó en
una rana.
− ¡Qué rana tan repugnante! -
declaro la Reina-. Dámela y la me-
teré en la pecera.
− No, no. No soy una rana; por fa-
vor, no me metáis en una pecera.
No sé nadar –exclamaba el Rey.
Entre las dos, la Reina y la Princesa,
convirtieron en muy poco tiempo al
Rey en tantas cosas distintas que
éste se sintió completamente ma-
reado.
Por último se convirtió en una pe-
queña ave, y salió volando por la
ventana para ir a ocultarse en un
gran roble.
− ¡Ay!, ¡ay!, -exclamó-. Me siento tan aturdido con todos es-
tos cambios que no me he divertido en absoluto. Nunca
jamás haré uso de la magia para gastar bromas pesadas a
la gente.
Mientras hablaba, el Rey Barrilete se transformó de nuevo en
un Rey. Como era un Rey muy gordo le llevó un gran rato des-
cender del árbol.
− ¡Ay!, ¡ay!, -se decía, mientras pensaba-. Deseo de todo co-
razón que nadie me vea. ¡Es tan humillante para un Rey te-
ner que bajarse de un árbol!
Al poner los pies en el suelo miró con mucho cuidado a su al-
rededor para ver si había alguien a la vista, pero, por fortuna,
no pudo ver a nadie. Impulsado por su nueva resolución, se
encaminó, rápidamente, de regresó a palacio, y al poco tiem-
po se convirtió en una persona famosa por su sabiduría y pru-
dencia.