Los Medios - Ikram Antaki

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LOS MEDIOS Manual del Ciudadano Contemporáneo – Ikram Antaki “Los medios eran, originalmente, un contrapoder, hoy, se están transformando en poder. ¿Acaso vamos a pasar de la tan anhelada democracia a una mediocracia?” Hace unos cuarenta años, Leo Strauss se preguntó si la solución a la crisis de la modernidad ni se encontraba justamente en el regreso a los clásicos griegos, es decir, en la revisión de la filosofía política antigua entendida no como el retorno a algo “históricamente interesante”, sino como la reapropiación de un modelo aún valido y la pretendida superación ha sido precisamente la causa del fracaso de las democracias modernas. Los griegos afirmaban que a los tres niveles del discurso – demostrativo, dialéctico y retórico – corresponden tres categorías de hombres: 1) Aquellos (pocos numerosos) capaces de acceder al conocimiento demostrativo; 2) un grupo mayor de hombres que, sin certidumbres autenticas, aceptan u ofrecen varias soluciones posibles para cada interrogante (procedimiento común del discurso dialéctico); y 3) aquel conjunto de individuos (la gran mayoría) a los que se dirige el discurso retórico. Este último grupo es el que determina y sobre el cual actúa, obviamente, nuestra idea moderna de igualitarismo. Es asimismo el campo propicio para todas las demagogias. Leo Strauss fue acusado de ser un pensador de derecha, un liberal aristocrático, un antiprogresista y un antimoderno cuando, en realidad, sólo combatía la confusión de los valores. Sabía que no era posible retornar al las condiciones de vida política griega, pero pensaba que la crisis de nuestros tiempos podría ser, si no resuelta, sí mejor entendida mediante una revisión de la tradición socrática. Ningún pensador de hoy defendería en los mismos términos la clasificación planteada por Strauss, a pesar de que el decreto de igualdad ciudadana no ha resuelto todavía los

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LOS MEDIOSManual del Ciudadano Contemporáneo – Ikram Antaki

“Los medios eran, originalmente, un contrapoder, hoy, se están transformando en poder. ¿Acaso vamos a pasar de la tan anhelada democracia a una mediocracia?”

Hace unos cuarenta años, Leo Strauss se preguntó si la solución a la crisis de la modernidad ni se encontraba justamente en el regreso a los clásicos griegos, es decir, en la revisión de la filosofía política antigua entendida no como el retorno a algo “históricamente interesante”, sino como la reapropiación de un modelo aún valido y la pretendida superación ha sido precisamente la causa del fracaso de las democracias modernas. Los griegos afirmaban que a los tres niveles del discurso – demostrativo, dialéctico y retórico – corresponden tres categorías de hombres: 1) Aquellos (pocos numerosos) capaces de acceder al conocimiento demostrativo; 2) un grupo mayor de hombres que, sin certidumbres autenticas, aceptan u ofrecen varias soluciones posibles para cada interrogante (procedimiento común del discurso dialéctico); y 3) aquel conjunto de individuos (la gran mayoría) a los que se dirige el discurso retórico. Este último grupo es el que determina y sobre el cual actúa, obviamente, nuestra idea moderna de igualitarismo. Es asimismo el campo propicio para todas las demagogias.

Leo Strauss fue acusado de ser un pensador de derecha, un liberal aristocrático, un antiprogresista y un antimoderno cuando, en realidad, sólo combatía la confusión de los valores. Sabía que no era posible retornar al las condiciones de vida política griega, pero pensaba que la crisis de nuestros tiempos podría ser, si no resuelta, sí mejor entendida mediante una revisión de la tradición socrática.

Ningún pensador de hoy defendería en los mismos términos la clasificación planteada por Strauss, a pesar de que el decreto de igualdad ciudadana no ha resuelto todavía los problemas reales de inequidad. El problema de la desigualdad intrínseca de los hombres continúa sin respuesta.

