Los hijos de Don Juan de Austria
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LOS HIJOS DE DON JUAN DE AUSTRIA
La figura de Don Juan de Austria (1547-1578), es una de las más
fascinantes y, hasta cierto punto desconocida, del siglo XVI. Todo
alrededor suyo, desde el mismo día de su nacimiento hasta su temprana
muerte, queda sujeto al dominio de la leyenda, con lo que se consigue
desdibujar o falsear muchos puntos de su vida hoy claramente
desentrañados y definitivamente aclarados por eminentes historiadores.
La primera pregunta que nos haríamos es quién fue verdaderamente
su madre. Hijo natural del emperador Carlos V, nunca ha habido constancia
exacta de la auténtica figura de la madre, aunque en un codicilo a su
testamento de 6 de junio de 1553, Carlos V admitía que por quanto estando
yo en Alemania, después que embiudé, huve un hijo natural de una muger
soltera, al que se llama Gerónimo. Los documentos contemporáneos
señalan como su madre a Bárbara Blomberg, una jovencísima y guapa
muchacha, perteneciente a la burguesía alemana quien después del
nacimiento del niño sería desposada con Jerôme Pyramus Kegel, comisario
en la corte de María de Hungría en Bruselas, hermana del emperador y
seguramente, la primera mujer que estuvo a cargo del niño que atendería al
nombre de Jeromín.
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Sabido es que en aquellos tiempos los hijos nacidos fuera del
matrimonio pocas veces eran reconocidos por sus padres, siendo su triste
destino, sin su consentimiento y sin posibilidad de contradecir a sus
progenitores, las tapias de un convento de clausura, principalmente si eran
mujeres, con lo que cínicamente se pretendía por parte de sus progenitores
hacer responsables directos de sus pecados de la carne al fruto de sus
amores y entregarlos a Dios (previa dote económica según el rango del
padre), para borrarlos definitivamente del mundo, mientras que sus madres
(sus amantes) eran casadas ventajosamente con personajes del entorno del
amante.
El convencimiento de que Bárbara Blomberg pudiera ser realmente
la madre nos lo da el hecho de que a la muerte de Kegel y de uno de sus
hijos en 1569, la dama empezaría a recibir una pensión por parte del
emperador, como madre de Don Juan. Después de unos años de vida
bastante escandalosa, la dama moriría en Colindres, Santander, en 1598 a
donde la había traido su propio hijo a petición de su padre, el rey.
Los primeros años de vida de don Juan están marcados por un
completo abandono por parte de su padre, quien tardaría muchos años en
querer conocerlo, seguramente a consecuencia de sus remordimientos con
motivo de una grave enfermedad que lo puso al borde de la muerte. El
emperador, hombre muy religioso, pretendería con este acto suavizar su
conciencia frente a un fruto de su sangre.
El emperador saldría vivo de este grave trance y en 1550 decide que
un músico flamenco y su mujer española, Ana de Medina, acojan en su
casa de Leganés al muchacho, comunicándole al matrimonio de que el niño
era hijo bastardo de un gran personaje de la Corte y que debían cuidarlo
como si fuera hijo suyo, a cambio de cincuenta ducados anuales.
Sin embargo, tal y como habíamos adelantado anteriormente, el
emperador tenía muy claro que el destino de aquel niño debía de ser el
convento para: que pudiéndose buenamente endereçar que de su libre y
spontánea voluntad él tomase hábito en alguna religión de frailes
reformados, á lo qual se encamine, sin hacerle para ello premio ni
extorsión alguna. Y no pudiendo esto guiar assí, y queriendo él más seguir
la vida y estado seglar, para lo cual le proveyó de treinta mil ducados en el
reyno de Nápoles.