La democratización de la información se da siempre en un nivel bajo; uno mas alto excluye necesariamente a la mayoría de los individuos y es, por ende, no democrático. Expresado en otras palabras, y de acuerdo con las reglas del discurso aristotélico referido por Strauss, la demostración es accesible para unos cuantos, la dialéctica para muchos y la retórica para todo el mundo. En este sentido, lo ideal se ubicaría en el segundo nivel, participando tanto de algunos grados de demostración, como de cierta gracia retórica que haría digerible la información. Pero los medios permanecen necesariamente en el nivel de la retórica encantadora que, con algo de arte, convence a los hombres tanto de una verdad como d su opuesto. Dicha democratización de la información está destinada a un grado primario del pensamiento y es, consecuentemente, la puerta abierta a todas las demagogias. El debate público se ha vuelto indigente; la razón de la pobreza es, paradójicamente, la mayor conquista de la modernidad, esto es; democratización de la información. Sabemos más, pero nuestro saber no es más confiable.

¿Acaso la democratización de la información es un peligro para la democracia misma? Los medios masivos de difusión son un canal abierto a al expresión democrática, pero no deben

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ocupar todo el terreno de la práctica democrática. El terreno de la opinión es el lugar propicio para el surgimiento de reacciones desmesuradas. Estas reacciones pretenden ser portavoces de la voluntad popular, sin tomar en cuenta que una voluntad de esta naturaleza, en cuanto se desborda, pone en peligro todo orden democrático.

Hoy, los sondeos de opinión ocupan el lugar que antes tenía el voto ciudadano, a la vez que los locutores han tomado el lugar de los dirigentes políticos y los pensadores profesionales. En el orden social democrático, un dirigente político depende de la sanción del voto; un académico depende de la sanción de los estudios y los exámenes, y un intelectual depende de la creación de una obra. Sin embargo, en lo tocante al nuevo poder de los medios no existe nada que los determine previamente. Frente al micrófono o las cámaras, el locutor adquiere al instante la fuerza casi ilimitada de un formador de opinión. Tras él aparecen dos pilares: el poder de la tecnología y la voluntad del propietario (el poder económico); queda fuera de cualquier garantía de calidad moral o intelectual, lo que, en consecuencia, pone en jaque a los instrumentos del orden democrático. El nuevo poder destruye aquel “contrato social” ponderado por los regimenes democráticos modernos.

Los medios masivos no luchan con las mismas armas que las instituciones de la republica. Éstas, antes de actuar, presuponen el lento proceso de la investigación y la reflexión, una distancia lo más objetiva posible; contrariamente, los medios masivos sólo buscan repercusiones inmediatas, efectos instantáneos, que apelen a las zonas del instinto y de las pasiones, que suscitan una cercanía emotiva. Es el triunfo de lo momentáneo, de los efímero y lo desechable. Es innegable que la democratización de la información ha permitido una mayor difusión del conocimiento, la ampliación de los márgenes de libertad y justicia, y el descrédito de algunas verdades falsas; pero el poder de los medios consagra la noción de “masa” en contra de la de “pueblo”, del conglomerado anónimo sobre el individuo responsable; es el triunfo del artificio. Desaparece la frontera entre la vida pública y la vida privada, como desparece el reino de lo absoluto, clausurado por la ley de las circunstancias.

Hoy, algunos países del antes llamado tercer mundo, discuten los problemas de la posdemocracia, cuando todavía no han conocido una simple y cabal democracia; hablan de libertad de expresión de los medios masivos de difusión, sin tomar en cuenta que su propia estructura deja poco acceso a la democracia. Conocemos todos la censura que practican los medios, por razones ajenas a las intelectuales o a las políticas. La complejidad de los puntos que estamos tratando atañe directamente al derecho, a la sociología y a la política.

Los medios, la certeza en la cumbre del pastel democrático, la flor más bella del ejido de la libertad, la hija predilecta de la modernidad, se están transformando, gracias a la tecnología, en los sepultureros de la democracia, a la vez que son la condición de su triunfo. No existe la llamada “legitimidad” del cuarto poder; en nombre de la legitimidad, de la libertad de expresión, de la lucha contra la censura, los medios están nadando en plena impunidad. El periodismo no tiene, ni ha tenido jamás, los instrumentos intelectuales ni la distancia jurídica para cobijar sus pretensiones; el temor al bastón no puede seguir siendo su único criterio; el peligro que representa el poder seguirá siempre presente, y la libertad de la información se tendrá que ganar golpe a golpe y un día tras otro. Pero las cosas han cambiado; los medios representan hoy un poder a veces mayor que aquel que pretender

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combatir; deben ser capaces de definir una moral pública conciliable con la libertad, y pasar de una ética de la oferta basada en el rechazo de la censura, a una ética de la demanda donde cabe la responsabilidad. Hoy, los medios deciden lo que merece existir o lo que puede caer en el olvido; el cine, el deporte, la guerra o la emoción sólo existen a través de ellos. Han tomado los lugares antaño ocupados por las instituciones formadoras, como son la escuela, el ejército, la religión, los sindicatos, los partidos y los parlamentos.

El espacio real del mundo se ha disuelto, dejando a la gente desarmada frente a la inmediatez; la liquidación de las distancias podría ser sentida como un encierro insoportable para los hombres; no vuelve a la Tierra más chica, porque la relación real de los hombres sigue siendo con un horizonte bien determinado e intercambios reales: Hemos pretendido, al vivir las distancias del mundo, volvernos más sensibles a lo ajeno, pero nuestra emoción misma se erosiona. A la vez, estamos asesinando al método demostrativo; en un medio electrónico sólo nos queda, en dos minutos, la posibilidad de señalar una idea, jamás de desarrollarla.

Debemos comprender lo ineluctable de esta transformación, es decir, su fatalidad; la pregunta es: ¿cómo domarla? La acusación que se hace a los medios de comunicación masiva, de jalar el espíritu hacia abajo, es cierta, pero también habría podido acusarse de ello a la escuela pública, gratuita y obligatoria. Era mayor el nivel educativo otorgado por los preceptos, por la simple razón de que tenían menos niños a quienes educar. Es una ironía de la historia que el mayor logro de la república, la enseñanza para todos, sea también la vuelta ineludible hacia un menor nivel de pensamiento. Como es una ironía de la historia, que uno de los mayores logros de la modernidad, la democratización de la información, sea a la vez el punto de su banalización.

En su tiempo, el filósofo ateniense rechazaba la difusión de lo escrito, por temor a que esta difusión asesinara el debate y redujera la cultura: lo escrito le parecía una decadencia, como la pantalla lo es para nosotros hoy. La civilización no sobrevivirá si no logra conciliar sus dos polos hermanos y enemigos: la fascinación por el progreso (que representa los medios) y el rigor.

Corremos siempre el riesgo de caer en la parodia del conocimiento, mezclando la impresión y la reflexión. ¿Acaso existe una contradicción entre el carácter masivo de los medios y la excelencia del espíritu? Jamás debemos olvidar esta evidencia: el medio debe gustar. Hay que tomar muy seriamente la expresión mass media; no se trata de un grupo de gente, de una familia, de una aldea, de una clase social o de un nivel cultural. Se treta literalmente de una masa; el medio masivo empieza allá donde la relación social se rompe. En este sentido, la función del medio es contraria a la función de educar, ya que ésta se dirige a un público definido; y contraria, de igual manera, a la función pública, ya que ésta se dirige a un pueblo real. En los medios, el pueblo es indeterminado. Esto no hace desaparecer a los bíblicos más limitados y la televisión no debe suprimir a la escuela, ni al diario financiero. Pero, frente a esta obviedad del mass media, la cuestión real es la siguiente: ¿de qué depende que este público se interese en frivolidades, o en cosas realmente importantes? Mientras los oyentes y espectadores sean percibidos únicamente como unos consumidores, el cambio cualitativo no será posible. Así, las finanzas y el comercio se mezclan a la presión política para dar un espejo deformado del pueblo; la lógica del consumo degrada al

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ciudadano, promueve la ignorancia y pervierte la realidad. Es casi una bajeza. Y no es del todo evidente que la audiencia (ratings) y las partes del mercado sean los únicos criterios de juicio; se ha reducido al espectador – pueblo a consumir sus propias emociones, mientras que otros, quienes manejan esos medios, tienen privilegios de comprender los acontecimientos. Al dar la información sin análisis, se restablece la brecha que encierra a la gente en sus reacciones irracionales y se proyecta en el no sentido.