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Pero algo se le removería en lo más dentro de su conciencia respecto
a este su hijo no reconocido, cuando en 1554 manda que el niño pase de las
manos de doña Ana de Medina, ahora viuda a las de la recta e intransigente
doña Magdalena de Ulloa, esposa de su consejero y confidente, Don Luis
de Quijada, con quien Jeromín pasaría los cinco años siguientes viviendo
en el castillo de Villagarcía de Campos. Sabemos, por documentos
posteriores que llegan hasta la hija de Don Juan, Ana María de Austria y
Mendoza, que doña Magdalena, aun siendo muy exigente en temas de
moral y de religión con el niño, llegó verdaderamente a quererlo como si
fuera su propio hijo, así como también sabemos el cariño y el respeto que
Don Juan mantuvo con Don Luis, su guía y maestro en su formación
militar, lamentando firmemente su muerto en lance de guerra en la villa
mora de Serón, en las alpujarras granadinas.
Muchas veces se ha hablado del por qué el hombre más poderoso del
mundo en el siglo XVI, había elegido para morir un olvidado lugar de la
provincia de Cáceres, sin tener en cuenta que Don Luis de Quijada, su
consejero y hombre muy poderoso en la comarca tenía muchos interese
económicos en la zona, siendo el dueño del castillo fortaleza de Jarandilla
(hoy Parador Nacional), lugar donde primeramente estuvo hospedado el
emperador hasta la finalización de las obras de acondicionamiento del
pequeño Monasterio de Yuste. Naturalmente, aunque el emperador traía sus
propios sirvientes, el alejamiento del lugar elegido y la propiedad de sus
términos hacían casi imposible el poder llegar hasta él sin contar con la
autorización del fiel e interesado servidor real.
Y a Yuste fue llamado el niño Jeromín, a la edad de once años, en el
año de 1558, sin que su padre hiciera ninguna señal especial para el
reconocimiento de su paternidad, aunque esta ya estaba en boca del pueblo,
e incluso, Felipe II, ya sabía que tenía un hermano de padre. Carlos V
moriría en septiembre de 1558, dejándole a su hijo la responsabilidad del
cumplimiento del testamento paterno.
El encuentro directo entre los dos hermanos no llegaría hasta 1559,
en Valladolid, causándole una grata impresión aquel guapo muchacho,
rubio y de ojos azules, de maneras corteses y de carácter abierto, que
contrastaba con la fría y estudiada actitud en la que se había criado el rey.
Lo primero que hizo el rey fue cambiarle el nombre a su medio hermano y
ponerle el de Juan, nombre de otro hermano suyo muerto en su infancia.
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Podríamos decir, aparte de los equívocos e intromisiones de sus
consejeros políticos que llevaron a un alejamiento de Don Juan de la Corte
madrileña, que las relaciones entre los dos medio hermanos estará siempre
marcada, principalmente por parte del rey Felipe II, por un sentimiento de
amor-odio como consecuencia de la gran diferencia de caracteres que
hacían de Don Juan un ejemplo de hombre galante y conquistador, muy
alejado del encorsetamiento moral de su hermano el rey. Su misma
formación en la corte y en la Universidad de Alcalá, junto a sus sobrinos
Don Carlos y Alessandro Farnese, hacen del muchacho, un personaje de
leyenda que le seguirá durante toda su vida. Hombre guapo, como podemos
ver por algunos retratos de la época, se hacía querer rápidamente por todos
aquellos que le conocían, sobre todos por parte de las mujeres, tema que
nos vamos al que nos vamos a referir a continuación, y motivo de estas
líneas.
Para seguir con nuestro estudio, es preciso señalar que don Juan a
partir de 1560, fecha de su reconocimiento como hijo de Carlos V, vive
fascinado por los hombres y mujeres del marquesado de Santillana. Sus
íntimos amigos (don Rodrigo y el conde de Orgaz) pertenecen a la familia,
y otro tanto sucede con su mayordomo mayor, don Fernando, VII conde de
Priego, de Cuenca, quien le seguiría, junto a dos de sus hijos en la famosa
batalla de Lepanto.