La palabra “comunicación” ha destronado a la palabra “información”, y el orquestador de esta comunicación es el “consumidos”, maestro de las nuevas relaciones sociales. Se necesitan años para formar a un maestro que enseñara a 25 alumnos, mientras que unos meses bastan para formar a un comunicador que hablará a millones de personas. Para estar a la altura de su poder, éste debería ser visionario, culto, ético, responsable... pero ¿cuál es el “visionario”, el “cultómetro”, el “eticómetro” y el “responsabilómetro” que lo va medir? Estamos confundiendo acción política y oficio mediático. La única verdadera legitimidad, en una democracia, la confiere la elección, no la popularidad mediática.

Hoy, el poder que tienen los medios los somete a necesidades masivas nuevas; han entrado en un tiempo en que ya no las protege el crimen de los demás. Como luchadores de las independencias nacionales, sufrieron, fueron perseguidos, encarcelados, se ganaron su libertad; luego, llegó la época en que se volvieron poder y éste se volvió abuso de poder. Debemos condenar estas actitudes, en nombre de los mismos criterios morales que quieren que apoyemos la libertad de los medios cuando son víctimas. El mejor servicio que se les puede dar consiste en no apartarse ni un centímetro de la condena de toda actitud de abuso ni tolerar una sola excepción. Las derivas de los medios están a la vista: falta de información general, falta de educación, debilidad estructural. Nuestros periodistas son más polemistas que grandes reporteros investigadores; tienen tendencia a ocupar todos los espacios: esto es totalitarismo; son prepotentes y partidarios, y su moralidad es deficiente. El periodismo es un oficio de punta, porque se basa en una tecnología de punta, que beneficia a todos los oficios del espectáculo, y los medios pertenecen a la sociedad del espectáculo, a la vez pertenecen a la sociedad de mercado.

Ni los periodistas como individuos, ni los medios mismos, son la razón única de esta deriva, como la lavadora y sus usuarios, o el carro y su conductor, no fueron la razón de la deriva de la sociedad industrial, En cada época, y para toda mercancía, lo corriente le gana a la excelencia. La pregunta aquí serpia: ¿como instruir un control de calidad para los medios? Este control no puede venir de los medios; el mercado no es limpio, no es sólo oferta y demanda.

Como todos los totalitarismos, el del ratings – la popularidad, la opinión – tiene siempre la razón porque opera en un circuito cerrado. Hijo de los medios, este poder sin contrapoder no reconoce a ninguna otra instancia de juicio salvo la suya, y siempre tiene la última palabra. Los medios fabrican el evento, habla de él, y sólo hablan de ellos mismos. La autorreferencia alimenta la perversión del consenso como valor autosuficiente. Este narcismo colectivo y delirante es el nuevo Big Brother (versión 2084). Es la idolatría de la popularidad, el aplastamiento del derecho y de la verdad bajo el simulacro social del momento. De este magisterio del ratings, que se pretende libre de la “gestión de la política”, resulta otra política que tiende a sustituir al derecho con los hechos; y el gobierno

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de la opinión – ratings se entrega a los presentadores, publicistas y consejeros mediáticos. Éstos sacralizan la popularidad y, a partir de esta sacralización, toda discusión se vuelve imposible.

¿Y si la opinión se equivocara? Antaño se castigaba al niño que se atrevía a preguntar: ¿Y si Dios fuera malo? Hoy, tenemos nuevos fanáticos, que levantan como estandartes sus ratings y sus índices de satisfacción. Toda sociedad tiene un tótem intocable, y cada cual se escupe los ídolos que puede. La sacralización de lo inmediato daría a la tiranía social un peso nuevo, salvo que... el consenso se equivoca por lo menos una vez de cada dos.