Hemos escrito no hace mucho tiempo, con motivo del estudio de una
lápida en el Convento del Rosal de Priego, Cuenca, –feudo de una rama
principal de la poderosa familia de los Mendoza– con el nombre de María
(Teresa) de Mendoza, nombre homónimo de la primera amante conocida de
Don Juan y madre de dos de sus hijos reconocidos, Ana María de Austria y
Mendoza, y Francisco, sobre el comportamiento amoroso del vencedor de
las Alpujarras y de Lepanto, dejando un reguero de hijos, muchos de ellos
no reconocidos por el padre, y dando por excluida la duda de si aquella
dama que duerme su sueño eterno en aquel alejado lugar de la Alcarria
conquense era la bella y fantasmagórica señora que amó y fue amada por
tan importante señor, demostrando, según el propio testamento de doña
María de Mendoza, en la que se declara parroquiana de la Iglesia de San
Justo y pide enterrarse en la parte del Evangelio del Altar de Nuestra
Señora del convento de la Trinidad, de Madrid.
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Doña María de Mendoza, la primera amante del arrogante vencedor
de Lepanto, tuvo a una primera hija, Doña Ana de Jesús, metida a monja a
la edad de seis años y más tarde, ya muerto su padre, reconocida por su tío
el rey Felipe II, con lo que pasaría a formar parte de la familia real con el
nombre de Ana de Austria y Mendoza, pero sin permitirle salir del
convento. Para saber quién fue esta dama, la tragedia en la que vivió
durante parte de su vida, y los trágicos acontecimientos en los que se vio
envuelta como consecuencia de sus amores con un joven pastelero de
Madrigal que quería suplantar la figura del desaparecido don Sebastián, rey
de Portugal y sobrino de Felipe II, muerto en la descabellada aventura de la
batalla de Alcazarquivir (la desaparición del cadáver del rey don Sebastián
será motivo de leyendas que han llegado con todo su vigor hasta nuestros
días y motivo del Proceso del Pastelero de Madrigal en el que se vio
envuelta doña Ana de Austria), le remitimos a los bien documentados
estudios de la escritora Mercedes Fórmica, titulados: La Hija de don Juan
de Austria (Ana Jesús en el proceso del pastelero de Madrigal), Caro
Raggio, 1973, y María de Mendoza (solución a un enigma amoroso). Caro
Raggio, Madrid, 1979, o nuestro propio estudio, ya señalado titulado Doña
María de Mendoza, amante de Don Juan de Austria y su posible tumba en
el Convento de Santa María del Rosal de Priego, Cuenca.
La fecha de nacimiento de Doña Ana de Mendoza resulta interesante
de precisar por cuanto ella nos indica los primeros amores de nuestro
personaje. Dicha fecha queda en el más completo olvido en las primeras
biografías de Don Juan escritas por Lorenzo Van der Hammer y Baltasar de
Porreño, queriendo ambos silenciar este pasaje de su vida. Habrá que
esperar muchos años y después de los acontecimientos y proceso sufrido
contra el supuesto rey portugués, que tuvo resonancias internacionales, para
conocer la existencia de dicha dama. Fue el padre Strada, miembro de la
Compañía de Jesús y heredera de los papeles y bienes de doña Magdalena
de Ulloa, la rígida dama que crió y educó a padre y a la hija, quien alzara el
velo del misterio en un pasaje de su obra, anunciando que una joven de la
más alta nobleza, llamada María de Mendoza, hizo a don Juan padre de
una niña hacia 1570.
Posteriores investigaciones anulan la fecha del Padre Strada, así
como la que da el Padre Coloma, quien señala que Doña Ana nació
sietemesina en Madrid el 19 de octubre de 1567, para señalar como la más
verosímil la de 1569, fijando los meses de julio y octubre como los más
cercanos al momento de su nacimiento, coincidiendo con las vísperas de la
salida de don Juan para las Alpujarras, donde ante el peligro eminente que
se avecinaba, la joven María decidió jugarse el todo por el todo.