En la democracia mediática, los profesionales de la información, intermediarios entre opinión y la población, garantizan la medicación entre el poder político y la sociedad civil. El principio de autoridad es la imagen, y coincide con la actividad de aquellos que la confeccionan, definiendo así la opinión. Ellos no son el pueblo: son la nobleza sacra. ¿Acaso no vemos al industrial y al financiero ennoblecerse comprando un diario o una radiodifusora? Este pequeño centenar de directores de información, cronistas, reporteros... son los nuevos barones que fascinan con sus fiestas, sus bodas, sus rivalidades, sus intrigas, sus caprichos, sus desgracias, y el perpetuo relato que hacen de ellos mismo. Repito: distan de ser el pueblo, tampoco lo reflejan.

Es sin duda inevitable. La tendencia a confiscar la soberanía popular atraviesa todos los regímenes democráticos. El paso de la democracia representativa a la democracia de opinión sólo ha provocado el reemplazo de la oligarquía parlamentaria por la oligarquía mediática. Y llegan los politólogos y los encuestadores para dar respuestas simples a cuestiones tontas.

El pueblo se vuelve obsoleto. La voluntad general se desvanece. Y la opinión (ratings, tirajes, etc...) toma su lugar. Así es como el ratings se convierte en la representación del pueblo soberano, ¿Qué es la opinión? Es el ruido de un ruido, el eco de un eco; sólo existe porque uno o más medios se refieren a ella. Un líder sindical se comunica con su sindicato, un jefe de partido habla con sus militantes, pero el que me invita por detrás de su pantalla me permite ser. Desaparecen el yo, el tú, el él, y crece el indefinido: se dice, se hace... “Se” es legítimo sin que ningún mandato popular intermediaria por él.

Estamos confundidos sociedad civil y sociedad mediática. Esta que vemos es la “mediocracia” directa, no la democracia. No debemos creer que el partido mediático es pasivo y neutro por la razón de que no tiene la forma de un partido; dirige una visión y una práctica del mundo que es ideología concentrada. Pero, contrariamente a los instrumentos clásicos de la soberanía republicana, que suponen el deber educativo, la mediocracia no educa: sólo “consensúa”.

Un espíritu libre busca ensanchar las zonas del dissensus. Hay siempre demasiada gente en los jardines del consenso, profiriendo lo que Regis Debray llamó los “eructos obscenos de las mediocridades saciadas”.

¿Acaso podemos legislar sobre la libertad de los medios? Aquí tenemos el enfrentamiento de dos fundamentalismos: uno que rechaza toda legislación y otro que quiere aplicarla. El

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primero aboga por lo siguiente: “No” a una nueva legislación de los medios. Existe un excelente argumento que consiste en decir “si” a buenas leyes contra la difamación. Tenemos leyes absurdas. Aún si lo que se dice es cierto, lo que importa no es la veracidad de lo dicho, sino el hecho de que haya afectado la buena fama de una persona. Esto da cabida a todo tipo de censura. El criterio debe ser la veracidad o la mentira. No se acostumbra ganar los juicios por difamación y, cuando se ganan, las personas son ridículas. Pero aún si tuviéramos buenas leyes contra la difamación, estas no resolverían el problema; debemos ver si todo puede ser dicho, y cual es la frontera entre lo publico y lo privado. El público no tiene el derecho de saberlo todo; tiene el derecho a saber lo que atañe a la administración publica, no las tragedias personales de los hombres públicos. En este conocimiento nadie gana y muchos pierden. Las vidas privadas no tienen para que servir de alimento a los chismes públicos. Sin embargo, resolver el asunto entre lo privado y lo público tampoco agota el problema. Los programas de nota roja que muestran la violencia, generan violencia. ¿Acaso hay que prohibirlos? Entre la prohibición y la indiferencia o liberalismo extremo, existe la solución mediana de la limitación (horarios de trasmisión, tiempos de transmisión, etc.).

Existe un principio básico de las sociedades democráticas, que consiste decir que, entre dos soluciones equivalentes, debemos siempre preferir aquella que otorga una mayor libertad.