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Finalmente, para terminar con este asunto,
no fijaremos las palabras de la misma doña Ana en
la carta escrita a su tío el rey Felipe II, el 19 de
noviembre de 1594, justificando el no haberle
avisado de sus relaciones con Gabriel de Espinosa,
por no saber, era obligada, por haber entrado
aquí (en el convento), de seis años, o lo reflejado
en la Escritura de Entrada de doña Ana en el
convento de Nuestra Señora de Gracia, de
Madrigal, fechada el 28 de junio de 1575 que nos
dice: Conoscida cosa sea de todos los que la
presente vieran, como Nos, la Priora, monxas e
convento, del Monasterio de Nuestra Señora de
Gracia Real… recibimos, por monxa novicia, a la
señora doña Ana de Jesús, sobrina de la muy
Ilustre Sra. doña Magdalena de Ulloa, por
seiscientos ducados de lote… e luego que la dicha
Señora aya la edad de diez y seis años, que el
Santo Concilio manda, en queriendo quedar, en esta dicha casa la avremos
de dar el velo de la profesión…
Es posible que, de acuerdo D. Juan junto con Dª Catalina de
Mendoza su madre, decidieran desplazarse a Madrid, donde resultaría más
fácil dar a luz “sin ruido”. Doña Catalina, disponía de alguna hacienda y,
ya viuda, no estaba “sujeta” a nadie, lo que significaba poder moverse con
libertad.
La primera huella de Dª María de Mendoza en Madrid aparece en
julio de 1570, cuando Dª Catalina compra una casa para su hija (A.H.P.
Protocolo 389. Julio de 1570. Escritura de compraventa de una casa por Dª
Catalina de Mendoza).
Aunque cuenta la leyenda y queda recogido en el comadreo de las
monjas del convento, que en un momento indeterminado recibió en la
“grada” a una joven peregrina cubierta por un rebozo que nunca se quitó.
No sabemos quién pudo ser esta desconocida peregrina, pero, naturalmente
descartamos a doña María, su madre, muerta dos años antes del
fallecimiento de su padre don Juan de Austria.
Dicha leyenda de la visita de la peregrina, que iba acompañada por
don Juan de Mendoza, nos va a dejar el conocimiento de la existencia de
otro hijo de don Juan con doña María, llamado Francesco, que criado en
Ana de Austria y
Mendoza
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Xerez (Xerez del Marquesado, en las Alpujarras), había sido secuestrado
por los moriscos. La presencia de este nuevo hijo del vencedor de Lepanto
abre una nueva pregunta: ¿siguió la joven y apasionada María de Mendoza
a su amante en las luchas granadinas?
Tampoco puede descartarse que Dª María de Mendoza hubiese
seguido a su héroe a Granada, dejando a su hija Ana de Mendoza con su
abuela Dª Catalina y al cuidado de Pascuala, su criada, comprometida a
ciertos servicios a través de un severo contrato de asentamiento.
La existencia de este niño induce a pensar que doña María estuvo
con don Juan en Granada y que su segundo hijo nació en el feudo de los
Mendoza, pues no es concebible pensar que éste fuera llevado a tan
inhóspito como peligroso lugar, a no ser que viniera el mundo en aquellas
tierras.
La presencia de este niño. A diferencia de otros hijos de don Juan
(que se sepa a ciencia cierta, don Juan tuvo otra niña, Juana, de sus amores
con la sorrentina Diana Falangola, a quien conoció en una corrida de toros
celebrada en la residencia del virrey, cardenal Granvela, y a quien
siguiendo la costumbre de la época casó con Antonio Stambone, hidalgo
napolitano, y Jerónimo, de Zenobia Sarastrosio) queda borrada durante
muchos años para aparecer nuevamente cuando doña Ana, en un afán de
conocer su pasado, busque a Francesco y un soldado de aquellas guerras en
las alpujarras granadinas le asegure conocer su paradero.
A diferencia de su hija Ana, cuyo destino ya estaba escrito desde el
momento de su nacimiento, Juana fue confiada a su media hermana
Margarita de Farnesio, duquesa de Parma, residente en Aquila y madre de
Alejandro Farnesio, quien mucho más mundana que la rígida y obediente
doña Magdalena, para quien todo hijo fuera del matrimonio era un pecado,
vivió otra vida mucho más acorde a su nacimiento, aun a despecho de los
deseos de su padre que: la verdad es, que si Dios se la llevase…, o más
tarde, con el deseo incumplido de verla profesar en un convento, para,
finalmente, ser reconocida e, incluso, valorada por su gracia y belleza:
Vuestra Alteza le diga que hasta me sepa escribir no la quiero enviar otro
recado, que en esto veré y en la priesa que se diera en aprenderlo, lo que
estima las nuevas de su padre… Este nombre de padre no acabo de
admitirlo, ni sé cómo puede venirme bien. Es mi hija, pero si no fuera más
de su Alteza, que mía y de su madre, más le valiere no haber nacido…
Creo que quiero más a esa niña, por lo que Vuestra Alteza hace por ella y
por lo que la ama, que por hija, ni por otra cosa… ¿Estaría –con estas
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palabras– acordándose don Juan de su propia infancia, donde fue
abandonado de su madre y olvidado de su padre?
En los primeros días de octubre del aciago año de 1578 (año de la
batalla de Alcazarquivir), muere en la ciudad flamenca de Namur don Juan
de Austria. Unos dicen que como consecuencia del tifus que asola la
comarca, los más malignos, como consecuencia de los efectos del veneno
encargado suministrar desde la corte madrileña. Sus enemigos más
cercanos, como lo fuera el ladino y libidinoso cardenal Granvela, como
consecuencia de sus desarreglos sexuales, es decir, por la acción de la
sífilis. Sea lo que fuere, la muerte de tan distinguido capitán militar fue un
mazazo que retumbó en todos los territorios de dominio español, y
principalmente, en la corte madrileña.
Esta muerte inesperada va a traer también consecuencias muy
importantes en la vida de unos seres hasta esos momentos condenados al
olvido, como era el caso de los hijos del fallecido don Juan de Austria.
Nada más llegar el cadáver con su comitiva a la ciudad de Namur,
Alejandro Farnesio, príncipe de Parma, nombrado por su primo como su
sucesor y nuevo capitán de las tropas en Flandes, cogerá la pluma para
escribirle a su tío el rey Felipe II, la siguiente nota: Señor: Vuestra
Majestad excuse que le importune con esta misiva, pero entiendo deber de
conciencia poner en conocimiento de Vuestra Majestad, que el Señor don
Juan de Austria, que esté en el cielo, tuvo hace nueve años una hija en
doña María de Mendoza…
El rey, hombre muy piadoso y de sentimientos mucho más nobles de
lo que la Historia nos ha querido dar a entender, amador él mismo de
damas cortesanas hoy bien conocidas, entiende que debe darle una solución
al problema planteado a la muerte del hermano, aunque siempre lento en su
resolución, tardaría cinco años en buscarle acomodo en la familia real al
nuevo miembro descubierto a la muerte del galante amador. En 1583, Ana
de Jesús, monja enclaustrada en el convento de Nuestra Señora de Gracia,
de Madrigal, pasa a llamarse con todo los merecimientos que el caso
merece, doña Ana de Austria y Mendoza, pero, y aquí sí que el rey es
consecuente con las normas y costumbres de su tiempo, sin salir de su
enclaustramiento monacal, al que se le sigue condenando de por vida, por
muchas que sean las quejas de la perjudicada y su declaración personal de
no querer profesar como monja porque le gustaría vestir trajes hermosos,
lucir joyeles deslumbrantes, atraer las miradas de los caballeros que
arriesgan la vida por “su dama” en torneos y juegos de caña, o susurran
palabras de amor, aprovechando el trenzado de la danzas. Con este
reconocimiento por parte del rey finaliza el gran secreto, firmemente
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guardado por cuantos lo conocían, de la existencia de las hijas de don Juan
de Austria.
¿Desconocía Felipe II la existencia de estos vástagos del hijo
bastardo de su padre, el emperador? Puede que así sea. Pero lo que nadie
puede negar es que el rey conocía muy bien los trapicheos amorosos de su
hermano, cuando él mismo le escribe en una carta de 1575 la
recomendación de que cuide mucho no ofender en materia de amores a
familias principales. ¿Estaba enterado por aquellas fechas de sus amores
con doña María de Mendoza? No conocemos documentos que nos orienten
sobre las gestiones que se realizaron para el reconocimiento de doña Ana,
más que las que realizó la duquesa de Parma, y éstas, referidas a las muy
interesadas referidas a su protegida, doña Juana. Y una pregunta que nos
viene como encaje de esta triste historia: ¿Esperó el “rey prudente” a la
muerte de doña María y de doña Diana para reconocer a sus sobrinas,
metidas ambas en conventos de clausura?