Hemos pasado de la defensa de la libertad de los medios, al cuestionamiento de su omnipotencia. La opinión publica, antaño contra poder, se a vuelto poder y actor decisivo. Aparentemente constituye un progreso, pero no lo es tanto, ya que esta acaparando lo esencial del juego democrático.

La relación entre los medios y la justicia es decisiva. Durante siglos, el Estado a querido domesticar los unos y la otra. Es su práctica la que ha liberado la justicia y los diarios, no los textos y leyes más liberales, ni la evolución de los propietarios de la prensa. Hoy una inculpación pública tiene valor de juicio. La presunción de inocencia desaparece; el verdadero juicio es el veredicto de la opinión. La primera reacción de la opinión equivale siempre a una condena. Además se puede suscitar una dinámica en la cual un testimonio público equivale a un precondena, creando un desequilibrio en perjuicio del inculpado, o del pre inculpado. La prensa seria había hecho progresar la democracia, poniendo fin a la opacidad del poder; pero las acusaciones no verificadas, las encuestas hechas al “ahí se va”, los nombres lanzados como huesos a una jauría... descalifican la autentica justicia y la “verdad mediática” mata a la Verdad, de manera absolutamente opuesta al estado de derecho. Hemos vuelto al viejo anarquismo y corremos el riesgo de pagar cara la disfunción jurídica.

En la relación entre los medios y la opinión, triunfa la emoción, no la razón. Así que se cultivan la emotividad y la superficialidad. Los productos del marketing toman el ligar de las creaciones intelectuales; a la vez, los medios están substituyendo a todas las instituciones debilitadas, y prometen a ocupar un espacio cada vez más amplio. En la justa entre medios y política, un ejército de periodistas somete a los hombres políticos a un proceso permanente. Sus comentarios pretender fabricar la opinión, la nomengatura mediática va ganando en su enfrentamiento con el mundo político petrificado. La sociedad se ha otorgado una buena conciencia, haciendo de los hombres políticos los chivos

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expiatorios de la inmoralidad ambiente. De ahí, esta búsqueda incesante y justificada de todas las huellas de corrupción política, como si al rededor del mundo político la sociedad fuera un ejemplo de virtud.

El Estado se ha transformado en seductor. El espectáculo del Estado hace al Estado. Este impulso comunicador marca el paso de una entidad educadora a una entidad encantadora. El Estado productor propone, el difusor mediático dispone, y los asuntos se co administran por parte de una pareja Estado – Medios que fabrica en conjunto los eventos a costa de la acción política misma.

La omnipotencia mediática anula la acción en provecho exclusivo de la reacción, transformando la política en rehén de las emociones colectivas. El hombre político busca, en un primer tiempo controlar a los medios. Estas tentativas son residuos de otras épocas. Luego, busca entender las nuevas reglas del juego y se transforma en esa corteza hueca hecha a partir de un slogan, una silueta, un estilo. Solo funciona la seducción, el Donjuanismo conceptual; pero la tropa política se encuentra en una posición de inferioridad patética; el duelo es demasiado desigual entre el hombre público y el periodista. Los juicios erróneos, las profecías aceleradas, las opiniones difamatorias desaparecen por la magia de la amnesia conectiva. Para el político, la sanción es instantánea. Un jurado irresponsable acusa, inculpa y penaliza.

La política y sus hombres son las victimas mas claras de esta evolución. Vemos surgir a un nuevo tipo de hombres públicos; inquietos, angustiados, obsesionados por la opinión. Ya no tenemos los cánones clásicos del hombre del Estado calmado y reflexivo, si no que prevalecen cualidades como la ductilidad, la fexibilildad, la facilidad. La práctica inquisitorial de los medios es hija de un proceso revolucionario de tipo clásico, con el hundimiento de las antiguas elites y una imprevisibilidad total del mañana. El recurso a los impulsos y a la emoción genera la mediocridad intelectual y el rebajamiento del poder político.

La democracia es demostrativa, no mostrativa, la consulta general es una invitación a la reflexión. Esta sobre exposición de la democracia a las técnicas nuevas es una limitación, no un crecimiento. Corremos el riesgo de pasar de un régimen político con pretensiones democráticas a una nueva tiranía.