Vamos nosotros, ahora, a volver al verdadero interés de nuestro
trabajo como era el de saber sobre la vida y milagros de don Francesco, el
segundo hijo de don Juan con doña María de Mendoza, protagonista
olvidado de todo estudio que sobre el tema se ha hecho.
Tenemos que recordar al lector
que los conventos de clausura en el
siglo XVI diferían bastante del
concepto que ahora se tiene de los
mismos. La misma Santa Teresa,
fundadora de los de su orden, los
quería cómodos y que las monjas, en
muchos casos familiares directos de la
nobleza española, estuvieran lo más
cómodas posibles y no añoraran lo que
dejaban atrás. Aunque eran convento
de “clausura”, los intercambios entre
el interior y el exterior eran bastante
frecuentes, y las monjas en ellos
encerradas, podían tener la compañía
de sus sirvientes o doncellas de compañía, según el grado de opulencia (la
dote) con la que hubieran entrado en el mismo. Doña Ana de Jesús, después
reconocida como Ana de Austria, vive en el convento con los privilegios
que le otorga el ser nieta e hija de reyes, e hija de uno de los hombres con
más fama en la historia guerrera de España, disfrutando de estancias y
servidumbre en consonancia con su apellido.
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En el año 1586 doña Ana va a recibir una visita que va a cambiar
para siempre el estrecho margen de la memoria familiar que tiene. Hacía
las cuatro de la tarde la hermana tornera viene a decirle que una mujer con
hábitos de peregrina, que se dirige a Santiago, pide verla con muchas
lágrimas, negándose a decir su nombre y los motivos de su visita. Doña
Ana, cansada de que desde el conocimiento de sus orígenes familiares se le
acerquen con el deseo de una recomendación, una merced o un traslado, se
niega a recibirla. Sin embargo, tanto insiste la mujer desconocida que ruega
a sus servidoras que asistan a la entrevista, mientras que ella la escuchará
entre bastidores.
La joven es una mujer de unos quince años, de muy lindos ojos,
cubierta de un rebozo que no se quitará y con las manos ocultas bajo unos
guanteçicos sin dedos. Cuenta que viene de Sevilla a pedir la salvación del
alma de don Juan. Asegura que se ha detenido con la sana curiosidad de
conocer a doña Ana y que ignora la existencia de un hermano de padre y
madre, el cual, cuando se criaba en Xerez, fue raptado por los moriscos,
aunque ha podido ser salvado y se le puede reconocer por una mancha
encarnada en forma de corazón, consecuencia de un “antojo” que tuvo su
madre estando de él preñada.
Monasterio de Santa María la Real de las Huelgas, Burgos
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La historia resulta apasionante.
Doña Luisa de Grado, una de las sirvientas o dama de compañía de
doña Ana insiste para que la mujer se quite el rebozo y descubra la cara.
Para que confiese su nombre. A lo que ella contesta que solo lo haría ante
su Excelencia.
La duda acecha a los oyentes que le preguntan lo extraño de que
siendo moça y tan linda vaya sola por los caminos llenos de ladrones y
bandidos, a lo que contesta que no voy sola, Señora. Me acompaña un
caballero anciano, don Juan de Mendoza y una mujer vieja, apellido que
pone en alerta a la mujer oculta tras los visillos, al escuchar el de su madre.
Mas no cede a los ruegos de la pelegrina que se ha dado cuenta de que la
dama, o no quiere verla, o está retenida tras las rejas que las separa. Cuando
se aleja hacia la puerta cubierta la cara de amargas lágrimas, las damas
pueden observar que lleva medias de seda de agujas, encarnadas, y calzas
afolladas, lo que las hace sospechar que se trata de un mancebo disfrazado.
Las torneras contarán después que un joven de unos quince años, el mismo
que intentó sobornar al hortelano para que entregase una carta a doña
Ana, estuvo por el pueblo. El mozo tenía aun gran parecido con Su
Excelencia y se quejaba que en el convento no le dejaban ver a su
hermana.
¿Estamos ante la presencia de Francesco, el hijo olvidado de don
Juan de Austria y de doña María de Mendoza y por lo tanto hermano de
Doña Ana? Difícil es saberlo, aunque muchos son los datos que el
muchacho da y que coinciden punto por punto con los verdaderos de
Francesco, entre ellos y el más importante, el del lugar de su nacimiento:
Xerez, deudo del marquesado de Çenete, donde quedó el fruto de los
amores de sus padres.
La soledad y la repugnancia hacia la vida religiosa, hacen de ella una
mujer amargada y sedienta de aventuras, al mismo tiempo que añora la
llegada nuevamente de aquel jovencito al que ahora considera su hermano.
Cuando en 1589, con veinte años llega el momento de la toma del
velo, las encumbradas familias emparentadas con ella que asisten a la
ceremonia de don Pedro Termiño, obispo de Ávila, no se asombran al ver
cuajados de lágrimas los ojos de la novicia.
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En 1594 llega Gabriel de
Espinosa, más tarde conocido como el
Pastelero de Madrigal a la ciudad de
Valladolid acompañado de una niña,
llamada Clara-Eugenia y de una mujer
por nombre Inés Cid. Era hombre
menudo de cuerpo, flaco y de rostro
curtido, con una nube en su ojo
derecho, y tenía el pelo y la barba
encanecidos, dándole una apariencia
de más viejo de lo que él mismo
afirmaba, pues decía tener unos 40
años y con pinta de noble caballero
que habla varios idiomas.
Tres meses más tarde Gabriel de
Espinosa fue apresado en Valladolid
por don Rodrigo de Santillán, alcalde del crimen en la Chancillería.
Llevaba días mostrando joyas y hablando con poco respeto del rey. Pero el
mayor misterio fue el de las cuatro cartas que le tomaron. Dos eran de fray
Miguel de los Santos, agustino portugués, vicario del convento de Nuestra
Señora de Gracia el Real de Madrigal, y otras dos de doña Ana de Austria,
monja en el mismo convento y sobrina del rey don Felipe II, como hija
natural que era de don Juan de Austria, el héroe de Lepanto. En aquellas
cartas el fraile trataba de “Majestad” al pastelero, y las palabras de doña
Ana no sólo parecían las de una novia a su prometido, sino que además se
refería a la niña Clara Eugenia, llamándole “mi hija”. Para don Rodrigo,
con más deudas de las convenientes, aquélla era la oportunidad de alcanzar
el favor real y la encomienda con que tantos altos funcionarios soñaban, así
que, saltando jerarquías, escribió directamente a Su Majestad.
Recibido el encargo del caso, don Rodrigo y sus alguaciles viajaron
enseguida a Madrigal, entraron en la clausura del monasterio, hicieron
encerrar a doña Ana en sus aposentos y, tras un rápido registro, se llevaron
los escasos papeles que hallaron. Prendieron así mismo, entre otros, a fray
Miguel de los Santos y a Inés Cid.
La primera explicación del extraño comportamientos del pastelero la
dio fray Miguel con una fantástica revelación. Gabriel de Espinosa era
realmente el rey de Portugal don Sebastián, derrotado, desaparecido y dado
por muerto en 1578 en los campos africanos de Alcazarquivir, a donde
había ido al frente de 20.000 soldados para dar batalla al infiel.
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No era aquélla la primera reaparición de don Sebastián. Conseguida
la sucesión del trono portugués por Felipe II, tras la muerte del Infante don
Enrique y la expulsión de don Antonio, prior de Crato, también aspirante a
la corona, muchos portugueses añoraban un rey propio. Dos casos de
pretendidos don Sebastián habían sucedido diez años antes en Portugal,
acabando con la prisión y muerte de los impostores.
Poco después de llegar Espinosa a Madrigal, fray Miguel creyó ver
en él a su rey deseado, y cuando se lo insinuó al pastelero, éste le respondió
ambiguamente.
Tras varios encuentros con Espinosa a través de la reja del convento,
doña Ana también se convenció. Aquel hombre era su primo, llegado
providencialmente cuando más lo necesitaba. Poco después ambos se
prometieron en matrimonio, condicionándolo ella a conseguir la dispensa
de voto, merced que el Papa no negaría a un rey. De ahí el llamar “hija” a
Clara Eugenia, y no por otras causas. Por cierto, el sábado 15 de abril de
1595, fue bautizado en Madrigal Gabriel, otro descendiente de la pareja,
“hijo de Inés, pastelera, y de su amo, que dijo ser suyo”, según un apunte
en el libro de bautismos de Santa María del Castillo, de Madrigal.
La relación del pastelero con la sobrina del Rey no podía quedar en
secreto. Y cuando las habladurías comenzaron, Gabriel de Espinosa marchó
a Valladolid con algunas joyas y dineros de doña Ana. Aunque había
prometido ir hacia el norte a encontrarse con un hermano que ella creía
tener, para volver con él a Madrigal, parece más cierto que por el momento
pensaba dejar aquella aventura.
Acusado de crimen de lesa majestad, Espinosa fue condenado a la
horca, cumpliéndose la sentencia en la tarde del 1 de agosto de 1595, en la
plaza pública de Madrigal, donde todos quedaron sorprendidos del orgullo
de su mirada, la cólera con que citó a don Rodrigo ante el Tribunal de Dios
y la tranquilidad que tuvo ajustándose la soga al cuello. Luego, su cuerpo
fue decapitado y hecho cuartos, siendo los despojos expuestos al pueblo.
Trasladado a Madrid fray Miguel de los Santos, y acusado del mismo
crimen que Espinosa, fue primero degradado al estado laico, y después, a
mediodía del jueves 19 de octubre, ahorcado en la plaza pública. Al pie del
cadalso insistió en su inocencia diciendo haber creído que Espinosa era don
Sebastián. También decapitado, su cabeza fue transportada hasta Madrigal
para acompañar por unas horas a la del Pastelero.
La culpa de doña Ana de Austria se saldó con un encierro en el
convento agustino de Ávila. Allí, desprovista de privilegios, pasó poco más
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de 3 años, hasta que su primo Felipe III, a poco de suceder a su padre, la
hizo devolver al de Madrigal, donde, restituida su influencia y recobrada la
tranquilidad de espíritu, fue elegida priora. Ocupó aquel cargo hasta que en
1611, dejando la orden de San Agustín, pasó a ser abadesa del cisterciense
monasterio de las Huelgas de Burgos, la mayor dignidad eclesiástica a que
una mujer podía aspirar. Y por cierto que actuó como una magnífica
prelada, quizás la mejor que tuvo nunca aquel real sitio.
Este apoyo de su primo Felipe III, muerto en 1620, catapultó
nuevamente la figura de aquella dama tan firmemente arraigada a la familia
real. Doña Ana de Austria aparece en el testamento de su media hermana
de padre, la duquesa de Petrabona, Margarita, fallecida en 1629,
designándole la gran cantidad de trescientos ducados de renta cada año,
como señal del gran amor que siempre he tenido a mi queridísima
hermana, la Señora doña Ana de Austria…
Este mismo año de 1629, el rastro de doña Ana de Austria
desaparece para siempre a la edad de sesenta años, dejando para la leyenda
una incógnita tan grande como lo fue su nacimiento. Según algunos
rumores entre las monjas del Císter, doña Ana marchó a Sevilla, donde no
sabemos si abandonó la vida religiosa para dirigirse a Italia y le cogió la
muerte en la capital hispalense. Lo que sí sabemos es que su magnífico
sepulcro de la capilla de las Huelgas sigue desde entonces vacío.
Como vacío queda el recuerdo de Francesco, su hermano de madre y
padre (aunque no reconocido por ambos), que duerme en el mismo triste
silencio con que vino a la vida, y del que su último recuerdo es el fallido
intento de ver a su hermana en el convento de Madrigal.
Ricardo Hernández Megías
Arturo Culebras Mayordomo
Priego-Cuenca, agosto de 2014